Prólogo Clayton, Nueva York Era el tres de septiembre, uno de esos días despejados y perfectos a caballo entre el calor del verano y el frío del inminente invierno. El cielo tenía un color tan intenso que, al salir del coche en el aparcamiento del supermercado, Sweeney se quedó inmóvil y miró boquiabierta ese sorprendente tazón azul como si fuese la primera vez que lo veía. De hecho, nunca lo había visto de aquel modo. Si había algo en esta vida de lo que ella entendía era de colores, y nunca había visto ese tono de azul. Era increíble, más profundo y oscuro, más intenso de lo que ningún cielo tenía derecho a ser. Ese día, en ese día perfecto, la neblina de la atmósfera entre el cielo y la tierra se había vuelto más fina, y se encontró más cerca del borde del universo que nunca, tan cerca que era como si ese azul intenso pudiera absorberla y llevársela de la tierra. ¿Podría reproducirlo? En su mente empezó a mezclar pigmentos, descartando de manera automática algunos de ellos mientras su ojo interior juzgaba los resultados. No, ese toque de blanco haría que el tono de azul fuera demasiado infantil. No era un azul caprichoso, era el azul más impresionante que había visto en su vida. Era puro y espectacular, la atraía y la impregnaba con la exuberancia de su belleza. Permaneció inmóvil con el rostro hacia arriba, olvidó que iba camino del supermercado y se sintió exaltada por el color, colmada hasta rebosar, con el corazón henchido y extático. Cuando finalmente recordó volver los ojos al suelo, su mirada estaba deslumbrada. Vio un destello de... algo, y aunque no había estado mirando el sol, pensó que el cielo estaba tan brillante que los ojos tenían que adaptarse a menos luz. Parpadeó y luego bizqueó. Era algo sólido pero no del todo. Un extraño niño bidimensional. Lo miró, parpadeó y fijó de nuevo la vista en él. Fue como un mazazo en la cabeza que le heló la sangre y le entumeció las yemas de los dedos. Aquel chico estaba muerto. Hacía un mes que había asistido a su funeral. Pero en ese día perfecto, mientras iba a un recado completamente ordinario, vio a un niño muerto en el aparcamiento del supermercado. Muda de asombro, Sweeney miró a la mujer a quien seguía el chico. Era su madre. Sue Beresford llevaba la bolsa de la compra en una mano y con la otra tiraba de la manita de Corbet, su revoltoso hijo de cuatro años. Tenía el rostro contraído, los ojos manchados del profundo dolor de una madre que había perdido a su hijo mayor hacía justo un mes a causa de una leucemia. Pero allí estaba el pequeño Sam, siguiéndola. A Sweeney se le inmovilizaron los pies en el asfalto. Todo su cuerpo se entumeció y no pudo hacer ningún movimiento mientras veía cómo el muchacho intentaba llamar la atención de su madre desesperadamente. -¡Mamá! -decía una y otra vez Samuel Beresford, de diez años, la voz quebrada por la ansiedad-. ¡Mamá! Pero Sue no respondió. Siguió caminando y tirando del pequeño Corbin. Este intentaba agarrarle la falda pero el tejido se escapaba entre sus incorpóreas manos. Miró a Sweeney y esta captó su frustración, su asombro y su miedo. -No me oye -dijo, con unas palabras que vibraban como si las oyera por algún sistema de audio con imperfecciones. Corrió para alcanzar a su madre, con unas piernas delgadas que centelleaban bajo sus pantalones de tela escocesa.