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XXII Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven…”

“Tranquilidad veraniega” Vicente Núñez García

“Izotz” Santos Torres Corrales

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“GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XXII. EDIZIOA

XXII CONCURSO DE NARRACIONES “CUANDO YO ERA JOVEN”

A KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Colores en blanco y negro”, Carlota Pérez Bueno (Basauri, Bizkaia)

2. saria - 2º premio “El colectivo olvidado”, Ana Alonso Atienza (Pola de Siero. Asturias)

B KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Entre fogones”, Nerea Román Miguel (Bilbao, Bizkaia)

2. saria - 2º premio “Erbesteratua”, Nahikari Ayo Acebo (Getxo, Bizkaia)

C KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Las manos de mi niñez”, Alain Martín Molina (Sestao, Bizkaia)

2. saria - 2º premio “Tic”, Raúl Clavero Blázquez (Madrid)

D KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Cuando el mundo era casi nuevo”, Juan de Molina (Ubrique, Cádiz)

2. saria - 2º premio “Todos los ríos el río”, Carlos Andrés Fabbri Campos (Salamanca) 40

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COLORES EN BLANCO Y NEGRO

El horizonte. Es todo cuanto veo ante mis ojos: una carretera infinita cuyo final se pierde en la lejanía. No es la primera vez que la transito, ni muchísimo menos. Es más, cuando era pequeño solía recorrerla cada verano, en el coche familiar, con la felicidad desmedida como fin.

Aquellos viajes tenían como destino el único lugar en el que las obligaciones eran sustituidas por el libre albedrío; aquel que transformaba la rutina en libertad.

Es curioso cómo cambia una acción al recrearla decenas de años más tarde. Pues la indiferencia que siento ahora mismo nada tiene que ver con la ilusión que solía inundarme al recorrer esta carretera años atrás. Supongo que era de esperar que el peso de los años y la monotonía terminaran haciendo mella, obteniendo como resultado el vacío emocional en el que se ahogan los últimos despojos de mi ilusión.

Recuerdo perfectamente el asombro con el que miraba por la ventanilla, disfrutando de todas y cada una de las imágenes que se sucedían ante mi atenta mirada: cada árbol, cada campo de cultivo, cada animalillo descansando bajo la sombra de alguna encina... Pero sobre todo recuerdo la expectación con la que aguardaba nuestra llegada.

Jamás olvidaré los nervios que se gestaban en mi interior al sentir que estábamos cada vez más y más cerca, ese cosquilleo que comenzaba como un inocente aleteo y terminaba por transformarse en toda una ciclogénesis, cuya fuerza hacía que me fuera imposible estar quieto en mi asiento. Esos mismos eran los nervios que me hacían salir propulsado según el coche estacionaba.

No podría describir lo que sentía cuando abría la puerta y bajaba del automóvil. Volver a pisar aquel suelo me infundía una paz incomparable. Era como si volviera al sitio donde verdaderamente pertenecía; como cuando se libera a un animal que lleva mucho tiempo en cautividad.

Las calles de piedra sin asfaltar bajo mis pies, el cálido ambiente, y el inconfundible olor de la más pura naturaleza, todo esto acompañado del leve sonido de las copas de los árboles, hacían que se me dibujase una sonrisa que no abandonaría mi rostro hasta que llegara el momento de partir. El paraje era impresionante, pero la vivienda tampoco se quedaba atrás: una enorme casa victoriana, a las afueras del pueblo, rodeada por un inmenso jardín.

Lo primero que hacía al llegar allí era correr hacia la entrada principal y aporrear la puerta con todas mis fuerzas, de modo que mi abuela me escuchara. Al abrirse yo me arrojaba sobre sus brazos, antes siquiera de que pudiera reaccionar, y me la comía a besos.

Era increíble cómo la distancia y falta de comunicación que nos había separado quedaba reducida a la nada; como si el tiempo hubiera estado congelado durante todo un año, volviendo a correr derretido por la calidez de nuestro abrazo. Asimismo sucedía con el resto de personas del pueblo: amigos, vecinos, familiares... Formábamos parte de un mismo todo, tanto los locales como los forasteros.

Las experiencias vividas juntos delinearon la silueta de la persona que soy hoy, y cuando pienso en los momentos felices de mi infancia, me imagino rodeado de ellos.

Sin embargo, los ratos que más disfrutaba eran aquellos que pasaba en soledad; perdido entre las inmensas y albas

paredes de la casa. Como aquella tarde que quedó grabada en el recuerdo de mi mente para siempre.

No tendría más de seis años, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Era un día demasiado caluroso, por lo que mis padres no me dejaron salir a la plaza hasta que bajara el sol (al igual que al resto de mis amigos).

Acababa de terminar de comer y mi cuerpo reposaba sobre las frías baldosas del cuarto de mi abuela. Consumido por el aburrimiento, miraba el techo abovedado sin prestar atención alguna a lo que veía. Cuando de pronto un haz de luz lo iluminó, se trataba de un destello que me impulsó a incorporarme y mirar por la ventana.

Desde allí se veía el jardín en su totalidad, que se desplegaba bajo mis pies. Su inmensa extensión de verde hierba estaba delimitada por un pequeño bosque de pinos, que separaba mi pueblo del más cercano.

Aquel era un lugar que siempre me había infundido cierto respeto, a la par de curiosidad. Al fin y al cabo, se trataba de la típica manzana del pecado que representa lo prohibido, pues no me estaba permitido adentrarme en él. Sin embargo, nunca me había detenido demasiado a pensar en lo que podría esconderse entre aquellos inmensos árboles que parecían susurrar por las noches. Pero aquella tarde mi necesidad de saber despertó de pronto; tal vez impulsado por el aburrimiento, tal vez por las prohibiciones.

Tras mirar varios minutos por la ventana, y no encontrar la fuente de la luz, me decidí a bajar e intentar descubrir de qué se trataba, a falta de algo mejor que hacer.

Recuerdo bajar las escaleras de mármol con los pies descalzos para hacer mi travesía más sigilosa, sintiendo un frío que me recorría toda la espalda a cada escalón. Al llegar a la planta baja agradecí la costumbre familiar, pues todos estaban echando la siesta. Aún así, me escabullí por la pequeña puerta trasera, de modo que nadie se percatara de mi furtiva salida.

Una vez fuera, me aproximé a la entrada del bosque. Al verlo tan de cerca no supe cómo reaccionar; me quedé paralizado. Intenté encontrar el origen del haz de luz, pero la impaciencia hizo que naciese en mi interior una energía que recorrió todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo, haciendo que me adentrara en lo desconocido.

Corrí tan veloz como pude, entre los troncos, con la cabeza erguida y los ojos apretados. No sé muy bien cuál era mi propósito, pues había olvidado por completo el destello que me había llevado hasta allí. Sin embargo, aquella sensación, la del viento chocando contra mi cara, era impresionante. Con cada zancada notaba como se iban entrelazando el miedo y la excitación por romper las normas; y mientras el primero disminuía, la otra crecía exponencialmente. Tras Dios sabe cuánto, caí sobre la hierba: exhausto, pero con una sonrisa. Al cabo de un rato decidí volver al interior de la casa, y sólo entonces recordé el brillo.

Nunca le conté a nadie lo de aquella tarde; nadie supo jamás de la luz que iluminaba el techo abovedado cada día, a la misma hora. Aunque el destello persistió, nunca volví al bosque; supongo que porque, en cierto modo, prefería mantener vivo el halo de misterio que rodeaba todo aquello. Al fin y al cabo, me gustaba fantasear con que se tratara de algún tipo de ser mitológico que vivía entre aquellos enormes árboles.

Las circunstancias familiares hicieron que dejáramos de ir a aquel pueblo un par de años después. Por lo que llevaba décadas sin ver todo esto; hasta hoy.

Ahora mismo me encuentro frente a la supuesta casa victoriana, que resulta ser, en realidad, una pequeña y cochambrosa casa de madera; las escaleras de mármol helado, no son más que simples baldosas, la mayoría de

ellas rotas; el infinito jardín, tendrá apenas cincuenta metros cuadrados; y el inmenso bosque, que no debía de estar formado por más de quince pinos, ha sido talado.

El ambiente cálido no es más que un bochorno insoportable; las calles que tanto solía alabar, son meras piedras que podrían causar un accidente; y el olor característico que tanto había echado de menos, es el rudo hedor de las heces del ganado.

Puede que mi memoria haya desdibujado los recuerdos del pasado. Tal vez hayan sufrido un embellecimiento bruto de la nostalgia; y ahora se vean romantizados por la añoranza. Pero nada de eso importa, pues todo eso reside en mi memoria.

Y es que recordar aquellos tiempos en los que todo era de colores consigue matizar el presente; aunque solo sea para darle distintos tonos de gris. Tonos de gris iluminados por aquella luz, de origen desconocido, que siempre me guía hacia la valentía con la que consigo vencer mis miedos.

Siendo sincero, no creo que vuelva a visitar este lugar. Al fin y al cabo, prefiero vivir en el engaño de mis recuerdos; ya que, mientras toda aquella belleza siga viva en mi cabeza, verdaderamente será como si se tratara del pueblo más hermoso del mundo.

Carlota Pérez Bueno

EL COLECTIVO OLVIDADO

Sigue el sol encumbrando las aceras. Los pájaros, ciervos, gatos, piedras... todos continúan en un mundo libre de ruido. En definitiva, el paisaje se ha quedado vacío de nosotros. Y aunque cueste asumirlo no le hacemos ninguna falta al mundo.

Pero a nosotros sí que nos hace falta el mundo. Y, sobre todo, nos hacen falta las personas. No somos nadie sin ellas. Esa es nuestra maravillosa vulnerabilidad como especie; que nos necesitamos. Y quien diga lo contrario, miente.

Porque una muestra de ello son nuestros balcones, ese lugar en el que descorchar la intimidad, un sitio para hacer plaza en la distancia, para jugar al bingo o darte cuenta de que el vecino y tú tenéis el mismo gusto musical.

Esta cuarentena nos ha devuelto, de pronto, todo el tiempo que tanto reclamábamos. Y cuál es la sorpresa que ahora no sabemos qué hacer con él, porque tenemos limitado el consumo, porque no podemos desplazarnos y eso impide la sensación de velocidad, en resumen, de vida.

Nos hemos hecho conscientes de nuestra delicadeza como humanos y después de mes y medio viviendo a base de recuerdos, los pesos de los días nos empujan cada vez más hacia abajo.

Hay veces que los días se entremezclan y lo único que te salva es saber que tarde o temprano volverás a esa nueva normalidad. El volver a fluir despreocupados de la vida, de burlar al peligro y sacarle la lengua al destino.

Las ventanas y balcones siguen haciendo de faros en medio de esta tempestad, pero ahora podemos ver una nueva Iuz que, aunque tenue, se va haciendo cada vez más real. El fin del confinamiento titila ante nuestros ojos dándonos esperanzas.

Niños y adultos... todos empiezan a salir a respirar el aire fresco, a pasear e intentar que la situación no se les haga imposible. Pero, ¿alguien se ha acordado de nosotros, los adolescentes? Ese colectivo olvidado, esa juventud a la que tanto echamos en cara sus actos de rebeldía y de viveza. Nosotros, ¿en qué plazos entramos?

Aunque pensándolo bien, siempre ha sido así. La mayoría de los talleres o cursos que ofrecen los ayuntamientos engloban dos categorías niños hasta los 12 o 14 y por otro Iado los adultos. Nos encontramos también en el mismo caso en el famoso concurso televisivo de “MasterChef” y para seguir sumando en los programas de “Ahora Caigo” o “Boom”. ¿Dónde estamos?

Tal vez esa falta de integración al mundo colectivo nos ha hecho crearnos nuestro propio rincón. Ese Iugar que lo forman nuestros amigos, que no te juzgan porque sienten igual que tú, que, aunque no piensen lo mismo, te entienden. Los adolescentes siempre nos hemos creído unos incomprendidos. Avalamos la idea de que nadie aparte de los que son como nosotros nos van a entender. Igual es también por eso por lo que nos sentimos tan únicos, tan especiales. En esencia, nos creemos los reyes y reinas del mundo.

Nuestra necesidad de rebelarnos contra todos y todo se ha visto sorprendida.

Nos han cortado nuestro principal medio de comunicación con ese rincón al que escapar.

Cada uno de nosotros se ha quedado en silencio y en ese tiempo no nos ha quedado otra opción que escucharnos.

Es entonces cuando te empiezas a replantear muchas cosas, en especial, qué va a ser de ti. A qué quieres dedicarte o las ambiciones. Pero, sobre todo, la cuarentena nos ha hecho pensar en quiénes somos. Resulta irónico que después de haber tocado la sensación de pertenencia a un grupo con el que sentirte tú, sea la soledad la que nos da las respuestas que antes no escuchábamos. Es el alma ahora el que grita a unos decibelios incontrolados qué es lo que quiere. Y somos, también nosotros, los que debemos escuchar.

Mis ganas de ver a mis amigas y de ir a nuestro rincón, ya sea sentadas en un banco en el parque comiendo pipas o una bolsa de patatas, dando una vuelta por la playa en Gijón, o saliendo de fiesta para simplemente pasarlo bien, hacen que espere cada día con más ansia el reencuentro. Poder abrazarlas y decirles lo mucho que las he echado de menos, contarles todo lo que he descubierto sobre mí en esta cuarentena, compartirlo con ellas y que me entiendan. Escucharlas hablar a ellas, ver el brillo en sus ojos y una gran sonrisa en su boca por saber que estamos juntas. Creo que cuando acabe de escribir esto les mandaré un mensaje diciéndoles lo mucho que las quiero y las añoro. Que cuando acabe todo vamos a liar una buena y que, si para poder verlas tengo que estar un año entero encerrada en casa, lo haré sin dudarlo. Porque la gran clave de esta cuarentena es que si estamos confinados no es por nosotros, es por los demás.

Ana Alonso Atienza

ENTRE FOGONES

Cilantro, albahaca, perejil, eneldo.... Benditos aromas los que inundaban tu cocina amuma. Después de guisar durante horas para sorprendernos con tus mejores platos, un silencio sepulcral se formaba en el ambiente y el sonido de la cuchara golpeando los platos, se hacía protagonista en aquella cocina. Toda una mañana entre cazuelas, para que el momento de degustor aquella gastronomía, durara tan poco... Sin embargo, en aquella estancia se olía amor, pura dedicación a la familia. Teníamos tiempo, nadie corría y nos gustaba sentarnos cerquita a contarnos historias....

Dime, ¿a qué huelen los platos en el cielo? Hoy es un día soleado y cuando miro hacio arriba, te diviso vestida con tu delantal, concentrada con tu achicoria, los ajos, las cebollas, aquellos platos de guisado contundentes... tal y como lo hacías en aquella casa donde siempre se desprendía un olor a especias. Ahora, es mi madre quien utiliza todas aquellas vajillas, algunas incompletas, otras a punto de jubilarse, pero ninguna descansa en la vitrina del salón; ella siempre busca una excusa para utilizarlos, ya sea para un compleaños, un aniversario o un fin de confinamiento... Nos parece sorprendente asociar ingredientes con conversaciones, platos con celebraciones, miradas con sabores, porque a veces quizá, al recordarte, inevitablemente Io hacemos con alguna de tus recetas.

Hoy ya tienes biznietos, quince para ser exactos y aunque determinadas celebraciones de antaño ya no se estilan en esta familia, celebramos los cumpleaños o las Navidades haciendo un homenaje a alguno de tus manjares acompañados con nueces de macadamia, albaricoques, almendras garrapiñadas...

En breve, nos adentraremos en la primavera y con ello, tendremos la suerte de degustar las primeras fresas y cerezas de esta temporada.

¿Recuerdas las horas que pasábamos recogiendo fresones mientras nos cantabas canciones de tu juventud? Después colocabas los platillos y añadiendo cucharadas de azúcar, saboreábamos con intensidad aquellas hermosas fragarias... A las mías quizá les falte azúcar, quizá no salgan tan sabrosas como esperaba, pero sé que siempre estarás dispuesta a echarme una mano en la cocina; me observarás desde la puerta y me instruirás como siempre lo hacías. Mientras tanto, con el paso del tiempo, seguiré recordando el cariño que ponías al colocar las cucharas, los vasos, las servilletas... y en cada cazo, una pizca de amor. Salvia, romero, piñones, anís, azafrán, canela... tanta variedad al alcance de uno... y, sin embargo, hace falta heredar ese don a la hora de seleccionar la mejor especia, el mejor ingrediente, la mejor combinación de platos. Todos coincidimos en que la gastronomía es un mundo maravilloso de sabores y colores que permiten crear arte, congelar el tiempo mientras se disfruta entre fogones y compartiendo con aquellos que se sientan en nuestra mesa: a fin de cuentas, es todo un gesto de generosidad.

Nerea Román Miguel

ERBESTERATUA

Gerra Zibil garaian Frantzia, Errusia, Belgika edo Erresuma Batura joan ziren ume guzti horien oroimenez.

Gure Amoma Mertxeri, gerrako kontuak kontatzen zizkiguna, guk horrelakorik bizi ez genezan.

Udak amoma Mertxe eta aitite Pabloren etxean pasatzen nituen. Goizak haiekin eta arratsaldeak nire gurasoekin. Noizean behin aititerekin solora joaten nintzen. Asko gustatzen zitzaidan aitzurrarekin lanean ibiltzea eta etxera lokatzez lepo iristea.

Baina, normalean amomarekin egoten nintzen. Goizean goiz erosketak egin, bazkaria prest utzi eta ondoren pasioan joaten ginen. Pasio horiek beti bereziak izan dira. Oso gustokoak nituen amoma eta bion arteko elkarrizketak. Bera entzunda, asko ikasten nuen, nire jakinmina asetzen zuen.

Gure pasioak leku beretik izaten ziren. Etxetik atera, Gobela errekatik pasatu eta Amaia etorbidetik, berriro etxera. Erromori buelta, hain zuzen ere. Baina bidetik, Artatza inguruan, gaur egun institutua kokatuta dagoen lekuan, beti aipatzen zidan bertan bunker bat zegoela.

— Baina, amoma, zer da bunker bat? Zelako izen zatarra! — Ume! Zatar-zatarra bai, baina horregatik gaur egun bizirik gaude! — Zergatik bizirik amoma? Zer gertatu zen? — Entzun ume. Txikia nintzeneko istorio bat kontatuko dizut. Bene-benetakoa. Baina atzera joan behar dugu. Oso-oso atzera. Amoma orain zaharra da, imajinatu behar duzu Amoma Mertxe 12 urterekin. Entzun, adi egon.

Marcial eta Catalinaren etxean urduritasuna nabaritzen zen. Erabakia zirt edo zart hartu behar zuten: Mertxe eta José Luis Frantziara bidali edota etxean utzi. José Ramón txikia zen, bi urte zituen eta haiekin geratuko zen. Garai zaila zen, Gerra Zibilak urtebete indarrean zeraman.

Bazekiten arazoak izango zituztela. Marcial sozialista zen eta askotan atxilotzen zuten. Catalina, berriz, familia abertzale batean jaiotakoa zen. Argi zeukaten seme-alabentzat onena nahi zutela. Ez zen erabaki erraza. Catalinak une oro berdina galdetzen zion Marciali:

— Eta ez badira bueltatzen? Eta kentzen badizkigute? Sekulan ez diot nire buruari barkatuko, Marcial. Gure semealabak dira! — Lasai egon zaitez, Cata. Mertxe eta José Luis bueltatuko dira. Ez ditugu frantsesen esku utziko. Gure seme-alabak dira, maite ditugu eta bueltan ekarriko ditugu. Gerra uste baino lehenago bukatuko da.

Usteak, erdia ustel dio esaerak. Marcialek jakin izan balu, 1939a arte ez zela gerra bukatuko, ez dakit hain argi izan zuen seme-alabak Frantziara bidaltzea.

Azkenaldian gauzak gaiztotzen zeuden. Artatzako bunkerrera behin baino gehiagotan joan behar ziren, zeruan gero

eta hegazkin gehiago agertzen zirelako. Horrez gain, auzoan txibatoak ugaritzen zeuden. Auzokideak salatzen zituzten, abertzaleak zein errepublikarrak.

Erabakia hartuta zegoen, baina orain Mertxe eta José Ramoni esan behar zieten. Nola esan ume batzuei atzerrira joango direla? Nola esan ez dakitela noiz bueltatuko diren edota inoiz bueltatuko diren? Nola esan umeei haien gurasoen berotasuna galduko dutela? Galdera pila bat eta erantzun gutxi. Baina bikoteak ausarta izan behar zuen, erabakia seme-alabei azaltzeko.

— Mertxe, José Luis! Egongelara berehala! –horrela oihukatu zien Catalinak kalean jolasten zeuden seme-alabei. — Agudo, jarri aulkian. Gauza bat kontatu behar dizuegu. –esan zien Marcialek. — Aita, zer gertatzen da, kezkatu aurpegia duzue. Aspaldian ez zintuztela horrela ikusten. Zerbait gertatu da? Gaixorik zaudete? Berriro bunkerrera joan behar dugu? — Ez maitea, ez. Adi egon eta entzun. Gerra gaiztotzen dabil eta aukera eman digute zuek Frantziara bidaltzeko. Hilabete gutxi batzuetarako izango da. Gerra laster bukatuko da eta gurekin egongo zarete. — Ez! Nik ez dut joan nahi! –irmo esan zuen José Luisek. — Baina aita, ama! Ez gaituzue maite? Zergatik Frantziara? — Maiteko ez bazintuztegu, hemen geratuko zinatekete gurekin. Baina Frantzian ikasiko duzue, kirola egin, oporrak izan... Primeran pasatuko duzue! Aita eta biok hemen egongo gara zuen zain.

Elkarrizketa luzea izan zen, umeek ez zuten ondo ulertzen, baina bazekiten haien gurasoek zeozergatik egiten zutela. Hurrengo asteetan tristura usaintzen zen Catalina eta Marcialen etxean, baina bazekiten, epe luzean, erabakirik onena izango zela.

Bidaia baino aste batzuk lehenago, dena prestatzen ibili ziren: arropa, zapatak, libururen bat, etxekoen argazkiak... Aste horietan familia agurtzen ibili ziren. Janari eskasia nabaria zen, baina otordu itzelak egin zituzten anai-arrebak agurtzeko.

Eta eguna iritsi zen: 1937ko maiatzaren 6a. Egutegian gorriz markatuta zeukaten eguna. Bizitza berri bat ekarriko zien eguna. Beti ere, onerako. Marcialek eta Catalinak gosari berezia prestatu zieten. Oso familia xumea zen, baina semealabei sekula ez zitzaien jatekorik eta irakurtzekorik falta. Oso argi zeukaten hiru seme-alabek lehentasuna zutela.

Maletak hartu, auzokoak agurtu eta Santurtziko portura abiatu ziren. Zubi Eskegia gurutzatu eta oinez joan ziren Santurtziraino. Jendetza zegoen Zubi Eskegian. Asko eta asko Santurtzira zihoazen. Maiatzaren 6an Frantziarako bidea hartu zuten. Baina hurrengo asteetan itsasontziak Belgika, Errusia edota Erresuma Batua izango zuten helmuga.

Hortxe zegoen itsasontzia, “Habana” izenekoa. Oso handia iruditu zitzaien. Oso ohituta zeuden Txurrukako moilatik itsasontzi handiak ikusten, baina hau handia egin zitzaien. Agian barruan zeramaten karga emozionalagatik.

Agurrerako ordua heldu zen.

— Mertxe, José Luis zaindu. Zu nagusia zara, lagundu iezaiozu. Gozatu ezazu, asko ikasi. Eta ez ahaztu Erromon familia bat duzula. ldatzi nahi beste, guk beti erantzungo dugu. — Bai, ama –negar zotinka erantzun zuen Mertxek. — Asko maite zaituztegu. Laster bueltan egongo zarete, uste baino lehenago –Marcialek ezin izan zion negarrari eutsi. Mertxe bere kuttuna zen, bere begietako alaba kuttuna.

Bertako laguntzaile batek, “Mercedes Baticón y José Luis Baticón” entzundakoan, muxu handi bat eman gurasoei, eta biak “Habana”-n sartu ziren.

Bidaia luzea izan zuten Oloron-eko irlara iritsi baino lehen. Bertan Maison de Heureuse egon ziren. Garai hartan bezala, neskak eta mutilak banatuta zeuden. Baina asteburuetan anai-arrebak elkarrekin egoten ziren.

Bi urte igaro zituzten bertan. Etxekoekin gutun bidez komunikatzen ziren. Ez zen komunikazioa eten. Elkarri argazkiak bidaltzen zizkieten eta ematen zuen opor luze batuzk igarotzen zeudela. Marcialek eta Catalinak egoera ezkutatzen zieten, dena primeran zihoala esaten zuten, baina Mertxek Frantziako egunkariak irakurtzeko aukera zuen. Bazekien egoera krudela jasatzen ari zirela etxekoek.

Mairie izan zen Mertxeren tutorea. Ezkongabea zen eta Mertxeri behin baino gehiagotan eskeini zion Parisera joatea. Mairie Parisekoa zen eta bertan ikasketak egin ahalko zituela esan zion. Aukera izugarria zen, baina 1939a zen eta jadanik gerra bukatuta zegoen.

Mertxek bazekien etxera bueltatuta ezingo zuela ikasi, Mairie-rekin geratuz gero, bai. Baina Marcial azkarra zen: gerra bukatzean Mertxe eta José Luis etxera bueltatzeko eskaera egin zuen. Mairie-k behin baino gehiagotan hitz egin zuen Marcialekin, baina ez zuen konbentzitu. 1939ko apirilaren 1ean, Espainiako Gerra Zibila bukatu zen. Mertxe eta José Ramón maiatzean bueltatu ziren Erromora.

— Baina Amoma, zergatik ez zinen Frantzian geratu? — Ume, hemen familia neukan. Ez dakizu zeinen luze egiten den bi urtetan zehar zure familia ez ikustea. Zuri ez zaizkizu luze egiten ikastolarekin egiten dituzuen egonaldiak? Horiek aste bakarrekoak dira eta hau bi urteko abentura izan zen. Aberasgarria, baina oso luzea. — Bai, oso luze egiten zaizkit... Baina berriro bueltatuko zinateke? — Noski. Nire gurasoek guretzat onena zena egin zuten. Gerra osteko miseriak bizi izan genituen, baina umea nintzen bitartean, Oloron-en primeran egon nintzen. Eta Mairiek emandako maitasuna, sekulan ez dut ahaztuko.

Hamalau urte dira amoma Mertxek utzi gintuenetik. Oraindik zor handi bat daukat berarekin: Oloron-era joatea eta itsasora lora batzuk botatzea. Bere nahia zen, errautsak Areetako Enbarkaderoan eta Bilboko San Anton zubian botatzea. Hori bete genuen, baina azken hau geratzen zait.

Beti kontatu izan digu, Frantziako garaia sekulan ez duela ahaztuko: egindako lagunak, frantsesa ikastea, Oloron-eko paisaia, Eiffel dorrea, Pariseko kaleak, Lafaytte almazenak...

Berak beti esaten zidan nik ez nuela gerrarik biziko. Jakin izan balu pandemia bat bizi izan dugula...

Nahiz eta urte asko pasa, egunero berarekin gogoratzen naiz. Agian, lehen ez nintzen konturatzen elkarrizketa eta kontu guzti horiek zuten garrantziaz, baina orain ulertzen dut.

Gure nagusien jakinduria gorde eta errespetatu behar dugu. Haien bizipenek gure etorkizuna idatziko dutelako.

Nahikari Ayo Acebo

LAS MANOS DE MI NIÑEZ

Han pasado más de treinta años y aún las recuerdo como si hubiese sido ayer cuando las acaricié por última vez. Eran unas manos duras, callosas, fraguadas de haber trabajado con una azada en los campos en su juventud y con los metales en su madurez. Eran las manos de mi abuelo. Esas manos me asían por las tardes tras salir del colegio. Mi pequeña mano agarraba la suya, que por entonces me parecía enorme, áspera. Sin embargo, me gustaba. Caminábamos tranquilos, mientras comía mi bocadillo de merienda. Siempre pan con embutido y, una vez a la semana, Nocilla. Él me preguntaba qué tal en clase y yo le narraba con efusividad hasta el más mínimo detalle, del malencarado profesor de gimnasia, de los chillidos de la señorita, o de la niña que me pegaba en el patio. Él sonreía y mostraba interés en mis pequeñas historietas como si fuesen hechos vitales, que por aquel entonces sí lo eran para mí.

Atravesábamos el parque, saludábamos a la señora que siempre estaba sentada vigilando los baños públicos, y esperábamos el semáforo. La señora, cuyo nombre no recuerdo, jugaba con la Ilave de unos baños públicos. Yo me quedaba siempre observando la cantidad de vueltas y giros que aquella llave daba entre sus dedos hasta que algún transeúnte se la solicitaba para usar los baños. Aquellas manos yo juraba que eran las más rápidas del mundo porque la Ilave pasaba por todos los dedos en fracciones de segundo sin que nunca se le cayese al suelo.

Llegábamos al puerto pesquero y el olor a mar lo inundaba todo. Si la marea estaba baja, el suelo del océano descubría sus secretos más íntimos, con cientos de objetos arrastrados, pensaba, tal vez durante siglos desde viejos naufragios. Y allí estaban ellas, las mujeres rederas, que se sentaban en las ramplas del puerto y con sus manos hábiles y amaestradas remendabas las redes con virtuosismo. Aquellas señoras siempre tenían una animada conversación entre ellas, y mi abuelo me acercaba a que me piropeasen ante su orgullo.

— ¡Vaya chavalote más guapo! — ¡Se te cae la baba con tu nieto! — Qué pedazo de bocata, te vas a poner enorme.

Yo me sonrojaba, pero mi abuelo sonreía y se despedía con donaire. Algo más de daño me hacían las manos de la señora Miren, que le encantaba apretarme los carrillos cada vez que nos veía pasear por el puerto. Creo que la señora Miren era costurera, aunque no lo sabría decir con exactitud, pero sus manos eran duras, con unos dedos muy largos y unas uñas mordidas. Recuerdo que aquella señora siempre aparecía de repente y sin que me diese cuenta ya estaba apretando mis papos con sus kilométricos dedos.

Las manos de Txomin siempre estaban sucias y me daban mucho asco. Pero mi abuelo se paraba a hablar con él durante un buen rato. Txomin llevaba siempre las manos negras de una especie de grasa de barco. Era, al parecer, un reparador de máquinas navales y siempre estaba lleno de grasa. Recuerdo que aquel hombre siempre se cuidaba mucho de no tocar a nadie con sus manos, entendía que para no manchar a nadie, y yo pensaba que lo más sencillo era que se lavase las manos y que así podría tocar a todo el que quisiese. Txomin sonreía con una boca a la que le faltaban dientes, con la txapela bien puesta de medio lado y una barba siempre de tres días. Me miraba con unos ojos tristes, lastimeros y me acuerdo que siempre le decía a mi abuelo mientras me miraba:

— Habrá que hacerlo por ellos.

Yo no sabía a qué se refería por aquel entonces. Pensaba en qué hacía Txomin por mí y que siempre se lo recordaba a mi abuelo, como un favor que le debiésemos. Aquel señor combinaba unas manos sucias con una mirada limpia y pura, expresiva, como si llevase toda una vida cargando con el peso del mundo a sus espaldas.

El muelle estaba siempre inundado de pescadores con sus cañas. Llegábamos hasta la punta del espolón sorteando los aperos de pesca que había desperdigados por el suelo. Cestas de mimbre, anzuelos, señuelos, pequeños cuchillos que cortaban pitas enredadas. Aquellos hombres, que tenían las manos agrietadas y con viejas marcas, pasaban horas allí, tratando de pescar algún pez que llenase más su ego que su cesta de mimbre. Pero aquellas manos disfrutaban recogiendo el sedal una y mil veces durante una tarde entera, a veces mucho más allá de caer la última Iuz del día.

Al acabar la tarde, mi abuelo y yo dábamos la espalda al mar, y regresábamos al laberinto de calles, que siempre me afanaba en recordar por si me perdía y tenía que regresar a mi casa yo solo. Y tras subir las escaleras, las manos de mi madre me esperaban en casa. Me despedía de mi abuelo cada tarde como si fuese la última vez que le fuese a ver. Y entonces eran las manos de mis padres las que me ayudaban a bañarme, a ponerme el pijama, a abrigarme en la cama antes de dormir.

Han pasado más de treinta años y echo la vista atrás. Veo todos los días mis propias manos golpeando incesantemente las teclas de un ordenador en mi trabajo, y a veces me vienen a la memoria las manos de mi niñez. Y me doy cuenta que las manos de las personas han cambiado. Ya no hay baños públicos con señoras que los custodian y juguetean con sus llaves en las manos. Ya no hay mujeres hábiles que sepan remendar unas redes rotas. Tiramos la ropa para comprarnos otra nueva si encontramos algún pequeño roto, dejando a manos como las de Miren la costurera sin tejidos que remendar. Manos grasientas como las de Txomin tuvieron que dejar las herramientas para coger las pancartas en las manifestaciones defendiendo sus puestos de trabajo. Las manos de los pescadores curaron sus viejas llagas y las nuevas técnicas dulcificaron un oficio que se convirtió en un ocio y un deporte. Las manos de mi abuelo hace años que no puedo tocar y las de mis padres que ya son manos ajadas de arrugas. Y los padres y madres de hoy, que antaño tocaban a sus hijos para ponerles el pijama, para arroparles por la noche, ahora usan sus manos para teclear el móvil mientras los niños se meten solos a la cama. Y en un mundo que ha cambiado a una velocidad de vértigo, yo le pregunto al lector: ¿qué vas a hacer con tus manos?

Alain Martín Molina

TIC

Era un espasmo discreto, un movimiento rápido de subida y de bajada, prácticamente imperceptible, en el índice de su mano derecha, consecuencia de haber repetido ese mismo gesto durante sus más de cuarenta años de trabajo como telegrafista. Comencé a observárselo poco después de su jubilación, aunque quizá le sucediera desde antes, quién sabe. En cualquier caso, de lo que estoy casi seguro es de que yo era el único que se daba cuenta de que mi abuelo tenía aquel pequeño tic, al fin y al cabo, nadie ocupaba mi tiempo tanto como él. Mi abuelo era el principio y el fin de mis días, mi refugio, mi compañero de juegos en el parque y de expediciones en busca de libros en la biblioteca, el encargado de consolarme por mis caídas y mis suspensos en la niñez, y por mis primeras decepciones amorosas de la adolescencia. Me fascinaba el diseño barroco de sus arrugas en el rostro, y el perfil de su voz, agrietada y profunda, que me envolvía invariablemente, como una manta vieja de tacto agradable y olor reconocible.

Al principio, el tic le sobrevenía en los escasos instantes en los que guardaba silencio, o cuando se creía solo y aprovechaba para extraviar la mirada en algún horizonte. Poco a poco, sin embargo, el espasmo se hizo más habitual y evidente, y mi abuela y yo supimos que algo andaba definitivamente mal cuando los instantes de introspección de mi abuelo, que hasta entonces siempre se había esforzado en contagiar el buen humor allá por donde pasara, comenzaron a ensancharse hasta ocupar tardes enteras. Durante semanas, sospechando quizá cuál sería el diagnóstico, no quiso ir al médico, y sólo aceptó para dejar de escuchar, dijo, las interminables quejas de mi abuela.

— ¡Qué testarudo es este hombre! –protestaba a todas horas, mientras cosía, mientras cocinaba, mientras veía la televisión, hasta quedarse dormida.

Era otoño, y nos dijeron que no llegaría a la próxima primavera. Mi abuela intentó llevarlo a otros especialistas, pero mi abuelo sabía que la batalla estaba perdida, que nunca hubo en realidad ninguna batalla posible, y únicamente deseaba descansar. Dejé de asistir a la universidad para acompañarlo en los meses que le restaran, y para ayudar a mi abuela en todo lo que necesitase. Nos turnábamos, velándolo junto a su cama, y una mañana de diciembre, cercana ya la Navidad, me asaltó una idea. La luz se filtraba, oblicua y desganada, a través de las varillas de la persiana y se concentraba entre las manos de mi abuelo. En esa época su tic ya se había vuelto una constante, pero hasta ese momento no me percaté de que había introducido ligeras variaciones en el movimiento de su dedo. Ya no se conducía por un ritmo de metrónomo, sino que seguía una pauta irregular, alternando pausas y pulsaciones rápidas. Cómo no me había dado cuenta antes, me lamenté, e invadido por la excitación nerviosa que atrapa al explorador ante una tierra desconocida, puse la palma de mi mano bajo su índice. Una de las primeras cosas que aprendí cuando me fui a vivir con mis abuelos fue el código morse, de modo que no me fue difícil descifrar las letras que me iba dictando con su yema callosa, con su uña sobre mi piel. Lo siento, me repetía una y otra vez, lo siento, punto, raya, punto, punto...

— ¿Qué es lo que sientes? –le dije, y al hacer aquella pregunta abrí en él una compuerta a todos los secretos que guardaba, a todas sus frustraciones y miserias, a todas las palabras que nunca se había atrevido a pronunciar, y a todas las heridas que aún le sangraban. A lo largo de aquel invierno me contó, usando solamente su dedo, cuáles habían sido sus sueños incumplidos de infancia, me dijo cuánto se arrepentía de no haber viajado a Florencia con mi abuela, me confesó que en una ocasión robó en un supermercado, y me explicó que jamás había logrado sobreponerse al accidente de coche de mis padres, que me dejó huérfano a una edad tan temprana que yo apenas los recordaba, ¿cómo se puede superar algo así?, me escribió, arañándome los nudillos. Esperó, no obstante, hasta

el final para hacerme la mayor de las revelaciones. Agonizaba, y mi abuela dormía junto a él, abrazándolo por la cintura. Me llamó a su lado y empezó a dictar sobre mi muñeca.

— Muchas veces te he contado que conocí a tu abuela en la oficina de telégrafos en la que yo trabajaba. Lo que no te he dicho es que por entonces ella tenía un novio que se había marchado a buscar un futuro en Venezuela y que le mandaba un telegrama a tu abuela cada martes. Ya sé que no es excusa, pero yo estaba enamorado de ella desde el primer día que la vi, y poco a poco fui modificando los mensajes de ambos, unas cuantas palabras aquí y allá, mutilándolos hasta transformar una propuesta de matrimonio en una ruptura definitiva. Después, supe sacar partido de la tristeza de tu abuela, y de la confianza que se había generado entre ella y yo, pero durante años viví con el temor de que aquel hombre se presentara en nuestra puerta para exigir algún tipo de explicación. Prométeme, por favor, que le dirás la verdad –me pidió tras una larga pausa–. Yo lo intenté muchas veces, pero nunca tuve el valor suficiente.

A continuación, su dedo se detuvo, relajado, deshecho al fin de todo el peso que lo atormentaba.

Pocas horas después, cerramos para siempre los ojos de mi abuelo.

Algunas semanas más tarde, aún en pleno duelo, hice que mi abuela se sentara frente a mí en el sofá.

— Debo contarte algo que me dijo el abuelo antes de morir –farfullé, tomando sus manos entre las mías–. Me dijo, me dijo... –dudé antes de romper a llorar. — Tú también lo echas de menos, ¿verdad? Tuve una suerte inmensa de pasar mi vida con él. Fue un gran hombre.

La miré. Sus párpados hundidos y amoratados, el temblor de sus labios, y supe que no sería capaz de hacerlo, que no tenía derecho a transformar toda su existencia, y por extensión la de mi padre y la mía propia, en una farsa, que sería cruel decirle que todo cuanto había construido se asentaba sobre los cimientos de una mentira.

— Me dijo... que sentía mucho no haberte llevado nunca a Florencia, así que si quieres –improvisé– podemos ir juntos tú y yo, ¿te apetece?

Ella me acarició las mejillas.

— Todavía es pronto, pero me parece muy buena idea. Cuando esté preparada para tomar un avión, te avisaré. Además, debes regresar a tus clases –sonrió, se levantó del sofá, y fue entonces, al ver como se alejaba por el pasillo, cuando lo noté: un extraño impulso eléctrico en mi pecho, que me recorría el hombro, el bíceps y el antebrazo, hasta convertirse un espasmo discreto, un movimiento rápido de subida y de bajada, prácticamente imperceptible, en el índice de mi mano derecha.

Raúl Clavero Blázquez

CUANDO EL MUNDO ERA CASI NUEVO

Pablito Medina pasó por nuestras vidas como pasan las aguas mansas de los arroyos, sosegadas, tranquilas, apenas sin hacer ruido, pero dejando tras de sí la impronta de su paso, la huella indeleble de su discurrir.

En el breve lapso que cabe en un suspiro apareció de repente y se fue, fugaz, sin avisar, como un viento impetuoso que, antes de anunciarse, ya es ido.

Aquel martes de primavera –cuajada ya de azules lirios la ribera del Gaidovar y en todo su esplendor los álamos frondosos que pueblan los remansos–, cuando se abrió la puerta de la clase y la figura terrorífica del director apareció ante nosotros, con su bigotito recortado y su mirar grave, todos nos echamos a temblar, a pesar de que sabíamos que era temprano, y que Doña Paula, la profesora de inglés, aún tardaría en encontrar, en el cajón superior de su escritorio, un yerto y repugnante ratón, con sus dientes diminutos incrustados en la reluciente manzana que, como cada día, guardaba para el desayuno.

Detrás de la figura circunspecta de don Nemesio se ocultaba, titubeante y temeroso, el ser más frágil que jamás contemplaran ojos humanos.

— Niños, a partir de hoy, Pablo Medina será vuestro nuevo compañero de clase. Tratadlo como a uno más y dadle cabida en vuestros juegos.

Mientras hablaba, el señor director empujó con suavidad al nuevo alumno hacia el interior del aula y, mirando a Doña Mª Victoria, nuestra maestra, con una complicidad tácita –como diciéndole: “ahí te lo dejo”–, se giró y cerró la puerta tras de sí. Y allí, delante de nuestros ojos pasmados y nuestras bocas abiertas en un rictus de asombro, la figura descompuesta de Pablito Medina nos sacudió como un tomado.

Su estatura era la normal en un niño de su edad, más bajo que Rulfo el Jopiche, eso sí, pero unos centímetros más alto que Julito el Pringoso. De cuerpo endeble y escuchimizado, piernas menudas y manos de pájaro, su enorme cabeza oblonga, de pelo lacio y bien peinado, daba a su figura una sensación de extrema delgadez. Gastaba unas gruesas gafas de negra armazón que prestaban a su cara un aire tierno de niño grande.

Pero esta descripción es fruto del detenimiento y la memoria sosegada, pues, en los días que vivimos a su lado, las miradas se disparaban raudas, desbocadas, prestas a clavarse como flechas en el blanco de su exagerada cabezota.

Podría decirse que la masa de su cráneo voluminoso era superior a la suma de la masa de todo su cuerpo, y no era raro pensar, viéndolo desplazarse con sus lentos y medidos movimientos de mariposa leve, que la más imperceptible oscilación de su cabeza daría con él sobre el suelo.

Doña Mª Victoria nos había prevenido que ese día tendríamos un nuevo compañero; que llegaba avanzado el curso porque había estado ingresado en el hospital a causa de una dolencia en su cabeza enferma; que debíamos tratarlo como a un igual y, sobre todo, que bajo ninguna circunstancia debíamos reírnos de su figura, ni convertirlo en el objeto de nuestras burlas.

Aquel día, haciendo caso de las consignas que tan claramente nos había dado el director –a quien temíamos más que odiábamos– y nuestra maestra –a quien adorábamos, a pesar de “La Paradoja”–, a la hora del recreo, dejamos

que Pablito Medina jugara con nosotros y, a tal fin, lo alineamos de portero de uno de los equipos de fútbol que habíamos organizado. Craso error, ya que todo el tiempo la delantera contraria, más que en meter goles, se deleitó ensayando su puntería sobre el macrocéfalo guardameta que, incauto y ajeno a la malicia de sus compañeros, se debatía feliz, oteando por momentos el cielo, buscando al buitre leonado camino de los escarpados riscos de la Sierra de Zafalgar e intentando, cuando podía, atajar los balonazos que le llegaban sin cesar desde todos los ángulos de la cancha de juego.

Tanta obstinación demostró el equipo rival en su empresa y tan distraída y dispersa se encontraba la mente del cancerbero que, en una de las ocasiones, el balón se coló entre sus manos de mantequilla y se estrelló contra su cara. Fue visto y no visto. En el patio se hizo un silencio sepulcral, tan denso que casi podía tocarse. Todas las miradas convergieron sobre la figura de Pablito Medina que, oscilante, comenzó a perder la verticalidad de forma lenta, hasta que perdió el centro de gravedad y su voluminosa cabeza arrastró de su cuerpo, ahora aceleradamente, y golpeó con contundencia uno de los postes de la portería. Todos quedamos petrificados ante aquella escena, anclados como ballenas varadas sobre el cemento descamado del patio. No obstante, nuestra conmoción duró poco, ya que Pablito Medina se incorporó en un instante, pausado pero diligente; se colocó las gruesas gafas con seguridad; se atusó el pelo; se sacudió el polvo de la pernera del pantalón y, desgranando una sonrisa de una ternura y una ingenuidad inconmensurables, preguntó: “¿ha sido gol?”, mientras sus ojos, desorientados, buscaban el balón por doquier.

Doña Mª Victoria era una buena maestra, y la teníamos en gran estima, a pesar de “La Paradoja”. Cuando nos veía cansados, nos dejaba dibujar, actividad ésta que, junto con las salidas al recreo, era lo que más nos gustaba de la escuela.

Una tarde calurosa, andábamos en este menester de dibujar lo que más nos apetecía, ya que nuestra maestra nos daba libertad para pintar el tema que se nos antojase, y recuerdo que yo pinté al poeta piconero, con el Peñón de Audita al fondo, declamando versos, con un libro de Lorca en una mano y una improvisada escoba de retamas en la otra, alternando la vista entre los versos del malogrado poeta granadino y el ubérrimo y blanco humo que desprendía una cercana piconá. Gustavito Salmerón, que era muy devoto, dibujó la fachada principal de la Iglesia de la Aurora, con su padre, que a la sazón era el sacristán, con un ramo de lirios delante de la puerta. Rulfo el Jopiche y Julito el Pringoso rivalizaron entre sí a ver quién dibujaba mejor un Ecce Horno que aparecía en las páginas del libro de Religión. Como quiera que los dos lo habían sacado igual de bien –o igual de mal, según se mire, ya que los dos lo habían calcado–, y las opiniones estaban divididas al cincuenta por ciento, se le pidió parecer a Gustavito Salmerón, por ser el más versado en las cosas de la religión, que por algo iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar y, además, comulgaba. “Está claro que el de Rulfo está mejor –concluyó–, porque ha pintado la túnica de color morado, que es el color de la Semana Santa”. Y todos afirmamos, convencidos de su sapiencia y su perita opinión. Pero, aun así, el dibujo más sobresaliente, y que todos recordamos con admiración, era el de Pablito Medina. No sólo nos impresionó su trazo seguro y su combinación equilibrada de colores; lo que más llamó nuestra atención fue el tema de la composición, la serena ubicación del personaje en medio del paisaje y la exuberancia de matices que componían el conjunto. Como luego nos comentaría, se trataba del último alcaide moro que conoció Zagrazalema antes de que el Duque de Arcos y Señor de las Siete Villas lo desterrara de estas tierras y se uniera a Boabdil camino del destierro a las Alpujarras. Aparecía tocando el laúd desde las almenas de una pequeña fortificación. A sus pies, el agua de una fuente se perdía mansa entre un vergel de azaleas y jazmines y, al fondo, recortadas sobre un cielo arrebolado, las altas y nevadas cumbres de la Sierra del Pinar. Pablito nos contó que había visto muchas veces esa ilustración en uno de los libros que poblaban la biblioteca de su padre, y nosotros, que éramos burdos copiadores de dibujos simples e insulsos, y que poco o nada sabíamos de historia, admiramos con envidia su resuelta pericia y su capacidad de evocación. También envidiábamos que tuviese un padre que poseía biblioteca propia, pero esto no lo comentábamos.

“La Paradoja” era una palmeta de goma confeccionada a partir de la cubierta de una rueda de camión. Tenía la forma de un triángulo isósceles truncado, de unos veinticinco centímetros de larga, una anchura de cuatro centímetros en su base mayor y un grosor aproximado de centímetro y medio. Habitualmente reposaba sobre la mesa de nuestra profesora, pero en la primera hora de la tarde, por aquello de sacarnos del sopor y el aturdimiento en que nos veíamos sumergidos durante los cálidos meses de la primavera del sur, siguiendo con la vista a cuantos pájaros se acercaban hasta el Guadalete para saciar su diminuta sed y siguiendo luego su vuelo hasta las presentidas ruinas de Acinipo, aquélla cobraba vida y se convertía en una eficaz herramienta al servicio de la elevada empresa que constituía nuestra educación. Tanto era así que, al vaivén de su compás, lograba incrustar en nuestros obtusos cerebros las áridas tablas de multiplicar, en especial la del ocho y la del nueve, que eran las más tercas y escurridizas.

Recuerdo con nostalgia aquellas sesiones vespertinas en las que Doña Mª Victoria nos alineaba de pie, en tomo a las paredes de la clase, formando un corro que ella circundaba, blandiendo a “La Paradoja” ostentosamente, mientras nos iba preguntando a cada alumno una estrofa del poema del Mío Cid.

Íbamos recitando el romance de principio a fin y, cuando uno de nosotros no sabía su parte, o se atascaba, mecánicamente, sin mediar palabra por parte de la profesora, adelantábamos una mano, con la palma vuelta hacia arriba, los ojos entrecerrados y apretados los dientes, y esperábamos estoicamente a que “La Paradoja” cayese sobre la misma, recordándonos con la dureza de su golpe que la pereza es la madre de todos los vicios y que estábamos formándonos hombres para el día de mañana.

Invariablemente, cuando alguien erraba en su recitado, allí estaba Pablito Medina para continuar la estrofa del perezoso alumno. “A ver, Pablo, continúa tú”, le pedía, solícita y orgullosa, la maestra, y Pablito, con su cara de niño bueno y sus pesadas gafas de negra armazón, decía los versos sin equivocarse.

A veces, no tanto por humillamos por nuestra ignorancia y zafiedad, antes bien para que nos sirviese de paradigma y a mayor gloria de la Educación, la maestra le pedía a Pablito que nos deleitara con el recitado de una poesía, y éste, sin dudarlo un instante, de corrido y sin tornar aire, como quien salmodia un rezo ancestral mil veces repetido, nos declamaba interminables poemas de Espronceda y todas las hazañas del Cid Campeador, sin saltarse una estrofa, de tal suerte que, cuando concluía por fin los versos, el rapsoda acababa asfixiado, la eufórica profesora arrepentida de su osadía, nosotros con la mente dispersa, pensando en el partido de fútbol que nos esperaba a la salida, y todos, en fin, contentos por ser una clase especial donde la literatura rezumaba por las paredes... tanto que, a veces, chorreaba.

Gracias a estas sesiones poéticas, descubrimos que doña Jimena no era una marca de polvorones y mazapán, y que los infantes de Carrión eran unos libertinos de tomo y lomo que, ya por aquellos entonces, no respetaban a sus esposas y les zurraban de lo lindo.

Con la perspectiva que da la distancia y el poso de sabiduría que se adquiere con los años, ahora comprendernos porqué nuestra maestra llamaba a la palmeta “La Paradoja”, y es que, en contraposición a las progresistas teorías que inundan los modernos manuales de pedagogía rechazando el castigo como método, nosotros, a pesar del enrojecimiento de las palmas de nuestras manos y de la picazón que les seguía, “paradójicamente”, aprendíamos.

El curso siguiente, el primer día de clase, con el último sol del verano titubeante aún entre los altos cerros, prietas las filas en cerrada formación frente a la entrada de la escuela, todos notamos enseguida que Pablito Medina no estaba allí, destacando inconfundible, como cada mañana, con su voluminosa cabeza y su peinado impecable, entre la maraña de ordenados alumnos.

Una vez dentro del aula, la maestra nos informó que Pablo Medina ya no vendría más a la escuela; que, durante las vacaciones, había sido ingresado de urgencia en el hospital, donde unas altas fiebres habían acabado con su vida... Aquella noticia contundente nos zarandeó como si el cielo se hubiese derrumbado sobre nuestras cabezas, y, de repente, comprendimos que una parte importante de nuestra existencia, un capitulo crucial de nuestras vidas se había cerrado con su partida.

Todos miramos, entonces, con ternura hacia el pupitre vacío que, en tan breve espacio de tiempo, pero con tanta hondura e intensidad, estuvo ocupando el curso anterior y, a poco que nos esforzáramos, aún podíamos verlo, con sus manos diminutas, elaborando su esmerada caligrafia, redonda y pulcra, como de orfebre aplicado, llenando, sosegada, las impolutas páginas de su cuaderno; y podíamos ver también al lloroso alcaide moro, tañendo su laúd como una mujer, lánguido y frágil sobre las almenas de su palacete, perdida la mirada entre los hendirnos de la serranía; y no pudimos sustraemos a la imagen vívida de aquella tarde magistral en que Pablito, puesto en corro con los demás, mientras recitaba las proezas de don Rodrigo, al que llamaban de Vivar, en llegando al episodio que versaba sobre la traición de Bellido Dolfos al rey, se atascó y no supo seguir, y cómo nos quedamos helados de estupor, y cómo él, sin dudarlo un sólo instante , adelantó su fina manita de codorniz y esperó impertérrito a que “La Paradoja” le recordara, suavemente, eso sí, y sin acritud, pues para eso Doña Mª Victoria era una maestra justa y cabal, que la pereza es mala compañera de camino, y que él también era humano; y recordamos cómo nos guiñó un ojo y nos sonrió, sacándonos del estado de schock en que habíamos caído tras su equivocación, confirmándonos, como sospechábamos, que todo era pura comedia, que él sabía los versos que seguían, y que sólo pretendía, en un gesto de solidaridad del que teníamos la certeza que no era fingido ni afectado, compartir con nosotros la sensación que producía la ilustre palmeta al impactar contra la palma de la mano.

Rulfo el Jopiche, a pesar de ser tan bestia, fue el primero en comenzar a llorar, primero tímidamente, y luego de forma ruidosa y sin comedimiento. Los demás resistimos como pudimos, hasta que Gustavito Salmerón, que además de devoto era un manitas en el paciente arte de la papiroflexia, depositó una majestuosa y simétrica paloma de papel cuadriculado sobre el pupitre vacío, con un sentido “Hasta siempre, Pablito” garabateado en sendas alas desplegadas, con la tinta corrida por efecto de una inoportuna lágrima furtiva, y nuestro pensamiento nos arrastró hasta esas imágenes en las que, cada mañana a primera hora, desde su asiento de la primera fila, Pablito Medina, cuando la profesora de inglés tomaba asiento tras su mesa, le arrojaba un avión de papel con su clásico mensaje de bienvenida: “Buenos días tenga usted, Doña Paula”, o aquella única vez en que toda la clase subió hasta el Puerto del Boyar para ver la nieve y él se encaramó a un malecón junto a la carretera y abriendo los brazos en cruz, frente a la hondonada que bajaba mansamente hasta La Huerta de Benamahoma, dejó que el gélido viento azotara su cara, haciendo hondear su bufanda de vivos colores y balanceando su tenue cuerpecillo como un junco, y, tras una sonrisa triste, cuajada de ternura y evocación, nuestros corazones ya no pudieron resistir más, y un llanto callado, profundo como el piélago de la mar océana, rompió la presa que lo contenía y se derramó largo rato, anegando de desesperanza nuestras almas afligidas.

Ya no lo veríamos más. El vacío impactante de su pupitre se encargaba de recordárnoslo minuto a minuto; pero esa certeza no nos importó, porque sabíamos que él no moriría hasta que el último de sus compañeros dejara de recordarlo, y su figura singular, la huella indeleble que había grabado a fuego en nuestros corazones ya nunca se borraría, acompañándonos eternamente como el eco sonoro de esas canciones que resuenan de pronto en nuestras mentes en los momentos sublimes de nuestras vidas, o como cuando el cielo se tiñe de arrebol sobre las altas y blancas cumbres de la Sierra del Pinar y la nieve que cubre los pinsapos refulge de dorada luz y, entonces, todo cobra significado, confirmándonos que existe la Belleza y es posible el Amor.

Juan de Molina

TODOS LOS RÍOS EL RÍO

“Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo” “El otro, el libro de arena” Jorge Luis Borges

Sucedió hacia 1980, cuando yo era joven aún, en Buenos Aires. Mi primo Gustavo Campos me envió a casa unos cuantos volúmenes de Jorge Luis Borges. Me los mandaba para siempre, aclarándome en una nota manuscrita que, no se trataba en absoluto de un préstamo. En ese sentido fue rotundo. El paso de los años, supongo, hace que me esté vedado recordar a través de qué mano amiga me fue entregado aquel tesoro en forma de papel impreso y con olor a viejo entre las hojas. La fecha y el lugar han quedado escritos en la primera página de cada obra tal y como suelo hacer cuando adquiero un libro. Los ejemplares estaban usados y era evidente que habían pertenecido a mi primo. Ignoro la razón y jamás me la reveló, por la cual se desprendía de ellos.

Yo no hubiera podido regalar tan alegremente esas preciosas posesiones, aunque ahora, superando los sesenta años, estoy comenzando a donar poco a poco mi biblioteca. Debo aclarar que tan altruista propósito se encuentra con el geográfico obstáculo en cuanto a que la misma está diseminada entre la ciudad porteña, Madrid y Salamanca. Por otra parte, no podría dilucidar con precisión por qué razón estoy resultando tan dadivoso, supongo que será por la proximidad de la muerte. Me abruma pensar que ya he superado las tres cuartas partes de mi vida y mi legado no me resulta satisfactorio. Eso sí, con delicado esmero escojo a las personas beneficiarias de mis donaciones bíblicas. En aquel año muchos ciudadarios de la República Argentina eran víctimas de una cruel represión. Una guerra sucia había llevado las cosas al extremo fratricida. El país no hacía en absoluto honor a su nombre ya que los valores republicanos estaban siendo pisoteados por el terror de Estado, el secuestro, la tortura, las violaciones, el robo de neonatos, en fin... por la aparición de cadáveres en las cunetas acribillados a balazos impunes. La máquina de la dictadura estaba engrasada y funcionaba a la perfección para los planes del gobierno militar y para otros intereses, ajenos a la Patria. Se habían abolido los sindicatos y los partidos políticos, que en aquel tiempo no eran tan malos, y una burda censura castigaba la mínima libertad de expresión contraria al régimen.

De cualquier manera no se ignora que había un sector de la población que sufriría más que ningún otro la furia de la bota y el sable militar. No lo pudo decir más claro y más alto el primer presidente elegido en las urnas tras siete años de dolor y oscuridad: “En la Argentina de la dictadura era delito ser joven”.

Yo era joven en aquel tiempo y padecí el terror de la vida cotidiana que por las noches se hacía pesadillas. Debo reconocer, sin embargo, cierta ingenuidad y alegría de vivir, propias de la juventud. De manera quizás inconsciente alterné los estudios y los amores apasionados con la militancia universitaria. Las tardes, de regreso a casa, las ocupaba tomando mate y charlando de historia y de sociología con mi padre. No coincidíamos en nuestras ideas, pero nos respetábamos. Mi padre jamás censuró mi ideología humanista, que en su interior seguro catalogaba de “roja”; así como yo, tampoco vilipendié su respeto por el orden y el poder. Nos amábamos y ese sentimiento fue suficiente como para no arrancamos los ojos uno al otro.

En más de una ocasión hablamos en aquellas charlas vespertinas sobre la Guerra Civil española. Él la había conocido en su momento a través de los cables de prensa; de una ardua bibliografía que había eludido la prohibición franquista; y de boca de quienes a duras penas y penando duro, habían conseguido cruzar el Atlántico. Le interesaba sobremanera ya que tenía familiares directos que no habían podido, o acaso querido, emigrar a las Américas. Nos extrañaba, acaso mejor será decir, nos escandalizaba, saber que hubo casos de hermanos que se mataron entre ellos.

Por las noches cambiaba el mate por el vino y a mi padre lo reemplazaba con mi vecino, amigo y maestro, Jorge. Resultó una simple casualidad la coincidencia de los nombres de quien vivía junto a mi casa, con el famoso escritor porteño. A éste, a Borges, pude hacerle una comprometida pregunta tras una conferencia que dio en el teatro San Martín. Recuerdo que fue acerca de su opinión sobre la Revolución cubana comandada por Castro, el Che y los demás barbudos. Quería saber si acaso había en su momento, simpatizado con el alzamiento armado y el posterior régimen instaurado. El hombre literato, muy hábil en el arte de la dialéctica, evadió entre tartamudeos una respuesta a la altura de la pregunta.

En uno de mis tantos viajes vacacionales tras haberme instalado fuera de la tierra donde nací, visité junto a mi amigo el Colorado Aquino las orillas del Río de la Plata. Fue una tarde soleada de primavera. La recuerdo muy bien y hay fotografias que dan fiel testimonio de aquel paseo luctuoso. Desde la Costanera se puede ver, erguido y como surgiendo de las aguas turbias y revoltosas, la figura fantasmagórica de un hombre. Venciendo las profundidades del río que presume de ser mar, ya que dada su inmensidad resulta difícil otear la orilla oriental, emerge ese monumento espantoso y a la vez calmo, como si estuviera seguro de sí mismo. Allí está, para que no caigan en el olvido las personas que fueron arrojadas vivas y desnudas a sus aguas, en los tristemente célebres vuelos de la muerte.

Cuando camino por el barrio de mi niñez y juventud, descubro que muchas cosas no han cambiado a pesar de las décadas que me separan de aquellos años. No puedo evitar, es verdad, acercarme hasta la casa de quienes fueron mis amigos en los lejanos tiempos de mí alegre juventud. Aunque ya la habite otra familia, tentado me siento de llamar al timbre para ver asomarse por la puerta de la cocina a la madre de mis amigos, y que me diga que Andrés no se suicidó porque su familia fue destruida; ni que Patricia, la hermosa y jovial hija de veinticuatro años que escuchaba canciones de Serrat, aún estaba viva, que no había sido secuestrada, ni violada, ni torturada en la ESMA y mucho menos que la habían arrojado desde un avión al río, una noche fría de invierno.

De todas esos recuerdos y otros tantos más, están sembrados mis juveniles años y también, por supuesto, de episodios felices y apasionantes, dignos de ser traídos a la memoria con alegría. Ya habrá tiempo para ellos.

Papá murió hace ya más de treinta años y sin duda alguna me dejó barruntando su ausencia. Borges en Ginebra, en 1986, nos dejó huérfanos de más ficciones y memorables letras. El otro Jorge, mi maestro vecino fumador empedernido y bebedor de vino, murió de manera tan sorpresiva que no me dio tiempo de comprar un billete de avión para ir a acompañarlo en su último camino hacia el mundo de Voltaire.

Ahora mismo escribo estas palabras sentado en un banco frente al río Tormes, que acarrea sobre sus aguas marrones, juncos y ramas que también han muerto. Es Heráclito quien viene a decirme que la vida pasa inevitablemente. Reconozco en esa corriente fluvial e incansable, el río de mi vida. Veo en esas aguas mi pasado, mi presente y el cercano e inexorable futuro.

Yo no sé cuándo moriré ni cómo. Quizás sí; acaso no; quisiera saberlo.

Carlos Andrés Fabbri Campos

Jose Ramon Aketxe plaza 11 48940 LEIOA (Bizkaia) tel. 94 607 25 70 faxa 94 607 25 71

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