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GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XXI. EDIZIOA XXI Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven

“GAZTETAN” NARRAZIO LEHIAKETAREN XXI. EDIZIOA

XXI Concurso de Narraciones “Cuando yo era joven”

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A KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Es la juventud la mejor época de la vida”, Ana Alonso Atienza (Pola de Siero, Asturias)

2. saria - 2º premio “Memorias no tan agradables”, Aitor Arrieta Ibarrola (Mungia, Bizkaia)

B KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Blitzkierg”, Ivan Poyato del Río (Barakaldo, Bizkaia)

2. saria - 2º premio “Bernardo o una elegía en construcción”, Xabier Iñarra San Vicente (Donostia, Gipuzkoa)

C KATEGORIA

1. saria - 1º premio “De luces tenues y celosías”, José Agustín Blanco Redondo (Valdepeñas, Ciudad Real)

2. saria - 2º premio “Crimen y castigo”, Cesar Gandarias Badiola (Ondarroa, Bizkaia)

D KATEGORIA

1. saria - 1º premio “Memorias polícromas”, José Luis Bragado García (Valladolid)

2. saria - 2º premio “Aquel amiguito de cuando la infancia”, Manuel Terrín Benavides (Albacete) 31

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¿ES LA JUVENTUD LA MEJOR ÉPOCA DE LA VIDA?

A esta edad ya empezamos a preguntarnos si la juventud es la mejor época de la vida o si, en cambio es una etapa más de nuestro paso por el mundo.

Seguramente alguna vez hemos escuchado añoranzas de esta época a nuestros padres, tíos, abuelos…

Así pues; si con tanto fervor recuerdan sus años de juventud, ¿podemos afirmar que es realmente la mejor etapa?

No cabe duda que mientras eres joven no tienes que preocuparte por las necesidades básicas.

Casi siempre son los adultos los que se encargan de comprar la comida o trabajar para ganar los ingresos y así poder dar a tu familia lo que necesite. Y, por supuesto, llevar a cabo las tareas de hogar combinándolo de forma eficaz con la vida laboral. Cuando eres joven no sueles tener que preocuparte por estas cosas. De hecho, nuestra mente suele estar concentrada en disfrutar de la vida y divertirse, apreciando los momentos sin inquietudes, solo aprovechando esa etapa de estabilidad.

Por eso mismo, vemos la vida de una forma más optimista, más llevadera. Nuestra percepción de la misma es alentadora y eso nos lleva a no vivir la vida de puntillas sino pisando bien fuerte. Gracias a esto vamos conociéndonos. Y esa es otra parte de la juventud: el cambio. Por nuestras cabezas circulan muchas ideas y pensamientos que no siempre están en sintonía, pero que nos ayudan a señalarnos el camino.

De igual forma que nuestra apreciación de una vida es diferente, también estamos ansiosos por conocer cosas nuevas, por aprender. En la juventud, la curiosidad es la base en que nos apoyamos y de ahí se sirve todo nuestro anhelo de conocer el mundo.

No obstante, no todo es un camino de rosas. Bajo esta capa de optimismo se encuentra una juventud que tiene miedo a la inestabilidad, a lo que pasará cuando seamos adultos y tengamos que hacer lo que nuestros padres ahora. En definitiva, tenemos miedo a la incertidumbre que supone el futuro, algo que los pertenecientes a otras épocas de la vida ya han superado, al menos en gran medida.

No todos los jóvenes de hoy en día tienen esa madurez que los adultos poseen gracias a la experiencia; somos inexpertos en un mundo que se nos antoja grande.

En cualquier caso, los jóvenes siempre hemos sido los primeros en lanzarnos al mundo de cabeza.

La juventud es la mejor época de la vida porque estamos dispuestos a citar todo de nosotros, apreciando la vida, plantándose cara al futuro y diciéndole que estamos preparados. Y aunque en algunos casos no haya la suficiente madurez, la juventud es un paso clave para encontrarla.

Ana Alonso Atienza

MEMORIAS NO TAN AGRADABLES

Supongo que todos tenemos vagos recuerdos de nuestra infancia, lo cual, para muchos es algo especial y que otorga nostalgia, pero, muchos otros, tenemos alguna historieta que siempre contamos cuando nos piden una mala anécdota. Aquí va la mía.

Para adentrarnos en esta historieta, tenemos que remontarnos unos años atrás, seis concretamente. Esa época donde llevar tus deberes al día era la mayor preocupación, donde todo lo que nos rodeaba a mí y a los niños de mi edad era felicidad. Eso es, habéis leído bien, niños de mi edad, y los problemas vinieron cuando esos amigos, no eran tan niños, ni tan de mi edad.

Era rutina para nuestra familia pasar la primera quincena de agosto en un pequeño pueblo de La Rioja llamado Cihuri. A mí en lo personal, me encantaba ir allí ya que era un sitio muy tranquilo y alegre, y dada su poca cantidad de población, podías llegar a conocer a una gran parte del pueblo. Éramos ya más que bienvenidos allí y nos trataban como cuatro ciudadanos más. Sobre todo en nuestra urbanización.

Para este año, yo ya estaba integrado en la cuadrilla del pueblo, y sí, no me estoy confundiendo cuando digo la cuadrilla porque solo había una. Desgraciada o afortunadamente, todos los jóvenes del grupo eran más mayores que yo, alguno incluso llegando a la mayoría de edad. No os voy a engañar que esta situación no me incomodaba, ya que todos me trataban como al hermano pequeño y me cuidaban mucho… o quizás no tanto como yo creía.

Como era verano y no teníamos nada importante que hacer, nos pasábamos los días haciendo deporte y jugando entre las calles del pueblo. La actividad que más practicábamos era el baño en las aguas del río Tirón, ya que, hay un espectacular Puente Romano desde donde saltábamos.

Como de costumbre, cuando llegaba mi última noche, mis amigos y amigas de la urbanización, me ayudaban a escaparme de casa para ir a saltar al puente, y aquel año no iba a ser menos. Las dos semanas se me pasaron espectacularmente rápido, pero seguía contento por la noche que iba a pasar.

La una en punto, y allí estaban mis amigos esperando bajo la ventana de mi casa agarrando unas sábanas gordas por las cuatro esquinas. Supongo que debido a mi corta edad, no llegaba a ser consciente de lo peligroso que podía llegar a ser eso, pero una vez más, salté.

Puede que os hayáis pensado que me iba a pasar algo en ese dichoso salto desde la ventana, pero no. Lo realmente peligroso venía al de unos minutos, lo que tardábamos en llegar al puente. Éramos totalmente conscientes de que el caudal del río dependía mucho para decidir si podíamos saltar o no, pero como aquel día habíamos visto el río lleno de agua no nos preocupamos lo más mínimo y decidimos saltar.

Cómo no, el primero tuve que ser yo. Allí me encontraba, en total oscuridad, y sin ningún miedo, a 4 metros del agua, y dispuesto a hacer el salto de cabeza perfecto, ese salto que ya había realizado un millar de veces pero que esta vez me iba a dar un pequeño susto y una gran lección. Finalmente salté, incitado por aquellos amigos que creía que tanto me querían y… tac, mis dientes chocaron con una roca del fondo del río y me rompí las dos paletas de arriba. Nada comparado a lo que me podía haber pasado si hubiese estado con un poco menos de agua.

Como bien he dicho, esto me ayudó a centrarme un poco y ver que a veces hacía cosas fuera de lugar y un tanto

locas. Respecto a los dientes, tuve suerte y al día siguiente una majísima dentista me empastó los dientes haciendo lo que yo considero una obra de arte, no se me nota en absoluto.

Aitor Arrieta Ibarrola

BLITZKRIEG

Los altavoces del equipo de música disparaban decibelios en todas direcciones, retumbando salvajemente entre las cuatro paredes de mi habitación, mi otrora búnker acorazado: era reguetón y hacía ya tiempo que había llegado para quedarse. Apenas restaban unas horas para el comienzo de Aste Nagusia, una guerra relámpago de nueve días con sus respectivas contiendas nocturnas, y he de reconocer que entonces me pareció una excelente marcha triunfal de automotivación para enfrentarme a la blitzkrieg a la bilbaína que se me venía encima. Y es que en mi belicoso imaginario, estos ritmos caribeños no se habían conformado con vencer holgadamente en la lucha por la supremacía en la radiofórmula; cuando las demás músicas aventaron patéticamente la bandera blanca, el reguetón regresó a profanar los cadáveres que yacían inertes en el campo de batalla y prendió fuego a los escombros. Los sonidos contestatarios que antaño arrasaban en todos los rincones festivos del gris Bilbao habían empezado a replegarse inexorablemente hacia pequeñas txosnas donde irreductibles gaupaseros continúan resistiendo –todavía y siempre– al invasor.

Recuerdo rescatar con mimo del armario el estrambótico uniforme de gala con el que decidí dar recibimiento a los inicios de la algarada: falda de arrantzale como guiño a las Fuerzas Navales de tierra firme que año sí y año también remontan el Arenal en paralelo a la ría, y camiseta rojiblanca con el ‘8’ a la espalda, en sincero homenaje a Julen Guerrero, Comandante en Jefe y jugadorazo máximo de la División Felina de la villa. Zapatillas de presunta blancura y tute seguro que ya habían conocido su mejor época, y pañuelo azul anudado al cuello, distintivo de soldado raso preparado para la revuelta. Pese a haberme entrenado disciplinadamente en otras cruzadas veraniegas de menor intensidad, mi propia imagen frente al espejo en los momentos previos a la Ofensiva Estival Final (Summer Final Offensive en el argot militar anglosajón) me generó una suerte de emoción más humana que marcial. Mi bautismo de fuego iba a serlo en un escenario complicado. Pertrechado con el equipamiento básico MLC -móvil, llaves, cartera-, abandoné el cuarto. Me cuadré ante ama cuando apareció súbitamente por el ala izquierda del pasillo; así lo requería la mayor graduación de ella, que sonrió despreocupada mi ocurrencia. Cerré la puerta tras de mí y corrí a la calle escaleras abajo.

Tomé posición a la salida del portal e hice una rápida lectura de la situación: necesitaría al menos un aliado para tratar de sostener los envites de la tarde, otro camarada con el que sentirme vivo en el fragor de la masacre. Elegí a Galder. Caminé unos metros hasta perderme entre algunos de los bloques de viviendas que salpicaban el paisaje urbano del barrio de San Ignazio. Número trece, segundo izquierda. A puro golpe de timbre lo llamé a filas. Dos años mayor que yo, se había forjado en mil lides y contaba con una dilatada experiencia sobre el terreno: con diecinueve añitos recién cumplidos era todo un veterano a mis incondicionales ojos. De su camiseta blanca ‘de fiestas’ colgaban varios galones: una mancha de añeja sangría sanferminera en la manga izquierda y la sombra de un antiguo impacto de tomate del calibre 90mm -milímetro vegetal arriba, milímetro vegetal abajo- descerrajado a traición el año anterior en Buñol por un certero francotirador del ejército guiri. Con la autoridad que todo esto le confería, no dudó en arrastrarme hasta el coche más cercano, y valiéndose del polvo acumulado en la luna trasera, dibujó con el dedo sobre el cristal el plan trazado en su cabeza, una incursión a pie desde San Ignazio hasta el frente del Arriaga. Hora prevista de la sublevación: las dieciocho-cero-cero.

Apenas llegamos a Sarriko, divisamos el primer Batallón de Kalimotxeras. Formado por desordenadas columnas de animosas jóvenes, eran fácilmente reconocibles por el tradicional gorro festivo de ikurriña y Gora Euskadi. Una de las chicas vertió alevosamente su vaso de preciado oro negro sobre la cabeza de varias de sus acompañantes: pri-

mera escabechina provocada por el ‘fuego amigo’. Más adelante, a la altura del cuartel general de la Universidad de Deusto –entonces despoblado y sus tropas desplegadas a lo largo y ancho del botxo–, Galder me agarró de los hombros y me retuvo momentáneamente. A escasos cincuenta metros de donde nos encontrábamos, la temida Brigada de Txikiteros nos cerraba el paso por la Avenida de las Universidades, por lo que acabamos optando por cruzar la pasarela Pedro Arrupe y continuar la marcha por Evaristo Churruca. Sin embargo, habríamos de conocer la crudeza del conflicto en nuestras propias carnes. En una emboscada perfectamente diseñada y ejecutada, una horda de infantes indudablemente pertenecientes a la Tercera Compañía de Bihurris hizo aparición por el flanco derecho del puente y nos asedió durante treinta interminables segundos con un ataque hídrico de primera magnitud: fuimos barridos del mapa por una tormenta de globos de agua. Casi no tuvo tiempo Galder de gritar ‘¡cuerpo a tierra!’ mientras decenas de proyectiles inundaban el espacio aéreo y algunos de ellos hacían perfecta diana en sus objetivos. Tras la escaramuza, los sanguinarios bihurris se disolvieron en desbandada. El altercado no hizo mella en nuestro ánimo. Recobramos la verticalidad e hicimos un rápido balance de daños: humedades de primer y segundo grado en el 40% de nuestros cuerpos. Nada que no pudieran evaporar los rayos de un sol de agosto que caían inmisericordes sobre la ciudad.

Continuamos la travesía sin mayores sobresaltos, más allá de los gritos de guerra habituales y la imagen de varios pelotones de reclutas a la carrera. Rodeamos el Guggenheim, rebasamos los puentes de Zubizuri y del Ayuntamiento y cruzamos el del Arenal. La plaza del Arriaga ardía en llamas de festividad, una marea multicolor bullía a la espera de la declaración oficial del inicio de las hostilidades. Los altos mandos que formaban la primera línea en la balconada del teatro dieron lectura al pregón: en él se conminaba a los presentes al bombardeo indiscriminado de chistes y a la práctica continua de maniobras de baile. Por el contrario, se prohibía expresamente el uso de artefactos de huevo y harina –ya por entonces en camino de ser desterrados por los tratados internacionales del buen gusto– y se apelaba al manejo responsable de hidratantes y reconstituyentes. Acto seguido prendieron el txupin, que surcó los cielos de Bilbao y estalló a la vez que el júbilo de todos los presentes.

Cuando yo era joven, ninguna de las malditas guerras que asaltaban las cabeceras de los telediarios era nunca como lo que yo viví en mi decimoséptimo verano. Lejos de falsas justicias infinitas y libertades duraderas, aquello fue una exhibición de inocente músculo pirotécnico, un alarde de guiños y codazos, una fanfarrona advertencia al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: oigan, tenemos armas de entretenimiento masivo.

Y estamos dispuestos a utilizarlas.

Ivan Poyato del Río

BERNARDO O UNA ELEGÍA EN CONSTRUCCIÓN

Voy a contravenir todos los consejos que se dan a un escritor en ciernes. Sé que lo hago en mi perjuicio. Si todo buen manual de estilo recomienda al autor novato que planifique cuidadosamente lo que quiere decir antes de mojar la pluma en el tintero, yo he decidido improvisar, adentrarme en los vericuetos de la memoria sin brújula ni mapa y dejarme guiar por los caprichos del sendero. A ciegas, sin ninguna estructura preparada de antemano. Me dispongo a salir de excursión despreocupado de si se me hará de noche por el camino o de si llevo ropa adecuada y paraguas. Parece arriesgado, pero creo que es la forma más honesta de abordar este tema.

El tema tiene nombre. Mejor dicho, lo tuvo. Se llamaba Bernardo. O le llamaban. Porque su nombre auténtico era Bernard-Claude M. Lo descubrí años después de que falleciese cuando topé con su esquela en una carpeta de recortes de periódicos viejos. Igual que me enteré, también por la esquela, de que el segundo nombre de mi abuelo era Antonio. ¡Hay tantas cosas que, por descuido, no se llegan a decir en vida!

Han pasado dieciséis años desde su último suspiro y ya puedo afirmar que la presencia de Bernardo seguirá deambulando por mi mente como un espíritu benévolo el resto de mis días. Aunque cumpla cien años y técnicamente, solo haya convivido con él sobre este planeta durante seis, aunque otras personas que con las que he pasado mucho más tiempo se tornen borrosas en mi recuerdo, los perfiles de la silueta de Bernardo seguirán brillando nítidos. Al fin y al cabo, se nos graban mejor los sucesos de los primeros momentos de nuestra vida, cuando nuestra mente es un lienzo en blanco que cualquiera puede cubrir de brochazos de color chillón; a partir de cierta edad, que creo haber alcanzado ya, uno solo puede contentarse con añadir unas pocas pinceladas desvaídas.

Como cualquiera puede imaginarse a partir del nombre de la esquela, Bernardo era francés. De eso también fui consciente más tarde, porque cuando me tocó conocerlo me importaban más bien poco las cuestiones de fronteras. Sabía que tenía un acento extraño y con eso bastaba. Solo un tiempo después, cuando ya contaba nueve años y despuntaba una conciencia nacional en ciernes, pregunté a su viuda si era portugués y ella me dijo que no, que era de Francia.

Mis recuerdos de Bernardo no son muchos. Consigo evocar su presencia los sábados por la tarde, de pie en la cocina de casa, cuando iba a visitar a mi tía abuela, que era su mujer. De baja estatura, recio, nariz afilada, pelo blanco y lacio como el de un ángel anciano. Ojos azules, cierto aire caprino y agudo en su expresión. Ahora me inspiraría ternura. Y sin embargo, mi padre me ha afirmado en alguna ocasión que yo no sentía demasiado afecto hacia él, no sabe bien por qué. Yo tampoco lo sé. Las razones de los niños son inescrutables. Lo recuerdo en el pueblo, afanado en trabajos de jardinería bajo el sol de agosto, sin camiseta; en las cenas de Nochevieja que se alargaban hasta las cuatro de la madrugada; llegando a su casa después de salir con amigos (y ahora me pregunto, ¿quiénes serían esos amigos?); hablando con mi padre sobre los bomberos de Nueva York mientras en el telediario retransmitían el 11-S. Y, a decir verdad, no consigo rescatar mucho más de los repositorios de mi memoria. Caigo en la cuenta de que Bernardo es, para mí una presencia un tanto endeble; una ausencia que finge ser presencia. Una especie de holograma.

Ese holograma se vuelve algo más corpóreo a medida que se aproxima a su final. Lo evoco en el sofá de su salón, desganado, con Tere inquieta porque ha dejado de comer. Que solo ha tomado una triste manzana. Que se encuentra cansado. Luego el ingreso en el hospital. La camilla. Una luz anaranjada de atardecer entrando por la ventana. Y yo con un cuento del arca de Noé en pictogramas, dándole la tabarra al enfermo terminal. El preámbulo de un velatorio. La familia en su habitación, a la manera de antaño. El cadáver en ciernes sobre la cama, inconsciente ya, plácido a la vez que sufriente, los ojos cerrados como un niño vencido por el sueño febril. La prima de mi padre diciéndole que le dé un beso, que a lo mejor así se pone bien. Yo obedezco, porque le creo. ¡La inocencia puede llegar a ser tan macabra!

A los pocos días mi madre va a buscarme al cole al mediodía. Cuando casi hemos llegado a casa y yo acabo de terminarme un huevo Kinder, me anuncia, suavemente, como de pasada, que Bernardo ha muerto. Que estará en el cielo. Un comentario que simula el vuelo ligero de una mariposa y que en realidad oculta una picadura aguda de tábano. Creo que asentí. Aquel día me había tocado un conejo de plástico en el huevo. Eso sí que lo recuerdo con todo lujo de detalles.

Luego vinieron los trámites funerarios. El panteón, herencias, notarios… La anécdota de la coca cola sin cocaína y otras escenas berlanguianas por el estilo que a veces se rescatan cuando hay que animar las reuniones familiares. Parece que los funerales siempre se adornan con alguna vivencia humorística, alguna nota de humor negro. Quizás para hacer más llevadero el dolor. O puede que porque lo cómico, lo festivo, lo irreverente aparece indisociablemente ligado a lo morboso. Como sucede en la gente que no puede evitar sonreír cuando tiene que dar cuenta de una mala noticia. O como en el cortejo festivo que adorna las danzas de la muerte, representadas en tantas iglesias y celebraciones folklóricas. La carroña siempre se pudre rodeada de moscardones jocosos e irreverentes. A lo mejor se debe a que nuestros esquemas mentales no consiguen procesar la simple posibilidad de la desaparición y optan por interpretarla en clave de absurdo. Sinceramente, no lo sé.

Hasta aquí las fuentes directas, las fuentes primarias, como me enseñaban en los comentarios de texto de la universidad. Lo poco que pude conocer de primera mano y sigo custodiando en mi memoria. Todo lo demás me lo han contado otras personas que pasaron más tiempo con él y desde una posición más madura. Tere, mis padres, mi abuela. Ellos me van proporcionando la lana con la que fabricar los hilos, la urdimbre que, a duras penas, voy entretejiendo con la trama de toscos jirones que me proporcionan mis recuerdos. Desde aquel ya lejano 2004, he ido aprendiendo más cosas de Bernardo. La memoria, al contrario de lo que muchas veces se ha afirmado, no se diluye con el tiempo. Al menos no siempre. El cuerpo se descompone, pero la imagen de las personas sigue desarrollándose en la mente de las otras personas que oyen hablar sobre ellas. Los vivos fabricamos a los muertos, por decirlo de alguna manera.

A través de respuestas, fotos, cartas, memorias que resucitan en los días de Navidad, he ido llenando algunos vacíos en mi imagen de Bernardo, que va cargándose de atributos postizos cual cyborg posthumano. Bernardo nació en Ginoles, un barrio de la localidad de Quillan, cerca de Carcasona, en el departamento de Aude. Un pueblo de montaña apartado y bucólico, en mitad de los Pirineos. Era hijo de un catalán y una francesa. Su padre falleció siendo él niño. Conservamos dos fotos de aquel hombre. Una de frente, vestido de militar. Otra del día de su boda, que arroja un cierto aire a verbena de agosto. Era casi idéntico a su hijo, salvo por el mentón más saliente. Una vez viuda, su madre se volvió a casar. Bernardo tuvo una hermana de sangre y dos hermanastros, hijos del segundo marido de su madre. Los quería como a hermanos, dice Tere. Uno de ellos era un buenazo, demasiado generoso. Se dejaba timar. Mi padre me ha contado una versión diferente de la historia: que los supuestos hermanastros eran hijos de un matrimonio anterior de su madre. Anterior al del padre de Bernardo. No me parece creíble, pero pone en evidencia lo frágil de la memoria humana. Que las historias familiares se escriben a varias manos, no siempre impulsadas por el mismo nervio. Que sus autores son supuestos testigos aportando informaciones contradictorias. Que nuestro pasado camina sobre la cuerda floja.

Bernardo no debió de tener una infancia fácil; no me atrevo a decir si feliz. Pasaron penurias. La Segunda Guerra Mundial. Vivían de la tierra y no tenían ropa que ponerse. El marido de su madre bebía. Cazaban conejos para subsistir. Una historia de telefilm, con el matiz de que los telefilms suelen basarse en hechos reales. Años después, en el pueblo de su mujer, Bernardo crió un conejo blanco, con manchas negras, que nos tuvo a los niños de la familia anonadados durante todas las vacaciones estivales. Ni qué decir que, terminado el verano, acabó en la cazuela.

Bernardo combatió en Argelia, supongo que haciendo la mili. No debía de hablar demasiado de aquella época, pero siguió cobrando una pensión por veterano de guerra. Puede que allí adquiriese las figurillas africanas de ébano

que adornaban su casa. No sé si aquello sucedió antes o después de emigrar a París. A través de uno de sus hermanastros, consiguió colocarse en Air France, en el servicio de mantenimiento de aviones del aeropuerto de Orly. Por entonces, aún no se había construido el Charles de Gaulle, con lo que puede decirse que aquel muchacho de aldea se vio catapultado de repente a un hervidero de lo más cosmopolita, el cordón umbilical que cosía a la Francia de los treinta gloriosos con el resto del globo. Más exactamente, eran trabajadores como Bernardo los que mantenían a punto la ingente maquinaria que permitía sostener aquel trasiego de gentes llegadas de los cuatro puntos cardinales. Bernardo frotaba con desinfectante el cuero de los asientos donde, horas antes, habían reposado las posaderas de los pocos viajeros transatlánticos que el mundo podía permitirse en aquella época: jeques árabes, turistas americanos, turbios diplomáticos de la Françafrique… ¡quién sabe! Asistió, de lejos, a algunos secuestros aéreos de la OLP. Y una vez incluso encontró una pistola escondida en uno de los asientos que estaba limpiando. Así, la vida de Bernardo engarza, de forma un tanto rebuscada con la geopolítica de Oriente Próximo. Mi padre recuerda cómo, en alguna ocasión, Bernardo lo infiltró en el Concorde para mostrarle los entresijos de aquel aparato, gloria de una época de fe en un futuro que siempre sería mejor, más cómodo, más lujoso, más rápido.

En París Bernardo se casó con Tere, mi tía abuela, una asistenta doméstica española. Tengo entendido por mi padre que a la pareja la presentó uno de los explotadores de Tere, que quiso probar suerte emparejando a dos solterones que, a primera vista, no tenían nada que ver. El experimento salió bien. Se casaron en Donostia y vivieron en la máxima armonía relativa que permite el matrimonio. Tere “lo domó”, asegura. Le obligó a quitarse los zapatos en casa. Y Bernardo le hizo caso en un gesto que, viniendo de un hombre de su generación, resulta significativo de muchas cosas.

Tere y Bernardo vivieron en París, ocupados en sus respectivos trabajos y rodeados del ambiente espagnole que la diáspora salmantina había conseguido transplantar a un rincón periférico de la Ciudad de la Luz. No tuvieron hijos, pero sí muchos sobrinos por parte de Tere. Así pasaron los años. Hasta que Bernardo pidió la prejubilación. Se vinieron a Donostia en los 80. Esto le gustaba. Llegaron a tener un apartamento en Torrevieja, pasaban temporadas en el pueblo de Tere en Salamanca… Vida de emigrantes castellanos. Su madre se hizo testigo de Jehová poco antes de morir. Sus hermanastros y su hermana también fallecieron antes que él. Ninguno tuvo descendencia. La estirpe desapareció con Bernardo. Un árbol genealógico podado. Puede que por eso me permita hablar tan a la ligera de su vida. Porque soy consciente de que no quedan allegados que puedan corregirme.

Bernardo se manejaba bien con el bricolaje. “Era de mucha risa”, se disfrazaba en las fiestas. Silbaba imitando a los pájaros. Decía “Mañana, a escuela” los domingos por la tarde. Le gustaba comer carne picada cruda, mi madre sospecha que por eso acabó enfermo de cáncer. Disfrutaba divirtiendo a los niños. Se me hace raro que no le tuviese simpatía, que fuese tan injusto con él. Quería a Tere. Ella lo echa de menos. “Era un buen tío, y yo me llevaba bien con él, y él también conmigo”, dictamina mi padre cuando le confieso que estoy escribiendo esto.

Detalles que no constituyen una identidad en sentido estricto. Pero que ilustran una vida como dibujos de una historieta para niños.

Algunos de los objetos que pertenecieron a Bernardo siguen entre nosotros, como un legado silencioso. De vez en cuando Tere los saca de los armarios y nos los enseña: prendas de lana, un molinillo de café, una radio, diccionarios de francés, un viejo coche cuatro latas, un jersey azul marino marcado con el logo del pegaso de Air France. Da la impresión de que, a través de ellos, Bernardo se resiste a abandonar el mundo, sigue aquí, de alguna manera, empecinado en quedarse con nosotros. Los objetos toman la marca de su poseedor, como perros guardianes que parecen aguardar la llamada de un amo que hace tiempo que no está. Llamadme materialista, pero creo que son los posos que deja un ser humano tras evaporarse.

Hace poco Tere encontró una vieja carta con la respuesta a una petición que la madre de Bernardo había escrito al

presidente de Francia. El presidente resultó ser… ¡el Mariscal Pétain! Me estremecí al leer el nombre del remitente. ¡Así que la familia de Bernardo tenía su lado oscuro! ¿Colaboracionistas? No, no creo, a no ser que uno tome por colaboracionismo la aceptación ignorante del orden impuesto y el intentar aprovecharse de él ante una situación desesperada. El papel en cuestión contiene un escueto comunicado ministerial fechado en junio de 1944 (¡menudo momento!) prometiendo a aquella madre desvalida alguna clase de ayuda económica. A juzgar por lo que sucedió el mes siguiente, dudo mucho que semejante ayuda llegara a hacerse efectiva. La misiva me hizo plantearme unas cuantas dudas. ¿En qué ambiente crecería Bernardo? ¿Cuáles serían sus opiniones políticas? ¿Dentro de qué perfil social encajaría su familia? Me da pena, pero me resigno a que las respuestas a estas preguntas jamás tengan respuesta para mí. Al puzzle de Bernardo siempre le faltarán algunas piezas. Igual que a todos los auténticos puzzles en la vida real.

¿Qué razón me ha llevado a elegir a mi tío abuelo para escribir un relato que supuestamente debe revivir mis recuerdos de infancia? Habría sido más grato escoger a alguna otra persona, aún viva a poder ser, o alguna anécdota alegre de los juegos de mi niñez, o cierto viaje iniciativo. No puedo ofrecer una respuesta. A veces parece que los temas lo eligen a uno, y no al revés. Dudo que pergeño esto por una necesidad de desahogo; no creo tener traumas por la pérdida de Bernardo, ya lejana. Quizás suceda que este familiar es un símbolo de los que se ha perdido a lo largo de mi existencia. Que si la patria de un hombre es su infancia, haya escogido a Bernardo como la bandera o el himno nacional de esa patria. ¿Acaso tiene más sentido que escoger los colores rojo, blanco y azul, o una melodía palaciega sin letra?

Buceando en el trastero de mis motivaciones, sí que encuentro una chispa detonante. Podría haber influido un encuentro que tuve hace unos meses. Mi tutor de máster me presentó a un hispanista francés, cuyo nombre no considero oportuno desvelar. Creíamos que podría darme consejos sobre cómo orientar mi trabajo final y, tal vez, una futura tesis. Algo cohibido, me dejé guiar hasta el despacho del centro de investigación. Allí estaba, trabajando con su portátil de teclado AZERTY junto a un despejado ventanal. Lo repasé cuidadosamente mientras me lo presentaban, antes de quedarme a solas con él. Su expresión, el jersey de lana marrón, el acento francés meridional achispando un corrientísimo castellano. La misma edad, la misma estatura que Bernardo cuando le conocí. Originario de un pueblecito del departamento de Ariège, contiguo al Aude. El uno, todo un pope, estudioso de la historia de la Inquisición que a sus setenta años pretende analizar comparativamente los imperios chino y español. El otro, un empleado de limpieza en un aeropuerto. Dos chavales de los Pirineos que marcharon a la ciudad y se enamoraron de España. Ya había tenido esa sospecha por la mañana, cuando había asistido a la conferencia del profesor en la Facultad. Aquel parecido, esa sutil resonancia me hizo tranquilizarme hasta el punto de sentirme muy cómodo hablando con él.

Entonces caí en la cuenta de que la aureola de Bernardo no se ha extinguido. Quiere prolongar su existencia. Permanece crepitante en mí, mezclándose en mis sensaciones, interfiriendo juguetón en ellas. Una llama débil, moribunda a la que, de ciento en viento, aviva alguna corriente de aire. Sería demasiado fácil legar para la posteridad la biografía definitiva de Bernardo. Un resumen de setenta y pico años que termine con un escueto “esto es todo”. Porque Bernardo no puede reducirse a un terreno acotado. Su recuerdo crece, cambia de forma, se carga de nuevos atributos y, seguramente, se desprenderá de otros, aunque yo no me percate de esto último. El Bernardo de ahora no se parece al que yo tenía en mente a los diez años, y dudo que sea idéntico al de dentro de veinte, o de cincuenta. Me resigno a descubrir cosas, a descartar mis ideas preconcebidas. La elegía de Bernardo no puede cincelarse en piedra, solo garabatearse con lápiz fino, pues está sentenciada a la condición de esbozo perpetuo. Porque se trata de una elegía en construcción.

Xabier Iñarra San Vicente

DE LUCES TENUES Y CELOSÍAS

A la memoria de Joaquín Sánchez–Prieto

“No hay nadie; soledad, brisa, perfumes…” Isabel Villalta

Son solo dos campanas. Su lugar es modesto, una espadaña de ladrillo sobre la cubierta de la iglesia del convento de las monjas. Atardece y los vencejos ensayan, sobre el cielo mestizo de la primavera, vuelos altos, quiebros rasando las tejas, chillidos muy semejantes a las llantas oxidadas de una vieja bicicleta al girar sobre su eje. La fachada del monasterio es humilde, mampostería y algunos ladrillos hilados con pericia en los dinteles de los vanos, también a modo de machones en jambas y esquinazos. Una arquería alterna, bajo el alero, las celosías de madera con los cerramientos de ladrillo, como si las prisas por cegar el acceso a las palomas hubieran desterrado cualquier consideración estética.

Una cancela de hierro cierra el acceso a la portada del templo. La escultura de una Virgen tallada en piedra de cal reina en la hornacina que se abre sobre la puerta y, entre la verja y el muro, yacen cuatro arriates, tres de ellos atienden menesteres inútiles –contienen apenas solares de malas hierbas–, pero uno, el más cercano al brazo del crucero, ha encontrado el sentido a su existir perfilando el joven tronco de un laurel. Ese árbol lo plantaron las monjas días antes de marcharse, antes de abandonar los muros, alfarjes y galerías de este convento que aún atesora aires encerrados, tiznes añejos de cirios y candiles, aromas a incienso y a cera derretida, murmullos de cantos corales, procesiones de tocas blancas enmarcando rostros ahora ausentes y rezos tal vez estancados en un marasmo de casi cuatro siglos.

Son solo dos campanas. En la villa añoran la cadencia de sus tañidos, hace demasiado tiempo que no se escuchan los badajos golpeando el verdear de las pátinas de bronce. Hace años que no se entreveran sus repiques agudos con los más broncos de sus hermanas mayores, las que aguardan sus afanes en la cercana torre de la parroquial de Santiago el Mayor.

Durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. La madre abadesa y las hermanas se mudaron a otro monasterio de la orden de las Concepcionistas Franciscanas, así que los vecinos de la villa, desde entonces, fabulan historias sobre el origen de tan misteriosas luminarias. Algunos hablan de fantasmas, de espíritus errantes, de ánimas que vagan su eternidad por sobre el letargo polvoriento de las estancias. También se especula con que esas claridades proceden, quizá, de los huesos y las mortajas de las monjas sepultadas en el convento, huesos que fosforecen en la oscuridad al acercarse la templanza del estío. Algunos chiquillos intentan, a veces, demostrar su hombría colándose en el claustro tras escalar los muros del huerto. Más de uno se ha magullado las carnes o se ha quebrado algún hueso, pero no por ello desisten de valorar de esta forma el cuajo de su sangre. Y allí, junto a la balaustrada de madera que cierra la galería superior, se encuentran con el sosiego de dos cipreses viejos que cabecean, indolentes, ante la brisa del crepúsculo, también ante esos vientos recios que acompañan al aguacero. Allí se encuentran con los setos de romero y de lavanda, con los mirlos que saltan libres sobre las malvas, la avena loca y las ortigas, con los rosales que, salvajes, sin el aliento de podas, azadas ni abonos, aún florecen con fragancias amables en blanco, amarillo y escarlata.

Durante las noches de Semana Santa, tras la hora de Vísperas, aún se escucha el latir del armonio por entre el presbiterio y la bóveda del crucero. El tenebrario, ese candelabro de quince velas encendidas que recuerda, durante

el oficio de tinieblas, la pasión de Jesucristo, va perdiendo empaque conforme se apagan las llamas, una a una, hasta que la oscuridad envuelve la música en su manto azabache y ambas, tinieblas y salmos entonados, esperan en silencio la llegada del domingo de Resurrección.

Las celdas de las monjas están vacías. Los jergones se cubren todavía por viejas, remendadas colchas de algodón, el polvo reposa sobre los suelos de barro, las arañas componen elaborados encajes en las esquinas de la sala capitular, en los brazos de los crucifijos, en las repisas de la enfermería y en la madera de los alfarjes. Hay un sosiego extraño que habita por entre los largos corredores, por sobre las mesas del refectorio, tras la penumbra que se cobija en las escaleras. Ya no hay rumores de hábitos blancos, ni de velos negros, ni de aquellas risas infantiles que quedaron detenidas, esgrafiadas, quizá condensadas en las aulas de una escuela –pupitres de madera, tinteros, tarimas, pizarras y tizas blanquísimas– que educó a tantas niñas, ni de pasos a veces apresurados, al amanecer, hacia un coro que alumbra, bajo el bostezo del armonio, los cánticos de la hora Prima y las cubiertas gastadas de misales, pasionarios y salterios.

Y la cocina. Los aromas de los cocidos y potajes, de la menestra de verduras y del pescado rebozado aún se asientan por sobre un suelo salpicado desde hace siglos por las piruetas del aceite hirviendo y el divagar de la harina, de la sal, del vinagre y de la clara translúcida del huevo. Conservas de tomate y de pimientos, al baño maría y en tarros de cristal. Pastas de manteca y anís, mazapanes, cabello de ángel y tortas de harina y mantequilla. También las obleas de pan ázimo –sin levadura, solo una masa de harina de trigo y agua que se cocía en una plancha- con que elaboraban las hostias que se consagrarían en la Eucaristía. Olores que aún permanecen allí, apretados de recuerdos, sí, las esencias del espliego y del hinojo en la despensa, la fragancia de los membrillos y melones en la encimera, el pimentón, los ajos y los higos secos en un estante de la alacena, junto a los tarros con perejil, tomillo, comino, cúrcuma y azafrán.

Durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. Durante el día, los vecinos de la villa murmuran historias que esquivan, con la gratuita temeridad de las leyendas, las cartesianas directrices de la razón.

Me llamaron una tarde del final del invierno. Dijeron que debía marcharme, que ya no me necesitaban, que mi vida ahora carecía de sentido en este lugar, que las cinco décadas invertidas por mí en este cenobio no merecían recompensa alguna. Mi juventud entregada a cambio de despedidas y reproches. Recogí mis magras pertenencias y partí al alba, sin despedirme, no quería enfrentarme a la indiferencia de algunas de las monjas ni a la nobleza que embadurnaba de lágrimas las mejillas de las que siempre me apreciaron, de las que sabía que siempre me echarían de menos, a mí y a esta villa del Campo de Montiel donde la clausura las recluyó desde la ya lejana, ingenua intemperie del noviciado.

Dijeron que podía marcharme, que ya no me necesitaban. Y así lo hice, deprisa, sin mirar hacia atrás. Y cuando ellas cerraron todas las puertas y se fueron con su bagaje de cánticos y plegarias a otras tierras, recordé que, en el bolsillo interior de la maleta, aún conservaba la llave que daba acceso a los adentros del torno con que las monjas se comunicaban con gentes ajenas a la congregación. Y volví tras mis pasos, caminaba ya por la carretera que, tras bordear la ermita de la Virgen del Espino, cruza entre carrizos y espadañas el menguado lecho del río Azuer, sí, regresé entonces a aquellos ámbitos generosos en silencio, henchidos de soledad, de tantas evocaciones amadrigadas en mis entrañas. Regresé para quedarme. No albergué remordimientos ni sensaciones de estar contraviniendo estipulación moral alguna. Durante cincuenta años, ofreciendo toda mi juventud en aquel afán, –medio siglo, cinco décadas, diez lustros– había desempeñado un trabajo agotador, tal vez obsesivo, el de proveer de suministros a las moradoras del convento y el de cuidar la propiedad de interferencias mundanas. Cincuenta años de desvelos

como guardesa del monasterio, como recadera y abastecedora de alimentos y enseres, como intermediaria entre el mundo de los mortales y el de la oración contemplativa hacia Dios Nuestro Señor. Regresé para quedarme, claro que lo hice, después de cinco décadas de entrega absoluta a este convento, ya no podía, ya no sabía vivir en otro lugar.

Durante las noches de Semana Santa, tras la hora de Vísperas, se escucha el latir del armonio por entre el presbiterio y la bóveda del crucero. También se apagan las llamas del tenebrario, una a una, hasta que la oscuridad envuelve la música en su manto y ambas, tinieblas y salmos entonados, esperan la llegada del domingo de Resurrección. En el claustro, junto a los dos cipreses viejos, enlazo con hilos de cáñamo los tallos de la rosas recién cortadas, rosas de fragancias amables en blanco, amarillo y escarlata. Y en la cocina, apretados de recuerdos y rutinas, aún se prodigan los humos del aceite hirviendo, las cabriolas del azúcar y de la harina, el olor de las pastas de manteca y anís, los aromas de cocidos y potajes, las esencias del espliego y del hinojo en la despensa, sí, aún permanece la fragancia de los membrillos y melones en la encimera, del pimentón y los higos secos en un estante de la alacena, junto a los tarros de perejil, de tomillo, de comino, cúrcuma y azafrán.

Este es mi secreto. El secreto de la guardesa del convento de las monjas. Y mientras, al atardecer, el joven laurel se eleva hacia la Virgen tallada en piedra de cal que reina sobre la portada del templo, mientras los vencejos ensayan, sobre el cielo mestizo de la primavera, vuelos altos, quiebros rasando las tejas, chillidos muy semejantes a las llantas oxidadas de una vieja bicicleta al girar sobre su eje, durante la noche suelen verse luces tenues tras las celosías del convento. Algunos en la villa siguen hablando de fantasmas, de espíritus errantes y de ánimas vagando su eternidad por sobre las estancias. Tal vez no les falte razón. Tal vez, dentro de algunos meses o de algunos, pocos años, cuando yo fallezca en la soledad de este cenobio, los vecinos de esta villa del Campo de Montiel puedan escuchar cómo los repiques agudos de las dos campanas del convento se entreveran con los más broncos de sus hermanas mayores, las que aguardan sus afanes en la torre de la parroquial de Santiago el Mayor. Tal vez dentro de algunos meses o de algunos, pocos años, tras mi muerte en la soledad de este monasterio, los vecinos de esta villa de Membrilla puedan contemplar, durante la noche y tras las celosías del convento, las luces tenues de unos huesos que fosforecen en la oscuridad al acercarse la templanza del estío.

José Agustín Blanco Redondo

CRIMEN Y CASTIGO

I

Es domingo. La cuadrilla acaba de salir de la película de las cuatro y cuarto y, junto con otras cuadrillas, se dirige hacia la sala de juegos con intención de apurar las últimas horas del fin se semana. Las chicas brillan por su ausencia. Apenas les quedan entre dos y cinco pesetas de la paga del domingo a cada uno. La mayor parte, diez pesetas, la han gastado con la entrada de cine. Lo que sobra servirá para comprar un par de pastas y un paquete de pipas o echar unas partidas al futbolín. Últimamente la cuadrilla opta por el futbolín; así la paga se estira un rato. Además, a veces se las arreglan para taponar las porterías, siempre y cuando la dueña de la sala de juegos no les pille, menuda es ella. En todo caso, tanto las pipas como las partidas se acaban pronto.

Joseba está harto de todo esto. Lleva semanas pensando en que el tiempo vuela cuando apuras tu paquete de pipas o juegas al futbolín, pero es condenadamente lento cuando eres un mero espectador. Está decidido a que la situación cambie. Y ese cambio tiene que llegar más pronto que tarde.

II

El miércoles no hay clase por la festividad del santo patrón de los maestros. Sobre las once de la mañana empieza a llover y la madre de Joseba se apresura para llegar a casa con las compras. Mientras retira la ropa tendida en el balcón, el chaval ayuda vaciando la bolsa que su madre ha dejado sobre la mesa de la cocina. Entre las compras algo llama poderosamente su atención: el monedero de su madre. El chico siente que se encuentra ante su gran oportunidad. Con mucho cuidado abre el monedero y examina su contenido: un billete de quinientas pesetas, otro de cien, varias monedas de una peseta, alguna de cinco y una preciosa moneda de cincuenta pesetas. La elección está clara. Su madre echaría en falta cualquiera de los billetes y él está harto de las malditas monedas de una y cinco pesetas. Sin dudarlo, Joseba se hace con la moneda de cincuenta pesetas y la guarda en el bolsillo del pantalón.

El resto del día transcurre plácidamente, entre cábalas sobre cuál será el destino del botín conseguido. Cierto es que, cuando se cruza con su madre, nota un ligero subidón de adrenalina que se ve mitigado al acariciar la moneda en el bolsillo. De noche, antes de caer en un sueño que hoy tarda en llegar, se da cuenta de que sería sospechoso que gastase algo del dinero antes del domingo. No importa, él sabe esperar su oportunidad.

III

Al día siguiente, de camino a la escuela, Joseba se siente superior al resto de los chicos. Menudos pardillos, no tienen idea de la fortuna que lleva encima. Tal vez mañana lo cuente a algunos de sus íntimos, para que flipen un poco. La sensación es estupenda, aunque según avanza el día se le hace un poco molesto tener que estar comprobando de forma regular si la moneda sigue en el bolsillo. Es lógico, nunca ha tenido en sus manos tanto dinero junto. De vuelta a casa, la habitual sonrisa amable de su madre es diferente. ¿Sospechará algo? ¿Habrá notado la falta de la moneda? Ante esto y puesto que acariciar la moneda que ha estado palpando todo el día no le produce alivio, procura evitar a su madre hasta la hora de acostarse. Nuevamente el sueño tarda en llegar, parece que se está convirtiendo en un hábito. No pasa nada, mañana en clase más de uno se quedará boquiabierto.

IV

El viernes sería el mejor día de la semana si no hubiera que levantarse temprano para ir a clase. Todo el mundo está

de buen humor y normalmente las tareas de la escuela son más relajadas que el resto de la semana. Además la perspectiva de todo un fin de semana por delante eleva la moral de cualquiera. Por si fuera poco, Joseba está convencido de que hoy, para un pequeño grupo de elegidos (los amigos más cercanos a los que hará participes de su hazaña), él va a ser la envidia de la escuela. Sin embargo, según se va acercando a la cuadrilla, nota que algo ha pasado. Pedro está hablando en voz baja y con gesto grave. Joseba acierta a oír que Ángel no irá a clase hoy ya que su padre le ha dado una paliza con el cinturón por haber robado una revista en la librería. Al parecer el librero no quería meter en problemas al chico, pero un testigo ha ido con el cuento al padre. Fernando comenta que oyó a su hermano mayor decir que alguien se ha chivado de que los de octavo han robado un balón del gimnasio y les ha debido caer una gorda.

Joseba queda mudo, mejor que se olvide de las palabras que había ensayado para impresionar a sus amigos. La oleada de crímenes se le antoja totalmente inoportuna para sus intereses. A lo largo del día evita el contacto con su cuadrilla. Varias veces se sorprende a sí mismo con la mano en el bolsillo del pantalón, aferrando la moneda de forma inconsciente. La palma empieza a dolerle.

¿Por qué le sonríe su madre de ese modo cuando llega a casa por la tarde? Con la excusa de hacer los deberes para el lunes se encierra en su cuarto hasta la hora de cenar. Cuando se acuesta, como no podía ser de otra forma, se le hace difícil conciliar el sueño. Es imposible relajarse pensando en el amplio catálogo de castigos que pasan por su cabeza. Por si fuera poco, ahí está ese molesto dolor en la palma de la mano que tampoco ayuda.

V

El sábado amanece con un rayo de esperanza para Joseba. Queda un día para poder disfrutar de su botín y está seguro de que pronto las penalidades pasadas serán motivo de risa cuando piense en ellas. De todas formas, todavía no ha decidido el destino de su fortuna. Bueno, hay tiempo para ello. A fin de evitar cruzarse con la mirada de su madre más de lo estrictamente necesario decide salir muy temprano de casa. Tampoco quiere juntarse con su cuadrilla, seguro que le distraen con los chismes de los castigos que han recibido Ángel y los de octavo.

Pero no hace falta que nadie distraiga al chaval. Bien sea por la falta de sueño acumulada o bien por la necesidad de buscar lugares apartados de sus amigos, el día pasa sin que Joseba consiga decidir qué hacer con el dinero sustraído. La soledad de su cuarto al acostarse tampoco le resulta propicia puesto que, como es habitual, mañana vestirá la ropa de los domingos y su madre ha echado a lavar los pantalones que ha vestido toda la semana. En consecuencia, la moneda que había encontrado acomodo en el bolsillo del pantalón se halla ahora en su mano. Sería horrible que durante el sueño la moneda se extraviase. Realmente no se augura una buena noche.

VI

Es domingo. La cuadrilla acaba de salir de la película de las cuatro y cuarto y, junto con otras cuadrillas, se dirige hacia la sala de juegos con intención de apurar las últimas horas del fin de semana. Las chicas brillan por su ausencia. Ademas de la habitual paga del domingo, Joseba tiene en su poder la moneda de cincuenta pesetas intacta. Sin embargo, apenas ha disfrutado de la película y las partidas de futbolín pasan sin pena ni gloria.

Llega la hora de irse. Tras despedir a sus amigos se da cuenta de que no puede aparecer por casa con la maldita moneda en el bolsillo. En un impulso repentino decide gastar todo el dinero en chuches. De vuelta a la sala de juegos su decisión le genera cada vez más dudas. ¿Qué hacer con tanta chuche? No puede comérselas ni llevarlas a casa. Sin apenas darse cuenta Joseba llega al mostrador de chuches y allí encuentra la mirada apremiante de la dueña. Tras un breve repaso de lo que le ofrece el mostrador, suplica con voz temblorosa: “quiero cincuenta chicles”. Ante

lo extraordinario de la petición, la dueña se limita a entregarle los cincuenta chicles tras haberlos contado sin apartar su mirada del chico en momento alguno.

Ya de camino a casa, Joseba da cuenta de los cincuenta chicles uno a uno, escupiéndolos según van perdiendo su sabor. Frente al portal de su casa se deshace del último con una satisfacción contenida. Cuando su madre le abre la puerta y lo recibe con su habitual sonrisa siente una paz que no experimentaba hace tiempo. Hoy dormirá a pierna suelta.

Cesar Gandarias Badiola

MEMORIAS POLÍCROMAS

Me enteré del fallecimiento de Damián por una llamada de María y, embargado por la nostalgia y sin pensármelo, después de conducir ocho horas he regresado al pueblo para asistir a su entierro. La muerte le sobrevino cerca del angosto caserío cuando regresaba a él por primera vez desde su lejana partida ocurrida hace cinco décadas. Llegaba andando, derrotado, maltrecho.

El aire de la casucha donde habitó sigue siendo el de aquella época, un espacio de cinco por seis metros, parcelado por harapos. El espacio huele a amasijo de orines de gato, a excrementos varados en el tiempo. Sobre un jergón desvencijado yace Damián. Disfrazado de señorito de cuerpo presente, envuelto en lutos ajenos, que le puso con dificultad María después de fenecer. Se le ve tan poca cosa… es como un pobre pretexto. Su oportuno amén de siempre reducido a guiñapo inhábil, a despojo abatido en plena deserción.

Ay, Damián, que siempre fuiste un desastre para todo, acuérdate si no del hambre que pasaste aquellos primeros años con tus melenas de hippy, vendiendo collares, pulseras, aderezos de cuero y alambre de cobre en Ibiza; todo ello antes de convencer al anciano labriego para que te alquilara el molino junto al mar y, una vez convertido en chiringuito, con el trabajo de María y los demás, escalar a la efímera opulencia. Acuérdate a partir de ese día de los buenos tiempos en Ibiza, y de la abundancia que te hacía bella la vida; ya no tuviste que arrastrar la culera buscando colillas de “maría” como al principio. Ay, Damián, lo que es la vida; ahora, aún con los ojos cerrados adivino tu mirada diciéndome qué se le va a hacer, que no todo va a ser puestas de sol junto a la playa envueltas en música, champán y hachís. Sí, Damián, menudos tiempos, menudas noches y menudos amaneceres; lástima que no fueran para siempre.

Miro y cruzo un gesto con María, tu perenne compañera, el amor eterno que siempre se iba y volvía como una ola de mar para morir en tu playa, para perdonar tus desatinos. Ella, tu eterna enamorada, me responde con el brillo de sus ojos ajados, desbrozados por la vida. Emocionada por mi presencia, contempla cómo miro tus pies hinchados y descalzos, sucios, semejantes a los exvotos púnicos y, como ellos, roídos por una larga existencia. Estos pies desnudos son dos milagros con respingo de exequias, las dos plantas de terreno sobre las que cultivaste tu existencia hasta que la cabeza se negó a que caminaras sobre ellos y comenzó a obligarte a ir arrastras.

Ay, Damián, desde estos instantes luctuosos tendrás que aflojar las riendas de tus raíces y labrar tu existencia en los campos del vacío, en el caos eterno de las estrellas donde sólo advertirás sus destellos. Aquí, ahora, no doblan a muerto las campanas del pueblo –porque las robaron–, no arden con llanto de fuego; huérfanas quedaron las espadañas, como los lugareños, se fueron o se las llevaron.

¡Cómo pasa el tiempo! Con un pañuelo liado sobre tu cuello para mostrarte elegante, ahora, más pareces un dandi del más allá. Lejos quedó aquella época en que te cortaste el pelo, lo engominaste y, con un traje de rayas, una flor y unas gafas ahumadas de carey ibas de farra en farra con la alta sociedad que, paleta, desembarcaba en la isla con ganas de comerse la noche, beberse el mar y fumarse hasta las chumberas… y no es que yo te envidie, que sí, que algo te envidié por la vida que llevabas, es que ahora no tienes más que verte peripuesto como si meditaras, tumbado con las manos sobre tu pecho como te colocaron tras el óbito, y, qué decir de ese pedazo enorme de hebilla del cinturón que te atiranta el pantalón hacia arriba, dejando visibles los negros nubarrones que envuelven tus míseros zancajos y contrastan con el color maldito del “nunca jamás” de tu cara.

Qué cruel la vida para algunos Damián, qué efímera la alucinada felicidad aquella que alcanzaste en el viejo chiringuito del molino con el contrabando de la bebida y el tabaco, no, la droga, no, sólo era para consumirla, no para

hacer negocio, como tú siempre decías. Whisky de Escocia y rubio americano; algunos buenos aparatos de música y relojes de marca. Todo de calidad garantizada. ¿Llegó la mercancía? –preguntabas– pues qué bien. Y te enfrascabas en escuchar música; no la de Pink Floyd o Jethro Tull como siempre, ahora sólo discos de Wagner y Tchaikovski. Sinfonías que te adentraban en la meditación sobre sicología y cultura, aunque la tuya era la que te daba la vida, aderezada con revistas y fascículos de Historia y Geografía, de Arte y de Cine, bueno, de cine la tira, visionabas todas las cintas de Cinecitta, de Hollyvood, de la Metro, Century, Warner, Paramount, visionabas todas ellas como enciclopedia de la vida… ¿De qué te sirvieron? Sólo tú lo sabes.

Perdona Damián por recordártelo, pero un día como hoy, tú te acuerdas, nada más dar tierra a Juan “el bizco” que murió de tuberculosis y hambre, cuando regresamos al pueblo os fuisteis la mayor parte de los jóvenes. En unos hatillos os llevasteis todo cuanto pudisteis llevaros. Corrimos tras de vosotros, pero no quisisteis volver, y tú caminabas gritando más que nadie que no volverías a pisar este pueblo de mierda. Vimos la nube de polvo que levantasteis. Nadie regresó. Al poco, nos fuimos todos los que quedamos. ¿Dónde íbamos y tan de pronto tantos? Se preguntaban los mayores. El mundo es muy grande. De aquí, así, sin más, nos arrancamos los jóvenes y nos traspusimos a otros lados echando raíces. Los mayores se quedaron asombrados, de verdad. Todos nosotros dejamos una miseria para meternos en otra miseria y, además que no conocíamos. Aquí nos mataba el hambre, pero, por ahí había otras hambres y miserias, y si algunos no las pasamos, criamos otros sinsabores. A mí, como a todos nosotros, se nos hizo difícil dejar este pie de vida y de muerte, el nido de la desesperanza, el sudor de nuestros padres y abuelos, el de nuestros ancestros, la camada de nuestras gentes, las alegrías y las penas de nuestros campos, por los que hemos ido y venido de niños y adolescentes. Del mirar de nuestros mayores al cielo para rogar que germinaran las simientes; aquí contemplábamos con desespero el desprecio de las estaciones, aventando sospechas de reveses o, del acariciar esperanzas que jamás cuajaban. Se nos hizo muy duro salir al encuentro de otros páramos. Tú, Damián, te fuiste, todos nos fuimos, ya ves.

María se vuelve hacia mí y me habla con suavidad:

—Jose, él sabía que vendrías a su entierro.

Remiré las viejas baldosas de la estancia, todo aquel olvido amontonado de polvo y tierra que habitaban las casas abandonadas del pueblo, y pensé en la penosa travesía de la juventud saqueada por la sed y la huida, el majestuoso fósil del desértico campo convertido ahora en monumento al desconsuelo. Y rememoré aquel día de la huida después del entierro de “el bizco”. La luz sobre la comarca, cada día era más enconada. Una pared de neblina como yeso, de resultas de la calima que cegaba los horizontes. El pueblo había desaparecido en las fauces de un fuego, de una sequía que duraba ya trece meses. “No lloverá, –se decía por el pueblo–, no caerá una gota jamás”. En el vasto secarral rebotaba el sol hasta hacerlo hervir como borbotones de lava. Los cardos borriqueros se quebraban a media asta y al roce con el suelo ardían en llamas. Se dejaron de ver pájaros. El último gorrión revoloteó un día desquiciado, sin tino, ofuscado por el sol blanco de la sequía. Con esta naturaleza, sólo el fruto del hambre y de la tuberculosis nacía en todas las partes, en los campos ardidos, en la atmósfera exánime, en la noche con que la muerte nos había envuelto con su enredadera. El pueblo se sumió en un silencio que corrompía la esperanza de los moradores, una muerte silenciosa que caminaba agazapada, hacia nuestro anhelo, a la caza del final de nuestra paciencia. De nada sirvieron las rogativas y paseos del santo, porque sólo acudían a ellos los jinetes del apocalipsis sangrando estruendos devastadores, aquí sólo había muertos esperando a la muerte.

Damián, tú sabes mejor que nadie que ya no manan las cien fuentes, porque las corrientes del agua, aquellas que bañaban estos predios, dieron un rodeo y pasaron de largo, pero, ¿dónde iban los sudores de nuestro trabajo para que sólo germinaran los árboles de sal? ¿Qué pudimos hacer? ¡Nada! Por eso nos fuimos lejos, a lugares donde la gente no sabía para qué sirve la lluvia pues no era esa su zozobra.

Hoy arrastro nostalgias de nuestra infancia párvula, Damián. Hoy que te llevaremos calleja arriba en soledad hasta el cementerio, arrastro recuerdos de arenques en papel de estraza con polvo de aire abrasador, feroz espejismo marino en el secarral de mi boca niña. Arrastro cálidas ventosas, cultivadas en mi espalda, como calenturas heladas envueltas en cristal para ahuyentar la enfermedad. Nostalgias de lejanos seis de eneros con estertores de mágica esperanza que concluían en zozobras y llanto. Juegos de niñas en corro, unidas sus manos, danzando sus pies todo candor y corazón, cantaban que querían ser más altas que la luna, poder llegar hasta ella, pero, las abrasó el sol. Y los muchachos en grupo corriendo detrás de un balón hecho con lana y revestido de saco, no sé si éramos buenos o malos, pero, que yo recuerde, no logramos nunca meter un gol al arco iris… hasta este fenómeno del pueblo huyó.

Aún guardo la foto que nos hizo aquel extranjero junto al arroyo y, que un día un desconocido cartero nos la entregó. Ambos estábamos con una lata mohosa al acecho de cualquier renacuajo. Esta foto huele a paja ya seca, a cebada fría huele. A surco en barbecho. Está de color sepia, es un alegre testimonio tostado por el tiempo.

Sé, porque me lo contó Manolo el de los perros, que en estos últimos años te veía entre estampitas, tirado en el suelo con el desmoronamiento de una marioneta y, la mano extendida a lo que caiga o deje caer la providencia, haciendo jornada laboral en las misas, rosarios y triduos de Santa Eulalia. Templo en el que ejercías la práctica de la misericordia. Y que fuera de horas sacras, recibías algunos auxilios del clero que os permitían vivir a ti y a María, en un desvencijado torreón almohade de las afueras. Quién te iba a decir que acabarías así, sobre todo tú, que nunca creíste en Dios, sino en la sublime filosofía de un judío mal comprendido, que les cantó las cuarenta a los que engañaban con tanto incienso y parafernalia. También me dijo Manolo, nuestro paisano, que te gustaba estar allí, en el interior del templo, que el olor a cera quemada inclinaba cabezas y bajaba voces, que no tenías psicosis religiosa ni entrabas en trance, pero, que allí olía a Dios, porque Dios, estaba allí.

Hora es ya de que te diga cuanto amé a María, tu eterna amante, la que siempre te siguió, la que hoy te entierra. Esta ruda talla aquí presente, imagen de vivencias agresivas, esta masa de carne aventada de suspiros, esta carne clavada en disgustos, esta carne que como nadie ha capeado tus vientos y mareas, carne desgarrada, carne enamorada. ¿Recuerdas? Ambos íbamos a buscarla a aquella casita que era como un cubo blanco con llagas de barro y heridas de aloe. Dentro, sólo había oscuridad y sombras que nuestros corazones iluminaban con amor. Era luz de ebrias luciérnagas habitando en estómagos hambrientos. El amor que yo sentía por María, era una voraz enredadera de albahaca y yerbabuena. Anhelaba morder con lujuria aquella fruta madura. Besar sus labios dorados de ángel que olían a pan y sabían a gloria. Los latidos de mi corazón rebotaban de monte a monte. Pero, te eligió a ti, Damián. Y María te siguió hasta las mismísimas puertas del infierno… ¡Qué amor más grande el suyo! Muchas veces, tristes veces, mis lágrimas por ella eran un mar embravecido que anhelaban repuesta al desamparo. Desvalido os miraba, esperando angustiado el día de la zozobra, allí donde vuestra unión fuera para mí una felicidad engañosa con olas que engullirían mi alma. Pero, aunque nunca os casasteis, nadie ni nada os separó. Ni siquiera los últimos y difíciles años.

— Oye, Jose, ¿por qué no rezas un padre nuestro? –me insinúa María.

Tras la oración, María, sentada sobre el arcón del principio de la soledad, está sin norte, transita el desierto extraño que la cobija en el más ingrato de los abandonos –la muerte–, bajo una fría incertidumbre. ¿Qué hará ella ahora? María, inquieta, solicita el amparo de la negación para rendirse al instinto vivificante de las lágrimas, urgencia que, al fin, calma el malestar de la resignación. Conmovido e incapaz, presencio su llanto. Pero María es fuerte, de improviso, se inclina, besa el rostro de Damián, acaricia sus manos en un ímpetu afectuoso para aliviar su dolor, pero, gime una y otra vez ante la evidencia y la turbidez de la muerte. Me mira, y en su inmensa mirada comprendo que, ante ella, como ante mí, se precipitan una avalancha de vivencias comunes de los tres, olvidadas, fenecidas en la ado-

lescencia. Los gestos de amistad, las peripecias cachondas, incidentes de cualquier tipo, los dimes y diretes, el roce de cada día, aquel beso largo y profundo que nos dimos en la fuente del tejar, –aún niños–, ¿todos estos recuerdos fueron realmente así o es la quimera de hechos deseados?

El camposanto, abandonado desde que nos fuimos todos, denota que hace muchos años que no recibe visitas. Ahora es un lugar lleno de hierbajos y rosales bravíos. El tapial, posee aún, en el cabezal de la entrada, una pupila de tres ángulos por la que huye la esperanza con rumor de “dies iraes”. Triángulo al que de niños nos gustaba apedrear, puede que como rabieta por saberlo lugar de futuro encierro. María corta unas rosas silvestres y las deposita sobre el improvisado y humilde ataúd. Si ella hubiera podido llorar, lo habría hecho, pero, desde que llegó a este secarral, ha llorado tanto que, ya no le quedan lágrimas. A mí sí, me brotaron por primera vez desde mi llegada las lágrimas. Lloré hasta que me abrasaron las pupilas, buscando refugio en la amargura melancólica del alma que calla, contempla y se estremece en los recuerdos.

Allí mismo, en el campo santo, me despedí de María con un beso y un fuerte abrazo por los siglos de los siglos. Mientras me alejaba en el coche, pude contemplar que el pueblo era como una teta blanca, reseca, cuyo pezón es un desmochado campanario. Allí se quedaba mi infancia, mi adolescencia y, aquel gran amor que murió sin germinar, como murieron allí tantos y tantas cosas.

José Luis Bragado García

AQUEL AMIGUITO DE CUANDO LA INFANCIA

Cuando el sol se posa de nuevo sobre la sombra y los cementerios arropan senderos diminutos poblados de hormigas, ese bocado de tierra que te envuelve, esa hendidura donde nunca pudiera penetrar el perfume de la primavera, perturban la armonía de todo lo creado.

— Hijo de mi alma y de mi corazón.

Es tu madre, carne dolorida, maldiciendo a los asesinos que hasta aquí te bajaron. Aunque no puedes escucharla, sus gritos sobrepasan las cúpulas de los cipreses. Si la vieras, no la reconocerías. Agotada viene, desbordada por el rencor, hundidos los ojos en las órbitas, latiéndole el corazón como una ruina. Si la vieras, muchacho, la confundirías con una lluvia descontrolada.

Tú has sido víctima del pecado más viejo de la tierra.

Sorpresivamente, cuando los pájaros decoraban la túnica gris de los olivos, cuando el viento era caricia de cigüeñas sobre los campanarios, tu camino, atropellado por un insulto de botas y guerreras, se colaba en la sombra.

¿Alguien anduvo ponderando los símbolos del martirio? ¿Insinuaron algunos labios que los niños, aunque rotos, vuelan victoriosos sobre los astros? ¿Hubo manos que pintaran coros infantiles sacrificados alrededor de un resplandor divino? ¡Mentira!

La infancia es resurrección, energía dichosa. Todo niño lleva en el alma un compromiso de victoria, el oro de las nubes y el agua que en ellas se insinúa. Aquellos que la destruyen por encima de todo raciocinio, derraman sobre el fango el aroma de la vida.

Ayer: celebración de un rostro femenino esparcido hacia dentro. Ahora: plumaje de Paloma abatida, brillo sobre espadañas de melancolía, risas juegos convertidos en distancias, la liturgia terrible de la muerte.

— ¡Hijo de mi alma y de mi corazón!

Es tu madre, arrodillada sobre arcilla húmeda. Ella recuerda días de ilusiones, muchas horas gastadas a tu alrededor y no comprende, terriblemente conturbada, que todo, tras un minuto de estupor, haya quedado en esto.

A la tumba has bajado como testimonio de la barbarie humana, como desnudez absoluta que desprecia las condecoraciones, los brichos dorados de los uniformes, los cenotafios, la razón de las armas.

¡Pobre muchacho roto!

Caminando ibas de cara al amanecer y el látigo de la discordia, irracional, te ha regresado hasta la sombra de la que apenas habías salido.

Porque la infancia significa resurrección, porque la guerra inflama el viento de soledades turbias, algún día tiene que sublevarse la tierra, esta tierra que engendra la vida y al mismo tiempo, borra nuestros caminos para siempre.

El amor es rosa de reflejos altos que acaban en las mejillas de los niños, latido profundo cuajando una presencia

femenina, horizonte donde el vacío se humaniza; la guerra, odio, trompetas de sonidos descompuestos, el esqueleto de la bienaventuranza.

— ¡Hijo de mi alma y de mi corazón!

Muchas más cosas, arrodillada bajo el silencio, quisiera ella decir ahora, palabras de ternura como cuando te dormía en sus brazos, voces condenatorias contra los hombres que de ellos te han descolgado, la invocación de un paraíso sin mentiras, pero no puede, la garganta se le atora, aturdida tiene la mente, descontrolado el corazón, todo el peso del universo sobre los ojos.

Los cuerpos de los niños muertos en la guerra son el símbolo de la injusticia absoluta.

Si tuvieras oídos escucharías las canciones de los soldados, mochines irreflexivos que celebran una victoria, pero ya no los tienes y mientras ellos gritan, beben, alzan banderas, tú te deshaces bajo ese polvo que nada comprende.

¿Estás ahí porque tienes que estar, porque alguien dijo que este día preciso, sin excusas, tu carne debía abonar la tierra? ¿Es necesaria esa soledad, ese silencio, ahora que el sol alumbra como algavaro de antenas infinitas, ahora que alza el universo gestos amables? El ejercicio de la sombra nunca es para los niños una asignatura pendiente.

Tu vida había sido programada desde la eternidad. Los hombres que la han cortado antes de tiempo, desbordada limitación ejecutiva, también, aunque respiren, han caído ya en el abismo.

— ¡Hijo de mi alma y de mi corazón!

¿Qué queda de tu madre, carne envejecida, impregnada de androfobia, al borde de una aurora que ya no alumbra? Es la misma que ya se abriera ante la vida como quien contempla su propia creación, la que glorificaba el don de la renuncia por tu causa, la misma que un día amara al varón, ese que pulsa el botón de los proyectiles, el gatillo de las metralletas y destruye la vida de los niños.

Ahora , desesperada, mira hacia el fondo del vacío, a manera de pez asustadizo, más convencida a cada momento de que vuestra tragedia ha sido definitiva.

Miles de madres por todos los caminos, con la guerra clavada en los ovarios y los ojos acribillados sobre trincheras impías. Ellas no comprenden que sus hijos se marcharan tan temprano, con las manos vacías, y después nazca el sol y fecunde las cementeras.

¿Te hablaron en la escuela de banderas enemigas, del dios que bendice la batallas? ¡Mentira! Felonía de gente violenta, eco fúnebre en la maraña de los tópicos, estrategia torpe de manipulación.

— ¡Hijo de mi alma y de mi corazón!

A ti te pertenecía el milagro del equilibrio, la brisa que acaricia la piel cada mañana, el remanso de los astros donde jamás llega la noche. Los guerreros que rompieron tu vasija nueva, gente henchida de ponzoña, han derramado sobre el fango el aroma de la vida.

Manuel Terrín Benavides

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