Los pueblos son más que sus calles, sus plazas, sus árboles, sus perros… los pueblos son memoria, son recuerdos coagulados. De viejas historias contadas y vueltas a contar se hacen los pueblos. Y también se hacen de esperanzas: los sueños de sus habitantes son la argamasa con que se van construyendo los pueblos. Los pueblos se siembran, como las milpas, como las personas.
Hay pueblos arracimados, pueblos calle, pueblos circulares que rodean una plaza, pueblos estrella con puntas en varias direcciones, pueblos que son como una nebulosa de casas dispersas.
Pero esto se aprecia desde arriba, desde los aeroplanos. El caminante reconoce los pueblos por sus olores. Apenas vislumbramos el caserío y ya nos saluda el aroma a humo de ocote; luego el olor a tierra mojada, el olor a alfalfa recién cortada, el olor a elotes tatemados; el tibio olor de las vacas, el picante olor a mierda de los chiqueros, el entrañable olor a pan recién horneado…