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La metáfora

LA METÁFORA SE DIFERENCIA de la imagen por un rasgo decisivo: en lugar de imitar lo que es (o parece ser), produce una comparación nueva, que pone en contacto dos objetos (o dos entidades) que no guardan relación inmediata entre sí. Su raíz es de origen griego: μετά (metá, más allá) y el verbo φερώ (fero, llevar). Indica traslación de sentido: una palabra lleva a otra o le transporta su sentido a otra.

Veamos un ejemplo, tomado de “Muerte sin fin”, el grandioso poema de José Gorostiza: la golondrina de escritura hebrea. ¿Cómo es posible afirmar que un ave, la golondrina, escriba con caracteres hebreos? ¿Cómo es eso, podría decir alguien, si las aves jamás escriben? ¿Qué relación existe entre la golondrina y la escritura hebrea? Cierto, ninguna. Sin embargo, también es cierto que la golondrina, al volar, despliega un trazo especial, lleno de rasgos inciertos y sinuosos, como

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los que tiene la escritura hebrea. La metáfora se vale, insisto, de comparaciones. En el caso de la poesía, esas comparaciones, por más insólitas que parezcan, deben poseer sentido.

En la vida real, no menos que en la ciencia, continuamente hacemos uso de metáforas. Se dice, por ejemplo, pata de la mesa, pues comparamos su soporte con el que sostiene al hombre o al animal: es una metáfora, ya que la mesa carece de patas, si se habla con entero rigor. Se dice triángulo isósceles, término técnico de la geometría, pero que es una auténtica metáfora: se comparan los lados del triángulo con las piernas del hombre: isósceles significa, de manera literal, dos piernas iguales (de ἴσος, igual y σκέλος, pierna, aun cuando el triángulo no tenga pierna alguna). Sucede sólo que aquello que en el inicio fue metáfora con el tiempo se codificó en una fórmula rigurosa. Lo único que deseamos mostrar es que incluso en el lenguaje científico se cuelan las metáforas. Decimos que hay leyes de la naturaleza, pues comparamos las posibles regularidades que hay en el universo con las leyes que la sociedad eleva para funcionar. Las metáforas son consustanciales a la expresión de los seres humanos. Pero la poesía lleva esta comparación hasta su límite: establece identidades donde el lenguaje corriente no las halla.

Veamos otras metáforas. Francisco de Quevedo, en un soneto que lleva este título largo, “Enseña cómo

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todas las cosas avisan de la muerte”, dice que los muros de su patria están desmoronados; que en el campo, el sol ha bebido el agua de los arroyos; que al entrar en su casa la vio hecha toda despojos; añadió:

mi báculo, más corvo y menos fuerte; vencida de la edad sentí mi espada. Y no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.

La patria, el campo, el agua de los arroyos, su propia casa, le avisan de la muerte; su báculo y su espada se hallan corvas y vencidas: también son anuncio de la muerte. ¿Qué sugieren, aquí, báculo y espada? El báculo, ¿sólo es apoyo para el cansancio? La espada, ¿sólo arma? ¿Son algo más, latente en el poema? ¿Símbolos fálicos? Es posible. En todo caso, están corvos, vencidos, han perdido vigor, avisan de la muerte. En el poema, la metáfora, la comparación, es más profunda: se trata de un contenido o un lenguaje latente. El poeta dijo una cosa, cierto y, sin embargo, por debajo de la comparación directa, deslizó otra, más lacerante aún: el aviso de la decrepitud vital (y sexual).

En el poema “La casa abandonada”, el poeta cubano Eliseo Diego traza una metáfora profunda (y vasta) entre una casa, sola, corroída por el paso del tiempo, él mismo dentro de la casa, al ascender por la escalera y su vida entera: la metáfora se produce al comparar la

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casa y la escalera con su vida y con su cuerpo, en tanto que la mosca que zumba, prisionera, es comparada con la muerte:

Hacia el final de la escalera te has dado vuelta: en el vacío de abajo el viento solitario hace las veces del trajín, y la penumbra está sucia de olvido. Pero arriba, en el piso de arriba, el cúmulo de inútil sueño aguarda. ¿Vas a entrar en él, a sumergirte? Con la mano puesta en el balaústre, acariciándolo te quedas. Poco a poco, no vas así a bajar la vista: escucha el torvo zumbido de la mosca que se afana contra el ciego cristal: hay alguien en el primer peldaño. Espera. Mira: tú estás en el primer peldaño. Lívido te estás mirando a ti con toda el alma como si fuese para siempre. Y ya no estás arriba, ni tampoco abajo. Zumba sola por fin la terca prisionera.

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El poeta, el yo lírico que asciende por aquella escalera, llega al último de los peldaños, mira hacia abajo y descubre en el primero de ellos a otra persona. ¿Quién es la otra persona? ¿Qué sensación se produce en el poema? El hombre que está en lo alto de la escalera y que ha recorrido los días de su vida (ese nombre recibe el libro de Eliseo Diego), vuelve la vista atrás (en el sentido físico: hacia debajo de la escalera y en el sentido temporal: el primer peldaño de la escalera es a la vez el inicio de la vida), se mira, joven acaso, en el primer peldaño: las dos personas se miran: el viejo y el joven son una y la misma persona: te estás mirando a ti con toda el alma, dice un verso y, por eso, ya no estás arriba ni abajo. Una mosca se estrella contra el ciego cristal de la ventana: ¿un símbolo de la muerte, esa terca prisionera? Una metáfora preside el poema de principio a fin: la escalera es la vida, el viejo y el joven son uno solo, la casa es el cuerpo del hombre y la mosca la muerte: el método comparativo ha permitido al poeta edificar un poema de asombrosa densidad.

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