Crónica andina Tomamos el colectivo a las siete de la tarde. Lalo no tardó en descartar la cuestión y nos echamos a dormir. Estaba más nervioso que yo, era de esperarse. Siempre arrancaba con demasiada confianza pero sabía que al momento de ejecutar dudaba mucho. Nuestra primera preocupación era una parada a mitad de camino. Viajamos de noche y sin luces en el interior, pero de todos modos alguien pudo haber visto la maniobra de descarte sobre aquel asiento vacío, y eso también nos preocupaba. Al rato de andar hacía el sur de la provincia llegó el momento de frenar y someternos a el control. Lalo, de tanta inquietud, dormía sin consuelo. Yo, simulaba, esas cervezas y las dos melatonina no surtieron ni un poco de efecto. Los oficiales subieron, hicieron su tarea correspondiente y bajaron sin altercado alguno. Anduvimos unas horas más y arrimamos a la terminal de Cipolletti. El viaje había comenzado doce horas antes, con esos envases marrones de etiqueta celestial que burbujeaban en el estomago. Tomamos nuestros bolsos y la cuestión (más tarde apodada como “el enano en mi pantalón”) que viajaba privilegiadamente en un asiento vacío. Nos había ido a buscar el hermano de Lalo. No lo conocía, pero se lo veía amable, sin mucha vuelta, era algo pelado y retacón. Subimos al auto. Un puente separaba una provincia de la otra, y hacía allá íbamos. La primera impresión de ese pueblo de narices anchas y cueros lampiños fue una tremenda rubia manejando un VolksWagen. Sólo se la podía ver de auto a auto, pero la excitación que me generó fue tal, como para bajarse, subirse a su coche acondicionado y secuestrarla. Nadar por lo más profundo de sus orgasmos y mamar de sus pechos como un niño en su periodo de lactancia. Pero no fue más que una impresión, puso la luz de giro, dobló y se perdió entre las calle de ese pueblo pacato, árido… Cruzamos el puente. Entre idas y venidas de recién llegados encontramos un almacén. Compramos algunas cervezas, algo para picar y salimos a caminar por la cuidad. Estábamos en Neuquén. Ni Lalo ni yo habíamos ido antes, si su hermano morrudito que vivía ahí hacía unos meses. Él era el encargado de llevarnos hacía el otro lado. El gordito retacón era una especie de GPS, nosotros dos NN en una cuidad por explorar, dos niños en Disneylandia. Pero el enano en el pantalón seguía siendo un problema y también era la principal causa por la que nos encontrábamos ahí. Era demasiado como para estar solo en un bolsillo, era como dormir con el diablo. Pero estábamos tranquilos, no teníamos ni una causa penal, ni
un problema con la ley, y (ya) las cervezas se iban almacenando en el cráneo. Estábamos relajados. Compramos unas botellas más y fuimos al departamento del gordito. En la puerta de entrada, la creación divina. Ni muy flaca, ni un poco rellena. Un culo perfecto. No era ni una manzanita, ni tampoco desbordaba esas calzas entalladas a la perfección. Tenía una carita tan hermosa que solo se podía pensar en dormir a su lado, levantarse, contemplar y volver a dormir. Sin duda mis ojos no podían lidiar con lo que estaban viendo. Pero volvió a ser solo una impresión. Tomó el ascensor y desapareció. Subimos dos pisos por escaleras y entramos. Había algo que me hablaba, no sé si salía de mi bolsillo o qué, pero algo me decía que me iba a volver a topar con esa maravilla humana, esa carne con hueso, piel y sensación. Antes de cruzar hacia el otro lado lo más conveniente era renovar la VTV para no tener problemas en la ruta con los polizontes andinos. Encontramos el lugar, no había demasiada cola, aparentaba ser un trámite rápido y sencillo. Pero hacía demasiado calor, parecía que en esa cuidad el sol rebotaba sobre el asfalto y te bofeteaba constantemente. Para suerte o desgracia (nuestra) había una especie de restaurant al lado. Era demasiado grande, pero vacío y sin empleados a la vista. El lugar era patético, deprimente. Todo pintado de un color naranja tristeza, un color, que ni yo ni nadie, había visto antes. Había un mozo de alrededor unos sesenta y pico de años. Lalo se asomó y alcanzo a ver que solo tenían cuatro botellas de cerveza fría. Entre amable y consumido por calor agobiante, le robamos una sonrisa. Tomamos una, tomamos las cuatro (cervezas). Entre vasos y con sigilo de serpiente en el desierto, se nos acercó a hablar el dueño del bolichito. Nos contó sobre tooodos sus negocios, acá y allá…. Entre sus jeans clásicos, sus zapatos de charol rojos combinados con la camisa y cinturón, nos preguntamos con el Lalo: ¿Hasta dónde llega la credibilidad de una persona? Con su color naranja tristeza y sus sesenta y pico años de aburrimiento, “La taba” nos dio la primera señal de que algo estaba por despertar. La incertidumbre floraba en el aire, rebotaba como el calor en el asfalto. Volvimos al departamento. No me podía sacar a esa maravilla humana de mi cabeza. Al día siguiente debíamos partir hacia el otro lado y entregar el enano que ya se había fundido en mi pantalón. Lalo figuraba en otro plano, en offside, estaba más cerca del tango que del punk-rock. Cuando entramos por primera vez yo ya estaba borracho, pero me acordaba… Había apretado el botón número 7, así que esa diosa terrícola debía estar posando su estimulante anatomía en algún departamento del séptimo piso. Tomé el ascensor y me aventuré cinco pisos más arriba. Se escuchaba una música, había un olor muy particular. Olía a la receta perfecta con el ingrediente ideal. Simplemente erra ella y
estaba detrás de una puerta con una estúpida B colgando en el medio. Toqué timbre y me abrió…. - “Hola, te te te vi cuando entrabamos y la verdad que que….” -“Si, yo también te vi, con el chico del segundo!! Vení pasa.” -“¿Queres tomar algo? Tengo buen vino.” Por supuesto, y aun que ya estaba borracho, conteste que sí. Tomamos varias copas, hablamos de nuestras historias de vida, aun que poco me interesaban. Yo sentía que el enano en mi pantalón ya se había transformado en demonio, me quemaba. Me estaba debatiendo entre vomitar o cojerla desenfrenadamente, me excitaba demasiado. Nos servimos una copa más, y después otra y después otra y después... Al rato me desperté con un par de cachetazos y una luz en la cara. Había policías adentro del departamento. No recuerdo nada, solo que caí muerto sobre el sillón. La resaca se me había pegado al cerebro y el cerebro se me había pegado al cráneo. No podía ni pensar. Ella lagrimeaba en estado de shock y les relataba a los oficiales todo lo que había pasado: Que yo me había emborrachado y quede tendido sobre el sillón. Que de repente salió un enano enfurecido de mi pantalón, una personita de solo algunos centímetros. Que apuntó directo a su vagina, se metió y se movió vigorosamente hasta hacerla llorar. Tomo el último trago de vino, vomitó antes de subir al ascensor y se fue. Ella se disputaba entre su cara de trance panicoso y su cuerpo en pleno estado de éxtasis. Yo terminé en la seccional Nº9 de Neuquén. El enano de mi pantalón nunca llegó al otro lado de la frontera. Tampoco esa maravilla humana levantó cargos contra mí, sostuvo que una personita se metió en lo más profundo de su vagina, que vomitó y se fue. En cuanto a mí, me mandaron de vuelta a la costa. Esta vez sin ningún enano y manteniendo mis antecedentes penales totalmente limpios.