El Librero
Cristina Galli
El Librero
Galli, Cristina El librero. - 1a ed. - Buenos Aires : Milá, 2010. 102 p. ; 20x14 cm. - (Escrituras) ISBN 978-987-647-023-0 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 11/08/2010
Diseño de tapa: Marcelo Gómez Gerbi Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio o método, sin autorización previa de los autores.
IMPRESO EN ARGENTINA –2013 Editorial: Milá SBN: 978-987-647-023-0
Primera edición: agosto de 2010 Segunda edición: febrero de 2011 Tercera edición: julio de 2013 Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editorial Martin sitos en calle Catamarca 3002 de la ciudad de Mar del Plata, en junio de 2013
A la memoria de: Laly Alexenicer, mi madre: por las historias que me cont贸. Leon Lask: por la fortaleza de sobrevivir. Jos茅 Tarzys: por ser librero de alma y oficio.
Prólogo Por Moshé Korin*
No hace tanto, hubo una época en la cual las librerías eran sitios de culto y los libreros eran considerados guardianes especialistas de un preciado tesoro: los libros. El librero era una figura del barrio, vehículo prínceps de la transmisión de esas preciadas perlas que son los textos. Oficio que requería una exquisita erudición, sólo capaz de ser llevada adelante por el conocimiento y la pasión. No se trata de un pasado muy lejano, tan sólo unas décadas, pero el tiempo pasó muy rápido, la tecnología avanzó arrasadora, la velocidad del día a día exigió que la inmediatez primara por sobre el deleite del recorrer las páginas de un libro. Estas líneas arriba escritas, son una pequeñísima rememoración de una época en que he vivido embelesado por los libros, y del vertiginoso tránsito a otro momento del cual, a veces, no nos percatamos. Fue este sentimiento el primero que vino a mí al leer “El librero” de Cristina Galli. No ha sido el único, pues esta breve novela, ofrece un riquísimo abanico de emociones desde las cuales convocar a los lectores. Quien escribe en primera persona es Diego, un joven de apenas trece años, que relata momentos de su primera adolescencia, que quedaron entrelazados por siempre con don Marcos, el librero. * Director del Departamento de Cultura de AMIA 7
Poco a poco, el pequeño guiado por una íntima pasión por la lectura, va adentrándose en el mundo de Marcos, quien a través de libros que va obsequiándole, de las conversaciones mantenidas en un bar, va hallándose él mismo con su pasado, con su desaparecido pueblito polaco, con su inmigración a la Argentina antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, con su enamoramiento por los libros y por una mujer, al tiempo que va aconsejando, escuchando y guiando a Diego. Dos generaciones se encuentran. La novela es un devenir pausado; el mundo del joven y la vida pasada y actual de don Marcos van sucediéndose. El lazo se hace cada vez más fuerte, más sólido entre ambos. El librero comienza a escribirle cartas en las que relata su soledad, la pérdida de la esperanza de que el resto de su familia pudiera reunírsele en la Argentina: el silencio de vidas arrebatadas. Por medio de conversaciones, cartas y poemas, la amistad intergeneracional se va construyendo poco a poco. El relato, toma un giro imprevisto cuando inducido por las charlas mantenidas con don Marcos, el niño descubre que su origen es judío. La pluma de Galli describe la conmoción del joven frente a ese hallazgo silenciado por su familia. De la mano de Marcos, emprende entonces una búsqueda personal de sus raíces. No creo equivocarme al afirmar que ambos protagonistas de esta novela representan, vehiculizan, un elemento trascendente: la memoria. Ambos, encontrando al otro, hallan su propia memoria, la posibilidad de darle sentido, de reconstruirla o de construirla como en el caso de Diego. Ambos se eslabonan. El final, posee la potencia de una palabra escrita desde lo más profundo para ser legada a otros. La última página es una carta y en ella, la referencia a la memoria es explícita, su evocación subjetiva y particular, recorre tácita pero firmemente cada página 8
como una invitación a lo más íntimo del lector. Cristina Galli es escritora y pintora. Creo que se trata de esos artistas que saben que la división de las diferentes ramas del arte, es arbitraria a la hora de privilegiar la expresión de emociones humanas, por ello buscan combinar, pluralizar las técnicas, los géneros, los estilos. En otras palabras, realizar una mixtura para lograr el objetivo de la expresión de aquello que desea transmitirse. Como prueba de ello, disfrutamos en esta novela la composición del más puro género narrativo entramado con poemas, cartas y hasta fragmentos del Diario de Anna Frank. Lo cual no sólo proporciona dinamismo al texto, atestiguando la versatilidad de la pluma de la autora, sino que, además, nos brinda una multiplicidad de vías expresivas por las cuales nos llegan los mundos subjetivos de los protagonistas. Por otro lado, cabe resaltar que las ilustraciones pertenecientes a Adrián Levy no meramente “ilustran” el texto, sino que se componen con él, denotando que ambos artistas han hecho una labor mancomunada para lograr una complementariedad productiva. Celebro la presente publicación en su valor literario, en su aspecto reflexivo sobre la identidad, y en el homenaje a la memoria.
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ue durante los primeros días de clase. Volvía caminando del cumpleaños de Pedro para mi casa. Hacía mucho calor. Me detuve para comprar un refresco y el librero, como lo llamaban en el barrio, estaba allí, vestido con un pantalón de franela gris y un saco de gabardina negra medio desteñido. Fue la primera vez que me detuve a mirarlo. Posiblemente, me llamó la atención por la vestimenta tan inapropiada. Transcurrió poco tiempo desde ese momento hasta la tarde en que entré a conocer su librería. Lo encontraba siempre comprando pastillas de menta. Me saludaba; a veces, yo le preguntaba la hora para ver su antiguo reloj, y luego se dirigía a su negocio que estaba al lado del kiosco. Yo pasaba diariamente caminando por su librería, pero nunca se me había ocurrido mirar hacia adentro porque me daba la sensación de ser un lugar casi abandonado. Un día me habló: me preguntó dónde estudiaba y si me gustaba leer. No recuerdo muy bien aquella conversación, sólo sé que poco después me descubrí en un lugar antiguo e inmenso, oscuro, con los libros llenos de polvo. Aún tengo intacta en mi memoria esa primera impresión al entrar. Don Marcos, el librero, me invitó a conocer su negocio. Me guió caminando lentamente hasta el fondo del local, después buscó la llave de la luz para encender el último tramo de nuestro recorrido. Fue increíble ver tantos libros juntos. Había más volúmenes en ese sector de la librería que en las antiguas bibliotecas de madera oscura que recorrían el salón. Con un ademán me invitó a tomar 13
asiento en una silla. Después, se desmoronó en el viejo sillón de cuero negro, detrás de un escritorio también de madera oscura. Recuerdo que me llamó la atención porque tenía tres cajones finamente trabajados con motivos de hojas y flores. Don Marcos interrumpió mi observación diciendo: –Parece que te gusta mi escritorio. –Si –respondí tímidamente. –Es que es muy antiguo y vos estás acostumbrado a los muebles modernos. De inmediato, el pupitre de mi escuela ocupó un lugar de privilegio en mi memoria: recordé que estaba en buen estado porque acababan de comenzar las clases, y hacia fines del año anterior nos habían hecho limpiar los bancos. De pronto, el librero interrumpió nuevamente mis pensamientos, preguntándome: –A ver… ¿Qué te gustaría leer? –No sé... No tengo idea –musité, mientras miraba a mi alrededor sin salir del asombro al ver tanta cantidad de libros. *** Tenía trece años y estaba cursando primero. Era el último año en la escuela y el último, también, con mis compañeros. Habían trasladado a mi padre a Chile por trabajo. Nos muda-ríamos cuando terminaran las clases. A mí me gustaba leer, escribir y, además, tenía un oído fantástico para la música. Había comenzado con clases de piano en mi casa, y tocaba el órgano en el conjunto de la escuela. Recuerdo que los varones estábamos divididos en dos grupos: por un lado los más deportistas, todos altos y con buena predisposición para cualquier actividad deportiva. Los llamábamos "los fulbito", porque vivían hablando de los partidos y pateando la pelota. Cuando no tenían espacio, se ponían a jugar con una 14
pelotita de goma, que llamaban la saltarina, en cualquier lugar, a veces en los recreos, en el baño, y hasta en clase solía andar rebotando por los bancos. Ellos, a su vez, habían apodado al otro grupo como "los metálicos", porque eran aficionados a esa música. Entre ellos se destacaba Pedro, que estudiaba batería, Rafael, que tocaba el bajo y Juan Manuel, que cantaba y tocaba la guitarra eléctrica. Tenían sus seguidores dentro del colegio. Además, había un pequeño grupo de chicos que no se identificaba con ninguno de los dos bandos principales y que tampoco formaba uno con características específicas, entre los que me encontraba yo que, a pesar de pertenecer al conjunto, no me sentía un “metálico” totalmente. Mis compañeros se pasaban el día hablando de música y de los temas nuevos, se sabían la vida y la historia de los grupos norteamericanos, ingleses y argentinos. A veces, en los recreos, se escondían para escuchar música con los auriculares. Las mujeres no estaban divididas. Algunas podían ser más deportistas que otras, o más aficionadas al estudio, pero la mayoría eran buenas alumnas y, según Pedro, muy aburridas; no hacían más que estudiar, escuchar música y coleccionar ositos. Mi amigo decía que le gustaban las más grandes. Además tenía aceptación con las mujeres: Clarita vivía suspirando por él, y ni la miraba. Miguel no opinaba como Pedro. Él estaba de novio con Mercedes desde séptimo. Les decían "los Eme", y siempre se referían a ellos de a dos, nunca en forma individual: "Invitamos a los Eme”; “Pedile el libro a los Eme”; “Formamos un equipo con los Eme”, etc. Yo les decía que habían perdido la identidad. Miguel me respondía que hablaba por envidia. Me reía, pero en el fondo reconocía que algo de verdad había en las palabras de "los Eme". 15
Rafael y Pedro eran mis mejores amigos. Pedro lo sigue siendo. En realidad me llevaba bien con la mayoría de mis compañeros. Ese verano habíamos ido a la casa de Juan Manuel a practicar con el grupo. Aporté ideas para nuevos temas, pero yo mismo decía que no me sentía un "metálico". Ahora entiendo por qué. *** Un 16 de abril, diez días después del cumpleaños de Pedro, entré por primera vez en su librería, y seguí yendo durante todo ese año. Lo recuerdo siempre de buen humor. Sólo durante el tiempo en que mis padres me impidieron ir, falté a la cita. Yo había cumplido los trece años y el librero tendría ¿setenta? ¿setenta y cinco? No sé. No era fácil descifrar su edad. Sólo reconstruyendo episodios de su vida podría saberlo. No me interesó. Tal vez por eso nunca supe la fecha de su cumpleaños. Era más bien petiso, robusto, un poco encorvado, canoso y con el pelo siempre peinado. Tenía la cara redonda con los pómulos rojizos, y usaba anteojos. Ese año don Marcos despertó en mí un mundo nuevo, un mundo que por momentos se convertía en una necesidad: la lectura. El primer libro que puso en mis manos fue la obra poética de Mario Benedetti. Recuerdo que me dijo: –Es para que la vayas leyendo de a poco. A la poesía hay que disfrutarla sin apuro. Más adelante podrás ir intercalándola con otros textos. A los pocos días me regaló una hermosa edición de “El Diario de Ana Frank” y me dijo: –Esta niña tenía tu edad. Es un obsequio; leélo cuando quieras. A veces leía él en voz alta. A veces leía yo. A veces leíamos los dos en voz baja. También hablábamos. Si, hablábamos mucho. Nuestras conversaciones solían ser interrumpidas por algunos 16
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clientes que entraban y un par de amigos que, infaliblemente, lo visitaban para hojear libros. Supe que había llegado a la Argentina desde Polonia, antes de la Segunda Guerra Mundial; que su tío lo había mandado a buscar. Un día me dijo: –Sabés, Diego…Vos te quejás de tus padres. Yo tengo un lejano recuerdo de los míos. Durante mucho tiempo traté de recordar la cara de mi madre. Pero mi infancia quedó reducida a una serie de episodios aislados que me esfuerzo por atrapar en la red de la memoria. Me repetía una y otra vez la historia de su vida. Su viaje en la bodega de un barco que lo trajo hasta América, donde conoció a españoles y a italianos que habían embarcado en el puerto de Génova. Su gusto por la música española, que había aprendido a amar después de haber hecho amistad con uno de sus compañeros de viaje, con quien intercambiaba anécdotas y costumbres de sus pueblos natales. Su llegada a la Argentina donde lo esperaba el tío. La promesa de su familia de que pronto se reuniría con él. Las cartas que al principio escribían sus padres y hermanos menores, y que eran respondidas puntualmente hasta que un día no supo nada más de ellos; después se enteraría de que habían muerto durante la invasión nazi. –Será por eso que me quedó la manía de escribir cartas. Tal vez todavía estoy esperando una respuesta –repetía. Y pensar que yo había construido una historia tan diferente sobre su vida. Algo había escuchado en el barrio y mucho imaginé: siempre creí que el librero procedía de una familia de nobles rusos venida a menos, y que por eso habían viajado a América. También pensé que habían vendido joyas de la familia para comprar la librería. Tal vez había dejado correr mi imaginación porque, cada vez que lo veía, sacaba un inmenso reloj de oro que llevaba en su bolsillo. Cuando comencé a frecuentar la librería yo solía pregun19
tarle la hora a propósito, para apreciarlo de cerca: enmarcadas en un círculo de flores delicadamente grabadas, resaltaban las iniciales. Al abrirse esa tapa se podían ver los números grandes de color negro sobre fondo blanco; en la base se apreciaba otro círculo que era el segundero. Siempre me detenía a observar las agujas, tan finitas que se ensanchaban hacia el final para luego volverse casi imperceptibles nuevamente. Un día me contó que se podía abrir de ambos lados. Entonces puso el reloj entre sus manos y abrió la tapa del lado contrario a las iniciales. Me explicó que era un portarretratos y que dejaba ver la parte de atrás del reloj que relucía maciza y dorada. No tenía fotos allí. Esa joya me parecía un viaje hacia lo misterioso, hacia el pasado. En una de nuestras charlas, me confesó que se lo había dado su padre al despedirse el día que se vino a la Argentina, y que le recomendó que lo conservara y que sólo en caso de extrema necesidad se desprendiera de él. Luego me aclaró que jamás vendería ese recuerdo por más necesitado que estuviera. Desde ese día entendí que ese reloj no sólo tenía un valor económico para el librero. *** El 7 de junio, día del cumpleaños de mi padre, hubo una reunión en casa. Vino el hermano de papá, tío Guillermo, mi tía, mi primo Santiago y la novia, Vanesa. Mi primo estaba estudiando Ciencias Económicas y la novia era aspirante a modelo profesional. Ella era antipática. Se creía una belleza porque había salido en una revista haciendo una publicidad. A mí me parecía muy artificial. Pedro y yo decíamos que lo único bueno que tenía era el cuerpo. Usaba los pantalones muy ajustados y remeras escotadas; el pelo parecía de plástico, siempre lacio y peinado y, según mi amigo, tenía cirugía en la nariz. Además, usaba tres 20
kilos de maquillaje y los labios pintados de rojo fuerte, por eso la llamábamos el surubí. Cenamos, entregamos los regalos, me aburrí escuchando las conversaciones que giraban en torno al éxito económico de mi tío, la carrera de mi primo que, según mi papá, ya era bastante grandecito para vivir todavía con los padres y sin trabajar, la moda y las posibilidades de Vanesa como modelo, tema favorito de la novia de mi primo y de mi tía Nelly. Mi mamá también intervenía y opinaba. Yo me aburría y como nadie me preguntaba nada, ni hablaba. Esa misma noche, cuando todos se fueron, papá me llamó y me dijo: –Diego, no quiero que vayas más a la librería. Si es necesario hablo con el librero. Estás descuidando tus otras obligaciones. Jamás te veo con Matemática o con las otras materias. La vida no es sólo literatura. Fue como si una descarga eléctrica hubiera caído sobre mí. Sólo alcancé a decir: –Pero, papá…No es lo único que hago. También voy al colegio, toco música, tengo amigos... –Sí, pero descuidás la tarea. Tu madre me dijo que ya le mandaron tres notas, dos de Matemática y una de Sociales. Si te interesa la lectura, libros no te van a faltar, pero primero tenés que cumplir con tus obligaciones. Mis padres no entendían. No eran sólo los libros. Era todo: su presencia, su conversación, su librería. Al principio, no pude convencerlos. Después, no quise oponerme a la decisión por temor a que empeoraran las cosas. Así fue como metí a Pedro en esto. Era un jueves y en la primera hora teníamos Ciencias Naturales, una de las materias en las que participaba; sin embargo, ese día no abrí la boca. Pedro lo había notado, porque cuando salimos al recreo me preguntó: –¿Qué te pasa hoy, estás dormido? 21
–No, más que dormido, estoy con rabia –le contesté. –¿Qué te pasó? –preguntó, sorprendido. Entonces, le conté que solía visitar la librería de don Marcos y disfrutaba hablando con él y leyendo libros, pero que habían suspendido mis salidas por descuidar las tareas. Pedro lo tomó con toda naturalidad y de inmediato se ofreció a ayudarme: –Mirá, si querés le digo a mi viejo que hable con los tuyos. Él conoce bien a don Marcos, siempre le vende libros. Mi viejo estaría feliz si yo fuera a leer. Pero, también a vos... ¿Cómo se te va a dar por la lectura? –No sé... Hace poco descubrí que me gusta. ¿Qué tiene de malo? –Nada. Pero hay cosas más divertidas. Ese domingo, Pedro me contó que se había encontrado a la mañana con don Marcos, en el café de la esquina de la librería. Entró, se acercó y le recordó que era el hijo del escribano Ricci y mi amigo, y a continuación le dijo: –Diego no va a poder ir por un tiempo a su librería porque el padre lo puso en penitencia... es que no anda bien en Matemática, y usted sabe... los padres son bastante estrictos y quieren que primero levante las notas y después se dedique a la lectura–y enseguida agregó sonriendo: –Todo lo contrario a mi viejo. –Entonces me podés hacer un favor. Venite a las cinco de la tarde acá mismo que te voy a entregar una carta y unos libros para que se los lleves a Diego –dijo el librero sin dudar. Pedro accedió al pedido. Es una de las cartas que siempre releo. Tal vez porque fue la primera que recibí de él y porque me contaba intimidades de su vida. Su letra era grande y pareja.
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Buenos Aires Querido Diego: Te envío esta carta por intermedio de Pedro. Sé que tus padres te sugirieron que no vinieras tanto a la librería, y creo que tienen razón: estás descuidando tus otras actividades. Tenés que estudiar las materias que no te gustan también. ¿Sabés, Diego? La vida tiene cosas extrañas. A veces me pregunto qué habrá sido lo que me impulsó a hablarte aquella tarde. Pero quizás lo más interesante de los misterios es que no tienen explicación. Lo importante es que descubriste un gran mundo a través de los libros, pero no debés olvidar tus obligaciones. Aunque te parezca anticuado, tenés que respetar a tus padres, a pesar de que a veces sientas que hacen cosas injustas. En fin, la vida tarde o temprano se encarga de poner las cosas en su lugar, a veces las vocaciones son difíciles de comprender. Por ahora, voy a aprovechar para escribirte. Quiero contarte algo que viene a mi memoria. Cuando llegué a la Argentina, mi primer contacto con el idioma fueron los libros. Ya te dije que mi tío tenía esta librería y que durante años trabajé con él. Bueno, conocí los libros como un recurso para no estar solo. A través de ellos aprendí el idioma. Aprendí a hablar y a entender a los demás. Al principio, mi tío, siempre de traje y de bigote espeso, leía a Pushkin en voz alta, después comenzó a leer escritores españoles; crecí con la poesía. Cuando mi tío falleció, mi prima se casó y se fue a vivir con su marido y con mi tía a Israel. Insistieron (y todavía mi prima Rosita lo hace) con que me fuera a vivir allá. Luego, murió mi tía, y mi prima dice que somos pocos y no deberíamos estar separados, ya que ellos tampoco tuvieron hijos. Rosita llama seguido porque no le gusta escribir; dice que en la era de las comunicaciones rápidas, no hay que perder tiempo. Yo no me quiero ir de acá, no podría estar lejos de la librería. A ellos les cuesta entenderlo; te imaginás… ¡Cómo voy a mudarme con tantos libros! Sería casi imposible, y después ¿en dónde los ubicaría? En fin...donde están mis libros, estoy yo. Así son las cosas. Como dice mi 25
prima, soy un fiel representante del “Pueblo del Libro”. Una vez que conocí el oficio de librero me quedé en este mismo lugar con la idea de no alejarme nunca. Aunque no sé por cuánto tiempo. Debe ser una de las construcciones más antiguas de la zona. Además, me beneficia una larga sucesión que tienen los dueños; mientras tanto, sigo estando. En este mismo sitio, años atrás, conocí mucha gente, hice amigos que aún conservo y me compran libros, y la encontré a Celia. Ella venía dos veces por semana para preguntar por las novedades. Hablábamos de nuestros escritores favoritos y, muchas veces, le regalaba un libro. Así nos pusimos de novios y al poco tiempo nos casamos. Fuimos muy felices juntos. Recordando esa etapa de mi vida, se me ocurrió enviarte los primeros libros que tuve en mis manos. Los dos de poesía me ayudaron a entender el idioma y a amarlo. Espero que te gusten. Siempre los disfrutábamos con Celia. Leelos después de cumplir con tus obligaciones. El de los peces fue, durante años, mi libro de cabecera. Me hacía sentir cerca del mar, cerca del pueblo donde nací y pasé mi infancia. ¿Sabés algo, Diego? Desde que estoy en este país, una sola vez volví al mar, cuando fui a Mar del Plata con mi prima y su familia. Me gustaría verlo nuevamente. Tal vez algún día. También te mando la primera poesía que escribí cuando me sentí seguro con el idioma. Es un tema del que vamos a hablar más adelante. Es difícil pensar en un idioma y tratar de expresarse en otro; algo así me pasó los primeros años. Dudé antes de enviártela porque es un poco triste; aunque no la entiendas ahora, algún día lo harás y, por otra parte, creo que es el momento oportuno para que la leas, así valorás lo importante que es tener una familia. QUISIERA Sólo quisiera tener cinco minutos para arrancar del silencio a mis antepasados y poder preguntarles a mis padres por tantos instantes que permanecieron huecos. 26
Es la memoria que agranda las dudas de los muchos silencios irresueltos, que se quedaron mudos para siempre, por los ovillos suicidas del tiempo. Sólo quisiera tener cinco minutos para abrazarlos y volver a verlos, escuchar la voz, las sonrisas, y después… después todo sería más fácil. Marcos Fidelman Nunca fechaba sus cartas. En esa época, comprendí que su ilusión de escribir cartas que fuesen respondidas se había convertido en una realidad. Creo que don Marcos disfrutó del corto período en que mantuvimos correspondencia por intermedio de Pedro. Ahora siento que tal vez, él no hubiera cambiado esa situación. Seguramente, quería escribir para que yo le contestara. Con los años, comprendí también que el librero quizás, necesitara repetir una y otra vez esa rutina, como un intento por cambiar el pasado. Los libros que me había enviado con Pedro eran dos antologías de poesía: una de García Lorca y la otra de Antonio Machado. También me había mandado uno titulado "Guía de los Peces de Mar", que contenía un extenso repertorio de peces con ilustraciones a color. Durante los días que estuve sin ver a don Marcos, me interesé más por el libro de peces que por las antologías. Recuerdo que al final contenía un "Repertorio de Nombres Populares" que incluía una extensa lista de las especies en castellano, catalán, vasco, portugués, francés, italiano y alemán. Cuando tuve el libro en mis manos, supe que no iba a ser uno más y que no olvidaría los nombres que allí estaban escritos. Fue durante esa época 27
que aprendí el nombre de muchas especies como el Arenque, Tiburón boreal, Pez Ángel, Congrio, Salmonete de Roca, Besugo del Norte. Sabía más de cincuenta de memoria, y algunos de ellos en otros idiomas. Fue uno de los tantos temas que tuvimos en común con el librero. A pesar de mi edad, yo había estado pocas veces en el mar, y mi imaginación siempre andaba por playas de arenas doradas con mares espumosos y olas inmensas, que dejaban entrever peces multicolores. Todavía me sigo preguntando por qué me habrá enviado aquel libro si yo no le había dicho cuánto me gustaba todo lo relacionado con el mar. Creo que esta fue una de las tantas cosas sin respuesta que formaron parte de nuestra amistad. Bs. As, 19 de junio Querido Marcos: Recibí tus libros y leí tu poesía; me gustó mucho. (No sabía que escribías). Tal vez yo no la sienta tan triste como vos. También comencé a leer algunos poemas de las antologías que me mandaste, pero lo que más me atrapó fue la guía de peces. ¿Cómo adivinaste que me gustaban? No sabía que habías nacido cerca del mar. Mi abuela era genovesa y desde chico la escuché hablar del puerto, de las playas y de los frutos marinos. Te parecerá increíble, pero estuve pocas veces en el mar. Me decís en la carta que te gustaría volver a verlo. Confío en que cuando nos mudemos a Valparaíso, puedas venir a visitarme. Dicen que allí hay lindas playas. Por ahora, voy a aprovechar para ponerme al día con las tareas atrasadas y para hacer "buena letra" en Matemática y Sociales… ¡ Qué tortura! Mientras tanto, te envío estas líneas por intermedio de Pedro. Te cuento que estoy memorizando el apéndice con los nombres de las especies y que, tal vez el sábado a la noche vaya a bailar. Hasta la próxima. Diego Ferello 28
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Durante el tiempo que estuve estudiando para levantar las notas, fui al colegio por otro camino, no quería tentarme y entrar en la librería. Sin embargo, las semanas pasaron rápido. Empecé a leer los libros que me había mandado, pero después de esforzarme en las materias. Debo reconocer que visitar seguido a Pedro me ayudó. Él era bastante bueno en Matemática y tenía toda la carpeta al día. Intercambiábamos favores, porque yo lo ayudaba en Lengua; hasta le contaba los argumentos de los libros de lectura obligatoria, porque decía que no se podía concentrar. Por eso, estaba media hora con cada página. Los padres de mi amigo eran muy comprensivos. Pedro tenía dos hermanos más, uno estudiando en la facultad y el otro en quinto. La madre trabajaba con el padre. El abuelo materno, don Benito, los visitaba seguido; siempre estaba ayudando en la casa. Además, tenían una perra llamada "Leidy". Los perros me gustaban muchísimo, pero no podíamos tenerlos en casa porque a papá le daba alergia el pelo de animal. Recuerdo que la casa de mi amigo era muy alegre. El hermano mayor estudiaba en su habitación y por las tardes, iba la novia a visitarlo. El más chico solía invitar a algún compañero después del colegio. Pedro y yo entrábamos y salíamos con diferentes excusas. Muchas veces la madre nos mandaba con la perra a hacer compras por el barrio. Decía que yo era una buena influencia, porque Pedro solo se hipnotizaba todo el día frente al televisor o a la computadora. A veces nos quedábamos en el patio. Tenía una inmensa rampa un poco desarmada, que subíamos con las bicis o los skates. Al atardecer, cuando regresaba a mi casa, sentía que era un lugar demasiado serio y que me hubiera gustado tener un hermano. Años atrás, cuando solía mencionárselo a mamá, ella me contestaba que se habían casado muy grandes y que no podía tener más hijos. Además, extrañaba a mi abuela. Mi casa se ha31
bía entristecido con su muerte. Fue la única abuela que conocí y, mientras vivió con nosotros, solía convencer a papá cuando no me daba permiso para algo. Sin ella no me quedaron aliados dentro de la familia. En esos días estaba con muchos proyectos: quería ir a bailar, quería terminar de leer los libros que don Marcos me había mandado, quería hablar con mis padres, quería estudiar Matemática para la evaluación y seguir practicando con el grupo de música nuevas canciones. Quería tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Así que un poco me dejé llevar por las circunstancias y por Pedro, que me decía: –Aprovechá y vení a bailar. Ya te dijeron que no te pases las tardes en la librería; ahora no te van a impedir salir, menos un sábado, y no creo que hagan problema por el horario. Me acuerdo de esas semanas por varios motivos. No sólo porque no frecuentaba la librería ni veía a don Marcos, sino porque coincidió con la época en que empezamos a interesarnos por ir a bailar en grupo. Pedro parecía mucho mayor que nosotros. Era altísimo, tenía pelos en la cara y cada pierna de él era el doble de las nuestras. Jugaba al rugby y tenía mucha fuerza. El hermano mayor decía que si queríamos conocer chicas, lo lleváramos a él porque siempre arrastraba mujeres. Yo era su amigo desde los seis años y nunca se me había ocurrido pensar en eso. Que tenía éxito con las mujeres, era sabido por todos, incluso con chicas más grandes. Pero, como decía su hermano, sólo era grande de cuerpo, porque cuando abría la boca todos se daban cuenta de la edad. Mis compañeros iban a bailes en la escuela que organizaban los mayores, que siempre estaban juntando dinero para algo. El hermano de Juan Manuel y la hermana de José eran los organizadores. No había muchos chicos de nuestra edad, la mayoría eran más grandes. Usaban el gimnasio, que era inmenso. Insta32
laban luces, mesas y hasta improvisaban una gran barra. Sólo se vendían gaseosas y jugos, pero nosotros sabíamos que había chicos de segundo y tercer año que llevaban cerveza. Era el tercer sábado que iban a bailar, pero para mí y algunas chicas era la primera noche del año. A las ocho y media me tenía que encontrar con Pedro. De allí partíamos con Juan Manuel, José y el padre que nos llevaba. A las nueve y media estábamos en la escuela. A las diez menos veinte, de impecables jeans y camperas de colores con bufandas, aparecieron Marcela y Clarita. Parecían mellizas: el mismo color de pelo, la misma altura, las dos con atuendos muy parecidos. Entramos, y estaba todo a media luz. Nos sentamos en una mesa cerca de la pista, pero la mayoría de los chicos y las chicas estaban parados, como a la salida del colegio: todos de pie en las esquinas. A mí no me gustaba meterme en esa masa humana. Pedro me decía que vivía a contramano. Finalmente, quedé solo porque él y Juan se perdieron entre los demás. Yo no quise ir, preferí mirar desde mi lugar: había mucha gente, algunos chicos fumaban e incluso tomaban cerveza. Al rato se acercaron Marcela y Clarita. Esta última me preguntó: –¿Qué haces, Diego? ¿Por qué no vas a la barra, como los demás? –Porque no me gusta. Debo ser un poco claustrofóbico. –Yo también –dijo Marcela–. Además, en la barra hay chicos grandes. Sentí que en las palabras de Marcela había cierto temor, entonces la saqué a bailar. Bailamos casi una hora. Al principio, Clarita se acercaba cada tanto para no quedarse sola. Después, Pedro, Juan y dos compañeras de otra división quedaron en la mesa que yo había dejado. Estuvimos juntos toda la noche. En un momento, nos fuimos bailando hacia un costado de la pista y, casi sin proponérmelo, me encontré besándola. Noté que 33
sus labios estaban tibios y temblorosos. Aceptó sin ninguna resistencia que la abrazara. Creo que los dos hubiéramos deseado prolongar ese momento. No sé cuánto habrá durado el beso, un segundo, tal vez un minuto. Había poca luz y ambos cerramos los ojos. Cuando los abrimos, estaba Clarita a nuestro lado; Marcela se veía nerviosa. Se fue con su amiga al baño. Ni bien regresaron, se nos unió Pedro, Juan Manuel y dos chicas del B. Charlaban a los gritos. Enseguida se hizo la hora de volver y salimos todos juntos a la calle. Marcela se pegó a su amiga y subieron al auto de los padres de Clarita. Yo me fui con Pedro y me quedé a dormir en su casa. Cuando estuvimos solos, me preguntó si me había arreglado con Marcela. Le contesté que no pensaba hacerlo. Pedro, que no tenía intenciones de irse a la cama, se sentó en la silla muy despacio, como para no hacer ruido e insistió, abriendo desmesuradamente los ojos: –Pero Diego, no entiendo... ¿No te morías por Marcela? ¿Qué estás esperando? Le respondí con mucha seguridad: –Morirme por Marcela es un poco exagerado. Me gusta, sí. Pero no es para tanto. Que le dé un beso no significa que me vaya a casar con ella. –¡Ya lo sé, justo a mí me vas a venir con taradeces! –contestó mi amigo, con ese aire de sabelotodo que tenía cuando se agrandaba. Durante la semana, en el colegio, Marcela se sentó junto a Clarita y no paraban de charlar. La de Matemática las separó y dijo que las mujeres estaban más desconcentradas que los varones. Ese fin de semana, las chicas anunciaron que no las dejaban ir más a las fiestas de la escuela. Marcela dijo que ella no iba porque con la música tan alta no se podía hablar. De inmediato, nos enteramos de que algunas compañeras contaron en sus casas que habían visto a Matías y a Rafa tomando cerveza y fumando. 34
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Ellos lo negaron. Durante varios días los varones y las mujeres estuvieron enfrentados. Ellas decían que no habían hablado; y los acusados se defendían argumentando que eran unas mentirosas, que habían inventado lo de la cerveza y el cigarrillo porque no las habían mirado en toda la noche y, para completarla, habían sacado a bailar a las del B. Pedro, que era una especie de árbitro, quiso poner fin a la situación. Improvisó un verdadero discurso que pronunció entre todos los compañeros. Dijo: –Bueno, basta. No van a seguirla hasta fin de año. Nadie es tan inocente. Yo no los vi tomando cerveza ni fumando. Las chicas tienen mucha imaginación y también, estaban furiosas porque se clavaron toda la noche. La verdad es que de algún lado salió la versión. Como no vamos a poder probar nada, no discutan más. Para lo único que sirvió esto es para que a ellas no las dejen salir a bailar. Así que vayan pensando en organizar fiestas en las casas y, en lo posible, sin los viejos. Y esto se lo digo a las mujeres, que son las que tienen problemas, porque nosotros pensamos seguir yendo también a las del colegio. Las palabras de mi amigo fueron escuchadas por la mayoría. Entonces se aquietaron un poco las discusiones, y comenzaron a buscar casas para organizar bailes. A las mujeres la situación no les resultó tan fácil, porque tenían que arreglar la versión que habían hecho correr. Finalmente, Clarita organizó la primera fiesta, porque había convencido a los padres de que la cerveza y el cigarrillo habían sido un malentendido. A la distancia, siento que tal vez, en el fondo, teníamos un poco de miedo de enfrentarnos a un mundo nuevo, un mundo más adulto. Recuerdo que, ese año, me duró poco el entusiasmo por los bailes. Por otro lado, Marcela nunca se volvió a comportar conmigo como aquella noche en la fiesta de la escuela. En las reuniones que organizamos, que en total fueron tres porque 37
después nos aburrimos, siempre estaba conversando con sus amigas. El beso quedó en el pasado, y hasta me dio la sensación de que ella quería evitarme. De las fiestas del colegio me cansé; sin embargo, algunos compañeros se juntaban también para ir a la matiné de la discoteca de moda. Mamá decía que yo no tenía continuidad en mis actividades, que me aburría de todo, menos de la lectura y de la música. Tal vez fuera por eso que, cuando comprobaron que había mejorado el concepto en las materias y que hacía las tareas puntualmente, me levantaron la penitencia antes de tiempo. El señor Ricci, que era un lector apasionado, ayudó en la decisión. Le dijo a papá que él sería el hombre más feliz del mundo si su hijo leyera, ya que a nadie de su familia le interesaba la lectura. Agregó que, gracias a libreros como don Marcos, él y mucha gente todavía podían disfrutar de la lectura. Reanudé los encuentros en la vieja librería. Me habían puesto la condición de cumplir primero con mis obligaciones: estudiar, ir al dentista, clases de piano los jueves y, una vez por semana, natación. Mamá siempre decía que era necesario que hiciera más actividad física, que con el estirón había quedado muy flaco. Tenía que sacar pecho y engordar, porque con la cara tan delgada sólo se me veía la nariz. Por otro lado, los lunes y miércoles salía del colegio a las cuatro y media, y después me iba a lo de Pedro a ensayar con el grupo. Así estaban las cosas cuando comencé a visitar nuevamente al librero: martes y viernes almorzaba en casa, estudiaba, y a las cuatro de la tarde salía caminando para la librería. A veces, él ponía un cartelito en la puerta avisando que nos encontrábamos en el café de la esquina, donde resaltaba un papel blanco con letras rojas en la vidriera que decía “ PROMOCION: café con leche y tres medialunas". Allí, charlábamos y leíamos. Solíamos sentarnos cerca de la ventana, en una pequeña mesa que 38
estaba contra la pared. Don Marcos me dejaba dos medialunas, el café con leche, y se comía otra medialuna con café negro sin azúcar. El dueño del lugar era amigo del librero y no le cobraba el otro café. Cinco y media, seis, cuando empezaba a oscurecer, nos despedíamos. Lunes, miércoles y jueves la situación se complicaba un poco porque quedaba libre alrededor de las siete. A esa hora en invierno estaba oscuro y hacía mucho frío. Prefería encontrarme con él los sábados, después de almorzar. Pedro iba a rugby los sábados a la mañana y volvía después del mediodía. A la tardecita, cuando empezaba el movimiento, yo me iba para su casa y más tarde nos reuníamos allí con el grupo de música. Para mí, los sábados a la siesta eran especiales. Las calles estaban más tranquilas, no se veía a la gente correr. Los sábados tenían un sonido diferente. Por eso elegí ese día para ir a la librería. Además, casi no entraba gente y él solía hablarme de su pasado. Decía que su infancia y adolescencia estaban divididas entre el recuerdo de su Polonia natal junto a sus padres y hermanos, y el de la Argentina junto a sus tíos y su prima Rosita, apenas dos años menor que él, con quien había compartido muchos momentos felices de su vida. Sus tíos lo quisieron como a un hijo. Yo lo escuchaba y me parecía increíble estar frente a una persona cuya niñez había transcurrido en un lugar tan remoto y diferente; además, me resultaba difícil entender cómo había podido viajar solo, en aquella época, para empezar una vida tan lejos de sus padres. *** Fue uno de esos sábados cuando descubrí que el librero tenía problemas de dinero. Nunca había reparado en ello, porque no hablábamos del tema y cada tanto me decía: "Hoy me visitó un cliente y tengo que buscarle un par de libros". Sin embargo, ese 39
día comentó que estaba esperando una llamada. Sonó el teléfono y cuando terminó de hablar, anunció nervioso: –¡Qué barbaridad! ¿Por qué no avisó antes que no iba a tener el dinero para comprar los libros? ¿Y ahora…yo qué hago? Era la primera vez que lo veía preocupado, apartado del entusiasmo que le producían los libros y las charlas. Le pregunté si pasaba algo y me contestó que se había quedado sin una venta, justo en ese momento que estaba atrasado con el alquiler, los impuestos y los servicios. Esa tarde entró uno de sus amigos y se pusieron a conversar. Don Marcos estaba sentado y lo invitó a hacer lo mismo, del otro lado del escritorio. Yo me quedé hojeando unos libros de Historia Universal con fotos que me encantaban. De pronto, don Marcos se recostó en el viejo sillón, puso sus manos en la nuca y mirando a su amigo, dijo en tono cansado: –Las cosas están difíciles. Lo que pasa es que nosotros, los libreros de antes, ya no cumplimos una función. Ahora buscan los libros por computadora y cualquiera puede estar al frente de un negocio. –No digas eso, Marcos –le contestó el amigo– yo todavía sigo necesitando alguien que me aconseje. ¿Cómo habría comprado esas ediciones tan lindas del “Midrash” y el “Talmud”? ¿Cómo hubiese disfrutado de la poesía de Miguel Hernández o de los relatos de Babel sin tu ayuda? ¿Y qué me decís de las recomendaciones que me hacés sobre nuevos autores? Es muy difícil encontrar a alguien como vos. Cuando uno va a alquilar una película es más común que te aconsejen, pero con los libros... No todos leen lo que venden. Ni saben de qué se trata. –Sí, Gregorio, pero cada vez son menos los interesados. Hasta mis clientes de la facultad son escasos. Por un lado, no sobra el dinero y, por el otro, con esto de la manía de fotocopiar, hay alumnos que jamás han tenido el libro original en las manos. 40
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Y lo peor es que tampoco lo valoran. No sé... a este paso tengo miedo de que el libro desaparezca. ¡Y ni hablar de las computadoras! En algunos casos ya se usan como sustituto del libro: aprietan una tecla y tienen la información. Después dicen que investigan. Para mí, ese extremo no va –concluyó. –No es para tanto, Marcos. Hay enciclopedias que vienen en CD, pero es algo muy específico. Una novela o una poesía van a seguir necesitando el libro de papel. Hay hábitos que no van a cambiar –dijo el amigo con tono optimista. –Sí, pero además las editoriales tienen otra modalidad; ya no es como antes, que uno conocía al distribuidor y te fiaba. Ahora prefieren vender en shoppings y en supermercados. Todo es diferente, empezando por los lectores –insistió. *** Fue así como me enteré de que don Marcos tenía problemas de dinero. Por un momento recordé el viejo reloj de oro, pero ni se me ocurrió mencionarlo. Él solía restarle importancia al alquiler, diciendo que se sentía un inquilino perpetuo de las nubes. En realidad, su librería era distinta a las demás. La gente que entraba ya lo conocía y sabía lo que iba a comprar, y algunos pagaban los libros en cuotas. Me contaba que sus clientes eran muy especiales y que, a pesar de la cantidad de libros que tenía, había muchos que le faltaban porque las editoriales no los dejaban en consignación, y él no estaba en condiciones de pagarlos. De todos modos, confesaba que eso no era lo que más le preocupaba. Después, aclaraba que si alguien buscaba una edición especial de La Divina Comedia, de la Vita Nuova o de El Decamerón, libros sobre la inmigración judía, o trabajos de investigación sobre literatura publicados en revistas especializadas, sabía que los iba a encontrar en su librería. Yo no entendía demasiado a qué diferentes clientes se refería, y qué tan distintos 43
podían ser los libros; lo que sí percibía era que le resultaba muy difícil mantenerse. Debe de haber sido ese mismo sábado que se lo conté a Pedro, mi amigo. Se lo dijo a su padre y este nos confesó que don Marcos era muy desordenado con el dinero, que se preocupaba una vez al mes, cuando debía pagar sus cuentas. Entonces, trataba de cobrar todas las cuotas pendientes de los libros vendidos. También nos contó que tenía un cliente que era profesor de una universidad en Estados Unidos, que le compraba muchos libros, le escribía de vez en cuando y le giraba dólares. –Pero esta vez no va a poder pagar sus deudas porque contaba con el dinero de una venta que, a último momento, no se concretó –dije. -Bueno... De algún lado va a sacar la plata. No sean dramáticos–contestó Pedro. La primera idea se le ocurrió a mi amigo ese miércoles, en la biblioteca del colegio, cuando anunciaron que iban a inaugurar una nueva sala de lectura. De pronto, me miró y dijo con entusiasmo: –Diego, ¿viste la cantidad de libros que hay acá del Martín Fierro? En casa tenemos uno grande, con tapas de cuero. Ahora que vamos a tener una biblioteca importante, vos, que sabés de libros, le podés sugerir a la de Lengua que entre todos pongamos un poco de plata y le compremos uno como el mío al librero. Es un ejemplar caro. Así le solucionamos el problema sin que se entere. Le hicimos la propuesta a la profesora de Lengua, a quien le pareció interesante. Sugirió que empezáramos a juntar el dinero más adelante, para hacer coincidir la compra con el día de la tradición. Esa alternativa no nos servía. Sabía que don Marcos necesitaba el dinero lo más pronto posible. Además, estaban por empezar las vacaciones de invierno, y teníamos que apro44
vechar el tiempo libre. A pesar de todo, la idea de Pedro seguía siendo buena. Había que encontrar la forma de colaborar con don Marcos sin que se diera cuenta. Él nunca aceptaría nuestra ayuda económica. En realidad, nunca supe realmente por qué mi amigo me apoyaba en todo lo que tuviera relación con el librero. Me imagino que tal vez lo hacía porque el señor Ricci me decía que yo parecía su hijo, ya que me gustaba leer. Quizás, Pedro quería demostrarle a su padre que él también podía ser amigo de un librero. No sé. Lo cierto es que don Marcos solía repetir que ciertas personas nunca estaban conformes con lo que tenían. Y no se equivocaba: yo sentía que mi padre no me comprendía y que, de alguna manera, el padre de mi amigo sí me entendía. Sin embargo, me daba cuenta de que le costaba aceptar a su hijo tal como era. A Pedro no le gustaba leer, pero tenía talento para la música y muchas aptitudes para el deporte. Fue Pablo, el hermano mayor de Pedro, el que nos dio la solución: estaba estudiando psicología y quería comprar la obra completa de Freud, pero no la podía pagar de una sola vez. Nos sugirió que consiguiéramos la mitad del dinero de lo que salían los libros, él ponía la otra mitad y le compraba los textos al librero. Al mes siguiente, nos devolvía el importe a nosotros. Para dos chicos de trece años, conseguir dinero no era fácil, pero tampoco imposible. Creo que lo tomamos como una diversión. Imaginamos diferentes maneras de lograrlo, aunque ninguna nos conformaba. Pusimos a prueba nuestro ingenio. Tuvimos las ideas más locas y disparatadas. Pensamos en sacar las monedas de las fuentes de los shoppings y de las plazas y luego, devolverlas. Para nosotros eso no era robar, era simplemente tomar prestado por un tiempo. Pedro decía que la gente pedía tres deseos por cada moneda que tiraba y que si las juntábamos seguro que nos robábamos las ilusiones de las 45
personas. A él le parecía divertido, pero su teoría de los deseos robados me generaba culpa. Lo convencí para que cambiara de idea diciéndole que si nos descubrían, el castigo iba a ser terrible. No podíamos correr el riesgo. También se nos ocurrió organizar un recital con el conjunto y cobrar la entrada, pero le teníamos que decir al resto del grupo que el dinero lo utilizaríamos nosotros y se nos iba a complicar todo. Pedro pensó que podíamos organizar una presentación los dos solos. Pronto desistimos, porque nadie iba a pagar por dos aficionados tocando el teclado y la batería. La mejor idea se me ocurrió un domingo a la tarde, cuando estábamos reparando la rampa en el patio de la casa de Pedro. De pronto dije: –Ya sé. La rampa está rota, la arreglamos. La dejamos impecable y cobramos la entrada a los chicos del barrio y a los del colegio. Aprovechando las vacaciones, se va a llenar. –¡Qué vivo! Vamos a precisar madera, clavos, herramientas y alguien que nos ayude. Vos sos un desastre. Acordate del verano en que te martillaste un dedo. –Pedro, pensá un poco. Le decimos a tu abuelo que es carpintero jubilado. ¡Qué más quiere! Se vive quejando de que extraña la época en que lustraba muebles y hacía trabajos a medida. –Tenés razón –contestó entusiasmado mi amigo–. Como hobby sigue haciendo algunas cosas en su taller. Debe tener los elementos necesarios. El abuelo de Pedro, Benito, se comprometió a ayudarnos. Al día siguiente, llevó las maderas que tenía y toda clase de herramientas. Se veía contento. Adaptó cada pieza, la cortó y la clavó bajo nuestra supervisión y ayuda. En pocos días, la rampa quedó como nueva; durante todo ese tiempo, el abuelo no paraba de hablar. A mí me parecía una persona interesante, tenía expresiones graciosas y un tono bien español. Yo lo comparaba con don Marcos, que hablaba con un acento diferente aunque 46
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no tan notorio, y me daba cuenta de que la procedencia de don Benito era fácil de determinar. Sin embargo, la del librero, para mí, había sido un enigma. Me resultaba difícil entender cómo después de vivir tantos años en un país, podían mantener al hablar las particularidades de sus lugares de origen. Cuando por fin vimos concluido el trabajo, Pedro exclamó: –¡Abuelo, sos un genio! Don Benito contestó: –Hijo, lo que pasa es que ustedes miran pero no ven. ¿Cuántas veces me has visto reparar la escalera estrecha? Ahora ya sabes que este viejo aún está en carrera. De inmediato, corrió la voz por todos lados de que se podía usar la rampa pagando una módica suma. Tratábamos de disimular, con la complicidad del hermano menor, para que los padres no se enteraran de que cobrábamos entrada. Pusimos una base para empezar. Claro que los que pagaban más tenían derecho a usarla más tiempo. En pocos días, la casa de Pedro se había convertido en una especie de centro de recreación: Marita, la vecina de enfrente, que tenía doce años, se puso a vender revistas usadas y collares de mostacillas junto con la hermana. Esto lo hacía en la puerta de la casa de mi amigo, mientras daba explicaciones a los que querían ingresar al fondo para usar la rampa. En realidad, no era necesario entrar a la casa porque pasaban directamente por la puerta que daba al patio. Allí, estaba la concurrida rampa llena de varones y de nenas que admiraban las destrezas de los deportistas. Ellas no pagaban entrada. Pedro decía que Marita gustaba de mí y que por eso se había instalado en la entrada. Yo ni siquiera la miraba porque me parecía muy chica. Para colmo, mi amigo me cargaba: –Está más buena que Marcela. Lástima que sólo sirva para hermanita menor. 49
Después del primer fin de semana concurrido, la madre de Pedro nos dijo: –¡Esto es una locura! Cada vez que llego a casa, el patio está invadido de chicos con patinetas y bicicletas. Lo único que falta es que les tenga que dar la merienda por las tardes. ¡Se acabó! Si quieren, pueden usar la rampa e invitar a amigos, pero no a todo el barrio. Además, hay que establecer horarios y días. Nosotros comenzamos a limitar la entrada de los chicos, pero seguimos cobrando sin que la madre se enterara. No recuerdo cuánto ganamos, lo que sí me acuerdo es que fue un buen motivo para divertirnos. Pedro se encargó de darle la plata al hermano. Nunca supe si nuestro dinero ayudó realmente al librero, o si mi amigo se quedó con algo. Poco después me enteré de que Pablo le había comprado los libros. *** Quedaban unos días más de vacaciones. En mi casa ya no me controlaban tanto. Los sábados, generalmente, me iba a la casa de Pedro. Mi amigo seguía cobrando y recibiendo chicos para usar la rampa. Fue durante esas vacaciones que el señor Ricci nos contó que don Marcos necesitaba ordenar los libros para poder vender más y nos sugirió que lo ayudáramos. –Pedro, podés colaborar vos también. De paso, dejás un poco las piruetas y se termina el desfile de chicos–dijo el padre de mi amigo. En realidad, la librería era un caos: había libros por todas partes y muchos no estaban acomodados en estanterías. Sólo las bibliotecas, contra las dos paredes laterales, estaban ordenadas; los demás se encontraban en el fondo del local donde don Marcos tenía el escritorio, agrupados en cajas de cartón de todos los tamaños y apilados informalmente. El acceso al baño estaba entorpecido por una montaña de libros desparramados en el 50
suelo. El señor Ricci nos había dicho que don Marcos muchas veces se perdía de hacer ventas porque no encontraba el libro que le pedían, y ya no estaba en condiciones físicas de ponerse a ordenarlos. Esa misma tarde fuimos a la librería. Le hicimos saber que queríamos comprar unos diccionarios y que, a cambio de ello, aprovechando las vacaciones, nos ofrecíamos para ayudarlo a organizar los libros. De inmediato aceptó la propuesta, y a la tarde comenzamos a trabajar. Por primera vez en mi vida, supe lo que significaba recomponer una biblioteca gigante. Estuvimos yendo durante diez días, todas las tardes, y apenas habíamos logrado sacar el contenido de las cajas. Detrás de ellas, en una de las paredes, habíamos descubierto dos enormes láminas tituladas: "El Laberinto de la Evolución", que exhibía dibujos de aves, tortugas y peces, y "Clave de Identificación" con las diferentes partes de un pez. Lo primero que hicimos fue despejar las zonas de acceso al baño y a un pasillo que conducía a su vivienda. Así, conocimos la casa de don Marcos que estaba detrás del local. Nos contó que esa había sido la primera casa de su tío, hasta que las cosas empezaron a andar mejor y se mudaron a una mucho más grande. También nos confesó que después de la muerte de su mujer, y cuando las ventas empezaron a disminuir, decidió mudarse nuevamente allí para ahorrar otro alquiler. Comprobé que tenía una habitación grande y dormía en una inmensa cama antigua, de hierro forjado. Frente a ella, había un escritorio también de madera oscura muy parecido al de la librería, y una vieja máquina de escribir. Al lado, una mesa con un televisor. Contra la pared, un sillón con ropa desordenada sobre el que se veía un banderín de San Lorenzo. Había muchos cuadros en las paredes. La mesa de luz era grande, había unos pocos libros, un candelabro con velas y dos fotos que no alcancé a distinguir. Ese día 51
descubrí que al librero le gustaba el fútbol. También se veía la cocina y el comedor donde había una mesa, sillas y un sillón de dos cuerpos contra una pared decorada con cuadros. Hacia el fondo, resaltaba una biblioteca diferente a las del negocio. Era de estantes blancos y contrastaba con los muebles oscuros. Ocupaba todo el espacio que quedaba. La casa era como una gran ciudad habitada por cuadros y libros. Me llamó particularmente la atención un cuadro que se encontraba en el pasillo que comunicaba la librería con la vivienda. Entonces, nos contó que todos estaban pintados por su prima Rosita. Pedro protestaba y, muchas veces, me dejaba solo. Decía que a él no le interesaba ordenar libros y que me regalaba los diccionarios. Una de las tardes en que mi amigo no fue, mientras acomodábamos los textos de las cajas, don Marcos me contó que el cuadro que me había gustado era de un lugar de Yugoslavia llamado Dubrovnik que, a pesar de haber sido invadida no hacía mucho tiempo, la ciudad antigua permanecía intacta. Tal vez, lo que más me impactó la primera vez que lo vi fue la combinación de colores. Me quedé hipnotizado mirando la pintura de la que emanaba el resplandor de casas y cúpulas blancas, cuya uniformidad se veía interrumpida por un insinuante dorado que coronaba una de las cúpulas, y resaltaba sobre un intenso celeste de fondo que parecía no tener fin, confundiendo el mar con el cielo. La pintura me atraía tanto que pensé que, mirándola, podría retener la imagen de esa ciudad sobre el mar. Ciudad tan lejana, que tal vez nunca conocería. Dos días después, cuando terminamos de acomodar las cajas del pasillo y del local, don Marcos nos indicó que lo ayudáramos a clasificar los libros. Nos explicó que, además de los que tenía para vender, contaba con una biblioteca propia, la que habíamos visto en su casa, y que se completaba con una serie de libros que él sabía distinguir entre el desorden y la cantidad de textos. Me 52
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impactó la historia que nos relató. Me acuerdo de que sus ojos brillaban, y una sonrisa iluminó su rostro cuando nos dijo: –Me casé con Celia y juntamos nuestras bibliotecas como nuestras vidas: para siempre. Hicimos construir el mueble blanco que ahora está en casa. Hay muchos volúmenes repetidos y algunos están subrayados y con notas. Si quieren saber algo curioso, les confieso que Celia generalmente marcaba los mismos párrafos que yo. Lo descubrimos durante los años en que estuvimos casados. Recuerdo que vi, por primera vez en mi vida, libros de páginas amarillentas encuadernados en tela, de tapas duras, de tapas blandas, libros con el borde de las páginas doradas. Algunos escritos con lápiz sobre los márgenes, otros con páginas pegadas. Algunos gastados, otros nuevos. Cada tanto, don Marcos levantaba la vista y nos mostraba los que él estaba ordenando en la única biblioteca pequeña con vidrio que había en el local, al lado de su escritorio. Nos contó que esos libros eran sus preferidos, porque se trataba de ediciones agotadas, limitadas, primeras ediciones, y de algunos ejemplares muy antiguos, escritos en latín, en ladino y en idish. También nos confesó que si hubiese tenido dinero, habría comprado esa propiedad para convertirla en un café literario con algunas computadoras para consultar catálogos y, además de las bibliotecas existentes, tendría una espaciosa biblioteca de madera oscura con vidrios biselados y con llave, separada del resto. En ella, guardaría "las joyitas", como solía llamar a sus libros más preciados. Al fondo, en el lugar ocupado por su escritorio y parte de la vivienda, habría puesto un café no muy grande pero acogedor, para que la gente, cómodamente instalada, pudiera examinar libros y, además, comentar sus lecturas. Durante las tardes que fuimos a ayudarlo repitió más o menos lo mismo con la mirada perdida en un punto lejano y, cuando concluía su relato, aclaraba inexorablemente: 55
–El café literario se habría llamado “Los Incunables”. Uno de esas tardes le pregunté: –¿Y cómo se llama esta librería? –Se llama Librería Fidelman. Mantiene el nombre que le puso mi tío. En esos días también aprendimos que la mayoría de los libros que tenía para la venta exhibía en la primera hoja una letra, a veces dos y hasta tres escritas con lápiz. Pero cuando veíamos algunos que permanecían sin esas diminutas claves reveladoras de algún misterio indescifrable para nosotros, se los dábamos. Entonces, en ese momento, él tomaba un lápiz y, poseído por una extraña pasión, nos explicaba: –Miren, esto es una antología de cuentos, casi no necesita que la clasifique. Pero le vamos a poner una F de “ficción”, porque son cuentos, no son ensayos ni artículos periodísticos; y también voy a escribir una L, porque son cuentos latinoamericanos. Luego, revisaba un enorme libro de tapas oscuras, con letras doradas que decían INVENTARIO y que había tomado de uno de los cajones del escritorio. Allí, a veces, hacía sus anotaciones. Hasta ese entonces yo pensaba que los libros se podían agrupar por tamaño. A lo sumo por tema, por orden alfabético, nunca había imaginado que existían tantas posibilidades. Estuvimos casi un mes trabajando para ver resultados. Debo reconocer que mi amigo ayudaba poco, porque siempre tenía otro programa. Pero durante algunos días llegó a tomarle cierto cariño a nuestra tarea, porque habíamos logrado encontrarle el lado divertido. Solíamos agrupar los libros construyendo enormes torres muy prolijas, que luego desarmábamos con cuidado para no dañarlos, porque don Marcos se podía enojar. A veces, levantábamos inmensas pirámides poniendo textos de mayor a menor llegando hasta un punto límite de equilibrio. Pedro decía que estaba empachado de tanta cultura y que lo que más 56
le gustaba era hacer las torres para luego desarmarlas. De esa época recuerdo que, mientras ordenábamos los estantes, solíamos hacer competencias para saber quién memorizaba mejor los nombres de los peces que contenía el libro que me había mandado don Marcos, durante el tiempo que estuve sin visitarlo. Mi amigo nos miraba como si estuviéramos locos. Siempre ganaba el librero porque aunque yo recordara el nombre en castellano, no sabía la denominación científica en latín, o me había olvidado cómo se decía en catalán o en inglés. En ese entonces, el único que podía memorizar en todos los idiomas era el calamar. A don Marcos le gustaba mucho hablar de peces. Comentaba que tenía impregnada la memoria de olor a mar. Hablaba del perfume de los peces como recuerdo de su infancia en Polonia. Decía que tenía la imagen del arenque ahumándose por horas en la casa de su pueblo natal. Confesaba que, con mi viaje, iba a tener una excusa para reencontrarse con el mar; que yo tenía que agradecer el nuevo destino de mi padre, porque su última voluntad iba a ser pasar unos días en la costa. Solía reflexionar complacido: –¿Ves, Diego, cómo no hay casualidades? Todo tiene un sentido. Vos, que no pensabas frecuentar el mar, te mudás cerca de la playa; y yo, que estaba perdiendo las esperanzas de volver a verlo, ahora tengo un motivo para viajar. Sumergidos entre los libros, mientras conversábamos a veces los dos, otras con Pedro, logramos encontrar cosas increíbles: fotos antiguas color sepia con los bordes irregulares, hojas escritas con signos indescifrables, flores disecadas, diarios con los mismos signos. Poco después, supe que estaban escritos en hebreo. También encontramos un álbum con discos viejos, cada uno con su funda. Los revisamos y nos sorprendió ver que brillaban. Era la primera vez que mi amigo y yo estábamos en contacto con algo así. Junto a ellos había una bolsa llena de 57
casettes. Antes de terminar nuestro trabajo descubrimos una caja forrada en tela que contenía muchos papeles viejos. Creo que lo más antiguo que rescatamos fue una foto que cayó del interior de un libro. Se veía en ella la imagen de un hombre muy viejo, de barba blanca tupida y muy larga, todo vestido de negro con un sombrero de ese color, sentado al lado de una mujer también vestida de negro. Detrás de ellos se alcanzaban a ver los pliegues de una cortina o de un telón. Cuando se la entregamos a don Marcos, se quedó mudo mirándola. Al cabo de unos minutos, dijo que era el rabino de su pueblo natal, y la puso adentro de la pequeña biblioteca con vidrio, al lado de un retrato de Celia. Decidimos no hacer comentarios, porque nos dimos cuenta de que se había emocionado. Sólo tomó la foto, la miró con detenimiento y balbuceó una frase que cada tanto repetía: –¿Ven? Esta es mi raíz. Es importante saber de dónde venimos para trazarnos un camino en la vida. Luego, tomó entre sus manos el libro donde estaba la foto y abriéndolo, dijo en tono nostálgico: –Si lo habré buscado... Es de Grunberg, con prólogo de Borges. Se trata de una edición que tiene más de sesenta años. Lo voy a poner en la biblioteca de adentro. Cuando terminamos de ordenar la librería, don Marcos tiró a la basura las franelas que quedaron negras de tanto sacudir polvo. Lo hizo en un acto casi sagrado. Después, nos dedicamos dos tardes a arreglar la entrada para atraer a la gente, gracias a una idea del señor Ricci y con la ayuda del librero. Primero llevamos al centro del local, cerca de la puerta, una mesa que solía descansar en un rincón, llena de papeles. Luego ordenamos prolijamente unos libros, e hicimos cartelitos en computadora anunciando las ofertas para que se vieran desde la vereda. Finalmente, pasamos los textos de mayor venta, de acuerdo con las indicaciones de don Marcos, a las estanterías de adelante, para 58
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que estuvieran a mano, y les pusimos separadores con letras grandes impresas en colores que decían: POESÍA, NARRATIVA. Concluida la tarea, el librero se recostó sobre el viejo sillón y dijo satisfecho: –Es increíble cómo puede crecer una librería. Así ordenada, parece que los textos se hubieran reproducido. ¡Menos mal que el local es bien grande! –y luego agregó con actitud de docente:– Recuerden que si quieren tener una buena biblioteca, deben disponer de espacio. Mi amigo me dijo en voz baja que nunca se le ocurriría buscar un lugar grande para los libros, que ya tenía su batería que ocupaba mucho lugar y me recordó, en el mismo tono, que íbamos a cambiar nuestro trabajo por diccionarios. Creo que el librero supo desde un principio que era una excusa para ayudarlo porque, sin hacernos preguntas, nos regaló a cada uno una colección de “Historia Universal”. Tiempo después, reconstruyendo episodios de esa época, entendí que tal vez él nos había impulsado, de alguna manera, para que lo ayudáramos. Posiblemente, ya sabía en ese momento qué iba a hacer con sus libros. *** Seguí frecuentando a don Marcos para leer e intercambiar ideas durante ese año. Lo alentaba para hacer nuevos clientes y para vender más, aprovechando la excusa de que la librería estaba ordenada. Los compradores comenzaron a entrar nuevamente, y creo que se volvió a entusiasmar. Además, como decía el señor Ricci, la gente atrae a la gente. Al mismo tiempo, seguía mandando libros y contestando su correspondencia a Estados Unidos puntualmente. Nosotros continuamos nuestras reuniones y también íbamos cada tanto al café de la esquina. Recuerdo que fue un agosto muy frío, y a veces nos instalába61
mos en el fondo del local al lado de la estufa. Una tarde me dijo: –Ayer me llamó Rosita; dice que en Israel hace mucho calor, e insiste en que viaje, ya que este año no va a poder venir. –¿Y ella viene todos los años? –pregunté. –Sí. Antes venía en enero y ahora en julio, para concurrir al aniversario del atentado contra la AMIA –aclaró. –¿Y por qué? –pregunté yo, sin pensar. –Entre otras razones, porque en el atentado murió su mejor amiga –respondió. No quise saber más. Sin embargo, por algún motivo, ese día no hablamos de libros. Él me preguntó si había conocido a mis abuelos y yo le conté que sólo a mi abuela paterna, que era genovesa y también me hablaba siempre del mar. Después volvió a preguntar: –¿Y tus abuelos maternos? –No los recuerdo. Fallecieron cuando yo era muy chico. Creo que mi bisabuelo era polaco también. –¿Polaco católico o polaco judío? –preguntó de inmediato. Me quedé pensando. Jamás se me había ocurrido esa pregunta. –No sé... Mi mamá nunca habla de eso. Mis abuelos paternos eran católicos, pero en casa nadie va a misa y mis padres no se casaron por iglesia– respondí desconcertado. *** Esa misma tarde de agosto, cuando llegué a casa, se lo pregunté a mi mamá. Ella me respondió: –Sí, tus bisabuelos nacieron en Polonia. –Ya sé, mamá… ¿Pero eran católicos o judíos? –Eran judíos –respondió, después de un breve silencio. Bajó la vista, y enseguida aclaró–: Pero no eran practicantes, y tus abuelos, como ya te conté, nacieron en Palacios, un pueblito de 62
la Provincia de Santa Fe que ya no debe existir; y tampoco eran practicantes. –Sí, pero nunca me dijiste que eran judíos –respondí, sin terminar de salir del asombro. –En realidad, no eran practicantes. Mis padres nunca me inculcaron la religión; es más, papá siempre andaba mal con la gente del pueblo. Tenía problemas porque no respetaba las costumbres. –¿Qué costumbres? –pregunté yo, cada vez más perplejo. –Bueno... Mucho no me acuerdo. Yo era chica y viví poco en el pueblo, pero por ejemplo, andaba en la volanta los sábados, que estaba prohibido por ser día de descanso. Por primera vez, mi madre hablaba de sus padres. Nunca me había contado esa etapa de su vida. Sólo me había dicho que eran colonos, que ella también era única hija y que mis abuelos vivieron y murieron en el mismo pueblo. Recuerdo que decía que de chica ella no veía la hora de irse a la ciudad y que, apenas pudo, se vino a vivir a la casa de la única tía materna que tenía en Buenos Aires. Sus padres, al principio, no estuvieron de acuerdo, pero después lo aceptaron. También contaba que su tía había muerto cuando yo tenía menos de un año, y luego mis abuelos, al poco tiempo. Pero de su raíz judía jamás me había dicho una palabra. De pronto le pregunté: –¿Y… Yo conocí a mis abuelos? –Sí, vinieron para tu primer cumpleaños. Después volvieron a visitarte un par de veces, pero fallecieron cuando tenías tres. Es imposible que los recuerdes. *** No podía entender que, a los trece años, yo descubriera que tenía antepasados judíos; era increíble. Me di cuenta de que mi mamá me había ocultado parte de su vida, y sentí un montón 63
de sensaciones contradictorias que se debatían en mi interior. De pronto, me acordé de que mi abuela paterna me contó que me habían bautizado en la fe cristiana antes de que cumpliera los cuatro años. Mis padres siempre decían que había sido una decisión de ella, y que no habían querido contradecirla. Mientras ella vivió, en su cuarto hubo una virgen en la mesa de luz y un rosario colgando en el espejo. Yo la escuchaba decir sus oraciones y, a veces, le preguntaba a mi papá por qué nosotros no rezábamos. Me decía que no éramos practicantes, que no teníamos ninguna religión. Nunca entendí para qué me habían bautizado, por más que mi abuela acostumbrara decir que era porque debía creer en algo. Por otra parte, siempre me pregunté cómo se hacía para creer en algo. Después de haber descubierto mis raíces judías, todo me pareció más desconcertante aún. Comprendí que mamá no me había contado lo esencial sobres sus antepasados y sentí rabia; era como si me hubieran negado algo que me pertenecía. Estaba confundido, inseguro. Preferí no seguir conversando. Sin embargo, cuando ella mencionó la actitud de mi abuelo, no pude evitar identificarme con él, al recordar que mis amigos me decían que vivía a contramano. Al día siguiente, no pensaba ir a la librería; pero no pude aguantar y pasé por la tarde. Le conté todo al librero. Desde mi condición de cristiano hasta mi reciente ingreso al judaísmo. Creo que él se asombró tanto como yo. Lo cierto es que ambos sabíamos que, por algún motivo, había surgido el tema en nuestra conversación. Era evidente que él había despertado en mí no sólo el gusto por la lectura, sino también la necesidad de recorrer el camino hacia mis antepasados. Por eso acudí a mamá buscando respuestas. Ella siempre había mantenido un halo de misterio con respecto a sus padres y abuelos, y el día en que don Marcos despertó en mí la curiosidad, comprendí que 64
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necesitaba indagar más. Nunca me había sentido un católico a pesar de estar bautizado, y jamás me preocupé por parecerlo; sin embargo, ni bien supe el origen de mis antecesores maternos, la incertidumbre me resultó insostenible. Desde entonces, cuando iba a la librería, yo sacaba el tema. Le pedía a don Marcos que me contara sobre la tradición judía. Prefería que él me explicara. Sentía necesidad de saber, de aclarar mi condición. Para esa época íbamos a empezar a leer a Jorge Amado y García Márquez. Sin embargo, yo insistía en averiguar todo sobre el judaísmo. Estaba leyendo “Diario de Ana Frank”, y me había impactado profundamente. Quería saber sobre el Holocausto. No tenía ganas de incursionar en otros autores. Le pregunté si en la Argentina existían sobrevivientes del Holocausto, y él lo explicó con detalles y cifras. Pero yo no me conformaba, quería conocer cada vez más, a lo que don Marcos me decía: –Todo a su tiempo, Diego. Tampoco dejes las otras obligaciones. –Si no dejo nada... Pero, por ahora, no quiero preguntarle mucho a mi mamá. Además, estoy practicando en lo de Rafa para tocar. Al fin vamos a hacer la presentación oficial del conjunto, que todavía no tiene nombre. Creo que tocaba para desahogarme y mantener la concentración, porque por momentos tenía rabia, necesidad de entender cosas, ganas y, a la vez, temor de preguntar y no sabía cómo manejar todos esos sentimientos. Mis intereses permanecían tan divididos que me resultaba muy difícil estar tranquilo. A mediados de setiembre, el librero me pidió que lo acompañara al templo. Era la festividad judía de Iom Kipur, y él estaba ayunando. Me dijo que le parecía una buena oportunidad para que conociera una sinagoga. Yo acepté, pensando que allí se me iba a revelar algún secreto. Fuimos juntos y cuando estuve aden67
tro, sentí que ese era un espacio extraño para mí, tanto como las iglesias a las que había concurrido para las comuniones de mis amigos. La gente rezaba y leía unos libros que yo nunca había visto. Tenían los mismos signos que me llamaron la atención en lo del librero. Ya sabía que estaban escritos en hebreo. El rabino me sorprendió, por su juventud y su voz, tan potente: cantaba y explicaba los diferentes aspectos de la ceremonia. Don Marcos, luego, me aclaró el profundo sentido de ese día. Salí del lugar con ganas de volver a mi casa y preguntarle a mi mamá si ella se acordaba de esa fecha tan importante; si sus padres o abuelos habían ayunado. Pero no lo hice porque supuse que su respuesta iba a ser la de siempre: “Diego, ya te dije que no eran practicantes.” No obstante, ella me había contado recientemente que sus padres y abuelos estaban enterrados en cementerios judíos en la provincia de Santa Fe. Don Marcos repetía que ese era un claro anuncio de identidad. El librero me veía tan ansioso que me decía que ya iba a llegar el momento para dedicarle el tiempo necesario a cada cuestión. Recuerdo que una vez, casi enojado, le respondí con firmeza: –Sí, pero usted mismo me dijo que los trece años son fundamentales para los chicos judíos. Yo sé que no voy a tomar la comunión, y quiero saber qué pasa a los trece en el judaísmo. –No podés hacer en pocos meses lo que no se hizo en todos estos años. Tené paciencia. Ya te voy a ir explicando de a poco–me decía, tratando de tranquilizarme. –Pero don Marcos, son tantas cosas... Mi mamá me dice siempre que ellos no eran practicantes, y vos me aclaraste que, a veces, no es necesario ir a una sinagoga, ni ser creyente para ser judío. Yo no entiendo si es una religión, una raza, o qué. Me acuerdo que aquella vez, él me respondió con serenidad: –No te preocupes, que ya lo vas a entender. Si tus abuelos 68
hubieran vivido un poco más. O si se mantuviera alguna comida o alguna tradición, sería más sencillo. Te prometo que lo vas a comprender, pero hay cosas que no se explican fácilmente – luego se dirigió hacia la biblioteca de su casa y regresó con dos libros. Me entregó uno mientras me decía: –Te lo regalo; es de un escritor peruano con el que me suelo escribir. Yo me quedo con otro ejemplar. De inmediato, se recostó en el sillón negro y con voz pausada prosiguió: –El título de la novela es lo que siempre te aconsejo: “Tiempo al Tiempo”. La escribió Isaac Goldemberg. El protagonista asume su identidad judía a los trece años y es, en parte, una novela autobiográfica. No resulta de fácil lectura pero estoy seguro de que te vas a sentir identificado en muchos aspectos. No necesitás leerla ahora, ya vas a encontrar el momento. Después, tomó entre sus manos el otro libro, buscó pacientemente una página y aclaró: –Este es para que lo vayas leyendo ahora. ¿Te acordás? Lo encontraron ustedes cuando estaban ordenando la librería. Es un libro de poemas, te lo regalo, también. Enseguida comenzó a leer: “Según la ley judía,/ la edad de trece años/ marca el advenimiento/ de la mayoridad./ Los años en tal punto,/ se vuelven desengaños./ La edad se pone seria;/ se torna seriedad.” De pronto suspendió la lectura; me dio el texto y explicó: –Este poema se llama “Vocación”. Llevalo a tu casa, después lo comentamos. Luego me miró a los ojos y continuó diciendo: –Los libros te pueden ayudar a ir hacia el pasado para que tomes el envión necesario. Sólo desde ahí podrás entender las contradicciones que sentís ahora. El último texto era muy antiguo. Las tapas y las hojas estaban amarillentas; los bordes eran irregulares como cortados con un 69
cuchillo, y había páginas sueltas. La noche en que me lo dio comencé a leerlo. Entendí que debía ser importante para él, al recordar la alegría que sintió cuando lo encontramos. Ni bien volví a verlo, le dije: –Don Marcos, si quiere lo puedo fotocopiar. Así usted se queda con el libro. Me respondió sin vacilar: –De ninguna manera. Va a estar bien en tus manos. Solíamos leer los poemas y comentarlos. El librero también buscaba poesías de otros autores sobre temas judíos para compararlas. Cuando regresaba a casa, prefería evitar a mi mamá. Ella se daba cuenta, porque se acercaba y me hacía preguntas sobre la escuela, lo que deseaba comer o adónde salía. De sus antepasados no me hablaba a menos que yo le preguntara. Por un tiempo preferí no mencionar el tema. Tal vez quería impedir una discusión, por eso repartía la mayor parte de mis días entre el colegio, la librería y los ensayos. El último sábado de setiembre hicimos la fiesta en lo de Rafa. Eran muchos chicos y chicas. Los padres nos dejaron usar el quincho y tocamos por primera vez oficialmente, ante una multitud que aplaudió nuestra interpretación. El conjunto finalmente se llamó “Los Incunables”. *** Hasta principios de diciembre, poco antes de viajar, seguí con la rutina de ir a la librería. Durante esos meses, como hacía más calor, habíamos adoptado la modalidad de sentarnos cerca de la puerta de entrada del negocio. Mucha gente que pasaba caminando conocía a don Marcos y lo saludaba; sólo unos pocos se detenían para preguntarle sobre libros. Noté que sacaba su reloj más seguido y luego de ver la hora, se dirigía a su casa diciendo que iba a tomar unas pastillas. También me di cuenta de que 70
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estaba más preocupado por darme consejos que por la lectura. Me decía que yo había hecho una elección para toda la vida al optar por los libros; que el libro nunca iba a ser reemplazado y cosas por el estilo. Había conectado un grabador y, cada tanto, ponía los casettes que habíamos encontrado con Pedro junto a los antiguos discos. Así supe que también tenía sensibilidad para la música. En noviembre, tuvimos una agradable sorpresa: los chicos más grandes nos llamaron para que tocáramos en sus fiestas. Necesitaban recaudar fondos para el viaje de fin de año. Fueron tres sábados. Resultó emocionante tocar sobre un escenario ante una multitud de chicos mayores. Estábamos nerviosos y, a pesar de todo, las cosas salieron bien. Interpretamos un repertorio con canciones que teníamos bien ensayadas, y sólo nos dejaron hacer música movida, nada de melódica. Ganamos bastante fama en el colegio. Esa situación me dio seguridad y me impulsó a seguir con la música cuando me fui de viaje. Para fines de noviembre, mis compañeros me hicieron una fiesta de despedida en lo de Pedro. El grupo tocó una canción compuesta por los chicos de primer año cuya letra era graciosa y, al mismo tiempo, sentimental. La idea había sido de mi amigo. Me confesó que de tanto ver libros, les había propuesto a los chicos que inventaran la letra para una canción. Grabaron el tema, que aún conservo. Pedro me dijo que lo hicieron entre los varones y las chicas, pero que el grupo compuso la música. Todavía la recuerdo: Te vas, pero no del todo. Sabemos que algo tuyo queda con nosotros, Son los recuerdos de tantos momentos compartidos. Bostezos en la hora de inglés, 73
Carcajadas en la de sociales, Nervios en la de lengua, en eso vos sos la excepción. Sorpresas en la de naturales Ganas de desaparecer en la de matemática, y esto sin mencionar educación física, plástica y computación. Y la emoción mayor: pitadas prohibidas en la esquina del colegio. Te vas, pero no del todo. Sabemos que algo tuyo queda entre nosotros. Por eso todos te decimos hasta pronto. Me sentí emocionado realmente; hasta ese día había pensado que todos me veían como un bicho raro. Nunca me hubiese esperado una despedida tan linda. Después me regalaron la foto del grupo del colegio pegada en una cartulina donde todos firmaron y pusieron una dedicatoria. *** El último sábado antes de mi viaje no pudimos leer. Don Marcos dijo que parecía que las palabras del libro se hubieran muerto y estuvieran enterradas en las páginas. Recordó que, por lo general, los sábados por las tardes apenas rozábamos las letras con la mirada, desplegaban sus alas y volaban lejos por el aire. Por último, concluyó: –Mirá, Diego, hoy mejor hablemos de tu viaje porque nos cuesta mucho leer. Hay que arrancar las palabras violentamente y en cuanto las soltamos, en vez de levantar vuelo, caen pesadas como si fueran cuerpos muertos. Yo le respondí que quería volver a leer el párrafo del “Diario de Ana Frank” que tenía señalado en el libro, y comencé a relatar con tono pausado.
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Martes, 1 de agosto de 1944 Querida Kitty: “Un amasijo de contradicciones” son las últimas palabras de mi carta precedente, y las primeras de ésta.”¿Puedes explicarme lo que es exactamente? ¿Qué significa contradicción? ¿Como tantas otras palabras, tiene dos sentidos: contradicción exterior y contradicción interior?” Cuando terminé de leer, nos quedamos un rato en silencio. Luego, él me dijo: –Entiendo lo que me querés decir, pero ella no tenía dudas sobre su condición de judía y, a pesar de eso, también experimentaba ese sentimiento. ¿Sabés, Diego? En el fondo, el ser humano inquieto, que se cuestiona, que sufre, es siempre un remolino de contradicciones. Tratá de acercarte a tu madre cuando te tranquilices. Intentá hablar con ella que, seguramente, lo está necesitando también. *** La noche previa a mi partida, tres días después de ese sábado, pasé por la librería para despedirme. Don Marcos me dijo que había preparado una cena en el café. El dueño, al que le decían Chiche, le cedió la cocina para que él pudiera hacer un plato especial. Nunca olvidaré esa noche: me esperó en la puerta del negocio vestido con un traje oscuro. Luego fuimos caminando hasta la esquina y allí, en el fondo del local, estaba sentado Chiche, esperándonos en una mesa vestida con un mantel de hilo blanco y vajilla antigua. Todo lo que había sobre la mesa era de don Marcos. Nos acercamos y, antes de sentarnos, el librero dijo: –He sacado cosas que tenía guardadas desde hace mucho tiempo, incluyendo el traje que tengo puesto. Quise preparar yo mismo una cena de despedida. 75
Luego, tomamos asiento y casi al instante, se acercó un mozo con una enorme fuente con forma de pescado que contenía arenque con papas. No quise ofenderlo pero como no tenía hábito de comer pescado, al principio lo probé con desconfianza; después, me gustó. Dijo que el secreto estaba en usar una parrilla grande como la de la cocina del café y envolverlo con papel de aluminio. El dueño del lugar lo alentaba diciéndole que iba a contratarlo para que una vez por semana cocinara ese manjar. Más tarde, el mozo sirvió el postre y retiró los platos. Fue la primera vez que comí pescado con ganas. Valparaíso, 18 de diciembre Querido Marcos: Hace pocos días que llegué y he decidido escribirte. Todavía no tuve tiempo de extrañar. La ciudad es muy linda. Estoy por fin en la playa. Ahora entiendo lo de los recuerdos impregnados de olor a mar. La casa es más amplia que la que teníamos en Buenos Aires; hay mucho espacio para mis libros y mis cosas. En estos días no pude leer. Me pasó algo parecido a lo que vivimos el último sábado en tu casa. Mis pensamientos ruedan, resbalan, caen, se levantan para volver a caer otra vez, como si estuvieran girando sobre un círculo. Tampoco estoy tan obsesionado por entender mi pasado judío, pero he comenzado a conversar con mamá sobre eso, a pesar de que a ella le cueste hablar. Sin embargo, algo increíble me sucedió: empecé a escribir. Hice una poesía. Las palabras me vinieron de repente, al día siguiente de llegar... mirando el mar. Quiero que la leas y que me respondas para decirme qué te pareció. Es la primera vez que me pasa. Al principio tenía vergüenza de enviártela; pensé que tal vez no estaba bien escrita. Pero después decidí que quería que la leyeras. Cariños, Diego 76
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LA PLAYA Miro el mar vestido de espuma. Las crestas galopando buscan la arena para regresar sin prisa hacia adentro. Miro las gaviotas planeando despacio, como manchas blancas que vienen y van sobre una línea púrpura con destellos de luz. Siento el olor a mar embriagando mi piel. Siento todo el tiempo transcurrido en este instante.
Valparaíso, Diego Ferello
Disfruté del mar por primera vez a los trece años, en Chile, y después, no me alejé de él por mucho tiempo. Nunca entendí por qué mis padres no me habían llevado a veranear antes viviendo en Buenos Aires, tan cerca de Mar del Plata y de las playas de la costa. Recuerdo que durante mi infancia, las vacaciones de verano fueron siempre una semana en Córdoba, porque el clima de las sierras le hacía bien a papá. Mientras mi abuela vivió, siempre decía: –Tenés que llevar a este chico al mar, que tome sol y sepa lo que es el yodo. Vive pálido y ojeroso.
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Mi padre contestaba: –La sierra es tan buena como el mar. Ya va a poder elegir. Cuando trasladaron a papá a Chile, creyó que íbamos a instalarnos en Santiago. Pero, como solía repetir don Marcos, la vida se encarga de poner las cosas en su lugar: nos asignaron una casa en Valparaíso, cerca de la playa. –Jugarretas del destino –comentó, sonriendo el librero cuando le conté que nos mudábamos a la costa. Y agregó en voz alta, como confirmando sus reflexiones: –¿Sabés, Diego? La naturaleza siempre se burla de los hombres. El librero tenía razón. Durante toda mi infancia había escuchado decir a mi padre que el clima de mar y el pelo de perro eran mortales para los asmáticos. Recuerdo que siempre discutía con él porque no me dejaba llevar animales a casa. Cuando me sentía mal, solía buscar refugio en la casa de don Marcos y le contaba mis problemas. Él me consolaba con consejos que, en ese entonces, me resistía a escuchar: solía decirme que la relación con mi papá era una cuestión de tiempo y que, seguramente, algún día yo iba a entenderlo y finalmente, a aceptarlo con sus virtudes y sus defectos. Con los años, llegué a confirmar que cada palabra que decía tenía sentido. Buenos Aires Querido Diego: Me alegro de que estés instalado. Recibí tu poesía. Nunca dejes de escribir, pase lo que pase. Cuando sientas la necesidad, no dudes, y hacelo. Es increíble... hay gente que sólo puede escribir sobre lo que no conoce; otros, en cambio, como vos, sienten la necesidad de hacerlo cuando por fin concretan un deseo. No olvides que la escritura es algo mágico y maravilloso, ya vas a darte cuenta. A veces, una mirada, una frase, un gesto, una actitud, una imagen, desencadenan la necesidad de escribir. A tu edad comencé también a escribir 80
poesía y continué de adulto. Hice varias para Celia. Después, dejé la escritura. Aprovecho para mandarte una poesía que hice hace algunos años pensando en ella y que me gusta mucho. No sé qué te parecerá a vos. Tal vez, la vuelvas a leer el día que te enamores, pero quiero que la tengas. Pasando a otro tema, debo confesarte que estoy bien. Suelo cerrar al medio día para ir a cobrar las cuotas atrasadas. Empecé a "salir" de las cuatro paredes de mi castillo, esas cuatro paredes que me defienden. ¿Curioso, no? Abandoné mi refugio y perdí mi libertad. Ahora casi no tengo tiempo para leer, porque estoy tratando de cobrar y de hacer clientes nuevos. La librería sigue ordenada, eso me facilita las cosas. Cuando salgo, no llevo mi reloj de bolsillo por seguridad. Una cosa es moverse por la cuadra y otra es ir más lejos, así que me compré uno de plástico. Parece descartable, pero sirve igual, pues tengo que andar con horarios. Debo juntar dinero para ir a Valparaíso. Si Rosita supiera que voy a viajar se pondría muy celosa. Pero como ya te conté, una cosa es pasear cerca y otra viajar lejos. Ya no estoy para muchas horas de vuelo. Sin embargo, me siento entusiasmado con mi visita a Chile. Desde que te fuiste, el señor Ricci viene casi todas las tardes a verme; es una gran persona. Me compra textos, hablamos de literatura y de vos. Dice que vamos a ir juntos a Valparaíso. También vi a Pedro. Confesó que te extraña, y que le va a pedir permiso al padre para viajar. Me alegró mucho saber que estás conversando con tu madre sobre tus raíces; a los dos les va a hacer bien y, de a poco, vas a ir aclarando algunas cosas, ahora que estás más tranquilo. Te mando, además, un libro de poemas de Pablo Neruda, aprovechando tu estadía en Chile. Ya habíamos comenzado a leerlo. ¿Te acordás que hablamos de los libros para leer en voz alta? Este es uno de ellos. Cuando lo leas así, escuchalo como un solo de flauta o de violín, o mejor de violoncelo, pues creo que esta poesía va con el sonido cálido y hondo de ese instrumento. Muchos cariños y acá va mi poesía. 81
PARA CELIA Agua pura sobre agua clara así es el amor de los adolescentes. Brilla la roca en la tiniebla rota, y ante el beso sincero, habla silente. Danza y resplandece como luna nueva y en una mata de llamas se convierte, como el suspiro elemental de un niño azotando los vientos del crepúsculo. Y las olas del deseo suben, encontrando el centro de la dicha, para crear y proteger un instante, que en gotas de pureza, glorifica. Marcos Fidelman P.D. No dejes de responder y seguí mandándome por este medio lo que escribas. Me acostumbré muy pronto a vivir cerca del mar. Llegué para mediados de diciembre y, para fines de febrero, había recibido la visita de Pedro. Ese verano sorprendí a mi amigo con una declaración. Había decidido mi futuro: –Voy a terminar la escuela y después, estudiaré Biología –dije, muy convencido. –¿Cómo puede ser que tengas tan claro lo que vas a hacer? –Cómo... no sé, pero estoy seguro. En estos días se lo voy a comunicar al librero. –¿Te seguís escribiendo con él? –preguntó Pedro, un poco sorprendido. –Por supuesto –respondí, sin más aclaraciones. –Supongo que le mandarás cartas, porque no debe conocer 82
lo que es el correo electrónico. Yo... si no lo tuviera, no sé cómo me comunicaría con vos. –Bueno... Son cosas distintas. Él no me va a mandar un almanaque porno por mail como me mandaste vos –le contesté para no ahondar en explicaciones. Ni Pedro, ni mis padres, ni nadie podía entender lo importante que había sido para mí el librero. Decidí enviarle una carta con mi amigo. Además, hice un paquete con dos caracoles de mar y un poco de arena. Durante los días que Pedro estuvo en Chile, comprendí que él y su padre estaban destinados a ser un importante nexo entre don Marcos y yo. Mi amigo se quedó dos semanas. Aproveché para tomar sol, por todos los años que había esperando pisar la arena. Pronto me hice de nuevos amigos, gente que conocí en la playa a la que concurría todos los días. Allí también conocí a Belén, una chilena muy simpática que caminaba con su perro todas las mañanas por la costa. Y contra todas mis sospechas, en el corto tiempo de nuestra estadía, mi padre había cambiado su actitud en forma positiva. Tal vez había comprobado que el clima de mar no era tan malo. Un día me dijo: –Sabés, Diego, ahora me doy cuenta de que en todos estos años no hemos hecho más que repetir una rutina yendo a la sierra. Tu abuela tenía razón, el mar nos hace bien. Dos días antes de que Pedro regresara a la Argentina, mamá anunció que iban a dejar que me quedara con un perro moribundo que Belén y yo habíamos encontrado tirado en la calle. Valparaíso, 26 de febrero Querido Marcos: Ante todo, gracias por alentarme en la escritura. Aprovecho que Pedro vino con el hermano mayor a Valparaíso para enviarte esta carta. Lo pasamos muy bien juntos. Él se quedó todo el 83
tiempo en casa. Me gustó mucho la poesía que me mandaste, es muy romántica pero como vos decís, la voy a volver a leer cuando tenga novia. Gracias por confiarme tus poemas. Como ya habrás podido ver te mando dos caracoles, el más grande conserva la melodía del mar. Mi abuela tenía uno en su habitación como adorno y, cuando yo era chico me hacía escuchar el sonido del mar. Me decía que allí estaban encerrados todos los secretos del océano, y que esa melodía no se iba a ir jamás. Esta historia despertó en mí una gran curiosidad. Durante toda mi infancia quise comprobar si había otros caracoles que pudieran guardar secretos. Por eso, lo primero que hice cuando llegué a estas playas fue buscar caracoles con eco. Te mando uno con mucho sonido a mar. Como verás, sigo recordando mis raíces, aunque las paternas me resulten más claras. También te mando un poco de “arena volandera”, como dice el poema. Esa expresión me quedó grabada la primera vez que la leímos. Hace poco más de dos meses que estamos acá y tengo buenas novedades. Ya sabés que empecé a escribir; además, estoy conociendo gente y vivo situaciones nuevas todos los días, tantas o más que cuando estaba en Argentina. A veces extraño nuestras charlas, pero como vos decís, me siento más tranquilo, y eso me permite disfrutar cada momento que estoy viviendo. ¿Será porque ya cumplí los catorce?... Suelo preguntarme si a los demás les sucederán tantas cosas como a mí. ¿Vos qué pensás? Te envío una poesía que escribí para un perro que encontramos con mi amiga. Estaba tirado en la calle. Lo llevamos a un veterinario y durante el tiempo que estuvo entre la vida y la muerte, hice un poema para él. Como en el caso anterior, sentí la necesidad y las palabras vinieron a mí, algo así como lo que me decís en tu carta. Fue suficiente verlo tirado moribundo para que esa imagen despertara en mí la necesidad de expresarlo. Me gusta más que "La playa”. ¿A vos qué te parece? La 84
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segunda cuestión increíble que me está pasando es que mejoró mucho mi relación con papá, al punto que (y esto casi no lo vas a poder creer) me permitió que me quedara con el perro. En menos de una semana va a estar en casa, se llamará Fénix y estoy ansioso. Ya les anticipé a mis padres que vas a venir con el señor Ricci y Pedro que, supongo, no va a perder la oportunidad de volver. Lo ideal sería que vinieran antes de julio, porque en las vacaciones de invierno Pedro se va con los padres y el hermano menor a Miami. Un abrazo, Diego HISTORIA DE UN PERRO OLVIDADO Si no hubiera pasado por aquella vieja calle, no lo habría encontrado. ¡Pobrecito!, ahí tirado. ¡Pobrecito!, de lágrimas ahogado. Sin refugio, sin amor porque su corazón estaba tapado de dolor. Tal vez un día se le abrió una herida que jamás pudo cerrar. Por más que intentó, sus ojos no brillaron más. Su cola reposó en el piso, al igual que su cuerpo, sucio y encogido, muerto de frío, paró de temblar. Tapado de recuerdos, 87
sin un poco de cariño, no superó el olvido de la herida abierta, repleta de feas palabras, golpes y patadas. Su cara, llena de tristeza, no encontró a nadie. Ni siquiera una mano le pude alcanzar pues ya estaba rendido, sangriento, en el piso, apenas dormido. Valparaíso, Diego Ferello Desde que había llegado a Chile, cada cosa que veía y me llamaba la atención, pensaba en compartirla con don Marcos; esa situación me impulsaba a escribir. Llevaba siempre conmigo una libreta y una lapicera. Un viejo hábito pero muy saludable, como decía el librero. Trataba de captar el torbellino de situaciones con las que me enfrentaba. A veces escribía sobre los paisajes que veía, otras veces mi imaginación creaba historias, o letras de canciones, o poesías o interrogantes sobre mis antepasados, que luego intentaba descifrar hablando con mamá, o buscando la forma de preguntarle a don Marcos. Sin embargo, cuando llegaba el momento de comunicarme con el librero, lo hacía espontáneamente. Pero guardé mi libreta con todas las anotaciones. Reescribí muchas de esas poesías tratando de mantener la primera percepción sobre lo que iba descubriendo. Tuve la suerte de conocer a un profesor de música a través de Belén, y para marzo ya estaba conectado con un instituto que agrupaba chicos de todas las edades que tocaban diferentes instrumentos. Allí llevé algunas de mis letras para hacer canciones 88
que luego grababa y le enviaba a Pedro. Comencé las clases y me integré bien con mis nuevos compañeros. Además, participaba en el grupo musical tres veces por semana. Una tarde, cuando llegaba del instituto, mis padres no estaban y alcancé a oír que sonaba el teléfono. Corrí para llegar a tiempo. Jamás pensé que una llamada podría dividir mis vivencias en un antes y un después. Cuando atendí escuché la voz del señor Ricci del otro lado que preguntaba por mí y enseguida me di cuenta de que algo malo pasaba. Don Marcos, el librero, había muerto y el padre de mi amigo llamaba para darme la noticia y decirme que tenía que entregarme lo que me había dejado. No fui a su entierro, y esperé un tiempo para reunirme con él. *** Unos días antes de la muerte del librero, había recibido una carta de él y esa misma noche tuve un sueño que me produjo mucha tristeza: soñé que estaba en Buenos Aires, en su librería. Veía todos los libros desordenados y las paredes descascaradas, llenas de humedad, con gotas chorreando desde el techo hasta el piso. La casa estaba impregnada de olor y los libros que tomaba entre mis manos se desintegraban. Las estanterías eran blancas y, al lado de ellas, había inmensos jarrones con flores aterciopeladas y brillantes de color rojo intenso, casi negras, con un perfume espantoso. No recuerdo haberlo visto a él en el sueño; sin embargo, su presencia era muy fuerte. Cuando desperté estaba sofocado y muy angustiado. Lo primero que se me ocurrió hacer fue buscar mi libreta de teléfonos. Allí estaba el de don Marcos. Era la primera vez que lo iba a llamar. Recuerdo muy bien que me atendió enseguida y me preguntó con quién deseaba hablar. Me di cuenta de que no había reconocido mi voz, entonces le dije que estaba equivocado y corté. A los pocos días me enteré de su muerte. 89
Tiempo después, el padre de Pedro me contó que una semana antes de fallecer le pidió que le leyera cartas en voz alta. Algunas muy antiguas de la familia, escritas en idish que él no pudo leer; otras del profesor de Estados Unidos. Le dijo que leyera mi poesía sobre la playa. El señor Ricci me confesó que estaba bien, aunque padecía una enfermedad crónica. Además, lo había notado un poco cansado. Don Marcos le había manifestado que necesitaba reponerse porque tenía que salir a comprar un sombrero y un par de zapatos para el viaje. También me dijo que había visto el caracol adentro de la biblioteca pequeña, al lado de una antigua postal de Mar del Plata que exhibía la Playa Bristol, la Rambla y el flamante edificio del Casino. Buenos Aires Querido Diego: Me impactó mucho tu poesía del perro. Me preguntás si me gustó más que la anterior y tengo que decirte que las dos me encantaron. Tal vez me haya llegado más "La playa"; seguramente es una cuestión personal. No te imaginás lo feliz que me hace saber que la relación con tu padre ha mejorado. Estaba seguro de que iban a empezar a entenderse, pero sucedió antes de lo que pensaba. También me preguntás si es normal que te sucedan tantas cosas, si a los demás les pasa lo mismo. No sé cuál es la situación de los otros, pero los hechos están, sólo hay que poder verlos, descubrirlos, un poco como cuando escribís. Vos sentís que te ocurre de todo, porque no sos indiferente, y eso me gusta. Yo, a tu edad, era igual de sensible. Gracias por el caracol, fue increíble haber escuchado el mar. Volvió la poesía a mí. ¿Sabés, Diego? Hacía años que no escribía; hoy siento que puedo hacerlo nuevamente. Me recuerda una playa nocturna. ¿Le ponemos título al poema? "Recuerdos" o "Caracol". Tal vez se te ocurra algún otro. 90
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Qué rara sensación trae el estruendo de esas olas lejanas a mi oído. ¿Serán voces de seres vagabundos bajo el agua del océano infinito? Jamás sentí en toda mi vida nada parecido; la inmensidad ignota de la noche en este mundo de silencio y ruido.
Marcos Fidelman
P.D. Saludos a tus padres Yo lo hubiera titulado "Playa nocturna", pero no alcancé a contestarle. Unos meses después, releyendo sus cartas, recordé que don Marcos solía reflexionar en voz alta, diciendo que había situaciones que estaban condenadas a repetirse; entonces me di cuenta de que esa era una de ellas: por alguna razón siempre alguien dejó de contestar su correspondencia. Comprendí que la fragilidad de las cadenas no se mide por el grosor de los eslabones, como decía el librero, ya que, a pesar del poco tiempo que compartimos, había trazado profundas huellas en mí. Dejé atrás una infancia que hubiera sido como cualquier otra, de no haber conocido a don Marcos. Paradójicamente, la muerte del librero revivió en mí una imperiosa necesidad de buscar mis raíces. A los pocos años de su muerte, comencé a viajar a Santa Fe hasta que pude conectarme con Ana, una prima de mamá. No intenté que mi madre se reconciliara con su pasado, pero yo pude reconstruir, a partir de algunos parientes, la parte de mi judaísmo que necesitaba recorrer, y entendí cada una de las palabras que el librero me había dicho. 93
Cuando ingresé en Biología, mis padres se volvieron a la Argentina. Yo me quedé en Chile, pero viajaba seguido a mi país para visitar a familiares y amigos. También seguí escribiendo. A veces pienso que el tiempo es relativo; pasaron quince años desde que conocí al librero y mi vida es una sucesión de hechos que se hilvanan a partir de ese encuentro. Lamento que él no haya podido leer todos mis textos; le debo tanto. En estos años, le he puesto música a la poesía y poesía a la música. Me hubiera gustado compartir la presentación del primer compacto que lleva temas con letras mías y dos poesías de él: “Para Celia” y la que me escribió en el último año y decidí llamar “Playa nocturna”. *** Hoy, de paso por Buenos Aires, me piden que inaugure la nueva biblioteca de la escuela a la que concurrí durante mi infancia y comienzo de mi adolescencia. Se ha transformado en un lugar importante, abierto al público en general. Antes de entrar al establecimiento, al que no regresé más a pesar de haber estado muchas veces en la ciudad, miro el edificio que está bien conservado y decido apurar mi paso. Después de quince años, están "los Eme", Pedro, Rafael, Clarita, Federico, Juan Manuel, Mariela, José, Marcela, Rafa, algunos del B y del C que alcanzo a distinguir, entre otros compañeros. También están mis padres, los padres de Pedro con los hermanos, la profesora de Lengua que ahora es la directora del colegio, la vice, el cuerpo docente e invitados especiales. Yo no sé qué decir, siento que las palabras se ahogan en mi garganta. Entonces, después de aclarar que los libros que dono son sólo una pequeña parte de la biblioteca que Marcos Fidelman, a quien todos en el barrio conocían como “El librero”, me dejara, comienzo a pronunciar lo que surge espontáneamente de mis labios, con el tono pausado y la voz entrecortada. 94
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Murió y ni siquiera supe qué día cumplía años. Se llamaba don Marcos Fidelman, le decíamos “El librero”. Vivía a tres cuadras del colegio y a cinco de mi casa. Hoy, con mis veintinueve años, después de quince, lo vuelvo a ver, sentado en el único sillón que había en su librería, un sillón negro, viejo y vencido; y él, con el rostro surcado por el tiempo, con una mirada serena, siempre rodeado de libros. Desde que murió no he dejado de pensar en él ni un sólo día. Quiero compartir con ustedes la última poesía escrita por don Marcos y que me dedicó. Se la entregó al señor Ricci en una carta, junto con los libros. Este poema describe mejor que nadie a nuestro amigo. EL LEGADO Estas letras son el último suspiro de una larga espera del rocío que entre voces y sílabas perdidas explicaron los cantos del estío. Quiero dejar en esta última carta mis viejos y añorados libros para que se derramen en las almas de los sueños de los jóvenes queridos. Aquí se termina mi historia, una existencia creada por las palabras de los libros que mis ojos leyeron con cariño y que quise como si fueran hijos. Marcos Fidelman Termino de leer la poesía y siento la emoción de todos los presentes. Me aplauden, me saludan; veo rostros conocidos, 97
otros no tanto. Comenzamos a brindar. De pronto, me doy cuenta de que necesito estar solo. Salgo sin ser visto y empiezo a caminar despacio. Mis pasos me llevan a la librería. Ya no está más, ahora es un local con mucho vidrio, renovado, lleno de juegos electrónicos, de donde salen los ruidos más diversos. Ni siquiera conserva la vieja vereda de piedras desparejas. Sigo caminando y me encuentro con el café. Entro y pregunto por el dueño. Me doy cuenta de que no es el que yo conocí. El lugar está diferente, las paredes de otro color, las mesas y las sillas han cambiado. Me siento en la mesa cerca de la ventana contra la pared, y comienzo a releer la última carta que el librero me escribió: Buenos Aires, 6 de abril Querido Diego: Sé que esta carta no va a tener contestación. No estés triste, no hay por qué estarlo: la muerte es parte de la vida. Tuve una buena vida, y siempre encontré compañía en los libros. Quiero dejártelos y quiero hacerlo por carta (tal vez, sea la última decisión y una de las más importante que haya tomado en mi vida). Disfrutalos. Hacé con ellos lo que quieras, son tuyos. A pesar de haber vivido con culpa la muerte de mi familia en el Holocausto, pude ser feliz, pude amar y crecer. Vos pertenecés a otra generación. Pasó el tiempo y te toca ahora recorrer otro camino. Los libros te van a ayudar a encontrar algunas de las respuestas que tanto te preocupan y que tienen que ver con tu identidad, que el azar hizo que estuviera ligada a la mía. Vas a vivir una época diferente, tal vez menos dura, pero como siempre te dije, es necesario que sepas de dónde venís para poder caminar mejor hacia adelante. La memoria es lo que nos hace comprender. Sin memoria no hay futuro. Recordá que, en cierto sentido, los hombres somos como los árboles, no existimos o nos agotamos si sus raíces están secas. Realicé los trámites correspondientes con el escribano 98
Ricci. Él te entregará esta carta con todos los libros. También decidí dejarte la pintura que tanto te gustó cuando la viste por primera vez, y mi querido reloj que ¿casualmente? lleva tus iniciales. Mi padre se llamaba David Fidelman. Cuando te vi aquella tarde me di cuenta, no sé por qué, pero lo supe. Supe que te dejaría mis libros. Dios sabrá por qué, hay cosas que no tienen respuesta. Ahora entiendo que también te dejo algo más: la necesidad de emprender una búsqueda. Te dedico una nueva poesía. Esta vez le puse título, me pareció el correcto. Te deseo lo mejor. Marcos De las cartas escritas para mí, es la única que lleva fecha.
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