El Mar (id 111)

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El animal Le hablaron en voz baja. En gallego, en asturiano, en catalán, en dialectos de la vieja Italia. Y le pidieron que no los dejara caer. Después, arrojaron aquellas lanchas frágiles a la rompiente y se persignaron. Y en casillas del puerto, sus mujeres rezaron silenciosas para no despertar a los hijos. Luego, esos hijos aprendieron a caminar aquella arena mojada. Y allí jugaron y crecieron y allí amaron en alguna tarde de otoño. Entonces él alternó tormentas, corrientes encontradas, amaneceres blandos y bordes de espuma donde alguien escribiría con el dedo. Iluminado por la luna, lo nombraron músicos y cantores con diversa fortuna y fue soñado por aquellos que partieron y aun andan lejos pero jamás borraron aquel olor de sus narices. Caminando sus playas descansó un país entero: los cajetillas de la Belle Epóque, con sus sombrillas y ropas suntuosas. Los trabajadores en vacaciones. Los jóvenes de cada época con sus guitarras y su casi desnudez encima de olas bravas golpeando contra el espigón. A veces, parece compartir y agitar la fiesta pero durante días de lluvia mansa también va y viene tranquilo, acompañando esa melancolía incomparable, insinuando aquella silueta de mujer, poeta, que se hundió un día allí para decir adiós. Dueño de una fuerza insólita, ha movido piedras y escolleras hasta volverlas inútiles y aprendimos a respetarlo pero más que nada a quererlo; incluso aquellos que todavía arrojan flores en su orilla, recordando amores idos con la pleamar y la tormenta. Hoy, se agita como quien no comprende porqué lastimamos todo y todo lo ensuciamos. Y, especialmente, porqué a él, ése animal único, padre de las poblaciones de la costa. Así es que ruge herido en el pecho, vivo, despierto, revulsivo.


Cualquiera que haya nacido en sus orillas sabe que no nos pertenece pero que sin duda le perteneceremos por siempre. Y cualquiera sabe que acaso llevará nuestro último rastro de ceniza, hasta aquella línea del horizonte.


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