Hombrecitos El hombrecito no se sabe gris. Condición para ser gris es no saber. En tanto el hombrecito del hacha mira su sombra. Cada movimiento agranda esa sombra, la quietud hace que el hacha pierda sentido. Luego, dos hombrecitos dorados intentan tocarse. Nunca podrán lograrlo. Tan inmenso brillo a cada lado apenas construye soledad. Y el hombrecito de blanco encuentra un destino formidable: custodiará la casilla de peaje en el camino hacia la muerte. No lo sabe, pero enloquecerá al descubrir su ubicación en la frontera. Y el hombrecito gris mira con curiosidad al hombrecito del hacha que desea y a los hombrecitos dorados para enviarlos con el hombrecito de blanco que según parece los espera. En cambio, el hombrecito ocre acepta ser distinto pero no acepta otra cosa. Más allá, una mujer se acerca al hombrecito azul. Lo hace en la medida de él: se ensancha, cruje. Él ve cómo se deshace probando. Cerca de ahí, los hombrecitos dueños de casa observan con suficiencia la tormenta. Uno morirá esta noche. El otro seguirá defendiendo alguna idea de las cosas. En tanto un hombrecito y otro y otro juegan al borde pero la palabra borde no explica qué hay debajo. Y ellos no saben a qué juegan. Al amanecer, un hombrecito pequeño abraza tanto mar. Ambos (el mar y él) saben que no es suficiente.
Entonces se abrazan más. Después, un hombrecito disfrazado de tigre comprende la obligación de matar a su presa. Hay algo en ella – los dientes, la risa – por lo que huye a tiempo. Entonces Aiko bebe cognac con un hombre de ochenta y cinco años. Ella se pregunta si él podrá amarla. Él piensa en la diferencia entre realidad y sueño. Esto ocurre a siete minutos del tsunami.