Miguel Hernandez (id 121)

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Miguel Hernández

En medio de una de las peores crisis que recuerda la historia española el calendario marcó los 75 años del inicio de aquella tremenda guerra civil. El bando vencido realizo algunos actos y los pocos sobrevivientes pudieron ver con cierto orgullo flamear su bandera, la republicana, entre los miles de jóvenes indignados de la Puerta del Sol de Madrid o de la Plaza Catalunya. Flameaba por allí cierta poesía, la Federico, la Machado y la del querido y dolorido hasta el final, Miguel Hernández, el poeta que sobrevivió a la guerra, pero no a la pena, ni a la cárcel ni a saber que su hijito Manuel Miguel pasaba hambre y se alimentaba “con sangre de cebolla”, aquel niñito que le quitaba soledades y le arrancaba cárcel, al que estaba dispuesto a traerle la luna cuando era preciso y le pedía a aquel hijito que no se derrumbara, que no sepa lo que pasa ni lo que ocurre. Años de humillación de su amada Josefina Manresa, recorriendo las distintas prisiones donde los asesinos de Federico, los exiliadores de Machado que lo mandaron a la muerte, lo iban confinando en condiciones cada vez peores. La guerra también, y sobre todo, la habían declarado los herederos de la Inquisición a la poesía, al teatro, al amor y como dijo un íntimo de Franco, Millán de Astray, a la vida, cuando proclamó frente a un desconcertado Miguel de Unamuno “Viva la muerte”. Lo conocimos a Miguel de chicos, allá por los 70 gracias a otro grande, Joan Manuel Serrat, que tuvo la valentía de rescatar algunos de sus más bellos poemas y difundirlos por el mundo. En nuestros asmáticos wincos se nos hicieron familiares las nanas de la cebolla, conocimos a su entrañable amigo Ramón Sijé, frente a cuya tumba se lamentaba Miguel, encontrando


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