Urdimbre de pasión Francisca La noche es demasiado corta para extrañarte. Estoy exhausta. Mi cuerpo pide a gritos un descanso. Mi alma aún te ama. ¿Cuándo nos volvimos viejos? Todavía siento ganas de vivir y mis huesos hacen oídos sordos a mis ansias. En cambio, vos, ya no querés despertar cada mañana. Te dejaste seducir por el encanto de la desidia. Tu cuerpo no es ni lejos el de mi Pedro. Ahora, cuando te miro, solo veo un anciano desvalido que espera la noche para volver a la cama. ¡Qué paradoja! Yo, en cambio, espero la noche deseosa, para disfrutar la soledad de cada rincón de la casa que no habita tu cuerpo. Estoy cansada. No soporto ver como día a día le das un centímetro más de ventaja a la muerte. A ella sí la reconocés; la buscas, la anhelas, como antes lo hacías conmigo. En cambio a mí me mirás con ojos vagos, sin una chispa del amor que me guardabas. Te extraño. Te busco en las fotografías que pueblan nuestra sala. Cada una de ellas me recuerda una anécdota, una semblanza de nuestros días pasados. ¿Te acordás Pedro lo felices que éramos? ¿Te acordás? No, claramente, ya ni siquiera te interesa guardar en la memoria los momentos que vivimos juntos. Apenas recordás quién soy cuando te llevo el café por las mañanas. Maldita vejez. Maldita enfermedad. Me estas robando a mi compañero física y emocionalmente. Y encima vos Pedro no ayudás. ¿Acaso no queres quedarte a mi lado? ¿Ahora con quién voy a disfrutar los recuerdos? Si no estás vos, me falta la mitad de mi historia. No te entiendo. Tu vida fue por lejos mucho más feliz que la mía. Siempre hiciste lo que querías. En cambio yo, solo me dediqué a amarte. Y en ese amor, justifiqué lo injustificable. Cada caricia borró una lágrima. Cada perdón borró un descuido. ¿Acaso no era yo la que debía olvidar?
Pedro Abro lo ojos y nuevamente estoy aquí. Ya ni mis rezos, aquellos que juré nunca más pronunciar, escuchan mi deseo.
No soy yo. Este cuerpo no me pertenece. Necesito descansar y quitarme de encima este traje que me agobia. Ojalá, uno pudiera mudar de piel cuando ya la que habita no lo hace feliz. Necesito unos minutos para saber dónde estoy. Giro la mirada hacia la ventana y veo las cortinas de encaje. Estoy en la habitación de Francisca. Respiro aliviado de no tener que correr a vestirme para disfrazar una vez más mi engaño. El olor a café llega hasta mi nariz como preludio a mi martirio. En cuestión de minutos va a llegar ella con su eterna sonrisa instándome a levantarme, a bañarme y a salir a caminar. No quiero. ¿Acaso no puede entenderlo? Ya no tengo ganas de hacer nada. Su alegría me provoca. Su entusiasmo me irrita. Su contento me enfurece. Bebo el café en silencio intentando enlazar sus palabras. A veces no comprendo lo que intenta explicarme. Me cuentas historias lejanas en las que insiste en ponerme como protagonista. No recuerdo. Aunque lo intento, buceo en mi memoria y solo quedan piezas dispersas como un rompecabezas desordenado. En mis oídos suena una melodía vaga que sin saberlo me entristece. La escucho una y otra vez y solo logra fastidiarme. ¿De qué rincón de mi memoria viaja hacia mis tímpanos para enloquecerme de angustia y de dolor? Su caricia en mi mejilla me trae una vez más hacia ella. Se nota que ha sido bonita. Si son ciertos sus relatos debo haber sido feliz a su lado. Salgo a caminar. La playa parece estar cada día más lejana. Deben ser mis piernas que están tan gastadas como lo está mi alma. Voy en busca de él. Su presencia me calma, me sostiene. Con su silencio me acompaña. A lo lejos lo veo. De él nunca me olvido. Allá me espera bravío, indómito como era mi cuerpo en la juventud. Me siento a su lado. Con caricias heladas intenta recordarme su amistad. Mi amigo. Mi eterno confidente. El mar.
Pedro y Francisca
Ellos se amaban. A pesar de todo y de todos. El día que cruzaron sus ojos por primera vez supieron que nunca más podrían evitar mirarse. Las tardes en el campo los sorprendía entre hierbas y caricias.
Cautivados por el descubrimiento de sus propios deseos, solo encontraban consuelo en la piel del otro. El invierno trajo la necesidad de poner un techo a su pasión y los llevó frente a un Dios en el que poco creían pero necesitaban de testigo. Pedro y Francisca. Francisca y Pedro. Injusto sería saber quién amaba más. Para él, ella le brindaba el sosiego que anhelaba luego de una jornada de trabajo. Para ella, él le daba sentido a su vida. Francisca reía y Pedro disfrutaba con su alegría. Francisca le daba color a su vida y Pedro se lo agradecía con besos encendidos. Él y ella. Ella y él. Fuego y aire. Aire y fuego. Juntos transformaron ese rincón de la llanura en un torbellino de lujuria y de pasión. Los días a Francisca se le antojaban eternos. Sentía que debía ocuparlos con pañales y biberones. Fueron muchos los meses en que Francisca descubrió que la naturaleza hacía oídos sordos a sus súplicas. Pedro la observaba mes tras mes hundirse en la tristeza al no poder cumplir su anhelo. La casa poco a poco iba perdiendo su brillo. Las paredes se llenaban de grises y la chimenea parecía no poder calmar tanto frío. Un día Francisca conoció a Lautara. Hija de querandíes, de cuerpo fuerte y alma castigada y la llevó a trabajar junto a ella en el hogar que ya no entibiaba. Fueron muchos los inviernos que debieron pasar para dimitir su deseo. Hasta que una tarde soleada de septiembre, el temido y olvidado verdugo, no apareció. Y fueron dos y cinco y diez y treinta los días en que su ausencia perduró. La piel se dejó expandir, los pechos se llenaron de sustento para el próximo a llegar. Francisca volvió a reír. Y con cada carcajada una pincelada de color cubría el gris de la casa. Pedro disfrutaba una vez más su alegría y Lautara se dejaba contagiar con su alborozo. Ambos necesitaban de su felicidad para sentirse menos culpables. Con el invierno llegó un niño. Demasiado enjuto pensaba Lautara. Demasiado frágil pensaba Pedro. Demasiado bello pensaba Francisca. Y nadie quiso ver lo que era irreversible. Una mañana de agosto el pequeño José no despertó.
Francisca se acostó junto a él y lloró por más de dos días procurando con sus lágrimas revertir lo irreversible. Fue Lautara la que esperó íntegra a su lado a que el cansancio le ganara al desconsuelo. Junto a Pedro y en silencio hicieron las exequias de aquel que en tan solo ochenta días había marcado para siempre su destino. El suplicio de Francisca apartó a Pedro de su lecho. Lautara la consolaba a ella por las mañanas y a la noche lo aliviaba a él con canciones de su pueblo. En la oscuridad de su dormitorio, desnuda, lo acunaba entre melodías y caricias. Tuvieron que pasar muchas primaveras hasta que la resignación permitió crecer las primeras begonias. Una mañana Francisca despertó de su letargo. Abrió las ventanas de su casa y dejó que el sol bañara cada uno de sus rincones. Con el calor del estío volvió la tibieza a sus manos. Con ellas acarició cada centímetro de la piel olvidada de Pedro, recordándole nuevamente su pasión y su fervor. Las visitas al dormitorio de Lautara se hicieron cada vez más esporádicas hasta que una noche aturdida por los suspiros que entre aquellos se obsequiaban, abandonó ese fragmento de su historia. Pero no se iba sola. Se llevaba un secreto en sus entrañas. Pedro y Francisca. Francisca y Pedro. Casi no notaron la ausencia de Lautara envueltos nuevamente en la pasión que los unía. Cansados de tanta llanura migraron aquel torbellino que los envolvía hacia una geografía adecuada a su bravura. Ahora y para siempre serían tres. Ya no sería Lautara la que completara el círculo. Ahora el tercero sería tan solo testigo de sus deseos. Ahora serían Pedro, Francisca y el mar.
Lautara
Quien nada tuvo nada pretende. O eso es lo que creí hasta que llegaste a mi vida. Crecer entre tradición y resignación me llevó a pensar que nada merecía en esta vida. Mis días pasaban entre sol y sol bajo el amparo del trabajo. La tierra que labraba fue prestada a mi pueblo cual limosna. Esa limosna bendecida en penitencia por el exterminio de mis ancestros, no lograba despertar un fundamento para enraizarme a lo que no era mío.
Vagué por meses buscando un lugar donde aquietar mi desgano. Hasta que la conocí a ella. Francisca estaba tan perdida y aturdida como yo. Ambas buscábamos un lugar donde descansar nuestros anhelos. Yo los buscaba en la tierra. Ella los buscaba en su vientre. Juntas luchamos palmo a palmo por nuestros sueños. Juntas atravesamos caminos de espinas y desdichas. Ella necesitaba alguien a quien amar y yo, sin saberlo, alguien que despertara mi alma adormecida de tanto hastío. Lo amamos. Mentiría si dijera que él no logró tan siquiera movilizar mis entrañas en alguna de esas noches en que buscando consuelo, y sin saberlo, alivió uno a uno mis deseos. Lo amamos. Ella más que yo. Y él, con su rústica lascivia, se dejó amar. Yo obtuve más de él, que lo que Pedro mismo algún día sabrá. Después de meses de tristeza y abandono, una mañana de octubre, ella le abrió nuevamente las ventanas y yo pasé silenciosamente al olvido. Y como quien nada tuvo nada pretende me sorprendí con su alejamiento. Y fueron dos y cinco y diez y treinta los días en que su ausencia perduró. La piel se me expandió y mis pechos se llenaron de sustento para el próximo a llegar. Hasta ese día habíamos sido Pedro, Francisca y yo. Pero no había lugar para uno más. Así que una noche, salí de la casa para jamás volver. Llevaba conmigo a la que en el futuro me enseñaría que quien nada tuvo, sí puede aspirar a tener. Quizás sería lo único realmente mío. No prestado, no dispensado. Solo un fragmento de él. Una ofrenda del destino con un nombre significativo. Consuelo. Mi Consuelo.