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SUMARIO 4 LLAVE

DE CONTACTO

DOSSIER: LA PIEL METÁLICA

5 EL

CÁNON DE

BERTONI:

EL AUTOMÓVIL EN EL SIGLO XX Y EL

“PARADIGMA

DE LA CATEDRAL”

12 LA

VIDA EN UNA CASA DONDE UNA PUERTA SEPARA LA SALA DE ESTAR DEL TALLER

17 NEAL, JACK

Y YO

20 MECÁNICA

LITERARIA

28 EL

VIAJE DEL CRUCERO NEGRO

33 SUEÑOS

CROMADOS: EL AUTOMÓVIL EN EL CINE A TRAVÉS DE SUS GÉNEROS

SINGLADURAS

46 PENSAR

LA MÁQUINA

48 RUMBO:

NINGUNA PARTE (EN EL CAMINO, DE JACK KEROUAC)

50 LA

BELLEZA DE LA VELOCIDAD

53 DEL

MODELO A LA SERIE Y DE LA SERIE AL ARTE

55 EL

DESIERTO DE LA EXPERIENCIA.

AUTOMOCIÓN

MEMORIA

Y OCASO DEL MUNDO

DEL FUTURO

56 LA

HUELGA EN EL TONEL.

EL 68

EN ADELANTE

HERRAMIENTAS

58 HACER

CANTAR.

UNA

EXPERIENCIA EMOCIONAL Y FÍSICA

LABERINTOS

RECOMIENDA

59 CONVOY

O LA ODA AL CAMIONERO

61 AL

VOLANTE

63 POR-VENIR: CARLOS CASTÁN

CON

LA COLABORACIÓN DE Departamento de Educación, Cultura y Deporte

PORTADA: VICENTE VILARROCHA. CONSEJO DE REDACCIÓN: BEGOÑA DÍEZ, JULIO GARCÍA, JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN, FERNANDO MARCO Y ANA TOMÁS. COLABORADORES: ANA AGUILAR RODRÍGUEZ, LUIS ANTONIO ALARCÓN, LAURA BELTRÁN FELIPE, GONZALO BLASCO SORO , JORGE CASANOVA GARCÍA, CARLOS CASTÁN, SALVADOR CLARET I SARGATAL, JESÚS CUARTERO, DANIEL GARCÍA ARANA, JULIO GARCÍA, ALBA GARCÍA GASCA, JOSÉ R. GIMÉNEZ CORBATÓN, DAVID MAYOR, JULIA MILLÁN SANJUÁN, CARLOS MORENO YRUELA, LUIS MIGUEL ORTEGO CAPAPÉ, FERNANDO DE SANTOS LORIENTE, ISABEL SOLANO FERNÁNDEZ, VICENTE VILARROCHA EDITA: INSTITUTO DE EDUCACIÓN SECUNDARIA ÉLAIOS. ANDADOR PILAR CUARTERO, 3. 50018 ZARAGOZA. DISEÑO Y MAQUETACIÓN: MAGHENTA, S.L. IMPRESIÓN: TALLERES EDITORIALES COMETA, S.A. DEPÓSITO LEGAL: Z-1363-2000. ISSN: 1577-5011.


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Editorial

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Llave de contacto

A diferencia de lo que ocurre en los trenes, resulta muy difícil leer dentro de un coche en movimiento. El tren es eurítmico, cuando tomamos asiento no sólo hemos depositado en él nuestro equipaje sino también el resto de nuestra sedentaria vida, que permanece así inalterada y disponible bajo su equilibrio de inercias y ondulaciones. En cambio el automóvil nos obliga al azar de la carretera con sus trazados variables, a la vibración desordenada o a la mayor o menor pericia del conductor. El tren nos acoge mientras que el coche te coge, el primero te traslada mientras que el segundo te lleva, te arrastra a la existencia del nómada. Por eso se dice que lleva caballos en su interior, igual podría hablarse de camellos en el desierto asfaltado de las autopistas. En este sentido el tren es el medio burgués por excelencia; su aventura es una aventura controlada. Al romance ferroviario, si lo hay, le basta sencillamente con sortear la rigurosa vigilancia, y hasta el crimen conserva el aroma un poco ajado de la vieja novela detectivesca.

Sí, leer dentro de los coches es incómodo, sin embargo hay mucho que leer sobre o a partir de ellos. Pues así como el tren cambia de sitio nuestra existencia, con todas sus rutinas y evidencias, el coche es capaz de hacerla de nuevo. Por eso su argumento es siempre nuevo, impredecible. El joven y neurótico Freud recuerda haber visto de niño a su madre desnuda en un largo viaje en tren. Experiencia turbadora, sin duda, si tenemos en cuenta el contexto fin de siècle de la edípica epifanía. Lo más parecido que puede concedernos el automóvil lo encuentra uno en Jaguar del chileno Enrique Lihn, poética prosa de 1972 con el sabor ácido de Catulo y acaso de la siempre moderna Venus de las pieles: “No era tanto una mujer cuanto el modelo de la mujer Jaguar mil novecientos cincuenta y pico, hacía por lo menos ocho años que había pasado de moda se tratara o no para mí del último modelo, y eso la inclinaba al sado – masoquismo y a apretar el acelerador en la proximidad de las curvas”. Esta madura, peligrosa y felina instructora parece sin duda otra historia; desnuda o no la condición para dar con ella es la de estar fuera de casa. El tren es hogareño, nos acuna en el mullido y placentero lapso que tarda en cumplir su función. El coche es extraño, a la vez animal y jaima portátil. Sólo sirve para escapar y cuanto más bello más glacial resulta. Por eso pertenece al siglo veinte, que es el de la nueva frontera, el del crecimiento sin límite y el de la experimentación política. Siglo pasado, siglo nuestro, qué cercanos y qué póstumos sin embargo sus sueños, sus hallazgos y yerros. Qué mítico se nos ha ido quedando el siglo a la vuelta de pocos años. Hoy sabemos que la libertad del

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coche tenía precio, que sería necesario pensarlo de otra manera y que el horizonte no es interminable. Incluso hay quien diría que este invento –que además, y de paso, nos ha inventado- comienza a morir de éxito. Borrador de distancias que se ha borrado a sí mismo en manos del anónimo commuter, que se ha vuelto imposible en las ciudades y que eclipsan la alta velocidad o el low cost: como si el coche de nuestra vida, de la que nos queda en este nuevo siglo de ahora, nos esperase ya en cualquier oficina de alquiler de cualquier aeropuerto del mundo o en una estación intermodal de última generación. Se ha quebrado la conyugalidad con la máquina nómada; el futuro es algún romance descapotable desde aquí mismo hasta una carretera de la Lombardía, por ejemplo. Perduran los que el coche arrastra pero ya no lo hace el amor a la máquina, sustituible, eficaz, por último efímera. En esto hay también involucrada toda una geopolítica del automóvil, cada vez somos más americanos y menos europeos. Cambiamos de coche como lo hace el pistolero de caballo en su interminable galopada, del mismo modo en el que se entendió casi siempre el automóvil en América. Siempre habrá sin embargo diferencias. Y quien piense lo contrario haría bien en estudiar la belleza proliferante y salvaje, la jungla automovilística de símbolos que defendiera de modo provocativo Venturi en Aprendiendo de Las Vegas. El fetichismo del coche en América es cotidiano, irreverente, desordenado. Mientras que en Europa se trata de un fetichismo vanguardista, cuando no habitado por la leyenda, el diseño estelar o el brillo suntuario. También son dos las literaturas, aunque ambas puedan darse la mano en estos versos de José Carlos Llop: La duda que tengo es el coche: si el Chevrolet imaginario de Pessoa, si el Cadillac de Scottie o el radiante Bugatti del cónsul Morand. El resto son miles de páginas escritas por unos hombres que, sin saberlo, me concedieron la más alta felicidad. Desde esta revista, consagrada desde hace tanto tiempo a las humanidades y a la cultura, nos hemos propuesto un recorrido múltiple por la máquina y su significado: el arte, la escritura, el cine, el coleccionismo, el urbanismo, la sociología y hasta la metafísica o la aventura han sido recogidos en torno al coche con rigor y amenidad. El objetivo, como siempre, el de construir un hermoso artefacto de papel y pensamiento. Aunque en esta ocasión arranque a correr a todo gas.


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SILUETAS EL CÁNON DE BERTONI: EL AUTOMÓVIL EN EL SIGLO XX Y EL “PARADIGMA DE LA CATEDRAL” LUIS MIGUEL ORTEGO CAPAPÉ HISTORIADOR DEL ARTE

Imagen promocional del Audi A6 Allroad 2008, con la catedral de Brasilia, de Oscar Niemeyer, como fondo.

La “Edad de la máquina” El siglo XX ha sido el del nacimiento de la “Edad de la máquina”. Al observar otros periodos históricos, bien por un instinto de operatividad o bien por un afán pedagógico, percibimos que las diversas etapas de la historia han quedado vinculadas en nuestras mentes a un elemento característico y con capacidad de representación y resumen por sí solo. Si en la Antigüedad son los grandes templos, en la Alta Edad Media los enriscados castillos, en la Baja Edad Media las inmensas catedrales góticas, o en la Edad Moderna los grandes palacios del Renacimiento, sin duda debe de haber un elemento de similar capacidad semántica y simbólica que represente a la “Edad de la

Máquina”. Este elemento, el que resume en su forma, su fondo y su interacción con la sociedad a la Era en la que ha sido creado, puede muy bien ser el Automóvil1. En 1957, el semiólogo Roland Barthes dedicó un capítulo de su opúsculo “Mitologías” (en realidad una recopilación de artículos semanales en prensa), al entonces nuevo Citroën DS, “la diosa”2 (nuestro “Tiburón”), que, creado por el escultor Flaminio Bertoni, pasa por ser uno de los objetos de diseño más influyentes del siglo XX. Aquel comenzaba con una frase de una gran densidad, cuyo enunciado puede parecer antes una provocación que una sugerencia a la reflexión: “Se me ocurre que el automóvil es en

1 Para una revisión del automóvil en la cultura, consultar el monumental e imprescindible Wollen, P. y Kerr, J. (ed.); Autopia: Cars and Culture; Londres, Reaktionbooks, 2002 2 Según el juego de palabras en francés al leer “Deesse”

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nuestros días el equivalente exacto de las grandes catedrales góticas. Quiero decir que constituye una gran creación de la época, concebido apasionadamente por artistas desconocidos, consumidos a través de sus imágenes, aunque no de su uso, por un pueblo entero que se apropia, en él, de un objeto absolutamente mágico” Las palabras y reflexiones de Barthes en este artículo constituyen un punto de inicio fascinante que permite, en un recorrido por la presencia del Automóvil en la cultura y la sociedad en sentido amplio, observar si este nuevo tótem del siglo XX y las características sociales y culturales de las catedrales góticas, tienen alguna conexión. El paradigma de la catedral La catedral gótica es la creación suprema de una era, dice el semiólogo. Ciertamente, las catedrales no sólo son, desde el punto de vista de un significante, un elemento destacado desde el que poder establecer nuestro análisis hermenéutico. En un nivel meramente causal, no es difícil percibir que las catedrales fueron, en muchos sentidos, un motor económico para las ciudades de Europa en la Baja Edad Media. Una construcción que en ocasiones se prolongó durante siglos, a la que acudían gran cantidad de artistas, artesanos y trabajadores de tierras lejanas. En torno a ellas no sólo florecía la plástica sino también el comercio de pequeña y gran escala, hasta el punto de que los comerciantes y gremios profesionales, a partir de cierto momento, se convirtieron también en mecenas en sus propias capillas dentro de las catedrales. Matemáticos y estudiosos debieron resolver los problemas técnicos que aquellas descomunales construcciones planteaban, y en torno a esos problemas surgieron también soluciones que pudieron adoptarse para toda la sociedad en su vida cotidiana. Del mismo modo, la erección de enormes templos en los compactos cascos urbanos de las ciudades bajomedievales obligó a menudo a modificar el urbanismo, y crear, por primera vez desde época romana, planificaciones de áreas urbanas que permitiesen conectar los nuevos referentes con la vieja ciudad. Y por una razón evidente de prestigio, las catedrales, una vez acabadas (o quizá nunca acabadas) se convirtieron en motivo de comparación y competición entre las ciudades, por tener la construcción más grande o la mejor decorada. Las catedrales se convirtieron a menudo en emblemas de las ciudades, tanto o más que las reliquias de santos que contenían. La expresión del maestro Duby al refererirse a “La época de las catedrales” resume con precisión lo que estas grandes construcciones de la Edad Media suponen: la representación de una época. Si tratamos de resumir en unas cuantas ideas básicas las claves de las catedrales en esa época que lleva su nombre, encontraremos con cierta nitidez algunos ejes de lo que queremos llamar “El paradigma de la catedral”:

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La catedral es aquel elemento definidor que identifica a todo un periodo. En cada periodo es posible hallar elementos cuyas características los conviertan en crisol de la cultura y la sociedad de dicha época, al modo de la catedral en la Baja Edad Media. Catedral ha de ser un elemento material, de gran potencia plástica, que tenga además la capacidad de atraer connotaciones inmateriales o transcendentales que lo doten de una proyección más allá de la utilitaria. Ha de ser una empresa tal que en torno a ella pueda agruparse excepcionalmente la potencia económica, social y cultural de la sociedad que la genera durante un tiempo suficientemente prolongado. Su relevancia es tanto mayor en la medida en que es capaz de atraer de forma idéntica o similar el interés de la sociedad en diferentes lugares y culturas durante un periodo de tiempo capaz de involucrar a varias generaciones. Veamos pues qué hay de todo esto en un elemento tan aparentemente distante de una catedral gótica como es un coche. El siglo de las ruedas El siglo pasado, el de la construcción vertiginosa del mundo moderno y sus sucesivas destrucciones y reinvenciones, ha tenido en su transcurso un protagonista invariable, el automóvil. En las diferentes claves de interpretación que de esta máquina se han realizado a lo largo de las décadas se lee con claridad la evolución de la sociedad en esta centuria. Cuando el Coche, el carruaje que llevaba siglos entre nosotros, influyendo sobre los nuevos modelos de urbanismo del siglo XVI o causando quebraderos de cabeza a los rectores de las ciudades del XVIII, se convirtió en el Automóvil, de la unión de tradición y fulgor moderno surgió un nuevo Titán, cuya trayectoria es, ya hoy, un vector directriz en el mundo. Y en este nuevo camino, su viaje ha sido como el de Ulises, pasando de héroe a villano, y de marido ejemplar a crápula incorregible. Del extravagante “coche de caballos sin caballos” de finales del siglo XIX a la máquina maravillosa que cantaban los futuristas o al motor industrial que supuso el Ford T en Estados Unidos van pocos años pero mucha distancia. El “automóvil salvador”, símbolo de un futuro ideado por aristócratas y artistas exaltados, lanzado a la épica tarea de las carreras de principios de siglo, como unas olimpiadas de la modernidad, se envileció con el resto del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, y renació del centro del capitalismo


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como tótem del consumo en los años 50. El objeto de deseo de los adolescentes que vieron nacer el Rock and Roll se convirtió ya, y hasta hoy, en el objeto de deseo incluso de los adolescentes que nunca oyeron hablar de Chuck Berry. La carrera espacial dejó sus huellas en el diseño de automóviles y pensamos que, en el futuro ilimitado y sin consecuencias negativas de los años 50, los coches volarían sobre nuestras ciudades, mientras en los 60 florecía el hermoso abrazo con el otro gran mito del siglo XX, el cine. La crisis del petróleo de los años 70 cambió la cara al automóvil, que comenzó a verse como un amante infiel, como una amenaza, como un objeto en extinción. Los coches futuristas de los setenta empequeñecieron y abandonaron la quimera de rodar por la luna para tratar de no extinguirse de la Tierra. En las dos últimas décadas del siglo XX, aquel extraño artefacto de sus inicios se convirtió definitivamente en mesías y anticristo de nuestra sociedad. En objeto de culto y en amenaza mortal. El automóvil que colapsa ciudades, deforma el urbanismo, contamina el aire y siega vidas en las carreteras es, en cambio y al mismo tiempo, el objeto más bello, atractivo y accesible al que, cien años después, pueden aspirar los mortales en su camino hacia una salvación figurada. En diez décadas el coche ha pasado de tótem a ídolo caído, de salvador a secuestrador, de esperanza a desengaño. Pero en ese camino ha recogido la historia del más denso y decisivo de los siglos recordados y se ha fortalecido. De manera que, incluso cuando, con el Automóvil siendo arrinconado, parece que cerramos con candado el siglo XX, el elemento “Automóvil” parece insustituible incluso para las utopías de la movilidad en el futuro. Homo Avtomovicvs: el automóvil como medida del mundo moderno Una de las formas evidentes en las que el automóvil se ha convertido en el centro del mundo actual, es el urbanismo de nuestras ciudades. El urbanismo es una ciencia tan antigua como la civilización, y en los tratados sobre la materia las ciudades ideales son un género predilecto. Desde Vitrubio a Niemeyer, la “ciudad ideal” ha tratado siempre de responder a las necesidades de los habitantes, cubriendo todas sus demandas de desplazamiento, producción, ocio y privacidad, aparte de las de higiene, salubridad y abastecimientos. En la Edad Moderna, el inicio de la popularización de los carruajes entre la nobleza y burguesía forzó a plantear una escala del urbanismo diferente, en el que la escenografía y el espacio útil encontraban un punto de encuentro. Sin embargo las ciudades de la vieja Europa rara vez encontraron oportunidades de rediseñar su plano y, salvo París, Roma o Londres, las grandes intervenciones urbanas de regularización del plano quedaron casi reservadas a las ciudades del Nuevo Mundo. No por casualidad, viajeros que transitaron por España en el siglo XVII y XVIII dejaron testi-

monio del caos y peligro que los carruajes llevaban a las calles de las principales ciudades, particularmente Madrid. Pero incluso así, los “coches” eran cosa de unos pocos, y el invento del “coche a motor” y su popularización tras la segunda guerra mundial transformaron completamente el modelo de transporte privado y, con él, el modelo de ciudad ideal. Por un lado, las “ciudades ideales” pronto comenzaron a llenar las visiones de la arquitectura del futuro de grandes rascacielos flanqueados por inmensas avenidas, de calles soterradas, de aparcamientos verticales, de autopistas rapidísimas que conectaban zonas periféricas de las ciudades... La ciudad del porvenir se concebía sólo en función del hombre, pero de un hombre que se relacionaba con el medio gracias a la máquina. Si bien las visiones de arquitectos más radicales como Sant’Eliá o de otros más racionales como Le Corbusier no acertaron exactamente en el plazo o en la forma de las ciudades actuales, es un hecho que el tamaño, modelo y expansión de la ciudad está condicionado por el automóvil, como unidad de transporte individual. La popularización del automóvil en Estados Unidos, encarnada por las mareantes cifras de producción y ventas del Ford T, fue agente esencial para construir un espacio nuevo, una nueva forma no sólo de ciudad sino de país. La posibilidad de desplazarse a mayor distancia para trabajar o realizar compras penalizó inmediatamente a una red comercial tradicional de pequeñas tiendas y favoreció la creación de embrionarios centros comerciales y establecimientos de carretera. Las ciudades se vieron obligadas a incorporar elementos novedosos: párquines, estaciones de servicio, garajes... La nueva ciudad era un hábitat que se medía ya no en función de cuánto el hombre podía desplazarse, sino de cuánto podía hacerlo su coche, y el viaje más deseado ya no era el “Grand Tour” sino la Ruta 66.

Pablo Picasso, con Jacqueline y el fotógrafo David Douglas Duncan posando en el Mercedes 300 SL “Alas de gaviota” que fue propiedad de éste durante casi cuatro décadas

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Casi cien años después de su invención, el automóvil sigue siendo la unidad mínima de medida a partir de la que se construyen las nuevas ciudades. Que se han hecho habitables en si mismas gracias a que existe el automóvil: la expansión de las zonas residenciales de las grandes metrópolis tiene solo sentido en función de un medio de transporte individualizado y rápido que, una vez trasladado al centro, es agente de innumerables y a menudo irresolubles problemas de superpoblación de automóviles. Ningún otro elemento ha influido más en el urbanismo, de forma tan rápida e irreversible. Fábricas de progreso. La industrialización en torno al automóvil Las propias factorías en las que se construyeron los automóviles del primer tercio del siglo XX se convirtieron en si mismas en símbolo del progreso y en edificaciones de referencia con las que las ciudades y las marcas proyectaban su imagen hacia el exterior. El proyecto de “motorización de América” de Henry Ford, se construyó no sólo en torno al coche, sino también en torno a su sistema de montaje (que se universalizó en pocos años). El programa arquitectónico diseñado por Albert Kahn para Ford tuvo como fruto no sólo algunas mansiones para los miembros de la familia, sino una serie de factorías, particularmente en Detroit, que fueron en los años 20 fuente de inspiración para la industria de cualquier sector en el resto del mundo. Las nuevas fábricas, inmensas “ciudades” de la producción, generaron en las capitales del automóvil una periferia no tan luminosa como la ideada por los arquitectos teóricos, pero al tiempo incorporaron a las ciudades una estética que se integraría a su vez en la arquitectura cotidiana de las zonas residenciales, en forma de garajes, gasolineras o incluso gran-

“El fantasma de Sindelfingen”, una de las fotos del reporta-

des espacios comerciales con aspecto de estaciones je “Los fantasmas de Sindelfingen”, que el afamado fotóde servicio. Al otro lado del Atlántico, la deslumbrangrafo de guerra David Douglas Duncan realizó para te expansión del imperio fascinó a algunos Mercedes BenzFord en 1956. 8

industriales europeos, como el dueño de Fiat, Agnelli, quien encargó a Giaccomo Matte-Trucco el edificio para su factoría de Turin. El “Lingotto” se convirtió rápidamente en un edificio admirado por arquitectos y artistas de todas las tendencias, y el paso de las décadas no ha hecho sino convertirlo en un símbolo de Turín y de Italia misma, inmortalizado para el cine y la cultura “pop” en “The Italian Job”, de P. Collinson, en 1969, y abrazado en los años 80 por la intervención de un arquitecto de cinco estrellas, Renzo Piano. Esta exaltación de la industrialización y las inabarcables connotaciones que el producto de ella, el coche, destilaba, contribuyó a un hecho decisivo en la historia reciente de la humanidad: la dignificación de la máquina, de modo que esta pasase de ser una mera herramienta a ser “algo más”. El verdadero nacimiento de una nueva era. El templo del Tótem: las catedrales del motor Del mismo modo que en los años 20 y 30 era preciso que el progreso tuviera una expresión arquitectónica en forma de planta de producción, con las inmensas fortunas y los grandes consorcios creados en torno al automóvil (su producción, diseño, venta, distribución o reparación), apareció años más tarde una nueva necesidad, la de desarrollar un programa arquitectónico civil que mostrase su éxito, y que en cierto modo les equiparase a los arrogantes nobles y comerciantes de la Italia del Renacimiento, al llenar las prósperas ciudades de palacios a mayor gloria de sus méritos. El primer gran edificio de estas características es, a su vez, un símbolo por si solo de la modernidad y del siglo XX: el Chrysler Building de Van Alen. La capacidad de representación de un edificio singular asociado a una marca es tal que, casi ochenta años después de su construcción, el segundo rascacielos más alto de Nueva York sigue manteniendo el apellido de la marca automovilística creada por Walter Chrysler, pese a que hace décadas que no pertenece a la corporación. Es largo y atractivo el listado de edificios que las marcas han creado a lo largo del siglo XX para proporcionar así una imagen externa que tiene, como apunta Gunther Henn, mucha más capacidad de difusión, más prolongada y de mayor calidad que una campaña publicitaria en televisión. Desde el Four Cylinder Building de Schwanzer para BMW en Múnich, de 1974, hasta el BMW Welt de Coop Himmelblau que se encuentra junto al anterior, abierto en octubre de 2007, ha habido un resurgimiento de la arquitectura vinculada al automóvil con un puñado de edificios que, además, se han arrogado en ocasiones las propiedades de templos de la modernidad. La faraónica ciudad de la automoción de VW en Wolfsburgo, creada por Gunther Henn, con su enorme TorreAparcamiento de cristal, el centro tecnológico de McLaren en Woking por Norman Foster, el nuevo


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museo de Porsche en Züffenhausen, de Delugan & Meissl, el laureado museo de Mercedes – Benz en Stuttgart por UNStudio, la planta de BMW en Leipzig por Zaha Hadid, o la factoría de Ferrari en Módena por Jean Nouvel, son los destacados de una amplísima lista de edificios que permiten hablar de una tendencia arquitectónica a representar el poder del automóvil en el mundo. En cierto modo, una época dorada de la arquitectura corporativa en torno al automóvil, con semántica de catedral. De Maratón a Nürburgring Aparte de la potencia cultural y social del vehículo de transporte, hay un componente que elevó rápidamente al Automóvil al imaginario colectivo mítico de todo occidente: la competición. La competición automovilística ha sido un semillero de mitos que han trascendido con mucho el mero ámbito del automovilismo y han llegado al resto de la sociedad y en particular al arte y la literatura. Desde los pioneros que hicieron enardecerse a los Futuristas, hasta los románticos amantes del riesgo de mediados del siglo, Fangio, Nuvolari, Rosemeyer o el Marqués de Portago, formaron parte más de un ciclo clásico – épico rediseñado que de la historia del deporte. Primitivos circuitos y carreteras abiertas fueron los escenarios de una construcción mítica de la memoria colectiva pues en ellos se gestó la idea de la competición que hoy, cuando casi ninguno de aquellos factores perdura, todavía está vigente. Pero con el paso del tiempo, las carreras en carretera abierta se volvieron insostenibles por su riesgo y su coste en vidas, y de aquellas míticas Panamericana o Mille Miglia solo quedan hoy las épicas 24 horas de Le Mans, en cuyos inicios los equipos representaban a los países y no a las marcas. A todas aquellas carreras desplazó, casi de forma cruel, la Fórmula 1. La metáfora del piloto como último héroe clásico encontró en los actores de cine un perfecto aliado. Algunos actores o artistas en cuyas vidas el automóvil tenía un papel especial sumaron a su fama universal el de la condición semidivina del automovilista de aquellos tiempos. Tanto Steve McQueen (Bullitt, 24 Horas de Le Mans,...), como Paul Newman (500 millas,...) incorporaron su pasión a las películas, pero sin embargo, la triada “Personaje Famoso + Coche + Velocidad”, encontró su obra maestra en la muerte de James Dean. La perfecta génesis del mito moderno había tenido lugar sobre un coche, un Porsche 550 Spyder al que el creador del primer Batmóvil o el coche de la Pantera Rosa, G. Barris, había decorado con unas franjas de color y la inscripción “Little Bastard”. No importa que el accidente fuese causado por un conductor borracho y sin luces, ni que Dean circulase correctamente. En el imaginario popular, la muerte se produjo en medio de una orgía de velocidad, riesgo y ansia por las emociones, al igual que había sucedido

con la ridícula muerte de Isadora Duncan en 1927. La muerte a bordo de un flamante automóvil deportivo o de carreras se convirtió en aquel momento en algo, en cierto modo, místico. Muchas décadas después, la competición no tiene nada del imprudente amateurismo que sembró de muertos los circuitos durante décadas, pero tampoco del romántico y noble impulso de unos pilotos que eran algo más que locos al volante. La profesionalización ha arrinconado a la emoción y la pasión mística, pero sin embargo la Fórmula 1 es hoy más poderosa económicamente que nunca y arrastra más seguidores que nunca. Quizá por ello, como sucedió con tantas religiones decadentes en la Antigüedad, desde Eleusis a Isis, parece rodearse más que nunca de enormes templos, consagrados en este caso a la velocidad. La arquitectura en torno a la competición automovilística adquiere proporciones gigantistas, desde las que proyectar un pasado glorioso al que poder seguir refiriéndose sin mirar al presente. El gran diseñador de circuitos del tiempo moderno, el alemán Hermann Tilke, ha creado muchos de los nuevos circuitos de la resurgente Fórmula 1 moderna. En todos ellos hay una característica común y llamativa: la escala colosal. La desproporcionada palmera de Sepang queda casi pequeña si la comparamos con la inmensa puerta, un Torii hecho para gigantes, que adorna la recta de meta del circuito de Shanghái. Una arquitectura entre moderna y folclorista, de proporciones descomunales, delata su fondo antes que su función: todo el mundo ofrece al dios de las carreras, al Pan de la gasolina, el templo más grande posible y con el rasgo más local posible, para que siempre sepa dónde está. El edificio de Norman Foster para la ciudad del motor de Alcañiz parece apuntarse a la arquitectura impresionante, pero no tanto al gigantismo. Una elegante y sinuosa forma plateada descansará junto a la recta en el árido Bajo Aragón. En los circuitos ya no bastan curvas míticas. O quizá es que al final se trate de una ciclópea operación de márquetin, con resultados deslumbrantes. El automóvil en el arte: Velocidad Abstracta Un protagonista que abarca un campo tan amplio de las manifestaciones de la sociedad y la cultura no podía quedar, como era de esperar, al margen del arte de vanguardia. No es de extrañar incluso que un invento que prometía tal revolución fuese al tiempo admirado por los artistas que trataban de revolucionar el mundo del arte. Desde el cartel de Toulouse – Lautrec con el conductor en primer término dirigiendo su coche, hasta la inconclusa serie “Cars” de Warhol, encargada por Mercedes Benz para celebrar su cente-

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de una interacción mucho más fluida e intensa de lo que siempre se ha afirmado.

El BMW M1 decorado por Andy Warhol para las 24 horas de Le Mans de 1979, y que forma parte de la colección BMW Art Cars. Este coche pudo verse en Zaragoza en la exposición “Los juegos en el arte del siglo XX” del 30 de octubre al 29 de diciembre de 2002

nario, y truncada por la muerte del artista en 1987, Arte Contemporáneo y Automóvil han vivido un romance que ha basculado permanentemente entre lo apasionado y lo clandestino. La innumerables veces repetida soflama de Marinetti en el Manifiesto Futurista de 1911, comparando a un coche de carreras con una estatua clásica, no pasa de ser una arrebatada hipérbole si observamos la profunda reflexión artística que encierran los cuadros de Balla o Boccioni, con sus ensayos sobre la descomposición del sonido, la velocidad y el color. A partir de ahí, el automóvil será un secundario de lujo más, como los que jalonan las memorias de los años 20, siempre presente en torno al arte de vanguardia. No es anecdótico que fuese una familia de artistas la que vio crecer a Ettore Bugatti, y que los coches de su marca, mítica como pocas dentro y fuera de los circuitos, fueran diseñados personalmente por él, que había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de Milán con su hermano el escultor Rembrandt, y bajo la tutela de su padre, el diseñador Carlo. Ni que uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX, David Douglas Duncan, consiguiese que Picasso se enamorase de su Mercedes 300 SL, el que había conseguido a cambio de un maravilloso reportaje fotográfico para Mercedes Benz en Sindelfingen, el mismo que le llevó desde la Selva Negra hasta la Plaza Roja, y el que, décadas más tarde, como en un sino escrito por el genio, volvió a manos de un Picasso, uno de los nietos de Pablo. La pasión de Frank Stella por la Fórmula 1, el trabajo de Giorgio de Chirico para Fiat, las colaboraciones de Calder, Lichtenstein o Rauschenberg pintando coches BMW como obras únicas de arte, o las exposiciones como “Speed, Style and Beauty” en el Museo de Bellas Artes de Boston, con la colección de clásicos del modisto Ralph Lauren, son breves notas

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Los movimientos artísticos y la teoría del arte no se olvidaron del automóvil tras los futuristas. Tras la Segunda Guerra Mundial, automóvil, música y arte despertaron sobre el mismo colchón, estableciendo un triángulo amoroso que va desde el Rock & Roll hasta el cine, pasando por el auge del automóvil como artículo de consumo y el despertar de la adolescencia estadounidense (Rebelde sin causa, American Graffiti,...), para acabar en el arte pop. Si bien Warhol tomó el tema del automóvil en repetidas ocasiones, el pop convertirá al coche en icono a través de Bob Indiana, Rosenquist o Wesselman, y en España los Equipo Crónica o Equipo Realidad lo incorporarán a sus composiciones llevándolo de los talleres a los museos. Los años del arte pop (si es que no vivimos en ellos aún) son también los de la metamorfosis más asombrosa sufrida por un automóvil en la historia, que es en el fondo la historia novelada, la teogonía, del mundo actual. El VW fue un vehículo diseñado de modo que su forma está totalmente supeditada a su función, y su función era llevar al ejército de Hitler a la conquista de Europa. El diseño del Dr. Porsche tenía todas las papeletas, una vez acabada la guerra, para ser laminado y olvidado por la historia. Pero los años 50 fueron también los del nacimiento de la publicidad moderna, y precisamente ese origen tiene mucho que ver con una empresa que se antojaba poco menos que imposible: vender el VW Beetle en Estados Unidos. Tres publicistas, Dane, Doyle y Bernbach, los fundadores de la mítica compañía de publicidad DDB, diseñaron entre los años 50 y 60 una serie de campañas para el Escarabajo que hoy son algo más que historia de la publicidad, son historia de la cultura de masas e historia del arte. Historia del mundo. Las campañas “Lemon”, o “Think Small” son el origen de nuestra publicidad moderna, hasta tal punto que Warhol escogió “Lemon” para su corta serie sobre anuncios de 1985, y contribuyeron a su vez a un hecho totalmente inesperado: que en los años que van desde el final de la guerra mundial hasta la década de los sesenta, el VW pasase de ser el coche de Hitler a ser... el coche de la paz. Consagrado para siempre por el movimiento jipi, tanto el Beetle, como la VW Bulli son hoy ya iconos del siglo XX, como muestra el hecho de que un Beetle forme parte de los fondos del MOMA. Por último, el automóvil como objeto de diseño ha tenido, hasta la llegada de las nuevas tecnologías que parecen ganar ese importante lugar en lo simbólico, una capacidad de fascinación e influencia descomunal, tal que la moda, el interiorismo o hasta el mobiliario urbano se han visto afectados por él. El impacto de vehículos como el Citroën DS del escultor Flaminio Bertoni cambió totalmente la visión que se


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tenía hasta entonces no sólo de los coches, sino del diseño utilitario por completo. Igualmente, la influencia de los minicoches (Fiat 500, Mini Cooper...) o la fascinación de los descapotables sobre el resto de la cultura material ha sido tan determinante que todavía hoy los catálogos de productos tan diferentes como moda, electrónica, seguros o cirugía estética procuran incorporar a sus imágenes vehículos de diseños elegantes y clásicos con los que cargarse de argumentos. Es un inequívoco (y sin embargo discutible) signo de estilo. Catedrales rodantes para el siglo XX Como recuerda Jaime Brihuega en el catálogo de “Garaje”3, el automóvil supuso, a finales del siglo XIX, el símbolo definitivo y máximo de la individualización del progreso, frente al ferrocarril, que representó la llegada de un progreso en términos colectivos. El automóvil además aportaba la libertad que el tren no tenía, la de no estar forzado a recorrer vías, sino que podía transitar por cualquier camino de los ya existentes creados para su antepasado directo, el carro. La promesa de libertad ha sido uno de los pilares que han convertido al automóvil en un icono esencial de la cultura, pero también lo ha sido su valor como objeto de diseño. Estos dos factores unidos han creado un compuesto de enorme potencia semántica: un objeto utilitario de diseño, que otorga libertad y proyecta una imagen; algo prácticamente al nivel de la moda, con el añadido en paralelo de que, casi al igual que en la moda del vestir, todo el mundo lo usa de un modo u otro. Y esto ha podido ser porque el siglo XX fue el de la libertad individual, frente al de la libertad colectiva que fue el siglo XIX. ¿Es, por tanto, el automóvil digno de la comparación con una venerable catedral gótica? Echando la vista hacia atrás, vemos que el automóvil ha sido ese elemento material que representa al siglo XX con más rapidez y densidad que ningún otro por si solo. Tanto en términos colectivos como individuales, el fenómeno automóvil ha hundido sus raíces tanto en el utilitarismo técnico como en el campo de lo inmaterial y lo simbólico, al representar, recibir y proyectar una gran cantidad de información social, objetiva y subjetiva, creando incluso sus propias claves y lenguajes. Sus cualidades técnicas han sido motor de la investigación, pero también sus características estéticas han sufrido una fuerte retroalimentación con el arte y el diseño, con un factor además esencial: ser un fenómeno que atraviesa transversalmente todas las culturas y que se prolonga en el tiempo durante generaciones como fósil director del progreso.

Donatella Versace en el Mini Cabriolet decorado por ella misma como pieza única para una subasta benéfica en 2005.

Por otro lado, pocos factores como el automóvil han sido tan decisivos en la economía del siglo XX, desde el auge económico e industrial de su fabricación masiva en las primeras décadas, pasando por la necesidad de infraestructuras e industria auxiliar cada vez más sobredimensionada, para llegar al determinante hecho de haber convertido un residuo natural escaso en el planeta, el petróleo, en fuente de discordia, ambición, guerras y estrategias políticas mundiales durante décadas. Del mismo modo, si el urbanismo de otros periodos históricos se ha caracterizado por la teorización, por la improvisación o por la construcción de la ciudad como un escenario, el del siglo XX es un urbanismo desarrollado sobre ruedas. Hasta tal punto que las ciudades son operativamente incomprensibles si no se dispone de la unidad de medida, de la llave, que es el automóvil. Ningún elemento ha influido jamás en el urbanismo de forma tan rápida en ningún periodo histórico, tanto en lo que toca a las ciudades como al resto del territorio. El siglo pasado es el de la geografía del automóvil, desde el paisaje periurbano hasta la última época de las grandes exploraciones, como el Crucero Negro. Probablemente, sin embargo, la prueba definitiva de que el automóvil es el factor más significativo del siglo XX es que, en lo poco andado del nuevo siglo, cuando parece que las estructuras tradicionales que se construyeron durante el pasado se agotan irremisiblemente; cuando el modelo energético impuesto por la “sociedad del automóvil” es inviable, el efecto invernadero una amenaza de aspecto apocalíptico y las ciudades se han vuelto insostenibles; el automóvil parece estar arrinconado y en cuestión como culpable de muchos de estos males, y con el siglo XX cesado por desahucio, el auto.

3 Brihuega, J. e. a.; Garaje: imágenes del automóvil en la pintura española del siglo XX; Madrid, Fundación Barreiros / Fundación Carlos de Amberes, 2000

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LA VIDA EN UNA CASA DONDE UNA PUERTA SEPARA LA SALA DE ESTAR DEL TALLER SALVADOR CLARET I SARGATAL CONSERVADOR DE LA COL.LECCIÓ D’AUTOMÒBILS SALVADOR CLARET

Salvador Claret con su padre en su carro de vapor

12 de diciembre de 1889. Francisco Bonet i Dalmau obtiene de la Oficina Española de Patentes y Marcas la concesión por 20 años de la patente nº 10.113 «vehículos de varias ruedas movidos por motor de explosión». En su solicitud de patente el mismo Bonet razonaba de manera genial su propuesta con los siguientes párrafos: «Es preciso aplicar a los vehículos destinados al escaso número de personas un medio que venga a reemplazar a los animales de tiro, esto es: obtener carruajes dirigidos por el mismo paseante. Este medio es el de los motores de explosión, de petróleo, bencina u otro líquido análogo. Este género de motores tiene, desde luego, las siguientes condiciones esenciales para la resolución del problema». Más adelante Bonet argumentaba: son de pequeño volumen y no necesitan hogar ni producir vapor, se pone rápidamente en funcionamiento y su conducción es fácil; además apunta, la renovación del líquido productor de la fuerza es sencilla y su empleo es por tanto como se desee.

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Francisco Bonet solo construyó uno de sus vehículos y su patente no se renovó al caducar su concesión tras cumplirse los 20 años. A veces me pregunto si he podido pasar de divertirme a sufrir con algo que me apasiona. Llevo toda la vida viviendo con muchos de ellos, son como si formasen parte de mi familia y como aquel que pretende no darse cuenta de lo que está haciendo, les voy dedicando, robando horas a unos y a otros, una gran parte de mi vida. A veces me comporto con ellos como si de humanos se tratara, les hablo, los toco y me paso minutos mirándolos como si nunca antes los hubiera visto. Y es que en mi casa primero llegaron los automóviles, gracias a mi padre Salvador Claret i Naspleda, mientras que yo nací algo más tarde, en 1949. Por tanto, mi vida ha estado totalmente ligada a nombres como los de Austin, Talbot, Morris, Ford o Delage. En


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mis recuerdos son constantes las diferentes formas de sus carrocerías, ya fuese en un punta carreras como aquel Bugatti T37 con el que acompañaba a mi hermano mayor a las playas más cercanas a casa en verano o el Delahaye de espléndida carrocería cabriolet al que llamábamos «Manolete» y que acabó sus días, tras un accidente, dejando sus principales piezas mecánicas, como si de un trasplante se tratara, a otro que aún hoy se conserva; o aquella gran berlina de viaje, sobre un majestuoso chasis de Minerva de 8 cilindros en línea «sin válvulas», que regresó a mediados de los 70 a su Bélgica natal o la imagen del enorme torpedo Rolls Royce de largos viajes familiares en años en que el precio de la gasolina era casi simbólico. Y es que en mi casa, si algo había, eran automóviles, ya fuesen de marcas conocidas u otras totalmente desconocidas, desde camionetas a deportivos, en buen estado y en pésimo estado de conservación, pero todos ellos formaban un conjunto en torno a mi padre y a un garaje en el cual, quienes venían se encontraban a gusto compartiendo larguísimas y complicadas restauraciones en medio de amplias tertulias automovilísticas que, inevitablemente, giraban todas en torno a las preferencias de marcas y modelos, a la pasión por las carrocerías artesanales, por los automóviles de carreras o los Ford T. En estas reuniones, se hablase de lo que se hablase, el automóvil era el protagonista. Nuestro primitivo garaje, pensado para albergar los coches de los turistas que pernoctaban en nuestro hotel, al que mi padre le puso por nombre Hostal del Rolls (un hotel en plena Carretera Nacional II en el termino municipal de Sils y en el cual dormías en la habitación Bugatti, Bentley, Packard...), recibió un buen día la visita de un Ford modelo T de 1923 que mi padre había comprado, un automóvil que sin proponérselo tomó una plaza en propiedad. Más tarde, un Citroën 5HP y un primitivo Salmson con motor cuatro cilindros con válvulas en cabeza y carrocería biplaza de carreras se colocaron al lado de él. Más adelante llegó desde Murcia un Peugeot, el MU-67, el coche que Juan de la Cierva y Peñafiel compró en París en 1910 que ocupó también una plaza en propiedad que aún conserva. Poco a poco fueron llegando nuevos inquilinos que iban ocupando las plazas de los clientes hasta conseguir que los automóviles de estos pernoctasen en la calle. Teníamos, pues, un garaje al completo y la base de una buena colección. Quizás por este motivo he llegado a la conclusión que, para iniciar una colección, son necesarias, básicamente, cuatro condiciones: disponer de un amplio conocimiento de lo que se desea, no dejar pasar la ocasión y la disponibilidad, tanto física

como económica para adquirirlo y conservarlo. Por tanto en nuestro caso, sólo precisábamos de dos condicionantes, ya que si de algo teníamos conocimiento era de automóviles y físicamente empezamos compartiendo un garaje. Pero hay además otra cosa muy importante a tener en cuenta aparte de estas cuatro condiciones, y es el sentido común. La mejora económica motivada por el turismo y la construcción a partir de 1960 influyen en la doble situación que se dará en España. Una gran parte de la sociedad precisa de un cambio que le permita aumentar y demostrar su nuevo nivel de vida y paradójicamente también necesita deshacerse de numerosos objetos y útiles que habían marcado su anterior etapa. Con las ventas de los primeros apartamentos y la comercialización de los primeros SEAT se propiciará esta situación. Los nuevos automóviles que fabricará SEAT arrinconaban, en el mejor de los casos, si es que no los desguazaban, importantes automóviles que se cambiaban por un utilitario, de igual manera que una mesa de fórmica, según se decía mucho más funcional y práctica, lograba destituir a la noble mesa de nogal del comedor de toda la vida. Teníamos ya nuestra tercera condición, la ocasión. Vivíamos el momento oportuno. Si bien la disponibilidad económica puede ser un factor decisivo, en muchas ocasiones el conocimiento supera ampliamente el factor económico que a medida que la colección crezca, irá perdiendo su importancia debido al conocimiento y prestigio de la misma colección y éste podría ser un buen razonamiento de cómo en nuestra casa se inició una colección de automóviles: la verdad es que no la buscamos, llegó sola, pero fuimos tenaces y en ocasiones nos lanzamos a la piscina. El conocimiento e información que tenía de los automóviles fue ampliándose (como también nuestros garajes) por la amplia bibliografía que iba acumulando y leyendo o en ocasiones escuchando, de viva voz, de Joaquín Ciuró, primer historiador del automóvil en España, los relatos sobre marcas españolas y hechos que forman parte de nuestra historia. También fue decisiva nuestra presencia y participación en acontecimientos internacionales, donde tuvimos la oportunidad de ver la importancia que algunos de nuestros colegas daban a la automoción histórica, primera aparición del sentido común. Esta nueva visión nos animó a seguir adquiriendo automóviles, aunque sin un fin concreto, y moviéndonos básicamente para salvaguardarlos. Es

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cierto que en ocasiones llegamos tarde a los desguaces o, mejor dicho, chatarrerías y cuando veíamos que de nuestro futuro automóvil solo quedaba un montón de cobre, uno de aluminio, otro de latón y unos restos de acero, no nos desmoralizábamos, nos consolábamos mutuamente con mi padre diciéndonos: «encontraremos otro y será mucho mejor». Y ésta era toda nuestra filosofía. Con mi padre recorrimos España entera buscando nuestros automóviles, algunos de los cuales ni tan solo los pudimos ver, una vez localizados, como el Hispano Suiza T30 de los Zayas de Granada, un viejo amigo que reencontré 25 años más tarde en una subasta y que, una vez adjudicado a mi nombre, el Estado español hizo valer su derecho de retracta y de nuevo seguí sin verlo. Esto me hace pensar en otros grandes automóviles que localizamos, como el Cadillac de Navia, el Rolls Royce de Pastriz, el Maybach de Cretas o el 540 K de Cardedeu, automóviles que algunos de ellos forman parte de nuestra Col·lecció, mientras que otros, que por diferentes razones no pudimos comprar, si por alguna circunstancia los veo, no los reconozco como un Rolls Royce o un Cadillac, sino que para mí continúan siendo el Rolls Royce de Pastriz o el Cadillac de Navia, automóviles con nombre y apellido. Los días pasan y te das cuenta que aquella diversión a la cual empezaste a tomarle gusto cuando tenias 17 o 18 años, se ha ido transformando y hoy ya no miras estos automóviles con los mismos ojos; mi visión se ha vuelto más critica, más conservadora y con ella ha variado también mi discurso, mucho más imprevisible y cercano a la actual situación social que vivimos, aunque muchas veces mis recuerdos me trasladan a irrepetibles viajes por España en ancestrales vehículos de primeros del siglo pasado. Pero los veo lejos, muy lejos. Este período de tiempo ha sido suficiente para pasar de la diversión al sufrimiento, de ver los automóviles como un objeto divertido y de uso despreocupado a verlos como verdaderas piezas patrimoniales. De no importarme lo que le podía ocurrir a su mecánica o carrocería por un uso, en ocasiones indebido, a sentirme responsable de su conservación y adquisición, de su investigación, restauración y comunicación o exhibición con finalidades de estudio, educación o pura contemplación. Cada día, los veo más cercanos a la evolución de nuestra sociedad y hoy me es imposible, con mi mentalidad, cada vez más de museólogo, desligarlos de la mayoría de las situaciones tanto históricas como económicas que vivimos y ha vivido nuestra sociedad, pese a que esta opción me comporte cada vez más su limitada utilización como automóvil.

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Lo más curioso es que sé cómo pasé de la diversión al sufrimiento y no hice nada para evitarlo. Soy consciente de que entender sobre automoción me viene de hace tiempo y que, lógicamente, con el paso de los años, he ido adquiriendo un poso que me da seguridad y credibilidad. Pero he de confesar que mis conocimientos sobre el automovilismo y en especial sobre el de nuestro país eran ya muy amplios en los años 70, una situación que me permitía hablar, con una total autoridad, sobre algunos temas de la automoción española que eran totalmente desconocidos por su nula investigación o difusión, creando en ocasiones a mis interlocutores unas situaciones de perplejidad al darles detalles o datos que desconocían. Si esta situación ya se me planteaba aquí en nuestro país, qué podría decir de cuando me encontraba con aficionados y expertos internacionales, desconocedores, muchos de ellos de nuestro patrimonio automovilístico. Nuestra industria automovilística, para ellos, solo tenía dos referencias: la Hispano Suiza, muchas veces definida como unos coches con nombre español fabricados en las cercanías de París por un ingeniero suizo y los Pegaso Z102. Debo aclarar que, con el tema de la Hispano Suiza, he perdido muchas horas explicando que lo de París era una sucursal de la fábrica de Barcelona, como lo fue la de Guadalajara, que Marc Birkigt, su ingeniero, llegó a Barcelona con pocos veintitantos años para solucionar los problemas de los vehículos que fabricaba Emilio de la Cuadra, que se arruinó como también se arruinó quien quiso continuar con esta empresa, José Mª Castro y que, gracias a uno de sus muchos acreedores, en concreto Damián Mateu, visionario y excelente empresario de la burguesía catalana, refundó la que llegó a ser una de las marcas más prestigiosas del mundo, la Hispano Suiza. Pero claro, también debía ser consciente de mi credibilidad a los 30 años, sobre todo cuando comentaba estos temas con entendidos de los que el menor de ellos me doblaba en edad y nunca habían oído hablar de estos personajes. Estos conocimientos y mi afición al automóvil me permitieron aceptar, en 1990, la propuesta del actual Director del Museu de la Ciència i de la Tècnica de Catalunya (mNACTEC), Eusebi Casanelles, para el planteamiento y comisariado de una exposición conmemorativa sobre el Centenario del primer automóvil español, que se celebró con motivo de la inauguración oficial de la primera fase de la restauración del mNACTEC en la ciudad de Terrassa, museo que es también la sede del Sistema de Museus del mNACTEC. Un Sistema cuyo proyecto hoy es realidad y en donde se agrupan un total de


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25 diferentes museos técnicos, entre los que se encuentra la Col·lecció d´Automòbils Salvador Claret, siendo cada uno ellos singular con respecto a los otros, en tanto que narran y exponen una temática concisa o bien la industrialización de un espacio concreto del territorio catalán, teniendo en cuenta tanto los aspectos técnicos como los sociales y los culturales. Los meses previos a esta exposición me fueron tremendamente útiles, pues aprendí de manera rápida que el automóvil tiene diferentes visiones, lo que permite obtener de él diferentes lecturas. Y empecé a valorar que toda nuestra sociedad ha aprendido a vivir alrededor del automóvil, mejor dicho, con o dentro de él, pues todo lo que hacemos está dirigido, en gran parte, hacia nuestra libertad de movimiento y hacia nuestra igualdad de posibilidades de acción y en estos determinados puntos sí que el automóvil se ha mostrado como el elemento que mejor cumple estas necesidades y por mucho que le busquemos descalificaciones y defectos, el automóvil no deja de ser el segundo elemento de importancia en la familia, después de la casa (a veces pienso que, si el petróleo fuese barato y no contaminase, viviríamos dentro de los coches y las encuestas dirían que la casa quedaría en cuarto o quinto lugar; sin duda el fenómeno de Internet, la adictiva televisión y la refrescante nevera estarían por delante).

Salvador Claret en el Rallye Benidorm – Madrid en 1963, con un Peugeot

Empecé a ver el automóvil de otra manera y con ello su historia. Ahora mis libros sobre automóviles ya no son sólo de carrocerías, de competiciones o de marcas emblemáticas. Actualmente tengo necesidad de conocer detalles que años atrás para mí no eran prioritarios, o ni tan solo existían, como puede ser la economía de estas grandes o pequeñas empresas, sus cambios empresariales o sus sistemas de trabajo, a la vez que me intereso por conocer detalles de cómo las ciudades se han ido adaptando al automóvil o de cómo, cada vez más, la sociedad vive con el automóvil y de qué manera estos grandes cambios están influyendo en todos nosotros. Y todo esto empieza con los preparativos de esta exposición. En los próximos días iría reflexionando en relación a que quizás lo más importante de los automóviles no fuesen sus bellas carrocerías y mecánicas finas, sino todo un mundo, en el amplio concepto de la palabra, que gira alrededor de ellos. Esto me hizo pensar que podíamos ser muchos, como era mi caso, los que estábamos equivocados al ver solo la omnipresencia del automóvil como objeto de culto en una colección o museo, tal como lo demuestran, aun hoy, la mayoría de sus presentaciones. En muchos casos su presentación se realiza conforme a la metodología museística más tradicional y conservadora; es decir, el automóvil se presenta como un elemento único dentro de una colección temática. Los automóviles se exhiben en muchas ocasiones, por decirlo de alguna manera, en «magníficos garajes de mármol», unas edificaciones que por sus amplias salas, me recuerdan los grandes edificios que albergaron las primeras colecciones de minerales o muestras de zoología, que recuerdo de mi infancia, siendo además muchos los museos y colecciones de automóviles que tanto en su planteamiento expositivo como en su visita me recuerdan aquellas salas del instituto. Actualmente ha variado mucho mi planteamiento, sobre todo en mis dos últimas exposiciones: Viva Montesa y Microcoches españoles. Tanto en la una como en la otra he utilizado los vehículos para situarnos en unas épocas determinadas logrando, de esta manera, obtener un discurso claro y preciso. En la de Viva Montesa la técnica y la competición me permitían, gracias al gran fondo de la Col·lecció Permanyer, dar a conocer las evoluciones tanto en España como en el resto del mundo, del sector motociclista y plantear al visitante espacios que pudieran darle la información que precisaba sobre diferentes situaciones allí planteadas, como podían ser la del cierre masivo de la industria motociclista española, la rivalidad entre Montesa y Bultaco, la importancia que tenían las exportaciones en las empresas españolas o por qué tantos cam-

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bios de emplazamiento de fábrica. Por otra parte, en la de los Microcoches, realizada en el Caixa Forum de Alcobendas, los presenté bajo los conceptos de diseño e ingenio en la autarquía española.

En toda colección o museo, cualquiera que sea su temática, debemos considerar que casi siempre ha habido la persona o experto que asesora sobre la necesidad de exponer determinadas piezas.

Tengo claro que pueden ser muchos y muy diferentes los puntos de vista que relacionan la automoción como objeto de museo. Los automóviles museables podríamos definirlos como aquellos que han perdido gran parte de la función para la que fueron fabricados y que no es otra que transportar personas y esta posibilidad puede plantearse de manera casi inmediata: El Ferrari F2007 de Fórmula 1, en solo un año ha perdido la función esencial por la que fue fabricado: competir y ganar el Campeonato del Mundo de F-1. Ahora ya es el F2008 quien tiene esta misión, no obstante el F2007 ha ganado una nueva función social, la museable. Pero ello precisará de unos soportes comunicativos de alta tecnología con los cuales se logre dar sentido e importancia a este automóvil y situarlo dentro del contexto deportivo, económico, cultural y social en la época de su fabricación y su influencia en los años venideros.

Detrás de determinados automóviles que forman el núcleo fuerte y permanente de un museo o una colección siempre hay o ha habido un experto que dará un razonamiento preciso para que un determinado automóvil forme parte de la colección, ya sea por factores decisivos como puede ser su interés técnico, por su belleza estética, por sus éxitos deportivos o por la personalidad de su primer propietario o tan imprevisibles como el lugar en donde fue encontrado, la facilidad de su compra o por llevar rotulado en un lateral un anuncio que nos recordó, quizás, el olor de una magdalena.

Tal como ocurre con los bienes museables, el automóvil y la automoción en general, además de su utilidad como sistema de transporte, también nos pueden transmitir todo lo que fue su proceso industrial y laboral, los estudios para determinar la ideología de su concepción o los primeros dibujos de cuando era un project-car, los años de introducción y consolidación de su fabricación y lo que representó su lanzamiento al mercado acompañado por su publicidad, un factor decisivo de sus ventas y cuyos estudios, diseños, presencia y medios de comunicación absorberán más de un 10% del coste total de venta de un automóvil. Y no olvidemos que cuando ya eres poseedor de tu automóvil, no solo has comprado el producto que más te gusta y con el que más te identificas; también en su precio van connotaciones simbólicas muy personales, como puede ser la libertad, la personalidad, la satisfacción, la tecnología, el erotismo o incluso el poder, por nombrar algunas de ellas. Con estas exposiciones y argumentos, extrapolables a los museos, tengo cada vez más el convencimiento de que la función de un museo no es solamente la de perpetuar y dignificar el pasado sino que es totalmente necesario que, cada vez más, los museos sean un referente de la realidad actual que hoy les toca vivir y hacia donde vamos, en un camino en donde valores como la imagen, el diseño, la tecnología y el arte son conceptos básicos para conocer, entender y valorar mejor nuestra historia y nuestra sociedad actual.

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Debemos considerar que estas decisiones sobre nuestros fondos y cómo presentarlos no deben ser determinantes pues evolucionarán con el tiempo. Es la sociedad, con su visión más generalizada, con sus modas sobre estética o publicidad, la que nos marcará su tendencia. Lo que sí debemos analizar es la opinión de nuestra sociedad actual en las visitas a nuestros museos, pues con sus valoraciones obtendremos unos datos en los que sus sentimientos y recuerdos tendrán, sin duda, un alto peso específico, con unos resultados que deberemos considerar antes de tomar y aplicar nuestras decisiones. Para llegar a alguna de estas conclusiones han sido necesarias muchas visitas a colegas míos en diferentes países, escuchar sus principales necesidades, comentar las restauraciones de los vehículos, las vinculaciones con museos de otras temáticas, la relación con la administración, encuestas, etc. Pero cuando realmente iniciamos nuestros contactos internacionales con otros expertos en museos de automoción fue con motivo del primer World Forum Motor Museum organizado por el National Motor Museum en Beaulieu (Inglaterra) en noviembre de 1989. Por fin pudimos comentar públicamente nuestras opiniones, así como presentar nuestras primeras ponencias sobre museos de automoción. El World Forum se celebra cada dos años y en ellos participamos activamente con nuestras ponencias, además de haber sido nuestra Col·lecció, en 1993 en Sinsheim (Alemania), el primer museo en presentar un cuaderno pedagógico dirigido a los profesores y alumnos de primaria. Y es que en los inicios de las primeras compras de automóviles que mi padre realizó y que pasarían a formar, años más tarde, el fondo de la Col·lecció d´Automòbils Salvador Claret, todo era más fácil, más simple y más divertido, ¿o no?


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NEAL, JACK Y YO JULIO GARCÍA CAPARRÓS IES ÉLAIOS

i El retrato de esa edad tendría que incluir, dentro de su campo perceptivo, los abalorios étnicos, el pelo y el bordado en el cuero afgano. Puede que una baraja del tarot de Marsella algo desgastada, muy cerca del hueco de espuma de mar amarillenta en el que se consumieran ciertas resinas. Y un librito de portada roja y blanca de la City Lights Books de San Francisco, que ahora abro al azar. La memoria es teatro espectral, habitación demasiado llena de fantasmas. El beato y alucinado Philip Lamantia escribe: There is the distance between me and what I see everywhere immanence of the presence of God no more ekstasis a cool head watch watch watch.1 Los ideogramas de la escritura Kanji son las huellas dejadas por las grullas sobre el lodo todavía fresco. Y la grulla sólo dice “¡Mira!”. Cool head. Según el viejo Malebranche no hay otra plegaria natural del alma salvo la atención. Igual que para Walter

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Benjamin aparentemente adormilado por el kif. En cambio desde el pequeño dispositivo monoaural la seis cuerdas Fender de un mestizo negro–indio grita: Are You Experienced? Y el tiempo mismo posee entonces esa textura resinosa, deja manchas de vino en el mantel del crepúsculo. Te rodea la voz como un fular estampado de letras mágicas. El despertar, la voltereta de la serpiente Kundalini. Clic. Natalie Merchant & The 1000 Maniacs cantan Hey Jack Kerouac mucho tiempo después. Lejos de la calle Gaztambide, del invierno en Madrid y de los últimos mordiscos del fascismo. JK que toma sus palabras de la boca de los niños perdidos en el bosque. ¿Han crecido los muchachos y su belleza se ha desvanecido? Te has ido sin decir adiós. b Visiones de Cody. Habla Pomeray, el verdadero Neal Cassady, único Bartleby literario de una generación que siempre escribió demasiado: “tú me enseñas a jugar al billar (…) y yo te enseño algo más de psicología y metafísica”. La lección de filosofía americana es un viaje enloquecido en coche, desde Denver a Notre Dame (mil seiscientos kilómetros más o menos) para

LAMANTIA, Philip: Selected Poems 1943-1966. City Lights Books, San Francisco, 1969, p. 60.

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a Este dialecto es beat, unidad rítmica, golpe. No sólo ascesis en busca del conocimiento, de otro conocimiento. William Burroughs: “Kick is seeing things from a special angle”.3 Antes el sombrío romanticismo de Coleridge quien “sólo come miel de rocío y bebe leche del paraíso”. También es método: páginas del texto cortadas y reorganizadas (cut–up), páginas dobladas por el centro y superpuestas a otro fragmento de escritura (fold-in). El azar conjurador de la forma, una excedencia de sentido dentro de lo que el queer, imperturbable adicto, llamara álgebra de la necesidad. Otras veces la novela ha de escribirse sobre un rollo de papel continuo evitando la pausa esterilizante del cambio de hoja en la máquina de escribir (entonces aún no existía el destello sin término de la pantalla). Incluso la estrofa que dura como la respiración, el poema mantra de Allen Ginsberg: I saw the best minds of my generation destroyed by madness, etc. En cualquier caso se trata de eludir la entropía, la disipación. No en vano Ken Kesey – el último beatnik y el primer hippyretoma la metáfora del demonio termodinámico siempre obediente dentro de su caja de Maxwell. Aceleración de moléculas en la autopista. El mínimo vibrátil y casi congelado de un jaiku sobre el grifo del agua mal cerrado. ver un partido de football. El espacio se desenvuelve y a la vez se acorta como en un solo de Bird Parker. La única metafísica heroica de América es el acelerón del be bop. Y el cerebro cruje como un auto machacado al que se le exige tragar más millas de las que es capaz. Por eso Kerouac apunta: “Anoche en el West End Bar estaba enloquecido. No puedo pensar con la velocidad suficiente”. La utopía: una highway neuronal perfectamente interconectada. Desplazarse con rozamiento cero y a la vez conseguir cierta inmovilidad interior. El cerebro como un condensador en el que se amontona sin desperdicio la energía cinética. Por ejemplo de Denver a Notre Dame, entre ningún sitio y ninguna parte. Y una auténtica pregunta metafísica requiere de una nueva lengua. Gilles Deleuze la identifica en la parataxis, casi en el tartamudeo que encadena palabras mediante simples guiones. Frente al sentido innato del europeo para la totalidad orgánica “les americans, au contraire: ils ont un sens natural du fragment”.2 Con qué poco se basta la pobreza, como en Gasoline de Gregory Corso: Anoche conduje un coche sin saber conducir ni tener coche. EXCITED ABOUT MY NEW LIFE.

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DELEUZE, Gilles: Critique et clinique. Minuit, Paris, 1993, p. 75. BURROUGHS, William S.: Junky. Penguin, New York, 2002, p. 152. 4 PIVANO, Fernanda: Beat & Pieces. Photology, Milano, 2005, p. 109. 3

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d El primer tercio. La vida que no es para contar entera. Y sobre todo las cartas a Ken y Jack de Cassady: el Packard de color crema, un camión que enamora, el Buick nuevo, un Oldsmobile del 55, el Hudson Jet 1951, un Chevy, un MG, un Saab, otro Chevrolet (éste negro y del 44), una camioneta Dodge, la ranchera Studebaker amarilla. Miles y miles de kilómetros, señales luminosas, autostop, moteles, gasolineras. El bello Cassady amado por poetas homosexuales y muchachas menores de edad. Con todos complaciente y a la vez inasequible. Melancólico Kerouac atrapado por el alcohol, las anfetaminas, la madre y la fama. Tánger, París, Londres, Madrid o Milán jamás le devolverían el primer entusiasmo de la carretera. Vagabundo del Dharma budista, ángel de la desolación anclado como guarda forestal en la montaña, víctima del delirium tremens en Big Sur. Y sobre todo cronista de una vida que no es para contada. Como lo recuerda su traductora al italiano, extraviado en vaya usted a saber qué circunvalación secundaria de la memoria: “Quando l’ho conosciuto ero sbalordita di vedere un uomo così bello e così disperato”.4 Y así aparece el rostro de Kerouac en la invitación del Naropa Institute de Colorado junto a la inscripción: “To: NANDA PIVANO. 14 Via Manzoni 20121 Milano Italy”.


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e El tranquilo, irónico, sabio Lawrence Ferlinguetti de blanquecina barba reza en el concierto de The Band. ¿Dice al final “Amén” o solo “Hey tíos”? A él se debe el que pudiera ser el mejor epitafio de todos ellos: A Coney Island of The Mind. Un parque de atracciones decadente, invadido a menudo por colgados y/o chaperos: la alegría en ruinas que gira como la noria de un planeta no menos arruinado. Pero quedan las trazas o huellas, el recorrido en el que las direcciones son todas y ninguna: & the white road sign “Easonburg” & yellow “Stop” sign beyond - & signs on a post pointing in all the directions - ¨ Route 95 2Æ US 64 Rocky Mt 3 ≠ Sandy Cross 4 -5 Otro bucle, corte al azar o superposición. En el lector digital Robert Fripp y Adrian Belew repiten Neal & Jack & Me. Cada uno encuentra en el camino su propio rostro, el nombre que falta. ¿Se trata de hacerse con un rostro o prosopon? ¿Y por qué no de un enganche, de una conexión con la máquina? I’m wheels, I am moving wheels I am a 1952 studebaker coupe I’m wheels I am moving wheels moving wheels I am a 1952 starlite coupe... Neal y Jack y yo. Amantes separados, amantes separados. h ¿Y si el mundo fuese una gramola cromada, igual que el jukebox que Peter Handke buscase en Soria, Zaragoza, Logroño? Ernesto el Nica, beatnik católico, místico soldado del general Sandino, dijo que nuestros días son “como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras con risas de muchachas y música de radios”. El amigo de Urtecho, insólito hímnico de mohawks, sénecas, oneidas, cayugas y onondagas. Trapense y rebelde Cardenal, quien imagina un choque o un abrazo de autos en la intersección de carreteras llamada “Armonía”. Y pasan de moda los modelos, lo hacen las canciones en la gramola, igual que las novelas escritas de un tirón: literatura de damajuanas llenas de clarete californiano, frases como el sexo urgente en los asientos traseros. Pienso en el viejo Dizzy con los carrillos hinchados igual que un escuerzo: Swing Low, sweet Cadillac. El gospel de la retranca como ese rezo de Janis Joplin antes de la sobredosis: Oh Señor dame un Mercedes Benz. Mercado negro de Interzona para Burroughs reseco: No hay…n’existe plus… No sirve… No bueno…Vuelva el vielnes. Brian 5

Wilson tampoco sabe lo que tiene con su Little Deuce Coupe. John & Paul le proponen a la aspirante a estrella baby you can drive my car. Beep beep’m beep beep yeah. ¿Por qué no lo hacemos en la carretera? No nos verá nadie. Quiero saber ahora por qué no lo hacemos en la carretera. Un ostinato airado y rasposo. Bien Georgia Sam tiene la nariz roja y el departamento de asuntos sociales no le va a dar ropa. Por suerte le queda la posibilidad de escapar por la Highway 61. Sin embargo Dylan está atascado en el cruce de Mobile otra vez con Memphis Blues. Y ahora sí que podría ser el fin. Igual que los chicos Fogerty, rudos campesinos en la fiesta de la vendimia de Lodi, sin gasofa para la gala de Stockton. Envía postcards of the hanging a Fabrizio d’André: Le cartoline dell’impiccagione sono in vendita a cento lire l’una, si está de acuerdo el salmista de Duluth. Ph. Leitch tiene cara de perdedor Engine goes brr brr when you’re riding in my car. Na Na Na Na Na cantan The Primitives Here We go, Way too fast. En Thunder Road hay carcasas de Chevrolets quemados. ¿Qué haremos, Neil Jack y yo, el día que la música muera? Neones y marquesinas centelleantes en Main Street. Chicago, New York, Detroit. Todo es la misma calle. Keep truckin’ like the do-dah man. Tu típica ciudad envuelta en un típico ensueño. Don se hace rico con su tarta de manzana: Drove my chevy to the levee, but the levee was dry. Nuestras cartas en cambio no valen un violón, porque he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, etc.

KEROUAC, Jack: Book of Sketches. Penguin, New York, 2006, p. 6.

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MECÁNICA LITERARIA JULIA MILLÁN SANJUÁN

Automóvil. Una cantata de bocina. Gusano de luz por la calle sombría. Los ojos relucientes bajo la noche fría. Reptil de la ciudad que raudo se desliza. Concha Méndez. En estos tiempos de docu-ficción, historia del colaje, evolución de los pecés, literaturas post-intrameta-out-literarias y “nocillas experiences”, establezcamos una ficción que nos conduzca, sin comienzo ni fin específicos, a la realización de un viaje por la visión que el Hombre tiene del automóvil, usando como carretera, además de un sin número de libros, esa autopista del siglo XXI que es Internet. Comenzamos: Un Peugeot 309 matriculado en el 79 de color blanco se saltó un semáforo. El hecho no hubiera tenido más importancia si no hubiese sido porque en ese momento cruzaba por el paso de peatones un ingeniero. Resultó un atropello mortal. “Uno más”, sentenció un policía local. El cuerpo tendido sobre el asfalto. Ocurrió el 9 de mayo de 2009. Justo el día que el finado estrenaba jubilación. Justo acababa de recoger de la oficina de correos un envío que se había demorado más de diez años: una maqueta de un Ford modelo T, aquel auto con motor de cuatro cilindros y tan solo 20 CV de potencia que diseñara Henry Ford allá por 1908. Cuando el juez de guardia levantó el cadáver dudó si tomar la maqueta prestada para su nieto o dejarla, como estaba, en la mano de D. Korman, así se llamaba la víctima. La hija de Korman descolgó el teléfono y escuchó los hechos. Ni una lágrima. Se llevó la mano a su codo derecho y se rascó. “Quién corre con los gastos del desplazamiento” preguntó a su

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interlocutor. “Usted, señora”, le contestó el agente judicial. “Señorita, si no le importa”. Dos días después la única descendiente del ingeniero recogía los efectos personales de su padre: un reloj de pulsera, con la esfera destrozada, las llaves de la casa donde vivía, la maqueta del Ford T y las cenizas del muerto. “Debería haber traído un envase. Estas urnas no pueden salir de aquí”, dijo el judicial. “Viértalas aquí”, dijo la hija, sacando una bolsa de plástico. “Sabe, su padre falleció, justo, ciento quince años después de que los hermanos Charles E. y Frank Duryea, simples mecánicos de bicicletas, decidieran fabricar el primer motor de gasolina. Y ciento veintitrés años después de que Gottlieb Daimler aplicara el motor de explosión a un nuevo medio de transporte llamado automóvil. “¿Gottlieb?”, preguntó la huérfana. “Gottlieb”, contestó el judicial, “no es de la familia”. Cuando María salió del taxi tardó unos segundos más de la cuenta en cerrar: un pequeño remolino salpicó la tapicería del auto. Acababa de verter las cenizas de su padre. Con las llaves en la mano levantó la vista y vio una ventana abierta. Una cortina jugaba a entrar y salir. A la tercera, la llave entró y María Korman puso pie en la casa de su padre. Le llamó la atención un escritorio negro, castaño y dorado. Dejó allí el bolso y sacó la maqueta del Ford T. Se quitó la chaqueta y la colgó encima de un abrigo gris de espigas. Al lado, una bufanda de lana del mismo color. María husmeó el aire, entró y salió de la cocina, entró y salió del angosto cuarto de baño, entró y salió del dormitorio (la cama todavía sin hacer, la chaqueta del pijama en el suelo), entró y se quedó en un estudio de apenas diez metros cuadrados con estanterías baratas en las cuatro paredes, repletas de maquetas y más maquetas de coches antiguos y menos antiguos, miniatu-


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ras de motores de explosión seccionados, bielas, láminas con sistemas de frenado, rollos de planos constructivos... Más maquetas, más miniaturas, más recortes de periódicos… Y en una esquina una maleta enorme de la que sobresalía un folio. María Korman inclinó la cabeza y leyó: PROYECTO AUTOLIBRO, en mayúsculas, en cursiva. Y debajo: Ingeniero mecánico J. D. KORMAN. ¿Jota? ¿Habían tenido que pasar más de treinta años para enterarse de que su padre tenía nombre compuesto, un nombre que empezaba por j? ¿Javier, José, Jacinto, Julio, Jonás, Julián, Juan, Joaquín, Jorge…? María Korman, no sin esfuerzo, acostó la maleta en el suelo y la abrió: carpetas y más carpetas marrones rotuladas a mano. Fue pasando de una en una de dos en dos, de tres en tres...: AUTOMOVIL 2 “HISTORIA DEL AUTO EN ARGENTINA”. De dos en dos, de tres en tres, de quince en quince…: AUTOMOVIL 45 “GRANDES FRACASOS” María Korman salió de la habitación, buscó el bolso, sacó las gafas, encendió la luz de la lámpara y leyó de píe: AUTOMOVIL 57 “ADORACIÓN POR LA TÉCNICA”. Escuchar los motores y reproducir sus conversaciones. La poesía es el ruido. Las bicicletas deben morir (nota manuscrita). A mon Pégase l´automobile. ¡Dios vehemente de una raza de acero, automóvil ebrio de espacio, que piafas de angustia, con el freno en los dientes estridentes! ¡Oh, formidable monstruo japonés de ojos de fragua, nutrido de llamas y aceites minerales...! La canción del automóvil”, F. T. Marinetti, 1912. Piston chaudière piston chaudière pisssstton pissstton piss sston. Premier Piston de Joie chuade PENETRER dans l’huile frirerire frirreire sa nostalgie graaasse graaasse. Second Piston de VOLON VOLONTÉ VOOOLOON TÉE freiné par trop d’huile-sensualité (grave pénible mal rythmé) folle folle folle course folle de deux courroies de transmission (afection rancune). 3. roues de souvenir douloureux dont les dents entrent dans les dents de 3 roues d’ironies mal huilées (stridence et lenteur). 4. Premier tube d’échappement panpantomime —pan panpantomime panpantomime joiejoie dansante élégante et sublime de la fumée des vieux chagrins brulés pantomime— pan dans le tube en forme de bouche d’étudiant criard en vacance”. (...) Philippo Tomasso MARINETTI, Machine Lirique, 1913.

¡Por Dios! ¿Qué significaba todo aquello? ¿Desde cuándo su padre sabía francés? ¿Desde cuándo comenzó a perder el contacto con él? María volvió al gabinete, dejó la carpeta en cualquier lado y sacó otra. AUTOMOVIL 101 “EL SUEÑO AMERICANO”. Dice Kouwenhoven que los doce símbolos más genuinamente americanos junto con el coche son: la silueta de Manhattan, la disposición en cuadrícula de las ciudades, el rascacielos, el Ford modelo T, el jazz, la Constitución, los escritos de Mark Twain, “Hojas de hierba” de Whitman, las tiras cómicas, las telecomedias, la producción en cadena y la goma de mascar. Nada les ha servido para realizar su sueño (nota manuscrita). “Algunos discursos culturales en torno al automóvil”. The Great Gatsby Dentro de la literatura norteamericana, el automóvil representa con frecuencia la materialización de unos sueños que nunca llegan a realizarse por la brusca irrupción de la tragedia. Esta imagen está muy presente en The Great Gatsby (El Gran Gatsby, 1925), de F. Scott Fitzgerald, novela publicada cuando los vehículos bajaban de precio y comenzaban a convertirse en objeto de consumo de la clase media, pero también cuando las estadísticas de accidentes de tráfico eran alarmantes y la crisis económica se encontraba a la vuelta de la esquina. Todos los personajes de la novela conducen sus automóviles. El más interesante es el Rolls Royce amarillo que forma parte del paraíso particular creado por Mr. Gatsby para recuperar a su antigua amada Daisy, y que será el desencadenante de la tragedia. El gran Gatsby está lleno de referencias veladas que presagian el accidente final, todas ellas asociadas al automóvil: —Daisy se reúne con su primo Nick y le pregunta si le echan de menos en Chicago, él contesta: “La ciudad entera está desolada. Todos los automóviles llevan la rueda trasera izquierda pintada de negro en señal de luto” (Fitzgerald 1983: 23). — Nick y Gatsby se dirigen a la ciudad, cuando “…enseguida nos adelantó un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carruajes con las cortinillas echadas, y por otros carruajes menos melancólicos para los amigos. Los amigos nos miraron con los ojos trágicos y el breve labio superior del sudeste de Europa, y yo me alegré de que el espectáculo del espléndido coche de Gatsby quedara incluido en su lúgubre paseo” (Fitzgerald 1983: 87-8). — Daisy conoce las infidelidades de su marido por un accidente de tráfico: “…una noche Tom chocó contra un carro en la carretera de Ventura y arrancó una de las ruedas delanteras de su automóvil. La chica que iba con él también salió en los periódicos,

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porque se rompió el brazo: era una de las doncellas del hotel Santa Bárbara” (Fitzgerald 1983: 97). [4] David Laird equipara la presencia del coche al Jardín del Edén: “Cars blossom in a season of Edenic promise, offering enclosure, security, individual autonomy and control, freedom to do as one pleases. In such a comfortable and glowing light, they assume the attributes of a garden, an environment improved by careful cultivation, by artful manipulation. For the purpose of exposition, for whatever benefit it may afford as a convenient heuristic device, I wish to adapt Leo Marx’s terms to suggest that the machine is the garden, opening the way to or itself becoming a sheltering space, free from the conditioning, shaping influences which beset the fallen world. Through various links and contacts, the myth of the automobile merges with, is strengthened by, the myth of the garden” (Laird 1980-1: 640). I drive therefore I am: Norteamérica y el automóvil (fragmento). Santiago García Ochoa. Espéculo. Revista de estudios literarios María no había leído la novela ni visto la película. Le fastidiaba más esto último. Alguien le había dicho que salía Mia Farrow. La hija del ingeniero mecánico dejó la carpeta encima de la otra y fue sacando más carpetas. “Una, dos, tres, cuatro… No, esta no. Esta otra:

revela al avanzar y destruirlo. Yo me acordaba de los días de fiesta en los que el potentado jerezano se marchaba de viaje o estaba demasiado cansado para exigir los servicios de mi padre -no eran todos, a los potentados les gusta emplear a sus empleados más cercanos los días de fiesta- y mi padre podía utilizar el coche como si fuera suyo, lo que era una oportunidad inmejorable para vacilar ante las amistades y los vecinos: un Mercedes granate en un barrio donde el que aparca un “seiscientos” ante el portal de su casa ya había alcanzado el glorioso peldaño de la realización personal... Me ilusioné imaginando que podía llegar a un arreglo con el dueño del carro, que lograba llevarme el Mercedes a casa y regalárselo a mi viejo, un triunfo del futuro sobre el pasado, una victoria del presente sobre la melancolía. Pero era una ilusión desmedida, no por la imposibilidad de comprar el coche, sino por la imposibilidad de regalarlo: mi padre había muerto hacía unos meses. “Je me souviens”. Juan Bonilla. Editorial Algaida, 2005. Fragmento. El pasillo alfombrado amortiguaba sus pisadas. Todas las luces de la casa encendidas. Se abanicó con la carpeta y pensó si el piso era de alquiler o de su propiedad. Entró en la cocina y bebió agua directamente del grifo. Se sentó y puso otra carpeta sobre la mesa: AUTOMOVIL 130 “EL ORGULLO DEL HOMBRE DOS”.

AUTOMOVIL 128 “LA INFANCIA”. Hay algo serio y roto en el niño que fui. Recuerdo que esperé las horas y los timbres y que el tiempo rodaba como una bola de cristal. Fragmento de “Asientos reservados” del poemario“Vista Cansada”. Luis García Montero. Visor,2008. “Me acuerdo de un mercedes granate en la avenida de la República de Lisboa”. Paseando por la Avenida Da República de Lisboa me encontré con un Mercedes granate que me arrastró a los días de infancia e instruyó en mi interior una sensación inaudita de tiempo abolido que me trasladó a un mundo del que ya no quedan ni las cenizas. Mi padre era chófer de un potentado jerezano y entre otros coches conducía un Mercedes idéntico al que acababa de encontrar en la Avenida Da República de Lisboa. Al topármelo aquel día de otoño estival tuve la certidumbre de que el coche que mi padre condujo hacía veinticinco años era aquel mismo coche que ahora me salía al paso por alguna de esas razones inescrutables con que el azar nos regala sus perlas para que un vértigo nos conmueva obligándonos a pensar que todas las coincidencias de la vida están tramadas de antemano, certificando que el futuro está escrito con tinta invisible que el calor del presente

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Así es el hombre. Un viaje desde el presente al presente (nota manuscrita). Audi 100 Manuel Vilas se compró un Audi de tercera mano, un Audi 100, y lo ponía a doscientos por la autopista de Barcelona, y luego tenía que pagar el peaje y eso que no iba a ninguna parte. Se quedaba mirando el Audi en las tardes de domingo, en mitad de un descampado, en mitad del desierto. El gran desierto que cerca la ciudad de Zaragoza, estéril y ácido como una bocanada de uranio enriquecido. Miraba las ruedas y las golpeaba con sus botas en punta, y pensaba que estaban durísimas, llenas de aire embrutecido, y es que acababa de estar en una gasolinera que se llamaba «El Cid», y las había hinchado, ese silbido poderoso de las válvulas, y miraba el dibujo de las ruedas, laberíntico y abstracto como las rayas de la mano, y se miró la mano, rugosa piel enaltecida en mitad de la nada, y se había cambiado


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el viejo radiocasete del Audi por un compact disc Pioneer, con seis altavoces, 800 euros en el Carrefour, y puso a Lou Reed en el compact, y bien, muy bien, Street Hassle puso, y bien, bien, muy bien, dijo de nuevo, esto era todo, el Audi 100, la vida ennegrecida, las cercanías de un pueblo llamado Bujaraloz, la autopista de Barcelona, los infinitos camiones, un toro de Osborne cerca de Pina, el domingo, agrio y crucificado, y Lou Reed sonando en ninguna parte, en el desierto celestial, los 800 euros convertidos en el grito más hermoso de la tierra, y ningún ángel del cielo descendiendo, y Manuel Vilas –siervo de la nada, fumando, estéril, razonando, gimiendo–, silbaba bajo el sol inclemente, difuso, el sol borracho, se dijo, y les daba patadas a las ruedas y las ruedas le devolvían el impulso, y eso era gracioso, y pensó en la guantera, y abrió la guantera y miró la documentación, y leyó su nombre, y abrió el maletero, y le pareció que allí había un montón de sitio para guardar cosas, y eso de repente le hizo completamente feliz. Manuel Vilas. “Resurrección”, Visor, 2005. Manuel Vilas dice: Javier ha grabado Audi 100 con Lou Reed al fondo. Me ha encantado. Me ha gustado mucho, mucho, mucho. Aquí está la dirección: http://lacurvaturadelacornea.blogspot.com (nota manuscrita) Se levantó y abrió el frigorífico: yogures, leche, salchichas enlatadas, una bandeja con filetes de añojo y mucha verdura. Cerró el frigorífico y recordó que su padre tenía la costumbre de anudarse la servilleta al cuello. Buscó la servilleta y la encontró, enrollada, metida en una anilla. Instintivamente abrió el armario del fregadero y arrojó la servilleta al cubo de la basura. Pero se equivocó: no había cubo. Se volvió a sentar, abrió otra carpeta y empezó a leer en voz alta. AUTOMOVIL 132 “LA USURPACION DEL ORGULLO”. El hombre, cegado por su egoísmo, termina cediendo sus propiedades, su familia, al desconocido que se toma la molestia de lavarle el coche sin pedir permiso. El espejo retrovisor de le devuelve el eco de la dignidad perdida (nota manuscrita). “Más le habría valido a Wilmots huir de aquel extraño en la primera ocasión que lo vio en el estacionamiento. El tipo fumaba un cigarrillo que despedía un olor

dulzón, imposible de soportar. Era como si estuviese fumando tabaco cubierto de chocolate. Luego de salir de la oficina, Wilmots observó que su automóvil lucía impecable. Alguien lo había lavado con esmero. El sol de la tarde se reflejaba sin dificultad en la superficie. Encontró una nota en el parabrisas. “Me tomé la libertad de lavar su vehículo”. No estaba firmada, pero Wilmots supo de inmediato que el autor era el hombre que vio en el estacionamiento por la mañana. El olor empalagoso de sus cigarrillos se había quedado impregnado en el trozo de papel. ... El siguiente cambio fue más importante para Wilmots. Su esposa y los niños comenzaron a salir con ese hombre. “Me tomé la libertad de llevar a su familia de paseo. Así tendrá tiempo de dormir la siesta por la tarde”, era la nota que aparecía en la casa los fines de semana. Y tenía mucha razón. ¡Cuánto gozaba Wilmots de esas horas de descanso! Solo, tirado en la cama o en el sofá, sentía que la vida lo trataba mejor que nunca. “Me tomé la libertad de llevar a su familia a cenar”. “Me tomé la libertad de llevar a su familia al cine”. “Me tomé la libertad de llevar a su familia al lago”... ... Wilmots se sentía aliviado de sus tareas domésticas. Subió unos kilos, vio más televisión y logró por fin dedicarse a construir barcos dentro de botellas, un pasatiempo que había dejado de lado. “Me tomé la libertad de llevar sus modelos a una exposición. ¡A todos les van a gustar tanto como a mí”.... “Me tomé la libertad de llevar a su esposa a una fiesta. Tenía muchos deseos de conocer a mis amigos”. No había más que resignarse a ser comprensivo, comprar comida por teléfono y sentarse a la mesa con los niños, a quienes soportaba menos cada día... ... Wilmots retrocedió con torpeza. Arrastró los pies. Tropezó con las ropas que estaban en el suelo y perdió el equilibrio. Por más ruido que hizo no logró sacar a la pareja de su entrega. Estaban en su propio universo. Wilmots se levantó y salió con rapidez de la casa, corrió hacia su automóvil, abrió el baúl y sacó trapos y un recipiente plástico que contenía agua. Comenzó a frotar los trapos sobre la superficie del vehículo, a sacarle brillo a los espejos laterales, a quitar el lodo de los neumáticos. Esparció agua sobre las ventanillas y limpió los restos de polvo y lodo que sobre ellas había. Limpió luego los asientos, las alfombras, el timón, la palanca de cambios, los pedales. ¡Todo debía quedar muy limpio! Su esposa y el hombre con quien ella estaba tenían que enterarse de que él también podía mantener su auto sin manchas. No necesitaba de extraños que lo ayudaran a hacerlo. Aseó con esmero los guardafangos, las loderas, el cofre del motor, el techo, la defensa, la parrilla delantera. ¡Debía quedar más limpio que nunca! Las cuatro puertas, el retrovisor, el tablero de control. ¡No podía permitir que la limpieza tuviera un solo reparo! Los faros, las luces de prevención, las matrículas, los ceniceros...” “Me tomé la libertad”. Fragmento. Salvador Canjura. Los noveles.net/eccanjura

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Tal vez fue este el texto que más le gustó de los leídos hasta el momento. Buscó un mechero y encendió un cigarrillo y prendió fuego al folio. Lo tuvo pillado todo lo que pudo hasta que lo soltó. Láminas negras se dibujaron en el linóleo. María Korman salió de la cocina y entró en el cuarto de estar. Buscó con la mirada un cenicero, al no encontrarlo se encogió de hombros y dejó caer unos centímetros de ceniza al suelo. Se sentó en un sillón orejero y abrió otra carpeta: AUTOMOVIL 158 “LA CRITICA TAMBIEN VIAJA”. “Nos podría servir como punto de partida la metáfora de una excursión dominical en automóvil, en la que el coche equivale al TEXTO, el conductor al AUTOR, y los pasajeros al LECTOR o CRÍTICO. 1. Empezando por el enfoque tradicional, los pasajeros miran por las ventanillas del vehículo y contemplan los caminos, los árboles, las montañas, etc., o sea, el paisaje por el que circula el coche. Esto es sólo un medio para practicar el excursionismo, para llegar a los monumentos del turismo(literario). Al concluir el viaje los pasajeros agradecen al conductor un itinerario tan placentero e incluso le piden su opinión al respecto. 2. Siguiendo esta vez las pautas del New Criticism angloamericano (que quizá tiene su equivalente en español en la Estilística de Dámaso Alonso y Carlos Bousoño), los pasajeros hacen ahora que se detenga el automóvil. Empiezan entonces a comentar el interior del vehículo, la disposición de sus elementos, el confort de los asientos, lo espacioso del maletero, la calidad de la tapicería, el atractivo del color de la carrocería, etc. Hablan entre sí y al parecer ignoran al conductor; en cualquier caso, no les interesa tampoco el paisaje exterior y el viaje. 3. Los pasajeros formalistas (incluidos aquí los estructuralistas… y demás tecnólogos literarios) también hacen parar el coche. Sin embargo, ahora bajan del vehículo, levantan la tapa del motor, se meten debajo para ver el chasis. Les interesa sobre todo saber cómo funciona en tanto máquina que es, cuáles son sus componentes y cómo se relacionan entre sí en éste y en otros automóviles; asimismo les interesa el modelo, el diseño y el sistema tecnológico de los que el auto es una realización concreta. Ignoran olímpicamente al conductor, a quien hicieron bajar unos cuantos kilómetros antes... 4. A los pasajeros marxistas, en cambio, les interesa la Historia del automóvil y buscan afanosamente documentación que le concierna, el permiso de circulación, etc. Quieren saber en qué fábrica fue construido el automóvil, cómo, por qué y en qué año; además, les interesa saber cómo la fabricación de automóviles

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se relaciona con otros procesos industriales y los refleja… 5. Los pasajeros psicoanalistas se pasan el viaje observando el coche y su trayectoria en relación con el comportamiento del conductor. Anotan la manera en que el conductor toma el volante (¿lo acaricia? ¿lo aprieta fuertemente?), cómo mira por el retrovisor, cómo usa (¿suave? ¿violentamente?) el cambio de marchas… Tras parar el automóvil, invitan al conductor a tumbarse en el asiento de atrás y lo interrogan sobre su familia, su infancia, y acaban descubriendo al fin que sus costumbres y fallos de conducción tienen raíces inconscientes, sexuales. Proclaman que el coche no es más que una proyección fálica de temores no asumidos, de deseos insatisfechos, una manera de superar un complejo de castración –surgido quizá cuando papá se negó a dejarle el SEAT Panda para llevar a mamá a la playa... 6. Las pasajeras y pasajeros feministas llevan años reclamando su derecho a subir y a conducir el coche. Conscientes de su larga exclusión del transporte automovilístico autorizado y del dominio masculino de las carreteras, suelen adoptar dos posturas: a) o redescubren modelos de automóvil y redes de carreteras hasta ahora ignorados, reivindicando una identidad distinta de la dominante; o b) suben al coche privilegiado y se quejan del sexo del conductor (masculino), del modelo de coche (falocéntrico) y del itinerario del viaje (planificado por una conciencia patriarcal). Hartas de permanecer subordinadas y marginadas en los asientos traseros, echan al conductor –o lo emasculan–, se apoderan del coche, cortan el tráfico y, como símbolo de su rechazo de la opresión machista, rocían de gasolina el automóvil y le prenden fuego”. “Un viaje por la teoría literaria”. Barry Jordan. Quimera, 51. El ladrido de un perro le llegó con claridad. Era como si el perro estuviera en casa, pero no lo estaba. Su padre tenía la costumbre, hasta que le llegaba la memoria, de afeitarse dos veces al día. Era un maniático, un completo maniático.


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María Korman se asomó a la ventana abierta: dos enamorados paseaban cogidos de la mano. El frío le tensó la piel. Cerró la ventana y volvió al gabinete. Colocó la maqueta del Ford T entre la maqueta de un Renault Fregate y un Talbot Zagora (dos de los mayores fracasos productivos de la historia del automóvil). Dejó las carpetas y cogió dos seguidas. La marcada con el ciento sesenta y dos y la ciento sesenta y tres: AUTOMOVIL 162 “CONTRA EL AUTOMOVIL”. “El automóvil es un instrumento mitológico que el individuo moderno siente haber articulado “a su imagen y semejanza”: el sujeto como principio rector, la conciencia clara y distinta de un individuo racional, la autonomía, la libertad, la utopía democrática y universalista de la dignidad igualitaria, el progreso, la aceleración del tiempo, la realidad mediatizada, la reducción de distancias, la autenticidad, el poder del individuo en torno a las actividades económicas que se desarrollan en el espacio urbano, tales los rasgos propios de la modernidad que el automóvil encarna como ningún otro instrumento concebido en sus entrañas. El éxito del coche privado en todo el mundo desarrollado muestra las hondas conexiones entre la constitución del individuo moderno propia del tecnohumanismo democrático y la conformación del ideal de cambio y desplazamiento sin fin como señal de libertad personal.... Más allá de su valor de uso, el automóvil revela un valor simbólico análogo al conjunto de significados que tuvo el caballo para el

mundo feudal. En un contexto de cultura narcisista, el automóvil encarna una metáfora que convierte a la auto realización en el valor principal de la vida y que parece reconocer pocos compromisos éticos con los demás. El automóvil ubica al individuo en un estatus económico y sexual determinado mediante una blasonería rica en imágenes de caballos, toros, panteras y leones”... “El precio del progreso”. Roxana Kreimer. (artículo completo en geocities.com/filosofialiteratura) Consultar: “La religión del automóvil”. Eduardo Galeano (nota manuscrita). AUTOMOVIL 163 “EL COCHE ¿MASCULINO O FEMENINO?” Por fin alguien que disfruta del tránsito de la vida dentro de su coche. Cada vez que debe tomar una decisión crucial se pone al volante de alguno de sus bólidos y tira millas, despacio, hasta que soluciona sus dilemas y clarifica el color de sus sueños o conjura los nubarrones de sus pesadillas (nota manuscrita). ...Y su pasión por los coches, ¿de dónde viene? Es curioso, para empezar, que cada idioma le ha puesto su género. En italiano, un personaje de su libro lo justifica, la ‘macchina’ es femenino; en francés, la ‘voiture’, también. En español lo hemos hecho masculino. Ya, el coche. Qué misterio, ¿no? Sí, el género del coche. Fue todo un debate en la época. En Italia fue D’Annunzio quien decidió que la macchina era mujer. ¿Y todo el mundo está de acuerdo? Porque aquí tratan el coche como algo muy masculino. Hace un año vine, cogí un taxi en el aeropuerto y a los cinco minutos tuvimos que rogarle al conductor que se calmara, que entre los tres que habíamos montado sumábamos seis hijos. Así que parece que tienen una relación de bravura con sus coches por aquí desconcertante. Por ejemplo, usted, ¿qué coche tiene? Tengo muchos coches. Es toda una pasión. Sí, sí. Me gusta tener coches, pero también cuidarlos, conducirlos, hasta estar en un atasco. Cuando conduzco, pienso, medito con lucidez. Cuando escribo, agarro el coche y conduzco sólo para pensar. Casi todas las decisiones importantes de mi vida, casarme, cambiar de ciudad, las he tomado conduciendo. Luego las comunico de la siguiente forma. Paro en una gasolinera, llamo por teléfono a mis amigos y a mi familia y se lo cuento. Así que cuando les telefoneo y les digo que estoy en una gasolinera se echan a temblar porque saben que algo grave pasa. ¿La última decisión importante? Venir a vivir a Roma hace cuatro años. Viajábamos por la autopista mi mujer y yo, me giré y le dije: “Vamos a

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vivir a Roma”. Y ella dijo: “Sí”. Paramos y llamamos a todo el mundo. Entrevista: La literatura viaja en coche. Alessandro Baricco por Jesús Ruiz Mantilla. El País. 11/05/2007. ¿Este Baricco era el mismo Baricco de “Seda”?Se preguntó la hija de Korman. Seguramente sí. Y se dio cuenta de que en apenas unas horas estaba leyendo más que en todo lo que llevaban de año. Animada, siguió con otra carpeta: AUTOMOVIL 203 “LA METAFORA DEL VIAJE”. Gli automobilisti accaldati sembrano non avere sotiria... Come realtà, un ingorgo automobilistico impressiona ma non ci dice gran che. ARRIGO BENEDETTI, “L’Espresso”, Roma, 21/6/1964 “... No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataban el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del Dauphine...”

blecidas en 1978, incluían realizar todo el trayecto sin salir de la autopista, explorar cada uno de los lugares de parada, efectuando «estudios científicos», y escribir un libro inspirándose en los relatos de viajes de los grandes exploradores del pasado. La aventura contó con la ayuda moral y logística de numerosos amigos y con la inestimable colaboración de un Volkswagen rojo, convertido en casa rodante y bautizado como Fafner –el dragón mítico de los nibelungos– en honor a «las obstinadas predilecciones wagnerianas» de Cortázar. El resultado de todo ello fue “Los autonautas de la cosmopista”, un libro de viajes atípico, repleto de humor, amor y poesía, con consideraciones zoológicas, botánicas y ecológicas, reflexiones acerca de la soledad y la inocencia, con mapas que nunca coinciden con el territorio, y una «alteración paulatina de la noción usual de autopista» que permite llegar a descubrir «la ciudad más internacional del mundo», la más efímera y cambiante. María Korman miró el reloj. La luz del fluorescente del gabinete zumbaba. También su cabeza. Esta vez tiró la carpeta al suelo y apagó la luz. Con la luz apagada tomó dos carpetas y salió. Salió del gabinete y de la casa del ingeniero Korman, sin saber muy bien qué extraña pasión ataba a su padre a aquella maleta. No esperó al ascensor y bajó por las escaleras, pensando lo que todo el mundo decía acerca de su padre, el ingeniero D. Korman. Su padre nunca supo digerir el fracaso mayúsculo que supuso su motor de pila combustible o motor de hidrógeno: la batería se agotó antes de la cuenta, como el amor de su mujer por él. Una simple nota escrita a mano y adiós. María Korman paró un taxi y le pidió que le llevase al aeropuerto. Todavía le dio tiempo de leer una de las carpetas antes de que una voz femenina anunciase la llamada del vuelo. AUTOMOVIL 244 “EL AUTOCINE”.

“Autopista al Sur”. Fragmento. Todos los fuegos, el fuego. Julio Cortázar, 1966.

La novela “Carreteras secundarias” de Ignacio Martinez de Pisón, Anagrama 1996, fue llevada al cine en 1998 con guión del propio escritor y dirigida por Emilio Martínez-Lázaro. Obtuvo nominación a los Premios Goya por mejor guión adaptado para Martínez de Pisón y mejor actor revelación para Fernando Ramallo.

El último viaje de Cortázar y Carol Dunlop sucede en esa misma autopista, muchos años después, cuando Cortázar está muy enfermo ya y deciden realizar un viaje a modo de juego en que luego escribirían a medias en “Los autonautas de la cosmopista”, 1983. El 23 de mayo de 1982, Julio Cortázar y Carol Dunlop, su última esposa, inician una singular travesía de treinta y tres días por la autopista que une París y Marsella. Las bases de la «expedición», esta-

Felipe (Fernando Ramallo), un adolescente de 14 años, y su padre (Antonio Resines) viajan por la España de 1974 en un Citröen DS, más conocido como Tiburón, “como el del general De Gaulle” como dice el protagonista, que es su única posesión. Su vida es una continua mudanza por apartamentos costeros de aspecto desolado en la temporada baja de turismo. Un viudo y un adolescente huérfano que no entiende la vida en forma de mentira continuada que pretende llevar su padre. Cuando se ven obligados a cambiar de itinerario

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y alejarse del mar, sus vidas toman un cambio radical que les afecta por completo. Continuarán viajando, Felipe conocerá el amor en forma de Miranda, huirán por un recorrido geográfico de carreteras españolas del agónico franquismo, inmersos en un laberinto de recuerdos, hasta reencontrarse en una especie de final feliz de aceptación mutua por continuar vivos. En los países de habla inglesa “Carreteras secundarias” se tituló “Backroads”. Manuel Poirier leyó la novela de Martínez de Pisón unos años más tarde y, fascinado por la historia de esos seres aparentemente simples, decidió readaptarla a su propia historia. De aquí salió “Chemins de traverse” (Caminos cruzados) en 2003, coproducción italo-franco-española. La película está protagonizada por Sergi López y Kevin Miranda. La época es 30 años posterior a la de “Carreteras secundarias”, el coche es otro, un Mercedes. La historia también es otra. Poirier manifestó que esta película le ha permitido entender “cosas sobre mí mismo y sobre el abandono”. El guión, del propio director, fue modificándose hasta que sintetizó con su manera de sentir esa búsqueda personal en la relación padre-hijo. Martínez de Pisón indicó que esta película no tiene nada que ver con la que dirigió Martínez-Lázaro. Poirier sólo “ha escogido unas partes de la novela que sentía muy suyas”. También aseguró que él y el director francés “comparten el sentimiento de ser huérfanos” porque sus padres murieron cuando eran adolescentes. Sergi López explicó que esta película “tiene un ritmo que no tiene nada que ver con el cinematográfico”, tiene casi 180 planos cuando una película convencional tiene entre 1500 y 3000, por eso a la gente le parece “que es lenta”. AUTOMOVIL 309. UN POCO DE HUMOR PATRIO Acabo de comprar la edición de 1938 de “El hombre que compró un automóvil” de W. Fernández Flórez, Librería General, Zaragoza. Imposible conseguir otra edición más reciente (nota manuscrita). “Hay un consenso ridículo entre los impostores intelectuales acerca del humor en la literatura. Esta debe ser desgarrada, desesperanzada, nunca ceder ante el natural impulso de los buenos sentimientos o deseos y, por supuesto, evitar a toda costa la risa, que es una forma de expresión baja y vulgar, propia de la plebe intelectual pero no de la aristocracia... El humor es una faceta de la inteligencia, y la risa natural, franca, un indicativo de cordura. Si bien es cierto que el verdadero humor inteligente es escaso, ello lo hace más apreciable y apreciado, y distingue a quienes saben valorarlo de los legos, igual que es fácil distinguir al enólogo del borrachín de tetrabrik... Si Fernández Flórez se hubiera limitado a componer una fábula moral sobre el maquinismo y

la deshumanización de la sociedad contemporánea, quizá hubiera resultado una novela fría, del gusto de los impostores, pero incapaz de provocar el placer de la buena literatura. “El hombre que compró un automóvil” fue enriquecida con un humor absurdo, muy próximo al de “Tiempos modernos” de Chaplin... La primera escena de la novela es un buen botón: en un océano de automóviles, el protagonista a duras penas consigue alcanzar una isleta, donde encuentra a otro náufrago que, como él, intuye que muy difícilmente podrá escapar del aislamiento. Los robinsones llegan a considerar la antropofagia como única esperanza de supervivencia, y es que los semáforos aún estaban por inventar. ... No sintamos vergüenza, en el metro o en el autobús, o en el banco del parque, cuando Fernández Flórez nos provoque un acceso de estrepitosa felicidad porque la combinación de dos placeres básicos en una persona inteligente y cuerda, reír y leer, no se da muchas veces. McEwan dice algo parecido de follar y leer en “Amor perdurable”, pero reír podemos hacerlo en cualquier parte, y sin más ayuda que el libro que tenemos entre las manos”. Nuño Vallés. Reseña. Anaya.es. Así fue, el ingeniero mecánico argentino D. Korman nunca supo digerir su fracaso comercial y su fracaso personal, lo que le llevó a buscar un nuevo destino que le hiciera olvidarse de todo lo vivido hasta ese momento: incluso de su hija María. D. Korman emigró a España, el país de su bisabuelo, Manuel Iglesias, un galleguito que hizo el viaje en sentido contrario muchos años antes. De Pontevedra a Campana. Un Manuel Iglesias orgullo de la familia y de la República que le acogía al ser él quien construyese el primer coche argentino, a vapor, con piezas que el galleguito fabricó con su rudimentario torno de monopolea, montando un motor de vapor a una “zorra de mano”. “Viajar así es otra cosa”, gritó él mismo. El ruido de la nafta que combustionaba dentro del motor sin silenciador debió de causar un susto mayúsculo en la casa familiar. Pero no fue un ruido cualquiera, fue el del triunfo, el motor funcionó, ciento dos años antes de que su biznieto D. Korman fuera fatalmente atropellado al salir de la oficina de Correos. No fue un ruido cualquiera, fue el ruido de un Peugeot 309 impactando contra un cuerpo de poco más de setenta kilos. La maqueta del Ford T indemne.

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EL VIAJE DEL CRUCERO NEGRO JESÚS CUARTERO

Plano del trayecto del Crucero Negro

Cruzar el desierto del Sáhara con un poderoso todo terreno último modelo todavía se contempla como una aventura de consecuencias difíciles de precisar. Las dunas de arena, las altas temperaturas y la escasez de recursos naturales convierten la travesía en un trayecto peligroso; un viaje complicado que consigue que las personas sensatas se lo piensen dos veces antes de arrancar el motor de sus vehículos y adentrarse entre la arena ardiente, bajo un sol de justicia. Una sensación parecida debieron de experimentar las personas que participaron en la expedición Haardt-Audovin Dubreuil de 1922, que supuso franquear por vez primera un obstáculo natural a priori insalvable por un vehículo. La incipiente industria del automóvil fue capaz de derrotar a un adversario tan duro como el desierto del Sáhara. La expedición auspiciada por Citroën se convertiría en el germen de lo que fueron El Crucero Negro y El Crucero Amarillo. Dos expediciones automovilísticas que propagarían el nombre y la marca Citroën por todo el mundo. Hay que encuadrar las iniciativas de André Citroën no sólo como un esfuerzo propagandístico

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inusitado, sino también como un reflejo de la sociedad europea de entreguerras, dispuesta a dos cosas importantísimas, por un lado descubrir y explorar las culturas que le eran ajenas; por otro lado se aprecia un interés por las comunicaciones desconocido hasta la fecha, que viene de la mano de las nuevas tecnologías. Parece ser que es ahora cuando los poderes públicos se dan cuenta de que la distancia entre dos puntos no es tanto los kilómetros que los separan, cuanto el tiempo que se tarda en llegar del uno al otro. En este sentido habría que apreciar el desarrollo comercial de los Zeppelines o la aventura de Lindbergh para demostrar que era posible un vuelo transoceánico sin escalas. El mundo dejaba de tener límites y Citroën quería llegar con sus vehículos allá donde se encuentren seres humanos, aunque no existan pistas ni carreteras. El sistema colonial llevaba un tiempo instalado, pero es en este momento cuando surge una voluntad de estudio y comprensión de los territorios que se gobernaban con mano férrea. Por supuesto que se habían producido intentos de análisis y de descripción de los individuos colonizados, pero se reducían


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a intereses personales de grandes exploradores y no a toda una corriente que comenzaba a implantarse en los círculos académicos.

interés colonial, como el estudio de los itinerarios de rutas de enlace entre la línea Argelia, Tombuctú, Chad y de su prolongación hasta Jartum.

André Citroën fue un empresario peculiar. Desde pequeño soñaba con convertirse en ingeniero, fascinado por sus lecturas infantiles de Julio Verne. La obra de Eiffel para la Exposición Universal de París de 1889 fue el desencadenante de su vocación. Se quedó deslumbrado cuando vio por primera vez la torre de acero que se levantaba en los Campos de Marte. Introdujo en Europa el trabajo en cadena y se dio cuenta antes que nadie en el viejo continente de que para que la industria automovilística funcionase, el coche debía popularizarse. De esta forma puede entenderse su obsesión por el márquetin, la propaganda y la publicidad. En 1922 financió la primera expedición al Sáhara. En 1924 iluminó la Torre Eiffel con doscientas cincuenta mil bombillas, en lo que fue la mejor campaña publicitaria jamás realizada en Francia. La visión nocturna del apellido Citroën recortando la noche parisina se mantuvo muchos años en la memoria colectiva francesa. Existen varias fuentes literarias y periodísticas de la época que dan testimonio del impacto que produjo. Incluso Lindbergh manifestó que se guió por la luz de esas bombillas para alcanzar su hito aeronáutico.

G. M. Haardt era el Director General de la fábrica Citroën; tras El Crucero negro llegó a desempeñar el puesto de Vicepresidente. Diseñó junto a su colaborador L. A. Adovin Dubreuil todos los detalles que iban a necesitar entre Colomb Bechar en Argelia hasta Madagascar, como el trazado de las etapas, los lugares de descanso o los puntos de aprovisionamiento.

Al mismo tiempo que se podía contemplar en una noche serena la publicidad de Citroën desde cualquier punto de la capital francesa, se puso en marcha El Crucero Negro. Se desarrolló entre el 28 de octubre de 1924 y el 26 de Junio de 1925. Intervinieron ocho vehículos, denominados en francés autochenilles y en castellano auto-orugas que recorrieron veintiocho mil kilómetros a través de África, “A través del continente negro” como se denominó en España la aventura financiada por Citroën. En un principio se iban a recorrer veintitrés mil kilómetros desde Colomb Bechar en Argelia hasta el Congo Belga, pero una entrevista personal de André Citroën con el presidente de la República Francesa provocó que la expedición se alargase hasta Madagascar. Las autoridades coloniales deseaban el estudio de las líneas de enlace continental entre las colonias africanas y la gran isla del Océano Índico La expedición que contaba con diecisiete hombres estaba dirigida por Georges Marie Haardt. La gran novedad con respecto a la primera radicaba en la finalidad científica con la que se la revestía. El ministerio de Colonias y la Subsecretaría de Aeronáutica del Estado, así como el Museo Nacional de Historia Natural y la Sociedad de Geografía de Francia encargaron estudios e informes sobre diversos aspectos antropológicos, geográficos, etnológicos, faunísticos, florales y un largo etcétera de intereses. También les encargaron otros objetivos que se podrían definir de

El convoy se componía de ocho auto-orugas. Se trataba del chasis del Citroën B2 al que se le habían sustituido las ruedas de su parte trasera por las chenilles u orugas, que no eran otra cosa que el sistema de propulsión Kegresse-Hintins. El sistema Kegresse-Hinstins estaba compuesto por una banda espesa de caucho que se enrollaba sobre dos poleas, una era motriz y la otra quedaba libre sobre un eje. La polea motriz estaba constituida por dos ruedas que hacían funciones de tracción y frenado. El sistema permitía mucha libertad para adaptarse a un terreno accidentado. Los vehículos se prepararon especialmente para la expedición. Se cambió el tamaño de las orugas, pero sobre todo se modificó su sistema de refrigeración del motor que estaba expuesto a los rigores del clima extremo del continente africano. Se instaló un recuperador de vapor bajo el radiador. También se aumentó de tres a seis marchas y se le dotó de un bloqueo al diferencial. En definitiva no era un vehículo muy distinto a los auto-orugas producidos en serie. Poseía mejoras técnicas, pero su mecánica no difería gran cosa de las unidades que salían de la fábrica de la calle Javel. La carrocería de duraluminium se hallaba pintada en blanco y decorada con un emblema que la dotaba de personalidad propia. Haardt y Audovin-Dubreuil se empeñaron en dar nombre a cada uno de los vehículos. Sus emblemas hacían mención a su nombre, así el

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coche al que bautizaron como Escarabajo de Oro, Scarabée d´or, llevaba pintado sobre su chasis un escarabajo dorado. Los auto-orugas eran capaces de transportar trescientos litros de combustible para repostaje y sesenta litros de agua, así como equipajes, provisiones y demás material. Cada vehículo llevaba un pequeño remolque que se destinaba a las camas hamaca y los útiles de campamento. Aún así se establecieron cuatro misiones auxiliares de aprovisionamiento en diversos puntos entre Argelia y el Océano Índico. Los lugares elegidos fueron Níger, Chad, Ubanghi y el Congo Belga; coincidían con los finales de etapa previstos por Haardt y Audovin-Dubreuil. Los encargados de estas expediciones auxiliares se las veían y se las deseaban para llegar a las bases de encuentro. Ellos no contaban con vehículos. Empleaban los tramos de la pobre red ferroviaria, porteadores nativos y sobre todo el curso de los ríos, verdaderas autopistas comerciales y de comunicación entre las poblaciones africanas.

sado estudio por el que desfilaban diversas personalidades locales, desde jefes de tribus fetichistas, pasando por mujeres bantúes o pigmeos curiosos por ver el resultado de su retrato sobre un lienzo. Nadie parece escapar a la capacidad pictórica del artista nacido en San Petersburgo. Léon Poirier fue la persona encargada de la filmación del Crucero Negro. Como resultado de sus horas y horas de grabaciones se produjo una película muda en blanco y negro que se tituló “El Crucero Negro”. El éxito de la misma fue abrumador. Se estrenó en la Ópera de París en 1926. Al estreno acudieron entre otros André Citroën, el Presidente de la República y todas las personas que pintaban algo en la Francia de entreguerras. Sin duda la proyección, con una orquesta interpretando música en vivo para las imágenes del film, fue uno de los acontecimientos sociales del año. Tras su primer pase la película © Citroën Communication

La composición del convoy era la siguiente. Se establecieron dos grupos para tareas operativas: Grupo Uno bajo dirección de Haardt Número Emblemas Mecánicos Pasajeros Destino 1 Escarabajo de oro M. Billy G.M. Haardt Dirección 2 Elefante torre Prud´homme Battembourg Tesorería 3 Sol en marcha Rabaul Leon Poirier Filmación 4 Caracol Alado Piat Specht Filmación Grupo Dos bajo dirección de Audovin-Dubreuil Número Emblemas Mecánicos 1 Media Luna Penaud plata 2 Paloma Trillat 3 Centauro De Sudre 4 Pegaso F.Billy

Pasajeros Destino AudovinArmas caza Dubreuil Recambios Bergonnier Servicio médico Iacovleff Pintura Brull Reparaciones © Citroën Communication

Dentro del equipo humano que constituía el crucero negro destacaban dos personas, Alexandre Iacovleff y Léon Poirier. A Alexandre Iacovleff se le encargaron las labores antropológicas que realizó maravillosamente, aunque sobre todo se le recordará por el sinfín de retratos que ejecutó a lo largo de la misión. La calidad de sus obras es excepcional. Gozaron de un gran reconocimiento cuando se expusieron a su regreso en la Galería Charpentier en el Faubourg Saint Honoré parisino. Cada vez que la expedición se detenía en una localidad, Iacovleff montaba un improvi-

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fue provocando una expectación sin igual allá donde se proyectase, incluso fuera de las fronteras francesas. Los espectadores se quedaban asombrados de ver, con sus propios ojos, el exotismo de unas colonias que gobernaban, pero de las que apenas sabían nada; si acaso su nombre y su ubicación en un mapa. Desconocían los misterios asombrosos que tomaban cuerpo en la pantalla, como la existencia de negros albinos con el pelo de color rubio trigo que eran objeto de veneración en la selva ecuatorial, las cicatrices faciales de las mujeres Kanembu, el ritmo fustigante de las danzas Pehult en Níger, las escenas de caza de elefantes y jirafas o los harenes del África musulmana.

fotográficas fuera de texto, cinco retratos, diez gráficos y dos mapas. Haardt y Audovin-Dubreuil dividen la narración de su travesía en las etapas que habían establecido, dedicándoles un capítulo a cada una de ellas. Se suceden el tortuoso paraje desértico del Tanezruft, los alrededores del Chad, la sabana y sus animales, la selva ecuatorial plagada de insectos, el Congo Belga y su estructura administrativa, la separación en varios grupos que alcanzan Mombasa, Dar el Salam y el Cabo o la llegada triunfal a Tananarive, la capital de Madagascar.

La película del Crucero Negro sirvió a los fines comerciales que Citroën tenía en mente cuando se decidió a financiar la expedición. El público se dejaba arrastrar por el magnetismo del continente africano, comenzaban a experimentar lo que se ha denominado como el mal de África. No todo el mérito fue de Léon Poirier, sin duda hay que repartir los honores con su ayudante Albert Specht, a quien debemos muchas de las seis mil fotografías que constituyen la documentación gráfica del raid. El mérito que sí que hay que atribuirle a Poirier fue el nombre de la Expedición, como plasmó por escrito Haardt

© Citroën Communication / C. Haley

“Léon Poirier, con una sonrisa de poeta, rompe el silencio cerrando su cuaderno de notas: -Yo no le guardo rencor al Tanezruft diabólico, le debo un don precioso: Una idea. ¡Verán! Es la hora vagarosa de todos los espejismos. No sé si es ensueño la nube fulgurante que me envuelve. Pero los vehículos que preceden al mío se van transformando, se prolongan, parece que buscan una forma nueva, fluctúan… sus contornos son algo que sugiere la silueta del dirigible o la del auto de carreras…Mas, ¡no! ¡Son cruceros! Siluetas afiladas en el agua sin límites, van hundiendo el tajamar entre espumas de la henchida blanquecina superficie dejando la estela y volutas de humo fundidas en la luz. Esos buques fantasmas hacen su crucero con rumbo al país de los hombres de color de ébano. Y aparece en el cuadro infinito una sucesión de letras: El crucero negro.

El estilo de ambos narradores es diferente, el de Haardt más institucional y más cercano a la postura oficial de la metrópoli con respecto a sus colonias. Adopta un tono demasiado paternalista como se aprecia en la conclusión una vez llegado a Madagascar:

El éxito no se redujo solo a la versión cinematográfica. Existe también un libro escrito por Georges Marie Haardt y Louis Audovin-Dubreuil, si bien la mayor parte del mismo corresponde a la pluma del director de la expedición. El diario del periplo africano gozó de un gran acogimiento entre los lectores que querían profundizar lo que habían visto en la gran pantalla. Se editó en 1927. En español su primera edición es de 1929. Lo tradujo Ignacio Socias Aldape de la vigésima edición francesa para la editorial Iberia. Acompañaban al texto ciento veintiséis ilustraciones

Después de haber pasado por países tan diversos, conocido tal número de razas y visto esa polvareda de tribus incapaces de salir de su infancia, precisamente a causa de su división misma, ¿cómo no ha de sentirse ardorosamente la verdad de que la base inicial de la fuerza de un pueblo y, por consiguiente, de su progreso es la unión? En el libro se plasman por escrito situaciones de muy distinta índole, que van desde el dramatismo de los vehículos a punto de hundirse en un lago cuando pasaban de orilla a orilla en piraguas confeccionadas por los nativos, o el accidente de un autooruga no muy lejos de Zambeze a causa de un incendio campestre: La huida es inútil, porque pronto nos alcanzarían las llamas en este terreno esponjoso. Por otra parte es imposible franquear esta llamarada que viene al asalto en un frente de más de un kilómetro. Reflexionamos sobre la fortuna de que si las hierbas están secas la tierra está húmeda y nos cabe la esperanza de que nuestro material y nosotros mismos podamos escapar al peligro. La ola de fuego avanza con su zumbido

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característico seguida de una cortina de humo amarillento y absolutamente opaco. La única manera que podemos intentar es la de pasar rápidamente. Mauricio Billy apoya sobre el acelerador y nuestro escarabajo se lanza con todas sus fuerzas. Ya no vemos nada; nos pican los ojos y hay que cerrarlos y retener la respiración, contando los segundos. Un choque. Quedamos inmóviles. Abro los ojos, el humo es menos denso y una racha lo aparta. Estamos sobre mimbres que acaban de arder. El segundo vehículo aparece a nuestra derecha. Las chenilles del Escarabajo de Oro comienzan a arder. Una de ellas está casi fuera. Y luego un neumático delantero revienta. Los dos Mauricios, casi asfixiados por el humo, hacen la sustitución, quemándose las manos y desenganchando el remolque. No todos los episodios son tan intensos. Hay otros menos exigentes para sus protagonistas como la llegada por vez primera de un coche al Congo Belga, simplificada en parte por la movilización de parte de las autoridades coloniales de sesenta mil congoleños para que realizasen una pista transitable hasta Stanleyville, la capital de la provincia oriental del Congo; lo que supuso la deforestación de cuatrocientos kilómetros de bosque. Otros, sin embargo, son más divertidos, como el encuentro del grueso de la expedición con Barmu, el

© Citroën Communication

sultán de Tessaua en el Chad. Barmu, de fe musulmana, tenía un harem con cien mujeres. Los miembros del Crucero Negro estaban deseosos de verlo, de entrar en su casa encalada a través de su pórtico de abigarradas figuras geométricas polícromas en negro, rojo y azul. Allí donde resuenan los pasos silenciosos, amortiguados en la alfombra de arena blanca y cálida para contemplar cómo funcionaba un harem. El sultán no tiene especial interés en dejarles entrar, sin embargo entre sus pertenencias se encuentra un viejo Ford que jamás ha sabido poner en marcha. Les ofrece la posibilidad de acceder a la intimidad de su hogar si le arreglan el coche todavía no estrenado. Piat y Remillier, dos de los mecánicos, solucionan la avería. Se trataba de que el antiguo chófer indígena del servicio postal no había acertado en que faltaba el contacto. El chófer no sabía que debía darle al contacto al mismo tiempo que intentaba arrancarlo. Acceden al interior y las mujeres temerosas huyen como avecillas a la vista del gavilán y se escurren por unas portezuelas bajas que se abren en un muro lateral. Hay otra escena peculiar que se podría equiparar al ambiente descrito por Isak Dinesen en sus novelas ambientadas en África. Se trata del encuentro con la duquesa de Aosta y su hijo el duque de Pouilles en los alrededores del lago Alberto: Su Alteza Real la duquesa de Aosta llega algo más tarde. Aunque sus simpatías por la vida nómada sean causa de que tenga cierto desdén por el automóvil, no deja de interesarse por nuestros orugas. La duquesa se detiene ante la banderita tricolor del Escarabajo de Oro y se queda por un momento contemplativa ante la seda desgarrada por el viento del desierto, quemada por el sol del Chad y descolorida por las lluvias ecuatoriales[…] […]La duquesa de Aosta no es muy amante de contar sus viajes y sus aventuras de caza. Guarda un profundo recuerdo del Níger, de Ubanghi y del lago Alberto que atravesó por primera vez hace dieciocho años. Entonces no había ningún vapor que asegurase el servicio; el viaje se hacía a bordo de grandes barcazas de vela servidas por tripulaciones primitivas. Al evocar ese antaño, la voz de la princesa errante tiene un velo de nostalgia. Los que han saboreado el rudo encanto de la vida primitiva y de la gran libertad, ¿pueden olvidar sus matices? A la puesta de sol, la duquesa de Aosta y su hijo se despiden para volver a su campamento de caza a cien kilómetros de donde estamos en plena sabana. Dejando a un lado las consideraciones colonialistas de una época que afortunadamente pasó, se podría concluir que la expedición del Crucero Negro está repleta de aventura. La aventura de los tripulantes de ocho vehículos que se adentraron en África para desafiar la naturaleza y demostrarse a sí mismos y al mundo entero que la tecnología, la mecánica y el ingenio humano son capaces de superar los obstáculos que se les pongan por delante.

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SUEÑOS CROMADOS: EL AUTOMÓVIL EN EL CINE A TRAVÉS DE SUS GÉNEROS LUIS MIGUEL ORTEGO CAPAPÉ HISTORIADOR DEL ARTE

LUIS ANTONIO ALARCÓN SIERRA COORDINADOR DEL AULA DE CINE DE LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA Y PROFESOR DE HISTORIA DEL CINE EN LA CAI

El plano del Mustang en el retrovisor interior del Charger en “Bullitt” es ya un icono.

Introducción En el listado de elementos claves de la memoria colectiva e individual del siglo XX, destacan por encima de los demás a gran distancia el Cine y el Automóvil. Si el siglo pasado ha sido el de la “cultura del automóvil”, por otra parte ha sido también el del nacimiento de la nueva cultura audiovisual, y eso ha sido en gran medida gracias al invento del cinematógrafo. De la mera fascinación por la imagen en movimiento de finales del siglo XIX a la omnipresente autoridad de la cultura audiovisual extendida por las nuevas tecnologías móviles e Internet, ha transcurrido con gran velocidad un tiempo de investigaciones y creación de nuevos lenguajes, en los que el cine ha jugado el papel de documento, de obra de arte y de laboratorio técnico.

El carácter de documento en el cine se explica por sí mismo. Tanto en su vertiente meramente descriptiva, más marcada en los inicios, como en su faceta narrativa y de ficción, el cine es un producto artístico atado a un momento temporal y cultural concreto y, como cualquier otro, encierra una gran cantidad de información acerca de su tiempo. Por otra parte, el cine es una obra de arte, un arte en si mismo, en cuanto que se convierte en un medio de expresión de ideas y sensaciones en términos plásticos, y porque en el proceso de esa expresión se retroalimenta de otros medios de expresión como la literatura, la pintura o la música, entre otros. Y sobre todo ha representado el papel de laboratorio técnico en el interesante camino que durante el siglo XX se ha recorrido para crear un nuevo lenguaje destinado a ser expresado con la conjunción de imágenes yuxtapuestas y, a posteriori, ani-

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madas con el sonido (el cine mudo nunca fue tal porque enseguida se acompañó de música en directo). Porque nuestra forma de relacionarnos con el mundo es hoy diferente y audiovisual en la medida en que el cine ha influido en la cultura y en la sociedad de forma radical e irreversible. Al mismo tiempo, ambos inventos incorporan al mundo algo que hasta ese momento era muy escaso: la velocidad del movimiento mecánico. Si en los inicios ambos dependían de la manivela (para poner en marcha los coches o para filmar con las cámaras), la velocidad del movimiento, en el coche para el desplazamiento, en el cine para animar la imagen, es una hermandad metafórica que advierte del predestinado encuentro de ambos. El automóvil en los géneros cinematográficos A la hora de analizar los puntos de intersección entre dos de los inventos más influyentes del siglo XX, es posible establecer diferentes caminos y metodologías. Dada la densidad y profundidad de las influencias culturales y sociales de ambos por separado y, por supuesto, de los dos juntos, los análisis posibles son innumerables, tantos como ciencias abarquen el estudio de estos elementos dentro de la sociedad. La imagen del automóvil dentro del cine ha sido tan poderosa e influyente a menudo, que es difícil resistir a la tentación de analizar sus apariciones en clave de mercado, de análisis social de clases o simplemente de estética y diseño. Sin embargo nuestra visión escogió un camino diferente Desde nuestro punto de vista, hay un papel estructural que el automóvil ha jugado en la evolución del cine. Un elemento novedoso cuya propia naturaleza ha hecho al medio incluir nuevas formas de narrar y nuevos recursos técnicos. Desde la integración de planos en movimiento en las películas, para acciones que se desarrollan dentro de un coche, hasta su presencia como factor poderoso a la hora de caracterizar personajes, la incorporación del automóvil como agente de la realidad en el cine, ha contribuido, en ocasiones de forma decisiva, a la construcción de los lenguajes particulares de cada género y a la creación de patrones formales que, en algunos casos, se han convertido en auténticos estándares. En nuestro trabajo sobre el terreno, tratamos de establecer un listado de películas y una clasificación de géneros (con la dificultad metodológica que ello encierra en si mismo), y a partir de ahí observar algunos aspectos esenciales: Cuándo, en la evolución del cine, aparecían los automóviles en las películas de cada género. Con qué fin aparecían estos coches (meramente utilitario, narrativo, protagonista, caracterológico...). 34

Qué nuevos recursos narrativos aparecían asociados al automóvil en cuestión en cada momento. Cuáles eran las características esenciales de los automóviles “tipo” en cada género, si las había. Vistos los géneros desde un punto de vista sistemático, encontramos que la influencia del automóvil en la construcción del lenguaje cinematográfico era particularmente protagonista en algunos de ellos. Es decir, que en la Comedia, en el Thriller, o en el Terror, por poner algunos ejemplos, el elemento “automóvil” había tenido una participación decisiva en la construcción del lenguaje y muchas veces de las claves del género. Esta misma interacción, a su vez, ha producido a lo largo de las décadas una fuerte retroalimentación en la cultura popular, de manera que los coches aparecidos en las películas o las situaciones en que se muestran han generado de algún modo arquetipos y modelos repetidos masivamente luego en otras películas, en la publicidad o incluso condicionando la estrategia comercial de algunas marcas. En este repaso a los géneros, es posible advertir que el automóvil tiene un papel particularmente relevante en torno a la Comedia, como máquina ridícula a veces, al Thriller, con trepidantes persecuciones, el Terror, como elemento maligno incluso, o en la Ciencia-Ficción, por su capacidad para reflejar el futuro. Pero decidimos también incluir en esta visión panorámica el Wéstern, por la relevancia de las escasas apariciones del automóvil en el género, y atender a un subgénero transversal, el de la competición automovilística, que ha dejado también algunos detalles de gran interés. Y todo esto teniendo en cuenta que los géneros, surgidos especialmente como método de clasificación en un periodo concreto de la historia del cine (el sistema de estudios del Hollywood clásico), están sometidos a todo tipo de mestizajes y contaminaciones. El coche del fin del mundo. El automóvil en el cine de Terror El cine de Terror es una manifestación especialmente interesante y de gran profundidad cultural, pese a su imagen y apreciación a menudo devaluada. Más allá de películas sin más argumento que las grandes cantidades de sangre, sustos repetitivos y previsibles o invasiones de repelentes seres alienígenas o terrestres, tras el cine de Terror se esconden las inquietudes y preocupaciones más irracionales de la sociedad, y esto ofrece un gran campo para su interpretación. Desde Los pájaros (The Birds, Alfred Hitchcock, 1963), donde el maestro Hitchcock convirtió a las gaviotas en seres de inmensa maldad, en el género se ha explotado intermitentemente la veta del “Terror de lo cotidiano”, como una forma eficaz de presionar al espectador a una situación de desconcierto, donde lo


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La aparición del automóvil en el cine de Terror esta reducida inicialmente, y durante algunos años, a la faceta de herramienta. No obstante, herramienta que contribuye siempre a aportar grados de suspense o desesperación a las tramas. Por definición (en la cultura estadounidense de forma particularmente enraizada) el automóvil es una máquina para huir. Precisamente por ello, el cine de Terror incorpora el automóvil en sus primeros pasos juntos como una “máquina de huir”. De huir del peligro, de las situaciones inquietantes o de un elemento maligno que persigue a los personajes. Y en esa faceta es un factor capaz de introducir grandes cantidades de suspense, cuando el automóvil no arranca, se caen las llaves, la rueda está pinchada... en definitiva ofrece una gran cantidad de giros y variantes sobre el tema. Así, aunque el automóvil no pasó de ser una mera herramienta durante algunas décadas en este género, fue un instrumento de gran utilidad.

realidad (The Twilight Zone, 1959-1964), advertimos la reformulación que poco después va a suceder en el cine. En The Whole Truth (James Sheldon, 1961) de forma más bien cómica, un vendedor de coches usados sin escrúpulos se encuentra frente a la ocasión de comprar un viejo Ford A a un anciano al que pretende engañar. Poco después, descubre que el coche, como le había advertido el anciano, obliga a decir la verdad a aquel que figura como su dueño. Esto desencadena una serie de desgracias en la vida de un tipo para cuya subsistencia la mentira parece fundamental (lo cual introduce también interesantes reflexiones en torno al propio mundo del automóvil). Después de algún tiempo, un político pasa por su negocio y el compraventa acaba contándole la historia de su desgracia a partir de la adquisición de su viejo Ford A. La analogía entre el compraventa sin escrúpulos y el político queda establecida cuando éste admite que no puede comprar el coche, porque no poder mentir acabaría con su carrera, pero encuentran una solución que representa un magnífico colofón a la historia en plena Guerra Fría: le venden el coche a Nikita Kruschev. El automóvil aparece aquí por primera vez como un elemento semi-mágico, que tiene unas cualidades propias sobrenaturales, y que, de algún modo, posee a su dueño, algo muy interesante que veremos más adelante en el cine de Terror de los setenta.

Sin embargo, durante la década de los cincuenta y parte de los sesenta, en algunas producciones de televisión, los roles del automóvil en el cine de suspense comenzaron a tomar un giro inquietante. A través de dos episodios de una conocida e influyente serie de televisión estadounidense, En los límites de la

En You Drive (John Brahm, 1964) se incorpora al automóvil un elemento clave para el cine de Terror: el coche con vida propia. Si bien la consecuencia más inmediata se podría buscar en el simpático Herbie, de Ahi va ese bólido (Love Bug, Robert Stevenson, 1968), los coches con vida propia serán muy relevantes en el

aparentemente inofensivo se convierte en una amenaza mortal. Al fin y al cabo, el Terror ha reflejado en numerosas ocasiones los miedos de la sociedad. En este sentido, el automóvil ha sido el elemento cotidiano por excelencia, particularmente a partir de la Segunda Guerra Mundial, y su incorporación al cine ha sido inevitable.

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foto 1: El inmenso y aterrador Peterbilt de “El diablo sobre ruedas” volaba a casi 160 km/h en la película, pero a poco más de 30 millas por hora en la realidad foto 2: El modesto Plymouth Valiant con el que el protagonista intenta escapar del camión en “El diablo sobre ruedas” foto 3: El sospechoso Dodge Charger R/T de los asesinos en “Bullitt” foto 4: La angustiosa persecución de “French Connection” se desarrolla bajo las vías de un metro elevado foto 5: El Dodge Challenger R/T y Kowalski en “Punto límite cero” son la perfecta transposición del vaquero del oeste al mundo moderno. foto 6: Los saltos de la persecución de “Bullitt” forman parte de la coregrafía del montaje.

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cine de Terror de los años setenta. Un anodino agente de seguros atropella y mata accidentalmente a un repartidor de periódicos mientras se dirige a una reunión, pero decide abandonarlo y fugarse sin dar aviso a nadie. El hombre trata de olvidar su remordimiento, pero el automóvil pronto comienza a dar extrañas señales. Su esposa está a punto de tener un accidente cuando la dirección se bloquea y las luces y el claxon se encienden espontáneamente una noche en el garaje. El clímax se alcanza cuando el vendedor de seguros, atormentado, decide tomarse unas vacaciones y salir a dar un paseo, y el coche sale a perseguirlo por las calles, acorralándolo y amenazándolo, hasta que el dueño sube al asiento del copiloto y el coche le lleva... hasta la comisaría de policía. You Drive nos presenta en este caso no ya al antetipo de Herbie, sino más bien al de Christine, un coche con vida propia que toma decisiones acerca de la vida de los demás. En este caso, el coche colabora con la justicia, lo cual no es exactamente lo que el malvado Belvedere de John Carpenter hace. Si el cine es una producción cultural con la doble lectura de creación plástica y documento de la sociedad que lo crea, la incorporación del automóvil al imaginario del cine de Terror es un ejemplo de manual de lo segundo. Los años setenta supusieron la primera fractura de la inocencia con la que, desde la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental se había enfrentado a su futuro, y ese fin de la inocencia tiene un momento álgido, que es la crisis del petróleo de 1973. Hasta ese momento, en el mundo tan apenas se habían planteado las consecuencias negativas del abuso de la automoción particular y del uso de los combustibles fósiles, y sin embargo en ese momento surgieron todas las dudas de golpe. La reinterpretación del automóvil, que comenzaba a mostrar una cara más amenazante que salvadora, como se había percibido desde principios de siglo, hizo que, inevitablemente, en el cine se tomase buena nota de ello. El estreno de esta nueva visión del automóvil se produce con la aplaudida El diablo sobre ruedas (Duel, Steven Spielberg, 1971), dirigida por el jovencísimo Spielberg a partir de un guión de Richard Matheson. La historia, tan sencilla como eficaz: un anodino hombre de negocios (una vez más, un tipo absolutamente medio y normal) se ve perseguido por un monstruoso camión durante un viaje y se enfrenta a una situación que acabará convirtiéndose en un duelo a vida o muerte. El resultado, una cinta trepidante construida a partir de pocos elementos pero que no dejan respiro al espectador. Sin embargo, en ella se instalan algunos de los factores que serán ya principales en la configuración del arquetipo del automóvil maligno en el cine de Terror y también de la “máquina de huir”. Para la película Spielberg realizó un castin de camiones y escogió el inmenso Peterbilt frente a otros camiones de “caja chata”. El “malo de la película” sería tratado, a partir de ese momento, como un monstruo 36

destructor a todos los efectos. Su carrocería cubierta de grasa y suciedad, sus inmensas ruedas y las placas de todos los coches que había aniquilado previamente lo caracterizan como un asesino en serie. Asimismo, el sonido del camión se buscó con un tono particularmente desagradable y que inunda la acción en la mayor parte de la película, como una amenaza constante. Hasta tal punto que, para la secuencia final, la ralentizada caída del camión por el barranco está acompañada de un épico gemido, un grito metálico que parece imitar a una especie de dinosaurio legendario, lo cual le transforma inequívocamente en un ser con vida propia. Este mismo sonido, en una secuencia construida de forma similar, fue retomado por Spielberg para el final de Tiburón (Jaws, 1975). De este modo, el aspecto inquietante y el sonido particular y estridente se convierten en atributos imprescindibles para el automóvil terrorífico. Pero aún falta uno. A lo largo de Duel se establece una lucha evidente entre los automóviles, el modesto Plymouth Valiant que a duras penas puede escapar y el monstruoso Peterbilt que vuela a casi 160 km/h por la carretera. Sin embargo, apenas puede establecerse un duelo entre los conductores, porque al camionero apenas lo vemos nunca. Solamente un brazo al dar paso o unas botas en una gasolinera son lo que podemos apreciar (y el protagonista también) del conductor del camión. En este enigma queda establecida una característica más del “coche maligno”: ¿Es el coche o es el conductor? Por el poco protagonismo que se le otorga al camionero frente al hombre de negocios asustado, queda sugerido de forma suficiente que el camionero parece no ser más que un instrumento del camión, una mano que mueve el volante, pero que en realidad está poseída por la inmensa maldad del oscuro asesino en serie. Es el coche el que posee al conductor, una vez más. El modesto Valiant, en cambio, no pasa de ser una herramienta, representando el otro rol del automóvil en el cine de Terror, el de la “máquina de huir”. Apenas alcanza las 100 millas por hora, con lo que a duras penas puede escapar del camión, su sonido es totalmente neutro y su color rojo no es más que un blanco perfecto en el ocre paisaje estadounidense. Nada en el Plymouth lo convierte en especial o en protagonista, pero aporta suspense cuando impide a su dueño escapar por dos veces, primero con la rotura de un manguito del radiador tratando de escapar del camión en un puerto y después cuando no arranca tras un golpe con un talud. Después de todo, hay otro factor en el camión de Duel que lo conecta con la sociedad y el momento en que la película fue rodada. Probablemente no es casualidad el hecho de que el camión transporte, precisamente, carburante inflamable. Pese a que Spielberg insiste en que no había una intencionalidad social en los roles de Duel, resulta imposible abstraerse a la sugerente lucha que se plantea entre un anodino hombre de negocios que precisa del coche para su


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trabajo, perseguido por un inmenso camión devorador de combustible que, precisamente, transporta gasolina, como una especie de metáfora de que lo que sucedería durante los años setenta en todo el mundo. La guerra del petróleo fue el gran fantasma que amenazaba con acabar con el mundo tal y como era conocido, y particularmente con la clase media. Stephen King retomaría este problema de forma especial en su relato corto Trucks, publicado dentro de su recopilación Night Shift, que sería llevado al cine en 1986 por él mismo en La rebelión de las máquinas (Máximum Overdrive, Stephen King, 1986), donde las máquinas tomaban el control del mundo y era un grupo de enormes camiones los que representaban la situación acorralando y esclavizando a unos humanos... en una gasolinera para que les llenasen los depósitos. Aún a día de hoy vivimos bajo esa influencia, tras sucesivas guerras por el control del petróleo de Oriente Medio, y hoy ese amenazante y herrumbroso camión de Duel es más actual que nunca. En el Peterbilt de Duel, que no es un coche sino un camión, quedan plantados los pilares básicos de lo que serán los “coches malignos” en el cine de Terror. En 1977, una película de baja calidad dirigida por Elliot Silverstein, Asesino invisible (The Car, 1977), retomaba al automóvil asesino en esta ocasión encarnado en un inquietante Lincoln Continental Mark III que se dedicaba a matar gente por las carreteras. El episódico coche asesino quedó prácticamente laminado por la baja calidad de la cinta y sobre todo porque poco después, en 1983, a partir de una trepidante y bien construida novela de Stephen King, John Carpenter dirigió la adaptación cinematográfica homónima, Christine (Christine, 1983). Si el horrible Peterbilt era el fundador de una estirpe, Christine es el auténtico aristócrata de la familia. La película de Carpenter, que pasó sin demasiada repercusión, es en cambio un resumen perfecto y máximo de la visión apocalíptica del automóvil en el mundo actual y su transposición al cine de Terror. Un Plymouth Belvedere (en la novela un Fury) de 1958 es comprado y restaurado por un adolescente feo y desgarbado del que todos se ríen en el instituto. A partir de ese momento, el aspecto del joven irá cambiando y mejorando según crece su obsesión por el coche. Al mismo tiempo una serie de incidentes relacionados con atropellos y accidentes irán teniendo lugar en la pequeña Libertyville. Christine es el perfecto coche maligno. Se restaura a si mismo sus heridas después de ser golpeado, quemado o accidentado, posee a su dueño, y asesina sin piedad a cualquiera que se interponga entre él y el coche. Es además una magnífica metáfora de la importancia del automóvil en la sociedad estadounidense (“...de un país que circula sobre cuatro neumáticos...” dice King en la novela), y

particularmente de la tremenda importancia que tiene el automóvil en la adolescencia. De hecho, esto entronca exactamente con una línea que arranca desde Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955), y no es casual que el Belvedere sea un coche de la segunda mitad de los cincuenta y que en su radio sólo suenen éxitos de los pioneros del Rock’n’Roll. Sólo que en este caso, la atracción se convierte en obsesión destructiva. Por otra parte, Christine representa, en 1979 (el año en el que se inicia la historia), un anacronismo diabólico. Cuando los coches se hacían más pequeños y todos se preocupaban por el consumo, el Plymouth es un inmenso artefacto de más de cinco metros con un consumo desorbitado. Christine es, en resumen, la evolución definitiva de los coches malignos en el cine. Un coche con vida propia, que posee a su dueño, que asesina sin piedad, cuya estética es totalmente anacrónica, que incorpora características inquietantes como su radio anclada en los años cincuenta y que tiene un sonido reconocible y temible al mismo tiempo. El automóvil en la Comedia: de pioneros a chalados Como en casi todos los grandes inventos, los primeros pasos del automóvil no dejaron de estar a caballo de la fascinación y el desprecio. Los primeros vehículos, trastos ruidosos, difíciles de manejar, lentos y con escasa autonomía, no calaron entre un determinado tipo de público e incluso durante mucho tiempo se vio en el coche un artefacto más aparatoso y teatral que eficaz. La forma en que había que ponerlo en marcha, su propio aspecto de carro de caballos deformado y lo terriblemente inútil e indefenso que se mostraba frente a las averías hicieron que, en paralelo a su vertiente de profeta del futuro, se desarrollase la de su faceta de creador de caos. Este aspecto rayano en lo ridículo hizo que el automóvil fuese, en los inicios de la Comedia, un artilugio predilecto para crear situaciones cómicas. El automóvil como “máquina del caos” es un elemento clásico de las Comedias mudas, películas creadas con el fin principal del entretenimiento y en las que el coche, ese ingenio del que en muchos lugares tenían noticia sólo por el propio cine, jugaba a menu-

El Ferrari 250 GT California de “Todo en un día” es en realidad un coche rarísimo y muy caro

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do un papel destacado en ellas. Estas producciones, que se sustentaban muchas veces en una sucesión de sketches en las que el humor de los golpes, caídas y situaciones disparatadas (el llamado slapstick) tenía campo abierto, encontraban también un buen yacimiento de situaciones absurdas en la vertiente más cómica y grotesca de un avance técnico que, para las tres primeras décadas del siglo XX, era prácticamente una religión. Esta visión un tanto crítica con el progreso tal y como se había desarrollado y con sus consecuencias sociales es el eje central de Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936), pero también se aprecia de forma desternillantemente cómica en algunas obras con Buster Keaton, como en Cops (Cops, Edward Cline/Buster Keaton, 1922), donde los coches de policía forman parte indiscutible del espectáculo. El poeta Rafael Alberti resumió muy bien estas situaciones en el título de uno de sus escritos: Stan Laurel y Oliver Hardy rompen sin ganas 75 o 76 automóviles y luego afirman que de todo tuvo la culpa una cáscara de plátano. Los coches que se desmontan, se paran, saltan o incluso se parten en dos y continúan andando como si tuvieran vida propia son por tanto, en las primeras décadas del siglo XX, personajes predilectos de la Comedia. Un buen ejemplo es el cortometraje de Harold Lloyd Get Out and Get Ander (Hal Roach, 1920), en el que su coche nuevo, a falta de pagar dos letras, sirve de escenario para algunos gags del genial cómico: subiéndose al coche en marcha, perdiéndose en el motor del auto o siendo perseguido por la policía. Pero años más tarde, Jacques Tati retomó casi exactamente esta misma visión sobre el progreso y el automóvil en su delirante Trafic (Trafic, Jacques Tati, 1971), donde el automóvil es el protagonista absoluto de los sketches. Una pequeña marca fabricante de automóviles quiere presentar un revolucionario vehículo en el Salón del Automóvil de Ámsterdam. En el viaje sufrirán toda clase de peripecias, que componen, al final, el desarrollo de la película. En Trafic se dan dos características muy relevantes del automóvil en la Comedia: por un lado, la visión general negativa, y hasta esperpéntica, que Tati proyecta sobre el automóvil como centro de la “sociedad del progreso”, en el que las carreteras se llenan de atascos, o son lugares por los que todo el mundo circula a toda velocidad sin preocuparse de lo que sucede a los lados de la misma, y en la que los seres humanos están sometidos a la máquina; por otra parte, el automóvil no deja de ser una máquina atolondrada capaz de crear el caos más fabuloso en un abrir y cerrar de ojos, llevado este aspecto al paroxismo en una secuencia de un accidente de tráfico que es, probablemente, la más cómica, esperpéntica y divertida jamás filmada. Por otro lado, las propias características físicas de los coches (puertas, formas, claxon, ruido, funciones...) le sirven a Tati para crear a menudo ritmos en secuencias que se convierten en auténtico ballet cómico, como en una de las vistas generales del Salón de Ámsterdam. 38

Un aspecto en el que el automóvil resulta también particularmente relevante a la hora de desarrollarse en el campo de la Comedia es el de la caracterización de sus personajes. En muchas Comedias, el personaje principal es un ser desmañado, risible y llamativo. Estos aspectos resultan fácilmente destacables cuando se muestra al personaje a bordo de un automóvil destartalado, estrafalario, de colores chillones u horteras... Un ejemplo magnífico de esto es El guateque (The Party, Blake Edwards, 1968), en la que el disparatado personaje encarnado por Peter Sellers llega a la famosa fiesta de Hollywood a bordo de un absurdo Morgan de tres ruedas de 1933 de color azul. A partir de aquí, no resulta difícil encontrar docenas de ejemplos de esta identidad en la caracterización entre el coche y el personaje tanto en el cine como en la televisión, desde la cómica Isetta BMW de Steve Urkel en la serie Cosas de casa (Family Matters, 1989-1998), hasta el sufrido Mini de Mr. Bean (Mr. Bean, 1990-1995). Aunque la más reciente y brillante de estas identidades se da en la VW Bus amarilla que se convierte en el centro de la trama en la deliciosa Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Johnatan Dayton y Valerie Faris, 2006), en la que la furgoneta destartalada y a punto del colapso es perfecta metáfora de una familia desestructurada que sólo se mantiene unida por la inercia. La veterana VW obliga a todos los miembros de la familia a trabajar en equipo ante las absurdas situaciones que el estado de la furgoneta va produciendo, primero al quedarse sin embrague, después al atascarse el claxon, o luego al caerse una puerta. En este trayecto, las disparatadas y cómicas vivencias provocadas por este dispar equipo y su cacharro hacen que el espectador perciba a la VW como un personaje más de la película. Por último, pero no por ello menos importante, hay una vertiente de la Comedia en la que el automóvil es actor secundario destacado, cuando no protagonista y causante de sketches de toda clase. Nos referimos a ese subgénero que podríamos denominar “Comedia adolescente” y que floreció de forma espectacular en los años ochenta. Si el automóvil es un elemento tan troncal a la cultura estadounidense y particularmente vinculado desde mediados del siglo XX a la libertad y a la adolescencia, señalando el tránsito de la infancia a la edad adulta, este grave factor interpretado en clave de Comedia es fuente de las más divertidas historias. Simplemente tres películas ilustran perfectamente el papel del automóvil en este campo. Risky Business (Risky Business, Paul Brickman, 1983), Todo en un día (Ferry Bueller’s Day Off, John Hughes, 1986) y Papá cadillac (License to Drive, Greg Beeman, 1988) son tres buenos ejemplos de “Comedia adolescente” en las que los protagonistas se ven envueltos en una serie de situaciones inesperadas y cómicas por culpa de su ansia de conducir un coche. Si en Risky Business, Tom Cruise se afana en conducir el Porsche 928 de sus padres hasta acabar hundiéndolo en el mar, en Todo


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en un día una larga aventura comienza cuando Ferry Bueller toma “prestado” un Ferrari 250 GT California que su padre guarda en casa como una obra de arte. El resumen de ambas historias puede tener su paralelo en Papá Cadillac, donde se cuenta, una vez más, la historia de unos jóvenes que, recién sacada su licencia de conducción, deciden ver el mundo desde los casi seis metros de un inmenso Cadillac. De algún modo, la misma historia que en Christine nos hacía temblar de miedo, la enloquecida y obsesiva historia de amor entre un adolescente y su coche, en estas tres películas nos lleva al extremo opuesto, partiendo del mismo argumento de guión. Coches que no creeríais. El automóvil en el cine de Ciencia-Ficción El género de la Ciencia-Ficción ha sido, a lo largo de décadas, un espacio de gran interés en el que los directores han volcado visiones futuristas o alternativas de la sociedad, que en ocasiones han generado una gran retroalimentación con la sociedad. De este modo cintas como Metrópolis (Metropolis, Fritz Lang, 1927) o Blade Runner (Blade Runner, Ridley Scott, 1982) han contribuido tanto a la historia del cine como a la cultura popular. El papel del automóvil en este género, conviene advertir, es diverso y más interesante y relevante de lo que a primera vista parece. Las películas basadas en sociedades diferentes o del futuro precisan, a menudo, de una ambientación y escenificación que haga creíble el entorno que pretende construir. En este sentido, el espectador tiende naturalmente a comparar los objetos más cotidianos de su entorno con los que ve en el filme para calibrar esa diferencia. Es decir, es más fácil comprender el futuro viendo una televisión futurista que un satélite de telecomunicaciones futurista, porque tenemos una experiencia directa sobre la primera y no sobre el segundo. Por esta razón, el automóvil se convierte en un elemento de primer uso a la hora de erigir una sociedad del futuro, porque dado que el automóvil es un objeto de uso cotidiano y masivo con el que todo el mundo tiene, en mayor o menor medida, contacto estrecho, en un solo vistazo permite comprender cuánta distancia nos separa de la acción que vemos en la pantalla. Los coches en la Ciencia-Ficción, en cambio, rara vez tienen parecido con los ensayos de coche futurista que se pueden ver en el mismo tiempo en los salones del automóvil. Y esa es una de las primeras características de la presencia de los coches en el género: los coches se encuentran siempre en un raro balance entre una imagen futurista totalmente alejada de la del presente donde la película se realiza, y una estética “retro–hi-tech” que hace de ellos naves asombrosas a partir de las formas de coches del pasado. Estos dos elementos se pueden apreciar en opuestos como Blade Runner, donde los coches

que aparecen son apenas reconocibles como tales, y en las tres últimas películas de la saga Star Wars (1999, 2002 y 2005), donde los aerodeslizadores del futuro tienen aspecto de coches de los años cincuenta, hasta el punto de haber un declarado homenaje a un Tucker en Star Wars: Episodio III -La venganza de los Sith (Star Wars: Episode III -Revenge of the Sith, George Lucas, 2005). Esta tendencia rara vez se interrumpe, si no es que medien intereses comerciales de gran calado, como en el caso de Yo Robot (I Robot, Alex Proyas, 2004), donde el coche protagonista es un Audi derivado del protipo Le Mans (lanzado en 2007 como Audi R8), así como la mayoría de los coches de la película son de marca Audi. Sin embargo, un elemento intrínseco al automóvil característico en el cine de Ciencia-Ficción es la herencia que deja en prácticamente todos los artefactos usados como medios de transporte. Desde la Metrópolis de Lang, con sus autopistas elevadas, es difícil para los directores concebir un futuro en el que el transporte individual no se realice mediante artefactos muy similares al automóvil o que, conceptualmente, son un coche. Así, a menudo los aerodeslizadores, naves personales, lanzaderas, planeadores y otros medios vuelan a ras de suelo o a través del hiperespacio, son conducidos desde un puesto de mando con unos mandos cogidos por la mano que se parecen más o menos a un volante y su forma siempre incorpora un habitáculo, un compartimiento mecánico (sea cual sea el medio energético usado para desplazarse) y otro para transportar objetos. Rastreando el cine de Ciencia-Ficción, se confirma que esta es una tendencia extendida y que la máxima concesión del automóvil a renunciar a su “código genético” es que en las sociedades futuras los medios de transporte privado son voladores o, en el peor de los casos, pueden volar y rodar. Esta herencia no deja de incorporar al cine fantástico una estructura fotográfica que se puede servir de herencias del pasado, ya que una nave siempre puede ser filmada como si fuese un coche. El ejemplo paradigmático del automóvil en el cine de Ciencia-Ficción es el celebérrimo Deloran DMC12 de la saga Regreso al futuro (Back to the Future, Back to Future the II y Back to the Future III, Robert Zemeckis, 1985, 1989 y 1990), que cumple tanto como

El Audi RSQ de “Yo, robot”, un ejemplo de conjunción de las industrias automovilística y cinematográfica.

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automóvil fantástico como con las veces de nave espacial en sus diversas versiones. El famoso “Condensador de fluzo”, que llenó el Delorean de cables, no es en realidad tan importante como el coche en si mismo, a la hora de caracterizar un artefacto tan importante en la película. La máquina del tiempo en la que pensó Zemeckis inicialmente no precisamente debía ser un coche, pero al advertir que debía ser un elemento capaz de moverse con uno mismo se pensó en que fuese un automóvil. La elección fue relativamente sencilla, dado que el Delorean, un exclusivo y escaso deportivo fabricado en Irlanda del Norte para el mercado estadounidense, tenía una estética de enorme personalidad, alejada de los coches de la época, e incorporaba como rasgo más distintivo y cinematográfico unas enormes puertas en “alas de gaviota” que garantizaban el éxito. El Delorean, transportado a los años cincuenta, era por añadidura una nave espacial alienígena para los ciudadanos de la época. La saga Regreso al futuro se sirvió de la potente estética y popularidad del coche para hacerlo un personaje más, pero en ella cabe también destacar la divertida interpretación de los coches en el futuro en la segunda parte, en la que vemos versiones de automóviles futuristas basadas en un BMW serie 6 o en un Ford Probe, aunque el más simpático es un taxi futurista que es nada menos que un... Citroën DS. Por último, en el cine de Ciencia-Ficción hay una variante más a la hora de servirse del automóvil, que es precisamente la ausencia del automóvil. Como recordábamos al referirnos al cine de Terror, la crisis del petróleo de los años setenta dio lugar a una visión mucho más apocalíptica del futuro, en la que los automóviles serían objetos raros porque el combustible escasearía. De este modo, en algunas cintas fantásticas de estos años, el futuro era un espacio sin medios de transporte privado a motor. Aunque de los años noventa, Doce monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995) es un buen ejemplo de ese futuro sin automóviles, en los frenéticos viajes adelante y atrás en el tiempo del protagonista. Sin embargo esta visión también encontró su opuesto, el de un mundo con coches pero casi sin personas, en la que probablemente sea la mejor expresión de ese futuro delirante y catastrófico de escasez, la saga de Mad Max (Mad Max, Mad Max 2 y Mad Max Beyond Thunderdome, George Miller, 1979, 1981 y 1985). En las tres películas de la serie, el automóvil se convierte en el protagonista de un futuro posnuclear, en el que no hay problemas de gasolina, pero la sociedad desarticulada se debate entre la supervivencia básica y el mantenimiento de un cierto nivel tecnológico. Los deformados vehículos de la saga son una perfecta metáfora de un futuro en el que el automóvil prácticamente sobrevive al hombre y se convierte en un arma más que en un medio de transporte. En un arma para defenderse en un futuro en el que el único sitio adonde ir es aquel en el que haya alimentos y agua. Las visiones del automóvil en el cine de CienciaFicción en el siglo XX pasaron por tanto desde la ino40

cente visión futurista y fantástica de los coches-naves voladoras a la apocalíptica visión de los “cochesmutantes” de Mad Max, producto exactamente de las preocupaciones de la sociedad, y es que no es otra cosa el cine de Ciencia-Ficción sino cine del presente ambientado en el futuro. Siga a ese coche. El automóvil y la construcción del Thriller Si ha habido un género en el cine que haya encontrado una simbiosis de gran beneficio con el automóvil, ese ha sido el Thriller. Todas las variantes que podrían encajar dentro de ese amplio espacio que es este género han tenido en común la aparición de un elemento clave en la historia del siglo XX, que en este caso ha contribuido decisivamente a condicionar y renovar su lenguaje cinematográfico. El automóvil ha sido un compañero inseparable del cine de intriga, con diferentes codificaciones en cada momento: ha pasado de ser una herramienta para desplazarse rápido a ser un elemento caracterizador de los protagonistas, así como un medio por el cual el ritmo de las películas pudo ser incrementado e intensificado a gusto del director, o bien una plataforma fílmica óptima para replantear las secuencias de acción y, prácticamente, construirlas de nuevo a partir de inicios de la segunda mitad del siglo XX. Hasta los años cincuenta, el automóvil no se incorporó al cine de intriga más que como una herramienta, pero no como una herramienta cualquiera. Aquellas películas rodadas en los años treinta incorporaron los automóviles como medios para los actos ilícitos que a menudo aparecen en ellas, desde la huida tras un robo a un ametrallamiento furtivo sin bajar de un coche en el cine de gánsteres. La historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow, dos famosos ladrones de la Gran Depresión de EEUU, que fueron declarados enemigos públicos entre 1931 y 1934 y que murieron acribillados el 23 de mayo de ese año mientras intentaban huir en un Ford V8 robado, sin duda contribuyó a potenciar la imagen del forajido recorriendo Estados Unidos a bordo de su coche o de coches robados, escapando, como Bonnie y Clyde hicieron, una y otra vez de la policía. Hasta este momento, el automóvil, en cambio, no había sido arropado en la pantalla por un lenguaje propio concebido para sus características. Los planos cortos de las ruedas, planos interiores de los coches desde el morro y algunos pocos de los vehículos en movimiento no dejaban de ser herencias de las primeras películas inspiradas en el oeste y de la forma de filmar a los carros y los caballos. Sin embargo, con el auge económico y social de los años cincuenta en EEUU, el automóvil se incorporó definitivamente no sólo a las casas, sino a la cultura popular. Es en estos años cuando comienza a fraguarse un caldo de cultivo en torno a la automoción, que comienza con grandes y potentes coches en la


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segunda mitad de los cincuenta, basados en la carrera espacial en algunos casos, para pasar a la producción de coches algo más compactos y versátiles pero extremadamente potentes y de gran personalidad en los años sesenta. Se trata de los llamados “Pony Cars” o “Muscle Cars”, eternamente personificados por el Ford Mustang, lanzado en 1964. Son los años del “Marlboro Man”, el cowboy solitario de vida libre que no encaja en ningún concepto de los conocidos en la sociedad hasta ese momento, y que no es sino un arquetipo que, de un modo u otro, el cine adoptará y reproducirá hasta la saciedad. Para ese “Marlboro Man” hacían falta coches potentes y con personalidad, que permitiesen distinguirlo en la pantalla. Y qué mejor que un policía de métodos expeditivos y código propio prácticamente al margen del resto de la ley. Un personaje al que hoy estamos acostumbrados, casi hastiados, pero que se construye como tal durante los años sesenta y en su construcción es esencial el automóvil. No obstante, el automóvil servirá ya en el futuro para caracterizar a personajes que no siempre se encuentran en este arquetipo tan admirado, pero que sin embargo serán asiduos del género. Dos ejemplos permiten abarcar un gran campo en lo que a las propiedades caracterizadoras del coche se refiere. Giro al infierno (U-Turn, Oliver Stone, 1997), y Memento (Memento, Christopher Nolan, 2000) nos muestran a dos personajes que quedan definidos, y hasta determinados, por su automóvil. El protagonista de Giro al infierno es un delincuente de poca monta que trata de eludir una deuda con un mafioso y para ello se refugia en el medio oeste americano. El coche en el que huye es, cómo no, un Ford Mustang descapotable y rojo. Un coche asociado innumerables veces a personajes triunfadores y de gran personalidad. Cerca de un pequeño pueblo, el radiador de su coche se rompe y se queda tirado, iniciando una serie de angustiosas peripecias que acabarán en una lucha por la mera supervivencia, mientras el coche permanece en un sórdido taller de reparación custodiado por un mecánico desequilibrado. El coche aquí desencadena toda la acción, y no es casual que se trate del deseado Mustang descapotable, que permite a Stone definir al personaje de Sean Penn como una parodia de un triunfador del “sueño americano”. En la hipnótica y opresiva Memento, de nuevo el automóvil nos ayuda a comprender mejor al personaje de Leonard Shelby (Guy Pierce), al que vemos vistiendo trajes caros y conduciendo un precioso y carísimo Jaguar XK descapotable durante la mayor parte de la película, y nos mantiene engañados en cuanto a la historia (como toda la trama) hasta que, prácticamente al final descubrimos la farsa. Como lugar de asociación de todos los factores que rodean al automóvil y al Thriller, Bullitt (Bullitt, Peter Yates, 1968), debe ser considerada como la película en la que el género se hace adulto y en la que se plantean algunos fundamentos esenciales que recogerán las películas que estén por venir. El policía de

métodos propios es el legendario Steve McQueen, en su propia vida un cierto tipo de “Marlboro Man”, con su doble afición al cine y los coches (y las mujeres, y...), que lo hacían idóneo para encarnar a Frank Bullitt, un duro policía de San Francisco que se enfrenta al asesinato de uno de sus compañeros. Vista desde nuestros días, los caracteres que muestra el teniente Bullitt nos resultan muy conocidos (policía trabajando al margen de la ley con el consentimiento de sus superiores, vida desordenada, relación atormentada con su pareja...), pero sin embargo no lo son en el momento del rodaje. Y lo que es más interesante, estos caracteres se subrayan con el coche que posee el protagonista, un magnífico Mustang 390 GT Fastback, que otorgaba al dueño un aire mucho más próximo al de ese hombre, libre y rudo como un caballo salvaje, tan idolatrado por la sociedad estadounidense de la época y, a día de hoy, de todo el mundo (la evolución lógica del viejo “hombre del oeste”). El personaje conduce un coche diferente al de la mayoría, más deportivo y compacto, y con aspecto más poderoso, señalándolo como un guerrero y no como un ciudadano más. Pero del mismo modo, cuando en la película veamos al coche de los delincuentes, nos encontraremos con una característica sorprendente y no casual: se trata de un modelo cuyos faros se ocultan cuando no se usan, es decir, de día. El Dodge Charger R/T de los asesinos es un coche que parece llevar un antifaz y que además es de color negro. La caracterización de los personajes en su interior, con guantes negros de cuero y gafas negras, hace aparecer al coche como una prenda más de vestir, pero que en este caso se convierte en tremendamente potente en lo semántico. El Mustang se consagró para siempre en una secuencia, “la secuencia”, por la que Bullitt será recordada. Se trata de una persecución en coche que es, sin duda alguna, la secuencia fundacional de todas las persecuciones de la historia del cine. Aproximadamente 25 minutos en los que el Mustang y el Charger se persiguen por todo San Francisco y en los que el montaje de Yates abre el campo a un nuevo lenguaje en el cine de acción en el que el coche es protagonista. En una secuencia rodada sin extras y sin trucajes, los coches suben y bajan las rampas de San Francisco a toda velocidad mientras una ráfaga de planos alternativos de los lances de la persecución van incrementando el ritmo visual al de la propia velocidad de los coches. Los planos interiores de los coches, en diversos ángulos y perspectivas, se alejan de las clásicas persecuciones del cine del oeste, donde el montaje estaba reducido al mínimo. Al mismo tiempo, las sinuosas calles de San Francisco, repletas de coches, se convierten prácticamente en la antítesis de estas persecuciones del oeste que son referencia mental inmediata, siempre atadas a espacios inmensos y vacíos. Aquí, los coches en movimiento, barreras, cubos de basura, motoristas o farolas suponen riesgos que los conductores deben evitar y que aumentan la necesidad de ritmo y velocidad del 41


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montaje. Por la misma razón, el sonido de los coches (que es auténtico) y sus propias evoluciones físicas (derrapajes, saltos, patinazos y frenazos) durante la persecución incorporan elementos coreográficos a la escena, como cuando vemos a los dos coches pasar a toda velocidad por la misma curva y con el mismo plano en cuestión de segundos. La persecución de Bullitt se rodó con cámaras montadas en coches a muy baja altura, algunas de las cuales se usaron luego en Duel, y su resultado, impregnado de verismo y potencia visual, impactó para siempre en el Thriller. Una secuencia que dura prácticamente una cuarta parte del metraje de la película, que acelera el ritmo de forma que rara vez se había visto antes y que además establece un crescendo de tensión que hace a la película subir escalones en el propio desarrollo de la historia. Desde este momento, el automóvil y el Thriller viajaron siempre juntos. Poco después, en 1971, William Friedkin rodó para French connection. Contra el imperio de la droga (The French Connection, William Friedkin, 1971) una persecución que daba una vuelta de tuerca al género, al poner a Gene Hackman a bordo de un Pontiac Le Mans, a perseguir a un asesino que viaja en un metro elevado. La magistral secuencia es una trepidante persecución que comienza a pie y en la que pronto se pasa a la velocidad angustiosa del coche persiguiendo al metro, repleta además de un verismo realmente asfixiante. El denso tráfico de Nueva York, los peatones que cruzan y los pilares de la vía elevada del metro hacen de la persecución un ejercicio agotador para el protagonista y para el espectador, que ve cómo el montaje no deja lugar a un mínimo respiro. Las persecuciones de Bullitt y The French Connection son, probablemente, las secuencias fundacionales de un género que, sin embargo, no siempre se ha usado con la calidad y elegancia de estas dos películas. Las persecuciones, particularmente a partir del cine de serie B “de coches” de los años setenta, y las exageradas secuencias del cine de acción de los ochenta rara vez han sido filmadas con el mismo cuidado y sentido del verismo y la física que entonces. En cambio, en lo que al Thriller se refiere, es justo reconocer que estas dos cintas incorporaron un elemento que renovó y aportó nuevas posibilidades narrativas y nuevos recursos al lenguaje cinematográfico que, a día de hoy, todavía siguen vigentes. Del fin de una época a los nuevos vaqueros. El automóvil y el Wéstern Prácticamente en cualquier lugar del mundo durante los últimos cien años, especialmente en las zonas alejadas de las grandes ciudades, la llegada del primer automóvil fue un acontecimiento recordado en colectivo. Precisamente, estos primeros y escasos coches eran profetas de una nueva era, de un progreso técnico que, al menos para aquel entonces, prometía el fin de las penurias materiales y una vida mejor. 42

Sin embargo, esto no necesariamente significó una rápida transformación y para las primeras dos o tres décadas de existencia de los coches a motor el hábitat alejado de las ciudades era un ambiente hostil para ellos; y los en lugares aislados su existencia estaba a caballo de la admiración y el recelo, alimentado en buena lógica por las limitaciones evidentes de aquellos primeros artefactos. Si en un lugar esta aparición de los automóviles, con todos estos factores gravitando en torno a ellos, fue especialmente simbólica, ese fue el oeste americano a finales del siglo XIX. Un mundo que se había mantenido al margen de lo que sucedía en las grandes ciudades de Estados Unidos, en un estado tecnológico similar al de un siglo atrás, se encontró de repente con la aparición del automóvil que, más que cambiar sus estructuras de forma radical, fue un mensajero de que el tiempo de aquel mundo había llegado a su fin. La clave por la que el automóvil simbolizaba este fin y no lo había simbolizado previamente el ferrocarril es el hecho de que el automóvil aporta movilidad individual y no condicionada a la vía, es decir, es capaz de sustituir a un caballo, que es el gran icono del oeste americano, mientras que el ferrocarril es sólo una solución colectiva destinada al transporte de mercancías más que de pasajeros. El género del Wéstern, durante décadas más interesado por las grandes gestas de los vaqueros y la luchas con los indios americanos, supo encontrar en el automóvil un aliado para la construcción de eso que se ha llamado “Wéstern crepuscular”, y que se trata de películas que ponen su mirada, precisamente, en el final de este mundo. En el Wéstern, la aparición del automóvil simboliza siempre el final de un tiempo. Pero particularmente, en lo que a los personajes toca, se refiere sobre todo a una señal de que comienzan a estar desubicados o que sus formas de vida dejan de tener sentido. Los coches a motor comienzan a desplazar a los coches de caballos y a los caballos mismos, pero también hacen cambiar la fisonomía de los pueblos, el enfoque de las ventas y paradas de postas e incluso la relevancia del ferrocarril. Este cambio en el mundo conocido se percibe con nitidez particularmente en las películas de Sam Peckinpah, especialmente en una que recoge exactamente la aportación del automóvil al género: La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, Sam Peckinpah, 1970). Sam Peckinpah supo retratar mejor que nadie a los personajes heroicos del oeste americano precisamente en momentos lejanos a los de su lozana y épica juventud. Los personajes de Peckinpah se enfrentan a su vejez con cierta inquietud, en un mundo en el que ser viejo era sinónimo de no existir. Cable Hogue es un vaquero que decide montar una posta junto a un pozo de agua en el camino de las caravanas del desierto interior. Y precisamente la llegada del automóvil y la apertura de nuevas rutas harán que el negocio tenga un declive que muestra a Hogue que no hay más salida que desplazarse a una gran ciudad. El Oeste ha


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muerto. Sin embargo, el director incorpora en la película un final rebosante de simbolismo, en el que un automóvil sin conductor, en un suceso totalmente ridículo, atropella a Hogue cuando éste ha decidido ya trasladarse a una ciudad con su antigua amante. El automóvil elimina al vaquero y le impide incorporarse al mundo moderno. El nuevo símbolo, el coche a motor, liquida al viejo, el vaquero indómito, para el que no hay redención posible, porque no sólo su mundo está agotado, sino que no tiene espacio en ningún otro lugar. Peckinpah no deja pasar la ocasión de dar una vuelta de tuerca a esta lírica visión del final del Oeste y al funeral de Cable acude un cura... conduciendo una motocicleta (que es un invento algunas décadas anterior al del automóvil).

rralado. Incluso el destino final del vaquero acorralado tiene mucho que ver con otras películas del género como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and Sundance Kid, George Roy Hill, 1968) y aumenta la impresión de historia épica anclada en lo mundano que proyecta esta película. Punto límite: cero es una película muy bien contada, en la que el protagonista se percibe nítidamente como el “Nuevo vaquero”, y que, sólo un año posterior a la idolatrada Easy Rider. Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969), muestra en cambio una visión amarga y desencantada del mundo que la conecta más fuertemente con el Wéstern. En un espacio intermedio, temáticamente hablando, entre La balada de Cable Hogue y Punto límite: cero, nos encontramos con Los valientes andan solos (Lonely are the Brave, David Miller, 1962), antecesora de ambas. En esta obra Kirk Douglas encarna a un vaquero a mediados del siglo XX, un anacronismo en una sociedad que ha cambiado. Sintomáticamente, acaba muriendo atropellado por un camión que transporta inodoros, tras una huida a lomos de su caballo en la que es perseguido por un Jeep y hasta por un helicóptero: la tecnología para cortar el espíritu de libertad.

El Wéstern, no obstante, es un género de tal potencia narrativa y con estructuras de personajes tan arquetípicas, que su etiqueta se ha extendido mucho más allá de las películas que tratan sobre el Oeste y se puede hablar en ocasiones de Wéstern urbano y hasta Star Wars bebe en su argumento de las fuentes del género. A finales de los sesenta y principios de los setenta, la fuerte inercia cultural de la Generación Beat y del movimiento jipi hace que aparezcan un puñado de películas, a veces de bajo presupuesto, que podríamos denominar como Wésterns contemporáneos. La vida son las carreras. La competición automovilísProbablemente la más fascinante de todas, recuperatica en el cine da recientemente para el gran público por Tarantino a través de su homenaje en Death Proof, sea Punto límite: La aparición del automóvil como un nuevo y fascicero (Vanishing Point, Richard Sarafian, 1970). Punto líminante elemento social en los albores de un siglo XX te: cero, una película con guión original de Guillermo que se deleitaba en contemplar y adorar los avances del Cabrera Infante, que firmó como Guillermo Cain es, a progreso estableció una profunda y duradera relación todos los efectos, un auténtico Wéstern contemporáentre este artefacto con ruedas y el imaginario colectineo, en el que un personaje, Kowalski, huye de la polivo. Las carreras no son una anécdota en la historia del cía en un viaje entre Colorado y San Francisco, adonautomóvil. Desde sus mismos inicios, los nuevos ingede se dirige a entregar un coche. El protagonista es nios rodantes fueron puestos a prueba unos contra presentado como un personaje con un pasado de otros, con la excusa de conocer cuál era el más capaz heroísmo e integridad, marginado por las estructuras para viajar rápido. Desde el principio, los coches sirviecorrompidas de la sociedad (de nuevo la ética indiviron para establecer épicas batallas de velocidad libradual frente a la global) y cabalga por las carreteras del das entre aristócratas y en las que se ponía en juego oeste, en este caso no a lomos de un caballo, sino de tanto la valía mecánica como la honrilla de los países. un coche, un poderoso Dodge Challenger R/T. En su Y desde luego carreras, como en la dramática y fallida viaje a ninguna parte, Kowalski se va cruzando con París-Madrid de 1902, en las que la muerte era una personajes que perfectamente podrían estar sacados parte más del espectáculo, demasiado cotidiana. de un Wéstern de la época dorada. Un viejo cazador de Muerte del público, a menudo anónima, y muerte de serpientes que vive solo en el desierto, una comuna los pilotos, que los catapultaba inmediatamente al de religiosos dirigida por un predicador corrupto, otro Olimpo de las divinidades épicas, conductor alocado que le reta... a una como a héroes clásicos. Por la misma carrera, otra pareja que vive solitaria razón que las carreras causaron fascien una cabaña cerca de la frontera nación entre todo el público desde los con California... La película está mismos inicios del siglo XX, el cine rodada haciendo uso frecuente de pronto detuvo su mirada sobre ellas. planos que se recrean en la inmensiEn el caso del cine y la competición, si dad del paisaje, incluso adentrándobien no podría hablarse de un género se en un desierto de sal, en los horien si mismo, sí se puede establecer zontes lejanísimos y siempre con el protagonista que es el vaquero El Porsche 917k con los colores de una visión transversal que permitiría (Kowalski), su fiel caballo (el Gulf que aparece en “24 horas de Le hablar de un “subgénero” de cierta popularidad en diferentes ciclos en la Challenger) y las aventuras que vive Mans” es uno de los coches más apreciados de todos los tiempos. historia del cine. hasta que se ve completamente aco43


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En los años veinte y treinta, varias películas posaron su visión sobre un mundo de la competición que era bien diferente del actual, y de todas quizá la más interesante sea Avidez de tragedia (The Crowd Roars, Howard Hawks, 1932). Las carreras de la época daban lugar a personajes épicos, llenos de autocomplacencia, a situaciones que podían cambiar en cualquier momento y a aventuras en las que lo que los pilotos se jugaban era algo más que un premio: era su vida.

acerca de las carreras de coches. McQueen es el icono de una de las identidades más populares entre cine y automóvil: la de los actores-pilotos. De McQueen sigue sin estar claro si era un piloto metido a actor o un actor que quería ser piloto. El hecho es que sus cualidades para ambas actividades eran sobresalientes y que probablemente habría dejado muchos más ejemplos de ello de no haber muerto prematuramente.

Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, y conforme Europa iba reconstruyendo su geografía, las carreras comenzaron a transformarse poco a poco. Del amateurismo y la concepción romántica se fue pasando, lentamente, a un estatus mucho más profesionalizado. Las carreras iban dejando de ser una pasión para convertirse en un deporte. La creación en 1950 del Mundial de Fórmula 1 y la progresiva desaparición durante estas décadas de las grandes carreras del pasado, de las que sólo sobrevivió las 24 Horas de Le Mans, dibujaron un panorama bien diferente.

Las 24 Horas de Le Mans (Le Mans, H. Lee Katzin, 1971), fue un proyecto enteramente vivido por McQueen como algo suyo. Si el resultado de la película fue muy inferior al de Grand Prix en lo cinematográfico, Le Mans es un film hecho con tanta pasión que, en el peor de los casos, su visionado impresiona. McQueen involucró a John Sturges en la película desde el inicio (ya había trabajado con él en Los siete magníficos –The Magnificent Seven– en 1960), pero la intensidad con la que le actor vivía el rodaje y su afán de control sobre la película hicieron que Sturges acabase abandonando el rodaje y que el montaje final lo firmase uno de sus ayudantes, H. Lee Katzin, aunque bien pudo haberlo hecho el propio McQueen. Las 24 horas de Le Mans, todavía hoy en la época de la altísima tecnificación de este deporte, es “la carrera” por excelencia. Una carrera como la concibieron los pioneros de la automoción, en la que luchasen los coches y los hombres contra el tiempo inexorable. Después de las cuatro victorias consecutivas de Ford, que sucedían a las otras cinco de Ferrari, las 24 horas eran más populares que nunca, y el proyecto de McQueen, que inicialmente iba a versar sobre la Fórmula 1 y a rodarse en el homérico circuito de Nürburgring, finalmente se vinculó a la carrera francesa. En la misma línea de Grand Prix, la película se rodó utilizando los coches originales, conducidos por los pilotos originales, Jackie Ickx, Derek Bell, Vic Elford o Jean Pierre Jabouille, aunque en esta ocasión como extras. Esto supuso alquilar el circuito de La Sarthe (que es semiurbano) y cerrarlo, con un altísimo coste de producción, y tener los coches auténticos, verdaderas bestias de más de 600 Cv como los legendarios Porsche 917K, o los Ferrari 512 (que en esta ocasión fueron prestados por un equipo belga, al negarse Enzo Ferrari a participar en la película... cuando supo que los Ferrari perdían), todo lo cual disparó el coste de producción hasta hacer casi quebrar a Solar, la productora de McQueen. Los problemas en el rodaje, con Sturges, con el dinero, con los accidentes y con el tiempo hicieron que el resultado final de la película se resintiera y que el argumento quedase diluido entre la fascinante secuencia de imágenes de la carrera, alternando las rodadas durante las 24 horas de 1970.

Precisamente en el momento clave de la transición de las carreras a un deporte altamente tecnificado y profesionalizado, John Frankenheimer decidió rodar Grand Prix (Grand Prix, John Frankenheimer,1966), una gran película acerca del mundial de Fórmula 1. Con un amplio despliegue de medios que supuso grabar secuencias en los mismos circuitos donde se disputaba el mundial poco antes de la hora de la carrera real, o grabar dentro de la factoría Ferrari, algo que no ha vuelto a suceder después, Frankenheimer tuvo la oportunidad de rodar una gran superproducción en la que contó con la presencia de pilotos míticos como Graham Hill, Jim Clark, Jack Brabham, Bob Bondurant, Bruce McLaren o Phil Hill, y en la que lo único que no pudo conseguir fue que Steve McQueen hiciese el papel protagonista. El momento en el que se rodó Grand Prix era el de una auténtica transición en la competición. Se pasaba de tener varios pilotos muertos por temporadas a incorporar, poco después, los cinturones de seguridad en los coches. De ser un deporte de aristocráticos bon-vivants como Graham Hill, a metódicos pilotos como Jackie Ickx. Pero en medio de una transición en la que la Fórmula 1 dejaría de ser una fábrica de mitos para convertirse en una fábrica de grandes pilotos. En este escenario, la preocupación de Frankenheimer fue conseguir la máxima verosimilitud en los lances y secuencias de las carreras, incluyendo en el montaje final planos tanto de las carreras reales como de las ficciones rodadas por él. Esto dio a Grand Prix un aura especial muy apreciada por los aficionados, aunque no tanto por los cinéfilos. Sin embargo, la preocupación de Frankenheimer fue también cinematográfica, y la película resulta un impecable producto, reforzado y ennoblecido por los títulos de crédito de Saul Bass. Si McQueen no aceptó entrar en el proyecto de Frankenheimer es porque él mismo andaba envuelto, desde principios de los años sesenta, en una película 44

Le Mans es un auténtico monumento del cine a la competición, hecho por un apasionado de ambos mundos. En una película carente de historias potentes la carrera es la única historia y casi se podría decir que el único personaje. Y todo eso sucede en la época


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dorada de la competición, en el canto del cisne de un tiempo, cuando bestias como el Porsche 917K, inmortalizado en el vibrante naranja y azul celeste de Gulf, caminaban gallardos hacia su extinción.

mental. Y ciertamente, algo puede decirse del gran sueño de McQueen: nadie que haya visto Las 24 horas de Le Mans, le gusten o no las carreras y los coches, ha conseguido olvidarla.

Un año antes de Las 24 horas de Le Mans se había estrenado 500 Millas (Winning, James Goldstone, 1969), una película al servicio de Paul Newman que se puede considerar un paralelo de Le Mans para la carrera más legendaria del otro lado del Atlántico, las 500 millas de Indianápolis. Sobre Newman confluyen también las dos pasiones, la de actor y la de piloto, y ello fue llevado al cine lateralmente en más de una ocasión. Y de hecho, influiría en una de las últimas producciones con mínimo interés vinculado al mundo de la competición: Días de trueno (Days of Thunder, Tony Scott, 1990). En un momento de su carrera, Tom Cruise fue visto como un cierto paralelo de Paul Newman, particularmente después de El color del dinero (The Color of Money, Martin Scorsese, 1986), y él mismo incorporó a sus aficiones las carreras de automóviles, que dieron como resultado la cinta sobre la competición de NASCAR. Días de trueno es realmente un producto de baja calidad que no tiene más interés que el de ver a un joven actor intentando emular a dos míticos actores consagrados, como McQueen y Newman, en una de las facetas que les hizo más populares en su vida privada.

Conclusiones

Después de la segunda mitad de los sesenta, donde se concentran Grand Prix, 500 Millas y Las 24 horas de Le Mans, la competición automovilística se fue volviendo demasiado tecnificada y fría y el cine demasiado calculador y concreto como para que el encuentro fuese posible. De hecho, repetidamente películas de escasa calidad tratan el tema con fracasos completos y no parece que en el horizonte haya lugar para nuevas producciones sobre el tema. Sin embargo, las referencias a las tres grandes producciones de los sesenta son constantes en cuanto se trata de ambientar o mencionar la competición automovilística en el cine. Si bien en ellas no se pudo apreciar una notable aportación al lenguaje cinematográfico, pues los planos en movimiento y de dentro de los coches habían sido desarrollados simultáneamente en el Thriller, la forma en que la velocidad pura fue rodada, con la elegancia de un baile, surge de la coreografía que en si misma incorpora una competición automovilística, con varios coches girando, derrapando, frenando o aullando al mismo tiempo. En este sentido, si bien estas películas no incorporaron grandes novedades narrativas ni estéticas al cine, sin duda retrataron la competición con una grandiosidad, nobleza y elegancia que nunca más se ha repetido. El paso del tiempo ha engrandecido Las 24 horas de Le Mans y menguado Grand Prix, quizá por su más ambicioso, casi enfermizo, planteamiento semi-docu-

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Por lo visto en este rápido repaso a la presencia del automóvil en los géneros cinematográficos, los coches se han incorporado en la historia del cine como algo más que elementos reflejo de la realidad de la sociedad que produce las películas. En varios de los casos analizados, el automóvil resulta ser un factor que determina con cierta importancia el lenguaje cinematográfico del género, como en el Terror o en el Thriller, e incluso su aparición episódica influye fuertemente en ocasiones en la ambientación o en el argumento de las películas, como en la Ciencia-Ficción o el Western, de la misma manera que se convierte en una herramienta más, prácticamente en una fábrica de gags, en la Comedia. Por otro lado, podemos afirmar que el automóvil ha sido un elemento cuya simbiosis con el cine ha construido grandes asociaciones culturales a lo largo del siglo XX, que han influido desde en la moda en el vestir, hasta en el arte o en el propio desarrollo de los automóviles a lo largo del siglo. La imagen del automóvil en el cine ha reforzado en mucho su ya de por si totémico carácter, y de su asociación visual a otros mitos del siglo XX como algunos actores (James Dean, McQueen, Newman...) ambos han salido reforzados frente a la cultura popular. Para terminar, es preciso tener en cuenta que en la retroalimentación del triángulo Automóvil– Cine–Cultura popular, ha habido una resultante de gran interés, que ha sido la publicidad y la televisión. La publicidad del automóvil, particularmente a partir del tránsito entre la década de los ochenta y los noventa, sufrió una transformación radical en la que el lenguaje cinematográfico tuvo mucho peso, y en la que se hizo apoyo tanto en los iconos del cine como en la propia cultura literaria o visual. Este fenómeno, llevado a extremos de gran calidad en la estrategia comercial de las marcas, ha dado lugar a algunas producciones específicas de directores de cine para marcas de automóviles, de las cuales cabe destacar, por encima de todas ellas, The Hire (20012002), una serie de ocho capítulos cortos producida por BMW con reparto y directores de nivel internacional, que se produjo exclusivamente para ser proyectada por Internet y que ha tenido escasísimos pases públicos, uno de ellos en el Aula de Cine de la Universidad de Zaragoza en mayo de 2007 dentro del ciclo “De 0 a 100 en 24 fotogramas por segundo: cine y automóvil”. Pero esto es otra historia, para ser contada en otro momento.

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PENSAR LA MÁQUINA FERNANDO DE SANTOS LORIENTE 1º DE BACHILLERATO

Desde que en 1908 Henry Ford tuviera la idea de crear un coche económico para el ser humano, siguiendo la teoría de la evolución, le ha salido un nuevo caparazón. Una especie de exoesqueleto del egoísmo (duro por fuera, blando por dentro). Y encima con el término apocopado “auto”, que tanto nos gusta a los seres humanos. Ese egoísmo siempre está relacionado con la libertad de cada uno, convirtiéndonos en fetos que no queremos nacer, cegados por estos cristales tintados de la libertad y la autonomía que, poco a poco, nos están llevando a una guerra de “todos contra todos”. Pero, ¿hasta qué punto el ansia de libertad nos lleva a enamorarnos de un automóvil? ¿Esa libertad tiene un límite? ¿El automóvil ha cambiado nuestra forma de ver el mundo? ¿Por qué elegimos un modelo en concreto? Sobre esto vamos a reflexionar, bajo distintos aspectos como el determinismo, tanto tecnológico como genético o social, el fetichismo del objeto o la relación entre el automóvil y el estatus social. En encuestas recientes se ve cómo la mayoría de los jóvenes adquiere su primer vehículo con intención liberadora, como fuerza revolucionaria que les haga independientes, “autó- nomos”. Sin embargo, varias teorías deterministas están reflejadas en él, luego esa libertad tiene un límite, aunque cada vez más amplio. Así pues, el determinismo genético, que defiende la inexistencia de libertad desde el punto de vista biológico, se hace presente en la relación progenitor (ingeniero) – descendiente (automóvil), siendo los trabajadores de

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fábrica el núcleo de cada célula. Y siendo nosotros los encargados de su metabolismo. En relación con lo anterior aparece otra variante, el determinismo tecnológico de Marx, en el que los cambios sociales en las distintas sociedades están determinados por el nivel de desarrollo tecnológico de éstas; es decir, la posibilidad de superar los diferentes obstáculos sociales con mayor facilidad. Así pues, podría decirse que el nivel de evolución del automóvil nos hace más libres, nos permite superar más obstáculos y llegar más lejos. O, dicho de otro modo, amplía el espectro de opciones ante las que elegir y nos hace más libres. Marx añadió que esto último también depende de otros factores como el económico. En cada sociedad, en cada grupo social, en cada persona, el nivel económico restringe un determinado abanico de posibilidades. En nuestro caso nos permite adquirir un automóvil u otro y esto nos lleva de nuevo al determinismo tecnológico. Y por último es preciso nombrar a Hobbes y su determinismo social, presente en los códigos de circulación. Con éste se trataría de explicar la necesidad de normas en una sociedad para limitar la libertad de cada uno, evitando que atente contra la de los demás individuos de la sociedad. Pero el automóvil ya fue nombrado indirectamente por escritores anteriores (como los creadores del Antiguo Testamento): Elías, profeta de Yahvé, cruzaba el río golpeando un manto sobre las aguas “que se partieron de un lado a otro” (II Reyes 2,8), en esto similar a Moisés. Con el poder de Dios se podrían superar los


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obstáculos. Yo pienso que estos escritores se referían al poder individual, metaforizando con Dios a la fuerza de la voluntad. Ahora es la producción del automóvil la que ha hecho que los obstáculos físicos sean menos obstáculos, y nuestra fuerza de voluntad no la necesitamos para superar obstáculos, sino con el objeto de adquirir el capital suficiente para que una máquina supere nuestros obstáculos. El obstáculo más claro ha sido el de la distancia. Con la llegada del automóvil se ha achatado la tierra, y no sólo por los polos. ¿Quién no ha viajado al extranjero hoy en día? Hay ejecutivos que cada mañana amanecen en un continente. Antes el viajar era algo peor que un simple dolor de piernas por falta de espacio en un avión. Pero aparte de encoger el mundo, ha ralentizado el tiempo, y es más, poco a poco no vamos ni a darnos cuenta de su paso. Pero, aunque el tiempo se lentifique, nuestra vida sigue teniendo un final. Y este final, por desgracia, se debe en demasiadas ocasiones a esta creación de Henry Ford, que no contraviene el siguiente principio: “lo que mueve a otro y por otro es movido, cuando cesa el movimiento, cesa en él la vida” (Fedro 245c). Y así es el triste final en muchas ocasiones. Mueren juntos el feto y la madre, el dios y el hombre… El oír bestiales cifras de muertos en accidentes de tráfico no nos hace reaccionar y seguimos cogiendo el coche para comprar el pan. Pero esto tiene una explicación, somos “dioses”. Efectivamente, es fácil de argumentar. Somos el “motor inmóvil”, la causa incausada de una seria de procesos causados (manteniendo las distancias, claro está). Es evidente que las tornas han cambiado. Y a pesar de que todos los modelos nos divinizarían, elegimos modelos diferentes. ¿Cuál es el motivo? Mucha gente a la hora de elegir escoge para él y para los demás. Es decir, términos grandilocuentes como estatus social, clase… están a la orden del día en el “fantasma” publicitario (un sueño, algo intangible que, sin embargo, causa estragos en nuestro mundo “de carne y hueso”). Yo pienso, siguiendo la teoría marxista del fetichismo de la mercancía, que la clave está en el coste. No es el valor el que da el precio sino el precio el que da el valor. Un coche caro te proporciona reconocimiento o simplemente no te produce descalificaciones. El quid de la cuestión es, como dice Félix Duque, la “normalidad” o el mantenimiento de la salud mental del ciudadano. El automóvil también ha producido cambios en diferentes campos; por ejemplo, el lenguaje. La introducción de nuevos términos como tráfico de divisas, válvula mitral… Lo que está claro es que el automóvil ha cambiado nuestra forma de hablar, y por tanto de pensar. Para algunos es un adelanto, para otros un retraso. Lo que nadie puede negar es que es útil y ha

cambiado el discurrir de la historia, luego estaría apoyado en el pragmatismo. Así, según lo visto, podemos concluir diciendo que el antiguo tren se ha salido del raíl y la libertad mueve el motor de un objeto que, como dijo Platón, perseguía al alma y poco a poco la está alcanzando. Curiosamente ese motor es el que se ha convertido en un motor, pero de cambio. Ha mejorado las relaciones humanas, nos ha unido, y, pese al problema ecológico que genera, opino que ha sido causante de un importante adelanto social. Una pequeña reflexión: Un político es aquel que en una carretera busca el hueco para adelantar. El buen político es el que frena antes de adelantar. Filosofar es viajar en el coche que adelanta y en el adelantado, en el que se vislumbra el horizonte y sin olvidarse jamás de mirar por el retrovisor.

BIBLIOGRAFÍA KREIMER, Roxana: La tiranía del automóvil. Los costes del desarrollo tecnológico. Amarres. Colección Ciencias Sociales, Buenos Aires. DUQUE, Félix: El mundo por de dentro. Ontotecnología de la vida cotidiana. Serbal, Barcelona, 1995. http://es...wikipedia...org/wiki/Determinismo. MARX, Karl: El Capital, capítulo I, apartado 4. 47


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RUMBO: NINGUNA PARTE (EN EL CAMINO DE JACK KEROUAC) ALBA GARCÍA GASCA 4º DE ESO

Rumbo hacia el oeste. Siempre en el camino, no dejar de viajar, no pararse más de unas semanas en un mismo lugar, ese es el lema de los dos protagonistas de esta obra. El intrépido Dean Moriarty (Neal Cassady) y su memorialista el escritor Sal Paradise (el propio Kerouac) emprenden viajes sin ningún motivo aparente, pero con una sola idea en la cabeza: conocer gente, pasarlo bien y aprender más sobre la vida. En esta obra Jack Kerouac pone de manifiesto por primera vez el movimiento beat que asolaba la buena conciencia de Estados Unidos en la época en la que se ambienta esta novela. Este movimiento, antecedente del hippie, consistía en viajar hacia donde te lleva el camino. Donde las drogas son otro modo de ver la vida y donde la filosofía podía estar hasta en el niño más pequeño. Con un aire autobiográfico nacen los personajes más característicos de En el camino, Dean y Sal. Sal, que es el narrador, vive con su tía en Nueva York al amparo de sus amigos de la facultad, hasta que aparece Dean. Este es un gran pensador y vividor, venido de los barrios bajos de Denver, que no tiene un gran objetivo en la vida y que engatusa a Sal para que pruebe su modelo de experiencia, cosa que el narrador acepta sin reparos. Creo que Sal ve a Dean como un maes-

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tro a seguir, aunque no sea muy adecuado: “¡Ay de mí! ¡Ay de mí! No sé qué hacer. Estoy demasiado excitado en este mundo. Al fin hemos llegado al cielo. No puede ser más tranquilo, no puede ser mejor, no puede ser nada más”. Al comienzo de sus viajes todo el mundo quiere y respeta a Dean. Siempre tiene cama para dormir, siempre tiene algún amigo en el que apoyarse. Sin embargo, con el paso del tiempo se deteriora la imagen de Dean y Sal es el único que sigue a su lado. También son destacables las relaciones que hay. Por ejemplo Dean está locamente enamorado de Marylu, pero se arriesga a perderla una y otra vez. De hecho esta historia se repite durante todos sus viajes, con distintos nombres y mujeres pero eso es lo que menos importa. Se ve claramente que muchas veces las personas son un mero vehículo del que aprovecharse para hacer unos cuantos kilómetros. Sin embargo, poco a poco va cambiando la historia. Creo que se pueden hacer varios grupos en cuanto a los viajes. Al principio, por lo menos los dos primeros, son sólo por el afán de viajar. Por el entusiasmo de hacerlo y de conocer nuevas gentes. Por eso se ve que van pasando muy rápidos, que


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muchas veces no dejan que se desarrollen bien los hechos, o que las historias no lleguen a suceder por verdaderos sentimientos sino que son sólo meros impulsos. También se nota en la forma de narrar, pues no hay casi descripciones ni de personas ni de lugares. En los siguientes viajes ya se ve cómo evolucionan los personajes. Esta etapa es de maduración, dentro de los límites claro, porque para ellos hacerse adultos no significa madurar ni sentar la cabeza ni nada, pero sí que intentan aprender de cada viaje. Sus estancias son más largas y se empieza a ver el vínculo tan afectivo que hay entre Dean y Sal. Los viajes se suelen realizar con un intervalo de tiempo sin definir. Tras acabar el curso o cuando se empiezan a sentir un poco encajados y aburridos de hacer una vida normal, o simplemente cuando aparece de improviso Dean y salen a recorrer nuevamente el camino, refugiándose en ciudades no conocidas, en casa de antiguos amigos cada vez menos complacientes al hospedarlos, durmiendo en cunetas, viejas habitaciones de motel y sobre todo experimentando con la música, los coches y la gente de cada ciudad.

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La tercera etapa para mí es la más intensa y la que tiene más fuerza ya que comienza desde el cuarto viaje, un viaje muy largo que inicia esta vez Sal, quien va a buscar a Dean, y no sólo se lo encuentra con el cuerpo maltrecho sino con una familia destrozada. Comienzan un viaje sin destino, que es el decisivo para terminar con sus aventuras, su amistad y sus ganas de juerga y desenfreno. Sin duda recorren muchos kilómetros que sólo son engaños, pues no van a escapar a la realidad de lo que son, y por fin terminan abandonados por una afinidad que va desapareciendo, precipitándose a un vacío que sólo el amigo puede llenar. El último viaje es sin duda el más extraño pues ya sólo viaja Dean, y Sal, aun siendo su mejor amigo, lo rechaza porque comprende que ya no son los mismos y que su juventud, por fin, acabó en la última carretera. Me ha parecido una novela fácil de leer, novedosa. En su época de publicación rompe todos los moldes y cuando más se acerca al final resulta más tierna y sentida. He de confesar que el final me impactó mucho pues no podía explicarme que después de tantas aventuras acabase así. Pero he comprendido que la novela no acaba ahí, sino que es una historia que siempre quedará en nuestra memoria.

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LA BELLEZA DE LA VELOCIDAD ANA AGUILAR RODRÍGUEZ LAURA BELTRÁN FELIPE 1º DE BACHILLERATO

La electricidad, el cine, el automóvil... son los símbolos que marcan el comienzo de un nuevo siglo. Nos referimos al XX, una centuria fascinante gracias a los grandes avances para la Humanidad en muy diversos campos -medicina, física, comunicaciones...-, pero terrible al mismo tiempo, ya que se encuentra salpicada por los dos conflictos bélicos más sangrientos de la Historia: la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Con el inicio de este nuevo siglo, dejamos atrás una época de cruciales cambios sociales, del nacimiento de los primeros Estados democráticos y de la formación de una economía y un mercado mundial debido al auge de los medios de transporte, que tuvieron su apogeo gracias a la invención de la máquina de vapor por Watt y a la utilización de nuevos minerales fósiles -el petróleo- como fuentes de energía. Por otra parte, el Segundo Reich empezó a forjarse en torno a Prusia, que aspiraba a convertirse en una de las primeras potencias mundiales, de modo que llevó a cabo tal carrera armamentística que en poco tiempo logró poseer el mayor y mejor preparado ejército del mundo. Gran Bretaña y Francia, por su parte, veían amenazado su poderío político y militar, así que, para hacer frente a estas rivalidades recién surgidas, suscribieron la llamada Entente Cordiale, que supone la base de la Primera Guerra Mundial. En el siglo XX la Historia se acelera, frente a la lentitud con la que se suceden los avances técnicos y cien-

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tíficos en épocas pasadas. Las élites intelectuales del mundo occidental ponen sus esperanzas en el progreso, en el dinamismo y en la innovación. Tal vez el símbolo de esta nueva mentalidad lo encarne el Titanic, el mayor barco jamás construido que, frente a las presunciones de sus creadores, que lo tachaban de insumergible, se hundió en su primera salida en el año 1912. El automóvil es otro de los emblemas del poderío humano, con continuas mejoras, aumento de la velocidad... Este nuevo vehículo, junto con las demás máquinas que fueron apareciendo progresivamente durante el siglo XX, es la encarnación de los ambiciosos sueños de los futuristas, que equiparaban el dinamismo de sus obras con la potente velocidad que ofrecía el auto. Es en este ambiente de crisis en el que surgen las vanguardias, cuyo objetivo conjunto es la ruptura con todo lo anterior, desde las tradiciones más recónditas hasta las más altas formas de arte. Este hecho se observa en el manifiesto futurista, en el que Marinetti afirma que “admirar una vieja obra de arte es verter nuestra sensibilidad en una urna funeraria en lugar de emplearla más allá en un derrotero inaudito, en violentas empresas de creación y acción”. Tantas son las ansias de terminar con lo establecido que llevó a los dadaístas, para ser coherentes, a rechazarse a sí mismos. En el movimiento dadaísta -dadaísmo- se observa una importante inclinación hacia el nihilismo, lo incierto y lo terrorífico. Su mayor representante es Tristan Tzara, quien instaura un axioma: “Sois los


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amos de todo lo que rompáis: lo que no rompáis os romperá, será vuestro amo”. Otra importante corriente es el surrealismo, que surge en Francia mediante la figura de André Bretón y que está basada en los estudios del inconsciente llevados a cabo por Sigmund Freud. Se caracteriza por pretender crear un hombre nuevo, lejos de todo matiz sentimental, para lo que recurre a la crueldad y al humor negro. Diferente es el expresionismo, nacido en Alemania como reacción contra el Naturalismo y representado por George Trakl, cuya finalidad es reconstruir la realidad y expresar la angustia por un mundo en el que la sociedad limita la libertad del hombre. El cubismo es otro de los movimientos artísticos desarrollados a principios del siglo XX, cuyos fundadores son hombres como Guillaume Apollinaire o Pablo Picasso. El rasgo que distingue esta corriente vanguardística de todas las demás es que trata las formas de la naturaleza por medio de figuras geométricas, representando todas las partes de un objeto en un mismo plano, de modo que rompe completamente con la perspectiva, por lo que pasa a no tener ningún compromiso con la apariencia real de las cosas. Es necesario destacar la importancia del Cubismo en relación a las demás vanguardias, como el futurismo, con el que guarda un estrecho vínculo: los cubistas tenían como objetivo alcanzar una representación de la realidad “total”, lo que prosiguieron los futuristas italianos y, como fin, insertar la multivisualidad en una estructura estática, que los futuristas enriquecían con una sensación de movimiento. El futurismo es un movimiento cultural que abarca tanto el arte como la literatura y el pensamiento de la sociedad. Se puede entender como una vanguardia como las anteriores, pero al tener mucha más trascendencia no suele ser considerada como tal. Esta corriente comenzó con Filippo Tomaso Marinetti, que fue un poeta italiano de principios de siglo que redactó el famoso “Manifiesto del futurismo” en 1909. Dicho manifiesto fue determinante para el movimiento futurista y su desarrollo, ya que todo lo posterior se basó en él. No se puede pasar sin detenerse a estudiar algunos fragmentos de este escrito: “Nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso ligero, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.” “Un automóvil de carreras...un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.” “Nosotros queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las hermosas ideas por las que se muere y el desprecio por la mujer.” “Ya no hay belleza si no es en la lucha.” De este manifiesto podemos destacar en primer lugar que fue una de las bases del fascismo, y por lo

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tanto el futurismo será un movimiento con ideales fascistas. Se exalta la guerra, el desprecio por la mujer y por la vida, la opresión de todo lo diferente, el militarismo, el imperialismo, el patriotismo, la agresividad, la violencia, la injusticia, la crueldad, el odio, etc. Este escrito despertó mucha polémica en la sociedad, debido a la fuerza de su discurso y a la época prebélica en la que se presentó. Los futuristas aplaudían entusiasmados la llegada de la Primera Guerra Mundial, que permitiría empezar desde cero una nueva cultura moderna y contemporánea. Se rechaza todo lo tradicional y los museos, las bibliotecas y las academias también por ser lugares donde se rinde culto al pasado y a la inteligencia. El futurismo se basa pues en la ruptura con toda expresión artística anterior y en la exaltación del culto a la máquina y a todo lo industrial por medio de “la guerra como única higiene mundial”. Se proclama el rechazo por el pasado y la tradición, y la mirada hacia el futuro y todos los avances técnicos. Este pensamiento era algo difícil de extender por Italia, ya que es un país donde la tradición artística es clave. El contraste, la provocación y la crítica fueron tres funciones del arte futurista, que pretenden renovar el pensamiento de la sociedad y la concepción de la vida. En el movimiento futurista se entendía el arte en un futuro dominado por la ciencia y el desarrollo industrial. También trata de deshumanizarlo todo y convertirlo a lo material y lo industrial: “el sufrimiento del ser humano tiene la misma importancia que el de una lámpara eléctrica”. El futurismo es un movimiento que se caracteriza sobre todo por la atracción por la velocidad. Su función principal era plasmar la nueva realidad y su concepción dinámica en las obras artísticas, de tal manera que fuera la pintura, en este caso, la que se moviera frente al contemplador, y no al contrario, produciendo una impresión borrosa que representara un objeto móvil captado por una cámara fotográfica. El dinamismo era el principio fundamental de la vida moderna, y los artistas trataban de reproducirlo descomponiendo las formas o procurando individualizar las líneas de fuerza que confluían en el interior de los cuerpos y de los objetos. Los máximos representantes del futurismo fueron Umberto Boccioni, Gino Severini y Giacomo Balla. Giacomo Balla fue un pintor italiano que se diferenció de los demás artistas del futurismo en que sus obras no contaban con esa agresividad característica del movimiento, sino que sus pinturas se basaban en la lírica y en la gracia del movimiento. Una de sus obras destacables es Niña corriendo por el balcón, de 1912. Esta niña corriendo, con las múltiples impresiones de su cuerpo y entre la barandilla del balcón, transmite movimiento de una manera que más tarde llegará a ser convencional en el cómic. Balla introdujo la pintura divisionista, que se asemeja algo al puntillismo, y que permite realizar composiciones dinámicas que representen el movimiento y la velocidad. El divisionismo, simplificándolo, se podría entender como la división de una 51


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imagen para que ante nuestros ojos parezca un movimiento. Este divisionismo tendrá gran influencia en el futurismo hasta que el cubismo arrasó con él. En el ejemplo de Niña corriendo por el balcón se aprecia claramente el divisionismo de Balla. Tras convertirse en el máximo exponente del futurismo, Balla se desinteresó por este movimiento Gino Severini fue otro pintor italiano del futurismo que fue influido por Balla, y terminó por unirse al movimiento cubista. Su arte comenzó a fragmentarse en multitud de planos, cada vez menos reconocibles para el ojo. Una de las obras que mejor plasman el futurismo es Tren suburbano. En esta pintura se consigue expresar la velocidad, el movimiento y el ruido mediante formas geométricas y líneas dinámicas. Esta manera de representar el movimiento nos advierte que el futurismo está siendo influido por el cubismo. Umberto Boccioni fue un pintor y escultor italiano. En 1910 escribió el “Manifiesto de los pintores futuristas” con Giacomo Balla, Gino Severini, Carlo Carrá y Luigi Russolo, en el que se proponían como temas artísticos la ciudad, los automóviles y la caótica realidad cotidiana. Su obra más célebre es Formas únicas en la continuidad del espacio, de 1911. Con esta escultura Boccioni quiso reflejar las fuerzas vitales que mueven el cuerpo humano y las representó mediante formas plásticas que

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pusieran de manifiesto el movimiento interior de la musculatura durante el esfuerzo. Los rasgos angulosos de la cabeza se asemejan a una máquina. Esta obra simboliza el avance hacia el futuro con fuerza y dinamismo contra el viento que le azota. En definitiva, el futurismo es una corriente que a pesar de ser concebida para el arte, tiene más importancia como ideal filosófico y psicológico. A pesar de ello, tuvo gran trascendencia por las circunstancias históricas en que se desarrolló ya que fue la época de los totalitarismos como el fascismo y el nazismo. La única manera en que el futurismo afectó al arte fue la apertura a nuevas corrientes. En cuanto a nuestra opinión personal, las técnicas artísticas utilizadas en el futurismo son muy dinámicas y originales, y las obras pueden dar lugar a muchas interpretaciones diferentes, de modo que pueden expresar muy diversas situaciones y sentimientos. Por otro lado, las bases ideológicas de esta corriente, expresadas en el manifiesto, nos parecen muy provocativas, agresivas y bélicas, aunque se contextualizan a la perfección con el ambiente de guerra de principios del siglo XX. Además, los deseos de romper con todo lo anteriormente establecido inducen a que haya un único pensamiento y que, por tanto, tenga un carácter dictatorial, con la consiguiente agresión a todo lo diferente.

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DEL MODELO A LA SERIE Y DE LA SERIE AL ARTE CARLOS MORENO YRUELA 1º DE BACHILLERATO

Al hablar del automóvil Jean Braudillard diferencia entre modelo y serie. Para él el modelo es una idea totalmente perfecta y con características únicas e inigualables, pero al llevarse a la práctica deriva en una serie de automóviles imperfectos y con caracteres similares a los de otros tantos coches. Y sin embargo, ¿puede este caótico automóvil de serie llegar a ser una obra de arte? Para responder a esta pregunta habría que definir primero qué es arte, porque estamos en una época en la que lo más ajado, desagradable y absurdo puede considerarse una genialidad artística. Las corrientes modernas son tan amplias y cambiantes que cualquier realidad podría llegar a ser artística desde uno u otro punto de vista, y es mucho más sencillo encontrar el arte en un vehículo que en muchos otros objetos usados habitualmente por los artistas contemporáneos, como inodoros, latas de conserva, periódicos, etc. El automóvil comienza en un diseñador, un artista. En principio todos los automóviles están hechos para que parezcan bellos, o agresivos o potentes, aunque sólo sea una estrategia para atraer al cliente. Actualmente se valora el aerodinamismo, las curvas,

los colores brillantes, los faros con formas desafiantes, las llantas amplias y otros tantos detalles. Todo esto da un aspecto futurista, desconocido y casi sobrenatural al coche, pero cambia con las modas una y otra vez. Sí, la moda, una de las cualidades más básicas del arte. Su influencia en los automóviles parece delatar el aspecto artístico de éstos; pero, según Braudillard, la moda se aplicaría sólo al modelo, y la serie sólo heredaría una pequeña parte de ella debido a sus imperfecciones. Además, al formarse tras el modelo, su moda es siempre pasada y, mientras, ya se ha creado un nuevo modelo más novedoso y atractivo. De todos modos nosotros vivimos el mundo material y, al no tener ni idea del aspecto original de los modelos, nos vale como modernidad la que poseen las series. A los consumidores es la belleza del automóvil lo que de verdad nos interesa. Cuando vamos a comprar un coche nos fijamos primero en las fotos, para comprobar si se adapta a nuestro estilo y gustos, si nos atrae. Pero las fotos son estáticas, en ellas no queda reflejada la movilidad del automóvil, incluso se prescinde de ella en muchos anuncios televisivos, 53


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donde sí que hay posibilidad de reflejarla. Las características mecánicas son secundarias para la gente, y sólo sirven para ayudar a decidir entre varias series similares. Por una parte es lógico: suponemos que las ruedas girarán con el volante, las marchas se cambiarán con la palanca y con los pedales se acelerará y frenará; pero estamos haciendo que lo superfluo cubra la función original del vehículo. La movilidad es la capacidad principal del coche, mas tan básica que queda en un segundo plano. Lo que hace que nos decantemos por un automóvil u otro no es la mecánica, sino su arte, su belleza, su expresividad. Una vez adquirido el vehículo es el turno del conductor. Todo automóvil es una obra de arte para su dueño, ya que él mismo ha elegido el color, las llantas, la tapicería y el resto de accesorios tan llamativos para Braudillard, y siempre siguiendo su propios gustos (aunque sea coartado por una gama finita de posibilidades). Pero no se conforma con eso, además añade otros objetos y complementos. Son esos detalles mínimos precisamente los que singularizan al automóvil; sobre todo los adornos inservibles, que sirven para crear la sensación de propiedad al conductor, para diferenciar su coche del resto de coches del mismo modelo y color. Esta misma razón es la que impulsa los coches de serie limitada: el saber que poca gente además de ti tendrá un vehículo similar, además de ser un símbolo de riqueza y poder. Esta ansia por personalizar el automóvil llega hasta el punto de cambiarlo completamente, como ocurre con los fanáticos del tuning.1 En esos casos se puede afirmar con total seguridad que el coche ha pasado de ser un medio de transporte embellecido a una obra de arte con una movilidad secundaria. Esta gente ha logrado superar las limitaciones de la serie respecto al número finito de combinaciones. Pintan el coche con colores fuera de la gama, añaden alerones, faldones, neones, llantas, ruedas, tapicerías y otras muchas cosas que no contemplaba ni siquiera el modelo, y logran crear un automóvil fuera de serie, con la convicción de que es único, de que nadie más que ellos tendrá un coche igual. Hay vehículos incluso que llegan a adquirir otras funciones, como discoteca, bar e incluso pista de Scalextric. Son automóviles únicos y sin modelo, lo que se diría literalmente fuera de serie, ya que no comparten sus

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características: son únicos ya que no son copia de un modelo previo, no están limitados por una gama, suelen seguir modas distintas a las de los modelos y son tecnológicamente superiores al resto de series. Las modas siguen afectando a estos vehículos, aunque sean diferentes, pero ya se ha dicho antes que es algo unido al arte. Cuando se suprime la movilidad (como ocurre con el “topolino” de mármol de Dorfles) ya no se podría llamar auto- móvil; yo creo que en ese caso sólo sería una obra de arte con forma de coche. Paradójicamente, estas formas artísticas son inferiores en el sistema de Braudillard, ya que son copia de una serie, que era copia de un modelo. Se deshace el paso que se dio con el tuning. Aun así es un paso esencial para crear la sensación de la que habla Dorfles respecto a su “topolino”. Él dice que el coche de mármol tenía algo mágico, sagrado, que hacía que todo el mundo tuviera la necesidad de tocarlo y comprobar que era de mármol. Ese algo es producido por el extremo parecido a un “topolino” que el artista le había dado. Al ver una forma que sólo se ha visto de metal y en movimiento, y al darse cuenta de que estas características no existen, queda la duda de si es un efecto óptico o es de verdad un trozo de roca. Si viéramos todos los días estatuas de coches desaparecería esa sensación en nosotros. En conclusión, un automóvil sí que puede llegar a ser un objeto artístico, en parte debido al diseñador que creó el modelo, y en parte debido al dueño que lo elige y decora. Como ocurre con cualquier obra de arte, habrá gente a la que no le guste el coche que a otros les parece casi perfecto; incluso habrá gente que no sabrá encontrarle nada especial a un vehículo y no diferenciará entre uno y otro. Pero, como ya se ha dicho tantas veces, de gustibus non est disputandum…

BIBLIOGRAFÍA BRAUDILLARD, Jean: El sistema de los objetos. Siglo XXI, México, 1984. DORFLES, Gillo: Un topolino de mármol, en Imágenes interpuestas. De las costumbres al arte. Espasa Calpe, Madrid, 1989. BARTHES, Roland: El nuevo Citroën, en Mitologías.

El tuneo o tuning es, en el mundo del automóvil, la personalización de un automóvil a través de diferentes modificaciones de la mecánica, cambios exteriores de la carrocería e incluso interiores de la cabina. Se identifica así a los autos personalizados y se pretende lograr una originalidad del vehículo, apartándose de su apariencia de serie y orientándolo al gusto propio. Su origen es impreciso y actualmente existen diversas tendencias.

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La Piel Metálica

EL DESIERTO DE LA EXPERIENCIA AUTOMOCIÓN Y OCASO DEL MUNDO GONZALO BLASCO SORO 1º DE BACHILLERATO La introducción del automóvil en la sociedad actual ha supuesto para el hombre que vive en ella una experiencia que por un lado puede resultar gratificante y por el otro ha empobrecido la riqueza de la metrópolis en la cual circula. Así pues, el automóvil, además de haberse convertido a lo largo de los años en un eficaz medio de transporte, nos sirve como medio de ego-fuguismo (huir del Yo a lo OTRO, exaltándolo en lo otro) el cual se utiliza para escapar del tedio, aburrimiento o monotonía. Este tedio o aburrimiento es, por cierto, una especie de crepúsculo o meta de la experiencia. Hay varias formas de ego-fuguismo y distracción, como son el fútbol, la música, el alcohol u otras drogas, etc. A todas estas acciones las une el movimiento, y viajar es sinónimo de movimiento, partiendo del Yo y aquí, y cuanto más rápido mejor, para ausentarse más veloz y remotamente del yo. Se trataría pues de viajar hacia donde sea pero sin llegar, para estar en movimiento constantemente y obtener un placer metafísico y alucinante, consecuencia de la separación del yo. No es que el hombre no quiera llegar, sino que la llegada tiene que ser en un sitio exótico que no haya perdido la capacidad de fascinarnos y sorprendernos, algo que cada vez es un poco más difícil debido a la universalización de nuestra civilización occidental. Así pues llegar no sirve de nada si donde se llega se está igual que aquí. El coche, uno de los productos más mimados de nuestra tecnología, ha creado distancias en este aspecto, ya que ha separado los lugares de residencia de los de trabajo, fomentando su necesidad; y creando distancias con la finalidad de superarlas. Al parecer, el automóvil ha creado un nuevo modelo de ciudad y, por tanto de ciudadano: el camino que antes se hacía para ir de un sitio a otro y volver, sin más ayuda que la de los cinco sentidos para desplazarse, se ha convertido en una multitud de carteles, señales y distintivos sin los cuales quizá ya no apreciaríamos diferencia entre un lugar y otro. Todo debe ser preparado para dar paso al automóvil: el espacio debe ser allanado, con todos los obstáculos removidos, todas las montañas dinamitadas y todos los caminos asfaltados. Para compensar la extensión del espacio de cada ciudad y el gasto de tiempo para trasladarse por él que conlleva, la ciudad adopta el automóvil como medio de

transporte, haciendo todos estos cambios, haciendo de la ciudad un mapa, sustituyendo los espacios sensibles (calles, avenidas, parques) por espacios abstractos definidos por las señales. Los trenes subterráneos o metros son un buen ejemplo de que cuando vamos montados en ellos no nos da la impresión de estarnos moviendo a través de una ciudad con plazas y paseos, con colores, con días y noches; sino únicamente de ser transportados inmóviles por unos carteles que podemos ver a través de unas ventanillas cuya finalidad es solo la de mostrarnos estas señales (no hay paisaje alguno que mostrar, ahí dentro ni siquiera sabemos si es de día o de noche). En el supermercado pasa lo mismo, a nadie se le ocurre pensar a ver por dónde ha entrado y cuál era la comunicación con el exterior para salir, sino que busca el letrero que indique la salida y conseguiremos irnos. Todo este tipo de cosas implican el que el peatón sea desplazado en beneficio de los automóviles, tranvías, metros, etc., y que además se produzca una “deshabitación“de la calle: desaparece la comunicación entre las personas, la plaza ya no es el punto de encuentro y vecindad que era, se sustituye al ciudadano por el consumidor de todo lo que hay anunciado en los carteles. No me gustaría acabar sin decir que en mi opinión el hecho de viajar es una experiencia fascinante, y estoy de acuerdo con los autores en que cuanto más rápido es el viaje es mucho mejor, pero a mí lo que me gusta del viaje no es este en sí, ni tampoco el lugar de llegada (que también es muy interesante), sino el conjunto de cosas que lo envuelven y lo hacen especial: la preparación de las maletas, la incertidumbre de saber dónde y cómo va a estar situado el lugar de llegada, el paisaje, y sobre todo, echarse una buena siesta después de un largo recorrido, forman parte para mí de la esencia de todo viaje que se precie.

BIBLIOGRAFÍA HÜBNER, Benno: El hombre de-proyectado y otros ensayos. Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 1991. PARDO, José Luis: Las formas de la exterioridad. PreTextos, Valencia, 1992. PARDO, José Luis: La intimidad. Pre-Textos, Valencia, 1996. VIRILIO, Paul: Estética de la desaparición. Anagrama, Barcelona, 1998. 55


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LA HUELGA EN EL TONEL. El 68 en adelante DAVID MAYOR ESCRITOR

“Desde que existen los hombres, y leen a Lautréamont, todo está dicho y, en cambio, son pocos quienes han llegado a sacar provecho.” Raoul Vaneigem

Uno podría recorrer el 68, el año dicen que conmocionó el mundo, y destacar los titulares, por ejemplo aquel irónico l’ année 1968, je la salue avec serenité del antiguorrégimen de De Gaulle la nochevieja previa. Uno podría dar lumbre a las voces y conjurar los ecos, hacer arqueología y espectáculo de los acontecimientos que están en los libros de historia, las señales en los mapas, en México, California, Berlín, Praga, París o Roma. Uno, que nació después de la muerte de John Coltrane en junio del 72, podría recordar la memoria que no tiene, pero que es educación sentimental, texto subrayado, nota a pie de página, libros amontonados debajo de la cama y subrayar las direcciones como agenda para el futuro anterior que nos espera, campus de Nanterre, de Berkeley, plaza de Tlatelolco, la calle Ulm, Via Giulia, rue Gay-Lussac, o los nombres propios, los Abbie Hoffman, los Cohn-Bendit, los Alain Krivine. Uno podría glosar el cine de Godard, Los ejércitos de la noche de Norman Mailer, los números de la Internacional Situacionista y recordar las hostias de Ali, los ojos asombrados de José Martínez camino de la librería de Ruedo Ibérico en el Barrio Latino o a ese Pasolini en tierra de nadie tras la batalla del 1 de marzo en la facultad de arquitectura de La Sapienza entre policías campesinos y estudiantes pequeñoburgueses. Uno podría insistir en la miseria del medio estudiantil considerada bajo cualquiera de sus aspectos, sobre todo el intelectual, en el valor de la diferencia, de cualquier diferencia, en el anhelo de las barricadas del 48 y del 71, en el primer disco que Dylan publicaba después de su accidente con la Triumph y que sonaría durante todo el año, John Wesley Harding. Uno podría escribir sobre el olor del gas lacrimógeno, del moratón que deja la pelota de goma, de los graffitis del atelier populaire de las Escuelas de Bellas Artes y Artes Decorativas de la Sorbona, aquellos “El agresor no es la persona que se rebela sino la que se confor-

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ma” o “Toda la prensa es tóxica” o “Mayo es el inicio de una lucha prolongada”. Uno podría poner fechas en círculo rojo, darles rango de fiesta, el 22 de marzo cuando en el 67 aparecen de nuevo los enragés, otra vez airados, encolerizados que recuerdan a Jacques Roux, a Varlet, a la actriz Claire Lacombe, revolucionarios de 1793, uno podría recordar las turbas del 7 de mayo cuando miles atravesaron París gritando ¡Viva la Comuna!, el 10 de mayo, por la noche, el 24 de mayo, con las teas en la mano para quemar la Bolsa que todos los días sale en el telediario. Uno podría ejercer de listillo, vertiente políticocultural, un oficio bastante extendido para el que no hace falta ser domperfecto cincuentón, ni resabio sesentón, ni tener galones para escribir con sobada retranca que todo cambió para seguir estando donde estaba, más allá de las revueltas generalizadas, los movimientos obreros, las celebraciones libertarias o las búsquedas de nuevas formas de intervención política. Uno podría insistir en el aburrimiento de los diarios bienqueda -cada cual que ponga su favorito, caben todas las tendencias- que son a fin de cuentas quienes dan forma a la actualidad de la historia contemporánea y encuadran el 68 como un buen suplemento de fin de semana, cuarenta aniversario de un acontecimiento fetén que mueve de un lado al saludable espectáculo del buenrollismo y de otro a la nostalgia, que no melancolía, de mirarnos en un espejo capaz de aceptar las poses del fracaso sin excesivo dolor. El 68 también es producto de los medios, pocos serán los que todavía no han oído eso de que la historia la escriben los vencedores. Uno podría detenerse en cualquiera de los asuntos enumerados y supone que saldrían artículos aseados a la vez que curiosos, columnismo siempre aspi-


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rante a la página impar. Pero no. No me detendré, porque el comentario induciría a pensar que el 68 fue algo que vino y se fue como un sarampión del que se puede hacer historial clínico, una manifestación periódica más dentro del ciclo revolucionario, que es como las crisis económicas pero venido a menos. No me detendré para hacer ningún ejercicio forense sobre un fantasma tumbado en la camilla de las conmemoraciones con número redondo. No para dar la impresión de que lo mejor es renunciar al 68 y considerarlo con un carácter simbólico o imaginario, precisamente lo que no fue en absoluto, “se trató de una irrupción de lo real puro” en palabras de Gilles Deleuze. Una irrupción que afectó definitivamente a nuestra vida cotidiana, a la de hoy, a la tuya, a la de aquél, a la mía, y más en concreto a nuestra relación en ese ámbito, el del día a día, con el poder. Pero no el poder del Estado, ese concepto que vinculamos a nuestro estar en un ámbito de burocracia y administración legal, más bien “el estado del poder, su fluidez, su silencio, su circulación generalizada, sus flujos y sus devastaciones, sus construcciones, los edificios y las ruinas”. El 68 receló del poder en todos sus niveles, receló de la política institucional, de las organizaciones por supuesto de derecha pero también de izquierda. Los dos bloques de la guerra fría eran igual de sospechosos. Dicen los libros que la mayoría de quienes se manifestaron no eran militantes ortodoxos, eran ciudadanos que seguían un código antiautoritario y rechazaban el liderazgo. “La estrategia revolucionaria –escribió José Luis Rodríguez García comentando el aporte de Edgard Morin al 68- se disemina, se presenta como conjunción de «estrategias» que aúnan la diversidad de realizaciones deseables y, coherentemente, la pluralidad de las subjetividades en proyecto de acción.” Pluralidad de subjetividades y pluralidad de estrategias, tantas como vidas de una en una. El 68 descubrió la difusión generalizada del poder en la vida cotidiana gracias a la consolidación de la clase media y la sociedad del espectáculo e hizo de este hecho una ocasión para la crítica. No sólo la habitual hasta ese momento crítica economicista que se enfrentaba a la alienación como condición de servidumbre sino una crítica a esa totalidad social que hace de la vida cotidiana un enorme pantano. El lema surrealista que había sumado el transformar el mundo de Marx con el cambiar la vida de Rimbaud era el realmente necesario. “Cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo”, escribió Jean-Paul Sartre. Y ése sigue siendo el mismo propósito: cambiar la concepción que el hombre tiene de sí mismo utilizando multitud de estrategias, “la guerra de los antropos contra los cibernantropos será una guerrilla” escribió Henry Lefebvre en un panfleto del 67.

en las cabecitas de cada uno, no sólo en los que fácilmente se reconocen como enemigos, en los fascistas que ha habido, hay y habrá y no tienen demasiadas dificultades en reconocerse a sí mismos como lo que son, también en quienes cacarean su izquierdismo y promueven una voluntad autoritaria en su comportamiento cotidiano, en los puestos de trabajo, en sus casas, en la calle, con su hipocresía y su educación burguesa de medias tintas y medias palabras, un micropoder que nos convierte en microfascistas más o menos inconscientes, policías, jefes, patrones de bolsillo, da igual la tabla salarial en que esté situado. “Por muy actual y poderoso que sea en muchos países –escribió Gilles Deleuze apenas diez años después del mayo francés-, el viejo fascismo ya no es el problema de nuestro tiempo. Se está instalando un neofascismo con respecto al cual el antiguo fascismo quedará reducido a una forma folklórica. (…) El neofascismo es una alianza mundial para la seguridad, para la administración de una ‘paz’ no menos terrible, con una organización coordinada de todos los pequeños miedos, de todas las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos microfascistas encargados de sofocar el menor gesto, la menor cosa o la menor palabra discordante en nuestras calles.” Ahí está la permanencia del 68, no en el fantasma cultural de la nostalgia periodística y el anecdotario complaciente. El 68 es el 69 de las costumbres, el aviso de que todavía es necesaria una radical subversión de la vida cotidiana. La revolución no es una gran transformación fácilmente reconocible, un cambio del aquíyelahora, la revolución ha de ser tan sutil y silenciosa como el funcionamiento de la maquinaria del poder, ha de ser cada día y de uno en uno, una permanente oposición a la pervivencia y beligerancia del micropoder y el microfascismo, una resistencia molecular, psicológica, sin esperar un futuro radiante sino un pequeño desvío en el presente más otro pequeño desvío más otro más otro más, una modificación constante pero inadvertida, una sociedad abierta y atravesada por todos los flujos y las diferencias, nada nuevo a lo que ya tenemos, sólo hay que prestar atención, acaso aprovechar que mayo es el mes de Diógenes y que cada uno haga huelga en su tonel.

Quién se atrevería a decir que no estamos en las mismas. Ahora el poder sigue tan instalado, aún más,

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HHaacceerr c caannttaa r,r, unauneaxepxepreie nnccia mooccioio nlayl fyísifcísaica rie ia e em na ISABEL SOLANO FERNÁNDEZ DIRECTORA DE LOS COROS “AMICI MUSICAE” INFANTIL Y JUVENIL Así expresa Helmut Lips, profesor de canto en el Conservatorio de Stuttgart y miembro del Instituto de Fonética de Estrasburgo, cómo debe ser la interpretación musical orientada a un coro infantil. Evidentemente, comparto con Lips esta y otras reflexiones y todas ellas fueron las que me motivaron y animaron a proponer y realizar la creación de un coro infantil dentro del seno de una asociación coral que ya llevaba algunos años de experiencia en el mundo musical aragonés y que acogió de muy buen grado la idea de fomentar y comenzar el amor y la práctica de la música coral desde la base. Eran muchas las premisas a tener en cuenta, pero ante todo y desde mi experiencia previa como docente, había un aspecto que me preocupaba especialmente: la voz del niño. La voz del niño es un instrumento en formación, crecimiento y cambio, que requiere ser cuidada y atendida en todo momento para crecer conservando desde el primer día su integridad y salud. Hay que observar siempre su correcta utilización, evitando el esfuerzo, la fatiga y explotación a la que está sometida en múltiples ocasiones. Consideré entonces, y lo sigo manteniendo hoy, que este es uno de los aspectos de mayor responsabilidad en la educación vocal y musical infantil y que me reafirma en que el niño debe cantar de manera natural y sencilla, para, de esta manera, poder utilizar su voz como soporte y ayuda en toda actividad musical y vocal que realice. También estoy convencida de que hay que estimular, despertar y modelar la sensibilidad del niño a través de los conocimientos que le llegan desde el oído, de esta manera se realiza una aportación fundamental para su educación. Dicha estimulación no se basa solamente en la percepción auditiva, necesita un complemento necesario: la práctica musical. Para conocer la música no existe más que un sistema: hacerla. Otra premisa que siempre he tenido presente es que hay que saber aprovechar la energía, espontaneidad, el juego y la sencillez que derrochan los niños y conjugarlo con el aprendizaje para lograr el objetivo de un coro y de cualquier formación musical, que es la búsqueda de la máxima calidad musical posible. Por otro lado, ningún director musical, y mucho menos los que nos dedicamos al trabajo con niños y adolescentes, debemos olvidar que cantar es una manera de expresar emociones. En un niño las primeras experiencias con el canto son únicas porque conectan con los afectos. Dentro del coro el niño empieza a “escuchar” en lugar de simplemente “oír” y comienza a conocer y definir su gusto musical, estableciendo su afinidad con algunos temas, ritmos o canciones más que con otros. Hay que aprovechar también ese “escuchar” que antes comentaba en otro aspecto, la música vocal y por tanto la coral no es sólo música, incorpora la palabra, elemento que también hay que dar a conocer a los niños, hacerles valorar lo que se dice y cómo se dice, para que comiencen a conocer el valor “completo” de una obra musical La interrelación que se produce en el coro entre música y afectividad hacen que el canto común de los niños se convierta en un acto alegre que despierta en el niño valores humanos y musi-

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cales, y en el que se estimula el gusto por cantar bien apreciando el buen uso de la voz. Un aspecto que no debe quedar desatendido al no ser estrictamente musical, es que es necesario fomentar la relación entre los niños, ya que ayuda a expresar y favorece el aprendizaje, por ello el juego, el movimiento, el ritmo son herramientas fundamentales para trabajar en un coro de estas características, todo ello mezclado con mucho sentido del humor. La comunicación entre el director y el coro van en la misma línea, el coro es el instrumento musical del director y como tal el trabajo se debe llevar desde el amor al instrumento. Para obtener un resultado óptimo se debe trabajar en la búsqueda de la calidad musical y la expresividad fomentada por el amor para trabajar con ellos. Por otra parte, cuando se plantea la formación de un coro hay que saber adaptarse continuamente, en primer lugar el nivel de los niños puede ser muy diferente, y aunque no se pidan unos conocimientos musicales específicos, sí que se han de valorar, entre otros, aspectos tales como la actitud hacia la música, el oído, el nivel de aprendizaje, la calidad de voz. Y conforme el coro avanza, también unos avanzan más rápido que otros, al final es el propio coro, entendiéndolo como un todo (niños y director), el que define su dinámica y nivel. Además, este aspecto es recurrente ya que periódicamente se producen nuevas incorporaciones y bajas, lo que vuelve a reiniciar el círculo. El repertorio también es un aspecto importante a tener en cuenta y además de ser consciente del nivel adquirido por el coro y de la dificultad del repertorio a afrontar, hay que considerar que un coro infantil, además de música y emotividad, tiene que incorporar también diversión y juego, factores indispensables para que los niños se encuentren a gusto. Ya hace seis años desde que comenzamos con aquel proyecto inicial y la ilusión sigue viva, y también la exigencia para llevar adelante un proyecto que cada día crece más, al igual que el número de componentes. Los entonces niños hoy ya son más que adolescentes, han crecido con el coro, con la música, y hoy por hoy seguimos fomentando la educación musical al igual que la educación emocional. La música es un instrumento de expresión y como tal requiere una implicación emocional por parte, en este caso, del cantor. Nuestra mayor ambición consiste en fomentar, desde una temprana edad, el amor por la música coral. Acabo con otra mención a Helmut Lips, quien hace referencia al hecho del escaso número de cantores profesionales salidos de las corales infantiles, cuando en teoría estas deberían ser canteras donde se iniciasen la mayoría de los cantantes, y espero que el trabajo en fomento de la música coral infantil que se está realizando en Aragón desde diferentes ámbitos (Administración educativa, Federación Aragonesa de Coros, …), sirva para que esa afirmación no se cumpla y para que la música en general y la música coral y vocal en particular tengan un lugar importante en nuestra sociedad y en cada uno de nosotros.


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DANIEL GARCÍA ARANA ESTUDIANTE DE FILOLOGÍA INGLESA

Actores principales: Kris Kristofferson (Pato de goma) Ali McGraw (Melissa) Ernest Borgnine (Sheriff Lyle) Burt Young (Pig Pen) Madge Sinclair (La viuda) Seymour Cassel (Gobernador Haskins) Cassie Yates (Violet) Jorge Russek (Sheriff Alvarez) Walter Kelley (Agente Hamilton) Sam Peckinpah (Director de las noticias) DVD Universal

Why do they call you the duck?…] See, my daddy always told me to be just like a duck. Stay smooth on the surface and paddle like the devil underneath!(Convoy, Sam Peckinpah, 1978)

Los críticos, por lo general, y al generalizar temo embarcarme en procelosas aguas, tienen una extraña manera de enfocar su visión de ciertas películas. O más bien de desenfocarla, pues tan bizarra resulta. De fiarnos de los críticos, corremos el riesgo de quedar reducidos a insignes y pétreos apóstoles de los mismos, puesto que esta gente suele afirmar lo que ellos piensan de forma tan categórica que impiden cualquier discusión que se tercie. Lo dogmático se impone. Ensalzo, de este modo, el indestructible poder del resto de seres humanos que, tarde o temprano, difieren de dichas críticas. Esto es algo que ocurre con el film aquí comentado. Pero hablemos antes de las road movies, estilo al que pertenece “Convoy” (1978) y subgénero con la envidiable posibilidad de integrarse en cualquier otro género. Abomino de los listados, pero son necesarios esta vez; así, el cine de terror

recuerda con placidez clásicos como “El diablo sobre ruedas” (1971), la ópera prima de Spielberg o “Carretera al infierno” (1986), a vueltas con el mito del autoestopista asesino. De trepidante emoción y aventura resulta “El salario del miedo” (1956), de Clouzot, mientras tiene el cine de los años sesenta un melodramático exponente con Audrey Hepburn en “Dos en la carretera” (1963) y qué decir del drama generacional y su búsqueda de la identidad perdida en “Easy Rider” (1969), mito dirigido por Dennis Hopper. Distintos personajes y acciones, sí, pero denominador común: las inmensas carreteras, cuyo asfalto tantos viajes soporta, almacenando tan sólo unas pocas huellas y algo de los recuerdos (pero poco) de los viajeros. Así que Samuel Peckinpah, anarquista convencido, fotógrafo de la violencia al ralentí y sobre todo, ilustre maestro, se topó al final de su

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CONVOY O LA ODA AL CAMIONERO

Año: 1978 Duración: 110 minutos Dirección: Sam Peckinpah Producción: Robert M Sherman Productora: Universal Pictures Guión: Bill L. Norton, según la canción de C.W.McCall Fotografía: Harry Stradling, Jr. Música: Chip Davis Ayudante de dirección: James Coburn


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carrera con la feroz disidencia de los críticos hacia su tercer film sobre la carretera y sus protagonistas (los anteriores fueron “La huida” y “Quiero la cabeza de Alfredo García”, de 1972 y 74, respectivamente). Una disidencia aún hoy sin explicar por muchos cinéfilos, ya que sólo se trataba de explicar el concepto de la derrota causada por la negación del sueño americano. El canto de cisne de Peckinpah, completado por “Clave Omega”, resultó inmejorable, contra lo que suele ocurrir a los cineastas a punto de jubilarse, y esta película, “Convoy”, no deja de ser una gran película, además de que cuente por segunda vez con tres actores de sus otras películas, así como que el que ya fuese Pat Garrett con Peckinpah, James Coburn, sea aquí ayudante de dirección. Sam Peckinpah, americano con sangre india de 1926, comenzó en los primeros cincuenta como actor secundario en “Wichita, ciudad infernal” (1956) o “La invasión de los ladrones de cuerpos”(1956), y como director de diálogos. Pero no será hasta 1961 cuando tome las riendas de la cámara principal, oficio que le duró hasta su muerte en 1984, dejando un legado de catorce films, en su mayoría obras maestras, plenas de violencia eso sí. De modo que, en 1978, un Peckinpah joven (cincuenta y dos años), pero destrozado por sus peligrosas aficiones al alcohol y la cocaína, hace a partir de la canción homónima del cantante de country C.W.McCall, su penúltimo film: “Convoy”. La película que hoy recomendamos aquí es la epopeya de unos camioneros, liderados por Kris Kristofferson, contra el despotismo, claramente derechista y caciquil (no lo olvidemos, estamos en América), del jefe de policía de la zona (Ernest Borgnine). La resistencia de estos trabajadores termina con la organización del citado convoy, una caravana de camiones. La aventura de los hombres de Kristofferson, apodado “El pato”, es la merecida respuesta al control de las instituciones sobre el individuo y a sus injusticias, siempre bajo el poder policial. Una oda libertaria del maestro Peckinpah dedicada a los rebeldes, a los soñadores, a aquellos cuya única patria es el porvenir.

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Como road movie, este film es una buena elección, por la bella, si particular visión del mundo de las carreteras, de esas highways de las que los libros de Kerouac y las canciones del genial Bob Dylan hablan sin cesar. Un mundo donde muchos conviven, semi marginados del resto de la gente, camioneros sin otro hogar que su auto y no más familia que el calor de cualquier camarera de carretera o de alguna bella mujer con mucho pasado, papel que en este caso le correspondió a Ali McGraw. Que el director se siente comprometido con ese tipo de vida resulta evidente cuando recordamos esos desiertos de sal atravesados por las máquinas y azotados por el viento. Peckinpah ama esta rebelde complicidad de aventureros y perdedores, reflejada aquí en el continuo crepitar de las radios interconectadas. Esta complicidad de resistentes no distingue de razas ni colores, ni siquiera lo hace entre hombres y mujeres, a diferencia de lo que ocurre dentro del establishment norteamericano. De hecho, los personajes por no tener, casi no tienen ni nombre real, puesto que se manejan con esa serie de apodos como Dog, Pig o Spider y son las carreteras su zona de tránsito, su medio de vida, su punto de encuentro con amigos y compañeros y, de darse la situación, su zona para huir. De pasados bien diferentes -los hay solitarios, con familia, etc.- tienen su punto de unión en cualquier crossroad. La ideología de Peckinpah es la de un feroz individualismo solidario, la de Thoreau y los demás constructores de la traicionada utopía americana. En cualquier caso lanza una mirada algo empañada por la ternura, tal vez son cosas de la edad, incluso hacia el agente Lyle, quien viene a representar el otro lado de la carretera, y quien en el fondo admira la valentía e independencia de Pato. Esto no le impide al viejo zorro indio Peckinpah firmar una nada complaciente condena de la tortura cotidiana y del militarismo represivo con los que Amerika golpea a los hombres libres. Porque esto es lo que son aquellos héroes sobre ruedas, con los que soñamos de niños, y que prevalecen, aún sin saberlo, por siempre.


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AL VOLANTE JORGE CASANOVA GARCÍA UNIVERSIDAD DE HUELVA

En autocar, camino de un puerto de mar, mi profesor de literatura leía una revista. No es que me extrañara, pero por entonces pensaba que los de su especie sólo leían libros gordos. La revista: Poesía. Un subtítulo, Pessoa: Poesía Pessoa. Yo ni conocía la revista, ni el subtítulo, y tenía dieciséis años. Debí importunarle lo suficiente, algo que convenientemente no recuerdo, porque al rato me pasó la revista doblada por una página en particular: “Al volante del Chevrolet”. Por fin una palabra que conocía. Y no es que tuviera muchos detalles. Sabía que era un coche grande, como el Jaguar o el Dodge Dart, el único de los tres que hasta entonces había logrado ver en el taller de mi abuelo alguna vez. Al comenzar a leer, me di cuenta de que algunas de las ensoñaciones en las que había estado adolescentemente enfrascado durante las primeras horas de ruta resurgían limpiamente con mi lectura del poema. Yo iba por la ruta de la costa en un pegaso, mientras Pessoa me hablaba desde un Chevrolet por la ruta de Sintra. Los dos dentro de vehículos guiados por carreteras encerradas en paisajes limitados por el horizonte móvil del asfalto: me di cuenta, de repente, de que los profesores de literatura podían leer revistas, los poemas hablar de coches, y yo mismo leer poesía al tiempo que sentía como avanzaba mi propia existencia, como el poema, como el autocar, como el Chevrolet prestado conducido por Álvaro do Campos. Y es que Pessoa ni siquiera era el mismo, de la misma manera que yo había dejado de ser yo mismo. Camino de una isla por la carretera de levante sentí mi

El calor del interior de un coche un despejado día de viento en pleno invierno: entrar corriendo, buscar refugio y, una vez cerrada la puerta, sentirse aislado del frío y del ruido, oír el silbido del viento sobre el parabrisas mientras se reclina un poco el respaldo para recibir directamente el sol la cara. Aparcado: un área de servicio en alguna autopista por la que se conduce por primera vez en dirección a una ciudad en la que no se ha estado nunca.

propio “día triunfal”, como el poeta, con una extraña mezcla de satisfacción y desazón: “cada vez estou mais só, mais abandonado. Pouco a pouco quebram-se-me todos os laços. Em breve ficarei sozinho.” El ruido y el jolgorio excursionista, la mirada espía de mi profe, con un libro negro en la mano apoyada en el asiento, a la espera de un comentario, la revista, todo quedó suspendido por unos instantes, como si se hubiera rebasado algún límite, como si estuviera en otra carretera paralela. Lo que paso después fue algo menos desconcertante. Era lo evidente: un Chevrolet, como quiera que fuese, había de ser mucho más atractivo que un autocar; dirigirse a Sintra, donde quiera que se encontrara, mucho más que a Valencia. Y llegamos al puerto para completar un rito juvenil que a mi ya había dejado de parecerme un objetivo en si mismo para pasar a convertirse, sin saberlo, en un tránsito hacia no sé qué lugar o experiencia.

No por habérseme negado tus entrañas me eres más extraño que yo a ti. Te mueves si yo me muevo y, en silencio las menos veces, convivimos en breve combustión. Debe apenarte sentir que no sé qué hacer contigo cuando llego a mi destino. Entre las ilustraciones que acompañan el poema de Pessoa se alcanzaba a ver algún viejo Peugeot, un cuatro latas en primer plano, un mapa de una Lisboa

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de los 70 que aún debía de conservar el olor de los claveles. Mi tío me prestó valientemente su viejo 1500 que se desplaza pesado camino de Serpa. El volante, sin dirección asistida, me hace en cada curva más consciente de que el coche no es mío, pero la frontera ha quedado atrás y río con mis compañeros de ruta pensando en lo que nos espera: Beja, Ferreira, Grandola, Setúbal…Lisboa: “Maieável aos meus movimentos subconscientes do volante,/ Galga sob mim comigo o automóvel que me emprestaram./ Sorrio do símbolo, ao pensar nele, e ao virar à direita.” La tarde única, nosotros tan diferentes al resto de las personas que conocíamos. O al menos eso pensábamos, sintiendo el traqueteo del motor Barreiros — cuatro velocidades— como música de fondo para nuestra incesante planificación del viaje. Habíamos salido de nuestra ciudad, atravesado montañas, incluso una frontera, estrenando pasaportes: paso, luz verde. Sin embargo la euforia estaba sólo ahí, justo donde dejaba de serlo, dentro del coche, dando gritos para convencer a los demás, apoyando el codo en la ventanilla, mirando al frente, sin querer detenernos, sin querer llegar a ninguna parte, ¿por fin libres?: “À direita o campo aberto, com a lua ao longe./ O automóvel, que parecia há pouco dar-me liberdade,/ É agora uma coisa onde estou fechado/ Que só posso conduzir se nele estiver fechado,/ Que só domino se me incluir nele, se ele me incluir a mim.” Haber sido vanguardia te ha dejado sin palabras, resueltas ahora bajo un 3 por 4 firestone. Destino en ti mismo, objeto de poesía antes que de deseo, de visiones antes que de préstamo personal. Esto es ya historia.

Nuestras lecturas vuelven siempre sin permiso, cuando les da la gana, y traen consigo todo, todo lo que las rodeó, su antes, su después y, casi siempre, un durante implacable que, al reaparecer, nos re-sitúa y nos deja como espectadores silenciosos de nosotros mismos. Nunca habría podido imaginar que mi primer coche acabaría siendo un Chevrolet. Cuando firmé los papeles de la transacción todos los presentes querían firmar para dar fe de la venta; mucha guasa. Acababa de adquirir por sólo $1 el Chevy Nova de Pablo que había estado encerrado en mi garaje desde que él tuvo que volver temporalmente a su país. Ahora el coche era mío y yo había dejado de custodiarlo para ser su propietario. Llamé a mi casa, me olvidé de la diferencia horaria y desperté a mi madre, también hablé con mi hermano. Después me senté en el porche a mirar el morro del Chevy azul metalizado sobresaliendo del

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garaje. Hice una rápida relación de lugares y personas que tenía que visitar e, inevitablemente, pensé en Pessoa y en su Chevrolet, en mi profesor de literatura del instituto: “Deixarei sonhos atrás de mim, ou é o automóvel que os deixa?” Me subí al coche, arranqué, me quedé escuchando un rato el sonido del V8 y salí lentamente hacia la calle.

¿Debería bastar ahora para mantener el brillo, girar la llave y partir, entre humos y líquidos horizontes en carreteras por si mismas no marcadas, vehículos de historias, negros sobre blancos, marcando en el momento un pasado soñado, una aventura perdida, una historia inventada, antes de apagar la luz?

“Perco-me na estrada futura, sumo-me na distância que alcanço,/E, num desejo terrível, súbido, violento, inconcebível,/Acelero...”. Llegué tarde, aunque me empleé a fondo en evitarlo, saltándome semáforos y siguiendo todos los atajos de taxista que conocía. Quizá llegué demasiado tarde, porque la persona con la que estaba citada ya se había marchado. Me senté en la única mesa libre del bar, pensando que quizá fuera la que había estado ocupando mientras yo conducía: Mas o meu coração ficou no monte de pedras, de que me desviei ao vê-lo sem vê-lo, À porta do casebre, O meu coração vazio, O meu coração insatisfeito, O meu coração mais humano do que eu, mais exato que a vida.


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Por-venir CARLOS CASTÁN

Carlos Castán nació en Barcelona en 1960, hijo de padres alto-aragoneses. A muy temprana edad se instaló con su familia en San Sebastián, ciudad en la que pasó parte de su niñez. A los nueve años se produjo su traslado a Madrid, donde cursó los estudios secundarios y se licenció en Filosofía por la Universidad Autónoma. Desde hace varios años reside en Huesca. Es profesor de secundaria. Ha publicado tres libros de relatos: Frío de vivir (Zaragoza, Zócalo, y Barcelona, Salamandra, 1997), que se tradujo al alemán en 2002 (Gern ein Rebell, Zurich, Nagel & Kimche, 2000; y Munich, Piper, 2002); Museo de la soledad (Madrid, Espasa Calpe, 2000; Barcelona, Círculo de Lectores, 2002; y Zaragoza, Tropo, 2007); y Sólo de lo perdido (Barcelona, Destino, 2008). En 2001, el IEA de Huesca editó El aire que me espía. Ha participado en una veintena de antologías y de libros colectivos, y ha escrito cuentos y artículos en diversas revistas especializadas, como Letras Libres, El Extramundi, Turia, Sin Embargo, Prima Littera, Libre Pensamiento, y en el suplemento “Artes & Letras” de Heraldo de Aragón. De la prosa de Carlos Castán se ha escrito que es “muy rica, muy trabajada, intensa, [...] envuelve y seduce al lector más reticente. Carlos Castán puede no ser un escritor optimista, pero es un creador certero, por su análisis de los resortes humanos y el dominio de las formas literarias del cuento” (José Giménez Corbatón, Heraldo de Aragón, a propósito de Museo de la soledad). Fernando Sanmartín, por su parte, ha escrito en el mismo suplemento, al hablar de Sólo de lo perdido: “Carlos Castán es un escritor que parece no tener prisa por publicar. Y eso define muchas cosas. Es también un escritor que deslumbra cuando ofrece sus historias amarradas a lo cotidiano”. Por su parte, Luis de la Peña, en el El País, decía de Frío de vivir: “Es un libro que habla y recorre los espacios de la culpa, de la duda ante la elección, del amor, sobre todo de ese amor posesivo que destruye la propia esencia del amor, de la vida como desastre, de la pérdida, de la soledad y del deseo”. Cartas desde la posguerra. Gabriel Ferrater en Huesca y otras hierbas es la versión revisada por el autor, para LABERINTOS, de un trabajo previamente publicado en el n. 157 de la revista oscense 4 Esquinas.

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Parque de Huesca, años 40. Colección Particular.

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CARTAS DESDE LA POSGUERRA GABRIEL FERRATER EN HUESCA Y OTRAS HIERBAS También las épocas pasadas están sujetas a la arbitraria tiranía del gusto, y mientras otros prefieren, en sus evocaciones imposibles, perderse entre pirámides o monasterios románicos olvidados sobre la nieve, yo me quedo con las escalinatas por las que mi madre volvía del colegio o con los oscuros cafés a los que entraba mi abuelo para jugar la partida o discutir de toros. Me quedo con ese universo de barberías y tertulias, de mercados al aire libre de verduras y tocinos, de viejos diarios y cines abarrotados en las tardes de domingo. Aunque ahora parezca mentira, hubo también en Huesca, en tiempos de la república, una época dorada de pensamiento libre y efervescencia ciudadana, de periódicos que –a diferencia de ahora- hacían periodismo; hubo un tiempo de artistas de vanguardia que charlaban de lo humano y lo divino bajo lámparas modernistas, una belle époque de burdeles, ideas y pajaritas de piedra. Eran los días en que el anciano Gregorio Gota mandaba desde Madrid sus candorosas crónicas al Diario de Huesca1 hilvanando recuerdos desordenados acerca de cómo era la ciudad en su infancia, a finales del siglo XIX. Inaugura todo un género de remembranzas sobre el escenario de los rincones oscenses que tendrá su continuación en una larga serie de libros, algunos de ellos relativamente recientes como los de José Antonio Llanas Almudébar2, Luis Tesa Ayala3 y gran parte de los artículos de Rafael Andolz recogidos en el volumen Así somos, así fuimos4. Pero la ciudad de la que ellos nos hablan es ya diferente. El primero de ellos escribe en los primeros setenta y mezcla la crónica de actualidad con referencias al pasado, enredando sus recuerdos personales con una erudición de andar por casa y –casi en cada línea- la nostalgia por una época pasada en la que a su juicio estaban más marcadas, como Dios manda, las fronteras entre señores como él y vasallos como la mayoría. En el libro de Luis Tesa pueden rastrearse pequeños datos de interés, siempre que se tenga estómago para bucear entre los montones de mermelada de una prosa poética infantil, tan ingenua como empalagosa. De lectura más placentera son las descripciones de tipos callejeros, tiendas, procesiones y juegos que aparecen en el libro de Rafael Andolz. A partir de la Guerra, como en el resto del país, la cosa ha cambiado de arriba a abajo: tras el desfile de camiones hacia los paredones y hacia las cárceles lo

que queda es un paisaje urbano oscurecido por el miedo y el hambre, gobernadores analfabetos, pánico a decir una palabra más alta que la otra, los escolares desfilando de la mano por barrios desolados, paredes que escuchan, oscenses “de toda la vida” y primeros viernes de mes. Quedó una ciudad de silencio y siniestras cofradías, parte de cuya negra herencia todavía sufrimos hoy: las mairalesas, el talante de la prensa local, el miedo a “darse a entender”, la tendencia a vigilarnos los unos a los otros. Aun así, ésa fue su infancia y no tuvieron otra, fueron felices jugando al fútbol en El Eventual o lanzándose pedradas en Partidero, de lado a lado del río. De manera inevitable, su memoria de las peores décadas de la dictadura va indisolublemente unida a la de sus primeros amores, al descubrimiento de la amistad y a los sueños forjados a la salida de los cines. La nostalgia es siempre engañosa, cuando se echa la vista atrás y comienzan a añorarse los años que pasaron posiblemente se esté llorando por el niño perdido o por el muchacho pleno de facultades que en algún tiempo fuimos. Quizá las valoraciones de estos oscenses que echaron sus redes literarias a los años de infancia no nos sirven, a no ser que acertemos a leer entre líneas y sepamos ver también, entre sus alegres correrías infantiles, las alpargatas rotas, la sopera vacía, la libertad escondida en las alcantarillas. Por tanto, siempre resultará valiosa la mirada de un forastero. El escritor Justo Navarro, que en su libro titulado F.5 recrea parte de la peripecia vital del genial poeta catalán Gabriel Ferrater, nos habla de la estancia de éste en nuestra ciudad, mientras cumplía con su servicio militar, allá por el año 1944. Apenas se dice nada, sólo que alquiló un dormitorio en una casa de mujeres solas y huéspedes de pago en la que se había metido todo el frío de la comarca.6 Gabriel Ferrater fue famoso por sus borracheras, por sus amistades (en realidad es uno de los personajes estelares en las memorias de Carlos Barral7 y, en general, en el recuerdo de todos cuantos vivieron de primera mano aquellos locos años de la gauche divine barcelonesa), y por una poesía tan irónica como doliente que se halla recogida en su mayor parte en el volumen Les dones i els dies8 . Pero, sobre todo, por haber cumplido a rajatabla una vieja y mítica promesa que consistía en suicidarse antes de llegar a los cincuenta años de edad. Fue en mayo de 1972. Él tenía todavía cuarenta y nueve; aquel tétrico juramento hecho en la terraza de un bar de Reus, catorce.

1 Recogidos en la siguiente obra: GOTA HERNÁNDEZ, Gregorio. Notas oscenses (primera serie). Edición de Juan Carlos Ara. Huesca, La Val de Onsera, 1997. Col. Sindéresis, nº 4. 2 LLANAS ALMUDÉVAR, José Antonio. La pequeña historia de Huesca. Glosas, 1. Huesca, IEA, 1996. Col. Cosas Nuestras, nº 19. 3 TESA AYALA, Luis. Pinceladas oscenses. Huesca, Pirineo, 1994. 4 ANDOLZ, Rafael. Así somos, así fuimos. Huesca, Pirineo, 1998. 5 NAVARRO, Justo: F. Barna., Anagrama, 2003. 6 Op. cit. Pág. 26. 7 3 vols.: Años de penitencia, Madrid, Alianza, 1975; Los años sin excusa, Barna., Barral Eds., 1978 y Cuando las horas veloces, Barna., Tusquets, 1988. 8 Barna., Edicions 62, 1968. Existe traducción castellana a cargo de P. Gimferrer, J. A. Goytisolo y J. Mª Valverde: Mujeres y días. Ed. bilingüe. Barna., Seix Barral, 1979.

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Yo siempre había estado interesado en este poeta brillante e inclasificable. En mis conversaciones con Rosa Regàs, que fue buena amiga suya durante largos años, intentaba siempre sacar el tema y acabé teniendo un nutrido anecdotario de sus correrías nocturnas, su cultura a prueba de bombas y su perpetua inadaptación a un mundo que en el fondo le producía terror. Sin embargo, no tenía ni idea de que este hombre hubiera pasado veinticinco meses de servicio militar como soldado raso entre Barbastro y Huesca. Y quise saber más. Me puse en contacto con Justo Navarro para que me situase sobre la pista de sus pasos en aquella época. Y ahora mismo no sabría decir qué movía más mi curiosidad, si su figura, todavía inmadura y demasiado joven en esos momentos como para tomar del todo en serio sus opiniones, o la propia ciudad de Huesca a la luz de una mente brillante y forastera. La Huesca de entonces, esa otra Huesca tan moralmente enferma, con su miseria a oscuras y su silencio mortal, la de la pistola con ciento tres muescas y los cementerios todavía rondados por perros esqueléticos que lamían de los muros la sangre seca, la de las niñas Sol y Katia Acín vistiendo en los campamentos de la Sección Femenina el uniforme de los asesinos de sus padres, izando sus banderas, cantando sus canciones. Siempre he tenido una particular debilidad por ese par de décadas terribles que sólo sé mirar con los ojos del neorrealismo, y las he buscado siempre, en las novelas de Marsé y en las fotografías de Janini o Miserachs, en el NODO, en las películas de Bardem y en los recuerdos de quienes las vivieron. Existe un libro9 en el que se recogen las cartas que Gabriel Ferrater, en un idioma catalán pulcro y atildado, enviaba a su madre desde Huesca en el año 1944. En general, su lectura es bastante decepcionante por cuanto no abundan referencias importantes a la Huesca de aquellos años, ni es posible tampoco determinar en qué casa, ni siquiera en qué calle, estuvo de patrona este vástago de la burguesía catalana que planeaba con sus padres el soborno que le abriera las puertas a un cambio de destino. Pide constantemente dinero y paquetes de comida y licores y, no sin cierta pedantería y suficiencia, se refiere con sarcasmo a lo provinciano de la sociedad oscense, y a su aburrimiento y a su vacío. Y lo hace de tal manera que, por momentos, se diría que su lugar habitual de residencia fuera el París de los años veinte y no el triste Reus de posguerra, como realmente era el caso. Tras referirse a Barbastro (en cuyo hotel San Ramón estuvo alojado, no está mal la guarida para una mili de los años cuarenta...) como una lata hostil, llena de polvo y gritos, gentes coléricas que hablan como si eructasen y mujeres vestidas igual que espantapájaros, en la que según él había más cerdos que personas y más soldados que cerdos, pasa a ocuparse de Huesca, lugar al que llega a finales de julio. No tarda en escribir a su madre comentándole las primeras impresiones de

nuestra ciudad: “...De manera que me quedo en Huesca y sin tener ninguna alegría; figúrese que son las ocho de la tarde, y aunque hace tres horas que habría podido salir del cuartel, todavía no me he movido; no me había pasado nunca. La casa donde estoy de hospedaje son una colla de tarados física y moralmente, y sucios como babosas: se me contrae el estómago al entrar. Y lo que es estar por la calle, entre el calor y la vigilancia, es tan atractivo como una ópera de Verdi. ¿Recuerda aquel cuento de Baroja, de la chica que se hizo monja después de haber visto el mundo, reducido a un pueblo de la provincia de Cuenca en un mediodía de agosto? Me parece que si esto dura, me reengancharé al ejército.”10 Tampoco la perspectiva de las fiestas laurentinas parece entusiasmarle en exceso: “Huesca no ha mejorado; hoy comienzan ocho días de fiestas -escribe el día 9, y me parece que serán más estúpidas que un paraguas: “rondallas”, “jotas”, etc. Procuraré distraerme un poco.”11 No sabemos si esas pobres expectativas se verían confirmadas o contradichas después del chupinazo, porque lo cierto es que no vuelve a escribir hasta mediados de octubre, y lo hace con una melancólica descripción de la estación que comienza: “Aquí el otoño hace su trabajo a conciencia, y es imposible no darse cuenta: vientecillo, hojas muertas que parecen trozos de la piel reseca del sol, mañanas del color del fin del mundo, no falta nada.”12 Refiere también que por los alrededores de Huesca “hay más maquis que conejos” y da noticia de la llegada a Huesca, el 17 de noviembre, de lo que él llama “moros”, con el consiguiente revuelo de la población femenina: “Es cosa de ver la afición de las mujeres a cultivarse la histeria; pasan por las calles corriendo, con los ojos ensanchados, dispuestas a agradecer infinitamente que alguien les dé una excusa para desmayarse.”13 Seguramente, algunas de las abuelas actuales que dicen no entender lo que sucede con los ídolos musicales del momento tienen mucho que callarse ante sus nietas. Son maneras de ver las cosas. Hay algo que conviene recordar al hilo de todo esto: en la mayoría de los casos, la ciudad donde se ha hecho el servicio militar se odia para siempre. Aun así, a la luz de este breve testimonio, parece claro que el hastío y la quietud de Huesca no son cosa de ahora cuando un chaval de veintidós años, con dinero en la cartera, no encontraba motivos para salir a la calle. Ha llovido mucho desde entonces, pero la parálisis sigue siendo la misma, aunque aquella ciudad es en nuestros días una ciudad fantasma, deshabitada y en ruinas, cercada por edificaciones anaranjadas como cajas de zapatos bocabajo. No hemos perdido por el camino ni una sola de las cofradías religiosas, ni el miedo a alzar la voz, ni los adoradores nocturnos… Pero sí nos quedamos para siempre sin el Café Universal, sin Casa Carderera, sin plazas recoletas, sin la muralla. La lista sería interminable, y más dolorosa que larga.

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FERRATER, Gabriel. Papers, cartes, Paraules. (A cura de Joan Ferraté) Barna., Quaderns Crema, 1986. Op. cit. p. 314. 11 Op. cit. p. 315. 12 Op. cit. p. 316. 10

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LAS

ERAS

A

RANILLAS

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