La elegía, un subgénero lírico

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ELEGÍAS PLANTO A TROTACONVENTOS (A. DE HITA, SIGLO XIV) ¡Ay muerte! ¡Muerta seas, bien muerta y malandante! ¡Matásteme a mi vieja! ¡Matárasme a mí antes! Enemiga del mundo, no tienes semejante: de tu memoria amarga nadie hay que no se espante. Al que hieres tú, Muerte, nadie lo salvará, humilde, bueno, malo, noble, no escapará; a todos te los llevas, diferencia no habrá, tanto el Rey como el Papa ni chica nuez valdrá; No respetas parientes, señorío, amistad; con todo el mundo tienes continua enemistad, no existe en ti el amor, clemencia, ni piedad, sino dolor, tristeza, mucha pena y crueldad. Jamás nadie de ti se ha podido esconder y ninguno ha podido contigo contender, la tu venida triste no se puede entender; cuando llegas, no quieres a ninguno atender. Dejas el cuerpo yerto a gusanos en huesa, el alma la separas del cuerpo con gran priesa, no está el hombre seguro de tu carrera aviesa, de hablar sobre ti, muerte, espanto me atraviesa; Eres de tal manera del mundo aborrecida que, por bien que lo quieran al hombre, aquí, en la vida, al punto que tú llegas con tu mala venida, todos huyen de él luego, como de res podrida; Aquellos que gustaban en vida su compaña aborrécenlo muerto, como a una cosa extraña, sus parientes y amigos, todos le tienen saña, todos huyen de él, como si fuese araña; (...) Haces al que es muy rico yacer en gran pobreza: no tiene ni una blanca de toda su riqueza, el que en la vida es bueno y de mucha nobleza es hediondo en la muerte y lleno de vileza. No se encontrará un libro, un escrito, una carta, hombre sabio ni necio que de ti buen departa; nada existe en el mundo que bien de ti se parta; excepto el cuervo negro que de ti, muerte, se harta; Coplas a la muerte de su padre (Jorge Manrique, siglo XV)

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1 Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida. cómo se viene la muerte tan callando, cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor: cómo, a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor. 2 Pues si vemos lo presente cómo en un punto se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado. No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, pues que todo ha de pasar por tal manera. 3 Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos. 4 Dejo las invocaciones de los famosos poetas y oradores; no curo de sus ficciones, que traen yerbas secretas sus sabores; Aquél sólo me encomiendo: Aquél sólo invoco yo de verdad, que en este mundo viviendo el mundo no conoció su deidad. 13 Los placeres y dulzores de esta vida trabajada que tenemos, no son sino corredores, y la muerte, la celada en que caemos. No mirando nuestro daño, corremos a rienda suelta sin parar; desque vemos el engaño y querernos dar la vuelta, no hay lugar.

5 Este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar; mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar. Partimos cuando nacemos andamos mientras vivimos, y llegamos al tiempo que fenecemos, así que cuando morimos descansamos. 6 Este mundo bueno fue si bien usásemos dél como debemos, porque según nuestra fe, es para ganar aquél que atendemos. Aun aquel Hijo de Dios, para subirnos al cielo, descendió a nacer acá entre nos, y a morir en este suelo do murió. 7 Si fuese en nuestro poder hacer la cara hermosa, corporal, como podemos hacer el alma tan gloriosa, angelical, ¡qué diligencia tan viva tuviéramos toda hora, y tan presta, en componer la cautiva, dejándonos la señora descompuesta! 8 Ved de cuán poco valor son las cosas tras que andamos y corremos que, en este mundo traidor, aun primero que muramos las perdemos: de ellas deshace la edad, de ellas casos desastrados que acaecen, de ellas, por su calidad, en los más altos estados desfallecen. 17 ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados y vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores? Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían? ¿Qué se hizo aquel danzar, aquellas ropas chapadas que traían?

9 Decidme: La hermosura, la gentil frescura y tez de la cara, la color y la blancura, cuando viene la vejez, ¿cuál se para? Las mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud, todo se torna graveza cuando llega al arrabal de senectud. 10 Pues la sangre de los godos, el linaje y la nobleza tan crecida, ¡por cuántas vías y modos se pierde su gran alteza en esta vida! Unos por poco valer, ¡por cuán bajos y abatidos que los tienen!; otros que, por no tener, con oficios no debidos, se mantienen. 11 Los estados y riqueza, que nos dejen a deshora ¿quién lo duda? no les pidamos firmeza, pues son de una señora que se muda. Que bienes son de Fortuna que revuelvan con su rueda presurosa, la cual no puede ser una ni estar estable ni queda en una cosa. 12 Pero digo que acompañen y lleguen hasta la huesa con su dueño: por eso no nos engañen, pues se va la vida apriesa como sueño; y los deleites de acá son, en que nos deleitamos, temporales, y los tormentos de allá que por ellos esperamos, eternales. 21 Pues aquel gran CondestabIe maestre que conocimos tan privado, no cumple que de él se hable, mas sólo cómo lo vimos degollado. Sus infinitos tesoros, sus villas y sus lugares, su mandar, ¿qué le fueron sitio lloros? ¿Qué fueron sino pesares al dejar? 22

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14 Esos reyes poderosos que vemos por escrituras ya pasadas con casos tristes, llorosos fueron sus buenas venturas trastornadas; así que no hay cosa fuerte, que a papas y emperadores y prelados, así los trata la Muerte como a los pobres pastores de ganados. 15 Dejemos a los troyanos que sus males no los vimos, ni sus glorias; dejemos a los romanos, aunque oímos y leímos sus historias; no curemos de saber lo de aquél siglo pasado qué fue de ello; vengarnos a lo de ayer, que también es olvidado como aquello. 16 ¿Qué se hizo el rey don Juan? Los Infantes de Aragón ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué de tanta invención que trajeron? ¿Fueron sino devaneos? ¿qué fueron sino verduras de las eras las justas y los torneos, paramentos, bordaduras y cimeras? 25

Aquél de buenos abrigo, amado por virtuoso de la gente, el maestre don Rodrigo Manrique, tanto famoso y tan valiente; sus hechos grandes y claros no cumple que los alabe, pues los vieron, ni los quiero hacer caros pues que el mundo todo sabe cuáles fueron. 26 Amigo de sus amigos; ¡qué señor para criados y parientes! ¡Qué enemigo de enemigo! ¡Qué maestro de esforzados y valientes! ¡Qué seso para discretos! ¡Qué gracia para donosos! ¡Qué razón! ¡Qué benigno a los sujetos! ¡A los bravos y dañosos que león! 27 En ventura Octaviano;

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18 Pues el otro su heredero, don Enrique, ¡qué poderes alcanzaba! ¡Cuán blando, cuán halaguero el mundo con sus placeres se le daba! Más verás cuán enemigo, cuán contrario, cuán cruel se le mostró; habiéndole sido amigo, ¡cuán poco duró con él lo que le dio! 19 Las dádivas desmedidas, los edificios reales llenos de oro, las vajillas tan fabridas los enriques y reales del tesoro los jaeces, los caballos de sus gentes y atavíos tan sobrados, ¿dónde iremos a buscallos? ¿qué fueron sino rocíos de los prados? 20 Pues su hermano el inocente, que en su vida sucesor le hicieron, ¡qué corte tan excelente tuvo y cuánto gran señor siguieron! Mas, como fuese mortal, metiole la Muerte luego en su fragua. ¡Oh, juicio divinal, cuando más ardía el fuego echaste agua! 29 No dejó grandes tesoros, ni alcanzó muchas riquezas ni vajillas; mas hizo guerra a los moros, ganando sus fortalezas y sus villas; y en las lides que venció, cuántos moros y caballos se perdieron; y en este oficio ganó las rentas y los vasallos que le dieron. 30 Pues su honra y estado en otros tiempos pasados ¿cómo se hubo? Quedando desamparado con hermanos y criados, se sostuvo. Después que hechos famosos hizo en esta misma guerra que hacía, hizo tratos tan honrosos que le dieron aun más tierra que tenía. 31

Y los otros dos hermanos, maestres tan prosperados como reyes, que a los grandes y medianos trajeron tan sojuzgados a sus leyes; aquella prosperidad que en tan alto fue subida y ensalzada, ¿qué fue sino claridad que cuando más encendida. fue amatada? 23 Tantos duques excelentes, tantos marqueses y condes y varones Como vimos tan potentes, di, Muerte, ¿dó los escondes y traspones? Y las sus claras hazañas que hicieron en las guerras y en las paces, cuando, tú, cruda, te ensañas, con tu fuerza las aterras y deshaces. 24 Las huestes innumerables, los pendones, estandartes y banderas, los castillos impugnables, los muros y baluartes y barreras la cava, honda, chapada, o cualquier otro reparo. ¿qué aprovecha? Cuando tú vienes airada, todo lo pasas de claro con tu flecha. 33 Después de puesta la vida tantas veces por su rey al tablero; después de tan bien servida 1a corona de su rey verdadero; después de tantas hazañas a que no puede bastar cuenta cierta, en la su villa de Ocaña vino 1a Muerte a llamar a su puerta 35 diciendo: “Buen caballero, dejad el mundo engañoso y su halago; vuestro corazón de acero muestre su esfuerzo famoso en este trago; y pues de vida y salud hicisteis tan poca cuenta por la fama, esfuércese la virtud para sufrir esta afrenta que os llama. 35


Julio César en vencer y batallar; en la virtud, Africano; Aníbal en el saber y trabajar; en la bondad, un Trajano; Tito en liberalidad con alegría; en su brazo, Aureliano; Marco Atilio en la verdad que prometía. 28 Antonio Pío en clemencia; Marco Aurelio en igualdad del semblante; Adriano en elocuencia; Teodosio en humanidad y buen talante; Aurelio Alejandro fue en disciplina y rigor de la guerra; un Constantino en la fe, Camilo en el gran amor de su tierra.

Estas sus viejas historias que con su brazo pintó en juventud, con otras nuevas victorias ahora las renovó en senectud. Por su grande habilidad, por méritos y ancianía bien gastada, alcanzó la dignidad de la gran Caballería del Espada. 32 Y sus villas y sus tierras ocupadas de tiranos las halló; más por cercos y por guerras y por fuerza de sus manos las cobró. Pues nuestro rey natural, si de las obras que obró fue servido, dígalo el de Portugal y en Castilla quien siguió su partido.

37 “-Y pues vos, claro varón tanta sangre derramaste de paganos, esperad el galardón que en este mundo ganaste por las manos; y con esta confianza, y con la fe tan entera que tenéis, partid con buena esperanza que esta otra vida tercera ganaréis.” 38 - “No gastemos tiempo ya en esta vida mezquina por tal modo, que mí voluntad está conforme con la divina para todo; y consiento en mi morir con voluntad placentera clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera, es locura.

39 'Tú, que por nuestra maldad, tornaste forma servil y bajo nombre; tú, que a tu divinidad juntaste cosa tan vil como el hombre; Tú, que tan grandes tormentos sufriste sin resistencia en tu persona, no por mis merecimientos, mas por tu sola clemencia me perdona.' 40 Así, con tal entender, todos sentidos humanos conservados, cercado de su mujer y de sus hijos y hermanos y criados, dio el alma a quien se la dio el cual la ponga en el cielo en su gloria, que aunque la vida murió, déjonos harto consuelo su memoria.

PLANTO DE PLEBERIO (LA CELESTINA)

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“No se os haga tan amarga la batalla temerosa que esperáis, pues otra vida más larga de la fama gloriosa acá dejáis, aunque esta vida de honor tampoco no es eternal ni verdadera; mas, con todo, es muy rnejor que la otra temporal perecedera”. 36 'El vivir que, es perdurable no se gana con estados mundanales, ni con vida delectable donde moran los pecados infernales; mas los buenos religiosos gánanlo con oraciones y con lloros; los caballeros famosos, con trabajos y aflicciones contra moros.


PLEBERIO: ¡Oh mi hija y mi bien todo...! ¿Para quién edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¡Oh, tierra dura! ¿Cómo me sostienes? ¿Adónde hallará abrigo mi desconsolada vejez? Oh, fortuna variable, ¿por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? […] ¡Oh, amor, amor! ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sirvientes. Si los amases, no les darías penas. Si alegres viviesen, no se matarían, como ahora mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella, para su servicio emponzoñado, jamás halló. Ellos murieron degollados, Calisto despeñado... Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. Del mundo me quejo, porque en sí me crió; porque no me dando vida, no naciera Melibea; no nacida, no amara; no amando, cesara mi queja. ¡Oh, mi compañera buena y mi hija despedazada! ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lacrymarum valle?

Elegía La niña rosa, sentada. Sobre su falda, como una flor, abierto un atlas. ¡Cómo la miraba yo viajar, desde mi balcón! Su dedo, blanco velero, desde la islas Canarias iba a morir al mar Negro.

¡Cómo la miraba yo morir, desde mi balcón! La niña, rosa sentada, sobre su falda, como una flor, cerrado, un atlas. Por el mar de la tarde van las nubes llorando rojas islas de sangre. Rafael Alberti

Esta Sofía era una niña de doce o trece años, a quien en los largos primeros meses de mi enfermedad contemplaba abstraída ante un atlas geográfico tras los cristales encendidos de su ventana. Desde la mía, sólo un piso más alta, veía cómo su dedo viajaba lentamente por los mares azules, los cabos, las bahías, las tierras firmes de los mapas, presos entre las finas redes de los meridianos y paralelos. También Sofía bordaba flores e iniciales sobre aéreas batistas o rudos cañamazos, labor de colegiala que cumplía con la misma concentrada atención que sus viajes. Ella fue mi callado consuelo durante muchos atardeceres. Casi nunca me miraba, y, si alguna vez se atrevía, lo hacía de raro modo, desde la inmovilidad de su perfil, sin apenas descomponerlo. Esta pura y primitiva imagen, de Sofía a la ventana, me acompañó por largo tiempo, llegando a penetrar hasta en canciones de mi Marinero en tierra, época en la que ya ella había trocado el azul de los atlas y la aguja por un “flirt” dominguero y matinal, a la salida de la iglesia. Y si antes Sofía, a los trece años, me escatimaba una simple mirada de reojo, ahora, ya en la flor de los quince, cada vez que en la calle la encontraba de frente, se encendía de rubor, doblando la cabeza y alterándose toda de tal forma, que al final era yo el más avergonzado, dejándola pasar, con bien fingida indiferencia, como si se tratase de una desconocida. Desde entonces, aunque seguí viviendo hasta 1930 en la misma casa, Sofía se me borró del todo, muriéndoseme verdaderamente, terminando por ser tan sólo un bello nombre enredado en los hilos de mis poemas.

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ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ (MIGUEL HERNÁNDEZ) (En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería) Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano.

No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada.

Alimentando lluvias, caracolas y órganos mi dolor sin instrumento, a las desalentadas amapolas

En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes sedienta de catástrofes y hambrienta.

daré tu corazón por alimento. Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento.

Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes.

Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte.

No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida

Volverás a mi huerto y a mi higuera: por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera

Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos.

de angelicales ceras y labores. Volverás al arrullo de las rejas de los enamorados labradores.

Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo.

Alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irán a cada lado disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.

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LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS (F. G. LORCA) LA COGIDA Y LA MUERTE A las cinco de la tarde. Eran las cinco en punto de la tarde. Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde. Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde. Lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde. El viento se llevó los algodones a las cinco de la tarde. Y el óxido sembró cristal y níquel a las cinco de la tarde. Ya luchan la paloma y el leopardo a las cinco de la tarde. Y un muslo con un asta desolada a las cinco de la tarde. Comenzaron los sones del bordón a las cinco de la tarde. Las campanas de arsénico y el humo a las cinco de la tarde. En las esquinas grupos de silencio a las cinco de la tarde. ¡Y el toro, solo corazón arriba! a las cinco de la tarde. Cuando el sudor de nieve fue llegando a las cinco de la tarde, cuando la plaza se cubrió de yodo a las cinco de la tarde, la muerte puso huevos en la herida a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. A las cinco en punto de la tarde. Un ataúd con ruedas es la cama a las cinco de la tarde. Huesos y flautas suenan en su oído a las cinco de la tarde. El toro ya mugía por su frente

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a las cinco de la tarde. El cuarto se irisaba de agonía a las cinco de la tarde. A lo lejos ya viene la gangrena a las cinco de la tarde. Trompa de lirio por las verdes ingles a las cinco de la tarde. Las heridas quemaban como soles a las cinco de la tarde, y el gentío rompía las ventanas a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. ¡Ay qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! ¡Eran las cinco en sombra de la tarde! LA SANGRE DERRAMADA ¡Que no quiero verla! Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena. ¡Que no quiero verla! La luna de par en par, caballo de nubes quietas, y la plaza gris del sueño con sauces en las barreras ¡Que no quiero verla! Que mi recuerdo se quema. ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña! ¡Que no quiero verla! La vaca del viejo mundo pasaba su triste lengua sobre un hocico de sangres derramadas en la arena, y los toros de Guisando, casi muerte y casi piedra, mugieron como dos siglos hartos de pisar la tierra. No. ¡Que no quiero verla!

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Por las gradas sube Ignacio con toda su muerte a cuestas. Buscaba el amanecer, y el amanecer no era. Busca su perfil seguro, y el sueño lo desorienta. Buscaba su hermoso cuerpo y encontró su sangre abierta. ¡No me digáis que la vea! No quiero sentir el chorro cada vez con menos fuerza; ese chorro que ilumina los tendidos y se vuelca sobre la pana y el cuero de muchedumbre sedienta. ¡Quién me grita que me asome! ¡No me digáis que la vea! No se cerraron sus ojos cuando vio los cuernos cerca, pero las madres terribles levantaron la cabeza. Y a través de las ganaderías, hubo un aire de voces secretas que gritaban a toros celestes, mayorales de pálida niebla. No hubo príncipe en Sevilla que comparársele pueda, ni espada como su espada, ni corazón tan de veras. Como un río de leones su maravillosa fuerza, y como un torso de mármol su dibujada prudencia. Aire de Roma andaluza le doraba la cabeza donde su risa era un nardo de sal y de inteligencia. ¡Qué gran torero en la plaza! ¡Qué gran serrano en la sierra! ¡Qué blando con las espigas! ¡Qué duro con las espuelas! ¡Qué tierno con el rocío! ¡Qué deslumbrante en la feria! ¡Qué tremendo con las últimas banderillas de tiniebla! Pero ya duerme sin fin. Ya los musgos y la hierba abren con dedos seguros la flor de su calavera. Y su sangre ya viene cantando: cantando por marismas y praderas, resbalando por cuernos ateridos vacilando sin alma por la niebla, tropezando con miles de pezuñas como una larga, oscura, triste lengua, para formar un charco de agonía junto al Guadalquivir de las estrellas. ¡Oh blanco muro de España! ¡Oh negro toro de pena! ¡Oh sangre dura de Ignacio!

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¡Oh ruiseñor de sus venas! No. ¡Que no quiero verla! Que no hay cáliz que la contenga, que no hay golondrinas que se la beban, no hay escarcha de luz que la enfríe, no hay canto ni diluvio de azucenas, no hay cristal que la cubra de plata. No. ¡Yo no quiero verla! CUERPO PRESENTE La piedra es una frente donde los sueños gimen sin tener agua curva ni cipreses helados. La piedra es una espalda para llevar al tiempo con árboles de lágrimas y cintas y planetas. Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas levantando sus tiernos brazos acribillados, para no ser cazadas por la piedra tendida que desata sus miembros sin empapar la sangre. Porque la piedra coge simientes y nublados, esqueletos de alondras y lobos de penumbra; pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego, sino plazas y plazas y otras plazas sin muros. Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido. Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura: la muerte le ha cubierto de pálidos azufres y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro. Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca. El aire como loco deja su pecho hundido, y el Amor, empapado con lágrimas de nieve se calienta en la cumbre de las ganaderías. ¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa. Estamos con un cuerpo presente que se esfuma, con una forma clara que tuvo ruiseñores y la vemos llenarse de agujeros sin fondo. ¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice! Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón, ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente: aquí no quiero más que los ojos redondos para ver ese cuerpo sin posible descanso. Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura. Los que doman caballos y dominan los ríos; los hombres que les suena el esqueleto y cantan con una boca llena de sol y pedernales. Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra. Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.

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Yo quiero que me enseñen dónde está la salida para este capitán atado por la muerte. Yo quiero que me enseñen un llanto como un río que tenga dulces nieblas y profundas orillas, para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda sin escuchar el doble resuello de los toros. Que se pierda en la plaza redonda de la luna que finge cuando niña doliente res inmóvil; que se pierda en la noche sin canto de los peces y en la maleza blanca del humo congelado. No quiero que le tapen la cara con pañuelos para que se acostumbre con la muerte que lleva. Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido. Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar! ALMA AUSENTE No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa. No te conoce el niño ni la tarde porque te has muerto para siempre. No te conoce el lomo de la piedra, ni el raso negro donde te destrozas. No te conoce tu recuerdo mudo porque te has muerto para siempre. El otoño vendrá con caracolas, uva de niebla y monjes agrupados, pero nadie querrá mirar tus ojos porque te has muerto para siempre. Porque te has muerto para siempre, como todos los muertos de la Tierra, como todos los muertos que se olvidan en un montón de perros apagados. No te conoce nadie. No. Pero yo te canto. Yo canto para luego tu perfil y tu gracia. La madurez insigne de tu conocimiento. Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca. La tristeza que tuvo tu valiente alegría. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura. Yo canto su elegancia con palabras que gimen y recuerdo una brisa triste por los olivos.

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