Caracas en 25 escenas

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Caracas en 25 escenas Guillermo Durand González Antonio González Antías

En memoria del doctor Juan Ernesto Montenegro Quinto Cronista de la Ciudad de Caracas (1998 - 2001)

República Bolivariana de Venezuela Alcaldía de Caracas Fondo Editorial Fundarte 2002


CARACAS EN 25 ESCENAS GUILLERMO DURAND GONZÁLEZ ANTONIO GONZÁLEZ ANTÍAS

COLECCIÓN SERIE 25 / EDICIÓN ESPECIAL DISEÑO DE PORTADA Y DIAGRAMACIÓN: DAVID J. ARNEAUD G. FOTOGRAFÍAS DEL ARCHIVO DEL DESPACHO. CRONISTA DE LA CIUDAD DE CARACAS; Y CARLOS RIVODÓ ILUSTRACIÓN: CÉSAR VEGAS CORRECCIÓN: HÉCTOR SEIJAS IMPRESIÓN: GRÁFICAS COLSON, C.A. ISBN: 980-253-393-9 DEPÓSITO LEGAL: IF23420028081830 REPÚBLICA BOLIVARIANA DE VENEZUELA APARTADO POSTAL 17.559 FONDO EDITORIAL FUNDARTE, 2002 PARQUE CENTRAL. EDIFICIO TAJAMAR. P.H. TELFS.: (0212) 577.83.43 - 571.03.20


INDICE DE CONTENIDO

Presentación ........................................................................................................................................... 7 Prólogo ................................................................................................................................................... 9 Introducción ........................................................................................................................................... 11 Capítulo I: El plano del Gobernador Pimentel y la primera imagen de Caracas en 1578...................... 15 Capítulo II: Los cimientos de la ciudad en la Caracas de 1578 ............................................................. 23 Capítulo III: Esquina de Santa Capilla................................................................................................... 37 Capítulo IV: Esquina de San Francisco.................................................................................................. 43 Capítulo V: Esquina de Carmelitas......................................................................................................... 47 Capítulo VI: El Escudo de Armas de Caracas........................................................................................ 53 Capítulo VII: La virgen de Caracas........................................................................................................ 57 Capítulo VIII: La leyenda del Nazareno de San Pablo........................................................................... 63 Capítulo IX: El Silencio, la Avenida Bolívar y sus Torres Gemelas...................................................... 71 Capítulo X: ¿Nuevo o viejo circo?......................................................................................................... 77 Capítulo XI: El hipismo pionero en Caracas.......................................................................................... 83 Capítulo XII: Abastecimiento y Mercado de Caracas (1795-1810)....................................................... 95


Capítulo XIII: Pulperías y automercados: “Caracas en dos momentos”................................................ 105 Capítulo XIV: Las panaderías de Caracas.............................................................................................. 117 Capítulo XV: El carnaval: “Crónica de una fiesta prohibida”................................................................ 129 Capítulo XVI: La Navidad en Caracas.................................................................................................. 135 Capítulo XVII: Los verdugos de Caracas............................................................................................... 141 Capítulo XVIII: Caraqueño: “Apuntes para una morfología de un gentilicio”...................................... 165 Capítulo XIX: Atentado contra Sanidad Ambiental............................................................................... 173 Capítulo XX: Caracas 2002.................................................................................................................... 181 Capítulo XXI: Las ideas ilustradas en el ayuntamiento caraqueño ....................................................... 193 Capítulo XXII: ¿Dónde está Caracas?.................................................................................................... 201 Capítulo XXIII: Santiago de León de Caracas, semblanza de una ciudad............................................. 205 Capítulo XXIV: Un vistazo a las tenebrosas noches caraqueñas........................................................... 211 Capítulo XXV: El Arca que guarda el libro del Acta del 19 de Abril de 1810...................................... 223 FUENTES CONSULTADAS................................................................................................................ 233

Presentación


Entre los distintos organismos que integran el Concejo Municipal del Municipio Libertador, abocados al área cultural, bien sabemos que el Despacho del Cronista de la Ciudad de Caracas ha sido el símbolo que representa la defensa del estudio y difusión de su historia y sus tradiciones, desde hace más de cincuenta y siete años. Justamente en la continuidad de esta ininterrumpida labor, es que vemos hoy una muestra más de la concreción de los esfuerzos del Despacho del Cronista, en este interesante trabajo que lleva por título: Caracas en 25 escenas Al leer sus páginas no tendremos la impresión de una simple nostalgia por el siempre interesante pasado de nuestra ciudad. Más bien, como dicen sus propios autores, resulta un intento de reflexión en torno a los múltiples matices que le han dado vida a las costumbres y tradiciones de la vieja Caracas, que hoy tienen en cierta medida una vigencia incuestionable. Ello da lugar entonces a afirmar que existe un estrecho vínculo entre el pasado y el presente de Caracas, que nos obliga a meditar sobre el contenido de estas páginas, pues se trata del esfuerzo de un pueblo que deja su legado benefactor a las nuevas generaciones de caraqueños. Sucesivos cuadros de este devenir de nuestra ciudad son testimonios, por demás valederos, de ese esfuerzo que aún hoy mantenemos con tenacidad. Es el trabajo diario de un pueblo el que permite su permanencia en el tiempo y la búsqueda de mejores metas de bienestar y progreso. Y es, en términos históricos, la comunicación de nuestro presente con el pasado el que nos va a permitir la mejor comprensión de lo que hoy somos, y de lo que pretendamos ser. Hoy, con orgullo, presento este texto que recoge en agradable estilo variados aspectos del acontecer histórico caraqueño que constituyen cuadros de interés de la vida social y económica de Caracas en varios tiempos. En resumen, esta obra es producto del trabajo serio, sostenido y conjunto que realizan el Cronista de Caracas y el equpo que trabaja para el Fondo Editorial Fundarte, quienes sin contar con presupuestos abultados adelantan programas de investigación y publicación con mucha mística y desprendimiento, y para quienes el único objetivo es salvaguardar y difundir testimonios que contienen gran parte de la historia de Caracas. Saludo con alto sentimiento este trabajo, y expreso al Cronista de Caracas, M Sc. Guillermo Durand, y a su equipo de trabajo mis más sinceras felicitaciones.

Atanasio González Vicepresidente del Concejo Municipal del Municipio Libertador

Prólogo Para la Alcaldía de Caracas y la Fundación para la Cultura y las Artes del Municipio Libertador, orientados por el objetivo fundamental de preservar y difundir la memoria histórica de


la ciudad, constituye un verdadero orgullo la edición del presente volumen. Y es que, en este siglo XXI intoxicado de información globalizada y nuevas tecnologías, bastante falta que hace la vuelta acuciosa y objetiva (dentro de lo que cabe) al pasado, para no perdernos en las complejidades de la modernidad, para no extraviarnos en el intento de definir nuestra escurridiza idiosincrasia, ni sucumbir ante la avalancha masmediática que nos “informa” sobre los conflictos del Oriente, pero nada dice de la calle donde nos enamoramos por primera vez. Cabrujas se refirió a Caracas como a “un campamento en permanente construcción”. De este campamento y de sus sucesivos cambios es que nos habla el amigo Durand. Contrasta notablemente su obra con la de otros pretendidos historiadores contemporáneos, que desmigajan las gestas pasadas a su gusto con interpretaciones tendenciosas a fin de descalificar personajes y hechos de honda significación actual. A través de las páginas de este libro comprenderemos mejor esa inquietud idiosincrática, esa bullanguería, ese agite, ese bochinche (Miranda dixit) que caracteriza a quienes vivimos en Caracas, alocada patria chica que, aún en permanente cambio, tiene un pasado que pesa en nuestra determinación histórica actual y se expresa siempre en nuestros rencores y querencias: hace falta desenterrar el espejo para darnos cuenta de hasta qué punto. Quizás esa historia permanentemente bochinchera de consecuentes conspiraciones fue la que truncó el gran proyecto de Arístides Rojas de registrarla para la posteridad y del que habló en el prólogo de sus Leyendas Históricas en 1891, un año antes de que estallara la guerra civil y tres antes de su muerte. Queda así, desde entonces, una gran deuda pendiente, un vacío que Guillermo Durand intenta llenar, luego de las notables contribuciones de Juan Ernesto Montenegro, Cronista de la Ciudad entre 1989 y 2001. Aunque él no nos lo ha dicho sabemos que esa es su secreta intención y el excelente trabajo de investigación que se ofrece con la edición de Caracas en 25 escenas, es una muestra de ello. No se limita a la crónica simple y anecdótica sino que, con gran rigor metodológico, interpreta el pasado con un sentido de actualidad que nos permite comprender un poco más cómo somos y cuáles son nuestros valores identitarios; cuál es la pequeña historia de esta ciudad que evolucionó de ser una aldea, auténtico hervidero de ideas libertarias y cuna de la emancipación latinoamericana, hasta convertirse en la enorme metrópoli donde nos alegramos y padecemos. Con una prosa sencilla y de indudable sabrosura y gracejo, estrictamente apoyado en la investigación documental nos brinda estas veinticinco escenas y más de treinta imágenes para recomponer el espejo del pasado caraqueño y mirarnos en él a nuestro gusto, veinticinco motivos para repensar el presente.

Oscar Acosta Presidente de la Fundación para la Cultura y las Artes del Municipio Libertador Fundarte

Introducción


Santiago de León de Caracas es una ciudad relativamente joven, si la comparamos con la escala de tiempo que necesitaron las urbes de Occidente para fraguar su identidad sociohistórica. Salvo yerro de suma o pluma, como se decía antiguamente, sólo ocupamos en ese lato lapsus de la experiencia de la sociedad occidental, apenas cuatrocientos treinta y cinco años de existencia. Es decir, aunque cueste creerlo, somos un producto de la modernidad, en el entendido de que éste es un concepto muy relativo que se adecua a los cambios de percepción que tienen las sociedades para enfrentar sus retos ante el porvenir. De allí que en la siempre renovada forma de atender y asumir los cambios culturales y sociales, el concepto de modernidad difiera según las épocas y el grado de complejidad que caracteriza a cada pueblo. En efecto, luego de haber sido fundada la ciudad el 25 de julio de 1567, tras una década de frustrados intentos, se da inicio a un lento y penoso proceso de inserción hacia las diversas formas de modernidad que se harán presentes hasta nuestros días: mercantilismo, la Ilustración, el Liberalismo, el capitalismo asociado al neoimperialismo, las democracias y el mundo globalizado. Desde luego que la ciudad de Caracas, siempre a la zaga de esas concepciones, seguirá sus impredecibles derroteros; pero al asumirlos, los vestigios tangibles de esos destellos de modernidad, irán cimentándose y aferrándose tanto en la fisonomía urbana de Caracas como en la propia cultura de sus pobladores. Con esto no queremos decir que estamos omitiendo, quizás, el componente más importante del proceso histórico que modeló a la ciudad de Caracas, en el curso de la modernidad, esto es, la irreductible determinación de los caraqueños a forjarse su propia identidad como pueblo. Esta identidad donde propiamente descansa el modo de ser de los caraqueños, se implantó y maduró sin exclusión o rechazo de los signos que marcaban el transcurrir de los tiempos. Dicho esto, podría afirmarse que se opera la simbiosis fraguadora del hecho social con sus diversas manifestaciones en lo histórico. Si prescindimos de los momentos estelares de ese pasado, donde se dieron, en variadas formas e intensidad, claras señales de encuentro con la modernidad, como, por ejemplo, el establecimiento de la Compañía Guipuzcoana, la creación de la Capitanía General de Venezuela y la ruptura con el orden colonial el 19 de Abril de 1810, etc., y nos centramos en la vida cotidiana de la ciudad, veremos un escenario histórico digno de un concienzudo estudio, a juzgar por la riqueza en sus tradiciones y episodios locales que le dan forma y vida a Caracas. Sin pretender una reflexión acabada sobre lo que hasta aquí hemos venido exponiendo, las páginas de este libro están motivadas por el propósito de ilustrar, en el buen sentido del término, ciertas tradiciones de la historia caraqueña, emergidas y sostenidas en ese consiente e inconsciente afán de pertenecer y permanecer en ese cambiante e incierto mundo moderno de la segunda mitad del primer milenio, es decir, de los siglos XVI al XX. Es bajo esta perspectiva en la que el lector podrá articular los veinticinco ensayos que aquí presentamos, pues es bueno decirlo, fueron escritos con total independencia uno de otro. Pese a ello, es posible, insistimos, apreciarlos como las piezas de un rompecabezas encajando en el justo lugar que le corresponde en el concierto social e histórico caraqueño. Somos conscientes que sobre la temática trabajada, deberemos volver una vez más, armados con las herramientas metodológicas que suministra la disciplina histórica, y desde


luego, con nuevos datos documentales que no pudimos hallar en el Archivo Histórico de Caracas. Sin embargo, creemos ofrecer al público datos históricos que dan buena fe del surgimiento de algunas tradiciones de Caracas, y en cierto modo de su renovación o desaparición, si así fuese el caso, del escenario histórico caraqueño. Ejemplos concretos sobre este particular, están en los ensayos de las panaderías de Caracas, cuya necesidad social de permanencia es, sin duda, una de las tradiciones que sin extrañarse de su especificidad caraqueña, supo adaptarse a los cambios que propició el siglo XX. Caso contrario es la veneración a la Virgen de Caracas, que desapareció de las tradiciones religiosas practicadas por los pobladores de la ciudad, a mediados del siglo XVIII. En este mismo sentido, podría hablarse de la importancia que tuvo para los dictámenes más extremos de la autoridad pública, la creación del oficio de verdugo de la ciudad de Caracas, que se esfuma de su historia con la extinción del régimen colonial. La aplicación de la pena de muerte no es suficiente alegato para caracterizar prejuiciosamente y de un plumazo a este régimen, que se mantuvo durante casi trescientos años. En el ensayo relativo a la adopción de las ideas ilustradas por el Ayuntamiento de Caracas, el lector podrá encontrar juicios más ponderados con la realidad histórica de entonces, que le permitirán hacerse una idea del significado de la sociedad colonial caraqueña. También hay espacio en estas páginas para atender cosas menos terrenas. Nos referimos al tema un tanto escatológico, representado en los espantos y aparecidos de la ciudad de Caracas, cuya creencia era tomada más que en serio hasta las postrimerías del siglo XIX. Asimismo, nuestro patrimonio histórico es objeto de algunas reflexiones, añadiendo estudios sobre el Escudo de la Ciudad, el Arca que guarda el Acta del 19 de Abril de 1810 y las emblemáticas torres gemelas de El Silencio. Por último, abordamos el mismo tema patrimonial, pero en su versión intangible, cuando nos aventuramos a meditar sobre el significado del concepto de “caraqueño”, o bien a dar una respuesta a la interrogante de ¿dónde está Caracas?; de igual manera juzgamos interesante, el ensayo atinente a la ciudad de este nuevo milenio que oculta nuestras atávicas costumbres y creencias en el alienante mundo moderno por formar parte, desde luego, de la llamada “aldea globalizada”. Como palabras finales a este propósito de introducir al lector en estos temas, debo decir que las reflexiones que aquí adelantamos sobre las temáticas tratadas, fue sólo gracias posible a la existencia del invaluable e insustituible tesoro municipal que se llama Archivo Histórico de Caracas, primera pieza patrimonial de la ciudad. De su protección y defensa, dependerá si continuamos hurgando y discerniendo sobre la historia de Caracas con irrebatibles pruebas documentales. Al no ser así, nos encontraremos ante la disyuntiva de repetir asuntos históricos que no están plenamente establecidos por la prueba documental, o bien tendremos que inventar sobre la base de las deficiencias que se observan en la historiografía caraqueña. Bajo esta inquietud es por lo que también nos vimos motivados a divulgar en este texto, un buen número de imágenes de Caracas. La mayoría de ellas procede del Archivo Fotográfico de la Ciudad, creado en 1947, lo que le da a estos testimonios gráficos, un especial valor histórico, por haber sido tomadas, justamente, cuando la ciudad se transfiguraba en una moderna metrópolis y ocupaba el lugar donde antes se habían erigido hermosos vestigios de nuestra arquitectura colonial y decimonónica. El empleo de estas


imágenes lleva implícito el propósito de resaltar el valor histórico que posee el Archivo Fotográfico de la Ciudad, el cual nos hemos propuesto rescatar y enriquecer como patrimonio de las nuevas generaciones de caraqueños, que no tuvieron la fortuna de conocer a la afable y solazante ciudad de los techos rojos. No debemos olvidar que el fundamental esfuerzo desde el punto de vista institucional, por mantener viva la tradición del pasado caraqueño, lo que a su vez significa conservar su memoria histórica, surgió de la propia municipalidad en 1945, cuando dando los primeros pasos en materia de la conservación histórico-patrimonial en el país, sancionó la Ordenanza sobre Defensa del Patrimonio Histórico de la Ciudad, que creó la figura del Cronista de Caracas. Son hasta ahora, cincuenta y siete años de fructífera labor que aquilata una tradición que debe continuar, pese a la presencia de “extrañas e invisibles fuerzas” que pronostican su extinción. No obstante existen afortunadamente claros avisos o señales más promisorios, merecedores del mayor encomio y agradecimiento. Esta vez, tal manifestación de respaldo, surgió espontáneamente de Oscar Acosta, Presidente de Fundarte, quien tendió su mano generosa y solidaria para hacer posible este modesto trabajo, que es tan sólo una pequeña muestra de lo que estamos dispuestos a ofrecer a todos los caraqueños. Este libro es producto del esfuerzo de un equipo de trabajo disciplinado que no busca falsa notoriedad, sino que por el contrario, se siente a gusto al sumar voluntades de confianza, como las demostradas por Fundarte. Reitero pues, mi gratitud a Oscar Acosta y a todos los miembros del equipo de trabajo del Despacho que tengo la honra de presidir, especialmente a mi Asistente Antonio González Antías, quien suscribe con sus iniciales, algunos interesantes ensayos que aquí aparecen; a Alejandro Valderrama, por su eficiente labor en la búsqueda y localización de los datos; a Yskra Hernández que ya se le ve volar muy alto en sus funciones de Investigador Auxiliar. Opinión singular merece Juana Matilde Pinto, quien tuvo el encargo de la transcripción de los ininteligibles manuscritos, sin ser esta tediosa tarea, inherente a las funciones que desempeña en el Despacho del Cronista de la Ciudad. Hago extensivo asimismo mi agradecimiento a Francisco Viloria, (Franco) fotógrafo del Concejo Municipal, quien tuvo a cargo el impecable trabajo de lidiar con las imágenes que ilustran este texto. A todos pues, mi reconocimiento por la labor cumplida para este nuevo Aniversario de nuestra querida ciudad de Santiago de León de Caracas, que esta próxima a cumplir cuatrocientos treinta y seis añitos en este muy viejo mundo moderno.

M Sc. Guillermo Durand G. Cronista de la Ciudad de Caracas

Capítulo I


El plano del Gobernador Pimentel y la primera imagen de Caracas en 1578 Con anterioridad a 1927 los caraqueños desconocían la existencia de este invaluable testimonio que nos legó el Gobernador Don Juan de Pimentel en el siglo XVI. El hallazgo se lo debemos al Centro de Estudios Americanistas de Sevilla; y el dibujo del plano, al copista Antonio Muñoz Ruiz.1 Se trata en verdad de un solo expediente bajo el título de Relación de la descripción de la Provincia de Caracas, dirigido al Rey Felipe II por el Gobernador Pimentel en 1578, que será hecho público por el mencionado centro de estudios trescientos cuarenta y un años después; es decir, en 1919 en su boletín No. 25. Este trabajo, sin embargo, lo conoceremos los caraqueños luego que la Academia Nacional de la Historia lo reproduzca, como se indicó, en 1927 en el No. 40 de su Boletín Oficial. Tanto ayer como hoy esta famosa pieza documental ha sido centro de interés de los historiadores y de mucha curiosidad para el caraqueño común. Es indudable el mérito que podemos atribuirle a los primeros por sus juicios o interpretaciones; pero también, no deja de sorprendernos lo inquiridor que se muestra el público cuando se planta frente al plano de Pimentel, que se exhibe desde hace muchos años en el corredor Este del Palacio Municipal. Puede que sus argumentaciones y conclusiones sean risibles para los más entendidos sobre el pasado; pero donde éstos deben centrar su juicio crítico, es justamente ante la incuestionable certidumbre de que aún pervive el nexo entre el pasado y el presente; entre las nuevas generaciones de caraqueños con las que fueron nuestro núcleo poblador hace más de cuatrocientos años. La curiosidad espontánea que manifiestan los caraqueños cuando ven el plano de Pimentel, expresa sin duda una expectación un tanto difusa o distorsionada sobre los remotos orígenes de la ciudad. El historiador tiene el deber de consolidar ese “puente” de comunicación creando conocimiento histórico, lo que permite a su vez, contribuir con un fraguado más sólido de nuestra identidad como pueblo. Para quien observe con sentido crítico este plano, tendrá necesariamente que tomar en cuenta los reparos que hiciera hace más de treinta años Irma de Sola Ricardo. Para esta distinguida dama de subidos méritos científicos, no se había advertido en los estudios hechos hasta entonces sobre el legado del Gobernador Pimentel, el “...hecho importantísimo de la delimitación señalada al valle de Caracas”2 ; así como tampoco de una exacta interpretación del contenido de su informe. Somos de la opinión de que ambas cuestiones siguen vigentes, por tanto, ameritan una respuesta aunque sea en los términos más reservados o provisorios. Lo primero que salta a la vista en este plano, es que pese a los rudimentarios conocimientos que en materia de cartografía manejan los conquistadores de mediados del siglo XVI, si los comparamos con los adelantos científicos de hoy, sorprende el exacto dominio cartográfico que tenían sobre el valle de Caracas. No era pues, como se ha hecho creer, ignoto el territorio que usurparon. Con sólo examinar el cardinal Norte de este plano, encontraremos una buena cantidad de referencias topónimas de lugares, pero especialmente la referida a los ríos que desembocan en el mar; en su extremo Este dice: “moro de Maracapana en el qual se acaba la gobernación de Venezuela”. Con respecto a la serranía que sirve de


baluarte natural al valle de Caracas, no existe ninguna mención de su nombre, por lo cual resulta falso que fuera Gabriel de Avila quien apellidara nuestro hermoso cerro, tal como lo sostuvo el hermano Nectario María.3 Será sólo a mediados del siglo XVIII cuando los documentos sobre tierra se le mencione como Cerro El Avila, cuyo nombre autóctono es Guarairarepano (nido de avispas). Respecto al Poniente, Oriente y Mediodía, el acento continúa siendo los nombres de los ríos y quebradas. El Guaire pone término al valle de Caracas por el Sur y la quebrada de Caurimare hace lo propio por el Este; Caruata baja del Noreste al Sur al igual que Catuche, Anauco, Tócome y Caurimare, convirtiéndose todos estos ríos o quebradas en afluentes o tributarios del río Guaire. El vecindario en forma de cuadrícula se le representa un tanto constreñido bajo el título, en letra cortesana de “La Ciudad de Santiago de León”, con evidente exclusión del nombre autóctono de Caracas, que los propios conquistadores le habían conferido sólo en atención a una referencia para toda la extensa provincia, tal como se aprecia cuando indica: “Toda esta provincia de Caracas” donde ubican el río Caurimare en su vertiente Norte. Flanquean lo que en propiedad es el Cuadrilátero histórico, el Caruata, Catuche y desde luego el río Guaire; por el Oeste, Este y Sur, respectivamente. Más alejados del núcleo urbano, veremos representadas una serie de montañas y bosques anónimos, que con el correr de un brevísimo tiempo, pasaron al dominio privado de los primeros conquistadores y sus descendientes por vía de reparto, mercedes de tierras y composiciones. Todavía el vecindario no se le ha fijado sus ejidos para el bien común (1594); no obstante, el Ayuntamiento para estimular el avecindamiento, reparte solares y otorga título de vecindad a propios y extraños que desean enraizarse en la incipiente aldea, que desde sus inicios apenas once años atrás, se hace llamar tercamente Ciudad de Santiago de León. Los solares que vemos alrededor de la plaza, es pues concreción de esa disposición. Para el momento de la elaboración del informe, el Gobernador Pimentel señala en el capítulo 9, que sólo existen vivos catorce españoles de los ciento treinta y seis que acompañaron a Diego de Losada para la conquista de Caracas, así como cuatro más residentes en Caraballeda. En el ángulo Norte de la Plaza se indica la ubicación de las casas de Cabildo y en el lado Este el lugar que ocuparía la Iglesia parroquial, lo que sería después la Catedral. Pero al igual que éstas, las restantes edificaciones particulares eran un tanto precarias a juzgar por lo que opina el Gobernador Pimentel en el capítulo 31: “El edificio de las casas de esta ciudad ha sido y es de madera, palos hincados y cubierta de paja; la más que hay ahora en esta ciudad de Santiago son de tapias, sin alto ninguno y cubiertas de cogollos de caña, de dos o tres años a esta parte se han comenzado a labrar tres o cuatro casas de piedra y ladrillo y cal y tapería con sus altos cubiertos de teja, son razonables y están acabadas la iglesia y tres casas de esta manera, y los materiales los hay aquí...” 4 .

Por último debe apreciarse en el croquis del cuadrilátero histórico, la última manzana del noreste que se encuentra desocupada. Ello reafirma las observaciones hechas por Luis Alberto Sucre, respecto a la inexactitud de un artículo del General Manuel Landaeta Rosales de 1912, sobre la supuesta casa del fundador de Caracas Diego de Losada, en esa cuadra y que hoy conocemos como esquina de Maturín (antes de Arguinzones). Es decir, el


plano tiene como prueba documental la suficiente confiabilidad como para refutar la autoridad de Landaeta Rosales sobre este asunto en particular. Detrás del solar donde se encuentran las casas del Cabildo, que le dio el nombre a la esquina como de Principal, vemos el lugar que ocupaba la iglesia de San Sebastián, primera ermita que existió en el vecindario en ofrenda al santo que protegía a los conquistadores contra las flechas de los indios. En ese preciso lugar, donde está hoy la iglesia de Santa Capilla, sabemos gracias a los trabajos arqueológicos realizados por Mario Sanoja, que Diego de Losada levantó su campamento militar para defenderse de la tenaz resistencia indígena. Desde ese montículo se podía divisar tanto al Oeste como al Este del valle; hacia el Sur como ahora, era una pendiente. El Norte estaba resguardado por las barrancas naturales del Catuche y la serranía de Guarairarepano. Es decir, era un verdadero baluarte ese sitio escogido para levantar el campamento militar.5 La existencia de esta ermita de San Sebastián, así como la Iglesia Mayor para 1578, incluyendo el conjunto de casas particulares que se habían levantado precariamente en el cuadrilátero, cuando menos nos dice que estaba quebrantada en buena medida la resistencia aborigen, lo que significa que su mundo se encontraba en el seguro trance de su extinción, pues las nuevas formas de una sociedad criolla emergente, venía forjándose en el crisol del linaje pero también del mestizaje entre españoles e indios. El valle de Caracas representado en el plano de Pimentel, para fines del siglo XIX no había sido ocupado por la ciudad. Sus fértiles tierras eran la base fundamental de la riqueza económica, como durante toda la colonia. Es por ello que el crecimiento o extensión de la ciudad, se encontraba represado hacia el Este por el río Anauco; por el Oeste con la llamada quebrada de Lazarinos; por el Sur apenas trasponía el río Guaire al iniciar la compañía El Tranvía de Caracas la venta de lotes de terrenos de la hacienda El Paraíso propiedad de la familia Echezuría. Por el Norte y Noreste surgirán dos nuevas parroquias urbanas en 1889: La Pastora y San José, que no representan un ensanche de la ciudad. Sólo con la aparición del Estado rentístico petrolero a partir de la década de los años cuarenta del siglo XX, es cuando el valle de Caracas se ocupa en su totalidad y desaparecen las haciendas de los alrededores de Caracas y en su lugar se levantan modernas urbanizaciones, pero también zonas marginales, tal como las apreciamos hoy. Hasta ahora nos hemos referido a ciertos detalles del llamado plano de Pimentel, el cual, desde luego, no es de su autoría. Es muy probable que dicho plano fuese factura del experimentado agrimensor Diego de Henares, a quien se le atribuye el trazado de las calles y solares de la ciudad, así como la nivelación de la Plaza Mayor, por expreso encargo del capitán Diego de Losada en 1567. Decimos esto puesto que el historiador Luis Alberto Sucre, lo registra entre los vecinos que aún vivían en Caracas al momento de la llegada del gobernador Pimentel, quien no da los nombres de los catorce sobrevivientes que acompañaron a Losada en la fundación de la ciudad.6 Con respecto a Diego de Henares, nos dice el hermano Nectario María lo siguiente: “Sus dotes de agrimensor hicieron que, más tarde el gobernador Diego de Osorio le designara para que midiera y delineara las tierras de la jurisdicción de Caracas, para su


debida composición, en cumplimiento de las órdenes superiores que había recibido. Henares realizó esta importante labor a satisfacción del Gobernador y de las partes interesadas”. 7

Pero el Gobernador Juan de Pimentel sí fue el autor intelectual de la valiosa relación que describía a Santiago de León en 1578. Descendiente de los Condes de Benavente y Caballero del Hábito de Santiago, el Gobernador Pimentel pisó tierras venezolanas el 8 de mayo de 1578. Sabemos además que este caballero contrajo nupcias con la caraqueña Doña María Guzmán, y una vez viudo en 1586, se consagró a la carrera eclesiástica.8 Su decisión de residenciarse en Santiago de León, hizo posible que la ciudad fuese la capital de la provincia de Venezuela. Luis Alberto Sucre, resume la importancia del gobierno de Pimentel en los siguientes términos: “Desde su llegada se ocupó Pimentel en la reorganización civil y militar de la ciudad que había elegido para su residencia, dando al Cabildo más amplias facultades, que las que hasta entonces había tenido para la administración de los intereses políticos y económicos de la ciudad y su jurisdicción; creó los archivos del Ayuntamiento y los registros eclesiásticos; hizo un extenso informe, dando cuenta al Rey, del estado de todos los ramos de la administración; pidió para Santiago de León, el derecho de elegir directamente uno de sus Alcaldes, dando así el primer paso hacia la democracia; y que se suprimiera la mediación de la Audiencia de Santo Domingo, entre las relaciones del gobierno de esta provincia y el de España.”9

En esta labor tan positiva para la ciudad, no hay lugar para reparos al Gobernador. Por el contrario, nos vemos en el deber de complementar su hazaña de gobierno exaltando sus aquilatados dotes de hombre inclinado por el saber científico. Ello es lo menos que podemos decir puesto que su informe bien lejos está de una simple descripción como ha querido señalarse. Este informe expresa una concienzuda reflexión que debe ser entendida dentro de los prejuicios y limitaciones de los hombres de su tiempo. Deberán transcurrir más de dos siglos para que Caracas recibiese el beneficio del estudio minucioso y sistemático tanto de su naturaleza como de su sociedad, incluyendo el régimen político y su sistema económico. Nos referimos desde luego a José de Oviedo y Baños y un poco después a Humboldt y a Depons entre otros. Estos al igual que Pimentel, se interesan por los vientos, las montañas, las enfermedades, la belleza femenina y una larga serie de aspectos que singularizaban a la ciudad de Caracas. Entran por así decir, por “el filtro” de sus agudas mentes otros tantos asuntos en los cuales no necesariamente coinciden, debido a las inexorables mudanzas que el tiempo hace de las costumbres como de las creencias. El gobernador Pimentel, al igual que los ilustres humanistas, no son curiosos ni empíricos, son eso sí historiadores, geógrafos y hasta físicos; en fin, auténticos científicos, según la época que les tocó vivir. Esta es la razón por la cual seguramente Pimentel creó el Archivo del Ayuntamiento y el registro eclesiástico donde extrajo los datos que hicieron posible la redacción de su informe dirigido al Rey Felipe II en 1578. Es también probable que haya interrogado a los testigos sobrevivientes de la fundación de Caracas en 1567, aunque de ello no queden muestras explícitas en el contenido del informe que redacta. La imagen de Caracas no está representada en el plano de Pimentel. La fisonomía de la ciudad la encontraremos en los cuarenta y nueve capítulos que componen su informe. Esto no es una paradoja o un incontenible deseo de figuración para llevarle la contraria a quienes ya han escrito sobre esta excepcional pieza documental. La primera imagen de Caracas la


configuran las ideas y prejuicios que moldearon la época y circunstancias que le correspondió vivir al gobernador Juan de Pimentel; es decir, finales del siglo XVI. Para los conquistadores y autoridades de entonces, embutidos en una mentalidad nominalista que consiste en otorgarle categoría de verdad a lo que está en formación, no les resultaba difícil ver a la ciudad de Santiago de León de Caracas. Esta ciudad sólo existía en sus deseos de grandeza y probablemente en su interés de forzar favores y distinciones de la voluntad del Rey, expresándole sus grandes hazañas conquistadoras, a través de las llamadas probanzas de méritos. Si encontramos, como en efecto los hay, juicios valorativos que desprecian a las comunidades indígenas, ello era el resultado de sentirse superiores y además favorecidos por la supuesta intervención divina de los cielos, especialmente por la intersección de su patrono Santiago que los llevó en buena lid por el camino del “destino manifiesto” . De modo que la espada y la cruz fueron elementos que se fusionaron para dar término a la conquista y fundación de Caracas. No era solamente una conquista, sino también una pacificación en nombre de Dios, según decían para civilizar el medio salvaje “...que no tiene adoraciones ni santuario ni casa ni lugar dedicado para ello, sólo tienen su creencia en el demonio”10 . Pero el Gobernador cronista describe cuanto ve en el hermoso valle de Caracas, y así como expone que no le agradaban los vientos ni la existencia de ciénagas pantanosas, también hace referencia a las bondades de esta tierra para la agricultura y la cría, de sus bosques para la construcción; de los animales que forman la fauna exótica de la provincia, etc. Al iniciar su largo estudio explica el origen del nombre dado a la provincia; es decir Caracas en los siguientes términos: “...llámese toda esta provincia generalmente entre los españoles Caracas, por lo que los primeros cristianos que a ella vinieron con los primeros indios que hablaron, fue una nación que se llamaba Caracas que están en la costa de la mar; y aunque en esta provincia hay otras naciones indios de más cantidad que los Caracas, como son toromaimas, arnacosteques, guaiqueríes, quiriquires, meregotos, marijes, tarmas, guarenasija, garagotos, esmeregotos, boquiracotos; tomó el nombre de esa provincia de los caracas por lo arriba dicho y esta nación de indios Caracas tomó este nombre porque en su tierra hay muchos bledos que en su lengua se llaman Caracas”11

Capítulo II

Los cimientos de la ciudad en la Caracas de 1578 Tras la nostalgia de los caraqueños que vieron desaparecer a la ciudad de los techos rojos, bajo las orugas de los bulldozers y enormes bolas de demolición durante los años cuarenta y cincuenta, se oculta uno de los cuadros que posee los mayores contrastes o matices de nuestra historia social: las construcciones. Podría decirse que la vieja ciudad fue arrasada en buena parte por los polvos del “progreso” durante esos años, al arrancar de sus cimientos los símbolos más representativos de la arquitectura colonial que habían quedado intactos a pesar de los devastadores terremotos de


1641, 1766, 1812 y 1900, por sólo citar algunos de los movimientos telúricos más importantes acaecidos en Caracas en su historia. Hubo protestas, pero los estudiosos y amantes de la historia de la ciudad, sabían perfectamente que sus voces no serían escuchadas por la férrea dictadura del regimen perezjimenista. Impotentes ante éste y nostálgicos por la irreparable pérdida, algunos cronistas como los casos de Enrique Bernardo Núñez, Carlos Manuel Moller, Carlos Raúl Villanueva, Arcila Farías y Pedro José Muñoz entre otros, se dedicaron a escribir notas sobre las construcciones de Caracas de una forma asistemática, pero de incalculable valor histórico. De este esfuerzo inicial sólo queda el recuerdo solazador de sus autores. Recientemente este tema ha sido retomado en sus diversas facetas, por el ya fallecido Cronista de la Ciudad, Juan Ernesto Montenegro. Tanto en la revista Crónica de Caracas (Nros. 83 al 87), como en sus libros: Los siete relojes de la Catedral, Crónicas de Santiago de León, Escritos Patrimoniales y El Ayuntamiento nació en la Esquina de Principal, encontramos información pormenorizada de las construcciones de puentes, casas, referencias a los más importantes maestros de obras, y los casos de las edificaciones de la sede del Ayuntamiento en la esquina de Principal y la Plaza Mayor, en tiempos del Gobernador y Capitán General Felipe Ricardos. Nos hemos propuesto abordar el presente tema en sus tres vertientes básicas: los alarifes, las herramientas y los materiales de construcción. Es decir, quién construye, con qué se edifica y cuáles son y de dónde provienen los insumos de la construcción. Al iniciar este capítulo, estamos concientes de las limitaciones existentes en los órdenes metodológicos y documental, lo cual entorpece una visión dialéctica de los factores que intentamos estudiar. Dicho esto, nos damos por excusados en el caso de explicar las interdependencias de los elementos que dinamizaron en conjunto, el fraguado urbano de Santiago de León de Caracas, la cual la tipificó como la ciudad más importante del orden colonial venezolano.

I

Los alarifes.

Erróneamente pensamos que los problemas urbanísticos de nuestra ciudad son producto exclusivo de los tiempos modernos. Sin embargo, la secuela de dificultades atinentes a estos casos, han persistido a todo lo largo de la historia de Caracas. Un ejemplo sobre el particular, lo podemos encontrar como una constante durante los tiempos coloniales, cuando Caracas se fue transformando de villa a una ciudad propiamente dicha. La mutación hacia formas urbanas, trajo aparejado una decidida intervención del Ayuntamiento como institución rectora de la vida de la ciudad, a través de sus regidores, pero en especial del Síndico Procurador General, quien fungía como defensor de los derechos de la ciudad y sus habitantes. Si bien es cierto que las responsabilidades recaían con exclusividad en los señores cabildantes, en el caso del buen orden urbanístico que siempre tuvo tropiezos en Caracas, tal responsabilidad fue compartida con los alarifes de la ciudad; pues el importante rol que les correspondió desempeñar en el fraguado de los cimientos de la ciudad, obliga sin excusas a referirse a ello. Por ahora, no poseemos testimonios documentales que nos permitan inferir quiénes fueron los primeros alarifes de la ciudad, así como tampoco la fecha precisa del establecimiento del gremio de Maestros Mayores de Obras que encontramos en plena actividad a mediados del siglo XVIII.


A título de consuelo, sabemos con certeza que el 27 de marzo de 1623, fueron nombrados a instancias del Síndico Procurador General, Gaspar Díaz Vizcaíno, los dos alarifes de la ciudad en los ramos de albañilería y carpintería. Se trata del albañil Bartolomé Añasco y el carpintero Francisco Medina, para que: “...vean y tasen las obras pertenecientes al dicho oficio y midan solares y cuadras que se provee en este cabildo, para que sean todos iguales, y lo mismo las calles, con lo cual cesarán los perjuicios que por esta causa resultan.”1

Para estos mismos años de comienzo del siglo XVII, en Caracas era notable la carencia de maestros de obra. Esta eventualidad motivó la aparición de improvisados albañiles y carpinteros que actuaron bajo su inopinado albedrío, y desde luego, llevados por la perentoria necesidad de construir morada propia; pues tras recibir un solar o cuadra del Ayuntamiento, caían en el compromiso de edificar so pena de perder su derecho sobre el terreno adjudicado. Sabemos las consecuencias que deparó para la naciente ciudad, el hecho de construir sin arte ni concierto, puesto que las autoridades del Ayuntamiento se vieron forzadas –ya lo hemos comentado- el 27 de marzo de 1623, a ponerle fin a la anarquía que comenzaba a prosperar en Caracas con las construcciones de casas. Como medida de escarmiento, se ordenó demoler cuanta vivienda contraviniera la geometría del cuadrilátero urbano, y en precaución de nuevas irregularidades, se crearon los oficios de alarife de la ciudad en quienes recayó el encargo y la autoridad de no permitir desmanes arquitectónicos, si vale la expresión. El 28 de septiembre de 1620, es decir, tres años antes de la resolución de las medidas arriba señaladas, el Cabildo ya había legislado con iguales propósitos. En esa oportunidad, se trató de un caso un tanto insólito, por estar dedicados algunos vecinos, cual topos realengos, a cavar grandes hoyos en ciertos sitios de la ciudad. La alarma cundió entre los señores cabildantes, y para contener a los impetuosos “terrófagos”, decidieron prohibir la extracción de tierra en lugares públicos, puesto que no había justificación para que se llenara de huecos Santiago de León, por el interés de particulares que deseaban utilizar la tierra para levantar tapias en sus casas. En atención a ello, se ordenó al pregonero oficial, vocear la prohibición en los sitios de mayor concurrencia pública en estos términos: “...que ninguna persona lo haga (los huecos) en ninguna parte donde se pueda dar solares, pena de seis pesos de oro”, que serían repartidos equitativamente entre la justicia, las rentas de la ciudad y el denunciante”.2

Caso omiso a las disposiciones concejiles y a la constante vigilancia que mostraron los alarifes, para hacer cumplir lo ordenado en materia de salubridad de la ciudad, era la que representaba las camadas de cerdos que andaban realengos por las calles de Caracas. Estos depredadores renuentes a cualquier forma de domesticación, encontraron la destructiva distracción de deslozar las pocas calles que tenía pavimentada la ciudad, hurgando con su hocico aquí y allá incansablemente. El resultado era pues, una gran cantidad de huecos y escombros que hacían imposible el tránsito de personas, amén de las inmundicias que dejaban estos animales, tras su inquieto y destructor paso. Tardíamente se trató de ponerle remedio a este asunto en 1806, cuando el gobernador Manuel de Guevara y Vasconcelos dispuso en su Bando de Buen Gobierno, lo que sigue:


“Todos los puercos que pasado tres días de la publicación de este bando anduviesen sueltos por las calles, podrán ser matados por cualquiera que se interese en remover su origen de inmundicia y desempedrado de las calles, aplicándose la mitad de la carne a los presos de las cárceles y hospicios, y la otra mitad con cuatro reales de multa, en que incurrirá el dueño o poseedor del cerdo, para el que hiciere el beneficio de quitarlos del medio”.3

El oficio de alarife no podía estar reducido al empleo de la picota de demolición, y mucho menos a la persecución de escurridizos cerdos para exterminarlos. Su condición de experimentados maestros mayores de obras, los promovió a realizar tareas más dignas y provechosas para la sociedad de la Caracas de entonces. El reconocimiento de esta importancia tal vez encontró concreción cuando el Ayuntamiento, siguiendo instrucciones de don Felipe Ricardos, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Venezuela, se consagró a la aprobación de la Ordenanza de Carpintería y Albañilería de la ciudad, el 12 de marzo de 1753.4 Este instrumento jurídico compuesto de veintisiete artículos, reglamentó brillantemente la forma de cómo deberían ejercer el oficio los artesanos de la construcción en la ciudad de Caracas. Su redacción queda atribuida a don Fernando Lovera y Otáñez, en asociación con don Juan Cristóbal Obelmejías. A través de sus articulados caemos en cuenta, por ejemplo, que tanto el oficio de carpintero como de albañil, se encontraban debidamente jerarquizados en maestros mayores, oficiales de primera y segunda y aprendices. Es decir, cuatro clases o niveles profesionales, sobre los cuales recaían distintos grados de responsabilidad. El único factor que anulaba estas diferencias de rango, entre los miembros del gremio del arte de construir, era las jornadas de trabajo de sol a sol, la cual comenzaba a las seis de la mañana y concluía doce horas después. Sólo el repique de campanas de las iglesias de la pequeña urbe, anunciaban a estos infatigables hombres de trabajo, la hora del merecido descanso, que se empleaba para el desayuno entre las ocho y las nueve de la mañana, o el almuerzo entre las doce y la dos de la tarde. Es igualmente interesante conocer por el contenido de esta Ordenanza, que la inasistencia del trabajador acarreaba, sin pretexto de ninguna naturaleza, el descuento de su salario. Pero la sola concurrencia al sitio de labores (como ocurre hoy), no era garantía de ganarse el sustento diario, pues la “flojedad” y el entretenimiento, completaba el despido inmediato. Para colmo, el desperdicio o daño a los materiales de construcción, debía resarcirse con el salario del trabajador que alcanzaba según el caso, ocho reales para los maestros mayores; seis a cinco reales para los oficiales y tres para los aprendices. De inexcusable obligación era para todos el llevar sus instrumentos de trabajo, según el ramo desempeñado y la jerarquía que ocupaba. Por otra parte, la subordinación, desde los maestros mayores hasta los aprendices, era absoluta e inquebrantable con respecto a la obediencia que debían prestar a los alarifes de la ciudad, independientemente del carácter público o privado de las construcciones. Se prohibía, por último, que las obras fueran dirigidas por personas no experimentadas o debidamente examinadas por los alarifes y otras autoridades del Ayuntamiento; de allí que los únicos que estaban en capacidad de emprenderlas, eran los propios maestros mayores y sus oficiales.


El arte de la carpintería y albañilería respectivamente, quedó reglamentado por esta Ordenanza de 1753, con el objeto de introducir y mantener estrictas normas de seguridad, que fueran en beneficio de la calidad de las obras que se realizaban en la ciudad; o lo que es lo mismo, promovió la obligación para que todos aquellos que se encontraban comprometidos en la práctica de estos importantes oficios, acometieran sus tareas de la forma más idónea, a los fines de asegurar una absoluta confiabilidad de su trabajo. Los temibles temblores eran los últimos en “probar” estas celosas disposiciones que el Ayuntamiento caraqueño introdujo para los oficios antes señalados. En cuanto al oficio de herrero, es el menos conocido de los artesanos que hemos venido estudiando. La antigua documentación que da cuenta del progreso urbanístico que experimentó la ciudad durante la colonia, inexplicablemente se muestra un tanto lacónica sobre estos importantes trabajadores, pese a la innegable participación que cabe suponer de los herreros en tan largo período histórico. Que sepamos, el herrero desempeñó su oficio confeccionando materiales e instrumentos de trabajo. Sobre los primeros, habrá que referirse a la amplia gama de materiales de herrería como lo son los diversos clavos, cadenas, argollas, aldabas, bisagras, pernos, goznes, balaustres, cerraduras con llaves, etc. Todos estos materiales nos indican que el herrero desempeñaba un trabajo de especialista, pues el mismo exigía precisión y destreza en el manejo del forjamiento del duro hierro. Por si hay dudas en esta aseveración, debemos referirnos al segundo aspecto ya apuntado; es decir, la confección de herramientas que eran de indispensable uso para otros artesanos. De este modo, suministraba el herrero tanto a los albañiles como a los carpinteros, toda suerte de instrumentos de trabajo: cucharas, plomadas, reglas, cierras, serrucho, martillos, mandarrias, palustras, cepillos de frisar, niveles, hachas, etc. Probablemente el primer herrero que ejerció este oficio en Caracas, fue Juan Núñez. Al parecer no sólo era un acreditado artesano con el rango de maestro, sino un instructor que sabía sacarle provecho económico a su oficio, impartiendo este tipo de enseñanza. En diciembre de 1597, este individuo entró en negociación con el legendario y poderoso capitán Garci González de Silva, para instruir a dos de sus esclavos llamados Manuel y Antón, en el oficio de herrero. Garci González de Silva, hizo un buen negocio, pues de entrada revaluaba el precio de sus dos piezas de esclavos, amén de poderlos alquilar a subido precio a otros propietarios cuando se hallaba en la necesidad de este tipo de servicios. Un año de plazo era suficiente al criterio de Núñez, para que los referidos esclavos aprendieran: ...calzar una reja y una hacha y todo género de clavos y tasises (sic) y hachas de cuñas y herraduras y calabozos y dar y tomar una calda, bien y sueltamente, de suerte que entienda que el dicho esclavo pueda trabajar en dicho oficio solo, de por sí y hacer dichas cosas (...) y si dentro del dicho año, el dicho esclavo no tuviere diestro en dicho oficio, en hacer las dichas cosas, e de dar y pagar y daré y pagaré al dicho capitán Garci González de Silva, medio peso por cada día de todos los del dicho año en que me obligo a le dar enseñado (...) y me quedo obligado a acabar de enseñar dentro de cuatro meses sin que por ello se me de cosa alguna y con la misma pena y condiciones.5


Según las cláusulas de este contrato, el capitán Garci González de Silva, se obligaba a satisfacer al maestro de herrería Juan Núñez, con ciento veinte pesos de oro de diez y seis reales cada uno. Por escasear para entonces las monedas constantes y sonantes, se determinó pagar cien pesos en géneros de perlas y el resto en algodón que equivalía a cinco varas de cada peso. La cancelación de esta deuda, recaería en las espaldas de los indios explotados como buzos en los placeres perlíferos y en las encomiendas que tuvo a bien concederle el Rey, por sus méritos y probanzas, en la sanguinaria conquista en el valle de los Caracas. De la documentación revisada hasta ahora en el Archivo Histórico de Caracas, poca información cualitativa pudo ser hallada en beneficio de un esbozo que permitiera precisar los niveles de participación de los herreros, en el desarrollo urbanístico de la ciudad. Por tal razón, desconocemos si llegaron a establecer un gremio propiamente dicho en Caracas, a pesar de que hemos localizado algunos indicios, que apuntan a suponer su existencia a principios del siglo XIX. Al respecto, podemos decir que el gobernador Guevara Vasconcelos, despachó título de alarife mayor de herrería en la persona de José Félix Landaeta, el 25 de abril de 1804, y que el 16 de octubre de 1806, el oficial de herrería Gervasio Villanueva, aspiraba al cargo de segundo alarife de Caracas, en razón de haberse fijado carteles en la ciudad solicitando el mencionado cargo.6 En síntesis, podemos afirmar que estos artesanos, cuando menos, podían aspirar a su alarifazgo hacia las postrimerías del siglo XVIII.

II

Las herramientas.

La cultura dominante hispana introdujo cambios significativos en el Nuevo Mundo. Estas transformaciones dependieron en buena medida del empleo de herramientas de trabajo, que las artes mecánicas habían creado a lo largo de la evolución cultural de la humanidad. El hecho poblacional que cobró vigor con la fundación de ciudades en tierras americanas durante los siglos XVI y XVII, evidencia la importancia que se le asignó desde un principio al traslado de personas calificadas para desempeñar oficios manuales, tales como los herreros, carpinteros y albañiles. Todos ellos fueron exonerados de los gastos de viaje e incluso se les proveyó de dinero y herramientas de trabajo gratis, para así garantizar su permanencia en las ignotas tierras recién descubiertas. Podría casi afirmarse que la cultura dominante concluyó su etapa de depredación para poner en práctica las “bondades” de su papel histórico; esto es, el fraguado de una nueva sociedad basada en el trabajo acrisolado del mestizaje. La ciudad de Santiago de León de Caracas, no quedó, claro está, al margen de la marcha de este proceso histórico que hemos intentado resumir en esta breve descripción. Su lenta evolución como importante centro urbano, se inscribe en la consecución de estas expectativas desde el mismo momento de su fundación, el 25 de julio de 1567. Si bien es cierto, que muchos de sus primogénitos vecinos se creían nobles de vieja prosapia española, y por tanto eximidos del trabajo que podía poner en cuestión su discutible nobleza, otros en cambio asumieron con realismo y templanza inquebrantable el rol fundacional. Sostenedores del pulso vital de la vida cotidiana colonial, estos últimos crearon inmensas riquezas entre las cuales se cuenta la ciudad misma. Para ello, tan sólo


contaron con su fuerza de trabajo y el potencial multiplicador que sobre dicha fuerza ofrecía el conocimiento y uso de las diversas herramientas de trabajo, de los tres fundamentales oficios donde descansaba lo que podíamos llamar tecnología de la construcción: albañilería, carpintería y herrería. Cada una de estas artes, como también se les conocía, emplearon sus respectivos instrumentos de trabajo que manejaban con destreza o maestría los alarifes, maestros, oficiales y aprendices de los mencionados oficios. Como sabemos, precisa era la obligación de los operarios de llevar sus propias herramientas al lugar de trabajo. De esta obligación estaban exceptuados los que actuaban en calidad de peones, quienes recibían del sobrestante o capataz de la obra, las herramientas necesarias para trabajos secundarios; sin embargo, si los peones dañaban alguna de las piezas confiadas, debían pagarla con jornales para reponer su costo, como ya lo hemos sostenido anteriormente. El valor de las herramientas no es fácil de precisar, pues los documentos consultados no arrojan dato alguno sobre el particular. Lo que sí resulta claro es que la mayoría de estas importantes herramientas de trabajo, eran hechura de los herreros que al parecer expendían sus artículos sin estar sujetos a un arancel por parte del Ayuntamiento, lo cual sin duda alguna nos hubiese suministrado información pormenorizada de cada una de las diversas herramientas de trabajo. Otro hecho que nos aparta aún más de poder establecer el valor de las herramientas, era la común práctica de alquilarlas a los capataces de obra, lo cual hace suponer que las ventas de estos instrumentos se encontraban un tanto deprimidas, al no existir una necesidad perentoria para su adquisición. Clasificar las herramientas según los diversos oficios que hemos venido estudiando, requeriría de una larga lista que nos reservamos adelantar en otra oportunidad. Por ahora y en atención a las razones expuestas, señalaremos algunos nombres de estas herramientas que formaron parte del arsenal, por así decir, de la tecnología colonial. Para el oficio de carpintería tenemos por ejemplo el escoplo, barreno, guillame, juntera, gramil, sierra, formones, martillos, cepillos, escuadras, escoplas, azuelas, prensas, bastidores, limas, hachas, etc. En cuanto al arte de albañilería, encontramos: milos, plomos, plomadas, reglas, santa regla, cincel, chapas, barras, picos, mandarrias. Por último, en el caso de los herreros puede mencionarse el martillo de dos manos (mandarria y porra), yunque, pinzas, barrenas, prensas, fuelle, etc.

III

Los materiales de construcción

Los escenarios que muestran a Caracas con una improvisada Plaza Mayor e iglesia de bahareque y palmas de 1567, con una ciudad hecha ruinas y escombros tras el desolador terremoto de marzo de 1812, promedian doscientos cuarenta y cinco años de una lenta, pero sostenida evolución urbana, de Santiago de León de Caracas. Durante este prolongado período que bordea casi dos siglos y medio de existencia, la ciudad se levantó sobre unos consistentes cimientos que le dieron estructura, fisonomía y hasta personalidad propia, respecto a otros enclaves urbanos coloniales que se encontraban, claro está, diseminados en la ignota vastedad del territorio venezolano. En este fraguado


urbano, se concentraron con desigual intensidad una variedad de factores que obedecieron a propósitos diversos, pero nucleados obviamente en torno al afán de construir la ciudad. Muchas historias particulares se desprenden de este haz con total autonomía, singularidad y verosimilitud. Una de estas historias bien podría ser la referida a los materiales de construcción que fueron empleados para levantar las solariegas casas de los “Grandes Cacaos”, los edificios de gobierno y demás construcciones públicas como los puentes, calles, acueductos, acequias, plazas, fuentes, cárceles, hospitales, mercados, carnicerías, silos y un largo etcétera que sería tedioso enumerar. Se agregan a esta inconclusa lista de obras, las de otra naturaleza como son las construcciones de comercios, factorías, iglesias, conventos, hospicios, ermitas, y desde luego, las humildes moradas que edificaban con mucho sacrificio la gente pobre de la ciudad, gracias al repartimiento de solares que otorgaba el Ayuntamiento a través de su Síndico Procurador General. La Caracas de mediados del siglo XVI comenzó de bahareque, puesto que sus primeras casas se sostenían sobre el barro y la paja. Estos fueron los primeros materiales de construcción que se utilizaron aprovechando, sin duda alguna, los recursos más inmediatos que hallaron en el inhóspito valle de Caracas los conquistadores españoles. La belicosidad manifiesta de los indios Caracas, que no habían sido sometidos del todo, postergará durante algunos años la construcción de las primeras casas de la ciudad con materiales consistentes. Se imponía como requisito previo a ello, el establecimiento de una paz duradera; o para decirlo en otros términos, de un absoluto despojo de las virginales tierras de los indios, anulando así cualquier posibilidad de rebelión que pusiera en verdadero peligro la proyectada ciudad, que se pensaba edificar a imagen y semejanza a las habidas allende los mares. Sumado a esta circunstancia, encontramos la extrema pobreza que hacía muy precaria la existencia de los recién llegados, lo cual se reflejaba como un obstáculo más para forjar los verdaderos cimientos de la ciudad. Sin riqueza no hay estímulos ni asidero, por más empeño que se ponga en los propósitos. Superadas estas dificultades en el transcurso de la centuria décimo séptima, Caracas irá adquiriendo una verdadera fisonomía urbana que contrastará con ese feo aspecto de villorrio que se levantó en el siglo anterior. Con la lentitud que cabe suponer la consumación de un siglo, Caracas fue transformándose en ciudad, a base del empleo de consistentes materiales de construcción como la cal, arena, piedras, adobes, adoquines, ladrillos, maderas, caña amarga, tejas, clavos, etc. Todos estos materiales utilizados con verdadera y asombrosa maestría por los alarifes de albañilería, carpintería y herrería, fueron a darle forma y solidez a las rectilíneas calles de la antigua ciudad, a sus casonas de amplios patios, al acueducto que transportaría el vital líquido por serpenteadas acequias a las plazas y fuentes públicas, a las iglesias y conventos, a los trapiches de las haciendas, a la sede del Ayuntamiento que tenía el pomposo nombre de Casas Reales, por ser asiento del Cabildo y lugar de residencia de los Gobernadores. Y en fin, todas aquellas construcciones que apuntalaban a la pujante urbe que era Santiago de León de Caracas para principios del siglo XVIII. Los duros basamentos que necesitaron los Amos del Valle para clavar en medio de su corazón los cimientos pétreos de la ciudad, con la sola excepción de los clavos, lograban obtenerse sin mucho apremio de los alrededores de Caracas. Así por ejemplo, la arena señalada en los documentos como “mezclote”, sacábase de los ríos Caruata, Catuche,


Anauco, el Guaire y el sitio de Agua Salud; de sus barrancas y riberas podía fácilmente abastecerse de piedras lisas, necesarias para los empedrados de las calles, así como de la caña amarga que impermeabilizaba las techumbres rojizas de las casas. Está de más decir que abundaban en copiosa existencia. En las afueras del pequeño núcleo urbano, se podían encontrar frondosos y vírgenes bosques de donde se extraían maderas de excelente calidad con la existencia de robustos Mijaos, Gateados, Almácigos, Samanes, Caobos, Pardillos, etc., que eran aserrados y transportados por bueyes para su beneficio en las construcciones. Este indispensable recurso hallábase localizado principalmente en la serranía del norte y el este del valle de Caracas; con el tiempo también se comenzó a explotar estos recursos de la parte oeste y, según palabras de Lucas Manzano, bohemio cronista que deleitaba a sus lectores con sus pintorescos cuentos, al referirse a los orígenes de la esquina de Maderero, nos comentaba que así se llamaba ésta: “...porque cuando Caruata era río, sus aguas arrastraban las balsas cuyo bordo traían de Catia maderas del mulatar para construcciones en la ciudad. Puente Nuevo y Puente Escondido fueron sitios donde tuvieron lugar las recepciones del maderaje que luego conducían por medio de carros de bueyes a la esquina que tomó el nombre de Maderero”.7

La ciudad, podría decirse, fraguó sobre la solidez de la piedra. El hecho de haber existido varias canteras, hizo posible la fácil obtención de este importante material de construcción. De las adyacencias del cerro de El Calvario en la esquina que lleva precisamente el nombre de La Pedrera, esclavos negros e indios asalariados sometidos, hacían el pesado o forzoso trabajo de arrancarle de sus entrañas a la cantera, el duro material a fuerza de mazazos y copioso sudor, para luego transportarlo penosamente al lugar de las fundaciones de casas, que se levantarían recias y bien clavadas en el suelo, bajo la mirada más que satisfecha del amo que se había tomado muy en serio su “ennoblecimiento”. Si bien es cierto que las canteras daban una piedra de relativa calidad para el labrado, pues por lo general, al ser quebradiza su moldura para realizar obras de ornato, su abundancia compensaba con creces la señalada limitación. No debe olvidarse además, que éstas mismas canteras servían de insumo para la fabricación de cal, cuyo empleo en la construcción se prolongará hasta principios del presente siglo, cuando fue desplazada por el uso del cemento como mezcla de pegamento. La blanca y uniforme prestancia que exhibieron las fachadas de las casas de Caracas, se debió igualmente a la cal, pues con ésta se hacía la “lechada”, vernácula expresión con la cual los caraqueños manifestaban haber blanqueado sus casas con cal. Sobre las blanquísimas casonas coloniales, lucían relucientes las purpúreas tejas que hicieron soñar a más de un poeta, como fue el caso de Pérez Bonalde, quien rebautizó a Caracas con el bello nombre de la Ciudad de los Techos Rojos. Las tejas y sus sucedáneos, esto es, ladrillos, adoquines y adobes, ganaron particular importancia como materiales de construcción en la Caracas colonial. La fabricación y demanda de estos artículos, estimuló el establecimiento de un considerable número de factorías en la ciudad por ser un negocio muy rentable que despertaba hasta codicia; por ello su fabricación desbordó las esferas del hombre común y corriente, puesto que los frailes tuvieron especial debilidad por este


negocio, y los mantuanos, ajenos por convicción a estas artes, disimuladamente se beneficiaban de este negocio a través de tercerías. En los documentos públicos y privados que dan cuenta de la evolución urbana de Caracas en la época colonial, se puede inferir la importancia que para la hacienda pública tuvieron los materiales de construcción. Una de las primeras medidas adoptadas por las autoridades, la tenemos en el cobro del impuesto de alcabala, con el cual era pechado el tráfico de los diversos artículos de este género. Tal medida encuentra su origen a pocos años de haber sido fundada la ciudad de Santiago de León de Caracas, pero sin duda, la misma entró en pleno vigor cuando la ciudad comenzó a crecer de forma sostenida en el siglo XVIII. Otro importante derecho que pesaba sobre los materiales de construcción, era el pago de licencia, bien sea para su extracción, fabricación o comercialización. Tómese por ejemplo para el primero y último caso, los que estaban dedicados a la extracción de arena en los ríos de la ciudad (antes de la prohibición de 1762, según las Ordenanzas de Aguas y Montes, a las cuales nos referiremos en su oportunidad) los que explotaban las canteras o sacaban maderas de los bosques para luego comercializar estos importantes insumos de construcción. No debemos olvidar el obligado control de precios a que estaban sometidos estos productos por parte del Ayuntamiento. La fijación del valor de éstos se establecía por medio de un arancel que era revisado periódicamente por las autoridades a petición del Síndico Procurador de la ciudad. Y aunque cueste creerlo, los precios se mantuvieron relativamente estables por casi todo el curso de la vida colonial. Con relación a este particular, los precios eran determinados de acuerdo a las medidas de peso, volumen y superficie que regían para entonces: varas, latas, cargas, adarmes, arrobas, mochilas, etc., fueron entre otras, las equivalencias que se utilizaron para determinar los costos y cantidades. Caemos en cuenta al juzgar por la fidelidad de los documentos de la época, que una carga de tierra costaba un cuarto de real; una mochila de cal, un real; la carga de piedra para empedrar, un cuarto de real y las lajas podían alcanzar una carga, un real; el millar de tejas tenía el costo prohibitivo de un peso y las piedras para el cimiento eran aún más caras, puesto que una carga se vendía a tres pesos y medio. La carga de caña amarga era de cuatro reales, y un peso podía costar una tabla de buena calidad. Los clavos, por existir diferentes tipos, es decir orejones, de tapias o de encañar, variaban, en precio; una carga de arena se podía adquirir por cinco reales y un millar de ladrillos por ocho pesos, lo cual los situaba como uno de los materiales más costosos en la colonia. A pesar que el control de precios no era una ficción como en nuestros días, hubo ocasiones en que los especuladores, que nunca han faltado en la sociedad, se dieron a la tarea de burlar el arancel que fijaba el Ayuntamiento en la Plaza Mayor (hoy Plaza Bolívar) para conocimiento del público y resguardo de sus intereses. El abuso consistía en sacar provecho en el peso, el tamaño y la calidad que establecía el arancel para confección de los materiales, vendiéndolos a precios oficiales pero fallos en lo referente a los renglones ya indicados. Los Síndicos Procuradores en estas peculiares e inveteradas estafas que hacían al público, siempre alzaron su voz de denuncia y el Ayuntamiento tomó las medidas pertinentes, que claro está, nunca tuvieron efectos perdurables para erradicarlas en la Ciudad de los Techos Rojos.


Otro de los problemas que fueron planteados incesantemente por los Síndicos Procuradores de Caracas, fue el relacionado con la protección de los montes y aguas de la ciudad. La problemática de la tala y quema de los bosques, que repercutía gravemente en la conservación de la fuente de los ríos de Caracas, absorbió buena parte de la atención de las autoridades durante el transcurso del período colonial. Antes de la promulgación de la primera Ordenanza de Aguas y Montes de 1762, que contempló erradicar los diversos factores de perturbación que afectaban peligrosamente la conservación de las aguas de la ciudad, los distintos órganos de gobierno, sumaron esfuerzos tendentes a contrarrestar los perjuicios que se habían enquistado en torno a esta problemática. Documentalmente se pudo establecer que el 10 de septiembre de 1612, el Ayuntamiento creó el cargo de Alguacil de Aguas, nombrando al efecto a Manuel Alvarez: “...quien debía vigilar las tomas, las cajas de agua así como las acequias de la ciudad. Debía informar periódicamente el estado de los ríos y de los conductos; recibía trescientos reales de salario al año, pero tenía facultad para imponer multas por medio peso de oro”. 8

Las acciones para proteger entonces las aguas, no quedaron limitadas tan sólo al referido Alguacil que posteriormente se le denominará Alcalde de Aguas. También debe considerarse la participación de los Síndicos Procuradores del Ayuntamiento, que en su labor de defender los intereses de la ciudad, periódicamente solicitaban la atención del cuidado de los bosques y aguas. Es así como encontramos en las disposiciones del Ayuntamiento y en los Bandos de Buen Gobierno promulgados por los gobernadores, obligadas referencias sobre el particular con el doble carácter de medidas proteccionistas y punitivas. A modo de ejemplo citaremos una de las tantas actuaciones de estos funcionarios. La misma data del 12 de enero de 1750: “Llegó el momento en el cual el procurador don Diego de Obelmejías, pidió que se incluyese en el Bando de Buen Gobierno la vigilancia, celo y cuido del corte de maderas en las cabeceras de los ríos, en especial del arroyo de Catuche que no se debía permitir por ningún respecto. También se logró que se vedase el saque de piedras y arenas, pues ‘de lo contrario llegará a faltar el agua’... en esta ciudad”.9

Como ya apuntamos, fue la Ordenanza de Aguas y Montes el primer instrumento legislativo que se ocupa taxativamente de la problemática que hemos venido estudiando. Un excelente resumen de sus diez capítulos, podemos localizarlo en el artículo ya citado del fallecido Cronista de la Ciudad, Juan Ernesto Montenegro, pero además de ello se encuentra inserta la transcripción paleográfica del documento original. Por el contenido de estas ordenanzas, es posible inferir los graves daños que se habían causado a los bosques y aguas de la ciudad para la segunda mitad del siglo XVIII. Asociado a esta suerte de devastamiento de estos recursos naturales, está desde luego la extracción de insumos que se requerían como materiales de construcción. Para entonces, ya Caracas había ganado una verdadera fisonomía urbana, tal como puede apreciarse en el cuadro de Nuestra Señora de Caracas. En otras palabras, buena parte de los cimientos de la ciudad, se habían fraguado a expensas de la calidad de los bosques y ríos de Santiago de León de Caracas.


Capítulo III

Esquina de Santa Capilla La construcción de la iglesia de Santa Capilla por orden del General Antonio Guzmán Blanco en 1883, vino a determinar que el nombre de la antiquísima esquina de San Mauricio desapareciera de la memoria de los caraqueños. Es necesario, sin embargo, acotar que fue bajo la denominación de San Sebastián con la que esta esquina se dio a conocer primigeniamente en la nomenclatura de la ciudad. La Ermita de San Sebastián, tuvo el privilegio de ser el primer templo que se levantó en el valle de Caracas, luego de haberse fundado la ciudad por el capitán Diego de Losada el 25 de julio de 1567. Es por ello que muchas veces se ha repetido que fue en esta ermita donde se realizó la primera misa en Caracas. Sin embargo, pese a lo obvio que puedan ser esas apreciaciones, deberá tenerse presente que el capitán Diego de Losada y sus huestes, asistieron a varias ceremonias litúrgicas antes de la conquista de Caracas. Así en el mes de marzo en el llamado “Valle del miedo”, el capitán Losada ordenó la realización de una misa de campaña a los capellanes de su ejército, el padre Blas de la Puente y el presbítero Baltazar García; con el propósito de “...que todos arreglasen su conciencia y confesaran sus pecados...”. 1 Los actos sacramentales de los capellanes del ejército conquistador del Capitán Diego de Losada, volverán a repetirse cuando entren propiamente al valle dominado por los indios Caracas; según nos dice Nectario María, ello aconteció durante la Semana Mayor de 1567, lo que obligó a Losada a acampar en un sitio que llamó Valle de la Pascua, por haberse celebrado en él la Pascua de Resurrección. En este mismo sitio se fundará años después el pueblo de El Valle, actual parroquia del mismo nombre. Como vemos pues, antes de la fundación de Caracas, se oficiaron misas en los improvisados campamentos militares en honor a San Sebastián.2 Debe tenerse igualmente presente que tanto el capitán Diego de Losada como sus hombres, tenían en sus mentes, al iniciar la conquista, las advocaciones de Santiago Apóstol y San Sebastián; el primero como patrón de los ejércitos españoles y el segundo, como el santo abogado que protegía contra las flechas de los aguerridos indios. Se dice con respecto a San Sebastián, que Diego de Losada había hecho votos de fe cerca de Nirgua cuando acampó en Villa Rica, lo que quiere decir entonces que la construcción de la ermita de San Sebastián en Caracas, fue hecha precisamente para cumplir con su promesa ofrecida al Santo, que según la tradición, fue muerto a flechazos por Dioclesiano, luego de haber sido acusado de cristiano. No tenemos fecha precisa de la construcción de la ermita de San Sebastián, pero ello lo suponemos al año siguiente de la fundación de Santiago de León, luego de que el capitán Losada asegurara el perímetro de su campamento militar y una extensa área aledaña al mismo. Resulta interesante conocer hoy, que la ermita fue erigida con precarios materiales de construcción, en el mismo lugar donde Losada había levantado su campamento militar.


Esta afirmación la podemos hacer hoy, gracias a los trabajos de arqueología realizados en ese lugar por el doctor Mario Sanoja: “...Desde el topo donde se hallaba ubicada la ermita y el posible campamento de los pobladores hispanos, se dominaba la pendiente del valle que bajaba hasta el río Guaire, posiblemente recubierta de vegetación xerofítica: crotos, cujíes, cardones; así como la fila de la colina Sur de dicho río, hoy conocidas como La Charneca, El Guarataro, Marín... cien metros más debajo de la ermita se había comenzado, en tiempos posteriores, a terraciar la pendiente del Valle, con el objeto de facilitar la erección tanto de las viviendas privadas como de los edificios públicos y la Plaza Mayor...”. 3

A San Sebastián le cupo el honor pues, de secundar al patrón de la Ciudad Santiago Apóstol, en la larga lista del santoral caraqueño, lo que a su vez expresaba lo precario que fue Santiago de León en los tiempos coloniales, en atención a las muchas calamidades que debió afrontar en condiciones desfavorables. En tal sentido, sólo el influjo milagroso e irrecusable de sus santos podían mitigar los infortunios representados por las enfermedades, eventos de desastres naturales, y la tenaz resistencia de los indígenas a ser sometidos. 4 Según nuestro siempre recordado Guillermo Meneses, quien fuera el tercer Cronista de la Ciudad, las distintas mutaciones que acusará la ermita de San Mauricio hasta llegar a convertirse en la actual iglesia de Santa Capilla, serán fieles exponentes de la escala social que detentaron las distintas generaciones de devotos feligreses que acudieron al templo en el transcurrir de tres centurias. Así nos dice que: “...lo mismo podrán considerarse suya esa iglesia los negros y pardos que los indios catecúmenos de los primeros tiempos de la colonia, hasta que, desde fines del siglo pasado, [XIX] viene a ser considerada como sitio de oración para las clases más acomodadas y aristocráticas de nuestra sociedad”. 5

Las observaciones de Guillermo Meneses están bien fundamentadas en cuanto a que la iglesia de San Sebastián, fue templo para la necesaria evangelización de los indios. Su papel transculturizador, no obstante, adquiere matices un tanto paradójicos en el entendido que la advocación de San Sebastián, fue precisamente para mitigar los efectos que causaban a los conquistadores las envenenadas flechas de los irreductibles y heroicos indígenas. Pero al acercarnos a la séptima década del siglo XVII, cuando ya había acontecido el desolador terremoto de San Bernabé de 1641, que destruyó buena parte de la ciudad, y desde luego, el Templo de San Sebastián, nos encontramos que los feligreses de la iglesia eran los negros de la nación Tari. Para entonces este templo era conocido como de San Mauricio, por haber sido trasladada su imagen luego de haberse incendiado su ermita hacia 1579. Se dice que fueron los propios indios quienes rescataron de las llamas a la imagen de San Mauricio y la colocaron en el Altar Mayor de la iglesia vecina San Sebastián; el tiempo se encargará de darle preeminencia al huésped celestial, devoción que los negros de la nación Tari no pudieron quebrantar. El 9 de enero de 1667, los morenos de la cofradía de San Juan Bautista, fundada el 14 de marzo de 1611, por medio de la representación de su mayordomo y procurador, Antonio Ventura de Melo y Luis Marín, respectivamente, solicitaron al Cabildo la donación de la


ermita de San Mauricio que se encontraba en ruinas desde 28 años atrás, en los siguientes términos: “...Siendo vuestra señoría servido de hacer donación a la dicha cofradía del señor San Juan Bautista del sitio de la dicha ermita y sus materiales, estamos prestos a reedificarla con cargo y condición de que la imagen del glorioso San Juan Bautista se ha de colocar en la capilla mayor en medio y los dos bienaventurados San Sebastián y San Mauricio a sus lados”. 6

El Cabildo un tanto alarmado por lo que podía interpretar una insolencia de los negros cofrades, no le quedó más remedio que el considerar la interesante propuesta, pues el cálculo hecho por el alarife de albañilería Joseph Romero y el maestro carpintero Diego Bastardo, para reparar o evitar el desplome de la ermita de San Mauricio, alcanzaba a la astronómica cantidad de 4.527 pesos de a ocho reales. El Síndico Procurador del Ayuntamiento, Don Blas Ascanio y Guerra, fue de la opinión: “...que no se les debe conceder la propiedad que piden de la ermita por ser perjuicio del patronazgo que vuestra señoría (la ciudad) tiene de ella, además que por ser memoria tan antigua y piadosa de esta ciudad, debe conservarse; y, pues, a muchos años que la dicha cofradía ejerce sus actos y los cofrades se entierran en dicha ermita, por concesión o consentimiento de V.S. y en lo adelante gozarán del mismo beneficio, es bastante recompensa a la reedificación que pretenden y ofrecen hacer, por lo cual no debe concedérseles la propiedad que piden ni la colocación de los bienaventurados San Sebastián y San Mauricio a los lados del bienaventurado San Juan...”. 7

Sin embargo, como bien lo sostuvo la doctora Ermila Troconis de Veracoechea,8 el Cabildo le concedió a la cofradía la colocación de la imagen de San Juan Bautista, reservándose la ciudad el patronazgo de la iglesia de San Mauricio, manteniendo en el Altar Mayor, las advocaciones de este santo y San Sebastián. El terremoto de 1812, derrumbará una vez más el Templo de San Mauricio, pero las cofradías del Santísimo Sacramento, Nuestra Señora de La Guía y de San Juan Bautista, como poderosas organizaciones que eran también en el ámbito de lo económico, contaban con los recursos suficientes para levantar una vez más, el templo más antiguo de la ciudad de Caracas. Según Enrique Bernardo Núñez, en los refranes que se decían en los programas de Semana Santa de la vieja Caracas colonial, se argüía a la composición social de la feligresía de la siguiente manera: “Si Dios nos diera con qué Los pardos en la Mercé. Si Dios nos diere la gracia, Los blancos en Altagracia. Y para más bullicio Los negros en San Mauricio”. 9 Hasta 1883 el nombre de la vieja esquina de San Mauricio había permanecido incólume, pese a los avatares que había sufrido la iglesia desde principios del siglo XVII. Así este nombre sobrevivió a los cambios que introdujo en la nomenclatura de la ciudad el Obispo Antonio Diez Madroñero en 1766, y las similares iniciativas de los revolucionarios independentistas de 1811, que dieron por llamar Leyes Patrias a la calle que va de Principal


a San Mauricio. Esta denominación sólo existía en los planos de la ciudad que serán editados con posterioridad a 1811; y desde luego, en los avisos de la publicidad de la prensa caraqueña decimonónica. Pero, sin duda alguna, Leyes Patrias fue una referencia execrada del habla común de los pobladores de la ciudad de Caracas, pues lo correcto, infalible e inequívoco, era invocar el nombre de las antiguas esquinas; de tal manera que San Mauricio, no era una excepción a la regla y menos aún si consideramos que dio inicio a la vieja nomenclatura colonial, dándole nombre propio al sitio cuando el templo era bajo la advocación de San Sebastián, como ya ha quedado señalado. En tal caso, el significado histórico de esta esquina desde el siglo XVII, no estaba solamente asociado al viejo templo de los negros caraqueños, sino también a uno de los puntos de encuentro más céntrico y dinámico de la ciudad de Caracas. Adaptarse pues al cambio de denominación de esta esquina en 1883, por el de Santa Capilla, debió representar un gran esfuerzo mental para las viejas generaciones de caraqueños que se encontraban muy a gusto con el arraigado nombre de San Mauricio, pues la mayoría de los jóvenes de entonces; los llamados “vanguardistas” que no lo eran tanto, y por último, los aduladores de oficio que no tienen edad ni principios, interpretaban esos cambios como una bendición del cielo ejecutada por el inapelable mandato de un anticlerical cercano al ateísmo como lo fue el General Guzmán Blanco, conocido por sus enemigos bajo el título del Autócrata Civilizador y por sus partidarios como el Ilustre Americano. Nada más a propósito para conjurar las antipatías que se había granjeado el General Guzmán Blanco entre los devotos caraqueños, a raíz de la expulsión del Obispo de Caracas, la demolición de conventos y templos, así como la confiscación de los bienes de la iglesia, que la de ordenar la construcción de la Iglesia de Santa Capilla a propuesta de un grupo de encopetadas damas caraqueñas para reforzar la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. La obra estuvo a cargo del arquitecto del régimen Juan Hurtado Manrique, y se hizo “a imagen y semejanza” de su homónima de París, bajo la inspiración de un estilo gótico el cual llegaba a Caracas como novedad, quinientos años después, si consideramos que la famosa Santa Capilla de París fue construida en el año de 1239 por orden del Rey Luis IX. El 15 de octubre de 1883 esta iglesia fue bendecida por el Arzobispo de la ciudad Monseñor José Antonio Ponte, ante la mirada más que complaciente del General Guzmán Blanco, que se sentía como católico renovado por haber recibido en recompensa del Papa León XIII, el correspondiente indulto de cualquier sentencia de excomunión o entredicho, además de conferirle las insignias de Caballero de la Orden Piana en su primera clase: “La Iglesia de Santa Capilla ha sido motivo de inspiración para la afición literaria como lo fue por ejemplo la novela de Manuel Díaz Rodríguez, Idolos Rotos, quien conceptuó por cierto a este templo como ‘antes ligera y diminuta como un joyel, unida tan sólo hacia atrás al caserón de la Academia de Bellas Artes, libre a los lados y al frente, en medio de una plaza en armonía con su magnitud...’ ”. 10

Esta iglesia luego de unos años de abandono por la desidia, exhibía en su fachada una próspera planta de Yagrumo, que sólo le faltaba una pereza para completar una auténtica escena bucólica. Hoy afortunadamente, el templo fue restaurado y pintado con su supuesto color original. Desde el 5 de agosto de 1926, Santa Capilla goza del título de Basílica


Menor concedida por el Papa Pío XI, en homenaje a que allí existió el Templo de San Sebastián donde fue celebrada la primera misa de Caracas.

Capítulo IV

Esquina de San Francisco La nomenclatura caraqueña cuenta con un buen número de nombres que registran calles, avenidas, esquinas y plazas. Entre las esquinas más emblemáticas se encuentra la de San Francisco, que como muchos puntos caraqueños se ha convertido en sitio referencial a través de los años. Y no es para menos, pues en este recorrer muchos habitantes de la capital -antes y ahora- han escogido ese lugar para la cita, con la consabida expresión de “...frente a la iglesia de San Francisco...” o “...en la Ceiba de San Francisco”... fijando así el encuentro, ya por asuntos de negocios o de otra índole. Como es conocido por todos, el nombre de esta esquina se debe a la existencia allí de la iglesia que lleva el mismo nombre, y esta a su vez lo tomó del convento de franciscanos que fue fundado en ese lugar. Tanto la iglesia, como el convento, forman una parte indisoluble de la historia de Caracas; no sólo por la vinculación religiosa que es por demás evidente; sino además por la participación que ambas instituciones tuvieron en eventos históricos trascendentes; como por ejemplo el hecho de habérsele otorgado a Simón Bolívar el título de Libertador el 13 de octubre de 1813, en el Altar Mayor de San Francisco; o el establecimiento de la Universidad Central de Venezuela en el recinto ocupado por el convento, que hoy sirve de sede al Palacio de las Academias. Coinciden cronistas e historiadores en establecer el origen del convento hacia la séptima década del siglo XVI, cuando aún Caracas se encontraba “en pañales”, y es entonces que Fray Alonso Vidal -en 1575- dio comienzo a la construcción del edificio que serviría de albergue a los franciscanos, que venían a ejercer su obra evangelizadora en el valle caraqueño y sus contornos. Como era usual entonces, en una época de privaciones y donde se agotaban todos los empeños de las autoridades por levantar y mantener la edificación de la recién fundada ciudad; los intentos por erigir el convento y la iglesia, debieron ser por demás exigentes, tanto en términos del recurso humano empleado, como de la necesidad de contar con los elementos materiales y el dinero suficiente para llevar a buen fin la tan ansiada construcción. El tiempo no ha hecho mella en estas edificaciones, muy a pesar de los embates naturales que, como el terremoto de 1812, afectaron de alguna manera estas construcciones. Empero, hay que admitir que tanto la fachada de San Francisco como la del convento, han sufrido algunas modificaciones, principalmente la realizada por el gobierno de Antonio Guzmán Blanco en 1873, y otras realizadas posteriormente -hacia la década de 1980- cuando los trabajos del Metro de Caracas requirieron de reformas internas y externas de estos edificios.


Dos eventos que forman parte de la tradición caraqueña, se asocian a San Francisco: El llamado “Cordonazo” y la procesión del Santo Sepulcro, que sin duda representan genuinas expresiones del alma de muchos capitalinos. El “Cordonazo” es una manifestación de carácter natural, que invariablemente ocurre en los primeros días de octubre casi con persistencia matemática. La lluvia que cae entonces es incesante y copiosa, y se alude que ella constituye un aviso para que por medio de reflexión se expíen los pecados. Esto hace que la imaginación y creencias populares ponga de manifiesto su fé hacia el santo de Asís, y lo exprese de diversas maneras, algunos con oraciones y otros -por lo menos los que vivían o viven en casa con patio interiorcolocando poncheras, baldes o cosas similares con cruces de Palma Bendita, y también abriendo tijeras o cruzando cuchillos que recibían el torrente, a fin de aplacar el aguacero. En cuanto a la procesión del Santo Sepulcro, constituye esta una expresión del recogimiento espiritual del caraqueño, que al igual que el Nazareno de San Pablo, son símbolos muy representativos de la Semana Santa. El Santo Sepulcro sale en procesión todos los Viernes Santos, cargado por un grupo de devotos que deben soportar estoicamente el peso de la imagen y -al decir de algunos- este peso es más fuerte si su comportamiento cristiano durante el año no fue del todo deseable. También vinculada a la historia de esta caraqueñísima esquina, se encuentra la llamada Ceiba de San Francisco cuyo nacimiento, crecimiento y prácticamente su muerte se desarrolla a lo largo de 136 años de vida, que también lo son de parte de la historia de Caracas, y representan quien sabe cuántos acontecimientos ocurridos a la sombra del hoy vetusto y venerable árbol. Actualmente, la Ceiba se encuentra en un estado bastante deplorable. Del frondoso árbol de épocas pasadas, queda solamente un tronco y unas cuantas ramas que semejan un ser crucificado; que en lenta agonía pareciera gritar su precaria vida. Obviamente, tal situación ha sido resultado de su vida longeva -como hecho natural- de la inclemencia de un tránsito automotor muy denso cuyos escapes de gases permanentemente agobian al árbol centenario y, por supuesto, también es resultado de la desidia de quienes debieron vigilar por el mantenimiento de la salud y mejor vida del árbol. Sin embargo, este emblema caraqueño no deja de llenar de nostalgia a muchas personas, que de algún modo ven reflejarse en la Ceiba algo que les es muy propio, tal como lo dijera Mario Briceño Iragorry en alguna oportunidad: “...Tan arraigada está en el espíritu de los caraqueños, que parece imposible que hubieran existido conciudadanos que no disfrutasen del sombraje benévolo de sus altas ramas...”. 1

Como quiera que tratándose de un árbol que inicialmente ha debido tener el mismo destino que sus iguales, es decir, no ostentar el honor que por diversidad de razones ha correspondido tener a la Ceiba; no hubiese tenido sentido alguno para dar razón, con más o menos exactitud, a lo que podríamos señalar como su fecha de nacimiento.


En este punto, conviene advertir que la certeza sobre tal fecha hizo surgir comentarios diversos, pero según una referencia bastante creíble aportada por Francisco Vetancourt, debe considerarse tal nacimiento, o mejor dicho la siembra de la semilla de La Ceiba, para el año 1866: “...La verdad es que el año 1866 la niña de siete años Ysolina Manzo, hija del para entonces Prefecto de Policía de Caracas, la sembró de semilla en el mismo sitio que hoy ocupa, y que era un montículo que existía enfrente de la iglesia, antigua capilla del Convento de los Franciscanos..”. 2

Desde entonces, el crecimiento del árbol no se detuvo. Apunta el mismo Vetancourt que para el año 1870 -según fotografía de Neuman- tenía aproximadamente tres metros de altura; la cual fue aumentando con el correr del tiempo al extremo de mostrar -en muchos momentos- una exhuberante frondosidad.

Recorriendo de San Francisco hacia sus cuatro esquinas cercanas: La Bolsa, Las Monjas, Pajaritos y Sociedad, muchos acontecimientos debieron ocurrir; tanto en términos personales como otros de carácter colectivo. No hay dudas que siendo el centro de la ciudad un punto muy dinámico en lo comercial, bancario, financiero y recreativo, tocaba a la esquina de San Francisco buena parte de ese entorno. De allí que muchas personas en su diario trajinar -tanto ayer como hoy- transitaron por este lugar en sus afanes de compras o en asuntos de negocios. También ha sido y es escenario -más que todo la cuadra de San Francisco a Bolsa- de manifestaciones populares de toda índole: la existencia del edificio de la Universidad Central de Venezuela en ese tramo, lo convirtió en teatro de incontables protestas estudiantiles; como la ocurrida en tiempos del gobierno de Antonio Guzmán Blanco, cuando jóvenes enardecidos echaron a tierra la estatua ecuestre de este presidente; a la cual el ingenio popular había colocado el remoquete de El Saludante. Esto ocurrió el 26 de octubre de 1889. Décadas más tarde se repitieron escenas similares, y en época de Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras, el recinto universitario y sus alrededores fueron puntos de protestas permanentes. Hoy día, la situación no ha variado, aunque La Ceiba emite, tristemente, sus últimos suspiros, y los aires de antaño se rememoran nostálgicamente por los pocos caraqueños de antier; grupos de trabajadores diversos, estudiantes, jubilados y buhoneros, hacen presencia diaria ante el edificio del Parlamento buscando solución a sus problemas.


Capítulo V

Esquina de Carmelitas El nombre de esta tradicional esquina fue dado en razón del Convento de las Carmelitas Descalzas que existió en este lugar entre 1736 a 1874. Su historia, no obstante, se inicia unos años antes, en 1725 cuando su principal promotora, Doña Melchora de Ponte y Aguirre, logró la autorización del Rey para fundar esta institución religiosa. Pero como dice el viejo adagio que las cosas de palacio andan despacio, será el 19 de marzo de 1732 cuando se verifique el establecimiento de esta institución religiosa en los alrededores de la antigua Ermita de Santa Rosalía, al Sur de la ciudad, con cinco monjas provenientes de México que viajaban junto con el Obispo Juan Félix Valverde. Pese haberse cumplido con las engorrosas formalidades que le robaron el sueño a Doña Melchora, de verse por fin ataviada con el hábito de las Carmelitas, la fundación del sagrado recinto no quedó en firme. Antes que concluyera el año de 1732 las propias monjas mexicanas forzarán su retorno excusándose de ser objeto de “acoso fantasmal”. Resulta por ello paradójico que una institución conventual llamada a ser centro de oraciones y penitencias, fuese perturbada por furtivas “visitas” de aparecidos que mantenían aterradas a las aludidas religiosas. No tenemos pruebas documentales que nos permitan corroborar la presunción sobre los espantos en la casa que servía de convento a las monjas carmelitas, puesto que las actas del cabildo eclesiástico correspondientes a ese año de 1732, nada dicen sobre el particular; simplemente se concretan a indicar que se colocó el Santísimo Sacramento en el mismo Convento de Carmelitas pautado para el 19 de marzo1 . Sin embargo, los cronistas oficiales de la ciudad, Enrique Bernardo Núñez, Mario Briceño Iragorry y Guillermo Meneses, se refieren a estos acontecimientos sin conjurarlo de su contexto anecdótico. Todos ellos copiaron los datos suministrados por el cura Blas José Terrero en su obra Teatro de Venezuela y Caracas. Enrique Bernardo Núñez se refiere a este asunto en los siguientes términos: “La dedicación del convento se efectúa el 19 de marzo [1732]. Apenas instalados, sobrecoge a las religiosas un temor misterioso ‘unas especies tan espantosas y horrorosas, dice don Blas José Terrero, que ni toda la persuasiva y amor de Su Ilustrísima, ni de otras personas de superior carácter, fue bastante para aquietarlas’. Se trasladó a otra casa, cerca de la Catedral, donde tampoco hallaron sosiego... el Rey, por cédula expedida en Sevilla, a 10 de septiembre de 1732, ordena suspender la fundación, y da su consentimiento para que las religiosas regresen a México. En su retorno, el obispo se vio obligado a gastar seis mil pesos, dice Terrero que experimentaron en el viaje de cinco meses infinitos sucesos. Y quedóse únicamente la superiora, Sor Josefa de San Miguel, quien ofreció a continuar la obra, por lo cual doña Melchora pudo tener su convento (...) las monjas se trasladan a la esquina de su nombre el 12 de octubre de 1736”. 2


Esta vez doña Melchora se asegurará que las cosas salgan sin contratiempos. Para ello dona veintidós mil pesos y procura otros tantos miles más de bolsas ajenas en calidad de “limosnas”; hasta su propia casa la suma a la causa que luego de ser refaccionada para convento, recibe a las veintiuna aspirantes de novicias virtuosas en las que se cuenta ella misma. Estamos ahora pues al Sur de la Iglesia de Altagracia, y allí permanecerá este convento caraqueño a lo largo de ciento treinta y ocho años más. Damos por descontado la influencia que tuvo esta congregación de religiosas en el denso clima espiritual de la ciudad, la cual la refrendó dándole un nombre imperecedero a la esquina donde estuvo situada. El auge de la economía cacaotera posibilitó entre otras cosas cierta transformación urbana de la ciudad. Lo excepcional y más notable, fue justamente la construcción de portentosas mansiones de condes y marqueses, así como algunos espacios públicos como la casa del Ayuntamiento (1753). Unos y otros no sólo exhibían ostentación arquitectónica, también y en relación a ello, mostrarán una inusitada altura de dos y hasta tres pisos; lo que a su vez, era un reto a los muy temibles terremotos y un desafío a las inveteradas y recoletas costumbres de los caraqueños de mantener incólume la privacidad de los patios interiores de sus inviolables moradas familiares. Hacemos mención sobre esta particular circunstancia de la Caracas colonial, durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII, puesto que en la historia de la esquina del convento, es decir de Carmelitas, se verificaron ciertos hechos vinculantes con dicha prosperidad y riqueza. Hacia 1770 en plena esquina, el conde de Tovar, levantó su enorme mansión de abolengo, que aún vemos hoy completamente transformada como oficina de correos desde 1933; pero también la empresa de mayor poder económico y político de entonces, la Compañía Guipuzcoana, hizo construir su casa y oficinas sin escatimar en costos y lujos. Esta edificación estaba situada justamente frente al Convento de las Carmelitas. Arístides Rojas nos refiere que cuando se levantaba el último piso de la mansión de los vascos, hizo formal y cortés protesta doña María Teresa Andrade Jaspe y Montenegro Gedler Bolívar de Xerez Aristiguieta, pues su casa que era aledaña de los arrogantes guipuzcoanos “...iba a quedar bajo la vigilancia de los que habitaban la nueva fábrica”. 3 Pero los rubicundos comerciantes hicieron caso omiso de los reclamos de esta encopetada y linajuda señora, ordenando la continuación de la obra, y aquella en represalia trajo sus esclavos y mayorales de las haciendas que tenía en Chacao, e inició una trifulca con piedras contra aquellos albañiles: “habiéndose librado una batalla de treinta minutos, en el cual hubo tres muertos y muchos aporreados de ambos bandos”. 4 Esto es sólo un ejemplo de los problemas que se suscitaron con la construcción de casas de dos o más plantas si tenían contigua otra que quedara a merced de indiscretas miradas, pues era de seguro que el dueño de esta última reclamaría hasta la violación de la intimidad de sus matas de mangos que tenía en su espacioso patio. Pero este problema no lo podemos circunscribir con exclusividad al ámbito mundanal de la ciudad, pues también se vio amenazada la privacidad del recogimiento de los sagrados recintos religiosos de Caracas. Como ejemplo de ello, podemos referirnos a la disputa dirigida entre las monjas del Convento de las Carmelitas con el Sacerdote de la Iglesia de Altagracia, que estaba, como


indicamos, aledaño al convento. Esta disputa surgió cuando se intentó construirle a la torre del campanario de la iglesia, un tercer cuerpo que ponía al descubierto el interior del convento de miradas ansiosas de inconfesables deseos. Guillermo Meneses, valido de su ingenio literario, nos novela este episodio de las reverendas monjas del Convento de las Carmelitas, con sus vecinos de la Iglesia de Altagracia con este ingenioso diálogo entre la abadesa y el obispo: “ Superiora: He de hablarle, señor Obispo, de una ocurrencia francamente desagradable... Obispo: Mi señora abadesa, para atender sus quejas he venido hasta aquí. Superiora: Así es, señor Obispo... Su Señoría Ilustrísima habla conmigo a través de las cortinas y rejas que impone nuestra regla de clausura... Y, sin embargo, la disciplina de nuestra comunidad corre grave riesgo de quebrarse... Obispo: Crea que me asombra mi señora abadesa... ¿De qué se trata? Superiora: Se trata... de algo que me avergüenza... De algo que hace comunicación visible entre este convento y el mundo... De algo que rompe la clausura... Obispo: Diga de una vez mi señora la abadesa... Superiora: La vecina Ermita de Altagracia tiene altas torres... Obispo: Así es... torres de dos cuerpos... se trata ahora de construir otro cuerpo Superiora: ¡No lo quiera Dios, señor Obispo! Obispo: ¿Por qué? Superiora: Porque... desde esas altas torres de la Ermita de Altagracia... ¡me da vergüenza decirlo! Obispo: Dígalo mi señora la abadesa... con vergüenza o sin ella... Superiora: Desde las altas torres de Altagracia se dominan los patios y los corredores del convento y... Obispo: ¿Y qué? Superiora: Estamos a merced de los curiosos que suben al campanario... Hay un sacristán que ha convertido la torre en garita permanente, desde la cual vigila su miserable conscupicencia los movimientos de las hermanas Carmelitas. Obispo: (Riendo un poco) ¿Y cuál es, según el sentir de mi señora la abadesa el remedio para el sacristán pecaminoso? Superiora: ¡Que tumben las torres del Altagracia! Obispo: ¡Caramba!... ¿No será demasiado fuerte ese remedio?... No, no... Ordenaré algo más simple. Ordenaré cerrar las ventanas que dan sobre el convento... haré que pongan allí paredes corridas... no tendrá ventanas el sacristán curioso”. 5

Concluido este asunto que muchos caraqueños dan por cierto y seguro, el mundo privado del interior del convento se mantuvo a buen resguardo de la pecaminosa vida que llevaban los caraqueños fuera de los muros de ese recinto. La única comunicación con el mundo exterior del convento era a través de una muy discreta puertecilla por donde vendían las monjas sus afamadas granjerías a la cautiva clientela degustadora de sus dulces. Este convento como ya se indicó, fue expropiado en el año de 1873 por el gobierno del General Guzmán Blanco, lo que obligó a la mayoría de las monjas volver a sus hogares, convirtiéndose éstas en unas damas laicas poco conocedoras del mundo real en que vivía la ciudad de Caracas para esos años. El edificio del convento, luego de su remodelación, se convirtió en sede de la Tesorería Nacional y más tarde, en 1906, en el Ministerio de Hacienda y Crédito Público, tras la completa transformación que le hará el ingeniero Alejandro Chataing. Por algunos años, al ser demolida la vieja estructura del ministerio, un enorme solar quedará a la espera de la


construcción de la sede del Banco Central de Venezuela que fue obra del arquitecto Tomás Sanabria en 1967. Previo a la construcción de este hermoso edificio público, en 1951, los trabajos de la avenida Urdaneta, hizo desaparecer, no sólo la sede del Ministerio de Hacienda, también a los restantes locales y casas particulares que estaban situados en los alrededores de la esquina de Carmelitas. Así lo reseña nuestra prestigiosa revista Crónica de Caracas, el 16 de noviembre de 1954, cuando dice: “En orden a un plan racional, acorde con las necesidades inmediatas y las futuras exigencias del tránsito, se llevó a cabo la construcción de la Avenida Urdaneta, en una longitud de 1800 metros, entre las esquinas de Urapal y Miraflores. El costo de la obra fue de Bs. 21.928.505,21, que incluyen el valor de 216 inmuebles demolidos y las cantidades erogadas por el Instituto Nacional de Obras Sanitarias para instalar los servicios de acueducto y cloacas”. 6

Capítulo VI

El Escudo de Armas de Caracas El emblemático Escudo de Armas de Caracas, ha sido y es pieza principal del legado histórico patrimonial que posee la ciudad en sus 434 años de existencia. De este escudo, ya se han ocupado para establecer sus orígenes y significado, Arístides Rojas (1883) y Enrique Bernardo Núñez (1947). Sin embargo, hemos decidido retomar el tema en razón de la cauda de confusiones que se suscitaron al momento de “resucitarlo” del olvido de nuestra conciencia patrimonial hace ya 50 años. En nuestro criterio, tres aspectos confluyeron de manera determinante para tejer la historia del Escudo de Armas de la ciudad. Estos son los polémicos hechos que promovieron su origen en Caracas; las circunstancias que establecieron su uso y difusión, y por último, los acontecimientos que terminaron por excluirlo de la vida pública de la ciudad, aunque no de su memoria histórica: La aparición del Escudo de Armas de Caracas, tiene dos momentos. Uno que podríamos llamar oficial el cual puede ser fechado el 4 de septiembre de 1591, cuando el Rey Felipe II firma la Real Cédula que facultaba a la ciudad de Santiago de León de Caracas a usar su Escudo de Armas y exhibir título de Muy Noble y Leal Ciudad. El otro momento, que denominaremos histórico, antecede a la Real Cédula mencionada, pero su significado está precisamente en haber promovido ese instrumento legal que propició el uso autorizado del Escudo de Armas que ya había solicitado el Ayuntamiento caraqueño al Rey por intermediación de Simón Bolívar “El Viejo”. Esto quiere decir entonces, que Caracas poseía su Escudo de Armas antes de ser oficializado en 1591. Ello lo confirma cuando menos los acuerdos del Cabildo del 4 de julio y 10 de agosto de 1579 que dan cuenta de la existencia de un sello con el Escudo de Armas de la ciudad; este hecho se reconfirma una década después, el 20 de septiembre de 1589 cuando se sancionó la Ordenanza de Fiel Ejecutor que establecía en su artículo tercero la obligación que tenía este funcionario de llevar un sello con el Escudo de Armas de la ciudad esculpida, para marcar con él cualquier género de mercancías destinadas al comercio. 1


Estas tempranas referencias documentales sobre la existencia del Escudo de Armas, nos inducen a plantear como hipótesis, que el origen del blasón de Caracas podría estar asociado a la entrada del Capitán Diego de Losada al Valle de los Toromaimas, ya que se nos hace difícil aceptar que su ejército no llevara un estandarte con los mismos símbolos que tendría después el Escudo de Armas de la ciudad, pues eran los de mayor arraigo en la mentalidad de esos conquistadores. Es decir: El León que figuraba audacia, imperiosidad y valentía y que ya era emblema militar desde tiempos de la Reconquista al servir de insignia al Rey Alfonso IX. La Cruz de Santiago, que no sólo recordaba la defensa de la cristiandad, sino especialmente la protección divina del Apóstol a España. Por último, la Corona de Oro que sublimaba la defensa de los reyes y la dignidad nacional. Conocida es la precariedad de Caracas en sus primeros años de vida. La tenaz resistencia indígena, las enfermedades y la fragosidad del medio geográfico, son sólo elementos parciales de esa situación, pues entran en cuenta a las adversidades, los problemas inherentes a la formación de un gobierno y a la creación de un orden social, por hombres que eran seducidos por la codicia, la arrogancia, la testarudez, el poder y las intrigas. En este sentido, imponer el orden fue un imperativo que se encausó lentamente para formar la ciudad. Fue en estos precisos momentos de crisis cuando se hizo imprescindible el uso frecuente del Escudo de Armas de la ciudad, con el propósito de convertirlo en un emblema representativo del poder y la autoridad del Cabildo. En la medida que se iba imponiendo la dominación de los cabildantes en la nueva sociedad, se diseminaba en la ciudad su Escudo de Armas como una extensión figurada de aquel poder. Superada la etapa de precariedad, no había actividad económica que no fuera supervisada por el Cabildo y refrendada con el sello de las armas de la ciudad; es posible que los Alcaldes ordinarios sostuvieran en sus manos la vara de la justicia con el Escudo de Armas tallado, en señal de su autoridad, la cual a su vez era recordada por los estandartes, pendones, banderas e insignias que seguramente se exhibían en el Ayuntamiento. Cuando la ciudad alcanzó la opulencia cacaotera, entonces algunas casas sostenían el Escudo de Armas en sus frontispicios y ciertas fuentes y plazas públicas fueron ornamentadas con el León rampante (en la esquina de Muñoz); también a mediados del período colonial, el Escudo de Armas será complementado con una orla que decía: “Ave María Santísima sin pecado concebida en el primer instante de su ser natural”, la cual autorizó el Rey por Real Cédula recibida en Caracas el 22 de enero de 1764. Se hizo costumbre, a partir de entonces, que los empleados del Ayuntamiento, se juramentaran ante el Escudo al asumir el cargo y casi todas las obras públicas de importancia, llevaban el signo del blasón caraqueño adosado a éstos y a la vista del público (puente de Carlos III). En la segunda década del siglo XIX se acuñaron monedas en Caracas con el Escudo de Armas (1817). Sin olvidarnos de las medallas alusivas al Rey Carlos IV que tenía grabada el timbre de la ciudad. Entre 1810 a 1830 se extinguirá la acendrada tradición del empleo del Escudo de Armas de la ciudad. Cuando el gobierno interino devenido de los sucesos del 19 de Abril de 1810 cesa en sus funciones para darle paso a las nuevas autoridades constituyentes de 1811, éstos tomaron por escudo el león rampante de Caracas en homenaje al municipio “que prestó su voz para el llamado a la libertad”, nos dice Enrique Bernardo Núñez.2 Este escudo provisional venía acompañado con la siguiente inscripción: “Confederación de Venezuela. 19 de Abril de 1810”. El establecimiento definitivo de la República en 1830, dejó en el olvido tanto el Escudo de Armas de Caracas como el creado por los constituyentes de 1811.


En 1883 Arístides Rojas nos recuerda el pendón con el Escudo de Caracas exhibido en los actos con motivo del Centenario del nacimiento de El Libertador3 ; sin embargo no será sino hasta 1947 cuando se intente rescatar con éxito el tradicional símbolo gracias a los trabajos de investigación que realizara el primer Cronista de la Ciudad, Enrique Bernardo Núñez, en torno a la historia del Escudo de Armas de Caracas4 , lo que promovió un decreto del gobernador del Distrito Federal ordenando una edición del Escudo así como su colocación tanto en el salón de sesiones del Concejo Municipal como en las distintas dependencias públicas de la ciudad (19 de julio de 1947). Será a partir de 1951 cuando el Escudo de Armas se estampe como sello oficial en los libros de actas del Ayuntamiento y demás papeles del organismo, e ilustre además la portada de nuestra insigne revista Crónica de Caracas como aún lo continúa haciendo luego de 50 años de existencia. Pero no hay dudas que uno de los alicientes que insufló mayor vigor a este tradicional símbolo en esa misma fecha, fue la celebración permanente del Día de Caracas, el 25 de julio de cada año. En 1960, se inauguró la hermosa Fuente de los Leones con el Escudo de Armas de la ciudad en el patio del Palacio Municipal con motivo del sesquicentenario de la Independencia, también en los actos alusivos al cuatricentenario de Caracas en 1967, se exhibió un monumental escudo en el Cerro el Avila iluminado por la Electricidad de Caracas. Desde 1983, la ciudad es pétreamente vigilada por las figuras de tres imponentes leones adquiridos en España, situados a las entradas sur, este y oeste de Caracas. Las viejas y nuevas generaciones de caraqueños, se reencontraban así con uno de los emblemas patrimoniales más antiguos de la ciudad que estuvo seriamente amenazado de desaparecer de la memoria histórica de Caracas. Afortunadamente ya el Concejo Municipal, el 31 de octubre de 1958, había dado muestras de su paternal protección por el viejo símbolo de la ciudad, sancionando la ordenanza que garantiza su defensa y veneración. Esperamos que las autoridades del Concejo Municipal, hagan lo propio con el Archivo Histórico de la ciudad, emblema primigenio de todo nuestro patrimonio histórico. En verdad se lo merece.

Capítulo VII

La virgen de Caracas La Madre de Jesús es una. Pero ocurre que la Santísima Virgen María ha sido representada por la religión católica de muy diversas maneras, lo que explica entonces la existencia de varias advocaciones de esta virgen, a las cuales sus fieles devotos ofrendan oraciones, plegarias y rogativas en la búsqueda del necesario consuelo o la oportuna indulgencia celestial. En la Caracas colonial, cuya sociedad se caracterizaba por tener profundamente arraigada sus creencias espirituales en los cánones de la religión católica, la devoción por la virgen adquirió rápida divulgación a través de distintas imágenes invocadas, que aunado al santoral que tenía la ciudad, podría haber sido en propiedad “La sucursal del cielo”, como se le calificaba hace pocos años. Sin embargo, hemos de recordar en estas notas, que este tipo de ocurrencias de parte de los caraqueños, no es cosa nueva. Hace algún tiempo Juan Rohl concluía, con ironía, sus observaciones sobre el particular en los siguientes términos: “En los tiempos del dominio español, Santiago de León de Caracas, contaba con la protección de gran parte del santoral; y de haber tenido los benéficos patronos, la eficacia


que los humanos les atribuían, la ciudad hubiera sido una nueva Arcadia, un Paraíso Terrenal con medios divinos para sanar hasta las picadas de serpiente”.1

Sea como fuere en la Caracas de esos lejanos tiempos; se veneraban las imágenes de la Virgen de La Concepción; de Altagracia; de Las Mercedes; de Copacabana; de Carmelo; de La Pastora; de La Candelaria; de Los Dolores, sin olvidarnos desde luego de Santa Rosalía de Palermo, Santa Ana y Santa Rosa de Lima, entre otras. Este vergel de virtudes celestiales, eran las “abogadas” que intercedían ante las súplicas muy concretas de los devotos caraqueños, bajo la creencia de que mitigarían sus padecimientos a través del favor de un milagro. Es así como se invocaba, por ejemplo, a la Virgen de Copacabana para las sequías, de Barbanera para aplacar las tempestades; a la de Las Mercedes para proteger las cosechas del cacao de un parásito que le decían “candelilla”; y luego contra los terremotos; Santa Rosa, de los estudios universitarios y Santa Rosalía protectora de la fiebre amarilla, entonces llamada vómito negro y de la viruela; Santa Ana protegía del comején. La ciudad mientras más vulnerable o indefensa era ante las reiterantes calamidades, mayor entonces era el fervor por la devoción de las vírgenes y santos. El asunto no se concretaba sólo a las rogativas, también se celebraban rigurosamente festividades en su honor donde concurría tanto el devoto pueblo como las autoridades civiles y eclesiásticas. Por cierto que en 1703 hubo que comisionarse a José de Oviedo y Baños y al Regidor Francisco de Solórzano para que se rehicieran las llamadas Fiestas de Tablas, hurgando los documentos del Archivo del Ayuntamiento, pues se buscaba remediar la continua inasistencia del Cabildo a las festividades religiosas, ya que ignoraban cuándo y dónde se celebraban por haberse extraviado la Tabla que contenía el listado de las fechas votivas. A Don Oviedo y Baños le tomó siete años cumplir con ese mandato del Ayuntamiento caraqueño. Hemos creído pertinente hacer este recuento, puesto que requerimos del adecuado contexto histórico, para formular una hipótesis en torno a la llamada Virgen de Caracas que sirve de título a nuestro presente apartado. Pensamos que la Virgen de Caracas nunca existió por lo menos oficialmente. El nombre de Nuestra Señora de Caracas fue invención del Obispo Diez Madroñero para darle el nombre a la calle que iba de la esquina de La Torre a Principal en 1766, no para advocar al retablo de la virgen que estaba expuesto al público a las afueras de la Catedral de Caracas, que consideramos era la misma Virgen de La Luz. Para dilucidar esta afirmación, tendremos que ir tomados de la mano del imponderable don Enrique Bernardo Núñez. En 1957 él afirmaba que Nuestra Señora de La Luz en ninguna parte aparecía como Patrona de Caracas, “...aunque sí [dice] se le profesaba gran devoción. El Patrón de Caracas es Santiago Apóstol, y luego Santa Rosalía de Palermo ‘Patrona menos principal’, proclamada así por el Obispo Don Diego de Baños y Sotomayor, el año de 1696”. 2 Quien introduce la devoción por la Madre Santísima de La Luz, fue el Obispo Antonio Diez Madroñero a partir de 1756 cuando llegó a Caracas para ocuparse de sus altas funciones eclesiásticas. Diez Madroñero, es fiel devoto de la Virgen María en la particular advocación de la Virgen de La Luz. En brevísimo tiempo esta imagen se gana un altar en el Templo de San Francisco, en la llamada “Nave de los terceros” y figura también resplandeciente, nada menos que en el balcón del flamante edificio del Ayuntamiento de Caracas, en la esquina de Principal, que había sido concluido apenas cuatro años atrás


(1753). El termino ”resplandeciente” lo utilizamos en atención a que la imagen de la Virgen de La Luz, estaba permanentemente iluminada gracias a la existencia de una partida de las rentas del Ayuntamiento, llamada entonces Propios de la Ciudad, para sostener los gastos de tan loable y piadoso fin. La Fiesta de la Virgen de La Luz se celebraba cada 28 de mayo. El fervor que insufló el Obispo Diez Madroñero por esta advocación de la Virgen Madre, no sólo se circunscribió a la devota feligresía caraqueña, mucho había que decirse también en lo que respecta a su representación iconográfica que muestra sin duda alguna el estado de desarrollo y tendencias del arte religioso en Caracas. Sobre los detalles en este particular, remitimos al lector a la opinión especializada del fallecido Don Alfredo Boulton 3

De la muestra iconográfica que sobre la Virgen de La Luz existió en la Caracas colonial, sólo nos interesan tres versiones que afortunadamente aún se conservan; dos que se encuentran en la Capilla Santa Rosa de Lima o Altar de la Patria del Palacio Municipal y la última, forma parte de una colección privada. El 12 de diciembre de 1757, el Ayuntamiento registró en su libro de actas, la noticia de haberse colocado un retrato de Nuestra Señora de La Luz. Para entonces ya los capitulares se habían puesto bajo el patrocinio de la virgen, lo que en cierto modo lo hacían extensible a la ciudad de Santiago de León. El encargo para obtener el cuadro de la virgen recayó en el Alcalde Martín Tovar y Blanco, comisión ésta que ya tenía ejecutada para el momento de la consagración del 12 de diciembre, pues desde ese mismo día, el hermoso cuadro ornamentaba el suntuoso balcón del Palacio Municipal (que sería célebre años después por los sucesos del 19 de abril de 1810). Según el doctor Juan Ernesto Montenegro, quien fuera el V Cronista de la ciudad de Caracas, la procedencia del cuadro de la virgen no es posible establecerla de forma contundente por la falta de la necesaria prueba documental: “Una hipótesis es la que la haya podido comprar (el Alcalde Tovar y Blanco) importada del extranjero, bien del mismo Obispo Diez Madroñero o su acompañamiento ‘familiar’, como se decía entonces, bien del intercambio con México, que en aquel momento era muy animado por el comercio de cacao que tenía como puerto principal el de Veracruz. Otra posibilidad es que la haya encargado a un pintor caraqueño, y dado que en ese momento se hallaba muy activo Juan Pedro López, abuelo de Andrés Bello, de quien se conoce un cuadro de Nuestra Señora de La Luz, firmado en 1776, no resulta improbable que haya sido él quien se ocupara del encargo del Alcalde Tovar y Blanco”. 4

Esta imagen que desaparecerá de su nicho en el balcón del Ayuntamiento, luego del terremoto de 1812, volvió nuevamente al Municipio años después al adquirirla mediante compra a su propietario el señor Juan Rohl. A finales de la década de los años cuarenta del siglo XX este cuadro fue colocado en el Salón de Sesiones del Concejo Municipal, pero al ser restaurado a mediados de los años setenta por el doctor Mauro Páez Pumar, para devolverle en parte su antiguo aspecto de Capilla del Seminario Santa Rosa de Lima, tal como lo vemos hoy, la imagen de la Virgen de La Luz ocupará el sitial de privilegio del Altar Mayor. Allí deberá permanecer como recuerdo no sólo del pasado espiritual de la ciudad, sino también como vivo ejemplo de una joya patrimonial que expresa la calidad y sensibilidad del arte colonial:


La otra imagen de la Virgen de La Luz, y que conocemos tradicionalmente como Nuestra Señora de Caracas, se hallaba desde 1761, a pocos pasos del Ayuntamiento de la esquina de Principal, en un retablo de la Iglesia Catedral hacia la esquina de La Torre. No se tiene certeza alguna de quién pintó este bello cuadro, pues en opinión de Alfredo Boulton, es imposible identificar su autor, luego “...que sufriera la bárbara restauración... que ha hecho perder toda posibilidad de conocer su verdadero aspecto original, excepto en los personajes celestiales que la integran”.5 La larga permanencia de esta obra en la esquina de La Torre, obedecía a la particularidad de haber obtenido el galardón de un concurso pictórico que auspició el Obispo Diez Madroñero, probablemente para contrarrestar el efecto que había producido la Virgen de La Luz que el Ayuntamiento de Caracas colocó en un retablo en el balcón del Palacio Municipal, como ya lo indicamos. La imagen de la virgen galardonada, muy posiblemente se le comenzó a denominar Nuestra Señora de Caracas, atendiendo a dos circunstancias: La primera, al hecho de estar en la calle de nombre homónimo que iba de Torre a Principal; la segunda, a que en el cuadro que representaba la virgen, tenía como fondo una panorámica de la Caracas de entonces. Asociar estos dos elementos referenciales para identificar inequívocamente ese retablo de la virgen, fue un hecho mecánico que respondía de paso, a la ya arraigada costumbre de los caraqueños de denominar los sitios de la ciudad en atención a lo más significativo o distintivo de los lugares. Como prueba de ello, baste aquí recordar los nombres que recibieron las esquinas en la nomenclatura colonial. Nuestra argumentación no pretende desconocer que por la fuerza de la costumbre, se llegara a imponer el título de Nuestra Señora de Caracas al retablo de la virgen en la esquina de La Torre; lo que ponemos en duda es que este haya tenido dicho nombre de forma oficial, pues se nos hace difícil creer que el inflexible Obispo Diez Madroñero, abrigara la idea de rendir culto a una virgen distinta a la advocación de La Luz, del cual como se sabe fue su principal promotor desde 1756. Su fervor por el culto se expresa claramente cuando le impone el nombre de Virgen de La Luz a la calle más importante de la ciudad; esto es, la que iba de Principal a Monjas. En sus tiempos de gobierno obispal, Caracas dejará de llamarse Santiago de León para ser denominada simplemente como Ciudad Mariana. Existe otro retablo de la denominada Virgen de Caracas que fue elaborado a propósito del aludido concurso pictórico del Obispo. Esta si bien no se ganó el premio, en cambio sí un lugar principal del Altar de la Capilla de la Iglesia de San Pablo el Ermitaño. Se dice que fue obra de los Landaeta, pero su composición es de menor calidad, frente a la hecha por mano anónima. Cuando fue demolido el templo de San Pablo en 1876, esta virgen de Caracas pasó a manos privadas y hoy forma parte del patrimonio de la familia Pietri Boulton. La de mano anónima, según los especialistas, es la que se exhibe desde hace algunos años en la Capilla Santa Rosa de Lima junto a la Virgen de La Luz. El doctor Arístides Rojas, en un bello artículo dedicado a esta virgen, describe elocuentemente todo el simbolismo de los elementos que guardan la composición de este retablo en los siguientes términos:


“Después de una discreta y prolongada discusión, hubieron de triunfar al fin las mujeres sobre los hombres, haciendo que el Obispo aceptara, entre los cuatro personajes que debían acompañar a la virgen, a tres santas de las protectoras de Caracas, y el asunto del retablo quedó decretado de la siguiente manera: arriba, en las nubes, descollaría la Virgen coronada por dos ángeles; a la derecha de María, Santa Ana, su madre, Patrona de la Metropolitana de Caracas; y después, el Apóstol Santiago, Patrono de la Ciudad. A la izquierda de la Virgen estaría Santa Rosa de Lima y Santa Rosalía; la primera, como representante de los estudios eclesiásticos, al fundarse, bajo su advocación, el Seminario de Santa Rosa en 1673; y la segunda, como abogada contra la peste, por haber salvado de ella la capital en 1696. En derredor de este grupo se colocarían los ángeles de la corte celestial que celebran a María, debiendo llevar en las manos cintas en que estuvieran los diversos y versículos de las letanías. Y para representar a la antigua Caracas, en medio de los ángeles debía aparecer un querubín que presentase a la Reina de los Cielos el Escudo de Armas concedido por Felipe II a la Caracas en 1591. Consistía éste, como hemos dicho alguna vez, en una venera que sostenía un león rampante coronado, en la cual figuraba la cruz de Santiago. Arriba de todas las figuras colocaría el lema que dice: Ave María Santísima, para recordar la concesión hecha por Carlos III a la ciudad en 1763, mientras que abajo estaría Caracas con la fisonomía que ostentaba en esta época”. 6

Juan Rohl al referirse a este artículo publicado por Arístides Rojas, señala lo siguiente: “Don Arístides Rojas... nos dejó un artículo titulado Nuestra Señora Mariana de Caracas (lo que es una redundancia, pues como dejo dicho, Mariana era la ciudad, y no la virgen), en el cual confunde y entremezcla todo el proceso de la entronización de la Virgen de La Luz en el oratorio de las casas del Ayuntamiento en 1764 con un concurso de pintores que ordenó hacer Monseñor Diez Madroñero años después, en 1766, para representar en un cuadro a la Virgen María con Caracas a sus pies”.7

Hasta los momentos no hemos tenido a la vista ningún documento que nos corrobore fehacientemente el que se haya realizado el supuesto concurso pictórico. No obstante, la existencia de dos obras de la virgen con el tema de Caracas, es un aviso que seguramente el doctor Arístides Rojas interpretó con la prolífica imaginación que lo caracterizaba, como el resultado del talento artístico y los disímiles cultos e intereses de los feligreses caraqueños por el santoral de la ciudad. Existen diferencias notables en estas dos obras sobre la virgen que la tradición atribuye como de Caracas, por las razones ya expuestas. La que se encuentra en la Capilla Santa Rosa de Lima del Palacio Municipal, desde luego es más sobria por sus detalles al punto de ser la única muestra gráfica conocida de la ciudad de mediados del siglo XVIII, en una perspectiva Oeste-Este. La otra pintura que permaneció como ya indicamos en el Templo de San Pablo hasta 1783, la panorámica es de Norte a Sur, pero sin la magnificencia de la anterior, pese a las observaciones ya citadas de Alfredo Boulton.

Capítulo VIII


La leyenda del Nazareno de San Pablo De profundo arraigo es el fervor religioso que sienten los caraqueños por la emblemática y mística figura del Nazareno de San Pablo. Sin embargo, no está plenamente establecido este fervor que encuentra sustento en la tradición, según la cual la venerada imagen concedió a la ciudad el milagro de haberla liberado de los terribles efectos de una epidemia que diezmaba a sus pobladores. Empero, hasta los momentos, ello no ha sido motivo ni razón para que la fama del Nazareno de San Pablo, merme en la fe de la devota feligresía del colectivo caraqueño. Por el contrario, dicha fama se renueva con mayor vigor los miércoles santos de cada año, cuando la imagen del Nazareno de San Pablo es sacada en procesión votiva de la Basílica de Santa Teresa en horas de la noche, seguida de un nutrido número de creyentes, no sólo de Caracas sino también del resto del país, quienes ataviados de túnicas moradas, van en acción de gracias o solicitud de favores. Esta tradición ha sido objeto de interés por algunos estudiosos de la historia de Caracas, como lo son el doctor Juan Ernesto Montenegro, y el académico y especialista en obras de arte, Carlos Duarte. Pese a los esfuerzos de los autores mencionados no se ha podido esclarecer, insistimos, el misterio que envuelve a la mítica y legendaria efigie milagrosa del Nazareno de San Pablo. En el caso del doctor Montenegro, se pudo establecer el momento en que comenzó esta tradicional devoción por El Nazareno. Para el Cronista, fue el 5 de mayo de 1741 cuando se inició la tradición, que consistió originalmente en la procesión votiva del Santo desde el Convento de San Jacinto hasta el cerro de El Calvario. Su principal promotor había sido Fray Eugenio González, religioso de la Orden de Predicadores de dicho convento. Este culto no estuvo exento de inconvenientes, pues luego de la construcción de la ermita, un año después en El Calvario “para que en él se recoja Jesús de Nazareno”, la cual fue levantada a expensas de los “fieles devotos” Diego de Fuenmayor y Joseph de Ulloa, éstos resolvieron no entregarles las llaves de la capilla a Fray Eugenio. Así, el santo que debía salir en procesión todos los viernes de cada mes, debió soportar los rigores del sol y la lluvia por no tener dónde recogerse. El Ayuntamiento tendrá que intervenir para solucionar este insólito episodio en la Caracas de mediados del siglo XVIII. El doctor Montenegro sostiene además, que la imagen del Nazareno de El Calvario, pasó al Templo de San Pablo, ubicado al sur de la ciudad, cuando el viejo barrio del mismo nombre, fue elevado a parroquia en 1750. Lo que no pudo establecer es que si esta talla era la misma que se venera actualmente en la Basílica de Santa Teresa, luego de haber sido demolido el Templo de San Pablo en 1875, para construir en su lugar el actual Teatro Municipal Alfredo Sadel.1 Carlos Duarte es de la opinión que la imagen del Nazareno que se veneraba en San Jacinto, no era la misma que la de San Pablo. En tal sentido dice: “Se da el caso de que la Iglesia de San Jacinto poseyó otra imagen del Nazareno, hoy desaparecida, la cual fue objeto de procesiones importantes que llegaban hasta el cerro de El Calvario. En el siglo XVIII los dominicos del convento quisieron establecer en ese cerro una


ermita con el nombre de Jesús de Nazareno, lo cual ocasionó serias polémicas, no autorizándose su construcción”. 2

Pensamos que Duarte está en lo correcto en cuanto a que se trata de dos imágenes distintas del Nazareno, pero erró en su comentario al confundir la ermita construida en 1742, promovida por Fuenmayor y Ulloa, con la que quiso también establecer, como última voluntad, el presbítero Domingo Palacios, bajo la condición, según su testamento que la ermita llevase el nombre de Jesús de Nazareno y se colocara además la imagen de la Virgen de Barbanera que se veneraba en su casa”. 3 El Rey autorizó su construcción, alegando entre otras razones “...que se celebrase allí misas los días de fiesta para un crecido vecindario que viviendo en arrabales inmediatos (El Calvario) apetece iglesia menos pública”. 4 Esta ermita como se ve, fue levantada luego de muchos inconvenientes, al punto de promover tres Reales Cédulas conminatorias para llevar su construcción a efecto. El doctor Montenegro señala, además, que la panorámica que vemos en el cuadro de Nuestra Señora de Caracas (1766), es precisamente desde donde estaba la ermita del Nazareno, que fue demolida por orden del General Guzmán Blanco, para construir en su lugar el acueducto de la ciudad y el Paseo Independencia, hoy conocido como El Calvario. Volviendo al asunto de la existencia de las imágenes del Nazareno; es decir, la de El Calvario y la de San Pablo, podemos recurrir a la prueba documental que nos ofrecen las Actas del Cabildo de Caracas. Así en la sesión del 17 de diciembre de 1766, encontramos un auto del provisor Lorenzo Fernández de León, el cual ordenaba la realización de procesiones en acción de gracias, para mitigar en algo los efectos causados por el terremoto de Santa Úrsula. Tanto la figura del Nazareno de El Calvario como el de San Pablo fueron sacadas en procesión, en cumplimiento de esta orden. Nos queda ahora pendiente ese insondable asunto sobre el milagro atribuido por la tradición oral al Nazareno de San Pablo. A juicio de Carlos Duarte, esta tradición no tiene asidero documental, y por lo tanto, resulta falsa a la luz del trabajo que realizara en 1974: “Las conclusiones negativas que se derivan de esta investigación son bastante desconcertantes debido a la fama y las leyendas de la talla. Lamentablemente, hay que decirlo, todas esas leyendas debieron ser a fines del siglo XIX y son el resultado de las obras de escritores poco serios que dieron rienda suelta a su imaginación”. 5

En honor a la verdad, nada cuadra con los alegatos que se han venido utilizando con relación al origen del milagro del Nazareno de San Pablo. Estos alegatos se reducen fundamentalmente a dos: el primero, nos impone que la tradición tuvo efecto en la vieja esquina de Miracielos; nombre éste que indica su asociación con algún acto milagroso acontecido en ese lugar. El segundo, se concreta a señalar la causa y la data de la intercesión divina del Nazareno de San Pablo, que extinguió una terrible epidemia de viruela que azotaba a los pobladores de la ciudad de Caracas en 1697. Las primeras referencias sobre la esquina de Miracielos, nos dice Enrique Bernardo Núñez, son de 1787 y para entonces no tenemos noticias de que en la ciudad hubiese algún tipo de epidemia. Por su parte Luis Alberto Sucre sostiene que hacia 1696, el gobernador Don Francisco de Berroterán, buscó poner remedio a un mal virulento en la ciudad de Caracas,


para así ganarse la confianza pública. Esta aseveración la complementa con las siguientes conclusiones: “Data de aquella época la tradición de que en una procesión solemnísima del Nazareno de San Pablo, a la que asistieron los dos cabildos, presididos por el gobernador y el obispo, al tratar los cargadores de la mesa de salvar un mal paso de la calle, hicieron tropezar la imagen con las ramas de un limonero que por sobre las tapias de unas ruinas salían a la calle y al rozarse la cruz del Nazareno con un ramaje, una lluvia de frutas en sazón se vino al suelo, las que recogidas por los fieles y aplicadas como remedio para el vómito, curaron a muchísimos enfermos. Atribúyese el éxito a milagro; y es lo cierto, que a poco, la epidemia había cesado”.6

Al contrastar estas afirmaciones de Luis Alberto Sucre por los documentos emanados, tanto del Ayuntamiento de Caracas como del Obispado, nos encontramos que nada dicen sobre este supuesto mal de vómito negro en 1696 y 1697. Además, hemos dejado sentado que la veneración por esta imagen, es una tradición que ha sido fechada el 5 de mayo de 1741. Las Actas del Cabildo de Caracas, sólo se refieren en la sesión del 28 de enero de 1697, a los preparativos de defensa de la ciudad ante el temor de un ataque de piratas que deambulaban en las costas de la provincia, lo que ponía en peligro a sus “moradores, honras y haciendas”. 7 El temible mal de fiebre amarilla como también es conocido “el vómito negro”, acontecerá sólo años después, en 1714, y el santo invocado por la ciudad para conjurar este mal será Santa Rosalía de Palermo, por ser abogada contra la peste.8 También debe tenerse presente un hecho muy significativo; esto es, el lugar que ocupaba la imagen del Nazareno en el Templo de San Pablo, setenta años después a la fecha que se señala erróneamente como origen de la tradición. En la visita e inventario del Templo de San Pablo hecho por el Obispo Mariano Martí, nos refiere que el Nazareno ocupaba un sitio en “la nave menos principal”, sin ningún otro comentario 9 . Ello quiere decir entonces, que para 1772, año de la visita, no había ocurrido el famoso milagro, pues de lo contrario, el obispo, teniendo noticias de un hecho de tal naturaleza, difícilmente lo hubiese omitido en su informe sobre el templo. Ahora bien, debemos recordar que una de las tragedias más cercanas a la fecha de la visita del obispo Martí, había sido la terrible epidemia de viruela de 1764. Entonces, como es lógico suponer, la ciudad buscó los auxilios divinos de todo el santoral que disponía, para librarse de este mal, incluyendo a la Virgen de la Luz, de la cual el Ayuntamiento y el Obispo Diez Madroñero, sentían una veneración especial, que los llevó a cambiar inclusive, el nombre de Caracas por el de “Ciudad Mariana”. Para el doctor Juan Ernesto Montenegro, esta epidemia fue la que causó mayor pánico por el número de víctimas que produjo, las cuales muchas de ellas fueron atendidas casualmente en el Hospital de San Pablo, aledaño al templo de nombre homónimo, donde sabemos estaba la venerada imagen del Nazareno. La magnitud de esta epidemia nos la describe en los siguiente términos: “...Fue tan espantosa la mortandad y fue tal el número de personas que se ausentaron de Caracas por temor al contagio que, según testimonio del mismo Ayuntamiento, la población quedó reducida a unas trece mil personas, por lo que sólo quedaron habitándola de dos a tres mil almas (...) La situación no sólo era de pánico, sino de recogimiento y constricción, de arrepentimiento y mea culpa; de oraciones y preparativos para la muerte...”10 .


Noventa años después, en 1854, Caracas será nuevamente víctima de una epidemia; esta vez se trata del cólera que diezmó parte significativa de su población. Se podría abrigar la esperanza de que fue en esta fecha cuando aconteció el milagro del Nazareno a la ciudad; sin embargo, esta suposición aparte de carecer de la necesaria prueba documental, no coincide con el hecho de que la esquina de Miracielos asociada indisolublemente con el milagro, comenzará a aparecer en los planos de la ciudad a partir de 184311 ; lo que hace alejarse toda posibilidad de comprobación de los hechos que rodean a la legendaria tradición del Nazareno de San Pablo, de haber realizado un milagro. Pese a los estudios realizados por historiadores y cronistas que coinciden en frustrantes resultados; la tradición del Nazareno de San Pablo ha cobrado mayor vigor en el pueblo, probablemente por aquello de que en los milagros no se discuten su veracidad. Así cada miércoles santo, en la Basílica de Santa Teresa, colmada de fieles devotos de la imagen del Nazareno, renuevan la tradición incorporando a ésta, nuevas versiones a sus milagros. Feligreses sin distinción de sexo o edad, concurren al templo desde la media noche del martes santo hasta el transcurrir del día miércoles, en solicitud de la misericordia del santo, pero también, no son pocos los devotos que acuden en señal de gratitud por el favor recibido, cargando por las calles grandes cruces, recorriendo descalzos enormes distancias para ir al templo o andando de rodillas dentro o fuera del templo, en actitud de imploración, etc. Justamente este rito es el que vitaliza la tradición del Nazareno, pues a no dudarlo, los milagros del santo parecen concretarse en casos muy particulares de sus devotos. Cada uno de ellos lleva consigo un fragmento de la verdad acerca de los milagros, y es el conjunto de todas esas versiones las que le da arraigo y credibilidad a la tradición que le atribuye a la imagen del Nazareno los benéficos poderes milagrosos. Esta tradición de atribuirle poderes milagrosos al Nazareno, se ha hecho tan incuestionable, que es creencia del pueblo la conseja según la cual, la imagen del Nazareno le habló al tallista que la hizo al preguntarle éste, impresionado por la calidad de su obra: ¿Qué te hace falta mi Dios? A lo que moviendo sus labios, la imagen le contestó. ¿Dónde me has visto que me han hecho perfecto?... Acto seguido el tallista falleció. Esta fábula fue recogida y divulgada el por doctor Teófilo Rodríguez en su obra Tradiciones Populares. También es creencia del colectivo, el aseverar que la imagen del Nazareno de San Pablo, se viene encorvando en razón de la pesada carga de su cruz, que simboliza los pecados que cometen los feligreses. Desde hace bastante tiempo, la cruz que sostiene la imagen, fue sustituida por una de cartón, para evitar los daños que ocasionaba el peso de la cruz original, a las manos de la talla cuando era sacada en procesión. Siempre se ha comentado que el único incidente conocido desde que el Nazareno es venerado en la Basílica de Santa Teresa y Santa Ana, fue la tragedia del 9 de abril de 1952, que arrojó el saldo lamentable de 49 víctimas, debido a una falsa alarma de incendio. Sin embargo, 50 años antes, en 1902, ocurrió una tragedia similar, cuando alguien alertó sobre el inicio de un supuesto terremoto, lo que provocó de inmediato un tumulto que dio como saldo heridos, contusos y muertos. Según se dice, lo que provocó el incidente fue la caída


de un cuadro de la pared, que alguien interpretó como un temblor. Recordemos que los caraqueños aún tenían muy presente el pánico que produjo el terremoto de San Simón, el 28 de octubre del año 1900. Seguiremos consultando los viejos papeles del Archivo Histórico de la Ciudad, en los cuales estamos completamente seguros que encontraremos prueba fehaciente del milagro del Nazareno de San Pablo. En todo caso, la mano milagrosa del Nazareno nos pondrá en la prueba documental necesaria para revelar la veracidad de sus bondades milagrosas por su ciudad devota. Para concluir, citaremos algunos fragmentos del ya legendario poema de Andrés Eloy Blanco, conocido como El Limonero del Señor: “En la esquina de Miracielos agoniza la tradición. ¿Qué mano avara cortaría el limonero del señor?. Miracielos: casuchas nuevas, con descrédito de color; antaño, hubiera allí una tapia y una arboleda y un portón... Por la esquina de Miracielos, en su Miércoles de Dolor, el Nazareno de San Pablo pasaba siempre en procesión... Y llegó el año de la peste; moría el pueblo bajo el sol; con su cortejo de enlutados pasaba al trote algún Doctor y en un hartazgo dilataba su puerta “Los Hijos de Dios”. La terapéutica era inútil; andaba el Viático al vapor y por exceso de trabajo se abreviaba la absolución... Un aguacero de plegarias asordó la Puerta Mayor y el Nazareno de San Pablo salió otra vez en procesión... En la Esquina de Miracielos hubo una breve oscilación; los portadores de las andas se detuvieron; Monseñor el Arzobispo, alzó los ojos hacia la Cruz; la cruz de Dios, al pasar bajo el limonero, entre sus gajos se enredó. Sobre la frente del Mesías hubo un rebote verdor y entre sus rizos tembló el oro amarillo de la sazón...


Y veinte manos arrancaban la cosecha de curación que en la esquina de Miracielos de los cielos enviaba Dios. Y se curaron los pestosos, Bebiendo del ácido licor, con agua clara de Catuche, entre oración y oración. Miracielos: casuchas nuevas; la tapia desapareció ¿Qué mano avara cortaría el limonero del Señor? ¿Golpe de sordo mercachifle o competencia de Doctor o despecho de boticario u ornato de la población. El Nazareno de San Pablo tuvo una casa y la perdió y tuvo un patio y una tapia y un limonero y un portón, malhaya el golpe que cortara el limonero del Señor! Malhaya el sino de esa mano que desgajó la tradición! Quizá en su tumba un limonero Floreció un día de Pasión y un nevada de azahares sobre su cruz desmigajó, como lo hiciera aquella tarde sobre la Cruz en procesión, en la esquina de Miracielos, el limonero del Señor.12

Capítulo IX

El Silencio, la Avenida Bolívar y sus Torres Gemelas Una de las mentes más lúcidas y espíritu crítico de la intelectualidad venezolana, como lo fue Andrés Eloy Blanco, en un improvisado discurso en el viejo barrio de El Silencio, arguyó en referencia a éste, que era “una llaga en el corazón de la ciudad”. Esta opinión, unánimemente compartida por el resto de los caraqueños, se había convertido a principio de los años cuarenta del siglo XX, en un punto de honor que propugnaba la total erradicación de ese antiquísimo arrabal que según la tradición, debía su nombre al silencio que dejó tras de sí una atroz epidemia que asoló a los pobladores de esa barriada a principios del siglo XVII:


“Silencio, sólo se advierte un profundo ¡silencio!”..., señalaba el supuesto informe que había sido refrendado por los regidores Gonzalo Marín Granizo y Pedro Jaspe de Montenegro, a solicitud del Ayuntamiento sobre los arrabales de la ciudad.1 Cuando la ciudad de Caracas es convertida en una suerte de “laboratorio” para poner a prueba las innovaciones arquitectónicas y urbanísticas en boga, durante el transcurso de las décadas de los años 40 y 50, queda entendido que tales innovaciones son entre otras cosas, la oportunidad de saldar cuentas con el conflictivo y paralizante siglo XIX, que se había mostrado mezquino con la ciudad de los techos rojos en términos de la concreción de un progreso. Diríase entonces que el propósito era liquidar todo vestigio que representara el atraso e iniquidad material y cultural, el cual encontraba en El Silencio, su más genuina expresión. El 25 de julio de 1942 el General Isaías Medina Angarita, presidente de la República, escogió esta fecha emblemática de la historia de la ciudad, para dar inicio a los trabajos de demolición del viejo barrio dándole el primer golpe de pico, a las 11:15 a.m., a la casa identificada con el No. 25, ubicada al Oeste de la Plaza Miranda. El momento fue, registrado para la posteridad con una fotografía, ampliamente difundida por los medios periodísticos de entonces. Dos años después, en otra fecha patria, el 5 de Julio de 1944, se realiza la ceremonia inaugural del moderno complejo habitacional que erradicaba la entronizada vergüenza que habían llevado como una herida insanable los caraqueños. En esa oportunidad, el doctor Diego Nucete Sardi, entonces Director General del Banco Obrero, pronunció un emotivo discurso en el cual sintetizó elocuentemente el drama que por muchos años habían soportado los habitantes del desaparecido barrio caraqueño. Entre otras cosas decía: “La antigua barriada de El Silencio es, apenas, un borroso recuerdo en los venezolanos, no obstante al trágico balance que presenta el censo sanitario-social de la zona: para el momento de iniciar los trabajos de demolición, 1.132 habitaciones estaban destinadas a prostíbulos, detales de licores y viviendas en promiscuidad; se comprobaron 463 casos de tuberculosis y 2.327 de sífilis y otras enfermedades venéreas, siendo pocas las palabras para describir los tétricos cuadros de miseria física y moral que ofrecía el sector, verdadera lacra urbana”.2

La obra modelo en arquitectura dejaba en el pasado la sórdida existencia del viejo arrabal, al no quedar vestigio alguno que pudiera recordar el oprobio y la vergüenza que aquel significaba. Ahora se había levantado en su lugar, una moderna urbanización multifuncional, gracias al decidido apoyo de organismos públicos, y desde luego, al talento creativo del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, quien concibió el proyecto arquitectónico del complejo que mereció el premio del concurso del diseño, (llevado a efecto en 1942), en atención a su originalidad que expresaba una insospechada conciliación de ciertos rasgos característicos de la arquitectura colonial con los modernos o avanzados conceptos urbanísticos, inspirados de las propuestas francesas de Le Corbusier; es decir, la armonización de pilotes, arcadas, grandes ventanales, jardines, paisajismo, servicios integrales, etc.


La reurbanización de El Silencio, no puede ser considerada como un proyecto aislado de los planes de innovaciones arquitectónicas y urbanísticas de la ciudad de Caracas. En realidad, formaba parte de propósitos más ambiciosos que ya se habían trazado o concebido años antes, es decir en 1938 y que fue conocido con el nombre de Plan Rotival, al apellidarlo el arquitecto francés Maurice Rotival, junto a otros arquitectos contratados especialmente para este fin. En una palabra, se trataba del primer plan que buscaba incorporar a la vieja ciudad colonial al siglo XX, bajo una propuesta urbanística llevada por la sistematización de la ciencia arquitectónica, a objeto de resolver los problemas que acarreaba el tránsito vehicular de la ciudad, y en segundo término, a la presión demográfica que ya acusaba Caracas en los años 30. Este proyecto será modificado y redimensionado hacia 1950 con los estudios que dieron origen al Plan Regulador de la Ciudad de Caracas. Ambos planes, servirán para otorgarle concreción a dos modalidades distintas para modificar el espacio urbano de nuestra Caracas: se reurbanizan algunos de los espacios ya ocupados del centro de la ciudad, y se urbanizan, intensamente, aquellos que estaban disponibles para el cemento y la especulación, básicamente hacia el Este del valle de Caracas, lo cual da nacimiento a urbanizaciones para la clase acomodada como son por ejemplo Altamira, Los Palos Grandes y La Florida. Es justamente en este contexto, cuya nota más relevante será el menosprecio por los testimonios patrimoniales-arquitectónicos de la Caracas colonial, que el Gobernador del Distrito Federal, el doctor Gonzalo Barrios, refrenda el 17 de agosto de 1946, el decreto mediante el cual se ordena la construcción de la Avenida Bolívar, en atención a la resolución No. 19 de la Junta Revolucionaria de Gobierno, que se encontraba ansiosa, podría decirse, de figurar en los planes de modernización de la ciudad. La gobernación, por razones de autonomía y escasez de recursos financieros para emprender la monumental obra vial, debió constituir una empresa bajo el nombre de Compañía Anónima Obras Avenida Bolívar, el 11 de febrero de 1947, con recursos de la Gobernación, el Banco Obrero y la Corporación Venezolana de Fomento, con un capital de doce millones de bolívares. Un buen porcentaje de los aludidos recursos financieros, fueron empleados en los estudios técnicos de vialidad, ingeniería y la expropiación de una respetable cantidad de viejos y valiosos inmuebles que irremisiblemente habrían de desaparecer como símbolos de la arquitectura colonial y decimonónica de Caracas. Dos organismos se encargarán de llevar a efecto la anunciada Av. Bolívar: la Comisión Gestora y la Junta Directiva. La primera estaría presidida por el Gobernador del Distrito Federal e integrada además por los doctores Esteban Palacios Blanco, Manuel Guillermo Díaz y el Sr. M. A. Mezerhane; el ingeniero consultor sería Guillermo Pardos Soublette y como secretario actuó el Dr. Héctor Cruz Bajares. El mismo Dr. Palacios Blanco será presidente de la Junta Directiva y como vocales los doctores Manuel Guillermo Díaz, Pedro Acosta Oropeza, Leopoldo Martínez Olavarría y el señor M. A. Mezerhane. En el referido decreto del 17 de agosto de 1946, se pueden encontrar los siguientes datos: CONSIDERANDO: Que la construcción de la avenida Bolívar, tal como ha sido proyectada, constituye en la actualidad una necesidad imperiosa de la ciudad de Caracas, cuyo desarrollo demográfico e


intensa circulación de vehículos desbordan las reducidas condiciones de viabilidad urbana y constituye un grave problema de urgente solución (...) DECRETA: (...) Artículo 2 – Se ratifica el acuerdo del Concejo Municipal del Distrito Federal, de fecha 16 de marzo de 1945, y se confirma como zona especialmente afectada para la ejecución de la avenida Bolívar, la comprendida dentro de los términos siguientes: Calles “Este-Oeste desde la esquina de La Gorda a la de Ño Pastor; calles “Este-Oeste” desde la esquina de San Pablo a la de Queseras; calle “Sur 6” desde la esquina de La Gorda a la de San Pablo y calle “Sur 13” desde la esquina de Ño Pastor a la Queseras. Se declara como zona afectada por la construcción de mejoras en conformidad con el último aparte del Artículo 15 del decreto 219 de la Junta Revolucionaria de Gobierno de Estados Unidos de Venezuela anteriormente determinada y además el área que ocupan los inmuebles ubicados en las manzanas adyacentes y cuyos frentes dan a las calles “Este-Oeste 6” y “Este-Oeste 8”. 3

La avenida Bolívar se constituyó en la primera experiencia de construcción vial a gran escala en Caracas, la que después se aplicará en las avenidas Urdaneta, Fuerzas Armadas, Nueva Granada y Universidad en el transcurrir de la década de los cincuenta; todas estas avenidas convergerán hacia el centro de la ciudad. Es oportuno acotar que las dos primeras avenidas mencionadas, afectaron muchos inmuebles y sitios de alto valor histórico de Caracas. En este sentido, en la memoria del Gobernador del Distrito Federal, Coronel Guillermo Pacanins, encontramos algún detalle de área urbana que había sido afectada con la construcción de la avenida Bolívar: “Como obra complementaria se dispuso que el Centro Simón Bolívar adquiriese los inmuebles necesarios para el dispositivo de tránsito de La Hoyada de 1957. En la ejecución del trabajo se utilizaron las manzanas comprendidas entre las esquinas siguientes: por el Norte de la avenida Bolívar, Coliseo, Peinero, Hoyada – Corazón de Jesús – Corazón de Jesús – Hoyada, Perico San Lázaro; y por el Sur, Pájaro, Curamichate, Tejar y Rosario, San Martín y San Roque. Igualmente se construyeron los ensanches de las avenidas Este-Oeste 6 y Este-Oeste 8. Obras que fueron ejecutadas entre la municipalidad y el Centro Simón Bolívar”. 4

Pero el símbolo emblemático de todo el conjunto de construcciones que se venían adelantando en Caracas por el Centro Simón Bolívar, lo constituyen las torres gemelas de El Silencio, cuyas obras se iniciarían en 1947 para concluirla siete años más tarde, en diciembre de 1954. Las torres gemelas de El Silencio, fueron objeto de elogiosos comentarios que aludían a su arquitectura ultra moderna, de clara inspiración “Corburseriana”; incluso durante sus primeros años de funcionamiento, se convirtió en el principal signo de modernidad de la ciudad de Caracas, al punto de ser consideradas una insignia arquitectónica que servía con su imagen, para ornamentar el nombre de Venezuela en postales y todo tipo de publicidad tanto pública como privada, lo que a su vez era sinónimo de orgullo de todos los caraqueños, y muy especialmente de su diseñador el arquitecto Cipriano Domínguez, quien contó además con la colaboración de los también arquitectos Tony Manrique de Lara y José Joaquín Alvarez.


Ya hemos señalado sobre la pérdida de muchos vestigios históricos de alto valor patrimonial, cuando se construyó la Avenida Bolívar, pero también la erección de las torres gemelas de El Silencio, implicó una lamentable baja en muchos testimonios históricos que existían en los alrededores de las esquinas de La Gorda, San Pablo, Miracielos, Municipal, La Palma, Pajaritos, Camejo y Santa Teresa. Cuando hacemos mención a todas estas esquinas, estamos comprendiendo toda la extensa área que sirvió para el complejo de las torres. Entre las más importantes edificaciones desaparecidas se cuenta el hotel Majestic y la antigua Plaza de San Pablo, así como también, el frontispicio del Teatro Municipal y la emblemática palmera de la esquina de La Palma, pese a la voz de protesta del Cronista de la Ciudad, Don Enrique Bernardo Núñez. En ese entonces el hotel Majestic tenía muchos años con la fama de ser el edificio más alto de la ciudad; o sea cuatro vertiginosos pisos, y en concordancia con esa altura, era el sitio de reunión de la alta sociedad caraqueña. Cabe destacar que los bomberos de Caracas, sin ser desde luego arte y parte de la godarria de la ciudad, acudían con mucha regularidad al hotel Majestic, no para alojarse en sus cómodas habitaciones y disfrutar de su incuestionable confort, sino por un interés más loable y comprensible, esto es, el de hacer prácticas de rescate y extinción de incendios. Volviendo a nuestras torres gemelas, podemos decir que fueron complementadas con un centro comercial de trescientos metros cuadrados, con plazas cubiertas, vías exteriores y subterráneas para vehículos y peatones, rampas, terrazas, jardines, escaleras y balcones ornamentados con bronce. Es decir, fue el primer centro multifuncional de la ciudad. Los materiales utilizados fueron de primera calidad por lo cual siempre se exigió su certificado de origen; la mano de obra estaba compuesta en su mayoría por inmigrantes italianos, lo que garantizó, según la opinión generalizada de entonces, la impecabilidad de su construcción. El complejo contó con dos estacionamientos subterráneos, uno de ellos destinado a estación central de los autobuses de Caracas. En los pasillos y pasajes subterráneos fueron hechos murales en mosaicos, por talentosos artistas como Mateo Manaure, César Rengifo y el ecuatoriano Oscar Guayasamín. El costo de la construcción de estas torres fue de 107.531.134 bolívares, ocupando un área de 110.227 metros cuadrados. Fueron levantadas estas torres sobre pilotes que la elevaron 103 metros del suelo, contando desde luego sus treinta y dos pisos, en su fachada se emplearon para embellecerla 37.900 metros cuadrados de mosaico y 26.000 metros de mármol para revestir paredes y columnas. El conjunto podía albergar 18.000 personas, con todos los servicios públicos y comerciales. 5 Hoy estas torres que se aproximan a su cincuentenario, se encuentran en un estado muy deplorable, producto de la desidia y la falta de mantenimiento. Sus otroras espacios recreativos como la Plaza Diego Ibarra (1953), ha sido tomada por un enjambre de buhoneros que se sienten sus “genuinos propietarios”, edificando tiendas y casuchas que hacen irreconocible la hermosa plaza. A esto debe agregarse el idéntico espectáculo que se presenta en la Plaza Caracas (1983), lo que viene acompañado de su correspondiente actividad delictiva que convierte en lugar inseguro este complejo arquitectónico.


Valdría la pena que el Concejo Municipal de Caracas, la declare PATRIMONIO HISTÓRICO DE LA CIUDAD.

Capítulo X

¿Nuevo o viejo circo? G.D.G. / A.G.A. Así de lamentable, es la interrogante que encabeza esta líneas. 83 años de vida han hecho daño notable a la edificación que en otros tiempos albergó en sus pasillos, palcos y gradas la gritería de un público entusiasta. El colorido de la ropa de damas y caballeros, unido al realce dado por toreros, toros y demás integrantes de la fiesta brava, conformó una acuarela multicolorida; que poco a poco, al correr de los años, fue perdiendo fuerza, prestancia, hasta su total desaparición; quedando únicamente el vetusto edificio para el recuerdo, como testimonio de aquellas tardes soleadas, de los ¡olé! Y demás vítores que premiaban el arrojo del torero. De arraigo español, la tradición de las corridas de toros es de vieja data en la historia caraqueña; aunque conviene advertir que no siempre fue igual a como las conocemos hoy, pues como casi todo acontecer humano, las cosas cambian y se adecúan a los tiempos. Así, el devenir de esta tradición ha observado los cambios que la costumbre de cada época ha impuesto; pero en lo escencial se trata –ayer y hoy- del bravío empuje del animal contra la sapiencia del humano, todo ello en un cuadro de espectacularidad y gracia. Desde los lejanos tiempos coloniales, siempre el caraqueño ha tratado de mitigar sus penas y los afanes del trabajo diario, con la búsqueda de la diversión, del entretenimiento. En ocasiones de celebrarse alguna fiesta del santoral católico, o con motivo de festejarse el cumpleaños del monarca de turno o el nacimiento del heredero al trono, se organizaban sendas fiestas. Fueron éstas las ocasiones, las justificaciones diríamos, para emprender los preparativos y arrancar con la celebración de turno. Se presume todo un movimiento y la participación de muchos en aquellos preparativos. Al efecto, el sitio escogido casi siempre fue la Plaza Mayor (hoy Plaza Bolívar) y en ella se dieron –en más de una ocasión- corridas y coleos de toros; que pusieron en juego la habilidad de quienes se convertían en diestros jinetes o en arriesgados toreros. Esta práctica fue permanente, y se sumó a otras diversiones y costumbres que alimentaban el alma cultural del caraqueño. Por supuesto ello traía aparejado el consumo de bebidas y comidas; por lo que los establecimientos de alimentos, dulcerías y demás expendios alrededor de la Plaza Mayor, se convertirán en punto de bulliciosa asistencia. Trasladados en el tiempo; hasta hace poco se vieron en los alrededores del Nuevo Circo en ocasión de los espectáculos que allí se presentaban, todo un conjunto de vendedores de fritangas, perros calientes, arepas rellenas, dulces y refrescos diversos para saciar el gusto de los concurrentes.


En la medida que la ciudad crecía y ensanchaba, poco a poco, sus límites, la necesidad de contar con sitios de esparcimiento parecía obvia. Sin embargo, se supone que en momentos de guerra permanente, como los que vivió Venezuela en la primera mitad del siglo XIX, la situación no era para pensar precisamente en diversiones. Empero, ya para la segunda mitad de este siglo se inauguran algunas obras que tienden a facilitar el entretenimiento del caraqueño. Ya para 1854, exactamente el 22 de octubre, se inaugura entre las esquinas de Veroes a Ibarras, el Teatro Caracas1 , donde se presentaron variedades de espectáculos para la distracción del público caraqueño. Hacia finales de siglo, la política guzmancista dota a Caracas de algunas obras públicas, que buscan hacer de la ciudad un sitio más acogedor. Quizás, la más emblemática de estas obras lo sea el Teatro Guzmán Blanco, inaugurado con ese nombre el 1º. de enero de 18812 , y que hoy día se denomina Teatro Alfredo Sadel (antes Teatro Municipal). Para ese mismo tiempo (1896) se construye el Circo Metropolitano entre las esquinas de Miranda y Puerto Escondido -donde hoy se localiza el Cine Metropolitano- en el cual se llevaron a efecto diversos espectáculos, entre ellos las corridas de toros; lo cual hizo de este establecimiento el antecesor inmediato del Nuevo Circo de Caracas, y coexistieron en el tiempo, aunque esta última edificación con más larga vida. De modo que puede deducirse que el Nuevo Circo de Caracas se inaugura para atender las demandas del público, cada vez en mayor número y tal vez, más exigente, y el cual no podía recibir únicamente el Circo Metropolitano que -por lo demás- ya tenía dos décadas de existencia y, probablemente debido a este hecho, construido para menos capacidad de gente: “El Nuevo Circo, a quien la ciudadanía nunca llamó ‘de Caracas’, como es su nombre completo, fue inaugurado con una gran corrida con la participación de los diestros Serafín Vigiola (Torquito) y Alejandro Sáez (Alé), figuras para entonces de actualidad. Por la noche se daría comienzo a la temporada cinematográfica con la proyección de la película en serie: El Conde de Montecristo. Cuatro corridas constituían la temporada taurina. Las entradas estaban a la venta en el teatro frente a la Plaza Bolívar, llamado en ese tiempo Princesa (hoy Cine Rialto). Un asiento de palco para las cuatro tardes costaba ochenta bolívares. Sombra, Bs. 24. Media entrada, Bs. 12. Tendido de sol doce bolívares y media entrada ocho bolívares...”.3

Este sería el inicio de una larga trayectoria de uno de los más importantes cosos taurinos con que ha contado Venezuela; y no sólo por el hecho mismo de la celebración de la fiesta brava -que ya es bastante decir- sino además por lo que representa como edificación histórica y artística, cuyas líneas arquitectónicas han sufrido los embates del tiempo y la desidia del hombre respecto a su conservación y mantenimiento; al extremo que hoy se ve como un viejo circo, destartalado y derruido. En las soleadas tardes caraqueñas, una importante estirpe de toreros, se presentaron en el Nuevo Circo, y dejaron grata impresión en el público. La lista de ellos es larga, pero la que insertamos a continuación es bastante representativa: Eleazar Sananes (Rubito), Francisco Posada, Julián Sainz (Saleri II), Domingo González (Dominguín), Francisco Díaz (Pacorro), Luis Laviana (Manene), Manuel Rodríguez (Manolete), Diamante Negro, la dinastía de los Girón, Francisco Faraco y otros.


El Nuevo Circo de Caracas fue construido en los terrenos municipales donde estuvo la antigua matanza o Matadero General de la Ciudad, en la esquina de San Martín de la parroquia San Agustín. La extensión del terreno es de 14.900 mts.2 que equivalen aproximadamente a 1 1/2 hectárea. Los diseñadores del coso fueron los arquitectos Alejandro Chataing y Luis Muñoz Tébar y su costo alcanzó a 900.000 bolívares: “La construcción se llevó a efecto en virtud del contrato celebrado del 16 de enero de 1916, entre el gobernador del Distrito Federal, General Juan C. Gómez y el General Eduardo C. Mancera. Dicho contrato fue aprobado por el Concejo Municipal del mismo distrito, el 27 del referido enero, conforme a la primera cláusula, el General Mancera quedaba autorizado para construir un circo (...) para corridas de toros, espectáculos ecuestres y otras variedades (...) y se dio al contratista un plazo de dieciocho meses para llevar a cabo la obra. Bien pronto se constituyó la Compañía Anónima Nuevo Circo de Caracas, de la cual era el General Mancera, naturalmente, el principal accionista”. 4

Inaugurado el Nuevo Circo de Caracas el 26 de enero de 1919, entra a competir como ya se dijo, con el famoso Circo Metropolitano de Caracas. La rivalidad fue intensa no sólo para la celebración de la fiesta brava, sino también otros espectáculos entre los que se incluía el cine. Esta confrontación tuvo su fin con la demolición del célebre Circo Metropolitano en 1942 para dar paso a la construcción de la reurbanización de El Silencio. Es así como el Nuevo Circo de Caracas se queda sólo con la tradición taurina que es tan antigua como la misma ciudad, a la vez que se convierte en el primer foro de espectáculos para Caracas hasta los principios de los años setenta del siglo que acaba de extinguirse. Ya para 1940 el coso había cambiado de manos, pues el 11 de noviembre de 1927, el gobernador del Distrito Federal, General Rafael María Velasco B., autorizó a la compañía Nuevo Circo de Caracas, para vender sus derechos y acciones al señor Gonzalo Gómez, vástago del benemérito, concretándose la negociación por un irrisorio 12% del valor real del inmueble. Luego de la muerte del General Juan Vicente Gómez en 1935, Gonzalo Gómez se ve forzado a vender la propiedad al señor Luis Branger a través de un apoderado llamado César Ruiz. Esta negociación se hace justamente durante los inicios de los años cuarenta. Por razones obvias El Nuevo Circo de Caracas cuenta en su haber muchos eventos que hoy tienen significación histórica para la ciudad, como lo fueron por ejemplo los primeros mítines organizados por los partidos políticos modernos venezolanos y la realización de las primeras elecciones populares para elegir los concejales de Caracas, el 27 de junio de 1937. Son estas las primeras elecciones universales, directas y secretas que se realizan en la historia contemporánea del sufragio en Venezuela. Hasta 1996 el Nuevo Circo de Caracas registraba el saldo de nueve procesos legales ante la Corte Suprema de Justicia, que hasta la fecha no ha resuelto el problema de fondo de las disputas públicas que ha generado su posesión. En dicho proceso se han visto involucrados distintos organismos como el Concejo Municipal de Caracas, la Gobernación del Distrito Federal, el Ministerio de Obras Públicas, la Oficina Municipal de Planeamiento Urbano, el Instituto de Patrimonio Cultural, FOGADE y otros más. Todos y cada uno de los intentos de expropiación, cambio de zonificación, declaración como bien patrimonial, etc., fueron impugnados por los propietarios del Nuevo Circo. En


cuanto a los intentos de una negociación arreglada, todas ellas se han frustrado a consecuencia del valor especulativo que, como es de suponer, poséen los terrenos del Nuevo Circo de Caracas, por la situación privilegiada que tienen éstos para los intereses comerciales, en contra del valor afectivo que mantiene el inmueble para la ciudad de Caracas. Según opinión del periodista Carlos Valmore Rodríguez, el Nuevo Circo: “...sigue su autodestrucción, en poco tiempo aparentará ser más antiguo que el milenario Coliseo Romano... El parte de destrozos rellena varias líneas. Las paredes están desconchadas, herrumbrosas. En algunas zonas, el friso capituló y dejó los ladrillos a la intemperie. ¿Escombros?. Todos los que necesite, desde tubos, palos y cables sueltos hasta basura orgánica. La señorial balaustrada de los escalones que bajan hasta el ruedo, muestra sus grietas por encima de la mugre que la recubre. El palco de las autoridades taurinas fue echado a su suerte”.5

El Metro de Caracas, en el marco de la construcción de la línea 4, encomendó al Premio Nacional de Arquitectura Jorge Castillo, la elaboración de un anteproyecto que convertía al coso en un gran foro comercial incluyendo un hotel de cinco estrellas con el atractivo de una estación del Metro que llevaría el nombre de Nuevo Circo. Todo ello quedó en el papel. Los actuales propietarios también han hecho lo propio, porque como buenos hombres de negocios que son, saben perfectamente sobre la potencialidad que tiene para las actividades comerciales el Nuevo Circo de Caracas. Por sólo decir algo, el proyecto de C.A. Metro, fue calculado con el prohibitivo costo de ocho millardos de bolívares; mientras que la remodelación de todo el coso histórico propuesto por algunos organismos públicos asciende a cinco mil millones. Nada de ello es viable.

Capítulo XI

El hipismo pionero en Caracas A.G.A. En el término más exacto, el caballo ha corrido parejo a lo que ha sido la vida histórica del hombre en sociedad. Sin ningún género de dudas, el servicio que el noble bruto ha prestado a la humanidad no tiene parangón; y aún hoy el caballo sigue en este cumplimiento -aunque en otros niveles- ofreciendo su sudor y su fuerza en beneficio del hombre. No es nuestra intención escribir acerca de la historia del caballo, pero sí es bueno resumir que si la historia ha tenido “riendas para moverse”, a buen seguro que al caballo ha correspondido tirar de ese carro en muchos eventos y circunstancias; tanto en las de carácter bélico como en otras que apuntaban -por ejemplo- al sostenimiento y progreso de


la economía, que por consecuencia tuvieron gran significación para los pueblos, en sus ansias para alcanzar mejores medios de vida. En otro ámbito, también fue insustituible elemento como medio de transporte en variados paisajes, sin temor a los espacios áridos y sofocantes o a las exigentes y empinadas montañas. Así, es de fácil conclusión admitir la trascendental importancia que este animal ha tenido a lo largo del transcurrir humano. Protagonista entonces y fiel acompañante, el caballo es -además- un medio para la diversión y el esparcimiento. Por millones han de contarse las cantidades de personas que sobre los lomos del equino han realizado cabalgatas, y también en cifras millonarias deben apreciarse aquellas que han disfrutado, en los hipódromos de ayer y de hoy, de un buen espectáculo hípico. Y precisamente es en referencia a este último punto que escribiremos lo siguiente. Las carreras de caballos en Caracas -como espectáculo- tuvieron sus inicios en las últimas décadas del siglo XIX, lo cual significa que su existencia -al día de hoy- cuenta con más de cien años; en cuyo tiempo la transformación de la actividad hípica ha sido producto tanto de la participación de los gobiernos de turno, como del decisivo concurso del sector privado, representado principalmente en criadores y propietarios que se han empeñado en mantener la industria equina en sus variados aspectos. Las características propias de cada época en este transcurrir, han incidido en el desarrollo del hipismo, y aún cuando puedan admitirse algunos momentos que han significado trabas para el desenvolvimiento normal de esta actividad, no cabe duda que el ánimo del aficionado es el principal acicate para la permanencia y éxito de las carreras de caballos. Pese a la existencia de un cuadro político y económico inestable, que anunciaba con insistencia las posibilidades de brotes de violencia social y enfrentamientos armados, hubo el interés real de establecer un hipódromo en Caracas. Ya desde 1878 se nota este interés cuando los Generales Julio F. Sarría y Mario Gallegos Montbrun, celebran un contrato1 de arrendamiento con el Municipio caraqueño sobre un terreno denominado La Consolación -cercano hoy a la parroquia San Bernardino- a objeto de levantar allí un hipódromo. Este espacio de tierra se llamó inicialmente “Estado Sarría” y después -con el correr del tiempose le ha conocido solamente con el nombre de Sarría. Desconocemos otra información sobre este particular como por ejemplo, el tiempo de permanencia de este hipódromo, asistencia del público al mismo, programación o cualquier otro dato que nos amplíe lo ya sabido. Hay en el mismo texto que citamos, un plano de Caracas de 1887 en el que se localiza un rectángulo con el nombre de hipódromo y que -como ha de suponerse por este dibujo- las carreras solamente se debieron correr en línea recta. Otros dos planos -uno de 1890 y otro de 1894- testimonian la permanencia de dicho hipódromo por lo menos hasta esos años. En cualquier caso, todo esto indica que existía para entonces inclinación por las carreras de caballos y este entusiasmo propiciaba que se adelantaran acciones como las llevadas a cabo por Sarría y por Montbrun; pues no hay dudas que el solo hecho de querer montar un


hipódromo, hablaba a las claras de la existencia de un público aficionado que se emocionaba ante el vibrante tropel de caballos. Otro de los primeros promotores entusiastas de las carreras de caballos fue Mathieu Valery, quien acordó por vía de contrato con el Concejo Municipal ...2 “instalar un campo de carreras o hipódromo en Caracas...” Al leer con detenimiento los pormenores de dicho contrato, podemos puntualizar en algunos aspectos interesantes sobre los inicios del hipismo en Caracas, y por extensión en Venezuela; pues la instalación de dicho hipódromo implicaba en primer término, la existencia de hombres emprendedores para llevar a buen término dicha empresa; también el contar con los recursos materiales para su efectiva concreción y, últimamente, por lo menos saber que se contaba con un público que iba a dar pleno respaldo a esta iniciativa. El contrato quedó suscrito por Mathieu Valery y por el General Ramón Gordils, este último como primer vicepresidente del Concejo Municipal del Distrito Federal, que ambos firmaron el 24 de mayo de 1895, y según se estipulaba en su segunda cláusula el hipódromo debía quedar instalado en el plazo de un año. Quedaba Valery obligado a organizar un comité, compuesto de personas competentes, cuyo principal objetivo sería el de procurar... “el mejoramiento de la raza de caballos...” lo que habla que aparte de ver el espectáculo como tal, debía atenderse igualmente a la cría del equino. También estipulaba el contrato que tanto este comité como el hipódromo propiamente, debían ser regidos por reglamentos sometidos a la aprobación del Concejo Municipal. También se determinaba que sólo podían correr en el hipódromo los caballos nacionales, y por vía de excepción los extranjeros... “para juzgar de la superioridad o inferioridad de la raza venezolana con las extranjeras...” Asimismo, debía abrirse un registro en que constara los nombres del padre y de la madre de cada caballo, amén de datos sobre su raza, a objeto de contar... “con un verdadero estado civil de cada caballo...” En punto a lo que tenía que ver completamente con el factor dinero, el artículo noveno estipulaba que de común acuerdo entre el contratista o los contratistas del hipódromo, y el Concejo Municipal... “se fijarán los precios correspondientes a las localidades y entradas en los días de las funciones del hipódromo...” a esto se agregaba (artículo décimo) que el contratista, aparte de satisfacer los derechos municipales, ofrecía gratuitamente “...dos por ciento sobre el producto de los beneficios de las apuestas mutuas del hipódromo...” cantidad que sería destinada a sostener los hospitales de caridad; función social ésta que el hipódromo siempre ha mantenido. Así las cosas, todo apuntaba a favor de la puesta en marcha definitiva de este hipismo que podemos catalogar como pionero -conjuntamente con el que le antecede en el hipódromo de Sarría, y con el que le precederá en el hipódromo de El Paraíso- y que es, sin duda, el punto de arranque de una historia hípica que pese a sus momentos de estancamiento ha llegado hasta hoy, con toda su carga de circunstancias, tradiciones y anécdotas que alimentan la nostalgia de muchos; y los deseos de otros tantos que luchan día a día por hacer un mejor hipismo.


El contrato firmado por Mathieu Valery dio pie para juntar voluntades en torno a la realización de las carreras de caballos. En ese sentido, cabe destacar que debido a este impulso se logró fundar en el año de 1895 el Jockey Club de Caracas. Veamos cómo lo reseñó el Cojo Ilustrado3 : “El día 3 de este mes, a invitación del señor M. Valery y de otros caballeros cooperadores en el propósito de fundar el Jockey Club de Caracas, se constituyó en los salones del Club Agrícola la Junta Provisoria, de la manera siguiente: Presidente, Dr. Alberto Smith; 1er. Vicepresidente, Carlos Zuloaga; Tesorero, Federico Alcalá; Secretario, F. L. Becerra; Secretario de Actas, Francisco Sucre; Vocales, S. Alfonzo y Guel, Juan José Michelena, Octavio Escobar V., Edgar Granteaume y Juan G. Delfino. Aplaudimos la instalación de este centro de recreo (...) reportaremos entre otras ventajas la del mejoramiento de nuestras razas de caballos, las selecciones de la cría y los espectáculos de nuevas recreaciones” Esta iniciativa llegó a generar expectativas en el medio social caraqueño, en términos de lo que representaba como posibilidad muy real para establecer un hipódromo en Caracas. Tan cierto es ello, que no dudamos que pronto se unieran a estas acciones otras personalidades, tanto del sector público como del privado, tal cual se aprecia en las circunstancias de que los inicios de esta actividad fue, como hemos visto, por vía de propuestas privadas; así es interesante observar cómo, hasta los propios presidentes de la República (Joaquín Crespo y J.V. Gómez, por ejemplo), tenían participación directa como propietarios de caballos. Diez meses después de haber firmado Mathieu Valery su contrato con el Concejo Municipal, y once de haberse fundado el Jockey Club de Caracas, se inauguraron las primeras carreras de caballos en el hipódromo de Sabana Grande. Según opiniones divergentes, hay quienes afirman que este acontecimiento significa el verdadero arranque del espectáculo hípico, mientras que otros señalan antecedentes más lejanos -como el de Sarría- y aún quienes hablan de competencias realizadas en tiempos más remotos como la reseñada por José Veloso Saad. 4 En nuestra opinión, deben distinguirse dos momentos cuando se pretende señalar el punto de arranque del hipismo en Caracas. En ese sentido, conviene caracterizar al primero de ellos como un conjunto de eventos individuales, no precisamente organizados ni pensados como actividad permanente, en los cuales podemos incluir todos los esfuerzos realizados antes de esa inauguración que expresan, según hemos visto, una intencionalidad que sirve de empuje al establecimiento definitivo, por así decir, de un hipismo organizado. En cuenta de esos antecedentes, el esfuerzo de un grupo de hombres por construir un hipódromo en Caracas, se materializa para el año de 1896; cuyos nombres se unirán a los de los fundadores del Jockey Club en su empeño por afianzar de una vez por todas, el espectáculo hípico. Sobre este trascendental hecho, nos escribe Carlos Márquez Mármol 5 : “El primer hipódromo de Venezuela se estableció en el año de 1896 en los terrenos que hoy ocupan Las Delicias de Sabana Grande. La idea de construirlo fue de iniciativa privada de varios entusiastas del turf que presidió don Gustavo J. Sanabria (...) en su empresa se vio acompañado de los señores Francisco Sucre, John Boulton, Charles Rohl, Harry Gauntaume, F. L. Pantín, Eduardo Montauban, Octavio y Alejandro Escobar Vargas, Felipe


Toledo, doctor Elías Rodríguez, Manuel Lander Gallegos, doctor Luis Landaeta y el pintor Arturo Michelena...” Esta participación privada contó con el apoyo del Presidente de la República General Joaquín Crespo, quien -según apunta Márquez Mármol- dispuso de algunos caballos de su propiedad para llevarlos a correr en el recién inaugurado hipódromo. Una nota breve de El Cojo Ilustrado habla de la apertura de las carreras de caballos, realizada el 1º. de marzo de 1896 6 : “La inauguración de las carreras de caballos en Caracas se efectuó el domingo primero del corriente mes; y el éxito correspondió a las aspiraciones del público y al interés y entusiasmo de los fundadores del Jockey Club, que tiene ya asegurada la presencia de todo lo más selecto de nuestra sociedad, como lo prueban las dos primeras corridas. El nuevo espectáculo ha sido favorecido por la concurrencia de hermosas señoras y señoritas que sienten preferencia por este género de sport. Estas simpatías por la fiesta hípica; el cumplimiento exacto de los programas y el sitio escogido para el espectáculo, son los principales elementos que han contribuido al buen éxito.” Según se desprende de la nota periodística, el entusiasmo despertado en el público auguraba un buen futuro a las carreras de caballos. Estas reuniones fueron ocasión para que damas y caballeros luciesen sus mejores galas; así como para poner en la balanza de las apuestas la capacidad corredora de los equinos, y con ello entablar una sana rivalidad. También fueron ocasión para una agradable excursión al campo, pues el paisaje de la Caracas de entonces -en vías hacia el Este- ofrecía un espectáculo donde los verdores de los sembradíos de caña y demás productos de la tierra, unido a la frescura de quebradas y riachuelos, provocaba momentos de solaz esparcimiento. Por algo sería que el lugar donde se levantó el hipódromo se llamó Las Delicias, nombre que conserva actualmente aunque, como se sabe, con fisonomía de concreto. Vale la pena que transcribamos en su totalidad el programa de aquel primer día de carreras7 ; en vista de algunos aspectos que pueden resultar curiosos a nuestro interés; como el caso de la yegua Calixta que corrió dos veces en ese mismo programa; así como el que indistintamente corrían machos y hembras juntos. Primera carrera Distancia: 1000 metros. Premio “Cleveland”, para todo caballo. Bs. 1.200 al 1º. y Bs. 120 al 2º. Contest, caballo castaño, 57 Kgs., mayor, hijo de Fonso y Contessa. Propietario: J. Uslar, hijo. Jockey: Washburn. Obtuvo el primer premio. Calixta, yegua castaña, 53 kgs., cuatro años, hija de Jils Johnson y Vía. Propietario: Sindicato Excelsior. Preparador: J. Cipriani. Jockey: Levey. Obtuvo el segundo premio. Fue ganada por más de dos cuerpos. Fue necesario detener al caballo Suth Side, a causa de una hemorragia nasal. Totalizador: Unidad Bs. 5. Dividendo Bs. 18. Segunda carrera Distancia: 700 metros. Premio “Del Ávila”. Bs. 500 al primero y Bs. 50 al segundo.


Vencedor, caballo negro, mayor, 69 kgs. Propietario: General Joaquín Crespo. Jockey: Manuel González. Obtuvo el primer premio. Borinquen, ballo, mayor, 69 kgs., de la propiedad del Sindicato de Sabana Grande. Jockey: P. Green. Obtuvo el premio segundo. Este caballo fue ganado por dos cuerpos. Corrieron además: El Inca, La Bala y El Cuervo. Después de haber corrido toda la distancia, tuvieron que efectuar nueva carrera por haber partido antes de la señal. Totalizador: Unidad Bs. 5. Dividendo Bs. 7. Tercera carrera Distancia: 500 metros. Premio de Petare. Bs. 500 al primero y Bs. 50 al segundo. Quiebra cacho, caballo rosado, de cuatro años, 64 kgs. Propietario: General Joaquín Crespo. Jockey: H. Silva. Obtuvo el premio de Bs. 500. Gladiador, caballo rucio, 66 kgs., de seis años. Propietario: Sindicato Excelsior. Jockey: Levey. Obtuvo el segundo premio. Fue ganado por dos cuerpos y medio. Corrieron además los caballos Hanmes, Sultán y Floridor. Cuarta Carrera Distancia: 1200 metros. Premio de Sabana Grande. Bs. 2000 al primero y Bs. 150 al segundo. Calixta (yegua que obtuvo el segundo premio de la primera carrera). Ganó el primer premio por tres cuerpos al caballo Thecoon, negro, de cuatro años, 55 kgs., hijo de Midlothian y Maná, de propiedad del señor E. Rehbein. Jockey: Washburn. Después de este programa inaugural, se realizó otro el domingo 8 siguiente 8 el cual contaba de cuatro carreras cuyos resultados, en resumen, indican que la primera carrera la ganó Contest, sobre distancia de 800 metros; la segunda la ganó Hanmes, por diferencia de una cabeza sobre Gladiador en distancia de 500 metros; la tercera prueba fue para Gentlemen Riders (jinetes aficionados) ganada por Gladiador, conducido por el señor Cipriani en 700 metros; y la última carrera, corrida en 1800 metros, la ganó Coon, que obtuvo el premio de Bs. 2.500. De una revisión realizada al Cojo Ilustrado, correspondiente a los años 1897 al 1902, no se localizó información que diese cuenta de la realización de algún programa de carreras. Es probable que esta actividad hípica haya debido su corta vida quizás, por una parte, a la inexperiencia en estas lides de quienes la promovieron y, por otra parte, a los sucesos bélicos y políticos ocurridos a finales del siglo XIX y principios del XX (muerte del presidente Joaquín Crespo, invasión a Caracas y toma del poder por Cipriano Castro, bloqueo de las costas venezolanas por potencias extranjeras) que sin duda alteraron la vida social y económica de Venezuela en aquel tiempo.


En cualquier caso, el espíritu de los caraqueños de entonces por las carreras de caballos, se trocaba en verdadera pasión. En esto no había distinción de clase, sexo ni edad, y cada quien disfrutaba al máximo de la fiesta. En fotografías de la época, es fácil observar lo que aquí afirmamos: coches de a caballo, caballeros en sus monturas, lindas damas trajeadas a la moda, tribuna bulliciosa y mucha gente grande y menuda recostada de la baranda de la pista; ofrecen un cuadro que refleja regocijo y emoción. Unos versos en El Cojo Ilustrado9 reflejan, en parte, esta afirmación: I ¡Salve! casta doncella, dulce Calixta que llenas las tribunas y hasta la pista tú eres por tu conducta, la más honrada entre todas las yeguas de tus preseas nunca fuiste coqueta ni enamorada, y aunque corres muy largo, no correteas. II ¿Quién le iguala los bríos ni la pujanza, cuando a escape tendido Contest avanza. ¡Oh! sujeto admirable de hermoso porte, el más noble de todos en la porfía, que al correr con Calixta le hace la corte, y si pierde es por pura galantería. III ¡Qué bella perspectiva, cuanto confort ofrece este torneo del sumo sport! Los galanes que al pecho Llevan colgados, cartoncitos de entradas a la salida. Desde lejos parecen condecorados y de cerca los dandy de la partida. IV ¡Hay señoras que apuestan con tanto brío! Y los pobres maridos sudando frío; Se de algunas que deban


diez contra uno, y así mismo dan siempre de a cuantos quieran; y también jugarían contra ninguno, pues cuando ellas no apuestan se desesperan. V Yo di veinte al caballo del General. [No crean que pretendo cargo fiscal]. De un mozo que iba en contra de Quiebra Cacho, una damita decía con gran tristura: Ojalá que no gane, ¡pobre muchacho! pues tira una parada bastante oscura. Eduardo Díaz Lecuna Si bien en términos concretos se puede hablar de una interrupción de las carreras de caballos -por las razones ya anotadas- ello no incidió de manera negativa en el ánimo de los propulsores del espectáculo, para procurar su restablecimiento. En este sentido, conviene anotar que se da por iniciativas del Jockey Club venezolano; se dará le dará nuevo impulso a las intenciones de establecer otro hipódromo en Caracas; lo que se logrará en 1908 con la apertura del hipódromo de El Paraíso. Previo a estas gestiones, hubo intención de otros particulares en esa misma dirección. Es así, como el 16 de septiembre de 190310 , Félix Rivas traspasó a Felipe Cavallini: “...Todos los derechos que le corresponden en el contrato que celebró con aquel gobierno (del Distrito Federal) para el establecimiento de un casino y un hipódromo...” Luego, en 1905, a través de un oficio del gobernador del Distrito Federal, de 10 de febrero, dirigido al Concejo Municipal11 , informa de la remisión del: “...contrato original que ha celebrado aquel gobierno (del Distrito Federal) con el señor Felipe Cavallini para la construcción en esta ciudad de un casino y un hipódromo...” Dos años después, pareció que dichas intenciones no habían logrado concretarse. Para ese momento -1907- se establece un nuevo contrato, que de acuerdo con información que manejamos, significó un intento serio que dio motivos para que posteriormente se lograra construir el hipódromo, y dar inicio a la actividad hípica en pleno. En la sesión del Concejo Municipal de 24 de mayo de 190712 , se dio tercera discusión al: “...proyecto de contrato relativo al establecimiento en esta ciudad de un nuevo hipódromo, pista o campo de carreras de caballos. Traído a la mesa el mencionado contrato y discutido artículo por artículo fue aprobado en tercer debate...”


No contamos con los detalles completos de este contrato, pero sí tenemos a la vista una información que proporciona Irma de Sola Ricardo13 , en la que dice que el contratante con el Concejo Municipal fue Leopoldo Lugo, quien lo traspasa a Agustín Esquivar: “...y luego éste lo traspasa a la Sociedad Anónima Jockey Club venezolano el 11 de noviembre de 1907. En el contrato original se estipulaba que la pista no podía ser menor de 1.200 mts. de extensión por 8 de ancho y que el lugar para el nuevo campo de carreras de caballos sería El Paraíso, que en esos años principiaba a urbanizarse...” De este modo, podría pensarse que ya se abrían mejores perspectivas para el desarrollo efectivo de las carreras de caballos. Y, en efecto, una institución como el Jockey Club Venezolano, compuesto de hombres como Gustavo J. Sanabria -su presidente- José Gil Fortoul, Manuel V. Lander Gallegos, Celestino Martínez, Eduardo Sucre, Félix Galavís y Manuel Corao, y otros entusiastas hípicos, dieron el impulso necesario para ese logro. La participación de Gustavo J. Sanabria fue decisiva para que arrancara definitivamente el espectáculo. Desde su posición como gobernador político y militar del Distrito Federal, debió incidir bastante en el ánimo del gobierno de Cipriano Castro, para recibir el apoyo necesario en esos menesteres. Con el apoyo del Jockey Club venezolano, Sanabria hizo todos los esfuerzos posibles para dar la mayor prestancia y solidez al evento hípico. La ubicación del nuevo hipódromo en los terrenos de El Paraíso (en la actualidad el terreno está ocupado por el parque Naciones Unidas, liceo Edoardo Crema y Colegio de Abogados de Caracas), permitía mejor cercanía a los aficionados de las carreras. Una vez que se trasladó la tribuna desde el hipódromo de Sabana Grande para El Paraíso, sólo faltaban detalles para la apertura de la temporada hípica. El Cojo Ilustrado, en su edición del 15 de febrero de 1908, reseñó así la inauguración del hipódromo14 : “El día 9 del presente mes se inauguró, con una concurrencia numerosa y brillante, y mucho entusiasmo, el campo de carreras del Jockey Club Venezolano. Esta culta diversión tiene entre nosotros muchos aficionados; y el éxito feliz del club está asegurado...” La primera carrera de ese día la ganó Ursus, caballo tordillo propiedad de Eduardo Montaubán. A partir de entonces, el hipódromo de El Paraíso tendría una larga vida de 50 años, hasta que desaparece con la inauguración del Hipódromo La Rinconada, el 5 de julio de 1959. Mucho habría que contar de ese discurrir; habría que agregar lo que a la historia del hipismo ha aportado la existencia de La Rinconada. Pero esa es otra historia tan apasionante como los inicios de nuestras principales diversiones.

Capítulo XII

Abastecimiento y Mercado de Caracas (1795-1810)


A.G.A. El aspecto más importante dentro de lo que conforma la satisfacción de las necesidades del hombre lo constituye, sin dudas, su alimentación. Desde tiempos inmemoriales, esta necesidad ha traído aparejada indisolublemente la especialización del hombre en las distintas etapas o fases que conforman esa alimentación, es decir, desde aquella en que se procura el producto del campo o del mar por distintas vías, su comercialización y, desde luego, su consumo final en la mesa. Como es fácil deducir, resulta todo ello de una trama compleja, donde entra en juego una diversidad de elementos de índole social y económica; por lo cual el hombre, en el discurrir del tiempo, se ha empeñado en la búsqueda de las mejores posibilidades para hacer esta trama lo más fluida posible. Sin embargo –y es doloroso decirlo- no ha conseguido los mecanismos suficientes para por lo menos mitigar el hambre de muchos, a lo largo y ancho del mundo. Claro que cada cultura, cada país en el mundo mantiene o trata de mantener su especificidad en punto a los términos de su consumo alimenticio; dado que forma parte de su identidad como tradición histórica. Basta con señalar acá, por ejemplo, pensar qué sería de Venezuela con una navidad sin hallacas; o la ausencia del pavo en la mesa estadounidense en el día de Acción de Gracias. En el caso concreto de la ciudad de Caracas, ese proceso alimentario ha sufrido variaciones a través del tiempo en los términos o fases que hemos enunciado. Empero, el gusto culinario del caraqueño en particular y del venezolano en general, ha mantenido algunos platos tradicionales que, afortunadamente, fundamentan la permanencia de esa identidad. Dejemos hasta acá este introito, para dar paso a algunas interesantes notas de lo que fue el abastecimiento y mercado caraqueño de finales del siglo XVIII y principios del XIX; que pese a su lejanía en el tiempo, exponen características cuya vigencia es palpable hoy, en algunos aspectos y, por supuesto, salvando la particularidad de cada tiempo histórico. Cabría preguntarse, en primer término, de dónde obtenía el caraqueño sus productos alimenticios, es decir, cuál fue su centro de abastecimiento de comestibles y otros artículos. Bien, la respuesta es directa y sencilla: de las bodegas, pulperías y, principalmente, de lo que le era ofrecido en los puestos existentes en la Plaza Mayor, hoy Plaza Bolívar: Esta Plaza Mayor, plaza pública o plaza del mercado como también se le denominaba, fue construida por instrucciones del Gobernador y Capitán General Don Felipe Ricardos en 1753, con planos elaborados por el ingeniero Juan Gayangos Lascaris y ejecutada por el


Regidor Don Fernando de Lovera Otañez; a quien el acucioso cronista Juan Ernesto Montenegro señala como el verdadero constructor de dicha plaza. 1 En ella se expendían comestibles diversos, elaborados o no. También sirvió de lugar de ejecución de las sentencias de muerte emitidas por la justicia y, en otro ámbito, de sitio de diversión cuando en ella se corrieron caballos y se jugaron toros. No hay que decir, que fue lugar del “cotorreo” diario de transmisión de noticias, buenas y malas, de transacciones comerciales y de coqueteos amorosos. Como se puede colegir, la existencia de un sitio como la plaza pública, presumía la presencia de mucha gente, de toda suerte de labradores con sus productos y demás vendedores, así como de carretas tiradas por bestias que, todos a una en su ir y venir, no dejaron de ocasionar situaciones que alteraron el orden público. Era competencia del Diputado de Mes, que lo era un Regidor del Ilustre Ayuntamiento caraqueño conjuntamente con el Fiel de Abastos, velar por que se cumpliesen a cabalidad las normas emanadas de ese cuerpo, que propendían a un mejor funcionamiento del mercado y a evitar los excesos y abusos de tenderos, canastilleros, pulperos y regatones que hacían vida comercial dentro y en los contornos de la plaza. El testimonio documental con que cuenta el Archivo Histórico de Caracas (Concejo Municipal) es prolijo en información en cuanto a la actuación de éste y otros funcionarios, al tratar de resolver los problemas que a diario se presentaban en punto al debido abastecimiento y mercadeo de productos, a la usura de algunos expendedores, a la calidad de la mercancía y a la mayor exactitud de las pesas y medidas que se aplicaban. Para la época de la cual hablamos, habitaban en Caracas entre 40.000 y 50.000 personas, según cálculos ofrecidos por viajeros que, como Alejandro de Humboldt, estuvieron en esta ciudad. Gobernaba entonces Don Manuel de Guevara Vasconcelos, hombre ducho en las lides militares y políticas; que fue enviado por Su Majestad a Venezuela a objeto de reprimir la conspiración liderizada por José María España y Manuel Gual en 1797. Este hecho había tenido amplias repercusiones en muchas partes de Venezuela, y muchos de los participantes en el suceso sufrieron la pena de muerte; tal como ocurrió con el propio José María España, que fue ahorcado el 8 de mayo de 1799, en un patíbulo que se levantó hacia la esquina noroeste de la Plaza Mayor. Pese a todo, los propósitos conspirativos no cesaban, y de ello dan cuentas las fracasadas expediciones mirandinas en Coro y Ocumare de la Costa (1806); y la llamada conspiración de los Mantuanos en 1808. El número de habitantes ya existente en Caracas, y el ambiente político que se vivía; a buen seguro propiciaba el contertulio en la Plaza Mayor, y de susurro en susurro se transmitían las novedades. Los problemas de abastecimiento y expendio de frutos y carnes (res y pescado) en el mercado de Caracas, es tan antiguo como los años que tiene la ciudad de fundada. Desde


muy temprano se daba esta situación, y siempre correspondió a las autoridades –Capitán General y Ayuntamiento, principalmente- buscarle la debida solución. Fue, pues, un malestar persistente cuya fuente de origen es diversa (guerras, plagas, entre otras) y determina, según su incidencia, el mayor o menor malestar causado dentro de la población. Como muestra de lo que decimos, comentaremos alguna información producida hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para el 29 de octubre de 1779, el Gobernador y Capitán General Don Luis de Unzaga y Amezaga, comunica al Muy Ilustre Ayuntamiento,2 su malestar en torno al abuso cometido en los precios que debían observarse en la venta del maíz y la harina; y si bien la guerra (la sostenida en ese momento entre España e Inglaterra) promueve el alza en el precio de los comestibles, ello no es motivo para permitir el abuso en lo que se refiere a la extracción del maíz y lo que toca al exagerado precio de la harina: “...Usía sabe que acabo de dar providencia para impedir la extracción del maíz, que Usía acordó a percibidas de haberse alterado, y prescindiendo de que la extracción la causase o más bien la avaricia de los regatones, codicia del labrador, o todas juntas, no es de menor importancia el excesivo precio de las harinas, que apenas podrían los vecinos, aún más acomodados, proveerse de pan...” Así, se ponía en evidencia cómo en el comercio de esos rubros se daba paso a la práctica de la usura; quedando en entredicho la actuación de aquellos que tenían la responsabilidad tanto de la producción, como de la venta de esos productos; y para dar mayor énfasis a su denuncia, el Gobernador Unzaga y Amezaga precisaba el alza desmesurada que se había dado en los precios de la harina: “...todos saben que el barril de harina se ha vendido, según las circunstancias [...] desde diez y ocho pesos hasta veinte [...] ¿cuál será el despecho del vecino a quien hoy se le pone la ley de comprarlo hasta cuarenta, viendo casi estancado este fruto en la mano de dos o tres particulares que aprovechan, quiero decir insultan, la desgracia pública? Justo es que Usía acuerde, para cortar de raíz estos males, los precios de las cosas necesarias para la vida, principalmente y con anticipación a todos, los artículos referidos de maíz y harinas, aunque sea con la cláusula de por ahora...”

La postura del Gobernador Unzaga y Amezaga en torno a esta problemática, y la solicitud que hace al Ayuntamiento para que tome las medidas necesarias a fin de poner coto a esas irregularidades, fueron situaciones que se repitieron con cierta frecuencia, y que no hay dudas tuvieron eco en el abigarrado conjunto de ranchos, tiendas y canastillas de la Plaza Mayor y en el variopinto conjunto de personas (vendedores y consumidores); todo ello en un ambiente donde los colores, sabores y olores se desprendían de verduras, quesos, pescados, frutas, carnes, granos y demás artículos necesarios para la vianda del caraqueño. Un poco después, en 1796, la situación no había variado mucho. Para el 27 de junio de ese año, el Teniente Coronel de Milicias, Don Manuel de Monserrate, en su rango de Regidor del Ayuntamiento y como Diputado del Mes,3 expone ante el Cabildo caraqueño una serie de medidas que deben tomarse respecto al expendio de carnes, pues se deben evitar: “...los fraudes y abusos que se cometen y pueden cometer en los abastos y su mejor distribución, contra el beneficio del público y renta de los propios...”


Lo que expresaba, ni más ni menos, la existencia de un comercio grosero, donde el juego de intereses entre vendedores inescrupulosos y compradores del mismo estilo, dejaba ver –según lo citado- un negocio poco honesto, donde las apetencias de unos y otros, iban en detrimento de los más desposeídos. Además, como segunda medida, decía Monserrate que debía celarse con esmero la salida y entrada de la carne por las aduanas; al punto de exigirse la respectiva guía expedida por el Regidor Diputado, que debía hacerse extensiva a los demás productos como el arroz, maíz, velas, miniestras y otros. Del mismo modo, se hacía hincapié en el cuidado para que se observaren con exactitud, lo que tenía que ver con regulación de precios y aplicación del debido peso y medidas adecuadas a los distintos productos que se expendían en la Plaza Mayor.4 Así, se intentaba poner a buen resguardo el interés del público, a la vez que se pretendía encauzar con mejor éxito el dinero correspondiente a los propios de la ciudad, provenientes de los diversos derechos que se cobraban. Es interesante transcribir en extenso la tercera y cuarta proposición que hace Monserrate sobre el particular: “Lo tercero, que se procure en cuanto sea posible, vengan a la plaza bien acondicionadas todas las carnes saladas de las tasajeras con papeletas del Fiel de Abastos del número de cargas o arrobas, y que recibiéndose estas por los porteros o ministros que cuidan del derecho perteneciente a los propios, den cuenta con ellas a los Regidores Diputados para su inteligencia, y que se pasen al Mayordomo de Ciudad para evitar los fraudes que por malicia o descuido se notan, y que de esta manera se logre mayor incremento de este derecho, y la mejor distribución y mayor expendio de este ramo en la plaza pública, y que con estos mismos fines se observe esta regla y método no sólo en los tiempos de escasez, en que es indispensable, sino también en todos. Lo cuarto, que para que pueda observarse y celarse el que el arroz, miniestras, casabe y demás frutos que lo exigen, se vendan y expendan al público con arreglo al precio de aranceles y de sus refrendas por los Regidores Diputados, se hace indispensable mandarlo ejecutar por peso, regulándose el del almud, y a este respecto y con proporción otras medidas menores, conforme al precio que se les impusiese, por que vendiéndose por tutumas y otras arbitrarias de los vendedores sin semejante arreglo como sucede, no puede celarse su debido y legítimo expendio con arreglo a los precios que se les impone”.

Concluía su escrito Don Manuel de Monserrate, llamando la atención sobre la introducción furtiva de carga que ... “con el silencio y tarde de la noche...” se hacía al interior de la Plaza Mayor. Con este motivo, solicitaba al Gobernador y Capitán General la debida guardia de dicho lugar, a fin de evitar esas introducciones. Agregaba, finalmente, que se cometía fraude con el peso del casabe... “que viene casi a la mitad del que debía tener...”, previniendo a los pulperos que no expendan o revendan al público dicho casabe, sino por el peso que le correspondía. Era este cuadro, pues, bastante nítido en lo que respecta al trajinar de ese comercio caraqueño, que fue expresión de una dinámica social que se agitaba moderadamente en los vaivenes de un tiempo finisecular; en el cual la pasión política abría brecha hacia aquellos sucesos que auparon el ansia emancipadora y que, en lo concreto, se manifestaron con fuerza en 1810 y 1811.


Entre junio y septiembre de 1799, los problemas de abastecimiento de la ciudad tendían a agudizarse. Uno de estos males, era el de que en la introducción de granos ocurrían anomalías, en el sentido de que se extraviaban o se vendían a particulares en el camino. Por esta circunstancia, se libró orden a los Receptores de Alcabalas para que en las respectivas guías expresasen el envío directo de los granos a la Plaza Mayor,5 para su debido expendio. En esa misma onda de buscar los paliativos necesarios para contrarrestar la escasez de granos, la Junta Superior de Real Hacienda dictamina lo conducente a resolver esta situación; y en copia certificada de este Decreto,6 que se dirige al Ayuntamiento caraqueño, se dice que: “En conformidad del dictamen que precede de la Junta Superior de Real Hacienda, permítase la introducción por los puertos de esta provincia de las posesiones españolas y colonias extranjeras amigas, de toda especie de granos libres de derechos, cuanto se introduzcan por españoles durante las actuales circunstancias de escasez, a cuyo efecto expídanse las órdenes consiguientes a los subdelegados y ministros de Real Hacienda de la Guaira, Puerto Cabello y Coro”.

No menos problemática resultaba para entonces la situación del expendio de harina, pues su escasez era tan acentuada que según averiguación hecha por el Regidor Diputado del Mes,7 sólo existía la cantidad de este producto para cubrir apenas el consumo de cuatro a seis días. Todo este cuadro crítico esbozado hasta ahora, trataba de ser aliviado a través de las medidas que tomaban las autoridades. Empero, ello parecía no ser suficiente; y los términos de la usura y el fraude constituían, en mucho, el fundamento sobre el cual los pulperos y demás expendedores realizaban sus negocios, que de seguro les reportaban interesantes dividendos. En un informe presentado por el Regidor Cayetano Montenegro, ante el Ayuntamiento el 2 de septiembre de 1799, se exponen las causas que a su parecer son motivos de la escasez. Dice el Regidor en su escrito, que durante el ejercicio de su diputación (45 días) fue permanente la escasez de comestibles, principalmente la carne, el maíz y la harina. Vale la pena transcribir en extenso este documento; dado el carácter ilustrativo de la información allí contenida, en torno al comercio que se efectuaba en la Plaza Mayor:

“Muy Ilustre Ayuntamiento: Doctor Don Cayetano Montenegro, Regidor de esta capital, expone a Vuestra Señoría Muy Ilustre que desde catorce de julio hasta treinta y uno de agosto último, tuvo a su cargo la diputación de mes y experimentó suma escasez de carne en las carnicerías y en la plaza prevenida de que algunos obligados a pesas no las han introducido, y que los encargados de las carnicerías unos no las surten, otros sacan de ellas las reses, las llevan a las tasajerías y allí expenden las carnes frescales sin peso y hasta por más de la tasa, sobre que ha habido queja del Fiel contra Joseph de la Encarnación Pérez y Juan Manuel Irazábal, como que el treinta y uno del corriente vendió éste carne en su tasajería a varios particulares, y sólo a un criado de Doña María de la Luz Pacheco seis arrobas con falla de cuatro o más libras cada una, y después de esta estafa contraviene a los requerimientos que se le hacen y multas, en que está incurso.


En cuanto a los maíces también ha habido mucha escasez. No porque fuese tanta la falta, sino porque los labradores ortigados [sic] en la plaza con el tropel y fatiga en el expendio causado por los pescadores y salados que se meten a repartirlos, pierden el valor de sus granos que se manejan por tantas manos, les roban los trastes, de modo que es tanto el desorden que ínterin se apean las cargas se llevan las mulas, pretextando el nombre del Regidor; y las muchas gentes que concurren, hombres y mujeres, se estrechan y estropean sin conseguir la mayor parte medio almud, cuando otros favoritos de los soldados y de los pescadores llegan a juntar cuatro y hasta seis almudes, de que resulta la calumnia contra los Regidores en el pueblo de que reparten el maíz a los poderosos y amigos, vociferando que sería mucho más conveniente que los labradores lo expendiesen por las calles hasta las diez del día, según se ha practicado, observando los pulperos la tasa y lo mismo cualesquiera otro revendedor, porque jamás se ocurre al fraude, pues los labradores y pulperos lo introducen de noche por caminos extraviados, lo ocultan en casas particulares, como ha sucedido con setenta y dos fanegas que se introducían por El Guaire y boca del Anauco, descaminadas por el Teniente de Pueblo Nuevo con otra porción de fanegas, que el pulpero de la esquina de la Pelota tenía ocultas en una casa donde no vivía gente alguna, como otras veintiuna que se hallaron en una casa tras de la Plaza Candelaria; y que casi todos los pulperos tienen maíz aunque en corta cantidad, y es de sospecharse que lo van introduciendo por almudes desde alguna casa particular, para que no se le pueda hacer presa. En cuanto al pan de trigo los pulperos no quieren recibirlo sino al diez por ocho, y los panaderos se hallan en la necesidad de dárselos porque no pueden expenderlo de otro modo. Las harinas son muy pocas y algunas de mala calidad, sobre que hay expediente formado en el gobierno a instancias de algunos panaderos, sobre que es mucho el peso de doce onzas y media al real, y es regular se pase informe de Vuestra Señoría. En vista de lo expuesto se servirá Vuestra Señoría acordar sobre todo y como siempre las providencias que juzgue más oportunas, con que se salga al paso a tan ilegales procedimientos. Caracas, septiembre 2 de 1799. Cayetano Montenegro [Rubricado]”

Como se aprecia en varios pasajes de la cita que antecede, fueron diversas las causas que daban origen a la escasez de productos que se expedían en la Plaza Mayor; pero sobre todo privaba en ello el afán de lucro exagerado de algunos vendedores, a quienes parecía importarles poco el interés y beneficio del común. Arbitrariamente, estos sujetos procedían sin recato a un comercio donde el fraude era denominador común; y no tan sólo en perjuicio del público consumidor –que ya es bastante decir- sino, además, en contra de vendedores honestos, que en más de una ocasión se quejaron de estos procedimientos que se reñían con la competencia leal. En una denuncia hecha ante el Muy Ilustre Ayuntamiento por Don José Bautista Suárez, Don Felipe Hernández y Don Pedro Freytes, todos arrendatarios de puestos de verduras en la Plaza Mayor, expresaban su descontento ante la presencia de regatones en el centro de la plaza, entorpeciendo el debido comercio de dicho producto: “...los expresados regatones como lo son Don Gregorio Candelario, Don Andrés, Don Esteban, el Moreno Calderón, Manuel, el pardo José de la Rosa, Don Francisco y el moreno José de la Rosa se anticipan, y desde las cuatro de la mañana se emplean en atravesar y comprar las verduras a los labradores; empeñándose en esto mucho más el citado Don Andrés, que no solamente se marcha a las labranzas y caminos a atravesar las papas, sino que después de no dejarlas entrar a la plaza las retiene en su casa, y las trae en pequeñas partidas...”


La situación así planteada, es prueba de la existencia de varios males a la vez; pues pone de manifiesto que al lado del incorrecto comercio practicado por los llamados regatones, donde se hallaban comprometidas otras persona cómplices; es posible apreciar también la poca o inefectiva capacidad de las autoridades para resolver el problema y, por supuesto, lo que en negativo podía representar ese comercio en tanto fuese una merma, en lo respectivo al ingreso que tocaba a las rentas de propios de la ciudad. La súplica de los verduleros se fundamenta en los hechos citados, y por ello piden al Ayuntamiento: “...que en concordancia de las anteriores providencias precautelativas de este daño, se digne mandar que en ningún modo se consientan a los nominados regatones, y que los labradores no les vendan sus verduras [...] imponiéndoseles a los primeros la pena de perderlas con la aplicación que se tenga por conveniente, y haciéndose entender al señor Regidor Diputado de Mes, Alguacil de Plaza y porteros para que celen su ejecución y cumplimiento...”

Estas súplicas se repitieron en más de una oportunidad, y las autoridades intentaron siempre poner coto a los abusos que se cometían; pero da la impresión que pudo más la argucia del tramposo, del usurero, que la vigilancia que se imponía. De hecho, aunque desconocemos buena parte del número y entidad de disposiciones legales dictadas sobre el particular, es bueno advertir que su elaboración es indicativa de la insistencia de las autoridades en querer, a lo menos, paliar en algo la situación. Al efecto, cabe como ilustración el Bando de Buen Gobierno de 1806 suscrito por el entonces Gobernador y Capitán General Don Manuel de Guevara Vasconcelos, en momentos que las conspiraciones estaban a la orden del día y que, en esencia, es por ello que el Rey nombra a Guevara Vasconcelos como Gobernador y Capitán General, es decir, tratando de aliviar el clima de tensión que se vivía; y cortar de raíz las intentonas conspirativas. De hecho, el Bando de Buen Gobierno de 1806 trae un buen número de artículos en referencia un tanto solapada sobre este punto, pues por su aplicación se trata de someter a la gente a pautas rigurosas de vigilancia y comportamiento; como fueron –entre otros artículos- los referidos a la no profanación del respeto a la religión, prohibición de lectura y conservación de libros atentatorios contra la buena vida y costumbres, prohibición de uso de determinadas armas, disposiciones contra ociosos y vagabundos, alumbrado y empedrado de las calles, licencia para bailes (hasta las 12 p.m) y otras diversiones. En lo que tenía que ver estrictamente con el abasto y comercio de la ciudad; son varios los artículos que tratan sobre ello. Resumidamente, tomamos los que siguen: “10.- Las personas a cuyo cargo estuviere la introducción de ganados para el abasto de esta ciudad, puerto de La Guaira y otros lugares para donde sea necesario este tránsito, no podrán ejecutarlo hasta después de las doce de la noche por el río Guaire...” “18.- Ningún mercader, pulpero ni bodeguero podrá abrir tienda ni vender sin licencia del gobierno, bajo la multa de veinte y cinco pesos en que también incurrirán si vendiesen lo que no les toque por su respectivo ejercicio [...] y si lo hicieren mezclando o adulterando los caldos, comestibles y víveres además de su perdimiento sufrirán cincuenta pesos de multa...”


“19.- Sobre la tasa que debe ponérsele a los regatones se sujetaran estos, los bodegueros y pulperos a los aranceles, medidas y pesos aferiados que recibirán de los encargados respectivamente de estos objetos [...] a fin de que se evite la arbitrariedad y el abuso con perjuicio del público y de las legítimas autoridades...” “48.- A la Plaza Mayor deberá conducirse todo el sebo de venta como se practica con la carne salada para que con la intervención del Regidor Diputado de Mes, se distribuya entre los fabricadores de velas al precio que según las circunstancias justamente se tasare con la aprobación del gobierno [...] ningún pulpero, ni otro revendedor comprará ni venderá velas sin que precisamente tengan el peso de diez onzas en cada real...” “54.- Los vendedores, pulperos o regatones están prohibidos de salir fuera de la ciudad, por si o por medios de otros, a comprar por mayor los comestibles destinados para el abasto de ella, igualmente que la leña, carbón y demás cosas de primera necesidad; como también el tomarlas aquí mismo para sus ventas y reventas, antes de haber abierto feria en la plaza los conductores”.

Capítulo XIII

Pulperías y automercados: Caracas en dos momentos A.G.A. Desde tiempo inmemorial el hombre, ya como individualidad o en términos colectivos, siempre ha diseñado los medios convenientes para satisfacer las necesidades que le son más perentorias: alimentación, vestido y vivienda, principalmente. Así los procesos económicos, en su ámbito comercial, desarrollaron y desarrollan en ese aspecto, los mecanismos adecuados a los fines de responder a esas necesidades humanas. Se puede admitir que esto se convierte en catalizador de esas aspiraciones sociales, y en consecuencia deviene en procesos modernizantes; que hacen que la satisfacción del consumo se haya inscrito, con más o menos fuerza antes y ahora, en los términos de la adopción de modas y estilos, más que todo en lo referente a vestido y vivienda. En esa misma línea, conviene apreciar que los hábitos de consumo en cada país o región del mundo, son consustancial respecto al hábitat, las costumbres y, en general, a la cultura. De allí que al momento de establecer niveles de comparación entre sociedades con diferentes signos de consumo, deben tomarse muy en cuenta esos elementos culturales. Pero dejemos esta reflexión hasta aquí, y pasemos a lo que es el propósito esencial de este escrito.


Y, en efecto, la modalidad actual por medio de la cual el hombre obtiene sus alimentos y otros productos de consumo diario, forma parte de una red de comercialización que termina en los mercados, automercados o abastos de cada localidad. Es en estos centros de distribución donde el individuo de hoy puede adquirir toda una diversidad de comestibles -elaborados y no elaborados- además de otros elementos de sustento, que le permiten atender los requerimientos de la familia. En el caso de los automercados, constituyen parte integrante y distintiva de la sociedad actual. Si la pulpería representó en otras épocas el medio por el cual se proveía de una diversidad de cosas al consumidor; la comparación entre este tipo de establecimiento de antaño con lo que representa hoy el automercado, es bastante apreciable en sus elementos diferenciadores; si bien en el fondo van a cumplir con el mismo cometido, es decir, cubrir la necesidad de consumo de la gente. Algo bastante característico del automercado es que casi siempre -en un alto porcentajeestá ubicado en un centro comercial; lugar donde además se localizan tiendas diversas, restaurantes, cines, farmacias, estacionamientos y hasta hoteles, que permiten al público usuario hallar respuestas a sus diversas necesidades. Incluso, hay centros de éstos que constituyen verdaderas “ciudades”, obras de las más alta ingeniería y arquitectura, donde su recorrido completo puede consumir horas enteras. El autoservicio contemplado en estos establecimientos es característico de los tiempos actuales, de una dinámica social donde el tiempo no se detiene y se mide en milésimas de segundos, y el confort se expresa por vía de la comodidad que se ofrece al usuario. Esto, por supuesto, puede resultar impersonal, casi “frío”, si se considera que casi no se da un contacto directo entre el que vende y el que compra; como ocurría en tiempos de los pulperos. En un ambiente de aire acondicionado y música de bajo tono, los anaqueles presentan una uniformidad de tropas marchando: paquetes de harina, arroz, granos diversos y pastas, al lado de galletas, enlatados, frascos de mermeladas y un sin fin de empaques de tamaños, formas y colores diversos, semejan un carnaval de alimentos. Los empaques al vacío aluden a una pulcritud en el manejo de vegetales, legumbres, carnes y demás condumios. Más allá, una, dos y hasta tres neveras presentan un colorido de quesos, jamones, salchichas, morcillas, chorizos y salchichones para el gusto del más exigente; incluso el de aquel que busca la exquisitez representada en un buen paté, un salmón ahumado o un caviar traído de lejanos mares. Por supuesto que dependiendo del lugar donde se encuentre ubicado el automercado, así se verán sus estanterías; pues el producto expendido responderá, en mucho, a la clase social que requiere del mismo. Incluso, en estos últimos tiempos han surgido automercados gigantescos, que por la variedad y cantidad de mercancía ofrecida se les ha denominado hipermercados; pues las compras que allí se realizan son en cantidades superiores (6 unidades, 12 unidades y más) a las realizadas en los establecimientos comunes. Esto también marca, por supuesto, una grandísima diferencia con los pulperos de antes, y aún


con expendedores no tan lejanos, ya que éstos últimos realizaban sus ventas al menudeo, al detal. La existencia de los automercados y de los hipermercados constituye, pues, un símbolo de la vida actual. Empero, este tipo de establecimiento es resultado de todo un proceso que expresa el desarrollo de una actividad comercial que, etapa por etapa, obedece a su vez a una trama histórica intensa, donde lo que es el caraqueño de hoy, y por extensión el venezolano actual, se ha fraguado y moldeado de lo que culturalmente han aportado cada una de esas etapas y que, a su vez, dejará como legado a futuras generaciones. En palabras muy llanas, y como ejemplo de este aserto, tómese el tránsito habido entre la pulpería y el hipermercado, con todas sus representaciones, en ambos casos. Retrocedamos ahora, y hablemos de las pulperías... Hasta hace pocas décadas existieron pulperías en Caracas. Algunas variantes de este tipo de comercio se pueden apreciar en poblaciones del interior del país; y en esto nos referimos concretamente a ciertas características que aún conservan estos expendios, pues no hay dudas que con el correr del tiempo se constatan modificaciones, tanto en el mobiliario, como en los productos que se vendían en las pulperías. Como ejemplo de lo dicho, valgan las palabras de José García de la Concha, quien nos ofrece una visión de lo que fue parte de una pulpería: “Algo muy típico de la Caracas de antaño eran las pulperías. Una armadura y un mostrador de tablas recubierto por una lámina de latón, una balanza de dos platillos de cobre y un juego de pesos (por lo regular, fallas), las que aprisionaban unas rosetas de papel de diversos tamaños, prestas para el despacho (...) era característico el centavito de mantequilla untado en un pedacito de papel de estraza, el coleto y un tocón de machete para picar los centavos de papelón, y el enrejadito de tablitas donde estaba el pequeño bar con sus botellas llenas de aguardientes baratos, caña blanca, torco rudo y yerbabuena, cidra y pasitas”...1

En torno al sentido etimológico de la palabra pulpería, conviene tomar algunos datos que nos ofrece Rafael Ramón Castellanos2 , cuando se refiere a este aspecto. Dice el citado autor que de acuerdo con la versión de Manuel Pinto C., la palabra pulpería deviene de la corrupción de la palabra pulquería, que no es otra cosa que aquél sitio donde se expendía pulque, en México, que consistía en una bebida extraída del Maguey. Recoge Castellanos la versión que sobre este particular tiene Jorge A. Bossio, quien apunta que hay dos puntos de vista sobre el vocablo, expuestos por etimólogos e historiadores. El uno -dice Bossio- avala la génesis del término pulpería en la voz pulque y, el otro, que la ubica en el término pulpa. En cualquier caso, y para quien tenga mayor interés sobre este asunto, recomendamos seguir la lectura del texto de Castellanos, donde se amplían los comentarios de Bossio y se ofrecen otros datos importantes. Se podría admitir que las pulperías son tan antiguas como la propia ciudad de Caracas, y han debido sortear no pocos escollos a lo largo de su vida histórica. El establecimiento del comercio colonial, en todas sus etapas y niveles, experimentó los altibajos de los tiempos; signados unos por la permanencia de la guerra entre conquistadores y conquistados, y otros por los vaivenes económicos suscitados por los conflictos bélicos que hubo de enfrentar


España con sus rivales europeos. Estas situaciones, obviamente, afectaron el regular tráfico comercial, y de alguna manera incidieron en el expendio de productos que se realizaban en las pulperías. Lo que quizás en un primer momento se presentó precariamente fue, poco a poco, experimentando progreso. Desde la Caracas de Diego de Losada hasta la que observa los acontecimientos políticos de la primera década del siglo XIX, transcurre un tiempo que permite que la hechura de esa Caracas primigenia de Losada, Garci González de Silva, Juan de Pimentel y otros, se transforme luego en una ciudad “hecha y derecha”, consolidada, que recibirá impulso notable en ese sentido desde la tercera década del siglo XVIII. El consumo de la ciudad fue en crecimiento, en tanto y cuanto lo fueron haciendo sus límites, así como el número de sus habitantes. El mantenimiento y variedad de la despensa era distinto, según la posición que se ocupase en la escala social. Que determinaba, claro es, el poder adquisitivo de cada quien y el acceso o no a algunos alimentos y otros productos. En este punto, conviene advertir que lo que podríamos denominar cocina venezolana de entonces, fue el entrecruce de viandas y sabores propios de un mestizaje que no regateaba nada: algunos dulces y comidas de origen africano, traídos acá por vía de la esclavitud, podían estar al lado de platos autóctonos o de origen español. En este sentido, quizás sea la hallaca la que represente con mayor precisión lo que afirmamos. Un testimonio del año 1764, detalla algunos comestibles que se producían en tierras venezolanas, así como otros que venían del exterior: “...Se comen regaladas terneras, carneros y capones, y todo con abundancia. Entran atajos de cerdos de las poblaciones del contorno en grande abundancia, pollos, gallinas, pavos y patos. De los valles de Aragua traen los indios a cuestas, innumerables porciones de aves y ganado menudo: azúcar blanca y prieta abunda con exceso, de los muchos ingenios y trapiches que tienen los Valles del Tuy arriba, Guarenas y Guatire (...) y también higos, uvas, manzanas, membrillos y fresas que se dan muy delicadas (...) también se coge en el Valle de Cagua riquísima harina de la que se hace muy buen pan (...) jamones, chorizos, bacalao, salmón, arenques, mantequilla, queso de Flandes, vinos, diferentes licores, aceite y todo género de especiería lo conduce la Real Compañía, y están siempre bien proveídos sus almacenes; y también para lo ordinario se suple con los cerdos adobados, buenas longanizas y mucho pescado salado (...) el queso del país abunda tanto, que de ordinario venden una arroba de veinte y cinco libras por ocho o diez reales; y en ocasiones por menos...”. 3

Como se colige de la cita antecedente, el flujo comercial tenía cierto nivel de intensidad. Con el establecimiento de la Compañía Guipuzcoana (1728) de la Capitanía General de Venezuela (1777) y de la Real Audiencia (1786) y el Real Consulado (1792) se va a dar fuerza a la institucionalidad en Venezuela y, por supuesto, mayor garantía y seguridad al ámbito comercial, muy a pesar del persistente contrabando. Ello, además, presumía la erección de nuevas poblaciones y por ende nuevos centros de producción y de consumo. Siendo la pulpería el medio más cercano en esta relación, se convertía en el lugar donde convergían diariamente hombres y mujeres. La pulpería representó, por mucho tiempo, una referencia obligada para localización de familias o personas, así como también se convirtió en lugar ideal para la entrega o búsqueda de un recado o encomienda. Aún hoy, en muchos pueblos y localidades venezolanas, las


pulperías que existen mantienen esas características, ese sabor que nos lleva, en remembranza agradable, a épocas llenas de recuerdos. Este expendio no sólo era de comestibles, pues además de venderse allí una infinidad de alimentos, era también proveedor de artículos de quincalla, de combustible como el carbón y más tarde el querosén, de mercería y hasta de enseres domésticos y utensilios de ferretería. Fue pues, la solución a muchas necesidades de abastecimiento. Los documentos y las crónicas de antaño exponen con detalle la existencia de estos establecimientos; cuya regulación -por vía de ordenanzas- fue competencia directa de los ayuntamientos de las ciudades, autoridades que debían velar por medidas, pesas y precios justos. A título de ilustración, una de estas pulperías se encontraba en Quebrada Honda4 , coexistiendo con otras tantas de aquel lugar. Para el año 1788 era propiedad de Don Antonio Hernández en compañía con Don Antonio León, entre quienes surgió un impasse por cuanto León no administró correctamente la parte que le correspondía. La demanda puesta por Hernández contra León se inició el 12 de julio de 1788, y concluyó el proceso en enero de 1790, con una condena pecuniaria contra León. No es de nuestro interés reseñar aquí los pormenores de este juicio, más bien interesa destacar cómo estaba conformada aquella pulpería, tanto en su mobiliario, como en enseres y productos. Esta información fue resumida de varios inventarios y avalúos levantados durante el proceso judicial. He aquí el resumen.: Un mostrador con dos cajones’ La armadura con 21 tablas, a 4 rs. y 4 ps. de renovarla. El cajón de menestras, repartimientos y tabla del pan. Los andamios de la sala y cuarto interior, con 25 tablas a 4 rs. y nueve estantes a 5 rs. 18 ’’ Una frasquera sellada en 3 ps. y once frascos a 1 y medio rs. y nueve garrafas. 5 ’’ 57 botijuelas vacías a 1 medio rs. Paños y cuchillos del uso Medidas, vasos y embudos 2 ’’ 27 alcayatas de colgar velas 3 ’’ 7 sombreros de petate 1/2 ’’ De loza 2 faroles de vidrio 2 calderos 2 ’’ 2 sartenes 2 ’’ 14 cucharas de cacho 1/2 ” De papelones 5 fanegas de sal a 3 ps. 25 botijuelas de manteca de puerco a 14 rs. 43 ’’ De velas de sebo.

Pesos 8 ’’ 14 ’’ 5 ’’

Reales 4 ’’

1 ’’ 4 ’’ 10 ’’ 2 ’’

5 ’’ 4 ’’ 1 ’’ 3

15 ’’

7 ’’ 1 ’’ 10 ’’ 4 ’’

3 ’’

2 40 ’’

15 ’’ 6 ’’ 72 ’’


7 ’’ ’’ -

De jabón

12 ’’

Dos cargas de aguardiente de Islas 7 cargas de vino isleño abocado Carga y media de vinagre de la tierra. 2 fanegas y 7 almudes de judías blancas 1 y media fanegas de judías negras. 3 arrobas de queso a 18 rs. arroba. De guarapo 3 almudes de dividive Una cochina con un lechón 6 reales de lebranche y carite y medio en 4 rs. y arroba y media de lisa a 9 rs. Una mula aperada Dos cochinos y una cochina, 13 ps., 4 rs., y de casabe 18 y medio rs. En caldos, comida y aceite del menudeo. Una carga de aguardiente de caña 2 cargas de carbón en 7 1/2rs. y el fogón en 10 ps. En totumas, cucharas y taparas 25 sudaderos de enjalma

46 ’’ 157 ’’ 7 ’’ 10 ’’ 3 ’’ 7 ’’

2 ’’ 3 ’’ 6 ’’ 7 ’’ 6 ’’ 1/2 21 ’’ 3 ’’ 12 ’’

2 ’’

7 1/2 ’’ 56 ’’

15 ’’

6 1/2 ’’ 5 ’’ 10 ’’

10 ’’

5 ’’ 7 1/2 ’’

4 ’’

6 ’’ 5 ’’

Estos y otros productos conformaban la pulpería de Quebrada Honda. Según se observa de la muestra presentada, la variedad de los rubros indica un establecimiento más o menos grande. La existencia de aguardiente y vino, destaca el consumo de estas bebidas en el propio local, como era usual en la época, lo que trajo no pocas consecuencias desagradables al suscitarse riñas y peleas como consecuencia de su exagerada ingestión. Según la documentación revisada, la conformación material de estas pulperías, y los comestibles y demás efectos que allí se expendieron, no sufrieron cambios muy notables en lapsos más o menos extensos. De hecho, algunos elementos de su uso como la tabla y cajón del queso, los cajones de los granos, las alcayatas de colgar velas y las medidas, embudos y pesas; permanecieron por mucho tiempo en estos locales. Claro es, el paso de la modernidad fue limitando poco a poco su uso, y la misma pulpería fue languideciendo hasta prácticamente desaparecer. Formaba la pulpería, entonces, parte de la comunidad. Era el sitio casi obligado para la charla diaria, en búsqueda de la información menuda, del chisme, que pretendía mitigar, en parte, lo azaroso de la vida. El cuadro era más o menos el mismo, con una que otra variante, pero en esencia encerraba aromas, sabores y colores que le eran muy característicos: un racimo de cambur guindando de un travesaño, también alpargatas de diversos números, el papel atrapa mosca que pendía de una vigueta y hacia la esquina un pipote con querosén; fueron componentes de aquellas pulperías que aún pervivían en época no tan lejana a la nuestra; pero que rememoraba las que existieron hacia la octava década del siglo XIX, tal cual lo describe Jenny de Tallenay en su visión de Chacao: “...En cada cuadra se presenta una pulpería, especie de tienda donde se expende de todo, frutas, tabaco, aguardiente, queso, cabuyas, cartón, herramientas y muchas otras cosas aún. Allí se encuentran todas las negras de los alrededores y se repiten las noticias del día” 5


Generalmente las pulperías tenían un solo dueño, pero hubo casos en los que se establecieron sociedades, con la participación de dos dueños. Esto trajo como consecuencia que en algunas ocasiones uno de los socios faltaba al compromiso adquirido, y derivara de ello el consecuente lío judicial; tal como ocurrió el año 1786, cuando Sebastián Gutiérrez entabla demanda contra Juan de la Cruz Brito6 por la propiedad de una pulpería situada en la esquina de Arguinzones. Como era usual en estos casos, se hizo el respectivo avalúo de la pulpería de lo que resultó lo siguiente: - El mostrador y puerta de tienda reales - La armadura con 34 tablas - El cajón de minestras, repartimiento y tabla del pan - Los andamios de la sala y cuarto interior, con 24 tablas a 3 reales y 5 1/2 estantes. - 24 atravesados, a 3 reales unos con otros. - Dos tinas a cuatro reales, y el mostrador y rejilla de la calle en 2 pesos. - 3 tinitas pequeñas a 1/2 reales cada uno. 1/2 ’’ - 8 mesas medianas viejas en 4 pesos y un cajón de echar maíz en 6 pesos - 4 silletas a 4 reales, y las balanzas con su marco aferido. - Medidas, vasos y embudos - Un almud aferido - Un farol de palo en 1 real y uno de vidrio en 2 reales y otro de vidrio y hojalata. ’’ - 110 botijuelas vacías a 1/2 reales. - 8 botijuelas vacías de 1 1/2 reales. - 8 botijas verdes a 2 reales - 3 cajas a 2 pesos - 7 ancloticos de vinagre de la tierra, a 8 reales. - Una romana. - Licencia y arancel por lo que toca al año. - 5 cajoncitos a 1 1/2reales. 1/2 ’’ - 14 garrafones a 6 reales. - 5 frascos grandes a 1 1/2reales, y 5 pequeños a real. 1/2 ’’ - 3 arrobas, veinte y dos libras de queso, a 2 pesos. - Veinte y dos y media libras de azúcar a 14 reales arroba. 1/2 ’’ - Un altar con un San José - Cinco tablas sueltas y pedazos a 3 reales. - Loza - Dos y medias cargas de carbón,a 4 reales. - Cuarenta y tres y medio frascos de aguardiente de España a 6 reales. - Dos frascos de mistela a 6 1/2 reales. - Una carga y cuatro frascos de aguardiente de caña, a 9 pesos. 4 ’’ - Una pala y una hacha. - Doce p. de pimienta de Castilla. - 7 1/2 tt. De cominos a 4 1/2 reales y 4 1/2 p. De clavos de especies a 2 1/2 reales.

6 pesos

4

12 ’’ 5 ’’

6 ’’ 6 ’’

11 ’’ 9 ’’

3 ’’

3 ’’ 4

10 ’’ 5 ’’ 3 ’’ 1 ’’

2 ’’

1 ’’

1/2

20 ’’ 1 ’’ 2 ’’

5 ’’ 4 ’’ 6 ’’

7 ’’ 7 ’’ 27 ’’

2 ’’ 7

10 ’’ 1’’

4 ’’ 4

7 ’’ 1’’

6 ’’ 4

1 ’’ 1 ’’ 11 ’’ 1 ’’ 31 ’’ 1 ’’

4 ’’ 7 ’’ 4 ’’ 2 ’’ 7 ’’ 5 ’’ 10 ’’

1 ’’ 4 ’’

4 ’’

2 ’’

4 ’’


- Papelones. - Un corredor, una puerta y una escalera. - Una escudilla y un plato de peltre. 1/2 ’’ - Dos fanegas y cinco almudes de sal a 19 reales. - Un cajón de pino. - Frutas - Un jarro de metal - Jabón. - 8 barriles arcos de palo a real - Velas de cebo - Un asador y un candelero 5 ’’ - Cuarenta y ocho botijuelas de manteca de vaca a 11 reales. - Tres almudes de maíz a 1 1/2reales. 1/2 ’’ - Cuatro y medio almudes de arroz. - Seis y medio reales de escobas 1/2 ’’ - Dos arrobas de almidón a medio tta. - Una arroba, tres y media tta. de mantequilla. - Un barril lleno de mantequilla. - Ocho arristrancos: 5 de mula a 1 1/2 reales y 3 de burro a real. 1/2 ’’ - Tres reales de papel - Paños y cuchillos de uso - Dos arrobas, 18 libras de algodón, a 7 reales. - Catorce gallinas y un gallo, a 2 1/2 reales. - Cuatro canasticos viejos 1/2 ’’ - De todo diez por nueve - De todo diez por ocho - Caldos y manteca del menudeo, y un poco de maíz. - Dos arrobas de liza a nueve reales arroba. - Leña - Un cochino

17 ’’ 14 ’’ 1 ’’ 5 ’’ 5 ’’ 1 ’’ 17 ’’ 1 ’’ 170 ’’

6 ’’ 1 6 ’’ 2 ’’ 5 ’’

66 ’’ 4 3 ’’ 6 3 ’’ 7 ’’ 15 ’’ 1 ’’

2 ’’ 2 ’’ 4 ’’

2 ’’ 10 ’’ 3 ’’ 2 ’’ 101 ’’ 4 ’’

2 3 ’’ 4 ’’ 2 ’’ 3 ’’ 1 2 ’’ 3 ’’ 6 ’’ 2 ’’

Paulatinamente, se fueron estableciendo las pulperías a lo largo y ancho de Caracas, y también a extramuros, en los caminos que iban hacia La Vega, Chacao, Antímano y El Valle; caminos que atravesaban espacios sólo ocupados por haciendas de caña y plantaciones de legumbres, con una casa aquí y otra allá. Para 1800, habían de estas pulperías 8 en Petare y 10 en Chacao; que habiendo recibido la visita de las autoridades 7 se le encontraron irregularidades, tales como: falla en las medidas de vinagre y vino, medidas sin aferir y fallas también en el expendio de aceite y de manteca de puerco. Según esta misma fuente, para el año 1804 existían en Caracas 102 pulperías, entre las que podemos mencionar las de: Don Juan Vicente Ramírez Esquina de Peinero Don Miguel Padrón Esquina de Velásquez. Don Bernardo Quintero Esquina de La Gorda Don Juan José Diepa Esquina del Padre Muñoz Don Lázaro Acosta Esquina de La Pedrera Don Felipe Manduca Esquina de La Glorieta


Don José Torres Don Antonio Padrón Don Salvador Pérez Don Vicente Ruiz

Esquina de Salas Esquina de Llaguno Esquina de Piñango Esquina del Cují

Una información importante que no hay que perder de vista, es aquella que nos ofrecen los viajeros a través de las descripciones que hacen, cuando realizan sus itinerarios. El coronel William Duane, que visitó nuestro país entre 1822 y 1823 8, luego de referir algunos detalles sobre el camino que va recorriendo, al llegar a las Adjuntas dice: “...Las Adjuntas queda a unas doce millas de Caracas, en posición ligeramente elevada sobre el valle; tiene muy pocas casas, la principal de las cuales es una pulpería en donde se venden artículos de uso corriente como vinagre, aceite, velas, tocino, semillas y ajos...”

Para esos mismos años, Pedro Núñez de Cáceres9 habla en términos no muy positivos de las pulperías y de los pulperos, y con cierto aire despectivo lo describe así: “A estas pulperías acuden las criadas y cocineras a surtirse de leña, manteca, plátanos, arroz, casabe, papelón, cacao, cambures y otros artículos de consumo. Los peones y vagabundos concurren allí a emborracharse, porque el aguardiente es el ramo principal de toda pulpería. Las criadas se amanceban con el pulpero o con sus dependientes; por lo menos se amarchantan allí, y entonces el amo de casa tiene que aguantar los malos artículos, el queso rancio, la leña verde, el cacao maldito y todo carísimo y poquito. El misterio consiste en que cada cierto número de veces que compra una criada recibe un medio, y lleva su cuenta que llama las ñapas: el pulpero nada pierde, porque lo cercena de lo que vende: el vecino y dueño de casa es quien soporta la extorsión...”

Los sucesos políticos y militares que ocurren en Venezuela a partir de 1830, una vez establecida la República y con una economía golpeada fuertemente por los efectos de la guerra de emancipación; van a caracterizar a un país sumido en una sucesión de guerras intestinas con acentuado caudillismo regional; que pretenderá un momento de respiro con el fin de la Guerra Federal (1863). Empero, a partir de allí se instaurarán varios regímenes autocráticos, que sólo auparán la violencia y no permitirán el verdadero goce de una paz social. En este cuadro, el establecimiento de grandes casas comerciales extranjeras en las principales ciudades y puertos del país, y la permanencia del café como principal rubro de exportación; son elementos característicos de la economía de entonces, que se movía en un ambiente crítico, de vaivenes que no permitían su definitivo arranque. Pese a la persistencia de la crisis, las pulperías se mantuvieron en pie. Más aún, si bien es probable que algunas de ellas hayan sufrido los embates de esa prolongada situación, al extremo de haberse propiciado su cierre; no cabe dudas que también se convirtieron en el lugar seguro para el abastecimiento, para mitigar las necesidades aunque fuese un poco. Una información de finales del siglo XIX y principios del XX, dice que en Caracas habían entre 1891 y 1892, doscientas cinco pulperías; que crecieron en número en 463 para el año 1906 10 . Como apuntamos antes, la ubicación de las pulperías era casi siempre en las esquinas de las calles. Generalmente, consistían en un salón antepuesto que formaba parte de una casa de familia, donde también -en muchos casos- vivían el dueño del establecimiento con su


mujer e hijos. Tenían dos o tres puertas hacia la calle, internamente se observaba el mostrador que encima tenía frascos bocones diversos, contentivos de caramelos, especies, encurtidos y cualquier otro producto a propósito. En su parte interna, el mostrador disponía de tramos y gavetas, para el resguardo de productos. Una de estas gavetas servía de caja para guardar el dinero, además de facturas, recibos y cuaderno donde anotaba los fiados. También contaba con estanterías de madera adosadas a la pared, ganchos para colgar racimos de cambures y otras cosas, así como un número de sacos contentivos de avena, azúcar y granos. Claro está, dependiendo del lugar en que se encontrara, el número de clientes que asistían y la capacidad de compra de los dueños; iba a depender también el que la pulpería se encontrase bien y diversamente surtida. Si algo diferenció a las pulperías respecto a otros expendios comerciales, fue su venta al menudeo. Siempre fue así, y ello constituyó un alivio para aquellos cuyo poder adquisitivo sólo les permitía realizar este tipo de compras; es decir, la compra del producto que invariablemente se consumiría el mismo día. De este modo, las ventas por un cuarto de kilogramo y hasta menos, era posible realizarlas. De allí que, hubo tiempo cuando se posibilitaba la adquisición de, por ejemplo, un real de queso, medio de mantequilla, medio de azúcar o una locha de cambures. Esta venta al detal constituía pues, la solución del consumo diario; y pongamos por caso aquella persona que no podía comprar un kilo de café, a lo menos tenía la oportunidad de comprar el necesario para hacer el guarapito de esa mañana. Con el paso del tiempo, muchos de los comestibles que se vendieron en un momento determinado, desaparecieron de los mostradores y anaqueles de las pulperías; a veces para dar paso a mercancías o comestibles novedosos, o porque su venta ya no resultaba rentable. Bastaría con poner como ejemplo de lo que se afirma la desaparición progresiva de las velas de cebo, al punto que conseguirlas hoy resulta una tarea bastante difícil, o a la sustitución de la dulcería criolla (almidoncitos, conservas de coco, melcochas) por productos elaborados industrialmente, nacionales y extranjeros, con nombres y empaques que se riñen con un pedazo de majarete o una torta burrera. Estas circunstancias, entre otras generadas por la modernidad, por el progreso, hicieron mella en la existencia de las pulperías; posibilitando la apertura de otro tipo de comercio que iba a suplantarlas progresivamente, como es el caso de las bodegas que también, aunque coexisten hoy día con los abastos, han ido cediendo su espacio a favor de éstos. El resto de esta historia está en progreso...

Capítulo XIV

Las panaderías de Caracas El pan es uno de los alimentos más antiguo en la historia de la humanidad, lo que lo asocia al surgimiento y auge de ya extinguidas civilizaciones como la egipcia, griega y romana. Esto quiere decir entonces, que es una de las manifestaciones culturales más importantes hecha por los hombres para el sostenimiento de las sociedades, no sólo con


respecto a sus necesidades alimentarias, sino también con las espirituales; pues como sabemos ello no ha sido motivo para disociarlo de las prácticas que precisamente son expresión de ese lado intangible de los pueblos, como lo son ancestrales mitos, creencias y ceremonias. La historia de Caracas no es un hecho aislado que se sustrajo de las influencias universales de la cultura del trigo. Por el contrario, podría afirmarse que son sus huellas indelebles las que dan la pauta y la fuerza necesaria para el despegue o arranque económico de la ciudad fundada por Diego de Losada el 25 de julio de 1567. No fue tarea fácil para los conquistadores encontrar una segura riqueza en un territorio hostil, bien sea por la férrea oposición que encontraron de parte de las poblaciones indígenas, a las enfermedades propias y extrañas, o a lo indómito de la misma naturaleza que tiende a ser un factor de anulación de sus esfuerzos como primer núcleo poblador peninsular. La única posibilidad de conjugar todos esos factores que presagiaban el fracaso de su temeraria y censurable empresa conquistadora, era pues arrancarle a las entrañas de la tierra no el ilusorio metal precioso, sino las doradas espigas del trigo: En efecto, los sembradíos de trigo sustituyeron la búsqueda infructuosa de riqueza fácil representada en la extracción del oro; ello pues contribuyó a crear una base segura o confiable a la incipiente vida económica de la ciudad, a través de la exportación de harina y bizcochos de alta demanda en Las Indias, especialmente Santo Domingo, Puerto Rico y La Habana, que se comerciaban desde La Margarita. El valle de Caracas fue pues asiento de trigales y molinos cerca de sus principales afluentes como el Catuche, Anauco, Caruata y el río Guaire. Sus propietarios desde luego eran los principales vecinos de Santiago de León, que habían recibido grandes extensiones de tierras cultivables y permiso para instalar molinos de parte del Ayuntamiento de Caracas.1

Quien nos ilustra de forma contundente la importancia del trigo en la economía colonial venezolana en sus primeros años, es el doctor Eduardo Arcila Farías, cuando nos dice: “Acaso llame la atención que la harina producida en el país hubiese jugado un papel tan importante no sólo en la economía interna de la antigua gobernación de Venezuela, primeros tiempos de su vida como dominio europeo, sino con otros territorios de la corona española dentro del área del Caribe. La harina era producto del trigo plantado en las tierras ubicadas en las inmediaciones de Caracas y en los Valles del Tuy, donde fueron distribuidas entre los pobladores 6.291 fanegadas de tierra en los años de 1577 a 1600. Por lo menos la mitad de la superficie fue destinada al cultivo del trigo, cuyas cosechas superaron la cifra de 20.000 arrobas anuales pues deducido el consumo interno quedó un excedente para la exportación de unas 13.000 arrobas anuales en el quinquenio de 1601-1605 o sea un total de 63.671 arrobas(...). El decaimiento de las ventas de la harina en Cartagena y puertos insulares del Caribe, puede atribuirse a varios factores, entre ellos y acaso el de mayor incidencia, el interés de los agricultores por otros cultivos de mayor rendimiento y a una más intensa actividad pecuaria...” 2

Al iniciarse el nuevo ciclo de la economía colonial representado por la explotación del lucrativo cacao, la ciudad de Caracas, pese a quedar en una situación precaria en cuanto a la producción de harinas; las actividades que se vinculan directamente a su empleo, esto es, las panaderías, acusaron un incremento en atención a una mayor demanda del consumo


del pan y sus derivados, producto a su vez, de un incremento de la población urbana en lo que restaría del período colonial. Son innumerables los interesantes episodios que podríamos hacer en referencia al expendio y consumo de pan en Caracas. Por ejemplo, la desaparición de la producción de trigo fue resuelta a través de la lógica importación del vital producto, lo que sería objeto de un brutal monopolio por parte de la Compañía Guipuzcoana, al imponer precios casi siempre reñidos con la sensatez y la justicia. Esta situación creó un cuadro desfavorable a lo largo de todo el período colonial, donde la escena mas relevante sería la especulación que se desata tanto en la confección como en el expendio del sagrado alimento; es decir, un pan mal elaborado con el agravante de estar fallo en su peso y fuera de los precios que fijaba el Ayuntamiento todos los años. En pocas palabras, la salud pública de no pocos caraqueños se mantuvo invariablemente amenazada por el consumo de un amasijo de pan de factura dudosa y a unos precios prohibitivos a las gentes más pobres que debían, forzosamente, conformarse con el pan de maíz conocido popularmente con el nombre de hallaquita. El cisma de esta problemática acontecerá a fines del siglo XVIII cuando el Síndico Procurador del Ayuntamiento de Caracas, recurra al ingenioso dictamen de obligar a los panaderos de la ciudad a hacerle marcas a sus panes para así poderlos identificar, puesto que la mala calidad del producto se había generalizado en términos alarmantes tanto para los consumidores como para las mismas autoridades. En este particular cabe hacer una aclaratoria y esta es la relativa al cierto anonimato en el que trabajaban las panaderías, que las hacían ajenas a seguir un preciso reglamento para la confección de sus productos. Estos por lo general no eran expedidos por los panaderos, sino que los colocaban en las bodegas y pulperías de la ciudad, o en las casillas y canastas del mercado de la Plaza Mayor; y cuando no los vendían esclavas por las calles de Caracas, dando muestras de una de las tantas formas que ya había adquirido el buhonerismo en aquellos tempranos tiempos. Hemos localizado en nuestro invaluable Archivo Histórico de Caracas, un caso que ilustra en parte la problemática anteriormente expuesta. Trata este de un intento por establecer un monopolio en la venta del pan en la Plaza Mayor de Caracas por Joseph Bosque en 1793, quien contó con el amparo del Regidor José Hilario Mora y aparentemente, con la anuencia del Gobernador Don Juan de Guillelmi. Las mentes de estos personajes, con toda seguridad, nunca llegaron a imaginarse que una mujer, Doña Catalina Francisca Díaz, echaría por el suelo este lucrativo negocio. El 7 de enero del referido año, Joseph Bosque envió una larga representación al Cabildo caraqueño en calidad de apelación. Por el mismo, nos enteramos que reclamaba la exclusividad de la venta de pan en la Plaza Mayor, por haber invertido cerca de seiscientos pesos en la construcción de tres casillas, “...todo con el fin de que se vendiese (el pan) con más aseo desde la mañana hasta la noche”. Sin embargo, el solicitante reconocía que tales casillas estaban ubicadas en el rincón más inmundo de la plaza; es decir, donde están las bestias amarradas y de paso lugar de las gentes para: “Hacer aguas y demás sin que nadie se lo pueda impedir, de modo que la misma inmundicia impide que la gente compre en dichas casas. Pero esto no es el principal problema -dicesino que los mismos sujetos que alquilaban sus casas, vienen todos los días con sus canastas


de pan y poniéndose delante de dichas casas, hacen sus ventas sin que nadie se lo estorbe; de que resulta que los que las tienen venden poco o nada (...). El señor Regidor Don Hilario Mora, que fue quien dio esta disposición, aseguró al exponente, que nadie vendería pan en la plaza, sino los que hicieren casa, bajo cuya palabra el suplicante no dudó emplear en ellas tanto dinero”3

Todo este enredo cargado de angustias para Joseph Bosque, debido a los impuestos, la inversión y la escasa ganancia por la poca venta de su negocio, comenzó cuando alquiló una de esas casillas para la venta del pan a Doña Catalina Díaz y ésta, inconsultamente dejó sin efecto el compromiso para continuar el expendio de la hogaza en canastos por medio de sus esclavos, precisamente frente a las casillas, con la correspondiente ventaja que ello significaba para la desertora de un negocio de naturaleza amañada en su origen. Enterada la Doña de la denuncia interpuesta en su contra por Joseph Bosque, refutó al aludido en los siguientes términos: “Digo que no tengo otra cosa con que mantenerme la vida humana que lo que produce el amasijo de pan de trigo en que me ejercito, este lo hago expender por medio de mis esclavos y peones en la Plaza Mayor y otras partes. Los días pasados me he encontrado con la novedad de que se me han devuelto para la casa dichos esclavos y peones con los canastos de pan sin haberlos vendido, exponiendo había sido motivo de que los porteros de este Ilustre Ayuntamiento los habían corrido de la plaza e impedido la venta por que no tengo casa destinada al efecto; influidos sin duda de los demás dedicados a mi mismo ejercicio: hecho que se hace increíble lo permita, ni haya mandado Vuestra Señoría. Que mis facultades sean tan cortas que no me permitan poner casa como algunos otros, el perjuicio es mío, porque mis peones fatigados del sol y de la lluvia tienen que abandonar el puesto. Las casillas son por pura utilidad de los panaderos, y no del público. Todos los que tienen que vender tienen derecho a la plaza para su expensión: (sic) al público le es indiferente comprar en casillas o en canastas(...). A Vuestra Señoría suplico se sirva mandar a dichos porteros y a cualesquier otra persona(...) no impida a mis esclavos y peones la venta del pan en ella, en lo que recibiré merced con justicia.”4

El 28 de enero de 1794, el Ayuntamiento resuelve “que no se prohiba la venta de pan de trigo y bizcocho fuera de las casillas”, con la precisa condición de colocar sus ventas a una distancia de 25 varas de aquéllas. La Díaz hizo valer su derecho al trabajo, valida tal vez de su condición de mujer blanca, poseedora de esclavos y peones. El caso de las mujeres panaderas es quizás el mejor ejemplo que tenemos para ilustrar las limitaciones que, soterradamente actuaban en contra de las representantes del sexo femenino que desempeñaban un reconocido oficio o arte. En efecto, las panaderas a lo largo de los tiempos coloniales, conformaron un grupo poderoso si las comparamos con el resto de las demás mujeres que vivían de otros oficios en el medio urbano. Ya tuvimos ocasión de ver cómo una de ellas, Doña Catalina Díaz, supo ganarse su derecho para el sustento diario con su trabajo. Toca ahora referirnos a la defensa que emprenden dos damas dedicadas a este mismo oficio de panaderas ante las acusaciones del Síndico Procurador de la Ciudad, un año antes de los acontecimientos que precipitaron la Independencia de Venezuela. En 1809 Doña Catalina Arias y Juana Romero, “prestando voz por los otros beneficiarios del pan de trigo de esta capital”, responden a las pretensiones del Síndico Procurador de mantener inalterado el precio del pan, que según sostienen los panaderos, “...importan en


esta época triplicadamente a los que valían treinta años hace...” de haberse fijado el precio de a real la libra. 5 Entre los muchos argumentos interesantes que aluden en su representación estas doñas de armas tomar, encontramos el siguiente pasaje: “A pesar del poco o ningún lucro no podemos abandonar el ejercicio, pues casi todas las mujeres que lo tenemos, somos unas pobres viudas sin otro arbitrio que éste, y de dejarlo, no sólo perdemos en los muebles de la manufactura una considerable cantidad, sino que mientras nos acreditamos en otro trabajo tendremos que sufrir todos los horrores de la miseria, y no menos perjuicios le seguirán a los hombres que lo ejercen (...) nos parece no ser perjudicial al público, ni opuesto a la equidad en que se nos fije a catorce onzas el real después de cosidos (los panes). Por tanto confiados en lo que Vuestra Ilustrísima concretará su paternal clemencia con su acendrada rectitud, le suplicamos se digne acceder a nuestra pretensión decretando lo conveniente al éxito de ella y que lo vendamos por cuentas como se ha estilado hasta aquí. Caracas 18 de septiembre de 1809”. 6

El Síndico Procurador Isidoro López Méndez, elaboró un largo informe atinente a lo solicitado por los panaderos al Ayuntamiento. En su opinión eran inaceptables las demandas, pues armado de datos y relaciones sacadas del archivo, sostenía el perjuicio que ello provocaría a los pobres: “Para evitar pues los perjuicios -decía- que de estos abusos (incremento de los precios del pan y robo en el peso) se sigue al público es importante se forme un gremio de panaderos que indispensablemente sean examinados”7 Lo más importante a destacar en este asunto, es que el establecimiento del gremio de panaderos de Caracas, llegó a formalizarse sin el concurso del sexo femenino, a pesar de la destacada figuración que habían alcanzado las mujeres en este oficio a fines del siglo XVIII. Con ello se cerró la única oportunidad, pensamos, que tuvo la mujer trabajadora para equipararse con los hombres en el desempeño de un arte calificado y sujeto a una reglamentación gremial oficial. A continuación damos a conocer los nombres de algunas mujeres dedicadas al beneficio del pan en Caracas, en la última década del siglo XVIII. Es muy posible que su exclusión en la formación del gremio de panaderos en 1809, explique la ausencia de estas trabajadoras en este importante oficio del beneficio del pan, por lo menos oficialmente, en los padrones de comerciantes levantados a lo largo del siglo XIX en Caracas. Tan sólo quedó como recuerdo de ellas, un refrán muy conocido en nuestra ciudad, para calificar a la mujer desvalida y presa de constantes humillaciones: “La hija de la panadera”. -

Catalina Francisca Díaz Catalina Arias Juana Romero Carmen Pérez Leonor Pérez Catalina Padrón Juana Arrechedera Las Monjas Concepciones Rosalía Zárate


-

Vicenta Miranda Rosalía Hermoso Brígida Hermoso 8

Cuando acontece el terremoto de 1812, en plena guerra de emancipación nacional, nos dice John G.A. Williamson en su libro Las Comadres de Caracas, que el Congreso de los Estados Unidos acordó donar a Venezuela, cinco barcos cargados de harinas de la marca “Harry Caballo Ligero”, dándose la comisión a Alexander Scott. En esa oportunidad no crean que fueron devueltas las embarcaciones estadounidenses con su precioso cargamento, el detalle estuvo que llegaron un poco tarde y la harina fue confiscada por las autoridades realistas. 9 Las panaderías como establecimientos propiamente dichos, es cosa del siglo XIX. Es justamente en el transcurrir de esta centuria cuando en Caracas se verifica la aparición de locales destinados a la venta del pan sin las intermediaciones de pulperos y bodegueros que encarecían un poco este producto. Es muy posible que ello fuese estimulado tras el establecimiento de las dos primeras panadería de dueños extranjeros, es decir, un francés y un inglés, en 1825. Con respecto a este último apareció en el diario El Colombiano, el 16 de noviembre de ese año, un aviso que decía: “Jayme Campbell, llegado de Londres, se toma la libertad de informar a sus amigos y al público, que intenta principiar su oficio de panadería el 20 del corriente, en la calle de Las Leyes Patrias No. 18, donde promete satisfacer generalmente a los que le favorezcan, siendo sus marchantes. Asegura que su pan se conservará fresco por ocho días, pues se levantará con levadura de cerveza, como se hace en Inglaterra y Norte América. Además de los dichos hará pan francés, roscas de leche y bizcochos de manteca”10

Una de las principales instituciones benefactoras como lo fue la Sociedad Económica Amigos del País, en 1832, se interesó en estimular el cultivo, molienda y preservación del trigo en Venezuela, dedicando un cuaderno alusivo a ese objeto.11 Sin embargo, estos esfuerzos no fueron debidamente correspondidos por interponerse otra serie de intereses económicos, siendo el principal quizás el de los comerciantes importadores de trigo, especialmente los ingleses. Tan grande eran las influencias de este sector comercial que todavía en 1864, el Presidente del Concejo Municipal de Caracas, debió denunciar el monopolio de la harina impuesto por la Compañía Boulton en estos términos: “El alimento del pueblo no puede ser jamás objeto de monopolios. El pan y la carne con que se alimenta el infeliz no debe convertirse en agio para el esquilmador. Deben estar precisamente sujetos a una tarifa rígida que impida y estorbe los abusos (...) ¿por qué nos despojamos de nuestros más sagrados derechos, y toleramos que la miserable comisión de ganado nos arrebate la carne y la casa de Boulton nos monopolice la harina...? El clamor y las necesidades del pueblo demandan urgentemente que se adopte una medida sabia y eficaz que evite estos abusos, y el Concejo Municipal se propone establecer la tarifa competente para llevar los deseos de sus comitentes” 12

Seis años después, en 1870, el Presidente de la República, General Guzmán Blanco, refrendó un decreto cuya intención no era liquidar el monopolio de la harina, sino mitigar éste de alguna manera, incentivando el cultivo del trigo en el país y su panificación según el espíritu del referido decreto. Para ello autorizó la importación de semillas de Las Canarias y Estados Unidos, difundió cartillas técnicas para el cultivo del renglón agrícola,


estableciendo además un impuesto a la harina importada. También se fomenta la construcción de molinos y se hace obligatorio llevar un minucioso registro de sus actividades, etc. Pese a estos incentivos oficiales, prevaleció el monopolio de las casas comerciales y el proyecto se hundió en el fracaso.13 Otro de los problemas que tenía su peso específico en torno al beneficio del pan de trigo en Caracas, era el inveterado y por lo tanto irresoluto asunto de la higiene en el proceso de amasijo y panificación del trigo. Tercamente los panaderos de Caracas mantuvieron incólume su ancestral tradición de especular con el prójimo, deduciendo a costa de la salud de éstos, los efectos del alto costo de las harinas monopolizadas por las empresas del ramo. Sin embargo, no todo podría atribuírsele, como veremos, a los precios cartelizados de las harinas o sus recurrentes acaparamientos; también los “ahorros” podían obtenerse en el empleo de harinas de mala calidad, e indistintamente a la clase de éstas, en la panificación agregándole a las harinas sustancias nocivas como levaduras alteradas, alumbre, sulfato de cobre, sulfato de zinc, etc. Por tales razones no fueron pocas las veces que debieron actuar las autoridades con mucha firmeza, para evitar este tipo de abusos que daban un pan ácido y de muy mal aspecto. Las medidas coercitivas tendientes a erradicar tales prácticas insanas para la salud pública en Caracas, iban de multas que oscilaban entre 200 a 500 bolívares, arrestos por ocho días, decomisos del producto o pérdida de la licencia. A principios del siglo XX, la actuación del Concejo Municipal en este asunto, se hizo un tanto reiterativa, lo que nos da una idea de la intensidad de los problemas que venían presentando las panaderías en el expendio del pan en la ciudad de Caracas. Así vemos cómo el Gobernador del Distrito Federal Emilio Fernández, rubricó un decreto el 17 de diciembre de 1900, bajo el No. 20, en donde se establecía entre otras cosas, lo que sigue: Art. 4º. Las materias primas que se empleen en la elaboración del pan de trigo, bizcochos o galletas, deben ser de primera calidad. Art. 5º. Los dueños de panaderías, como también los dueños de establecimientos donde se expenda el pan, pondrán a la disposición de la autoridad, para ser examinados, cada vez que lo requiera, las harinas y materias primas que se usan en la elaboración del pan.14

El Reglamento de Higiene inserto en la Gaceta Municipal No. 220, de fecha 10-8-1903, correspondiente a los Nos. XL al XLIII, dedicado a las harinas, pan y galletas, que pasamos a transcribir en su totalidad, debido a su importancia, nos da una idea de la magnitud del problema que existía a principios del siglo XX: prohibe la venta de harinas, obtenidas de cereales que se encuentren en las condiciones señaladas en el artículo anterior: mezcladas con sustancias minerales, carbonato de cal, sulfato de cal, talco, etc., harinas de leguminosas o cualquier otro polvo extraño; fermentadas o invadidas por parásitos animales o vegetales. XLI Se prohibe la venta de pan fabricado con harinas de mala calidad, conforme al artículo precedente: o al que se haya añadido alumbre, sulfato de cobre, sulfato de zinc, etc., con el objeto de favorecer la panificación de harinas averiadas o con cualquier otro objeto. XLII Se prohibe la venta de pan mal cocido, elaborado con levaduras alteradas, de panificación imperfecta, de sabor u olor ácidos invadidos por vegetales criptogámicos o alterados de cualquier otra manera.


XLIII Para la venta de bizcochos y galletas, se imponen las mismas restricciones que para el pan, prohibiéndose el empleo de materias colorantes nocivas.15

Hemos tenido a la vista el informe que elaboró el inspector de panaderías M. Rodríguez Yanes, el 26 de noviembre de 1918, con atención al Gobernador del Distrito Federal, relativo a las medidas adoptadas para contrarrestar las especulaciones en la calidad y precio del pan en Caracas. Refiere el aludido inspector, la escasez de harinas debido al desabastecimiento generado por la Primera Guerra Mundial, lo que: “...ha dado ocasión para que los pocos importadores del artículo extremen sus especulaciones, trayendo esto como consecuencia legítima, el precio excesivamente alto a que se vende el pan. Esto unido a la poca bondad de las harinas que se emplean, han hecho que el referido producto sea caro y no recurra las condiciones de bondad y pureza perfectas...”. 16

Tratábase de harinas de procedencia chilena y no de Estados Unidos, que gozaban de preferencia en Caracas. Se buscaba en síntesis reducir el precio del bollo de pan de 40 gms. y mejorar su otrora calidad. La inspección se redujo a los siguientes establecimientos: Gradillas Montauban & Cia. Sociedad ’’ ’’ Manduca ’’ ’’ Solis A. y E. Banchs Altagracia ’’ ’’ Ibarras D. Collado Ferrenquín T.P. Lairise Guanábano T. Marrero Velásquez A. Cardier Gobernador Francisco Reyes Jesús Tomás Linares Salvador de León Manuel Rodríguez Capuchinos Antonio Rodríguez Expendios Miracielos Montauban & Cía. San Juan ’’ ’’ 17

Pese a los inocultables inconvenientes que hemos venido tratando, sería injusto y poco apegado a la verdad, no reconocer que también las panaderías de Caracas, se habían granjeado fama por la excelente calidad de sus productos. Desde 1825 cuando aparecieron las primeras panaderías regentadas por un inglés y un francés en Caracas, Jayme Campbell y probablemente Montauban; ello se tradujo en una benéfica competencia que obligó a muchos panaderos criollos a mejorar la calidad de sus productos para no perder a sus cautivos “marchantes”. Recordemos que una de las primeras iniciativas que se adoptan años después, será la de registrar sus marcas y a utilizar fuerza mecánica de manera de introducir mejores condiciones de higiene, tantas veces impugnadas por el público y las autoridades, en la confección del pan. Hacia 1875 existían en Caracas 23 panaderías y el proceso de mecanización y registros de las marcas de éstas, se inician en 1886 con las industrias de Pablo Ramella con la firma “Pan de trigo marca R”; la marca “B” será en 1888 del señor Benoli y el célebre Montauban Augé en 188918 .


La panadería modelo de Caracas del señor P. Ramella, ubicada en la esquina de Las Gradillas, fue quien introdujo también por primera vez la mecanización para el proceso de confección del pan, y tuvo además la idea de que esta mecanización fuera a la vista del público para darle crédito indubitable de que sus productos eran de extrema higiene y excelente calidad. Como pionero de la industria del pan y visionario de los buenos negocios, Ramella se hizo de la publicidad de los medios impresos de Caracas, especialmente la revista El Cojo Ilustrado que publicó un largo artículo de la pluma de Eloy Guillermo González en el No. 273 del 1º. de mayo de 1903. Cabe acotar que la mecanización de su panadería de Las Gradillas, se adelantaba al cumplimiento de la Resolución del Reglamento de Higiene que mandó a publicar el Concejo Municipal de Caracas, el 17 de diciembre de 1903, al cual ya hemos hecho el debido comentario. La modernización en palabras del articulista, se reducía a los siguientes aspectos: “Así, los antiguos talleres y oficinas interiores de la Marca “R” -tradicional en nuestra industria- han sido reformados desde las bases, distribuidos en cuatro departamentos especiales y provistos de todos los elementos indispensables, ya que el objetivo del señor Ramella es entregar a la circulación un producto que desde el taller mismo pueda fiscalizar el público y asegurarse por propia observación de su bondad y pureza de procedencia(...) Diariamente, fuertes mangas de agua conservan en perfecto estado de aseo los pisos, paredes y techos interiores(...) los hornos apenas dejan ver las compuertas que los cierran, incrustadas en paredes refractarias. En conjunto, de la vista de todos los talleres, hogares, laboratorios y depósitos, no se domina sino la galería de máquinas movidas a vapor y electricidad...”. 19

La modernidad en modo alguno cambió nuestras costumbres tradicionales en el expendio de pan. Nos referimos especialmente a los repartidores que llevaban el crujiente pan francés o de otro tipo en sus canastos como en los tiempos coloniales. Pero los que se hicieron más proverbiales eran aquellos que iban a lomo de sus mulas o burros de pintorescos nombres, recorriendo las calles de la ciudad al son de ingeniosos pregones anunciando sus productos. Todo el vecindario era abastecido del pan de su preferencia en las mañanas y las tardes en la más completa familiaridad entre esos repartidores y sus marchantes, que se daba hasta el lujo de un fiado que permitía saborear, cuando faltaban los metálicos, las ricas tunjas, los caraqueños, roscas y los afamados pan sobado, francés y de Sarría. Estos personajes pintorescos sólo los borrará de las esquinas de nuestra ciudad, la picota del llamado “progreso” que se inicia propiamente en 1942, cuando se emprende la construcción de la reurbanización de El Silencio. Sus herederos serán entonces repartidores en bicicletas y también motocicletas de raros aspectos por llevar un cajón en uno de sus costados, conducidas por individuos de ininteligible hablar. Se inicia así un cambio de propietarios de nuestras tradicionales panaderías que van a parar a manos de italianos, aunque bueno es advertirlo, de una calidad excepcional. Para concluir estas líneas, bien vale la pena citar las nostálgicas notas que escribirá nuestra querida cronista oficiosa Graciela Schael Martínez hacia los años cincuenta, cuando ya la bruma del tiempo y del “progreso” en la ciudad, hacía desaparecer la simpática figura


de estos personajes, encargados de mantener la tradición del consumo de pan en la ciudad, según su peculiar andar y vocear: “El panadero, cuya estampa -jinete en bien o mal nutrido asno o mula- a veces peatón, abrumado por el peso de repleta cesta, se hizo familiar en la Caracas de antaño, tuvo a su cargo abastecer no sólo a las casas de familias del vecindario, sino también las entonces llamadas bodegas o pulperías, las pensiones y hoteles. Dos veces al día, casi al amanecer, y por las tardes, hacía su aparición, recorriendo la ciudad de calles empedradas y polvorientas. Anunciaba su presencia dando la voz de ‘panadero, pan’, (...) Salía a atenderlo la sirvienta o criada con una pequeña cesta o paño blanco, donde recibía la ‘cuenta’ o la ‘media cuenta’, de pan criollo o isleño, que compraba la familia. Era sociable el panadero. Decidor de piropos a la criada, atento e interesado por su salud, si era la doña de la casa quien lo atendía. Galante y halagador, si se trataba de alguna de las muchachas (...) A esas horas [las tardes] recogía también en las pulperías y otros sitios, el pan ‘frío’, el que no se había vendido. Después en las panaderías, éste, cortado en rodajas, y tostado en el horno, se convertía en lo que llamaban ‘pedazos’ o ‘tostones’ que venderían luego a precios ínfimos(...) Para las gentes excesivamente pobres esos ‘pedazos’ eran casi una bendición” 20

Hasta finales de los años setenta del siglo XX, el pan frío todavía significaba para las barriadas pobres de la ciudad, una segura fuente de alimentación diaria en sus casas. Al operarse un cambio en los dueños de panaderías, que pasan a ser de los inmigrantes portugueses, a partir de los años ochenta, la venta de pan frío tendría sus días contados, lo que suponemos hizo que apremiara el hambre de los más necesitados, al no expenderse estos remanentes del pan, que ahora serán reciclados para elaborar otros productos, debido a los cambios tecnológicos introducidos en las panaderías que permiten el aprovechamiento con mayores beneficios económicos, que los que reportaba la venta del “pan frío”.

Capítulo XV

El carnaval: Crónica de una fiesta prohibida La celebración del carnaval en la ciudad de Caracas ha sido una tradición cuya singularidad más característica, es de haber encabezado la larga lista de juegos prohibidos. Probablemente esta sea la razón de su longeva existencia en los avatares de una ciudad que hace ya bastante tiempo traspuso cuatro siglos de vida histórica. Lo así afirmado, supone pues, que los caraqueños se han moldeado en la terquedad o tozudez de hacer lo que se les prohibe sin importarles un bledo sus consecuencias. Baste decir que esta forma de ser la certificaron universalmente cuando depusieron del mando al Gobernador y Capitán General Vicente de Emparan el 19 de Abril de 1810. Si bien es cierto que los caraqueños aprendieron muy temprano a conspirar contra las autoridades españolas, no deja de ser también verosímil, su disposición al entretenimiento, aunque éste implicara asumir peligros como los que están asociados a los complot políticos. El juego de carnaval en Caracas hasta el último tercio del siglo XIX, es sin duda alguna la historia de una diversión peligrosa que se superpuso al veto de las autoridades y a la racionalidad de convivencia social.


Pese a que no disponemos por ahora de evidencias documentales sobre el carnaval para el siglo XVII en Caracas, ello no anula lo que hemos venido sosteniendo; esto es un auténtico problema de orden público que no encontró solución si no hasta bien avanzado el siglo XIX. Es a comienzos de la centuria décimo octava, cuando encontraremos las primeras noticias un tanto difusas sobre la práctica del juego de carnaval en Caracas. Quien insufla vitalidad a las carnestolendas en Caracas es el excéntrico Gobernador José Francisco de Cañas y Merino (1711-1714). Poco entusiasmo sintieron los caraqueños por la extravagante afición del Gobernador de hacer carreras de gatos o decapitar pollos enterrados en el suelo en veloz carrera a caballo. Sin embargo; cuando de carnaval se trataba, la empatía entre pueblo y gobernante era a no dudarlo desenfrenada. En las carnestolendas de 1714 poco antes de concluir el mandato Cañas y Merino, los excesos del Gobernador en la fiesta de carnaval de ese año, dieron lugar a una conspiración en su contra por los mantuanos, que lo depusieron del poder remitiéndolo a España en calidad de reo con grillos y cadenas. Cañas y Merino junto a sus acólitos, habían ultrajado a una damisela de estado llano que tuvo el infortunio de arrojarle agua al Gobernador mientras se divertía con sus iguales empleando azulillo, almidón, almagre y otras sustancias utilizadas para pintarrajearse1 . Curiosamente, fue ese episodio carnestolendo que le puso fin a la intensa carrera de arbitrariedades cometidas por Cañas y Merino en la ciudad de Caracas. En el transcurso de las siguientes décadas, el carnaval adquirió fisonomía propia y se granjeó la fama de juego peligroso al punto de ser prohibido años tras años por los Bandos de Buen Gobierno suscrito por los Gobernadores a instancias del Ayuntamiento de Caracas. En balde fueron emitidas estas disposiciones, pues Caracas se sumergía en la liviandad del carnaval; esto es, dejar al prójimo empapado con agua limpia o sucia, embadurnado con harina, pintarrajeado con almagre y aceite, negro humo, azulillo; arrojarse huevos podridos que llamaban conchas, frutas descompuestas, almendras, anís, arroz o cualquier otro objeto que sirviese al propósito. Las calles y adoquines de los zaguanes eran cubiertos de engrudo, para que resbalasen los atacantes, quedando así a merced de una reprimenda del “enemigo”. Las autoridades cerraban las pilas públicas de la ciudad, lo que era resuelto con el generoso aprovisionamiento que hacían los aguadores de Caracas que llegaban a las puertas de las casas para complacer con el líquido a toda la familia. El miércoles de ceniza que ponía término a los tres días de desenfrenado carnaval, arrojaba como saldo muertos, heridos y contusos; las paredes de los edificios y casas de la ciudad, manchadas de sustancias nocivas que daba prueba de la refriega; y desde luego, un considerable amontonamiento de denuncias ante las autoridades de parte de quienes se consideraban víctimas del incivilizado juego de carnaval. Para mediados del siglo XVIII el influyente Obispo Diego Antonio Diez Madroñero, trató de meter en cintura a los descarrilados caraqueños prohibiéndoles, no las insanas prácticas de las fiestas carnestolendas, sino lo que él consideraba más censurable, esto es “...los baños de los zagalejos en las casas de ciertos moradores de Santiago de León y los retozos y bailecitos populares, los tocamientos y morisquetas de los sexos, los juegos de la ‘gallina ciega’, la ‘perica’, el ‘escondite’, y el ‘pico-pico’ ”:


“Que se hagan balas si quieren, decía el Obispo; pero que no se acerquen, pues no conviene tanta incongruencia. ¿Qué hacer? Concibió entonces el proyecto de sustituir el juego del carnaval con el rezo del rosario... ‘Voy a acabar con esta barbarie, que se llama aquí carnaval; voy a traer al buen camino a mis ovejas descarriadas, que viven en medio del pecado’ ” 2.

Muerto el prelado el 3-2-1769, la costumbre del juego de carnaval pareció encontrar derroteros más civilizados. Uno de sus promotores fue especialmente Don Esteban Fernández de León, entonces Director General de la renta del tabaco. Supo Don Esteban alternar con el legado del Obispo, pues si bien se rezaba, se podía bailar, si se ayunaba también se daban banquetes. El uso del agua y otras sustancias quedó para las siempre sospechosas esclavitudes: “Las demás clases sociales bailaban en comparsas y jugaban con arroz, confites y cosas por el estilo, así en las calles como en las casas, como sucede hoy. Había además el aditamento de grandes comidas y luego baile para terminar el día”3 .

Pero no son tan exactas las apreciaciones del autor de la anterior cita, Lino Duarte Level, pues hemos podido localizar datos que refuerzan nuestra hipótesis sobre la terquedad de los caraqueños de jugar con liviandad el carnaval, pese a las inflexibles disposiciones de las autoridades de prohibirlo. Así por lo menos lo expresa el Bando de Buen Gobierno del Gobernador Juan de Guillelmi, el 2 de febrero de 1790, cuando dice: “...aunque todos los años para el tiempo del carnaval ha hecho publicar bandos a fin de que no se juegue el que llaman de carnestolenda con agua ni otros ingredientes o materiales que pueden dañar a las gentes, he observado que no se cumple con la debida puntualidad, por lo cual atendiendo a que se acerca dicho tiempo, ordena y manda que ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición que sea, eche ni arroje aguas ni otras materias e ingredientes de que se usan... apercibidos a los delincuentes con la multa de 6 pesos y 8 días de cárcel... los que tuviesen con qué satisfacer, y los que no con 2 meses de trabajos en obras públicas”4.

Una década después, seguían intactos los problemas derivados del juego de carnaval en Caracas, lo que quiere decir entonces, que se mantenían las prohibiciones. Ello nos lo confirma la autorizada opinión del Gobernador Manuel Guevara Vasconcelos, en su Bando de Buen Gobierno, fechado el 8 de febrero de 1800. El contenido de dicho bando, para nada se diferenciaba de los anteriores en esta materia, pues así lo hace patente el aludido Gobernador cuando dice: “...que sin embargo de los repetidos bandos anteriormente mandados a publicar por los señores antecesores y estrechos mandatos dirigidos al sólo fin de prohibir el juego y diversiones mal introducida de carnestolendas, con agua de colores y otras especies perniciosas a la salud pública, no ha sido fácil evitar y conseguir tan deseado bien que nada menos resulta de la prohibición de entretenimiento de aquella naturaleza que (ilegible) varias enfermedades que acometen y discordias que suelen originarse; en virtud y efecto de hacer cumplir y ejecutar tan juiciosas intervenciones de Su Señoría, y prohibir como estrechamente prohibe los citados juegos de carnestolenda con agua especies de cualquier clase que sean apercibiendo a todos los transgresores, siendo personas blancas con ocho días de prisión en la cárcel pública, cuarteles o en el lugar que privativamente corresponda según la clase; y siendo de color con un mes de prisión en la cárcel de corrección, desterrado al servicio de obras públicas con grillete al pie conduciéndose allí desde el lugar donde fue aprehendido, y


en consecuencia encarga a los señores Alcaldes Ordinarios, y ordena y manda al Alguacil Mayor de esta ciudad y demás Alcaldes de Barrios, ayudantes y Ministros de Justicia, celen exactamente el cumplimiento de este bando, sin permitir el menor disimulo so pena de tomarse contra los tolerantes providencias a que haya lugar, y para que no se alegue ignorancia y llegue a noticia de todos, se publicará este bando a usanza militar en los parajes acostumbrados.”5

El 9 de febrero de 1809, es decir, nueve años después de la anterior prohibición, el Gobernador Juan de Casas, tomará medidas destinadas a atender la misma problemática en su Bando de Buen Gobierno: “...el grosero juego o diversión que llaman de carnestolendas -dice-, mojándose las gentes recíprocamente con agua y otras especies, que ha llegado al término de tener contiendas y ofenderse unos a otros con peligro de vidas(...) a los contraventores se le imponen multas de cien reales siendo personas pudientes(...) y a los que no, diez días de prisión.” 6

Como hemos visto, el juego de carnaval a todo lo largo del período colonial, fue un verdadero tormento para la tranquilidad de las autoridades de la ciudad de Caracas, pues a pesar de las medidas coercitivas que adoptaban preventivamente para prohibirlo, sus arbitrios quedaban en cuestión ante la terquedad de los caraqueños de arrojarse a los brazos del Rey Momo, durante tres días de paroxismo colectivo. Esta costumbre no será alterada con el establecimiento de un Estado independiente en nuestro país, pues a título de ejemplo, bien valdría la pena transcribir una disposición del Ayuntamiento que hemos localizado en las Actas del Cabildo de 1813: “Teniendo en consideración que sin embargo de que en todos los años, las vísperas del carnaval se ha publicado bando prohibiendo las carnestolendas en las calles, con aguas, huevos, pintura y otras especies, de que ha resultado enfermedades, abortos y aún muertes, por causa del desorden que es propio; debiendo este Ilustre Ayuntamiento en la estación presente, más que en otra, velar por la bendeta pública el que se observen puntualmente las leyes de policía, acordó que con testimonio de esta acta se publique al señor Capitán General Jefe Político, se sirva mandar se repita el bando de costumbre y que salgan patrullas de armas por toda la ciudad y sus contornos para que celen puntualmente de su observancia. Caracas, 26 de febrero de 1813.” 7

Sería largo de continuar con esta crónica, pero para no abusar del lector, sólo me resta decir que aún existen prohibiciones sobre el carnaval, concretamente en lo referido al uso de agua, sustancias nocivas, disfraces indecentes y bebidas alcohólicas. Sin embargo, como antaño, de nada sirven estas disposiciones oficiales.

Capítulo XVI

La Navidad en Caracas Los Frailes Franciscanos, Lino Gómez Canedo y Juan de Legisina, en su biografía de San Francisco de Asís (a quien por cierto se le atribuye el haber construido en el mundo el primer nacimiento o pesebre hacia el año de 1223 en el convento de Fonte Colombo, Italia), describieron elocuentemente lo que es el espíritu de la Navidad en los siguientes términos:


“Gozo y alegría, entusiasmo en la bondad que lleva el hombre consigo como parte de su propia condición; dichoso estremecimiento del ánimo amistoso de la humanidad entera, amor y convivencia entre todos, son la realidad que ansía la emoción cristiana ante la presencia de Jesús recién nacido”...1

De modo que la Navidad no es otra cosa que la evocación bíblica del nacimiento de Jesús, cuyo ritual al conmemorar la iglesia católica, ya cimentada en los dogmas de su fe, se ha convertido en una tradición de hondo arraigo en el alma de la humanidad. Es decir, desde el 24 de diciembre del año 1223, el hombre no ha cesado de cantar alabanzas al Señor, pues a partir de entonces esa noche se hizo Buena, al celebrarse por primera vez y para siempre, el nacimiento de Jesús. Para San Agustín, ese acontecimiento fue el comienzo de la Navidad y con ella el reconocimiento de la división del tiempo histórico en un antes y después de Cristo; pero también la separación entre los hombres que practicaron el culto del nacimiento de la vida, idolatrando al sol, y los que cambiaron este concepto o principio adorando al enviado de Dios. En Caracas, la Noche Buena es sin duda una de las tradiciones más importantes de su historia. El advenimiento de la Navidad es la más esperada y festejada, por ser sinónimo de alegría, fraternidad, amor, y esperanza de prosperidad y felicidad. Es por ello, que se adelanta a la misma Noche Buena y se extiende luego de ésta por muchos más días hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria, que es cuando se pone fin al colectivo entusiasmo navideño. Desde luego que este entusiasmo ha tenido diversas formas de expresarse y de permanecer en una ciudad, que hace más de tres décadas traspasó los límites de cuatro siglos de existencia. En un poco más de la mitad de ese largo trayecto histórico, Caracas se mantuvo bajo el régimen colonial, y es más que obvio, que las primeras manifestaciones de celebración de la Navidad, se dieron en ese contexto. Las fuentes históricas se muestran poco reveladoras en torno al surgimiento de la tradición; sin embargo, por conducto de los ritos de la iglesia católica y su empresa evangelizadora, están los primeros pasos para su establecimiento. Nada de banquetes, regalos y estrenos caracterizaron las Navidades de aquellos años de la recoleta ciudad. El Cabildo que reglamentaba las costumbres y tradiciones de Caracas, había perdido su conexión o control sobre esa realidad a principios del siglo XVIII, al desconocer sus obligaciones de asistencia a las fiestas religiosas en las que la ciudad hacía votos a sus patronos y santos. Por ello comisionó a quien fuera el primer historiador de Caracas, Don José de Oviedo y Baños, en 1703, para que rehiciera las Tablas de Fiestas, pero este encargo sólo estuvo concluido para el 17 de noviembre de 1710. Es por este documento donde nos enteramos que en el mes de diciembre se celebraran tres eventos religiosos de obligatoria asistencia del Ayuntamiento, el 8 y 9 relativos a la Concepción de Nuestra Señora en la Catedral y el Convento de Monjas, y el 26 cuando se festejaba el segundo día de Pascua. Pero no todo se quedaba entre los muros de la iglesia y los conventos de Caracas. Habían otras costumbres caraqueñas que testimoniaron el entusiasmo del pueblo por la Navidad, a


través de espectáculos que representaban las escenas bíblicas del nacimiento de Jesús en pesebres y jerusalenes. Estas representaciones, se hacían en los corrales de gente humilde o en residencias de familias “blancas, decentes y visibles”, según nos dice José Antonio Calcaño.2 Para ello se improvisaban tablados o tarimas donde se reproducían escenas de la casa de la Santísima Virgen, el Templo de Jerusalén, el Portal de Belén y la Casa de Zacarías.3 Al principio fueron representados con muñecos o marionetas, para luego hacerlo con personas. Tal costumbre adquirió también la categoría de espectáculo “empresarial”, como ocurrió en la ciudad en 1787, por iniciativa de Manuel Barboza, quien logró autorización para su representación del Gobernador Juan de Guillelmi. Este primer espectáculo público de la Navidad, no tuvo buen comienzo. El enredo lo describe el talentoso profesor Calcaño, de la siguiente forma: “...Durante la Navidad de 1787, representaba Nacimientos en su casa Manuel Barboza,(...). Había obtenido del Gobernador y Capitán General, Coronel Don Juan Guillelmi, la autorización necesaria para ofrecer al público su espectáculo. Sucedió que el Oidor Decano de la Audiencia de Caracas, Don José Patricio de Ribera,(...) entró y presenció la función, la cual no le hizo gracia alguna. Don José Patricio fue con el cuento al Gobernador, y dijo que “aquellas risotadas y demostraciones sólo eran tolerables en los teatros de comedias y actos profanos”, y que las tales funciones perjudicaban a la veneración y culto debido a los Divinos Misterios. El Gobernador se inclinó a favor de la causa de Barboza. El Oidor escribió al Rey. El Rey escribió al Consejo de Indias. El Consejo escribió al Gobernador pidiendo informes. El Gobernador escribió al Consejo y le envió un abultado expediente en el que declaraban a favor de Barboza(...). Durante el tiempo que transcurrió este largo papeleo murió el Oidor Ribera, y las funciones de Barboza continuaron sin novedad.” 4

Para 1794 se había generalizado el espectáculo de los nacimientos vivos en Caracas, pero la censura se hizo presente por las mismas causas anteriores, lo que llevó a determinar a las autoridades civiles y eclesiásticas a prevenir “transgresiones”, prohibiendo la asistencia de ambos sexos al espectáculo de Manuel Barboza, sino una representación para hombres y otra para mujeres, eso sí, bajo el cuidado de un sacerdote.5 Pero había otro espectáculo, un tanto grotesco, que entusiasmaba escandalosamente al pueblo por quedar ajeno a las miradas escrutadoras y censurantes de los miembros de la iglesia y del Cabildo. Se trata esta vez de la celebración del Día de los Inocentes, el 28 de diciembre. Luego del ceremonial que hacía el Ayuntamiento “con decoro y lucimiento” en la Catedral, pues era antecedido con el sonar de clarines y un vistoso desfile de los cabildantes engalanados con sus uniformes de rigor; en la Plaza Mayor, estallaban cohetes, morteros y trabucos, tras lo cual: “...el pueblo daba rienda suelta a su contenida alegría, así en el centro, como en los diferentes barrios, donde tomaba forma diversos cuadros de olvidado folclor. Los villancicos, jerusalenes, nacimientos y parrandas, animaban con vario colorido los días subsiguientes que remataban en la Fiesta de Reyes, la cual llegó a ganar en El Valle el máximo esplendor. Pintados muñecos de vejigas, que simulaban desnudos recién nacidos con desorbitados ojos de terror, eran degollados en medio de una escena sangrienta, en la que un ebrio Herodes hacía correr a torrentes de almagre, la sangre que empapaba calles y plazas”...6

Para los inicios del siglo XX, ya habían desaparecido los Nacimientos en vivo. Sin embargo, éstos tuvieron su época de esplendor a lo largo de la segunda mitad del siglo


anterior. Desaparecida la censura religiosa, ocupa un espacio importante en estas representaciones de los nacimientos, el natural talento humorístico del caraqueño. Así la alegría de la Navidad, se le insufla el ingrediente de la comicidad, que era deleite del público que asistía con preferencia al teatro de Maderero o a los teatruchos de la esquina de Ñaraulí, Aguacate, Quebrada Honda y El Tejar. Coexiste en la ciudad otra variante de la tradición navideña, asociada al confort que se asoma con los signos de modernidad de la época guzmancista. Paseos, teatros, cafés, restaurantes, tiendas y almacenes, son concebidos para las clases pudientes. Allí también está presente el espíritu de la Navidad, fundamentalmente en lo que tiene que ver con las cenas de Noche Buena y Fin de Año, que se ofrecen en los restaurantes y elegantes posadas; en la Plaza Bolívar reciben las familias el Año Nuevo, anunciado por salvas de artillería desde la Planicie y el repique de campanas de La Catedral y las infaltables retretas. El Teatro Guzmán Blanco o Municipal, es propicio para ver nacimientos o escuchar villancicos y aguinaldos. El intercambio de regalos, lo que no excluye invitaciones para degustar en casas de familias, la tradicional hallaca, el pan de jamón, el dulce de lechoza y el jamón “aplanchado”; que son los elementos más simbólicos de la Navidad caraqueña. En estos años por cierto, hace su aparición en postales y tarjetas de Navidad, un personaje que comienza a rivalizar con el niño Jesús, me refiero a San Nicolás. Este será el comienzo de los obsequios para los niños como símbolo del amor que sienten estos personajes por la chiquillería, rememorando así la escena donde los Reyes Magos le llevan presentes al niño Jesús recién nacido. Pese a ser obvio, es pertinente aclarar que sólo los pequeños nacidos de padres acaudalados, fueron los primeros beneficiarios de esta tradición que apenas comenzaba a asomarse, pues los niños pobres deberán esperar por tiempos más promisorios. Con el inicio del siglo XX, la agitación y el contento del caraqueño por la Navidad, tenderá a acelerarse con la misma frecuencia que registran los cambios en la sociedad contemporánea. En la fiesta decembrina que anima a la friolenta Caracas, aparecerán nuevos signos emblemáticos de la Navidad que remozarán la tradición. Nos referimos a las parrandas, el arbolito y las patinatas. La vieja Caracas en indetenible tránsito a la nueva ciudad, experimentará un gusto especial por las parrandas navideñas. Estas parrandas eran animadas por improvisados músicos que “armados” de cuatro, tambor, maracas, panderetas, guires y el infaltable furruco, literalmente “secuestraban” el espíritu de la Navidad, y lo llevaban y traían de casa en casa, interpretando aguinaldos de inspiración propia y ajena: “Los hombres vestían [nos dice Lucas Manzano] de «liquiliqui», alpargatas, pañuelos de madrás color rojo o azul en el cuello y nada de armas, por que ni la ocasión era propicia para ponerlas en uso, ni la calidad de la gente a quien había de animar la «parranda» lo reclamaban. No iban los parranderos a la buena de Dios, por esas calles a oscuras a parar donde los sorprendiera el reloj; ¡no señor!. El organizador seleccionaba entre sus amigos la persona a quien se iba a serenatear. Si estaba en posibilidad de asumir por cuenta propia el costo de los obsequios que habían de consumir, le metían el pecho a la carga; caso contrario, solicitaba ayuda de los parranderos, que siempre socorrieron a sus víctimas. Hecho lo cual, perfectamente organizados, comenzaban a ensayar los aguinaldos”7 .


Como vemos, los parranderos improvisaban en la música de aguinaldos, mas no en el itinerario que se trazaban meticulosamente antes de incursionar y prender la estruendosa farra, que se iniciaba a las nueve de la noche y terminaba al siguiente día. Había además otros parranderos populares menos noctámbulos, que tenían de preferencia los templos de la ciudad. Con cierta impaciencia se apostaban a las puertas de las iglesias, y cuando el Sacerdote iba a dar comienzo a los sacramentos, irrumpían con la impetuosa alegría de sus notas musicales. Para las clases pudientes de Caracas, reacias a los escándalos propios de los parranderos, existía para su deleite las estudiantinas, expertas en un excelente repertorio clásico de villancicos y aguinaldos. Famosas fueron la estudiantina del extraño nombre de “Los Caballeros de la Sopa” y “La Caracas”. Lucas Manzano nos comenta que al estar sus integrantes: “...relacionados como estaban con el mundillo consular y vinculados al campo diplomático, ...sabían a donde dirigir sus pasos, seguros de ser bien recibidos”. 8

De data muy antigua es la costumbre de los hombres de rendir culto al árbol en la época en que termina el otoño y comenzaba el mes invernal. Así, en los países nórdicos, el pino simbolizaba una clara señal de florecimiento y resistente eternidad; de allí la tradición de usarlo como elemento emblemático de la Navidad en los países europeos. En la Caracas tropical, aparece la costumbre de los arbolitos de Navidad ya entrado el siglo XX. Sin disputarle la importancia que tiene el pesebre en las casas de los caraqueños, encontró rápido acomodo. Naturales o artificiales, estos arbolitos Navideños reclamaron de las amas de casa, toda una larga cauda de adornos que incluía luces, bolas, estrellas de Belén, ángeles e incluso, una nieve artificial confeccionada a base de resina, y más tarde, una nieve envasada en potes de spray. En Caracas, los arbolitos de Navidad tienen presencia en las plazas y otros lugares públicos; sin embargo, hasta ahora no han podido arrebatarle el sitial que tiene la Cruz del Ávila. La idea de colocar esta cruz en el cerro de Guarairarepano, fue del ingeniero de la Electricidad de Caracas Ottomar Pfersdorff, en 1948. Sin embargo, fue a partir de 1962 cuando sus luces se encendieron por primera vez, anunciando su mensaje de bienestar y esperanza para todos los caraqueños. Cabe recordar por último, otro importante símbolo de la Navidad caraqueña, representado en las alegres y madrugadoras patinatas que realizaban los muchachos por las calles, paseos y plazas de la ciudad. El patín como invento para el esparcimiento, fue introducido en Caracas hacia principios de los llamados “locos años veinte”. Opinión autorizada sobre esta tradición, es sin duda la del poeta caraqueño Aquiles Nazoa. “Nuestro amable “Pacheco” –fabuloso rey criollo de los aires decembrinos- no llega a darnos hielo para trazar en él signos mágicos con los filos de los patines; pero gracias al modelo de ruedas, el patinaje es entre nosotros deporte de invierno, e invernal en la alegría que nos comunica. Tampoco tenemos laderas cubiertas de mansa nieve, pero el genio del niño criollo creó su versión caraqueña del trineo –un cajón y cuatro ruedas de patín- y se lanzó a volar por las cuestas de la ciudad. Aquí están los patinadores, primer anuncio de la Navidad en Caracas. Algunos llevan flamantes “Kingston” bien ajustados al calzado de marca indescifrable; otros míseras «planchas» reconstruidas que se sujetan a las alpargatas con increíbles enredijos de guaral. Todos sin embargo dicen lo mismo: sus risas, sus canciones,


el estruendo de sus ruedas son el indicio más cierto de que faltan pocos días para que el niño Jesús nazca en su Belén de cartón y paja teñida.”9

Terminamos invocando el mensaje más tradicional de la Navidad en nuestra ciudad y tal vez en el mundo: “Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.”

Capítulo XVII

Los verdugos de Caracas Señor de horca y cuchillo, maestro ejecutor de la Real Justicia, fueron títulos que se emplearon oficialmente para calificar a la persona que tenía el encargo práctico de ejecutar los dictados más graves o extremos de la voluntad pública, esto es, segar vidas humanas por el hecho de haber quebrantado “alevosamente” las reglas del orden establecido. El experto de las crueldades de la justicia, a pesar de las denominaciones a su empleo antes señaladas, en Caracas debió conformarse con el simple tratamiento de verdugo; macabro título que hacía despertar un generalizado desprecio, pero a la vez un terrible miedo por esa incompasiva figura, que sin tener “...un comercio abierto en la plaza de la localidad, posee un bonito negocio en el centro de esa plaza, el día en que se levanta el patíbulo.”1 Si el oficio de verdugo era un cargo que ninguno voluntariamente quería desempeñar, debido a que estaba mal visto por la sociedad, a ello debe sumarse que se trataba del empleo público peor pagado. Por estas dos razones, la oferta de este oficio siempre quedaba desierta al no concurrir interesados al momento de ofrecerse este cargo. No había incentivos para un oficio que implicaba la degradación humana de quien lo debía ejercer. Hubo entonces que valerse de los propios criminales o personas mal opinadas que nada tuvieran que perder desempeñando el vil oficio de verdugos de la justicia real; incluso las autoridades en ocasiones se vieron obligadas a tener que comprar esclavos negros con el propósito de destinarlos al ejercicio de este aborrecible empleo, debido a que éstos obviamente, no podían negarse para tal objeto si así lo disponía la justicia2. En Caracas, entre mediados del siglo XVIII y las dos primeras décadas del siguiente, cuatro figuras se hicieron acreedoras y herederas de esa macabra y terrible responsabilidad de impartir justicia de horca y cuchillo. Sus nombres fueron Joseph Francisco de la Concepción González, Agustín Blanco, Pedro Vicente Oliva y José Luis Peraza, esclavos todos que al serle conmutada la pena capital que pondría fin a sus vidas (a excepción de Blanco), tuvieron por oficio llevar hasta el patíbulo a muchos hombres que no corrieron con igual fortuna. Nada sabemos sobre estos individuos antes que el crimen y la fatalidad los convirtieran en instrumentos de la crueldad de la justicia colonial, incluso sus actuaciones en este oficio, no es posible reconstruirla con absoluta precisión, debido a la dispersión de los testimonios documentales relativos a la administración de la justicia colonial. El


hallazgo de estas pruebas documentales, hubiera permitido una mejor explicación del por qué de las sentencias de muerte en contra de estos convictos del orden social, y claro está, de sus posteriores tareas como funcionarios del mismísimo Rey. Joseph Francisco de la Concepción González, comenzó a servir la plaza de Maestro Ejecutor de la Real Justicia de la ciudad de Caracas, el 15 de junio de 1761, a cambio se le conmutó la pena de muerte que se había sentenciado en su contra por haber dado muerte a su amo, se le asignó sueldo de seis pesos mensuales, manutención y estadía a perpetuidad en la cárcel, pues, aunque se le perdonó la vida, el verdugo seguiría en prisión hasta que la muerte lo liberara de sus humedecidos muros. Exceptuado de los rigores a que eran sometidos los reos en las obras públicas en la ciudad, así como la ocasional, pero muy peligrosa, tarea de matar perros realengos que atacaban a los moradores de la ciudad, Joseph Francisco, no fue causa de envidias de parte de sus compañeros de infortunio en la cárcel. En estos términos se concretaba el acuerdo del Ayuntamiento que creaba la plaza de Maestro Ejecutor de la Real Justicia: “En este Cabildo dichos señores confirieron sobre el salario que debe ganar el verdugo de esta ciudad, y entendidas las circunstancias de habérsele remitido la pena de muerte a la que era acreedor por sus delitos, y que es anexo el oficio de pregonero del que resultan varios derechos, acordaron asignarle seis pesos en cada un mes, y que se haga saber esta providencia al señor gobernador y capitán de esta provincia, para que su señoría se digne aprobarla con testimonio de acuerdo que manda dicho señor Alcalde se compulse por medio de recaudo y venia acostumbrada. Con lo que se acabo, lo firmaron dichos señores e yo el escribano doy fe: José Francisco de Salas. (rúbrica)”. 3

Joseph Francisco, debió pasar la más de las veces durante sus primeros años en el oficio de verdugo, dando bandos o pregonando diversos asuntos de interés para los vecinos de Caracas y otros lugares aledaños a ésta. Probablemente, dedicó buena parte de su tiempo al aprendizaje de la lectura para desempeñar mejor este empleo de pregonero, que según el decreto de los cabildantes, era inherente al oficio del ejecutor de la justicia. En estos años, sus tareas propiamente como verdugo, al parecer fueron muy pocas: tal vez a someter al tormento a algunos delincuentes en presencia del Alcalde y el Escribano que tomaba nota de la confesión de aquellos, así como a la ejecución de las llamadas penas de vergüenza pública, esto es, el escarnio al que eran sometidos los criminales en presencia de los vecinos, lo cual por lo general, se reducía a la aplicación de un número considerable de azotes. No es sorprendente que al verdugo se le ofreciera poco trabajo, la relativa calma de la sociedad colonial, y especialmente la de la provincia de Caracas, había dejado de ser perturbada desde 1749, año en que coincidieron el levantamiento de Juan Francisco de León en Panaquire y una conspiración de esclavos en los Valles del Tuy. Controladas ambas amenazas que atentaban contra la tranquilidad del orden colonial, con el arresto de sus principales cabecillas, por las autoridades fueron dictadas unas sentencias que curiosamente no contemplaron la pena de muerte, aunque sí castigos severos para los comprometidos en los actos de rebelión. Podría decirse que Joseph Francisco llevaba una vida muy sosegada en la cárcel real sin privaciones de alimentos, mudas de ropas, y desde luego, de su salario como ministro de


justicia, es decir, los setenta y dos pesos que recibía del Mayordomo de Propios anualmente a través del carcelero. Ya para 1767, la tranquilidad de Joseph Francisco, comienza a mermar gradualmente. El 15 de abril de ese mismo año, encontramos a los miembros del Ayuntamiento caraqueño sesionando en torno a la conveniencia de reducirle el salario al verdugo de la ciudad “por lo poco que se le ofrece”. Esta nueva disposición de los señores cabildantes, es una prueba que en la provincia de Caracas y la ciudad misma, reinaba una completa normalidad, es decir, apartada de perturbaciones provenientes del crimen y los delitos políticos. La sociedad se encontraba, podría decirse, en tregua con la justicia colonial: “Por cuanto [decía el acuerdo de 15 de abril de 1767] en el Cabildo de 15 de junio de 1761 se le asignaron seis pesos de sueldo mensuales de los propios de la ciudad a Joseph Francisco de la Concepción González para recibir la plaza de verdugo, por cuyo oficio se le conmutaron y dispensaron otros delitos: cuyo sueldo parece excesivo, atendiendo a aquellos antecedentes, a lo poco que se le ofrece que hacen de su oficio, y otras diligencias de justicia, útiles y nada trabajosas. En consideración de todo, dichos señores concurrentes de una conformidad de acuerdo, resolvieron señalar a dicho Joseph Francisco de la Concepción González por el oficio de verdugo, que debe recibir cuatro pesos de salario, cada un mes de los propios de esta ciudad: lo que se haga saber al Mayordormo de ellos Don Agustín de Herrera para su exhibición”4

Cuatro años después en 1771, Joseph Francisco dirigió al Gobernador y Capitán General, el Marqués de La Torre, una petición relacionada con gratificaciones especiales por la aplicación de la pena capital a criminales, lo cual, claro está, tenía la intención de compensar en algo la reducción de su salario acordado años atrás. El verdugo exigió cuatro pesos (un mes de salario) por el “delicado” trabajo de ahorcar y descuartizar a las víctimas de la justicia real, así como dos pesos cuando se tratara de penas menores de azote o tormento. Dicha solicitud fue aprobada el 11 de septiembre del referido año, y un mes después, el verdugo, decreto en mano, se dirigió al Cabildo a manifestar la novedad a sus miembros el 18 de noviembre. Con semejante documento acompañado de la firma del Gobernador, no le fue posible a los cabildantes negarse a las pretensiones de Joseph Francisco, y por tanto, aprobaron el referido acuerdo, eso sí, siempre y cuando los reos a penalizar no tuvieran bienes de fortuna de donde pudieran deducirse los gastos de justicia: “En este Cabildo habiéndose recibido y tenido presente un decreto que exhibió el verdugo expedido por el Señor Marqués de La Torre, Gobernador de esta provincia, de once de septiembre del presente año, en que conformándose con el informe que este Cabildo hizo para mandar de dicho Señor Gobernador de veinte y siete de agosto del mismo año, en virtud del pedimento que dicho verdugo le presentó, manda se satisfaga cuatro pesos por cada ejecución de justicia capital y dos por cada una de las menores; desde luego se conforma este Ayuntamiento e inteligencia que se le satisfará la expresada cantidad siempre que el reo o la parte no tenga de donde satisfacerlo que hará constar dicho verdugo”5 .

En el Archivo Histórico de Caracas, no está el informe que los cabildantes enviaron al Gobernador de La Torre el 27 de agosto en calidad de consulta. Sin embargo, es posible afirmar que la razón poderosa que influenció en la decisión de las autoridades para aprobar gratificaciones especiales al verdugo, se relacionaba con un nuevo alzamiento de esclavos que amenaza seriamente la tranquilidad de la provincia de Caracas. De Panaquire una vez más proviene la insurgencia, pero la causa es muy distinta a la que motivó a Juan Francisco


de León dos décadas atrás. Se trata ahora de una rebelión de esclavos liderada por un negro apodado Guillermo, que mantenía regocijados a sus numerosos seguidores, por desprendido y justiciero; y espantados a los hacendados y alarmadas a las autoridades, por saqueador y subversivo. Por cerca de dos años las bandas armadas del negro Guillermo, dieron mucho qué hacer a las autoridades, hasta que en el mes de diciembre de 1771, murió el tan buscado esclavo en un encuentro armado y todos sus cómplices fueron detenidos. La justicia fue expedita y severa al dictar la Real Audiencia de Santo Domingo, sentencias de muerte, azote y destierro a perpetuidad a los principales colaboradores del malogrado insurgente: “Isidro Rengifo fue condenado a la pena de muerte en la horca, que sufrirá irremisiblemente, cortándosele después la mano derecha para que se fije y clave en dicho pueblo de Panaquire y sirva de satisfacción y escarnio. Y los demás presos, a excepción de los pequeños que se entregaron a sus amos pagando la cogida por lo que está regulado en proporción, serán sacados para que vean ejecutar la muerte de Isidro Rengifo, y dándole doscientos azotes, se les condena en la forma siguiente: a la negra Juana Francisca Llanos, concubina adúltera del negro Guillermo, en ocho años de reclusión en el hospicio de esta ciudad donde servirá personalmente en los trabajos interiores; a la zamba libre María Valentina en cinco años a la propia reclusión y servicio; y a los demás negros a un año de trabajo a ración y sin sueldo en obras públicas y después a perpetuo destierro al Reino de Nueva España, dejando el pasaje a la dirección de los amos. Y si se presentare se les pondrá en presidio cerrado por toda la vida, así como a los esclavos fugados Ubaldo y Felipe Díaz.”6

Joseph Francisco, esta vez atendió diligentemente las providencias del alto tribunal, exhibió profesionalismo en su crueldad, puesto que a pocos días de haberse dictado las sentencias arriba descritas, había logrado poner a precio el castigo que infligía a los condenados de la justicia colonial. Este inicuo derecho a recompensas por el ejercicio de este empleo infamante, será ampliado con un arancel para verdugo años más tarde, estableciendo otra serie de beneficios que tendremos ocasión de comentar. Por ahora nos concretaremos a seguir los pormenores de esta cuestión relacionada con la cancelación de bonificaciones especiales al verdugo Joseph Francisco. Según el acuerdo aprobado por el Ayuntamiento el 18 de noviembre de 1771, el verdugo recibiría una paga especial de los propios de la ciudad por las justicias ejecutadas, siempre y cuando los reos no tuvieran bienes o recursos de dónde deducirse los gastos ocasionados por la reducción de las penas a que eran acreedores por sus delitos. En el caso de las sentencias impuestas a los cómplices del negro Guillermo, el verdugo se vio en la necesidad de solicitar un certificado donde se hiciera constar la ejecución de su trabajo y la pobreza de las víctimas del cadalso o patíbulo de la justicia. Con el mismo fin, cursó a las autoridades idéntica solicitud con motivo del reclamo de sus acreencias por el ahorcamiento que efectuó en un esclavo llamado Juan Pedro, por haber asesinado a un individuo conocido como Simón Mujica: “Señor Gobernador y Capitán General. Francisco González, moreno libre, verdugo de esta ciudad preso en la cárcel real de ella, en el mejor bono que haya lugar por derecho, ante Vuestra Señoría parezco y digo: que para poder ocurrir al Muy Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento de esta dicha ciudad, para que se me tenga presente la satisfacción de los derechos que montaron por razón de las últimas justicias que ejecuté una en la horca y las demás de azote en las personas de aquellos reos de


la comitiva de Juan Guillermo, necesito de que el presente escribano por ante quien se practicaron dichas justicias, me de una certificación en pública forma y manera que se haga fe de ellas, los azotados y sus nombres, pues lo suplico a Vuestra Señoría se sirva mandar que dicho presente escribano a continuación del auto que a este se proveyere, exponga la referida justificación y me lo entregue, por tanto: A Vuestra Señoría suplico se sirva de excitar y mandar como traigo pedido por ser de justicia y en lo necesario juro, etc. Francisco González. Como lo pide proveyó el Sr. Gobernador y Capitán General de esta provincia, con acuerdo del Sr. Teniente Gobernador, que lo firmaron en Caracas a veinte y siete de enero de 1772 años. Uribe (rúbrica). Arce (rúbrica). En cumplimiento de lo mandado, certifico haber ejecutado por medio del verdugo Francisco González, las justicias que refiere en su pedimento, siendo uno el ahorcado que fue Isidro Rengifo, y cuatro azotados, Andrés Hermoso, Joseph Antonio Rengifo, Eleno Sojo y Joseph Antonio Peñalver, todos esclavos. Y para que conste lo firmo en fe de ello en Caracas, enero veinte y siete de mil setecientos setenta y dos. Joseph Terrero. Escribano Público (rúbrica). 7

La otra certificación solicitada por el verdugo Joseph Francisco, rezaba en los siguientes términos: “Señor Gobernador y Capitán General. Francisco González, moreno libre y verdugo de esta ciudad, en el mejor modo que haya lugar por derecho, ante Vuestra Señoría parezco y digo: que para poder ocurrir al Muy Ilustre Concejo, Justicia y Regimiento de esta dicha ciudad para que se me tenga presente en la satisfacción de los derechos que me tengo de la justicia que ejecuté de horca en el moreno Juan Pedro, esclavo de los herederos de Don Francisco Escandón, necesito de que el presente escribano, que fue por ante quien se practicó dicha justicia, se me de una certificación en pública forma y manera que haga fe de ella y de la pobreza de dicho reo; por lo que suplico a Vuestra Señoría se sirva mandar que dicho presente escribano a continuación del auto que a este se proveyere, exponga la referida certificación y me la entregue, por lo tanto: a Vuestra Señoría suplico se sirva de excitar y mandar como traigo pedido por ser de justicia y en lo necesario juro, etc. Francisco González (rúbrica). Como se pide proveyolo el Sr. Gobernador y Capitán General de esta provincia con acuerdo del Señor Teniente, que lo firmaron en Caracas a veinte y cinco de enero de mil setecientos setenta y dos años. Arce (rúbrica). Uribe (rúbrica). Ante mí, Juan Domingo Fernández. Escribano Público. (rúbrica). -----------Yo el presente escribano público de los del número de esta ciudad de Caracas certifico como por ante mí y en el tribunal del Sr. Gobernador y Capitán General de esta provincia, se siguió de oficio de justicia causa criminal contra un negro nombrado Juan Pedro, esclavo que fue de Don Francisco Escandón por la muerte que dio a Simón Mujica, la que se sentenció definitivamente el tres de diciembre del año próximo pasado, condenando a muerte de horca a dicho reo, cuya sentencia se verificó y ejecutó el día seis del mismo; no habiendo hecho condenación de costas por la notoria pobreza de dicho reo. Caracas, enero veinte y siete y mil setecientos setenta y dos años. Juan Domingo Fernández (rúbrica).8

Después de estas ejecuciones, Joseph Francisco desaparece literalmente de los documentos para reaparecer siete años más tarde. Estamos a finales de 1779 cuando nos llegan noticias


de su muerte y Caracas pierde a quien fuera su primer maestro ejecutor de manera oficial durante diecinueve largos años.9 Debió morir en la quietud de su celda y de contar probablemente con los santos óleos; es decir, el sacramento que se le administra a los moribundos en su lecho de muerte. El sucesor o heredero de Joseph Francisco, y por tanto nuevo verdugo de la ciudad, recayó en la persona de Agustín Blanco. Las autoridades luego de inútiles esfuerzos invertidos en la búsqueda de una persona para que llenara la vacante del fallecido verdugo, se convencieron que no encontrarían a ningún interesado que voluntariamente aceptara el cargo. Por tal motivo, decidieron sacar de su oscura celda a Agustín Blanco y poner en sus manos el cuchillo, el látigo y las apretaderas para que desempeñara el oprobioso oficio de verdugo de la ciudad. No se corresponde con la verdad lo sostenido por el doctor Héctor García Chuecos, cuando afirma que Agustín Blanco se encontraba preso en la cárcel real a la espera de ser ajusticiado por las autoridades de 1780, tras haber sido hallado culpable de complicidad en un asesinato que había cometido su mujer, Paula Núñez, en contra de su propia madre. Bajo este supuesto, la parricida Núñez fue ahorcada por un esclavo llamado Francisco Javier Romero, quien se hizo cargo de la plaza de verdugo al serle ofrecido por las autoridades doscientos pesos de salario anual, algo por lo demás poco probable, puesto que el verdugo de la ciudad sólo tenía asignado por decreto del Ayuntamiento en 1767, el sueldo de cuarenta y ocho pesos al año. En cuanto al destino de Agustín Blanco, el mencionado autor en evidente contradicción con lo antes señalado, sostuvo que a Blanco le fue conmutada la pena de muerte por el empleo de verdugo a perpetuidad, en razón a que las autoridades no encontraban a nadie que voluntariamente aceptara el oficio en toda la provincia, de modo que puede pensarse que lo del verdugo Romero es tan sólo producto de su invención 10 . Información más fidedigna revela que Agustín Blanco cumplía condena por el homicidio de un esclavo conocido como Mateo, propiedad de Don Blas Blanco, amo igualmente de Agustín. No deja de extrañar en este particular la sentencia que dictó el Gobernador y Capitán General en contra de Blanco por este crimen. A él lo condena a servir al Rey de por vida en el presidio de San Juan de Ulúa, cuando sabemos que la máxima pena carcelaria no debía exceder de diez años. Pero en todo caso, lo más importante a destacar es el hecho de que Blanco jamás emprendió viaje a dicho presidio por falta de embarcación que lo llevara a ese rumbo; es decir, que se encontraba en la cárcel real de Caracas a la espera de esa fatídica partida cuando aconteció la muerte del verdugo de la ciudad Joseph Francisco de La Concepción González, y las autoridades se vieron en la necesidad de buscar con urgencia un sustituto. La última persona a quien se le ofreció el empleo de verdugo, fue al propio Agustín Blanco, por intermedio del procurador de presos Francisco Medina, obteniendo éste una respuesta afirmativa de parte del reo. No obstante, luego que el procurador Medina comunicara al Gobernador Luis de Unzaga y Amezaga la decisión tomada por Agustín y decretara aquél en consecuencia su nombramiento en el siniestro oficio de ejecutor de la justicia, respondió Blanco al notificársele el decreto del Gobernador que:


“...sin embargo de que es cierto que conforme en admitir el ejercicio de verdugo, ha reflexionado después serle muy perjudicial su admisión, pues hallándose como se halla conforme con la sentencia pronunciada contra él, desde luego halla por más aceptado cumplirla, y no admitir dicho encargo”. 11

A pesar del arrepentimiento expresado por Blanco al procurador Medina, el Gobernador Unzaga, en auto fechado el 17 de diciembre de 1779, declaró sin lugar la excusa presentada por Agustín, añadiendo que cumplirá irremisiblemente con lo mandado, apercibido de que será apremiado. 12 Es así como Agustín Blanco comenzó a ejercer el macabro oficio el 29 de diciembre de 1779. El acuerdo de los cabildantes es bastante lacónico con respecto a la designación del nuevo Ministro y el nombramiento de un Alcaide de cárcel, tras haber renunciado el propietario del cargo. El referido acuerdo del Ayuntamiento fechado el 10 de enero de 1780, señala: “En este cabildo se manifestó el nombramiento que por su Señoría el señor Gobernador y Capitán General de esta provincia, se hizo en la persona de Agustín Blanco para recibir la plaza de verdugo por muerte de Francisco González; igualmente el nombramiento hecho en Joseph Vicente González para Alcaide de la Real Cárcel por dejación de Joseph Tadeo Parra. En cuya vista estos señores mandaron que tomada la razón del caso y otro expediente, se pase testimonio de esta acta al mayordomo de propios para que tome razón en sus libros y anote el sueldo conveniente de estos ministros. Por lo que respecta al verdugo, desde veinte y nueve del próximo diciembre, y al alcaide, el nueve del corriente”.13

Las primeras noticias que tenemos sobre el nuevo verdugo de Caracas, están fechadas en 1784. Tratan éstas de un reclamo que el propio Blanco hace llegar al gobernador con respecto al cobro de unos derechos adeudados que le correspondían por la justicia que había efectuado en La Guaira dos años atrás, y la cancelación de estos derechos por el Mayordomo de Propios: “Caracas, 2 de abril. Pásese esta instancia al Y.A. por medio de su escribano para que informe. González (rúbrica). Agustín Blanco, preso en esta cárcel real, suplica a Vuestra Señoría le tenga presente para providenciar que se le pague con toda brevedad lo que le corresponde por la justicia de horca que como verdugo de esta ciudad ejecutó en un nombre hace tiempo de dos años en el puerto La Guaira por sentencia de aquel Teniente y Comandante, que ha excusado este pago tan justo, exponiendo al señor inmediato antecesor de V.S. en que allí no hay arbitrio alguno para pagarle. Así lo espera de su justicia. Sala Capitular, mayo 4 de 1784. Agustín Blanco (rúbrica)”14

El 2 del mismo mes, el procurador de presos Juan Francisco Medina, acusaba recibo del pago de los derechos reclamados por Blanco, hecho por el Procurador General del Ayuntamiento, Don Miguel Suárez y Aguado. Es oportuno aclarar que Medina no estaba actuando en este asunto por caridad, su condición de procurador de presos, lo obligaba a defender los intereses, por así decir, de los reos de Estado dentro de los límites jurídicos o legales permitidos. En estos términos dejó el testimonio Juan Francisco Medina de su actuación en el cobro de las acreencias de verdugo:


“Como procurador de pobres presos encarcelados en la Real Cárcel de esta ciudad, en donde se halla siempre recluso el verdugo Agustín Blanco, he recibido del Mayordomo de Propios de esta dicha ciudad, Don Miguel Suárez y Aguado, los cuatro pesos que contienen la representación y decreto que antecede (se refiere a la del 5 de mayo). Caracas, 12 de mayo de 1784. Son 4 pesos. José Francisco Medina (rúbrica).15

Agustín Blanco fue un preso de mucha utilidad para la justicia colonial en la provincia de Caracas, pues no solamente se desempeñaba como verdugo si no que también hacía las veces de pregonero de la ciudad, lo cual quería decir que sabía leer y escribir. Esto por lo menos queda evidenciado con la rúbrica que de su propia mano estampa al final de su petición dirigida al Gobernador y Capitán General, el 5 de mayo de 1784, ya citada, así como otras tantas tendremos ocasión de comentar en su debida oportunidad. Entretanto, los méritos que el propio Blanco podía atribuirse a sí mismo con su actuación dentro de la justicia, no pocas veces los vio desvalorizados, mediatizados o mermados por el desprecio que siempre encontró en los funcionarios relacionados con el manejo de la justicia en Caracas y su provincia. En este mismo año de 1784, Agustín Blanco debió ejecutar una nueva pena capital. Se trata del ajusticiamiento de un individuo llamado Joaquín Liendo, el cual fue practicado por el verdugo el 9 de octubre en el puerto de La Guaira. No sabemos cuál fue el delito cometido por aquél, no obstante se pudo precisar el costo que alcanzó la ejecución y que nuevamente Agustín Blanco se encontró en dificultades para recibir sus beneficios. Ocho pesos y cuatro reales fueron los gastados para liquidar la existencia de Joaquín Liendo; este dinero se invirtió de la siguiente manera: dos pesos pagados a los soldados y presos que se encargaron de trasladar los materiales requeridos para construir el patíbulo; cuatro pesos para el carpintero que se encargó de ensamblarlo, y finalmente, dos pesos y cuatro reales dados al verdugo Blanco para la compra de una soga y un machete. Estas partidas fueron canceladas tres días después de la muerte de Liendo, o sea el 12 de octubre, pero Agustín Blanco no recibió los cuatro pesos que le correspondían por esta ejecución según derechos adquiridos desde el año de 1771, de modo que el verdugo se vio precisado una vez más a elevar súplica al Gobernador para que le fuesen canceladas sus acreencias el 24 del mismo mes de octubre, cinco días después, el procurador de presos, Francisco Medina, nuevamente en representación del verdugo, hace constar haber recibido del Síndico Procurador General del Ayuntamiento, la cantidad demandada por Agustín Blanco, también le fue cancelado su sueldo de cuatro pesos que devengaba mensualmente. El verdugo, además del salario mensual, recibía una ración de carne y pan para su alimentación y dos mudas de ropa anualmente para “cubrir sus desnudeces”, compuesta de un camisón y un pantalón confeccionados con una burda tela conocida con el nombre de crudo. No fueron pocas las veces que las autoridades se descuidaron en esta obligación, lo cual desde luego llevó a Agustín Blanco en más de una ocasión a procurárselos por sus propios medios. La aparición de un arancel para los Ejecutores de la Real Justicia en 1790, reglamentaron los derechos a los que era acreedor el verdugo de Caracas; ello probablemente le permitió a Blanco atender las necesidades a las que estaba privado en la cárcel. Este arancel es el siguiente: ARANCEL DEL EJECUTOR DE LA REAL JUSTICIA


1ª. 2º. 3º. 4º.

De azotar por las calles a un reo: 16 reales. Por dar tormento: 16 reales. Por cada reo que se saque a la vergüenza. 6 reales. Por ahorcar a un reo: 74 reales.

Por descuartizar o cortar algún miembro al ahorcado y fijarle donde hubiere mandado, llevará veinte y cuatro reales, sea adentro o fuera de la ciudad con tal que pueda volver a dormir a su casa. Por si hubiere de dilatarse más tiempo, se le pagarán además diez y seis reales cada día. NOTA: Estos salarios se pagarán de los bienes de los reos, y en su defecto del fondo de gasto de justicia.”16

Pasarán trece años antes de encontrar nuevas noticias de Agustín Blanco17 , para entonces, 1797, la sociedad colonial comenzaba a manifestar síntomas de crisis que advertían su rápido deterioro: los pardos presionando por su igualdad social valiéndose para ello de un instrumento legal (Cédula de Gracias al Sacar), que los promovía teóricamente a disfrutar de los privilegios de los mantuanos; el Cabildo oponiéndose, desde luego, a tales aspiraciones por un lado, y por el otro, abriendo una segunda línea de defensa en contra de las pretensiones de la Metrópoli de ejercer un mayor control en la colonia a través de la Intendencia, Audiencia y por supuesto, el Gobernador; en tercer lugar, el aún no bien estudiado caso de las luchas que emprendió el sector social de los esclavos, por su libertad, que escandalizaban a los hacendados y preocupaban a las autoridades; y en fin, a la constante penetración de ideas sediciosas contra el gobierno que desde el exterior auspiciaban algunos revolucionarios interesados en la desestabilización del sistema colonial. Además de ello, la ciudad de Caracas que ya había consolidado su importancia como centro urbano de la colonia, registró hacia finales del siglo XVIII, un aumento de la delincuencia que tendía a escapar del control de las autoridades, al experimentarse en la ciudad una extensión de sus límites como producto de una mayor concentración de pobladores al pasar de veinte mil habitantes hacia 1783 a 35.000 en 179618 . La creación del oficio de Alcaldes Celadores de Barrios en tiempos del Gobernador Agüeros, puede servir de ejemplo de la preocupación que las autoridades sentían ante tal amenaza delictiva, pues los Alcaldes ejercieron funciones policiacas para impedir que en las principales parroquias de la ciudad, como lo eran San Pablo, Altagracia y Candelaria, siguieran sirviendo de cómodos refugios a los vicios y acogida de esclavos prófugos y de vagabundos. Sin embargo, las medidas adoptadas no fueron por sí solas suficientes para controlar la ociosidad, holgazanería y los malentretenidos, puesto que hacia 1793 encontramos otros intentos orientados a ponerle coto al auge delictivo que ya se veía en Caracas: “En vista del aumento general de la delincuencia, la Real Audiencia resolvió, en 1793, dividir la provincia de Caracas en cinco corregimientos, poniendo uno en cada cabeza de partido: en cada una de ellas había una cárcel para hombres y otra para mujeres, cuyo costo de construcción y mantenimiento sería repartido entre los vecinos (...) El Departamento Capital (Caracas) comprendía quince pueblos con sólo seis Corregidores: uno en Baruta y su Partido, otro en Petare y su Partido, otro en Pueblo Nuevo o Chacao, otro


en Guarenas y su Partido, otro en Macarao y su Distrito y el último en El Valle de la Pascua y sus Agregados. A pesar de contar con la colaboración de las autoridades centrales, seis Corregidores no podían controlar quince pueblos: mucho menos podían hacerlo los residentes en el interior, en pueblos más alejados de la capital. En el caso de Caracas, la Real Audiencia pretendía que el trabajo de esos seis Corregidores lo realizara un solo funcionario”19

De manera que la delincuencia sin sufrir merma en Caracas, se irradió sobre los pueblos vecinos de la capital, reclamando así de las autoridades la construcción de nuevos recintos carcelarios, reparación de los que ya existían, la reorganización del personal de vigilancia y disposiciones legales sobre el funcionamiento de los presidios y atención de los casos criminales. Sobre este particular señalaba el Gobernador de la provincia de Caracas en 1793, lo siguiente: “La Real Cárcel que hoy se intitula de Corte, a más del estado deplorable en que se haya, es tan reducida y estrecha que aún para un pueblo corto no sería suficiente”.20

En medio de este cuadro de dificultades políticas y sociales de finales del siglo XVIII, aparece nuevamente Agustín Blanco, en su haber se suman ya veinticinco ajusticiamientos en los diecisiete años ejerciendo el oficio de verdugo, no sólo en Caracas, sino también en La Guaira, Santa Lucía, La Victoria, Guacara y el Trapiche de Mocondo. Además ya no quedaba en su memoria, seguramente, las veces que le tocó propiciar la variedad de suplicios menores a un número indeterminado de víctimas de la justicia colonial. Pero lo que no había olvidado Blanco, era el crimen que paradójicamente lo convirtió en verdugo a perpetuidad, y la esperanza que aún albergaba de una real clemencia o compasión de parte de las autoridades. Así, a través de una larga representación dirigida al fiscal de la Real Audiencia de Caracas, García de Quintana, el 27 de junio de 1797, Agustín Blanco implora por la gracia de una libertad condicional sujeta de presentarse diariamente a la cárcel, hacer el oficio de pregonero y asear todos los días la Plaza Mayor. Pero remitámonos al propio Blanco: “Conozco, Señor Muy Poderoso –decía- que el delito o la suerte fatal que me tiene reducido a tan infeliz y miserable estado, y esto propio me sirve de consuelo para cargar por todo el resto de mi vida con la pena que se me impuso de servir semejante oficio, porque así lo quiso Dios y lo dispusieron las leyes, más no por eso estoy privado de recurrir a la Real Clemencia de V.A., solicitando el modo de sobrellevar el castigo, porque vivir siempre encarcelado es, (permítaseme decirlo), mucho más que habérseme separado de la vida natural, es estar más afligido que si me viera en víspera de entregar la vida pendiente de un decreto, y es, de resto, vivir en penas eternas, cuando por la gracia de Dios soy hijo de la Santa Madre Iglesia y vivo entre los hombres (...) Los que me trataron y me han conocido antes y después de estar apresado saben que siempre he sido humilde y quieto, que solamente violentado de infinitos insultos pude haber incurrido en tal acaso; y que jamás ha procurado sacudir la pena, pues en varias ocasiones que he salido de la cárcel al campo, y en la ciudad con guardia o un solo soldado, nunca se ha notado que intentase profugarme... Esto supuesto y confiado de que por lo mismo de ser tan infeliz, soy muy digno de vuestra real compasión, ocurro con la humilde súplica de que se me conceda el alivio de salir a la calle bajo caución juratoria que estoy pronto a otorgar, asegurando en ella restituirme por las noches a la cárcel, y presentarme diariamente y por


horas a la vista de sus Alcaides, imponiéndoseme la pena que se estime necesaria para cumplirlo, pues en estos términos a más de servir las principales obligaciones de mi oficio, haré también el de pregonero, que por no haberlo público, lo he servido distintas ocasiones y estaré pronto a barrer la Plaza Mayor, reportando tantas utilidades en cuya acción se manifestarán más y más la grandeza y generosidad de V.A., en alivio de un afligido que así lo implora por los méritos de Jesucristo. En Caracas a 27 de junio de 1797”.21

Aunque el doctor Francisco Antonio de Quintana, Agente Fiscal de la Real Audiencia, se abocó al conocimiento del caso en junio de 1797, la abortada conspiración de Picornell, Gual y España el siguiente mes, sepultó en el olvido la petición del verdugo por un lapso de dos años, tiempo en el cual la Audiencia se dedicó a desentrañar la urdimbre del movimiento revolucionario. De los ochenta y nueve implicados de distintas calidades, clases y profesiones, cuarenta y ocho se apresaron, treinta y cinco fueron indultados por el Rey y seis ganaron el exilio apresuradamente en Curazao y otras islas del Caribe. Estamos ahora en 1799 cuando nuevamente el nombre de Agustín Blanco se adueña de la atención de los caraqueños, de los requerimientos de las autoridades, y claro está, de la tranquilidad de quienes estaban condenados a muerte. Pero si por una parte Blanco podía considerarse un verdugo muy experimentado por haber estado ejerciendo este oficio por casi veinte años, por la otra, sus fuerzas físicas comenzaban a abandonarlo: la cantidad de reos a ajusticiar, seis en total, reclamarían de su persona un esfuerzo extra en momentos en que ya había agotado ese recurso, ya sea por la larga permanencia como ministro ejecutor de la justicia, a su edad o la persistencia de viejos achaques que comenzaban a minarle la salud y a debilitar su otrora robustez. De manera que para el momento de los ajusticiamientos en mayo de 1799, Agustín Blanco cavilaba la forma de desembarazarse de su ignominioso oficio que lo tenía sumido en una total aflicción. Sin embargo, obligación es reiterarlo, la tensa situación política y social de la colonia, venían a simbolizar para el verdugo, una elevación de los gruesos muros de su prisión, puesto que existía el interés de parte de las autoridades de contener por cualquier medio el auge de los delitos y sobre todo los cometidos en contra del Rey, por ello se buscó impartir penas infamantes y muertes oprobiosas que sólo el verdugo se atrevía a infligir a veces en contra de su voluntad; de allí pues que sus servicios eran una necesidad imprescindible para las autoridades y un seguro tormento para la tranquilidad de Agustín Blanco. Las sentencias de penas de muerte que contemplaba ahorcamiento y descuartizamiento de los seis principales reos implicados en la abortada intentona revolucionaria, debió cumplirse sin “dilación alguna” por el verdugo Agustín Blanco en el mes de mayo, tanto en Caracas como en La Guaira. Ellos fueron Agustín Serrano, cabo veterano de artillería; José Manuel Pino, soldado de Las Milicias de Pardos y sastre de profesión; José Rusiñol, Sargento del Batallón de Veteranos de Caracas; Narciso del Valle, soldado en las Milicias de Pardos y de profesión barbero; Juan Moreno, de profesión albañil y por supuesto, José María España. La sentencia y ejecución de este último el 8 de mayo de 1799 en la Plaza Mayor de Caracas, nos puede servir de ejemplo de la magnitud de la crueldad con que la justicia colonial buscaba intimidar a sus súbditos tropicales y reducirlos así, a una incondicional fidelidad o ciega obediencia a la Corona: “Los señores Presidente, Regente y Oidores de esta Real Audiencia, en consecuencia, confirmación y ejecución de las providencias dadas contra José María España, reo de alta


traición, mandamos que, precedidas sin la menor dilación las diligencias ordinarias conducentes a su alma, sea sacado de la cárcel arrastrado de la cola de una bestia de albarda y conducido a la horca, publicándose por voz de pregonero sus delitos; que muerto naturalmente en ella por mano del verdugo, le sea cortada la cabeza y descuartizado; que la cabeza se lleve en jaula de hierro al puerto de La Guaira, y se ponga en el extremo alto de una viga de treinta pies, que se fijará en el suelo a la entrada de aquel pueblo por la Puerta de Caracas; que se ponga en otro igual palo uno de sus cuartos a la entrada del pueblo de Macuto, en donde ocultó otros gravísimos reos de Estado, a quien sacó de la cárcel de La Guaira y proporcionó la fuga; otro en la Vigía de Chacón, en donde tuvo ocultos los citados reos de Estado; otro en el sitio llamado Quita Calzón, río arriba de La Guaira, en donde recibió el juramente de rebelión contra el Rey; y otro en La Cumbe, donde proyectaba reunir las gentes que se proponía mandar; que se confisquen todos los bienes que resultaren ser suyos, y se ejecute; digno castigo de quien tramó contra el orden público, sin detenerse en la consideración de los males gravísimos que debía esperar de semejante empresa, el derramamiento de mucha sangre inocente, los robos, los incendios, la ruina de las familias, el desorden, la confusión, la anarquía con todos los otros funestos males consiguientes a ella, y especialmente el agravio y menosprecio de la religión. Señor Presidente, Don Manuel Guevara Vasconcelos. Regente, Don Antonio López Quintana. Oidores, Don Francisco Ignacio Cortines. Don José Bernardo de Anteguieta. Rafael Diego Mérida, Escribano Real.”22

Cumplida esta sentencia de muerte, así como el resto de las otras, Agustín Blanco, una vez más interpone una larga representación de súplica a las autoridades, ahora con el fin específico de pedir su libertad. Apela el verdugo a varias razones, tales como su avanzada edad, enfermedades y su largo servicio como ejecutor de la justicia. Si bien en su escrito no pide que se le exceptúe de sus funciones de verdugo, pide sí, se le permita andar por las calles y dormir en casa de un familiar con o sin custodia. Blanco seguramente confiaba que sus exigencias iban a ser cumplidas ahora en recompensa a los servicios que había hecho a la justicia y al Rey, pues a otros funcionarios les fueron premiadas sus actuaciones en el caso de la Rebelión de 1797. Sin embargo, no surtieron efectos las razones aludidas por el verdugo y nuevamente su caso es ignorado por las autoridades que se encontraban sumidas en actitudes violentas en contra de algunos vecinos que eran considerados sospechosos de rebelión. De esta manera Agustín Blanco vuelve a desaparecer de los documentos. En medio del auge delictivo de principios del siglo XIX, Agustín Blanco introduce una vez más, en 1805, una súplica aduciendo graves problemas de salud que lo imposibilitaban a seguir ejerciendo el cargo de verdugo de la ciudad. Debemos suponer que su trabajo fue bastante intenso si recordamos, que la justicia de entonces actuaba más “ajustando cuentas” que corrigiendo a los hombres incursos en delitos. Es decir, se trataba principalmente de aplicarles castigos crueles e infamantes con la idea de intimidar a una sociedad caracterizada por altos niveles de conflictividad expresada tanto en delitos comunes como políticos. Así Blanco exponía los motivos de su indulto en los siguientes términos: “...además de hallarse en tan avanzada edad, como que pasaba de sesenta años, estaba rodeado de muchos achaques en la salud que lo habían agobiado y aniquilándole las fuerzas; reagravándose estas deplorables circunstancias con haberle resultado una hernia o quebradura inguinal completa, que lo afligían demasiado y lo imposibilitan para continuar ejerciendo su ministerio”. 23

La Audiencia se encargaba de preparar un dictamen del caso a finales de enero de 1805, cuando las apreciaciones del médico José Justo Aranda, y las inquietudes de Agustín


Blanco, coincidieron, al agravarse su mal como consecuencia del esfuerzo que le tocó realizar el día 11 del mismo mes con la ejecución de Gregorio Campos. El día 9 de febrero, la Audiencia dictó su veredicto asi: “En atención a la avanzada edad y demás impedimentos legales con que se halla el verdugo Agustín Blanco, se le releva de la ejecución de las sentencias de último suplicio, y se le permite que quedando en libertad, continúe en el ejercicio de pregonero público, con calidad de que ejecute las penas de azote y vergüenzas públicas”. 24

El 19 de septiembre de 1806, Agustín Blanco dejaba de existir en el Hospital de Caridad de San Pablo, permaneció veinticinco años como verdugo de la ciudad, y ejecutó, según los datos, treinta y dos reos condenados a esta pena por diversos delitos. Agustín Blanco fue sepultado en el mismo hospital. Había nacido en el pueblo de Panaquire unos tres años antes del levantamiento de Juan Francisco de León en 1749. Es por ello que Agustín Blanco no estuvo en la ejecución de los principales reos comprometidos en la frustrada expedición de Miranda, el 21 de julio de 1806. “El ejecutor del día, -dice James Biggs- que fue un negro, a quien se le había prometido la libertad por su actuación, se dejó colgar de las cuerdas y se sentó sobre los hombros de las víctimas, con sus pies quedando sobre el pecho, impidiéndoles respirar... después de la ejecución, sus cuerpos fueron bajados y puestos sobre un banco, el negro ejecutor con su cuchillo de picar, separó las cabezas de sus hombros y agarrándolas por los cabellos, sangrantes, las mostró al público (...) la escena de muerte y carnicería duró desde las seis de la mañana hasta la una de la tarde”. 25

El deceso de Agustín Blanco, ocurrió como hemos dicho, en momentos en que la delincuencia en Caracas iba cobrando auge y se hacía perentorio llenar la vacante del verdugo fallecido. Las diligencias fueron expeditas, inclusive antes de la muerte de Blanco, librándose diecisiete reales provisiones entre los tenientes de justicia de los distintos pueblos de la provincia de Caracas, lo cual demuestra el interés que la Audiencia había puesto en este asunto. Después de largas y dilatadas gestiones de las autoridades, sólo dos pretendientes fueron localizados, según lo afirmado por el doctor García Chuecos26 , estos fueron Juan Nepomuceno Rondón y Pedro José Hermoso; el primero, natural del pueblo de El Sombrero, se encontraba en esos momentos cumpliendo condena por el delito de abigeato en la cárcel de San Carlos; el segundo, Hermoso, se hallaba preso en la cárcel de Valencia por haber estado incurso por hurtos y asaltos en Turmero. Por lo que respecta a Rondón, la Audiencia determinó por esos mismos días que ya había cumplido con su sentencia e instruyó al Teniente de Justicia de San Carlos para que le notificara la novedad e indagara además, si tenía interés por el oficio de verdugo que estaba vacante, a lo cual respondió Rondón “que no se hallaba ya de ese parecer”. En cuanto a Hermoso, las autoridades no hacen nueva mención de este individuo, lo cual puede interpretarse implícitamente como un rechazo al empleo ofrecido. Este asunto de cubrir la vacante de la plaza de verdugo, será resuelto tres o cuatro años después. Esto por lo menos es lo que se desprende de un informe presentado por el fiscal


de la Real Audiencia doctor Francisco Espejo en enero de 1809, donde hacía presente las dificultades para encontrar a una persona que regentara el oficio de verdugo de Caracas, por lo cual recomendó que debía entonces valerse: “...para el oficio de pregonero y ejecutor de la Real Justicia, de personas viles, mal opinadas, o reos de casos feos, que nada tuvieran que perder ejerciendo este oficio conforme a la Real Cédula de 24 de agosto de 1714”. 27

Esa persona vil, mal opinada y envuelta en casos feos, se llamó Pedro Vicente Olivo; reo que se sustrajo de la cárcel para volverlo a ella convertido en el nuevo verdugo de la ciudad. No fue posible localizar datos precisos de este individuo que nos permitiera conocer su pasado; sin embargo, sabemos que se trataba de un esclavo convicto que se encontraba en pleno ejercicio de sus funciones de ejecutor de la justicia hacia 1810, reclamando su salario, mudas de ropa y derechos que le correspondían como verdugo por el ajusticiamiento de dos hombres para el momento en que ya se había puesto en marcha el proceso de emancipación nacional; podría decirse entonces que se trata del primer verdugo de la justicia venezolana, que por cierto, no saldría muy bien parada en los primeros años de la lucha de Independencia. El primer testimonio documental que hemos localizado en torno al nuevo verdugo de la ciudad, está dirigido a la Junta Suprema y fechado el 24 de octubre de 1810: M.P.S. “Pedro Vicente Oliva, maestro ejecutor de nuestra Real Justicia, a V.A. con el respeto debido representa y dice: Que a dos meses que carece de su respectivo sueldo el que no se le ha suministrado a pesar de las instancias que ha hecho a los Alcaides y Procurador para que se lo perciban; y que por consiguiente tampoco le han acordado los derechos que le tocan por las dos justicias públicas que hizo en las personas de José Antonio Otamendi y Don Pedro Monclova; por cuya razón el exponente se ve en la precisión de hacerlo presente a V.A., suplicarle rendidamente se sirva mandar se le contribuya inmediatamente por quien haya lugar sus expresados haberes, por no poder subsistir con sólo la ración que se le pasa de carne y pan. Merced que espera el suplicante de la recta justificación de V.A. en la Real Cárcel de Corte a 24 de octubre de 1810. Pedro Vicente Oliva (rúbrica). Palacios (rúbrica)”. 28

Pedro Vicente Oliva, envía su representación desde la Cárcel de Corte, lo cual quiere decir que se encontraba como sus antecesores, preso en aquel recinto. El 12 de noviembre del mismo año, las autoridades resuelven satisfacer las acreencias del verdugo de los fondos de propios de la ciudad; es decir, tanto su sueldo como los derechos que le correspondían por las dos justicias de pena capital, siguiendo el arancel de 1790. Si nos atenemos entonces a este arancel, podemos deducir que Pedro Vicente Oliva, recibió unos doce pesos con ocho reales. Esta resolución acordando el pago del verdugo de Caracas, fue autorizada por los miembros del tribunal de policía, compuesto entre otros por Bartolomé Blandín y Blas del Castillo. El mismo día el escribano del Ayuntamiento Carlos Cornejo, se presentó en la Real Cárcel a notificar lo acordado. Las actuaciones de Pedro Vicente Oliva como verdugo de la justicia venezolana propiamente dicha, no fue posible precisarlas. En efecto, a pesar de haberse iniciado un


proceso bélico se cobraba vidas útiles a diario, bien sea en el campo de batalla o al pie de un patíbulo, no logramos localizar pruebas documentales que señalaran expresamente la participación del verdugo en las primeras sentencias de muerte que dictaron las autoridades venezolanas dentro de la jurisdicción de la provincia de Caracas entre 1811 a 1813. Es posible, sin embargo, pensar que Pedro Vicente Oliva atendió con eficiencia las primeras sentencias de muerte dictadas en Caracas en julio de 1811 por el Supremo Tribunal de Vigilancia compuesto por los doctores Francisco Rodríguez Tosta, José López Méndez y Miguel Peña entre otros. Estas sentencias se relacionaban con la primera conspiración que enfrentó el gobierno a tan sólo seis días de haberse declarado la Independencia, es decir, el 11 de julio de 1811. La conspiración fue conocida como La Sabana del Teque, compuesta en su mayor parte de isleños que se sublevaron en contra del gobierno en la señalada fecha, al grito de “¡Viva el Rey y la Virgen del Rosario!, ¡Mueran los traidores!. Las sentencias de muerte fueron dictadas por el Supremo Tribunal el 23 de julio, afectando a unos dieciséis individuos. En la plaza de La Trinidad se realizaron los ajusticiamientos, decapitando luego los cadáveres para exponer sus cabezas en los alrededores de la ciudad. El veredicto que antecedió a este macabro espectáculo de la justicia republicana, imponía entre otras cosas lo siguiente: “...todos los cuales -los sentenciados a muerte- después de haber estado veinticuatro horas en capilla, serán fusilados en defecto de verdugo y sucesivamente suspendidos sus cadáveres en la horca por espacio de dos horas, calificando la muerte de Francisco de Paula, Francia y Simón Cuadrado con la circunstancia de que después de haber perdido la vida, se les corten las cabezas y enclavadas éstas en unas picas elevadas, con una tarjeta donde se lea: Por traidores a la patria”29

A Pedro Vicente Oliva lo volvemos a localizar en los documentos el 13 de agosto de 1813. Se encuentra señalado en una lista de empleados del Ayuntamiento caraqueño que había exigido a ese cuerpo el doctor Cristóbal Mendoza en calidad de Gobernador Político30 . Esto quiere decir que el verdugo de Caracas seguía prestando sus servicios a la causa republicana, tal vez con la misma obediencia que ofreció a las autoridades realistas durante el gobierno de Domingo de Monteverde, entre 1812 y mediados de 1813. Esta será la última referencia que directamente señalará al verdugo de Caracas, Pedro Vicente Oliva, en los documentos. Sin embargo, trataremos de explicar el por qué de la exclusión de este imprescindible funcionario cuando la muerte danzaba con su guadaña en Venezuela y la provincia de Caracas en particular, durante los llamados años del terror, entre 1813 y 1814. La Guerra a Muerte como también son conocidos estos años, abrió un período de ejecuciones masivas cuyas crueldades no guardaban parangón con las que se habían experimentado con anterioridad a 1813, ni habrá modo de compararlas con las “bondades” de la guerra después de 1814. Según Juan Vicente González “...los gobernantes para reprimir el desorden, eran tan crueles como ineficaces; para toda falta la pena de muerte”. Y cuando el cadalso dejó de funcionar diariamente -dice- el gobierno pareció ocioso y como inútil 31. Mucho antes de ponerse en práctica las ejecuciones ordenadas por El


Libertador desde Valencia en febrero de 1814, donde perdieron la vida decenas de hombres, en Caracas no se había dado tregua a las matanzas en la Plaza Mayor, San Pablo, La Trinidad y en el propio matadero. En estos sitios se procedía muy de madrugada a fusilar a los condenados a muerte, sentándolos en unos banquillos manchados de sangre e impregnados de nauseabundos olores a consecuencia de su frecuente uso. Resulta sumamente paradójico llegar a la conclusión, que en épocas de pasiones políticas que promueven la muerte sistemáticamente, las tareas de un verdugo se hacen innecesarias, al quedar sus funciones anuladas por la participación activa de la mayoría de los ciudadanos en el ejercicio de matar con o sin justificación. Ello en cierto modo, puede servirnos de explicación ante la total desaparición del nombre de Pedro Vicente Oliva de los documentos que de una u otra manera, registraron la hecatombe que se adueñó de las vidas de los venezolanos, españoles y canarios entre 1813 a 1814. Por último, es muy posible que hasta el propio verdugo fue una víctima más de esas pasiones y su cadáver quedó en el anonimato de los cientos de cuerpos sin vida y sin nombre que se vieron por las calles de Caracas en esos años. El último verdugo estudiado hasta ahora se llamó José Luis Peraza. Lo encontramos en posesión de este abominable oficio para el 9 de febrero de 1815; es decir, dos años después de la desaparición de Pedro Vicente Oliva. A semejanza de sus antecesores, a Peraza le fue conmutada la pena que habría de cortar los hilos de su existencia por el oficio de matar, de manera que estando a tan sólo un paso de ser ajusticiado por las autoridades, se convirtió en verdugo al servicio de aquellas para encargarse de la ejecución práctica de sus dictados legales que atentaban contra la dignidad y la misma vida de los reos de Estado. Según los documentos, la sentencia de último suplicio que pesaba sobre Peraza, se encontraba justificada por habérsele hallado culpable de una conspiración que había sido proyectada en el pueblo de Guarenas. El complot antes de que se materializara, fue desecho por las autoridades, y como corolario de esa aventura, Peraza se encontró en una oscura celda y su vida pendiente de un decreto. Es posible que el abortado complot en que se vio envuelto, fue una conspiración en contra del gobierno republicano y no una sedición antimonárquica. Esto cobra sentido si nos atenemos a que Peraza era un esclavo, y como tal debió entonces formar filas de alguno de esos levantamientos de negros esclavos que menudearon en la provincia de Caracas a favor de la causa realista entre 1812 a 1814. Según el testimonio del Sargento Mayor de Milicia, Juan Nepomuceno Quero, el cual citaremos en su debida oportunidad, Peraza fue sentenciado a servir la plaza de verdugo, por el Consejo de Guerra el 30 de septiembre de 1814, y confirmada la misma por el gobernador el 4 de octubre. Sin embargo, somos de la opinión que el delito de Peraza debió ser en 1813 en contra de las autoridades republicanas; pues a excepción de Boves, tanto el sector patriota como monárquico, tuvieron mano dura para los casos de esclavos comprometidos en rebeliones, independientemente contra quien atentaran. Como prueba de ello, podemos decir que ese fue uno de los principales problemas que atendió El Libertador en 1813, al reconocer entre los principales factores que habían dado al traste con la Primera República, la participación de los esclavos al lado de las


fuerzas representativas del antiguo orden. Con este objeto comisionó al licenciado Miguel José Sanz para que investigara las causas que habían motivado el levantamiento de la población esclava en el pueblo de Curiepe y sus alrededores en 1812. Bolívar quedará convencido de lo difícil y peligroso de esta situación, no tanto por el informe que le presentó Sanz en ese mismo año de 1813, sino precisamente porque las esclavitudes volverán una vez más a hacer armas contra el gobierno patriota, bajo la condición y estímulo de José Tomás Boves. El 20 de noviembre de 1815, está fechado el primer documento relacionado con las actividades de Peraza como ministro ejecutor de la Real Justicia. De su contenido se puede inferir que debutó en el oficio ejecutando a dos hombres llamados Manuel Antero Rachadel y Pedro Ferol, así como el desconocimiento que tenían las autoridades realistas sobre el nombramiento de este individuo en el ominoso oficio de verdugo. Debido a ello, los Alcaldes del Ayuntamiento caraqueño, se vieron en la necesidad de consultar el parecer del Sargento Mayor de Milicias, Don Juan Nepomuceno Quero. La consulta se hacía a instancias del propio Peraza, pues lo anteriormente expuesto, formaba parte de la representación que rendidamente ofreció al Ayuntamiento en solicitud de una aclaratoria donde se hiciera constar su nombramiento como maestro ejecutor de la Real Justicia, a los fines de poder reclamar su sueldo al Administrador de Propios de la ciudad. En estos términos respondió el Sargento Quero la consulta aludida: “Evacuado el informe que V.S. se sirve prevenirme en el anterior decreto (el de los Alcaldes) debo decir que: el día 9 de febrero del presente año ejecutó José Luis Peraza las muertes de los reos Manuel Antero Rachadel y Pedro Ferol, desde cuya fecha debe considerarse como ejecutor de justicia, sin embargo que la sentencia que le confirma en este encargo expedida por el Consejo de Guerra permanente fue el día 30 de septiembre último y aprobada por el Capitán General el 4 de octubre del mismo. Es cuanto puedo decir a V.S. en el particular. Caracas 2 de diciembre de 1815. Juan Nepomuceno Quero (rúbrica). Caracas, 3 de diciembre de 1815. Al señor Asesor. S.P.G. y C.G. Puede V.S., declarar que el nombramiento de José Luis Peraza por ministro ejecutor de justicia, se entienda desde el día 9 de febrero último en cuya fecha comenzó a ejercerlo según informa el sargento mayor Juan Nepomuceno Quero: V.S. sin embargo, resolverá como siempre lo más justo. Caracas, 5 de diciembre de 1815. Dr. Borges (rúbrica).”32

A pesar de lo muy diligente que se mostró Peraza en este asunto de deducir de los fondos de propios de la ciudad los haberes que le pertenecían por derecho, le fue adverso su propósito. No había al parecer poder humano que hiciera entender al Administrador de Propios, Joaquín Escalona, su obligación de cancelar el salario del verdugo que ya tenía once meses de retraso. En este particular Escalona siempre mostró indolencia y mucho desprecio por Peraza. Entre los meses finales de 1815 y principios de febrero del año siguiente, período en el cual Peraza dirigió distintas comunicaciones a las autoridades reclamando sus salarios, el Mayordomo aludido se excusó alegando escasez de fondos y dando a entender además que


Peraza nada tenía que demandar, pues ...el nombramiento de maestro ejecutor de la Real Justicia hecho en su persona, lo había sido en recompensa de su vida que se le debía quitar. Desde el Tribunal de Apelaciones se giraron nuevas instrucciones a Escalona con la expresa advertencia que de continuar en su actitud de desacato a las órdenes impartidas, sería severamente penalizado. El Mayordomo no se inmutó y respondió por escrito, que el Tribunal sólo ordenaba cancelar las justicias efectuadas por Peraza, mientras éste pedía en sus representaciones el sueldo “...por lo que había equivocación en uno y otro; y que por último habiéndole aceptado, desde el 12 de febrero anterior la renuncia que había hecho a la mayordomía de propios, era con su sustituto Don Pedro Carranza, con quien correspondía tratar el asunto”33 . El 17 de abril los capitulares acordaron resolver este asunto con la cancelación de los sueldos pendientes del verdugo, así como a regularizar el pago de los cuatro pesos que le correspondía de salario mensualmente y el suministro de dos mudas de ropa al año, entendiéndose de lienzo ordinario como coleta o brin34. Peraza puede ser tipificado como un individuo sin ningún tipo de escrúpulos, por ello nunca manifestó en sus escritos arrepentimiento o aflicción por el encargo de matar; por el contrario tomó las cosas de un modo distinto a los que le precedieron en este oficio. Para él, matar era un negocio lucrativo, al punto que llegó a conocer al detalle los abyectos derechos que le correspondían por las ejecuciones que practicaba con la mayor frialdad e indolencia. Su obstinada avidez por el dinero, que es lo mismo que decir las muertes, salta a la vista cuando se escrutan los documentos que Peraza dirigía a las autoridades en demanda de sus acreencias. En uno de estos fechado el 18 de junio de 1816, el Asesor del Gobernador Salvador Moxó, fue de la opinión que a este individuo no se le diese dinero, ya que llevaba una vida de embriagueces y otros vicios con el salario que recibía, que tan sólo una ración de carne era suficiente para su sostenimiento. De igual modo decía que Peraza podía dedicarse durante su tiempo ocioso en la cárcel a tejer sombreros y otra cualquier ocupación pues ello le produciría mayores beneficios del que percibía de los fondos de propios, que se encontraban escasos y comprometidos en obras públicas y otros asuntos de más importancia. Es lógico suponer que Peraza disentía abiertamente de los criterios del Asesor Moxó. El Gobernador se mostró de acuerdo con la opinión del Asesor Moxó, y por tal motivo remitió al Ayuntamiento su decreto sobre el particular y anexo a éste la representación que Peraza le había dirigido el 18 de junio, y que sirvió al Asesor para formularse un juicio respecto a la despreciable figura del verdugo. Al coincidir los señores cabildantes con lo que proponía el Asesor y aprobada por el gobernador, el verdugo perdió su derecho al salario, ya que de allí en adelante el mismo sería utilizado sólo para los gastos de su alimentación que estaría al cuidado del Alcaide de la cárcel. Remitámonos a uno de los documentos para apreciar en detalle lo antes comentado, en una nota marginal de una solicitud de acreencias del verdugo, por las justicias hechas en Manuel Gamarra, José Flores, Francisco Sarmiento y Gabriel Díaz, fechadas el 18 de junio de 1816: “Nota Marginal: Señor Gobernador y Capitán General.


Este verdugo es un esclavo sentenciado a muerte por la revolución proyectada y descubierta en Guarenas. Entre sufrir ésta o servir aquella plaza eligió lo segundo, y por estas razones lo condena el Asesor, sólo acreedor a la ración de carne y que se le den dos mudas de ropa, y de ninguna manera dinero para embriagarse como lo estuvo según informe del Alguacil Mayor en la tarde de la última justicia, ni para mantener otros vicios. Todo el tiempo lo tiene por suyo en la cárcel donde puede ejercitarse en tejer sombreros y otra ocupación que le produzca más de lo que cobra de los fondos de propios exhaustos y empeñados en obras públicas y otras atenciones de privilegio. Esta es lo que V.S. debe decretar pasando al M.Y.A. esta deliberación para su cumplimiento. Caracas, junio 19 de 1816. Oropeza (rúbrica)”.35

Con dinero o sin el, el verdugo José Luis Peraza se las arregló para que la Real Audiencia de la capital le aprobara nada más y nada menos su matrimonio con Luisa González, el 23 de septiembre de 1817, preparándosele además una habitación nupcial en la misma Cárcel Real36 . A pesar de que no volvemos a encontrar noticias de José Luis Peraza, sino hasta el año de 1819, podemos afirmar que su situación en modo alguno había cambiado. Peraza lo que entendía era que tenía que segar vidas para poder continuar con la suya, de manera que su sobrevivencia implicaba la atención de sus necesidades más elementales; de allí su interés por cobrarle a las autoridades sus derechos que se habían desvanecido al perder su pensión de alimentos y sobre todo, los emolumentos que le correspondían por las ejecuciones que efectuaba. El verdugo debió invertir una fortuna, si tomamos en cuenta su nulo patrimonio, en las tantas ocasiones que tuvo que dirigir representaciones a las distintas instancias que administraban la justicia en reclamo de sus menguadas acreencias. Sabemos que debía cubrir gastos de escribanía, y tal vez la asesoría del procurador de presos, que andaba seguramente detrás de las peticiones del verdugo. Para concluir, abordaremos quizás la última querella que entabló Peraza el 23 de noviembre de 1819 con el Comandante Político Militar de Valencia, Coronel Francisco de Paula Alburquerque, reclamando el cobro de sus derechos por los ajusticiamientos de Juan Hidalgo, Pedro Sandoval y José Fulgencio Retaco, de igual modo demandaba el cumplimiento de su ración de alimentos que injustamente se le había privado. Peraza no se quedaba allí, pues solicitaba además que se le ajustara el pago de sus haberes en función del arancel de verdugo, que ya hemos citado y que contemplaba viáticos por el traslado en prestación de servicio de justicia: “Muy poderoso Señor. José Luis Peraza, Ministro Ejecutor de la Real Justicia ante su Real Alteza con el mayor respeto y veneración que debo, digo: que habiendo ido a la ciudad de Valencia a cumplir la sentencia de pena capital en la persona del reo Juan Hidalgo, y en la cual justicia ocupé el término de treinta y siete días en esta forma: veintiún días que me detuvo en esta ciudad, con motivo del oficio del Sr. Comandante de Puerto Cabello por expresar que el reo no se encontraba en aquel puerto. Tres días de la capilla del mencionado Hidalgo, dos días que ocupé en la posición de cabezas en el sitio de Marune hacienda del difunto Don Ramón Sandoval; y seis días desde la ciudad de Valencia a esta ciudad de Caracas. Haciendo presente su Real Alteza aquella justicia de Valencia, la cualificación de Hidalgo, dos pregones uno a presencia del mencionado y otro en la hacienda de Marune estando todos los esclavos presentes; los días que dejo dicho pues la dilación dependió del Sr. Comandante de Valencia o Puerto Cabello: como también hago presente la justicia del reo Fulgencio Retaco


ejecutado en esta ciudad y cualificación de su persona: un día que ocupé en la justicia y, a la persona de Juan Francisco Pérez el sacarlo a la vergüenza, y pasarlo por debajo del suplicio. E igualmente hago presenta a su Real Alteza, una justicia de azotes que ha quedado en suspenso su abono en esta soberanía; como también un memorial que va para un año que tengo presentado sobre la ración que injustamente se me ha privado. Y si no hay un documento que lo autorice, la costumbre con que se les daba a mis anteriores, se ha hecho ley fuera de que, anteriormente tenían los ejecutores de justicia doble salario a los de hoy día, y la ración: y el año de noventa y nueve los rebajó la Real Audiencia de esta capital y no es de creer rebajará la corta ración, por lo que suplica rendidamente se sirva de mandarme abonar todos los salarios; y proveer lo conveniente sobre la ración. Así lo espero del recto tribunal de su Real Alteza en Caracas y diciembre 4 de 1819”.37

Capítulo XVIII

Caraqueño: Apuntes para la morfología de un gentilicio Las notas que aquí presentamos son necesariamente, resultados parciales de una investigación que nos hemos propuesto en torno al adjetivo caraqueño que identifica a los habitantes de la ciudad de Caracas. La razón de abordar esta temática, se centra fundamentalmente en una inquietud de doble significación: en primer lugar nos preocupa el mensaje de un proyecto político que propugna por una división de la ciudad en ocho municipios; en segundo lugar, en ver claras señales que vienen anunciando la desaparición del nombre de la ciudad. No nos detendremos sobre el primer punto, pues basta decir que tan sólo se trata de una intención, pero en lo que respecta al nombre de la ciudad y su gentilicio, asumimos el ineludible compromiso de su defensa. Para decirlo en otros términos, nos toca montar tienda de campaña en el ignoto terreno que hoy ocupa el emblemático calificativo de caraqueño, a objeto de intentar establecer sus orígenes y dilucidar en lo posible el significado histórico que tuvo para la ciudad de Caracas. En un artículo escrito para el diario El Nacional por C. Montiel Molero en 1966, titulado “Gentilicios venezolanos”, advertía la ausencia de la mayoría de éstos en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, lo que le motivó a sugerirle a la docta corporación académica, la inclusión de los exclusivos patronímicos nacionales en los siguientes términos: “...sería un gran acierto de la Real Academia Española que se detuviera a estudiar la conveniencia de agregar a su Diccionario, algunos gentilicios venezolanos, que se echan de menos, lo que serviría, por una parte, a enriquecer nuestro Idioma, y por la otra, a despertar y fomentar el mayor sentimiento de solidaridad y simpatía para la Madre Patria, en estos lejanos países iberoamericanos”1 .

Desde luego que el gentilicio caraqueño ocupaba entre otros su preciso lugar en la lista presentada en orden alfabético por Montiel Molero, a la espera de un pronunciamiento desde la Madre Patria. La voz caraca ya existía en los lejanos tiempos prehispánicos, no así la derivación que de esta tuvo el adjetivo caraqueño(a) para figurar no sólo un lugar de origen, sino


precisamente para designar un modo de ser y de vivir. Estos escurridizos, pero muy reales fundamentos, claro está, no estaban presentes cuando el capitán Diego de Losada junto a los 140 hombres que lo acompañaban, fundaron a la ciudad de Santiago de León de Caracas, el 25 de Julio de 1567. Los castizos apelativos que anteceden al nombre aborigen de la ciudad, es decir, Santiago de León, son una clara muestra de que la mentalidad de esos conquistadores se encontraba en sintonía con la lejana España y las creencias sociales de entonces. La única referencia para asociar dicha mentalidad, con la realidad descubierta y recién conquistada, era necesariamente el autóctono término caraca, voz esta que no tenía un significado preciso, pero que utilizaban los indios del Valle de los Toromaimas para identificar una planta de largas hojas que conocemos como Pira y que Humboldt y Bompland dieron por nombre Amarantus caracasanus, cuando visitaron la ciudad a principios del siglo XIX. La pluralización de este vocablo de origen Caribe, se debe a los conquistadores, y el significado que le otorgaron fue para designar tanto a la localidad geográfica como también a las distintas parcialidades étnicas del Valle de los Toromaimas (Caraca, Tarmas, Teques y Mariches, etc.), que mantenían en su contra una constante belicosidad para expulsarlos de sus territorios. Son estas las razones que explican en parte que Losada llegara al aludido valle con la doble misión de reprimir y poblar, según lo dispuesto en la Real Cédula del 17 de junio de 1563, la cual lo autorizaba para actuar punitivamente ante los alzados indios que indistintamente, insistimos, recibieron el apelativo de Caracas. La ciudad se estableció desde un improvisado campamento militar (actual esquina de Santa Capilla) y esta provisionalidad se mantendrá por algunos años hasta tanto se quebrantara definitivamente la resistencia indígena. Consolidada la conquista e iniciado el lento e inestable proceso de colonización, la nueva sociedad que viene formándose en la fragua de la inédita cultura criolla, hizo desaparecer el autóctono mundo aborigen a la vez que ocupaba su lugar otras formas de existencia social que le dan carácter inequívoco a la pequeña ciudad de Santiago de León de Caracas. A los habitantes de la nueva urbe, se les denomina vecinos y moradores, pero detrás de esta simple clasificación, se ocultarán las causas que determinaron la formación de una organización social basada en el origen del apellido, la posesión de bienes de fortuna, la tradición familiar, el parentesco entre los poderosos, la limpieza de sangre y el grado de cultura, a los fines de obtener empleos públicos y privilegios que se hacen exclusivos al garantizarlo así el orden socio-político impuesto, esto es el excluyente orden colonial. La primera generación de relevo de los primeros conquistadores, no sólo son vecinos sino gentes principales de Santiago de León de Caracas, por lo tanto, se hacen herederos y sostenedores de los privilegios, especialmente en lo relacionado al control del Ayuntamiento de la ciudad. Las probanzas de méritos y servicios de sus antepasados, sustancian solicitudes y reclamos que el nuevo orden social y político no tarda en satisfacer con generosidad y ligereza. La asignación de cargos públicos, reparto de grandes extensiones de tierra, encomiendas de indios y licencias para el comercio, son entre otros privilegios, las ventajas que ofrece y garantiza el orden establecido. En la medida que se estrecha el pequeño círculo social conformado por las gentes principales, se amplía el reservado a los vecinos que forman generalmente hombres y


mujeres provenientes de España y de las Indias, tal como lo disponía el Libro IV, título VII de la Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias (de la población de las ciudades) y el Título XII que señala en su primera ley: es nuestra voluntad, que se puedan repartir casas, solares, caballería y peonías a todos los que fueren a poblar tierras nuevas en los pueblos y lugares, que por el gobernador y la nueva población les fuere señalados, haciendo distinción entre escuderos y peones, y los que fueren de menor grado y merecimiento, y los aumenten y mejoren, atenta a la calidad de sus servicios. Es en atención a estas disposiciones que el Ayuntamiento de Caracas expide cartas de vecindad a muchos interesados que desean residenciarse en la ciudad para “perpetuarse en ella y gozar de las franquezas y preeminencias que gozan los demás vecinos”. Las solicitudes de avecindamiento, por tanto, venían acompañadas indistintamente de petición de solares y cuadras para fabricar moradas o establecer algún negocio. En este sentido no deja de ser curioso o inédita la solicitud de avecindamiento del indio Juan Alonso, el 7 de abril de 1616. A pesar de ser natural de la ciudad de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, aduce poderosos argumentos ante los cejijuntos señores del Ayuntamiento en su petición. Sostiene que tiene más de diez años residenciado en la ciudad y en ese tiempo ha “...acudido a cosas que por las justicias del Rey Nuestro Señor me han sido mandadas”, que se ha casado y velado según la Santa Iglesia “...e porque Dios mediante he de permanecer en esta ciudad, tengo necesidad de un solar para hacer una casa donde me recoja (...) y pues el Rey Nuestro Señor manda a los indios naturales se les de tierra, asiento y solar, a Vuestra Merced pido y suplico sea servido hacerme merced del dicho solar, en la parte y lugar que pido, para hacer casa de mi morada, y, ni más ni menos, me admita por vecino para gozar de las preeminencias que gozan los tales vecinos”2 . El Ayuntamiento lo admite como tal vecino, seguramente a regañadientes, y le otorga el respectivo título así como el solar solicitado. A finales del siglo XVII, ya Santiago de León de Caracas ha cobrado características bien definidas en cuanto a su composición y división social, donde ya es imposible admitir indios y demás personas pobres como vecinos de la ciudad. Los blancos criollos forman el grupo de las gentes principales que serán conocidos más tarde como los mantuanos o grandes cacaos; le siguen los blancos de orilla, que ostentan para ellos y sus descendientes el título de vecino y la distinción de Don, lo que es extensivo desde luego a los blancos criollos. Cierran el cuadro social los pardos, indios y negros bajo el simple calificativo de moradores o pobladores de la ciudad. En los documentos públicos existen otras fórmulas para referirse a los pobladores del vecindario, se les denomina o se autocalifican de leales vasallos, fieles cristianos, vecinos de la capital, estantes y habitantes de la capital. No aparece por ninguna parte evidencia de llamarse caraqueños. Al parecer falta cohesión para la aparición de este gentilicio en el lento proceso de la vida colonial de la ciudad. Se tiene la impresión de que el factor ausente para la conexión entre Caracas y su gentilicio, está oculto, pero latente a la espera de un evento cuya singularidad, lo revele como concepto definidor de lo que ha sido y será el pueblo de Caracas. La primera mención que hemos podido hallar en los documentos históricos ha sido un auto del intendente Joseph de Avalos, inserto en el libro de Actas del Cabildo. Dicho auto tiene fecha del 1º de diciembre de 1779 y en él dispone la atención de los reclamos del Ayuntamiento respecto al recibimiento de las cosechas de cacao en la metrópolis, sin interferencias de las ventajas dadas a la ciudad de Guayaquil:


“...Que con presencia de esto [las quejas del Ayuntamiento] y de que el Rey piadoso y benigno hacia los caraquenses, tuvo a bien limitar la introducción del cacao de Guayaquil (...) y los caraqueños tengan la salida constante del cacao de su producción...”3 .

Es muy posible que el gentilicio caraqueño fuese empleado en el habla común de los habitantes de la ciudad, empero tanto en las Actas del Cabildo como buena cantidad de documentos que tuvimos a la vista, de instituciones de subida importancia en la colonia como la Real Audiencia, la Intendencia y Real Hacienda, no observamos que el uso que le dio el Intendente Avalos al gentilicio de la ciudad, se haya generalizado. Sólo constatamos que los documentos en cuestión se datan con la expresión “En la ciudad de Caracas” a excepción del Ayuntamiento que emplea la ancestral fórmula “En la ciudad de Santiago de León de Caracas”. En cuanto a los viajeros que visitaron a la ciudad entre finales del siglo XVIII y principios del siguiente, como lo fueron el Conde de Segur (1783), Alejandro de Humboldt (1800), Dauxion Lavaysse (1806) y Robert Semple (1811), tampoco hacen referencias a la palabra caraqueño en sus minuciosas descripciones de Caracas, con la sola excepción de Francisco Deponds (1801). En los casos de los movimientos insurreccionales de Juan Francisco de León (1749); la Conspiración de Gual y España (1799); el intento de invasión de Francisco de Miranda (1806) y la llamada Conspiración de los mantuanos (1808), no evidencian la aparición y difusión del adjetivo caraqueño como acicate ideológico de sus propuestas políticas revolucionarias. El establecimiento definitivo del término caraqueño como gentilicio de la ciudad, sobrevendrá a los pocos días de instalarse en Caracas la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VIII, tras el golpe de Estado que el Ayuntamiento de Caracas le infringe al gobernador Vicente de Emparan y demás autoridades coloniales, el 19 de abril de 1810. El gentilicio de la ciudad se arraiga pues asociado a un evento de trascendencia universal como lo fue el 19 de Abril de 1810. No obstante, debe considerarse la importancia que para esta difusión del patronímico tuvo la Gaceta de Caracas aparecida por vez primera el 24 de octubre de 1808 y redactada por Andrés Bello bajo la estricta supervisión de las autoridades coloniales. Una de las primeras referencias que encontraremos sobre el caraqueño en la Gaceta será de la autoría de Don Antonio Fernández de León, quien exhibía su título de Marqués de Casa León conferido por el Rey a principios de enero de 1810. En la Gaceta de Caracas No. 82 del viernes 2 de febrero del referido año, el Marqués suscribe un largo exhorto dirigido a los habitantes de las provincias de la Capitanía General de Venezuela, a objeto de recaudar fondos para defender a “La Madre Patria”. En él hace alusión al gentilicio de la ciudad en los siguientes términos: “Mil leguas de distancia no pueden desvanecer la dolorosa impresión de las urgencias de una Patria [España], que cuenta con nosotros en cualquier parte del mundo. ¡Oprobio eterno al pueblo caraqueño si fuese capaz de ensordecer a sus penetrantes clamores! Mengua sería indeleble para todas sus generaciones que el pueblo de América que juró primero defender los augustos derechos de la monarquía y la causa de todos los que llevan el nombre español en este hemisferio, negase ahora a sus menesterosos hermanos el residuo de lo que la provincia le franquea a manos llenas para su subsistencia... Nada hay que no pueda alcanzar


tan honroso derecho por medio de una suscripción patriótica que grabará en los faustos de la lealtad caraqueña”4 .

Cuando la Gaceta de Caracas se hace patriota, luego del 19 de Abril de 1810, entran en circulación otros periódicos como el Semanario de Caracas (4-11-1811), El Patriota venezolano, El Mercurio Venezolano y El Caraqueño. A partir de entonces, las alusiones al gentilicio serán más frecuentes, pues es evidente el interés político que se tenía para consolidar el proceso revolucionario que se había iniciado en el país. Un ejemplo de ello lo encontramos en el aviso del 23 de octubre de 1810 que dice: “¡CARAQUEÑOS! El gobierno os promete, caraqueños ilustres, que nada os quedará que apetecer en sus providencias, que vuestras justas y patrióticas quejas, no dejarán de resonar un momento en sus paternales oídos...”5 .

Resulta interesante encontrar datos que apuntan a aclarar que el gentilicio de caraqueño sólo estaba reservado para una parte de los habitantes de la ciudad de Caracas. Cuando menos así era la opinión del licenciado Miguel José Sanz al referirse a este asunto en los siguientes términos: “Entre nosotros, pueblo caraqueño, no reina la ambición ni tiranía. Si estas pasiones han desolado al género humano en Asia, Africa y Europa, merced de la Suprema Junta empeñada en reconocer vuestros derechos y hacerles partícipes del gobierno, poniendo en vuestro arbitrio la libre elección de diputados que le determinen y constituyan... Sin embargo es preciso conocer que esta voz pueblo, política y rigurosamente tomada, no es multitud o conjunto de todos los habitantes; aunque cuando se trataba de gobierno, éste debe constituirse con la industria, población y carácter moral de la ciudad... No debe pensarse en establecer un orden de cosas para seres imaginarios, para hombres simples, virtuosos, amigos recíprocamente uno de otros, y sólo le espera ser dirigidos hacia el bien. Pensarse debe a formar leyes propias, sabias y prudentes para conducir unos hombres, cuyos intereses se chocan, acostumbrados a la rivalidad, y cuyo egoísmo es el móvil de sus acciones (...) en consecuencia, tratando de nuestra felicidad, sólo el pueblo soberano podrá conducirnos a ella: pero este pueblo no es la multitud: él se forma de los propietarios. El habitante que nada tiene es extranjero, el que posee en este suelo y no reside en él también es extranjero. Sólo el que posee y reside es parte del Pueblo, y en esa calidad tiene voz activa y pasiva, o tiene intervención en la formación de las leyes y su ejecución”6.

Es obvio que en los momentos de efervescencia revolucionaria como lo fueron los días que van del 19 de Abril de 1810 al 5 de Julio de 1811, la alusión al gentilicio caraqueño fuese usado e interpretado de las más diversas maneras, creando confusiones e incluso temores en quienes se sentían genuinos depositarios del patronímico; esto es, la clase dirigente criolla. Estos temores serán conjurados con la Constitución censitaria de 1830 que dividirá a la sociedad en ciudadanos activos y ciudadanos pasivos. Quien interpretó con mayor agudeza esta novedad del poder que tenía el vocablo caraqueño, fue Simón Bolívar, y por ello lo incorpora de manera casi inmediata a su pensamiento político y escritos afectivos. Por tal motivo se llama a sí mismo caraqueño, y no duda en conferirle el mismo apelativo a sus coterráneos. Un ejemplo sobradamente ilustrativo es el famoso informe que dirige al Congreso de Nueva Granada desde Cartagena de Indias el 15 de diciembre de 1812, que lleva por título Memoria dirigida a los


ciudadanos de la Nueva Granada por un Caraqueño, el cual es mejor conocido como El Manifiesto de Cartagena. Luego de la Campaña Admirable y la restitución de la República en 1813, muchas de sus proclamas, bandos y dictámenes son encabezados con la expresión ¡A los caraqueños!. En una de estas dirigidas el 8 de agosto de 1813 decía: “Caraqueños. El ejército de bandidos que profanaron vuestro territorio sagrado ha desaparecido delante de las huestes granadinas y venezolanas... Los habéis visto, caraqueños escaparse como tránsfugas de nuestra capital”. 7 “Que sepamos, El Libertador no elaboró un concepto sobre el caraqueño, probablemente porque el hondo afecto que sentía por su ciudad natal y todos sus habitantes, nunca podría encontrar acomodo en el enorme talento que le caracterizaba para juzgar a la sociedad de entonces. Antes que la crítica acerba a su ciudad, prefirió el halago y la lisonja, como la que ofrenda a Caracas el 26 de septiembre de 1825 a través de una carta dirigida al General José Antonio Páez y es desde el Alto Perú, donde le dice: ...Mil leguas ocuparán mis brazos, pero mi corazón se hallará siempre en Caracas: allí recibí la vida, allí debo rendirla; y mis caraqueños serán siempre mis primeros compatriotas. Este sentimiento no me abandonará sino después de la muerte”.8

Referirse a los caraqueños del siglo XIX, sería lo mismo que tratar sobre la identidad de la ciudad, pues ya arraigado el gentilicio lo suficiente para superar la simple adjetivación. Durante los años que van de 1830 a 1900, existen elementos que definen lo que es ser caraqueño, que lo asocian por referencia o sincronía con la urbe. La ciudad es pequeña y el número de vecinos reducido, pero lo interesante es que, pese a la heterogeneidad social y los estigmas que pueden estar presentes, las relaciones entre los vecinos son cordiales y no dejan espacio para el anonimato de las muchedumbres; los caraqueños, con excepción, se conocen y reconocen unos a otros. Si el clima y el paisaje embelesan y hermosean el paisaje donde está la Caracas de los techos rojos; el trato afable de sus habitantes despierta un hechizo cautivador que arroba la voluntad de los forasteros y causa envidia a los criollos de otras latitudes. La ciudad posee calles estrechas y quienes la transitan, un alma muy ancha donde conviven el ingenio, el buen humor y la solidaridad vecinal. Hay desde luego cierto aire recoleto en la ciudad que le quita el sueño a las rezanderas y beatas; empero, ello no fue excusa para ocultar la proverbial belleza de sus mujeres, ni causa para prohibir las diversiones públicas. Las direcciones en Caracas son enrevesadas por la pintoresca nomenclatura de sus esquinas, pero los vecinos se ufanan de conocerlas, podría decirse, “de vista, trato y comunicación”. En Caracas durante el primer gobierno del General Antonio Guzmán Blanco, los caraqueños son testigos atónitos de las primeras manifestaciones de los universitarios en la Esquina de San Francisco en contra del régimen. Los hijos de familias que cursan estudios superiores, les da por arrojar las sillas a la calle. Lo sorprendente es que algunas de estas sillas fueron las que utilizaron los Representantes del Primer Congreso Nacional que declaró nuestra Independencia. En la Capilla de Santa Rosa o Altar de la Patria, ubicada en el Palacio Municipal, se encuentran muestras de esas sillas que fueron donadas al


Municipio por ciertos personajes que las rescataron del zafarrancho de los universitarios y del olvido de las autoridades. Los caraqueños que iniciaron el proceso de emancipación nacional a partir de 1810, tienen al final del siglo XIX un saldo desfavorable en cuanto al manejo del poder político. A Caracas la someten los orientales durante el régimen de Los Monagas; los llaneros en el mandato de Joaquín Crespo, y al concluir el siglo los andinos con Cipriano Castro a la cabeza de ellos. Los únicos caraqueños que gobiernan la ciudad resultan ser un autócrata como lo fue el General Guzmán Blanco y el doctor Juan Pablo Rojas Paúl, quien gobierna a la sombra del Ilustre Americano. Los caraqueños con vocación de poder tendrán que consolarse con los modestos cargos públicos del siempre fiel y leal Concejo Municipal de Caracas. El nuevo siglo que vendrá, no sólo cambiará la fisonomía de la ciudad, también el alma de quienes la habitan.

Capítulo XIX

Atentado contra Sanidad Ambiental A.G.A. Una de las principales prendas que deben servir de adorno a una ciudad, es la de su aseo y ornato. De hecho, para propios y extraños no hay nada más reconfortante que transitar por una ciudad limpia, libre de contaminación ambiental y llena de sitios que atraigan la atención del habitante y del transeúnte. De este modo, no hay dudas que nuestra cotidianidad sería más placentera, y nuestra dedicación al trabajo y al estudio se haría en un ambiente agradable, que invitará siempre a la mejor realización de estas actividades. La reflexión que antecede viene a colación, cuando uno observa con mucho desaliento cómo la Caracas actual ha perdido mucho de su encanto de tiempos pasados. Claro que la ciudad ha crecido; que se han levantado urbanizaciones y edificios comerciales; que el ímpetu del progreso -en general- ha incidido en la adopción de nuevos modos y niveles de vida y que -en resumidas cuentas- todo ello ha hecho que el caraqueño de hoy viva casi corriendo de un lado a otro; cuestión esta determinante para no disponer ni tan siquiera de un instante de reposo. Mas, estos no pueden ser argumentos definitivos que se utilicen para escamotearnos el goce de una vida ciudadana decente. Sin embargo, es bueno advertir que ese cuadro desalentador en lo tocante al cuidado del ornato de la ciudad no es nuevo, pues en otros tiempos las denuncias sobre este particular se formularon con regularidad. Ello obliga a pensar que a lo menos hubo intención por resolver esa situación y, de hecho, las autoridades suscribieron al efecto los fundamentos legales necesarios para solventarla; como es el caso de la elaboración del “Bando de Buen Gobierno de 1806”, hecho con el fin de proveer las normas necesarias para la buena convivencia del individuo en sociedad, entre otras cosas. La correspondencia entre ambiente físico y sociedad, en los términos que van expuestos, ha ido cambiando en forma negativa; en tanto y cuanto el paisaje en el cual nos movemos se ha tornado hostil, casi insufrible. De allí que veamos con nostalgia aquellos viejos


momentos de una Caracas de clima templado, un tanto bucólica; o quizás una Caracas más cercana a nuestro tiempo, pero aún posible de vivir en ella; pese a lo que entonces se vislumbraba en atención al proceso urbanístico que nos podía arrollar, y que finalmente nos arrolló. El testimonio histórico es interesante en información concerniente a este tema. El Ayuntamiento de Caracas siempre estuvo pendiente para que la ciudad mantuviese un aceptable nivel de aseo y decoro en su ambiente; y como muestra de ello nos remitimos a un material manuscrito que se encuentra en el Archivo Histórico de Caracas (Municipio Libertador) en el cual se destaca ese interés de los Munícipes caraqueños. El escrito en referencia se titula “1793. Acuerdo y Bando sobre Aseo de las Calles”1, de cuyo contenido haremos algunos comentarios; así como formularemos breves consideraciones en lo que está expuesto en el “Bando de Buen Gobierno de 1806” y en el “Primer Bando de Policía de la Municipalidad de Caracas” del año 1824. Para la última década del siglo XVIII, Caracas contaba con estimado de 25 mil habitantes.2 El hecho de contar con instituciones políticas, económicas y educativas de importancia (Real Audiencia, Real Consulado y Real y Pontificia Universidad, por ejemplo) le daba un carácter de solidez, en referencia a mejores opciones de desarrollo de esos ámbitos; lo que a su vez -por consecuencia- delineaba las posibilidades más precisas para convertirla en una ciudad de más subido rango. El espacio físico ocupado por la ciudad era, por entonces, más o menos modesto, si se aprecia la extensión del valle sobre el cual estaba asentada. Esto significa, que existía una población que vivía casi toda en el centro, con algunos barrios localizados en la periferia inmediata, con extensos espacios -algunos baldíos y otros ocupados por sembradíos- hacia los cuatro puntos cardinales. Ha de presumirse que esta concentración de la población, derivara en que la convivencia entre los caraqueños se viese alterada en ocasiones; como suele ocurrir en ciudades con cierta densidad de habitantes, por una parte, y con la casi inexistencia de servicios públicos adecuados, por la otra. Además, habría que añadir el nivel de conciencia que tiene cada uno; en términos de asumir una conducta acorde con lo que es, o debe ser, un buen vecino. Todo lo dicho hasta este punto, sirve de telón de fondo para exponer resumidamente, lo que siempre ha sido un verdadero problema de todos los tiempos: el aseo de la ciudad. Es así como, en una representación que dirige el Síndico Procurador Don Cayetano Montenegro al Muy Ilustre Ayuntamiento, Justicia y Regimiento de Caracas, denuncia una serie de irregularidades atentatorias al bien público, con notable molestia para los vecinos. Este documento está fechado a 14 de enero de 1793; y dado lo gráfico de su contenido, es conveniente su transcripción íntegra. Hela aquí: “Muy Ilustre Cabildo, Justicia y Regimiento. El Regidor que hace de Síndico Procurador General representa a Vuestra Señoría por lo que concierne al bien público, que en varias casas salen albañales a las calles públicas y por ellos


aguas hediondas, que molestan a otros vecinos y a los transeúntes y son nocivas a la salud; a más del desaseo que causan por todas las calles que corren; y hallándose prohibidos semejantes desagües por Bandos de buen Gobierno, corresponde se acuerden providencias las más serias contra los habitantes de las casas, de cualquier estado y condición que sean, para que se abstengan de arrojar por sus pertenencias dichas aguas, exigiéndoles irremisiblemente las multas impuestas y reagravándoseles por la reincidencia. Representa del mismo modo ser perjudicial al público la permisión de jugarse novillos enlazados por las calles, por los riesgos a que se exponen los vecinos y transeúntes, especialmente mujeres, niños, viejos e impedidos, que por los tropeles y carreras que para escapar de los novillos los mismos que los juegan causan, siempre han ocasionado lamentables averías. También es digno de remedio el daño que causan los muchos cerdos que se encuentran en las plazas y calles de esta ciudad; así por el desaseo que causan, como por que se desempiedran las mismas calles, se perjudican las fábricas y lo que es más, que espantados de los muchachos embisten y atropellan a los que se encuentran por delante, causa por que repetidas veces se han mandado recoger y matar. La muchedumbre de perros que se encuentran en las calles, no es menos perjudicial al público que en todos tiempos ha sufrido varios estragos; para cuyo remedio se han acordado varias para su extinción o recogimiento; especialmente en tiempos de fríos y calores se han reconocido con mal de rabia, de cuyo mal se han inficcionado varias persona, y siendo los meses siguientes cuando más se ha experimentado este mal, también lo recuerda, a fin de que se acuerde lo más conforma a precaver la ciudad de estos daños; pasándose oficio al señor Gobernador y Capitán General para que se sirva mandar se prohiba por Bando de Buen Gobierno, con crecidas multas cada uno de los cuatro daños y perjuicios mencionados. Caracas, enero catorce de mil setecientos noventa y tres. Doctor Cayetano Montenegro.”

Como funcionario obligado a la defensa de los intereses de la ciudad, correspondía al Síndico Procurador excitar cuantas instancias fuesen necesarias para el mejor logro de esta tarea. En esta oportunidad la situación se tornaba crítica; y los daños que se ocasionaban a los vecinos determinaron que el Síndico Procurador exigiera en su escrito la imposición de fuertes multas contra los infractores; exigiendo el acuerdo del Ayuntamiento en términos de oficiar al Gobernador y Capitán General, para que por Bando de Buen Gobierno se prohibiesen los daños en referencia; en decir, no botar aguas malolientes a la calle, no colear novillos y recoger los perros y cochinos que deambulaban por las calles. Se imagina uno por un instante el cuadro esbozado en la cita antecedente: grupos de perros y cochinos, carretas tiradas por bestias mulares y los burros y caballos del transporte de personas; no podían menos que dejar su olor y cualquier otra muestra elocuente de su presencia por esas calles. Si a esto se agregaba la eventual corrida de novillos, el correr de aquellos cochinos que atropellaban a la gente y la fetidez causada por las aguas estancadas, el cuadro entonces resultaba menos que atractivo como para transitar por aquellos lugares. El 21 del mismo mes de enero, los señores cabildantes que a la sazón lo eran: Juan Blanco y Plaza, Joaquín de Castilloveitía, Antonio Mota, Luis Blanco, Juan de Lira, José Hilario Mora y Cayetano Montenegro -hubo otros que no asistieron, alegando diversas causas- se reunieron para dictar acuerdo en torno a la solicitud del Síndico Montenegro.


Tomada en consideración y discutida la representación que dirigió el Síndico Procurador General al Ayuntamiento; los señores del Cabildo acordaron tomar en cuenta el contenido de esta solicitud, y en consecuencia suscribieron lo siguiente: “...acordaron unánimemente, que compulsado testimonio de dicha representación y esta Acta, y precedido recado político y venia de estilo, se pase al señor Don Pedro Carbonell, Brigadier de los Reales Ejércitos, Presidente Gobernador y Capitán General de estas provincias, a quien este Muy Ilustre Ayuntamiento reverentemente suplica se sirva con vista de los cuatro puntos o artículos a que se contrae dicha representación, expedir las providencias que su prudencia estime por convenientes para remediar tantos daños, bajo las multas, penas y apercebimientos que fueren de su superior agrado, y que para la religiosa observancia de todo se ponga por capítulos en el Bando de Buena Gobernación, para el tiempo de su publicación...”

Teniendo ante su vista el Acuerdo del Ilustre Ayuntamiento, el Gobernador Pedro Carbonell resuelve, a seis de febrero de 1793, tomar algunas providencias para intentar resolver los daños que le habían sido denunciados. Al efecto, recuerda que ... “incesantemente”... se ha instado a la gente para que no arrojen aguas inmundas a la calle; y como esta situación es recurrente, decide que las autoridades representadas en el Síndico Procurador y el Teniente Gobernador, lleven a efecto con más rigor las providencias tomadas para penar a los transeúntes. En lo que toca a la corrida de novillos por las calles -novillos enmaromados, según el texto original- deja el Gobernador a criterio del Ayuntamiento resolver sobre el particular, siempre y cuando: “...se ejecute con las precauciones convenientes, siempre que su señoría tenga por conveniente permitirlo, en uso de sus facultades con el objeto de otros beneficios públicos, y que distraen también a algunos vecinos de otros peores entretenimientos en los días que destinan enteramente al ocio...”

Respecto a la presencia de perros y cochinos en las calles, se manda publicar por Bando para que todos los vecinos que tengan perros para ... “el resguardo de sus casas”... le pongan el debido freno; así como se manda que los cochinos que anden sueltos por las calles deben ser recogidos en el término de ocho días, y en caso contrario se debe presumir que tanto los perros como los cochinos no tienen dueños, por cuya razón se han de matar. Lo descrito en los párrafos antecedentes, y las medidas tomadas para su mejor solución, no fueron asuntos que se quedaron en aquel momento, pues las quejas sobre estos perjuicios siempre existieron, a lo que respondían las autoridades con la respectiva fórmula legal a objeto de buscarle solución. Es así como se elabora el Bando de Buen Gobierno, año 1806, a objeto de preservar el orden público y establecer los términos de la debida convivencia entre los habitantes de la ciudad. Una lectura completa de este Bando, se puede ver, en Crónicas de Caracas, N° 11, pp. 487-505 Este Bando, suscrito por el Gobernador y Capitán General Don Manuel de Guevara y Vasconcelos, es contentivo de cincuenta y cinco artículos que en conjunto recogen una


variedad de aspectos que tienen que ver con la guarda de la religión, la lectura de libros prohibidos, el porte de armas, la reunión de personas, juegos prohibidos, normas sobre policía, limpieza y mantenimiento de la ciudad, uso de determinadas vestimentas, presencia de vagabundos y delincuentes, alumbrado público y otros temas de singular interés. En abono de la brevedad de este escrito, sólo tomaremos algunos de estos artículos que están relacionados con el tema que venimos exponiendo; y que nos servirán para ilustrarlo mejor. He aquí la transcripción de los mismos: “15.- Bajo la misma pena [cuatro reales] se limpiarán y barrerán las calles, siempre que ya lo exija la decencia y el aseo, señaladamente de aquellas que sirven de carrera a funciones y procesiones públicas.” “16.- Todos los puercos que pasados tres días después de la publicación de este Bando anduvieren sueltos por las calles, podrán ser matados por cualquiera que se interese en remover un origen de la inmundicia y desempedrado de las calles, aplicándose la mitad de la carne a los presos de las cárceles y hospicio y la otra mitad con cuatro reales de multa, en que incurrirá el dueño o proveedor del cerdo, para el que hiciere el beneficio de quitarlo del medio.” “17.- A igual pena estarán sujetos los propietarios o los poseedores de perros que anduvieren por las calles o sin necesidad alguna los mantuvieren en sus casas, sin que por esta pequeña multa y la facultad general de matarlos fuera de ellas, que a cualquiera se concede, pasado el mismo término señalado para la recolección de los puercos, hayan de quedar elevados de los daños que llegaren a causar, mayormente si comunicaren el mal de rabia de que suelen padecer estos animales.” “27.- Ninguna persona de cualquier estado, calidad y condición que sea arrojará dentro de la población, en las quebradas ni en sus contornos inmediatos la ropa y muebles del servicio de los enfermos, basuras ni otras inmundicias, por si ni por medio de otro, pues todos estos despojos han de expelerse a distancia de la ciudad y sus fábricas, en donde habrá de quemarse la ropa contagiosa, siendo del cargo de los Alcaldes de Barrios, médicos y cirujanos el dar parte al gobierno de los que fallezcan de contagio o con sospechas de tal; bajo la pena de quince días de prisión y trabajo en obras públicas a los exportadores de semejantes inmundicias y despojo.” “28.- Se apercibe con la multa de dos pesos a todos los que bañaren bestias o les dieren de beber en las fuentes públicas.” “39.- En las pilas interiores de esta ciudad tampoco han de lavarse coches, calezas ni otra cosa que cause desaseo, lodo e incomodidad, bajo la pena de dos pesos que queda establecida contra los que dieren de beber en tales sitios a las bestias.” “40.- Nadie quite ni extravíe el agua de la caja y acequias de esta ciudad y tenga cada uno su pertenencia limpia y corriente, empedrándola y cubriendo en la calle la parte que le tocare sin echar a los vecinos las aguas llovedizas y del servicio interior, cuando no haya derecho de servidumbre y aunque lo tenga si pudiere cómodamente desaguar la calle por sus propios solares, procurará evitar la incomodidad del vecino.” “46.- La venta de cerdos no podrá verificarse en la plaza pública sino en el sitio de las cabezas al fin de la calle de San Juan, y en el de la carnicería de Caruata; bajo la multa de seis pesos y perdimiento de los mismos cerdos, los cuales se aplicarán a los pobres encarcelados, y bajo la misma pena se prohibe la matanza de estos animales en la citada plaza, únicamente continuará como hasta aquí la venta de sus carnes adobadas; comenzando


a regir esta disposición desde el día quince del corriente con respecto a los introductores de este género de abasto que vinieren de los campos.”

Estos problemas que aquejaban a la ciudad parecían no tener solución. Muy a pesar de la persistencia de las autoridades en querer ponerle coto a los abusos que se cometían, los habitantes de Caracas y sitios aledaños hacían caso omiso de la ley y continuamente la transgredían. Prueba de ello es que todavía, en 1824, este tipo de situaciones aún existían y en un largo instrumento legal de cincuenta y dos artículos, (publicado en el “Boletín Histórico” de la fundación John Boulton, N° 35) fechado el 20 de febrero de ese año, se intentaba nuevamente buscar salidas a este cuadro de descuido y desaseo en que se veía envuelta la capital. Dos artículos relacionados con esta problemática, nos servirán de ejemplo para afirmar lo dicho: “Art. 13.- Las mulas, caballos, burros y demás bestias no podrán beber ni bañarse en las fuentes públicas. Las bestias que se aprehendan en ellas serán retenidas en la casa del Diputado de Cuartel hasta que su amo las redima con cuatro reales que pagará de multa. Ningún individuo podrá correr en caballo o mula por las cuadras de la ciudad, y cualquier ministro lo detendrá y presentará al inspector de la cuadra o a un juez, quien le exigirá la multa de dos pesos por la primera vez, doble y triple por la segunda y tercera (...) las indicadas bestias, cuando se lleven a beber serán conducidas por cabestros.” “Art. 15.- Los gatos, perros, cualquier animal muerto u otra inmundicia que se encuentren en las calles serán arrojados al campo por el habitante de la casa en cuyo frente se halle, bajo la pena de pagar dos reales al que lo arroje por orden del inspector. El criado o doméstico, o cualquiera persona que fuere sorprendida arrojando basuras en las calles, plazas o solares de la ciudad será llevado a la cárcel hasta que su amo o encargado pague por su excarcelación cuatro reales de multa para el delator o aprehensor o un día de retención en ella.” “Art. 16.- No se pondrán en la calle, ni menos se dejarán de noche maderas, piedras ni otro cualquier embarazo en que puedan tropezar los transeúntes, a excepción de los materiales que se están acopiando para las fábricas que se están construyendo...” “Art. 17.- Sólo en las plazas públicas se venderán frutas, dulces, conservas y cualesquiera otras cosas en mesas, aparadores, estantes, tableros o bateas. Si se encontrare alguna de estas ventas puesta en la calle, el inspector de cuadra enviará los efectos que se venden a la escuela lancasteriana para que se repartan entre los niños más aplicados...”

Con el pasar del tiempo, dado el ritmo de crecimiento urbano de Caracas, pudiera pensarse que algunos de estos problemas –como el de los cochinos por ejemplo- haya dejado de ser tal. En efecto, ha ocurrido así en parte, pues en épocas posteriores a las descritas y en otras mucho más recientes, el problema del ornato y aseo de la capital ha sido de los más recurrentes. Muchas medidas se han tomado por las autoridades en diversos momentos para solventarlo, sin embargo, la solución no ha llegado a ser definitiva, pues para ello es indispensable el concurso de la ciudadanía para que se consigan los medios indispensables a fin de tener una Caracas más placentera y digna de ser vivida por quienes de verdad la amamos.

Capítulo XX


Caracas 2002 A.G.A. El paso apresurado denota la persistencia anímica de una vida por demás exigente. Bien sea que este paso nos lleve al trabajo, al liceo, a la universidad o al sitio de compra, habrá siempre que transitar –en la mayoría de los casos- un ambiente donde la combinación de circunstancias y personajes expresa esa exigencia. La experiencia diaria, desde las horas matutinas hasta las de retorno a nuestros hogares, constituye pues el ir y venir de esas circunstancias y de esos personajes azarosos, inquietos. La ciudad, que todo lo “engulle”, no parece tener miramientos, compasión ni consideración por aquel que la habita. Nos movemos apretujados en una buseta, y como “sardinas en lata” nos trasladamos en el Metro y apenas si podemos caminar por una acera limpia , más o menos decente. Ni qué decir tiene que el aire que respiramos contiene una alta dosis de elementos contaminantes, que representan un peligro latente para nuestra salud. También esa experiencia deja, como saldo triste, un sinnúmero de actos que a toda hora atentan contra la integridad física de las personas, contra sus bienes y contra la moral y las buenas costumbres. Triste realidad esta, que introduce en las almas de los ciudadanos un temor permanente; pues a decir verdad estos atentados no tienen –de parte de quienes lo cometen- ningún respeto por la condición humana; antes bien se ejecutan con mucha bajeza, vilmente, sin importar para nada la vida de las personas. Es este, quizás, el mayor problema que tenemos hoy día los caraqueños por resolver; pues son aterradoras las cifras que cada día se presentan en cuanto a crímenes diversos; abultándose estos dígitos al final de cada semana. Pero, esa ciudad que nos “engulle” es, a la vez, creación nuestra; forma parte, con sus aciertos y fallas; con sus bondades y avatares, de nuestra propia vida: ella es nosotros y nosotros somos ella. La fisonomía material de Caracas actual y su abigarrado conjunto de personas en el trajinar diario de la vida, ofrecen un cuadro caótico cuya palabra clave para intentar definirlo, pareciera ser la de sobrevivencia. Pese a todo, el caraqueño de hoy lleva con no poco estoicismo esa carga que le ha tocado soportar. Obviamente, este cuadro es el resultado , diríamos, de un proceso de deterioro progresivo, que se inició desde aquel momento que comenzamos a perder conciencia, sobre el significado y trascendencia de lo que es y debe ser el mantenimiento de una ciudad en los términos más precisos de habitabilidad y convivencia. En absoluto estamos hablando de una fecha o período preciso para ubicar el comienzo de esta realidad; pues más bien la referencia alude a varios momentos en los cuales el hombre –por omisión o voluntariamente- y los factores naturales (alteraciones climáticas, inundaciones, terremotos) se han combinado para que este deterioro se acentúe. Claro es que la imposición de los términos del progreso, en todas sus expresiones, ha tenido una alta incidencia en lo que hoy somos y en lo que hoy tenemos como ciudad. No es, en cualquier caso, endosar la culpa a ese progreso por sí mismo de todos nuestros males


actuales, pues ello sería un contrasentido; sino precisar cómo ha sido mal entendido, y peor aún, mal aplicado en muchos momentos y circunstancias. Acaso podríamos poner como ejemplo para ilustrar este punto, lo que ha significado la construcción y funcionamiento del Metro de Caracas, y los resultados alcanzados, de los cuales podemos mencionar dos aspectos: la transformación de parte de la fisonomía arquitectónica de la ciudad (sin entrar a discutir sus bondades o no) y la pretendida búsqueda de solución al álgido problema del tráfico vehicular y peatonal en Caracas. Es claro que la intención al construirse las diversas etapas de este sistema subterráneo, no ha sido otra que la solución a dicho problema; pero en verdad esta intención ha sido rebasada; y la apertura de nuevos ramales de comunicación busca aliviar este problema. Pero bien, dejemos hasta aquí este “rosario de lágrimas”, y ocupémonos ahora de presentar, en síntesis, los principales rasgos de la Caracas de hoy. Lo primero que se advierte es que Caracas ha crecido, en los últimos tiempos, de manera desmesurada. El valle en el cual tiene su asiento la Capital de Venezuela, fue en épocas pasadas una feraz tierra surcada por ríos y quebradas (río Guaire, río Valle, quebrada Caroata, quebrada Catuche, quebrada Anauco, y otros), que dieron vida a la existencia de haciendas que ocuparon buena parte de su extensión. Por supuesto que este paisaje, con el correr del tiempo, fue transformándose en razón de los cambios surgidos del nuevo uso que se le daba al suelo. Es así como, en lo que antes fueron extensiones dedicadas al laboreo agrícola, hoy se levantan innumerables barriadas y urbanizaciones, al igual que en los cerros que circundan al valle capitalino, excepto el Parque Nacional El Avila. Esta extensión de tierra está limitada al Norte por el cerro Avila; al Sur por el río Guaire; al Este por la población de Petare y al Oeste por Catia. De longitud tiene 24 kilómetros, en tanto que entre el río Guaire y el cerro Avila median 4 kilométros. Es, pues, este el asiento del valle caraqueño; mas no así el de la jurisdicción de la ciudad de Caracas, que se extiende más allá de estos límites hacia el Suroeste, abarcando espacios como El Valle, La Vega, Antímano y Macarao. Siendo más precisos, y llevando estos datos a un plano actual, tal jurisdicción será aún mayor, pues con la creación del Area Metropolitana de Caracas (1950) se abre paso a una entidad mayor y más compleja, dada la multiplicidad de relaciones que se daban, y que coincidían en un futuro cercano, entre Caracas y su entorno inmediato (Guarenas, Guatire, La Guaira y Los Teques). El crecimiento urbano de Caracas ha tenido uno de sus fundamentos en el aumento del número de sus habitantes. En la actualidad, la cifra de caraqueños está cercana a los cinco millones; lo que hace que el espacio ocupado resulte por demás insuficiente, originando esto los consecuentes saldos de hacinamiento y caos reinante en la prestación de los servicios públicos. Cualquier vuelo sobre el cielo de la ciudad, nos presentará una visión patética de lo que decimos: innumerables edificios agolpados en el centro, con barriadas tradicionales a su costado y , hacia los cerros, de una parte lujosas urbanizaciones, y de la otra, un sin fin de construcciones diversas de cartón y zinc, de bloques y de quien sabe que otro material, han ocupado hasta su cima lo que en otros tiempos fueron montes verdosos que hacían de pulmón vegetal de la ciudad.


Ese aumento poblacional si se quiere anárquico, y las consecuencias ya descritas, encuentra una explicación inmediata en un proceso de migración interna (campo-ciudad) producida por la necesidad de muchos venezolanos en tratar de resolver su situación económica, cambiando su lugar de residencia. En mucho, esta situación se originó a partir del auge de la explotación petrolera; que hizo sembrar la ilusión en muchos corazones, de que más temprano que tarde sus problemas serían resueltos. En realidad, no fue así y en la medida que el tiempo ha pasado, el problema de la adquisición de vivienda en Caracas se ha agudizado; al extremo que no es exagerado afirmar que no queda ni siquiera un metro de terreno en donde colocar un ladrillo. Pese a ello, es Caracas el centro de muchas instituciones públicas de diversa índole. Como asiento del Poder Público Nacional, se localizan en la Capital las sedes principales del Ejecutivo, cuyo asiento principal, la Presidencia de la República, permanece aún en el antiguo Palacio de Miraflores. La Asamblea Nacional –surgida de la Constitución de 1999tiene como lugar de sus deliberaciones el vetusto Capitolio Federal, construcción guzmancista de la séptima década del siglo XIX, que se localiza entre las caraqueñísimas esquinas de San Francisco, Bolsa, Padre Sierra y Monjas. El Poder Judicial, representado en el Tribunal Supremo de Justicia y demás inferiores, también se encuentra en Caracas; así como el Consejo Nacional Electoral, el Poder Moral y los distintos ministerios y demás entes que conforman el Ejecutivo Nacional. Además, muchas instituciones científicas y educativas están radicadas en Caracas, a saber: Consejo Nacional de la Cultura, CONICIT, Academias Nacionales, Universidad Central de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello (de carácter privado), Universidad Santa María (de carácter privado), Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Universidad Nacional Experimental Antonio José de Sucre (Vicerrectorado Luis Caballero Mejías. UNEXPO) y muchos institutos universitarios, liceos –como los tradicionales Andrés Bello y Fermín Toro- y escuelas primarias. En el ámbito cultural, existen en Caracas instituciones tradicionales como el Museo de Bellas Artes y el Museo de Ciencias Naturales (ubicados en la entrada del Parque Los Caobos), que son vecinos de un complejo cultural reciente como lo es el “Teresa Carreño”, moderna edificación donde se presentan diversidad de espectáculos. Habría que agregar a esta lista, otros espacios como el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, el Teatro Nacional, el Teatro “Alfredo Sadel” (antiguo Teatro Municipal), Museo de Arte Contemporáneo “Sofía Imber”, Museo de los Niños, Casa del Artista Nacional “Amador Bendayán” y otra cantidad de instituciones que sería largo de enumerar, pero que igualmente contribuyen a la formación cultural del caraqueño. En cuanto a diversión y esparcimiento, son muchas y variadas las opciones con que cuentan los caraqueños de hoy. Empezando por las playas inmediatas del litoral guaireño, o en su defecto las cercanas de Higuerote y Río Chico en la costa barloventeña, son lugares de interés para el descanso de fin de semana, disfrutando de buena comida y obteniendo el deseado bronceado. Quien se quede en la capital, puede acceder al Hipódromo de La Rinconada –ubicado al Suroeste de la Capital, en la antigua Hacienda Coche- y poner su suerte en las patas de los


equinos; cuyas coloridas carreras se efectúan los días sábados y domingos en horas de la tarde. A quien no guste de los caballos, hay en Caracas –todos los días y todas las horascualquier cantidad de loterías, que unidas a bingos y casinos ofrecen la oportunidad al caza fortuna de volverse millonario en un abrir y cerrar de ojos. Es el caraqueño, por lo general, un empecinado del juego de envite y azar. De hecho, no hay esquina o calle en la capital donde un tarantín, o una lujosa agencia, ofrezca los números de la lotería de turno. Tampoco, no hay sábado o domingo donde jóvenes, adultos y hasta viejitas, hojeen en cualquier tasca o restaurant la revista hípica que le deparará el ganador de tal carrera. Otra alternativa, quizás la menos costosa de todas, es la visita a parques y plazas capitalinas; donde se puede disfrutar de un momento de relativa tranquilidad. A este efecto conviene mencionar los nombres del Parque Los Caobos, Parque del Este, Parque del Oeste, Zoológico El Pinar y Zoológico de Caricuao; amplios espacios donde se pueden observar especies animales, así como degustar de una ligera vianda. Existe también una buena cantidad de plazas (en todas las parroquias) donde se puede conversar amenamente con el amigo, y hasta jugar una partida de ajedrez. Entre ellas cabe mencionar: Plaza Bolívar, Plaza San Jacinto, Plaza Caracas, Plaza La Candelaria (rodeada de buenos restaurantes de comida española) Plaza Miranda, Plaza Sucre, Plaza Andrés Eloy Blanco, Plaza La Pastora y muchas otras.

Grandes y medianos hoteles, medida su calidad y confort en estrellas (los hay de cinco, cuatro y tres estrellas), ofrecen su servicio al habitante y al transeúnte de la metrópoli. Emblemáticos en Caracas son el Hotel Avila, Tamanaco, Hilton, Eurobuilding y el Meliá Caracas como de alta factura (quizás olvide alguno) y otros de menor jerarquía, pero con excelente servicio; lo cual hace que haya para todos los gustos y..... sustos. Como complemento de los hoteles, la vida nocturna caraqueña cuenta con muchos y variados sitios como discotecas, restaurantes, tascas, bares y clubes a los que se puede acceder hasta altas horas de la madrugada. Hacia el Este de Caracas: en Sabana Grande, Las Mercedes, La Castellana, Los Ruices y otros puntos se encuentra un buen número de estos locales; igual que hacia el centro, en la avenida Baralt, en la avenida Urdaneta o en los alrededores de la Plaza Candelaria y hacia la urbanización El Paraíso. El destello del colorido de las luces de los anuncios de estos locales, a los que habría que agregar buena cantidad de vallas y otros avisos de neón, dan a la noche caraqueña un inusitado abanico multicolorido. Hacia los cerros, las luces de los barrios complementan este cuadro; y como millares de luciérnagas titilan semejando un inmenso pesebre navideño. Amplias y largas avenidas y calles, intentan dar cauce a lo que se ha llamado el “infernal tráfico caraqueño”. Repletas en las horas pico de autobuses, busetas y carros particulares, las avenidas de Caracas expresan el dinamismo diario de la ciudad. Las principales arterias son: avenida Baralt, avenida Urdaneta, avenida Sucre, avenida San Martín, avenida Bolívar, avenida Boyacá, avenida Páez y autopista Francisco Fajardo, vía esta última que recorre el valle de Oeste a Este y viceversa. A lo largo de estas avenidas, muchos edificios de habitación, centros comerciales, grandes supermercados y pequeños locales ofrecen alternativas al caraqueño y al visitante para la obtención de mercancías y servicios diversos.


A través del tiempo, las parroquias tradicionales fueron dando paso a nuevas urbanizaciones y barrios, que hacían que sus límites se ensancharan. Catedral, San Pablo, Altagracia, San Juan y La Candelaria, vieron surgir de sus entrañas, o levantarse por acto oficial otras parroquias; y nacen así La Pastora, San Agustín, San José, Santa Rosalía, Santa Teresa, Sucre, El Junquito, La Vega, Antímano, El Valle, Coche, Caricuao, 23 de Enero, El Paraíso, San Bernardino, San Pedro, El Recreo; casi todas con nombres del santoral cristiano, y otras que rememoran a viejos pueblos (El Valle, La Vega y Antímano) o a recientes hechos (23 de Enero). De este modo, Caracas fue creciendo a lo largo y a lo ancho. Accidentes naturales, hechos notables, edificaciones históricas y próceres –entre otras cosas- fueron dando nombre a los barrios y urbanizaciones que iban surgiendo. En la actualidad, un cuadro tan sencillo como el descrito en el párrafo antecedente es de difícil precisión. Caracas ha crecido mucho, y pareciera ser que día que pasa nace un barrio, tumban un edificio, derrumban una casa o desvían una calle. Sin embargo, la nomenclatura de la ciudad se ha conservado bastante, desde hace mucho tiempo, como para permitir que la fragilidad de la memoria no haga mella en el conocimiento que debemos tener de la historia de nuestra ciudad. Conservar, pues, esta nomenclatura es algo prioritario, incluso debería ser materia de enseñanza obligatoria en las escuelas locales. Al Norte persisten la Pastora, Altagracia y San José. Allí están El Polvorín, Lídice, El Manicomio, Los Mecedores, Sabana del Blanco, Urbanización Diego de Losada, Urbanización Los Hijos de Dios, El Cardón, El Retiro, Providencia, La Trilla, Los Cujicitos y Cotiza. Claro está, tienen un límite Sur en común que colinda con Catedral –nuestra primera parroquia- y hacia el Este La Candelaria, bulliciosa, llena de comercios y restaurantes; con su avenida Urdaneta y su iglesia y plaza dedicadas a la advocación de la Madre de Dios. Un poco más allá, San Bernardino, Sarría, Guaicaipuro , Urbanización Simón Rodríguez y Pinto Salinas. Al Sur, Santa Rosalía, San Juan, San Pedro, Santa Teresa y San Agustín; y hacia el Suroeste El Paraíso, La Vega, Antímano, Caricuao y Macarao; con innumerable cantidad de barrios y urbanizaciones de cuyos nombres sólo mencionaremos algunos: Urbanización El Silencio, El Guarataro, Urbanización Los Molinos, Artigas, Urbanización El Conde, La Charneca, Hornos de Cal, Marín, El Mamón, La Ceiba, Urbanización Las Flores de Puente Hierro, El Cementerio, Primero de Mayo, Prado de María, Los Rosales, Los Chaguaramos, Ciudad Universitaria, Urbanización El Paraíso, Las Brisas del Paraíso, Urbanización El Pinar, Urbanización Montalbán, La Morán, El Carmen, Los Canjilones, Los Mangos, San Miguel, San Antonio, San Andrés, Ezequiel Zamora, Urbanización Delgado Chalbaud, Urbanización Longaray, Los Jardines del Valle, Urbanización La Rinconada, Las Mayas, Carapita, Urbanización Ruiz Pineda, Caricuao, Urbanización Kennedy, y otras más que por razones de espacio no mencionamos. Hacia el Oeste, parroquias 23 de Enero , Sucre y El Junquito, quizás la concentración humana más considerable en número que habita en la Capital, siendo algunas de sus urbanizaciones y barrios los siguientes: Urbanización 23 de Enero, El Observatorio, Sierra Maestra, Los Flores, Barrio Obrero, Urbanización Eugenio Mendoza, Alta Vista, Los Frailes, Cútira, Ruperto Lugo, El Refugio, Gato Negro, Pérez Bonalde, Los Magallanes,


Vista al Mar, Gramoven, Federico Quiróz, Tacagua, Casablanca, Guaicaipuro, Urbanización Casalta, Urbanización Pro Patria e Isaías Medina Angarita, entre otros. Sin embargo, dentro de esos términos de concreto y asfalto, la ciudad ha sabido conservar algunos testimonios del pasado –aunque muchos de ellos remodelados- que hoy constituyen referencia histórica y turística obligada; pese a que también hay que apuntar que a otros testimonios se los llevó la vorágine de un progreso que se mide en millardos de bolívares; aún en detrimento de mantener incólumes importantes muestras arquitectónicas del ayer. Un breve inventario nos llevará a conocer la Casa Natal de Simón Bolívar, el Palacio de las Academias (antigua sede de la Universidad Central de Venezuela) el Palacio Arzobispal, el Cementerio de los Obispos (en lo que es hoy el Museo Sacro) la Catedral de Caracas, la iglesia de San Francisco (donde le fue concedido a Simón Bolívar el título de Libertador) el Pasaje Linares, el Capitolio Federal, la Casa Amarllla, el Arco de la Federación, el Paseo del Calvario, la Quinta Anauco, el Panteón Nacional, el Cuartel San Carlos, el puente Carlos III y el Palacio Municipal, que entre otras obras aún conservadas, dan cuenta de una historia que igualmente contribuyó a la fragua y desarrollo de Caracas. Ahora bien, dada esa ciudad así esbozada hasta ahora, con sus ventajas y desventajas, cabría preguntarse ¿ quién es el caraqueño de hoy? ¿ hasta dónde ha respetado la costumbre de sus ancestros? ¿cuáles son las suyas? Tremendas preguntas, que sin duda requerirían de un amplio bagaje de conocimiento en términos de lo sociológico y lo histórico; lo cual ni por asomo es nuestra pretensión responder en tan cortas páginas. Por lo tanto, podemos comenzar diciendo que lo de caraqueño es, hoy, muy difícil de definir, dada la complejidad de la composición de la población que habita la Capital; los intereses de cada quién y el nivel de aprecio que sienten hacia la ciudad. Sería fácil de responder si se atiende al lugar de nacimiento; y con ello bastaría. Mas, una persona nacida en Chacao, por ejemplo, se puede sentir tan caraqueña como otra nacida en la parroquia Catedral; y ello en razón de la cercanía entre ambos puntos, que posibilita toda suerte de relaciones en ambas direcciones. De tal modo que lo que queremos expresar es que este gentilicio ha ido perdiendo la configuración o perfil que tuvo en otros tiempos, para dar paso a otro que ha debido adecuarse al tiempo actual; y decir de la manera más simple que caraqueño es todo áquel que ha vivido en Caracas por un tiempo más o menos extenso; que se ha adaptado al modo de vida capitalino y que, incluso, ha cambiado la entonación de su lengua regional por la adquirida en Caracas. Por que desde hace mucho que se perdió ese caraqueño, de padre y madre nacido acá; y es muy fácil advertir hoy que aun cuando somos caraqueños, nuestros padres son andinos, orientales o llaneros. En cualquier caso y con mucho orgullo, venezolanos todos. En términos del respeto a las costumbres y tradiciones de Caracas, es bueno advertir que cada época tiene las suyas, y que ese guardar o mantener las que nos antecedieron, tiene que ver directamente con lo que nuestros padres y nuestros maestros pudieron y pueden hacer sobre el particular.


En cualquier caso, un factor determinante en esta salvaguarda, está relacionado con la adopción de formas y estilos foráneos, que venidos de otros países han afectado nuestras costumbres y nuestro idioma. Un ejemplo claro de ello, quedó demostrado con el afrancesamiento de Caracas, ocurrido a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando hasta la moda en el vestir se vió afectada por esta imposición. Empero, siempre queda algo. Siempre habrá quienes de manera desinteresada, como colectivo o individualmente, traten de mantener y divulgar parte de las tradiciones y costumbres caraqueñas; muchas de ellas perdidas en el recuerdo, otras transformadas y algunas mantenidas. Así, por ejemplo, la celebración de la Semana Santa devino de una devoción religiosa a todo trance, a la particularidad que para muchos, hoy, es propicia la ocasión para el asueto en la playa o en la montaña; olvidando el verdadero sentido de esta fecha, de mucho peso en la cristiandad. Más aún, tiempos hubo en que ni siquiera se podía encender la radio o la televisión, o realizar cualquier tarea doméstica por muy pequeña que esta fuera, como por ejemplo barrer la casa, so pena de cometer sacrilegio. Es más, ni pensar en bañarse, pues existía el temor de terminar convertido en pescado. Con la celebración de la navidad y el año nuevo ocurre algo parecido; aunque en términos menos exagerados, pues la transformación sólo ha sido de forma, en tanto y cuanto se ha innovado con la adopción de costumbres extranjeras (árbol de navidad en lugar de pesebre, por ejemplo) que han dado otro matiz a estas fiestas decembrinas; haciéndolas mucho más comerciales, cuando la gente en tropel acude a las tiendas a gastar hasta el último centavo en la compra de regalos. En la música ocurre otro tanto, cuando ya no se escuchan los aguinaldos, que han sido cambiados por la ruidosa gaita zuliana, cuya sonoridad se une a una letra pegajosa, las más de las veces, que hace encender el ánimo del más apagado. En otro ámbito, el consumo de dulces criollos (conservas diversas, gofio, melcocha, majarete, catalina, pan de horno y otros) ha dado paso a la preferencia por chocolates, caramelos, gaseosas y galletas, que en diversidad de formas, sabores y empaques conforman la dulcería infantil y juvenil en la actualidad. A esto habría que agregar, como punto ilustrativo del consumo actual, como han proliferado los establecimientos de comida rápida –de origen estadounidense- donde los jóvenes degustan perros calientes, hamburguesas y demás variedades, que constituyen su preferencia culinaria. Como se ve, estos y otros cambios se han sucedido en forma rápida, si se atiende que algunas de esas costumbres -ya languidecentes- coparon espacios de tiempo más o menos extenso, hasta caer en desuso o con poca vigencia, como se les observa hoy. Habrá que pensar en aceptar estos cambios como expresión lógica de nuevos tiempos, y no criticar en vano la adopción de modas y costumbres propias de los días que corren. Es raro ver en Caracas a un muchacho elevando un papagayo; o tratando de insertar una perinola; o jalando fuertemente una cabuya para ver girar velozmente un trompo; o llenarse de tierra con el juego de metras. La cosa hoy se ha reducido al juego electrónico, la más de las veces contentivos de escenas violentas, de guerra; de buenos contra malos, cuya factura es igualmente de origen foráneo. Igualmente, la preferencia del joven actual está por el


centro comercial, lleno de tiendas y luces, escaleras mecánicas y aire acondicionado, salas de cine y discotecas. Bien lejos quedó la cita con la novia en la plaza. Por esos barrios y urbanizaciones, por sus calles y vericuetos, en sus quintas, apartamentos y casas, cada caraqueño siente y padece sus alegrías y pesares. Es Caracas, en verdad, una ciudad difícil de someter. La competencia es diaria y permanente; se da en todos los frentes de la vida cotidiana. Lo que vemos ocurrir en otras metrópolis mundiales, también sucede acá mismo, y a veces con una realidad más cruenta: son, quizás, los términos que la llamada globalización ha impuesto a las sociedades actuales. Dentro de esos términos, uno de ellos parece ser el que los cambios operen con una velocidad inusitada. No hay tiempo para mantener costumbres; ni para guardar memoria de nada. El lema parece ser ¡el mundo es hoy y punto! La comunicación actual –medida también en milésimas de segundos- es otro aspecto muy vigente de esa globalización; y por ella nos damos cuenta que la diferencia de los avatares cotidianos en Nueva York, Ciudad de México y Madrid, por ejemplo, sólo lo son en número con respecto a Caracas. ¿Y qué hay con el cuidado del ambiente? No hay dudas que mucho; y ello con respecto a la pérdida de una conciencia por mantener nuestro mundo; su atmósfera; sus reservas de aguas y demás recursos naturales. Esto es patético en las grandes concentraciones humanas que prácticamente se agolpan en las capitales mundiales; respirando una polución, que no un oxigeno libre de contaminación. Y de ello, mucha culpa o responsabilidad llevan aquellos que con sus pruebas de armas atómicas; o con la invasión de vehículos automotores –por vía de sus escapes de gases- destrozan a diario la capa de ozono. Esto, igualmente y por desgracia, forma parte de esa globalización. Tal contaminación es un rasgo sobresaliente que definen las características del paisaje caraqueño de hoy. No tiene mucho sentido ponerse a comparar tiempos pasados con el actual, a objeto de buscar consolación con la otrora existencia de una Caracas que indudablemente ya no es, y ni siquiera se le parece un tanto, donde la bondad de su clima – entre otras cosas- era motivo de elogio de muchos visitantes y de orgullo para los caraqueños. Es tan contundente esta realidad, que el esfuerzo que debemos hacer para retornar a Caracas a los términos de una ciudad habitable, es por demás exigente. No es necesario hacer acá un inventario de las calamidades que nos afectan a diario, pues las conocemos suficientemente, dado que forman parte –aunque no queramos- de nuestro quehacer y casi las aceptamos con un tono de decepción, de imposibilidad y de frustración. El punto es que hay que trabajar en la búsqueda de soluciones, incluidos todos los que hacemos vida en esta ciudad, desde las máximas autoridades de gobierno hasta el de menor jerarquía entre nosotros. En este sentido, habrá que insistir hasta la saciedad en una campaña concientizadora, educativa, de muy largo alcance y profundidad, que señale los términos de nuestro accionar en dirección a la búsqueda de esas soluciones. Los medios de comunicación, en su importante rol, deberían dedicar un espacio permanente a esta campaña.


La persistencia de este deterioro y su posible agudización, es tema al que hay que prestar la mayor atención. El compromiso que tenemos con nuestros hijos y nietos pasa, necesariamente, por dejarles como herencia una ciudad humanizada; donde se pueda vivir, donde se puedan realizar como individuos. Debemos colaborar para evitar la agudización enunciada, y comenzar desde ya la tarea del efectivo rescate de Caracas.

Capítulo XXI

Las ideas ilustradas en el ayuntamiento caraqueño 1 La recepción de las ideas ilustradas en el Cabildo de Caracas durante la segunda mitad del siglo XVIII, no fue un asunto de invocaciones. El enciclopedismo reformista, como también será conocido, demandará esfuerzos a la sociedad, que revelan a su vez un complejo concurso de voluntades individuales y colectivas, cuya eficacia dependerá de la vitalidad de su escenario histórico; es decir, de las condiciones reales que permitan asimilar el pensar y el hacer de los planteamientos renovadores de la Ilustración. En otras palabras, queda entendido, que las posibilidades de una transferencia mecánica del “espíritu” del racionalismo ilustrado, estaba condenada de antemano al fracaso. Digamos por ahora, que la Ilustración es un movimiento renovador que apuntala la fuerza de la razón, de la cual es portadora la humanidad. Esta condición, innata en los hombres, al ser advertida por los filósofos de la Ilustración, se convirtió en el mejor instrumento del progreso humano hasta entonces conocido; y desde luego, en el medio más idóneo para contrarrestar las fuerzas conservadoras que se resisten tenazmente a los cambios del porvenir. Al decir esto, estamos pensando en el criterio manejado por Mariano Picón Salas2 cuando señala: “descendiendo de los hinchados cielos de la teología, el hombre de la Ilustración aspira ya a un mayor dominio y aprovechamiento de lo terrestre; y su inquietud transformadora, a veces pedantesca, y con ciega fe en el valor ético y social de la ciencia, contiene ya en germen el tecnicismo y el industrialismo del siglo XIX ¿No ha dicho Cartius que lo que caracteriza al pensamiento enciclopedista (...) es su abandono de la abstracción pura y el designio de ordenar un conjunto de conocimientos sobre la vida humana y el mundo como palanca favorable a la libertad política, como aurora de formas sociales nuevas?.”

Es posible encontrar algunos elementos que permiten medir y aquilatar el significado que cobró la Ilustración en la ciudad de Caracas a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. El significado no puede ser otro que el de las transformaciones o cambios en la sociedad caraqueña y en el área urbana que le sirve de entorno, en una simbiosis que llevó como corolario el planteamiento de ruptura con el orden colonial establecido, el cual era considerado como el fundamental estorbo o freno para el establecimiento de un nuevo orden político.


La recepción de las ideas ilustradas en Caracas, se centró básicamente en las distintas instancias de gobierno colonial local, así como en el estrecho terreno social y cultural de la ciudad. Esta recepción mantuvo una frecuencia intermitente en el sentido de la baja intensidad e inconsistencia que experimentó la asimilación de la transferencia de las ideas renovadoras. La condición de dependencia colonial, aunque era un terreno fértil para poner en práctica las novedades, constituía una antítesis a todo posible cambio en profundidad, al estar aglutinadas las fuerzas vitales de la sociedad en la defensa del orden establecido. Aunque nos parezca paradójico, la Ilustración será en Caracas, en su mayor parte un proceso de cambios dirigidos y regulados por las autoridades, a los fines de dinamizar la sociedad y optimizar el aparato productivo, sin necesidad de abandonar los esquemas de la dominación colonial. Estos intentos de modernización de lo que fue la menospreciada capital de la Provincia de Venezuela, formará parte de la política reformista de la monarquía española borbónica, especialmente bajo el reinado de Carlos III quien impone el llamado “Despotismo Ilustrado”, tanto en España como en sus extensos dominios coloniales. En este particular coincidimos con el criterio del Profesor Alberto Navas Blanco cuando sostiene que: “...bajo el reinado de Carlos III, se profundizaría para Venezuela el crecimiento encadenado de posibilidades estructurales e institucionales que lo empujarían hacia lo que el historiador norteamericano Lombardi ha denominado la sociedad colonial madura (...) las seis provincias menores fueron puestas en 1776 bajo la administración fiscal única de la Intendencia de Caracas, apenas nueve meses más tarde Carlos III crea (1777) la Capitanía General de las Provincias Unidas de Venezuela. La década de 1780 ve nacer el Real Consulado y la Real Audiencia de Caracas, a lo que se agregará en 1804 la creación del Arzobispado de Venezuela. Todas estas estructuras institucionales otorgaban a la élite caraqueña (que contaba desde 1725 con la Real y Pontificia-Universidad de Caracas) de los instrumentos prácticos referenciales (en manos principalmente de españoles peninsulares) para el manejo de una gestión prenacional moderna”3

Es pues con ese propósito centralizador, que contiene signos de mediatización del Ayuntamiento de Caracas, que se introducen las reformas de naturaleza unívocamente despóticas, pero que en nada contradicen su origen ilustrado modernizador. El quebrantamiento del poder político del mantuanaje criollo caraqueño, que se tradujo en una suerte de confiscación de muchas atribuciones y regalías de su Ayuntamiento, por parte de las distintas autoridades reales locales durante la segunda mitad del siglo XVIII, no es evidencia de que los cabildantes caraqueños fuesen contrarios a la implementación de reformas, llámense estas ilustradas o borbónicas. Por el contrario, el establecimiento de las instituciones de gobierno modernizadoras, fue a expensas de reiteradas solicitudes del Cabildo de Caracas a las autoridades de la Metrópolis. Los conflictos comienzan a manifestarse en este contexto, una vez que se advierte que la reforma de Carlos III tenía como objeto robustecer su poder, empleando para ello todos los medios disponibles de fuerza. Es así como se pretende modernizar, haciendo más eficaz el sistema de centralización administrativa y fiscal colonial, en un país agrícola, como el caso de


Venezuela, que viene experimentando un crecimiento más avanzado que en los prósperos virreinatos de México y Perú.4 Si prescindimos ahora de las escenas de este monumental cuadro de la Ilustración en Caracas durante la segunda mitad del siglo XVIII, formada por el deseo de las autoridades locales reales de incrementar los impuestos, controlar el comercio y reducir el poder político y social del mantuanaje criollo en el Ayuntamiento, y centramos nuestra atención en el resto del complejo escenario, tendremos entonces completa la visión panorámica del significado histórico de la otra parte de este panorama, que nos da una idea de la Ilustración en Caracas; es decir, el papel que le tocó desempeñar al Cabildo como institución política y social en este escenario de cambios históricos que comprometían peligrosamente su existencia. La presencia en el Cabildo caraqueño de una verdadera élite ilustrada conformada por la clase dirigente criolla, dio muestras más que suficientes, durante la segunda mitad del siglo XVIII, de una verdadera vocación de poder que buscó homologarse con el movimiento racionalizador e ilustrado de los enciclopedistas de la centuria décima octava. La historiografía venezolana en su evaluación del período preindependentista, ha tenido el cuidado de mediatizar un tanto el papel que desempeñó el Ayuntamiento caraqueño en esta época de cambios. En este particular suele utilizar como único alegato, el rechazo que presentaron los cabildantes caraqueños en 1795 a la Real Cédula de Gracias al Sacar, introducida por las autoridades españolas como un instrumento de igualación social a favor de los pardos. Este solo hecho les ha servido para relativizar el significado que tuvo la política ilustrada de la élite caraqueña, confinándola sólo a un desenfrenado deseo de independencia vacía de todo contenido social; es decir, comprometen un complejo proceso como el de la Ilustración con tan solo un aspecto del mismo: el igualitarismo social. El rechazo a la igualdad artificial y crematística que se pretendió implantar en Caracas, no es prueba que descalifica al Ayuntamiento como institución renovadora e ilustrada. Este calificativo de ilustrado, tampoco deviene del hecho de haberse confirmado la tenencia de libros prohibidos en muchas bibliotecas pertenecientes a los miembros de la clase dirigente.5 La Ilustración llegó a Santiago de León de Caracas con sus signos de novedad y cambios, y se esparció dosificadamente a través de la única forma en que se podía aplicar reformas a una sociedad caracterizada por el atraso de sus estructuras: el empleo de los medios de poder. Los conflictos que se suscitan durante este medio siglo, que se inician con la rebelión de Juan Francisco de León en 1749 y concluyen con la ruptura del orden colonial el 19 de Abril de 1810, son en el fondo una disputa por el simbolismo de la Ilustración que enfrenta al omnímodo poder de la monarquía española, especialmente la de Carlos III, con el poder de una clase dirigente criolla que ha alcanzado conciencia del papel que debe desempeñar en el nuevo escenario del reformismo ilustrado que España le arrebata como bandera de progreso, por el hecho de estar sujeto a la sumisión de dependencia colonial y a la aparente incapacidad, en la que son conceptuados los criollos, de emprender por sí mismos el rumbo del progreso.


Uno de los componentes esenciales del progreso es la racionalización; es decir, la capacidad de ordenar, jerarquizar y analizar como paso previo a la acción práctica. Los cabildantes caraqueños, en su empeño de contribuir con el progreso material, cultural y social de la ciudad, dieron muestras del manejo de este signo emblemático de la Ilustración, como es la racionalización. El mejor ejemplo que hemos podido hallar no es otro que la tradición legislativa municipal que supera en el transcurso del siglo XVIII, su anterior etapa caracterizada por el casuismo y lo aleatorio; es decir, imponer la autoridad por la discreción de los Alcaldes Ordinarios del Ayuntamiento, o bien a través de los Bandos de Buen Gobierno, que hacían ejecutar los gobernadores de turno. Cuando hablamos de tradición legislativa, nos estamos refiriendo en concreto al cuerpo de ordenanzas municipales de Caracas que fueron elaboradas en el período indicado y que permiten por tal razón, aproximarnos al modo de pensar de los cabildantes y a la forma de interpretar la realidad de entonces, o como bien lo expresa el fallecido Cronista de la Ciudad de Caracas, doctor Juan E. Montenegro, cuando afirma que estas ordenanzas “...nos dan una clara y amplísima idea de las costumbres de la ciudad, de sus virtudes y sus vicios, y dan cómo las autoridades municipales pensaban que debían ordenarlas, estimularlas o frenarlas.6 El 24 de noviembre de 1820, los Síndicos Procuradores Generales Francisco Rodríguez y el doctor Ramón Monzón, hicieron entrega al Ayuntamiento de Caracas, para su formal estudio y aprobación, de las Ordenanzas Municipales para el gobierno y policía de la Muy Ilustre ciudad de Santiago de León de Caracas. No hubo tiempo para ponerlas en aplicación pues pocos meses después, el 24 de junio de 1821, el triunfo de Carabobo invalida definitivamente el poder español en Caracas. La razón de hacer referencia a un asunto que se encuentra fuera de nuestro marco cronológico (segunda mitad del siglo XVIII) es que estas ordenanzas de 1820, son las mismas del proyecto inconcluso que le encomendó el Ayuntamiento en 1753 a los regidores Fernando Antonio Lovera y Otañez y Juan Cristóbal Obelmejías, reiniciado hacia 1769 por intermedio del Conde de San Javier “persona de tanta habilidad e inteligencia”, dice el acuerdo del 29 de mayo, en compañía de Juan Luis Escalona y el Procurador General Diego de Monasterios. Los trabajos debieron continuar con Manuel de Clemente y Francia, quien es enviado a México, Veracruz, La Habana, Santo Domingo, Madrid y Pamplona, a fin de conseguir y traer las ordenanzas municipales de esas ciudades para emplearlas como modelos a las que se elaboraban en Caracas. “Por este punto habían de haber comenzado. Era necesario y hasta temerario e inconveniente, empezar desde cero, como si no existiese suficiente experiencia en las constituciones de miles de ciudades pre-existentes, que podían servir de patrón, adoptando de ellas lo que pareciere conveniente o rechazando lo que se ajustara a las peculiaridades de nuestra capital. Pero algo se había adelantado (...) y tanto más cuando el procurador afirmaba tener trabajadas y puestas en borrador todas las ordenanzas que hacen al Cabildo, y que abrazan sus regalías las obligaciones de todos los individuos que lo componen desde los señores Alcaldes hasta los porteros... además tenía casi concluidos los referentes a los


gremios y la mayor parte de las ordenanzas de policía y en fin, hecho todo el Plan y apuntaciones para la conclusión de todo.”7

Pero a pesar de la existencia cierta de un plan que manifiesta el Procurador tener en su poder, no se concretó el estudio final para su ejecución. Esta tarea deberá asumirla el Alcalde Luis Blanco y el Regidor Isidoro López Méndez. En 1795 el Asesor del Ayuntamiento, Licenciado Pedro Manuel Martínez de Porras, recibe el proyecto y estudio de los señalados cabildantes. Pero no será sino hasta el 1 de septiembre de 1800, cuando definitivamente se resuelve este asunto, al ser comisionado el licenciado Miguel José Sanz para concluir las Ordenanzas de la ciudad. Sólo existen los documentos de las ordenanzas de 1820, pues se han extraviado del Archivo Histórico desde el pasado siglo, los documentos del proyecto que se inició, como señalamos, en 1753. Sin embargo, encontramos algunos indicios que apuntan a corroborar nuestra tesis de mentalidad ilustrada y racionalizadora de los cabildantes caraqueños. En el largo lapso que ocupó la elaboración de las Ordenanzas de la ciudad, quedaron cuando menos dos instrumentos legislativos que fueron de ejecución inmediata. Nos referimos a las Ordenanzas de albañilería y carpintería de 1753 y la Ordenanza de aguas y montes de 17628 . Lo relevante de estos documentos es que testimonian que la ciudad de Caracas contó al igual que Madrid, con instrumentos jurídicos que regulaban racionalmente su crecimiento urbanístico y la conservación de sus aguas y bosques; es decir, que asume tempranamente el propósito de atender con medios idóneos dos aspectos del mayor interés de la ilustración: el urbanismo y el medio ambiente. También en 1758 el Ayuntamiento prohibió las festividades de Corpus Cristi, desterrando la fea ceremonia religiosa donde aparecían dragones y diablitos haciendo de las suyas en la ciudad (en Madrid fue suspendido en 1780) a cambio se construyó un teatro y una alameda para el esparcimiento de sus habitantes, fueron empedradas las calles principales y embellecida su Plaza Mayor con arquerías de piedra azul y oficinas y canastillas para organizar a los vendedores del mercado público. En este período se crean cuatro nuevas parroquias: Candelaria, San Pablo, Altagracia y Santa Rosalía, y la ciudad fue dividida en “cuarteles” para su mejor protección a cargo de los llamados Alcaldes de Barrios (1775) que además tenían la obligación de levantar matrículas de población. La ciudad había crecido a 134 manzanas que albergaban unos 40.000 habitantes a fines del siglo XVIII. En materia de salud existían dos hospitales: el de hombres, denominado San Pablo y el de mujeres que era el Hospital de Caridad; además los asuntos de pobreza eran atendidos en la Casa de la Misericordia, el hospicio de Capuchinos y la Casa de San José para huérfanos, pues la Casa del Real Amparo, una vez terminada fue destinada a otros propósitos muy distintos: bailes y tertulias del Gobernador. Además se contaba con las alhóndigas y el pósito para el almacenamiento de granos y harinas, que eran vendidos a precios solidarios a los más necesitados. Caracas contaba con la Universidad Real y Pontificia Santa Rosa de Lima, con un colegio para niños blancos llamado de primeras letras y un buen número de escuelas privadas para niños pardos, regentadas por artesanos que se improvisaban en la educación.


Esta era en cierto modo la ciudad que visitaron los ilustres viajeros y hombres de ciencias como Humboldt, Depons, Dauxión Lavaysse. Sus comentarios respecto a la ciudad de Santiago de León de Caracas, casi siempre contrastan con la información que se maneja en los documentos públicos; mientras en estos encontramos un notable avance en lo material, en los testimonios de los ilustres visitantes, hallamos cierta inconformidad al carecer Caracas, según sus opiniones, de los símbolos de la Ilustración al modo de sus ciudades de origen. Concluyamos evocando el cuadro de Nuestra Señora de la Luz, que en el entendido del Cronista ya citado, dicha obra: “...nos enseña con detalle, cómo era Caracas al declinar el siglo XVIII (...) De ciudad conventual, Caracas había pasado a ser ciudad culta, universitaria y jovial. La capilla universitaria de Santa Rosa de Lima (...) se convirtió en centro literario que irradió el gusto por las bellas letras a diversos grupos familiares, cada uno de los cuales se hizo deleitoso enclave en la difusión de las artes. También a pocos pasos (del Palacio Municipal) en el número 1 de Monjas a Padre Sierra, el Coronel Nicolás de Castro abrió su Academia de Matemáticas, compuerta abierta a la instrucción de las ciencias. En la esquina de Jesuitas, un foco educativo iba adquiriendo forma, y muy cerca, en la de Tienda Honda, Juan Pedro López, mezclaba los colores de los que iban a surgir iluminadas vírgenes que superarían las bellas producciones de Francisco José de Lerma y de su cercano amigo Alvarez Carneiro. Pero no se limitó Juan Pedro López, solamente a la creación plástica, pues sembrador de buena semilla, tuvo por nieto a uno de los venezolanos más ilustres: Andres Bello. Pero donde el espíritu de aquel siglo tuvo su producción más alquitarada, fue en el oratorio de San Felipe Neri, donde los Caro de Buesi, el padre Sojo y Juan Manuel Olivares, iniciaron una producción musical de tal fuerza y textura que se denominó en lo que algunos extranjeros dieron por llamar un milagro musical venezolano”.9

No debe perderse de vista que estas manifestaciones del arte, las ciencias y la política, eran expresión del ánimo y la preparación de la élite dirigente criolla de la ciudad de Caracas, que ocupaban los puestos claves de la institución municipal. Allí pues están objetivadas las contribuciones que dio el Ayuntamiento colonial caraqueño, en materia de aplicación de las ideas ilustradas de la segunda mitad del siglo XVIII.


Capítulo XXII

¿Dónde está Caracas? Al poeta José Antonio Pérez Bonalde, no le fue difícil responder a la interrogante que acompaña el título de estas líneas, cuando de regreso al país de su largo exilio en 1889, exclamó: “¡Caracas allí está: sus techos rojos, su blanca torre, sus azules lomas y sus bandadas de tímidas palomas, hacen nublar de lágrimas mis ojos!...”. A ciento doce años de las emocionadas palabras de su “Vuelta a la Patria” del laureado poeta caraqueño, la ciudad se ha transmutado al punto de surgir dudas para una respuesta precisa de algo que suponemos obvio. Caracas se nos presenta hoy como una megalópolis con más de cuatro millones de habitantes; sobre su ya esquirlado valle que le sirve de enclave, se construye y reconstruye sin cesar desbordando sus artificiales límites geográficos y modificando su ancestral identidad. Para fines del siglo XIX, tanto el entorno urbano como su temperamento social, se conjugaban orgánicamente para representar lo que podríamos llamar “el alma de la ciudad”, pese a que ya se asomaban los signos de la disolución de ambos factores que modelaban el carácter de los caraqueños. La pertinencia de la pregunta ¿Dónde está Caracas? es precisamente una manera de confirmar la concreción de esa disolución en nuestros días. Pero la explicación de ese fenómeno, no lo lograremos con la ingenua descalificación del problema, argumentando algún avisado lector, que con un simple mapa de la ciudad, se solventaría tan “ociosa” cuestión. Al poco tiempo de ser fundada, Caracas se convirtió en la capital de la provincia del mismo nombre, y así permanecerá a todo lo largo de la vida colonial. El ancestral y autóctono topónimo de Caracas, quedará asociado a dos entidades plenamente diferenciadas: la ciudad propiamente dicha y una extensa provincia que comprendía desde la cordillera de la costa hasta los llanos, entre el Lago de Valencia y el río Unare. Para evitar confusiones, la ciudad desde sus primeros días, se le conocía como Santiago de León de Caracas; la provincia en cambio, indistintamente se le denominaba de Venezuela o de Caracas hasta 1777 cuando fue creada la Capitanía General de Venezuela, quedando entonces sólo con el nombre de Caracas. En los 233 años que van de 1567 a 1810, el Ayuntamiento sólo omitió en dos ocasiones la distinción Santiago de León para referirse a la ciudad en su copiosa documentación. Ello aconteció el 26 de agosto de 1709 y luego veintiséis años después, el 14 de junio de 1735. Será a partir de 1810 cuando se deje definitivamente en el olvido, los castizos nombres dados a la ciudad por el Capitán Diego de Losada y se conserve el más autóctono y ancestral de ella: Caracas. Luego de la Independencia y especialmente a partir del firme establecimiento de la República en 1830, el nombre de Caracas seguirá asociado con el de la ciudad capital, el


cantón y la provincia, bajo unos términos políticos de división territorial, que no dejaban lugar a dudas jurisdiccionales, pese a compartir esas tres entidades el mismo nombre. En 1864 tras la creación del Distrito Federal, se dará inicio a un lento proceso tendiente a hacer desaparecer el viejo topónimo de la ciudad. La nueva entidad político-territorial estará conformada por tres departamentos: Libertador, Vargas y Aguado, correspondiéndole a Caracas el primero de éstos. De este modo dejará de existir la añeja municipalidad de Caracas, para darle paso a la del Departamento Libertador. Igual suerte correrá la vieja gobernación de Caracas para convertirse en la Gobernación del Distrito Federal. En este sentido, bien podría afirmarse que Caracas pierde su nombre propio y legítimo en las altas instancias del poder político, que en un irrefrenable deseo de innovar, intenta anular y disolver con decretos y leyes inconsultas o soterradas, auténticas referencias de la identidad histórica de la ciudad. En las últimas décadas del siglo XIX, Caracas será el centro de un enfrentamiento no declarado entre las imposiciones políticas y la tradición histórica. Es decir, una suerte de lucha silenciosa de lo abstracto y artificial que suponía “innovaciones” para Caracas según el interés político, ante una realidad que insuflaba vitalidad y esencia de pertenencia histórica a los habitantes de esa misma ciudad de sentirse auténticos caraqueños, quizás con la misma intensidad que experimentó Pérez Bonalde en 1889. En todo caso, el alma caraqueña seguía domiciliada en la ciudad, y “...sus techos rojos, su blanca torre, sus azules lomas”... eran muestra indeleble de la existencia de su identidad y permanencia. Ello lo describe nuestro siempre recordado Cronista de la ciudad de Caracas, doctor Juan Ernesto Montenegro, cuando afirmaba: “En Caracas decimonónica, en aquella ciudad en la que éramos menos de cien mil habitantes, no obstante a la heterogeneidad y a las persistentes secuelas de las antiguas castas coloniales, el comportamiento de casi todos los ciudadanos, era quizá excesivamente uniforme y el estado afectivo del conglomerado se percibía claramente al dar los primeros pasos a la calle y saludar a los primeros vecinos”.1

Las transformaciones urbanas, sociales y políticas que se registrarán en Caracas en el devenir del siglo XX, de alguna manera trastocarán la identidad física y espiritual de la ciudad. La homogeneidad de las costumbres colapsará en cierta medida, tras las intensas y sistemáticas migraciones del campo a la ciudad, reforzadas luego por la oleada de inmigrantes extranjeros. Se impone así un proceso de transculturización para Caracas, con todas las secuelas negativas que de ello se deduce. Las solariegas casonas de techos rojos, sus estrechas y bien alineadas calles empedradas, así como sus “azules lomas”, tendrán que cederle el paso al “progreso”, auspiciado por el enorme poder económico que simboliza el petróleo y que administran a su antojo, políticos deseosos de innovar y de figurar. A esto se le unen empresarios, urbanistas y arquitectos, igualmente ávidos de lucrar o experimentar novedades, según sea el caso, en la vieja Caracas a principios de los años cuarenta del siglo XX. Esta gigantesca “maquinaria” se pondrá en marcha para dejar a su paso otra ciudad, otra Caracas, en la brevedad del tiempo de una generación; es decir, en el lapso de las tres décadas que van desde 1940 a 1970. Para entonces, grandes edificios y centros comerciales ocupan un importante espacio del viejo cuadrilátero histórico, dejando así pocos vestigios culturales y arquitectónicos que habían sobrevivido al embate de los tiempos y a las calamidades que ello supone. El entorno de la ciudad también se modifica, y


si en él vemos las bondades que implica el moderno desarrollo, ello no es estorbo ni excusa para que la pobreza y la miseria se adueñen de los barrios y cerros de Caracas. Caracas en las últimas dos décadas, parece estar sumida en un caos. Ello motivó que algunos políticos la conceptuaran como “una ciudad ingobernable”. Obsesionados con la idea de someterla a sus inapelables dictámenes, bien pronto se percataron que el alma de la ciudad era indomable, y pese a adoptar toda suerte de medidas a modo de exclusas, esa indomabilidad se derramó como el aceite fuera de los límites geográficos de la ciudad. Tal vez sea esta la razón para que algunos sectores promuevan la división del Municipio Libertador (Caracas), en otros tantos con el utópico convencimiento de doblegarla y someterla. Otros grupos más apegados a las normas jurídicas que políticas, han creado un verdadero torneo de exhibición de inteligencias para atacar o defender las nuevas entidades políticas administrativas creadas por la novel constitución de 1999; esto es, el Distrito Capital y el Distrito Metropolitano. Lo común a todos esos debates intelectuales, es que se han olvidado del nombre de Caracas. Entretanto, el hombre común y corriente que vive y padece en la ciudad, no tiene, en cierta medida, certeza de si es un caraqueño genuino o artificial, pues paradójicamente la mayoría no se siente identificada o conectada con esa permanente pero escurridiza esencia de ser caraqueño. Tal vez la explicación está en que de cada cinco habitantes de Caracas, tres son huéspedes permanentes venidos desde el interior del país o simplemente extranjeros. Añádase a esta problemática, las amenazas que existen en contra del autóctono y legítimo topónimo de la ciudad, el cual conservamos en parte, gracias a la ayuda que ofrecen las señales de localización de tránsito que existen en todas las carreteras y autopistas de Venezuela, que indican a los conductores la dirección y la distancia que los separa de la ciudad con avisos verdes o blancos que dicen inequívocamente: CARACAS.

Capítulo XXIII

Santiago de León de Caracas, semblanza de una ciudad.* Caracas, capital de la República Bolivariana de Venezuela y sede de los poderes públicos, se encuentra situada en la región centro-norte del país, en un valle de aproximadamente 25 kms. de longitud y a una altura que oscila entre 870 y 1.043 mts. sobre el nivel del mar. Por su límite Norte se levanta una imponente serranía que se eleva a 2.765 mts. en su cumbre más prominente conocida como el Pico Naiguatá. Este esplendoroso monumento natural de tonalidades verdes y azules es el cerro El Ávila o Guaraira Repano, término autóctono que significa “lugar de las avejas”.


En cuanto al vocablo caraca con el cual fue “bautizada” la ciudad, se trata de una voz caribe que no tiene un significado preciso; lo único que ha podido establecerse es que con el mismo los indios del Valle de los Toromaimas, designaban a una planta de hojas largas denominada Pira. Humboldt y Bompland cuando estuvieron de huéspedes en Caracas, a principios del siglo XIX, analizaron una Pira en las riberas del río Catuche, dándole por nombre Amarantus Caracasanus. La pluralización del término caraca se debe sólo a los conquistadores españoles, quienes también le agregarán al nombre de Caracas, los apelativos de Santiago de León en ofrenda al Apóstol y en sumisión al Gobernador de la Provincia de Venezuela, Pedro Ponce de León. La ciudad de Caracas en la actualidad está conformada por 22 parroquias que integran el Municipio Libertador; esto es el Distrito Capital, que a su vez forma parte del Distrito Metropolitano, creado en 1999. Este Distrito que sustituye al Área Metropolitana de Caracas (1951), comprende además del Municipio Libertador, las entidades análogas de Chacao, Sucre, Baruta y El Hatillo del Estado Miranda. Este extenso territorio, erróneamente se le ha comenzado a denominar “La Gran Caracas”, algo que desde luego no tiene respaldo oficial ni cuenta con ninguna tradición histórica. La fecha comúnmente aceptada para datar la fundación de la ciudad de Caracas, es el 25 de julio de 1567. Sin embargo, existen opiniones bien sustentadas que apuntan a demostrar que el Capitán Diego de Lozada, lo que hizo fue refundar un pueblo de españoles, pues siete años antes, Francisco Fajardo había hecho lo propio, al erigir la Villa de San Francisco (1560). Este poblado fue de efímera existencia, al ser destruido por la resistencia indígena que se reanudó tras la alevosa muerte de Francisco Fajardo de manos de los propios españoles, quienes lo despreciaban por ser mestizo. Son estas las circunstancias que explican en parte que Lozada llegara al Valle de los Toromaimas con la doble misión de poblar y reprimir, según lo dispuesto en la Real Cédula del 17 de junio de 1563, la cual portaba y lo autorizaba para actuar punitivamente contra los alzados e irreductibles indios Caraca y demás parcialidades indígenas. Caracas se cimentó desde un improvisado campamento militar (esquina Santa Capilla), y esta provisionalidad la mantendrá por algunos años, hasta tanto se quebrantara definitivamente la resistencia indígena. Consolidada la conquista e iniciado el lento y precario proceso de colonización, la nueva sociedad que viene formándose en el crisol que fragua la cultura, costumbres y tradiciones criollas, harán que el mundo de los naturales se aleje y desaparezca, hasta ocupar su lugar esta nueva sociedad que le da carácter, inequívocamente, a la pequeña ciudad de Santiago de León de Caracas. Tres hechos confirman la importancia que había cobrado Caracas en sus tempranos tiempos formativos; el primero es de 1577 cuando le arrebató a la ciudad de Coro la titularidad de capital de la Provincia de Venezuela, al residenciarse en Caracas el gobernador Don Juan de Pimentel. El segundo, cuando el Ayuntamiento a través de su Síndico Procurador de Cortes, Simón Bolívar (El Viejo), logra desde Madrid una Real Cédula que autoriza a la ciudad a tener escudo de armas, derecho sobre los ejidos y que los Alcaldes pudieran encargarse interinamente del gobierno, sin la intromisión de la Audiencia de Santo Domingo en 1592. El último acontece en 1637 al establecerse la sede del


obispado en Caracas. Estos sucesos apuntalarán inexorablemente la capitalidad que ostentará la ciudad de Caracas, a todo lo largo de la vida colonial, especialmente durante el siglo XVIII cuando se convierte en capital de la Capitanía General de Venezuela (1777), lo que implícitamente conllevaba a reconocer su papel de unificadora de todo el territorio colonial venezolano. La creación de la Universidad (1721), el establecimiento de la Intendencia y Real Hacienda (1777), la Real Audiencia (1786), el Consulado (1793) y el Arzobispado (1803), son suficientes pruebas que demuestran lo sostenido de esta tendencia que no experimentará retrocesos luego de la Independencia de Venezuela en 1811. Caracas se incorpora definitivamente a la vida republicana en 1821. A sus espaldas lleva el peso de la gloria de varios movimientos revolucionarios como lo fueron el de Gual y España (1799), el 19 de Abril (1810) y el 5 de Julio (1811); también le cabe la honra de ser “la cuna” donde nacieron hombres de fama universal como Simón Bolívar (1783), Francisco de Miranda (1750), Simón Rodríguez (1771), Andrés Bello (1781), y otra serie de personalidades que conformaron la élite de la espada y la toga que dieron existencia a la República de Venezuela. La larga Guerra de Emancipación (1811-1821) y las secuelas del terremoto (1812), dejaron a la ciudad de Caracas empobrecida material y socialmente. Su recuperación fue lenta y penosa hasta el último tercio del siglo XIX. Los signos de progreso se asoman sin haberse disipado totalmente la humareda de pólvora que dejó la Guerra Federal (18591864), liderada en buena parte por Ezequiel Zamora (1817-1860) genuino revolucionario popular. Tras el triunfo de la Revolución de Abril (1870) del General Guzmán Blanco, Caracas será objeto de sistemáticos e intensos trabajos que le cambiarán en parte su fisonomía urbana. El “autócrata civilizador”, como también era conocido Guzmán Blanco, obsesionado por el éxito que había alcanzado el Barón de Haussmann en la transformación urbana de París, intentó emularlo en Caracas, sin admitir ninguna sugerencia. Derriba templos e iglesias y en su lugar construye el Capitolio Federal, el Panteón Nacional y un teatro (Municipal); también dota a Caracas de un acueducto y paseos (El Calvario); pavimenta sus calles, ensaya con la luz eléctrica y de gas, se establecen los tranvías y los ferrocarriles que parten de la ciudad hacia La Guaira o Valencia. Para rendirle homenaje a los héroes de la Independencia, además del Panteón Nacional, inaugura la Plaza Bolívar (antigua Plaza Mayor y mercado) e inicia una tradición estatuaria en la ciudad al erigir las de Bolívar, Miranda y Washington, sin olvidar las de su propia persona, que popularmente las llamaron “El Saludante” y “El Manganzón”. Se inauguran restaurantes, cafés, hoteles y almacenes. Al finalizar el siglo XIX, Caracas no volverá a ser objeto de atención de los gobernantes a la manera y fama de Guzmán Blanco. Castro y Gómez que ocupan los primeros treinta y cinco años del siglo XX, poco o nada hacen por la ciudad, especialmente este último, quien prefirió residenciarse en la bucólica Maracay durante los veintisiete años de su férreo régimen. Caracas se encontraba pues, en estado de hibernación durante estos años. Luego de la muerte del General Juan Vicente Gómez en 1935, Caracas será objeto de la atención gubernamental y del sector económico privado. Se intenta orientar su desarrollo de forma planificada y para ello se contratan tres arquitectos franceses que se


comprometen a realizar un estudio sobre la ciudad, con criterio futurista. Fueron éstos Rote, Lambert y Rotival, siendo este último quien apellidó el gran plan para Caracas (1939). La renta petrolera que por primera vez registró un superávit en el fisco nacional, permitió que durante los gobiernos del General Isaías Medina Angarita (1939-1945) y el General Pérez Jiménez (1948-1958), Caracas alcanzara rasgos de una ciudad moderna. Muchos son los ejemplos que se pueden citar en obras de infraestructura como lo fueron: la reurbanización El Silencio (1943), la Ciudad Universitaria de Caracas (1953), diseñada por Carlos Raúl Villanueva y recientemente declarada por la UNESCO Patrimonio Cultural de la Humanidad. Paseos como Los Próceres, el Círculo Militar, el Centro Simón Bolívar y las Torres de El Silencio, avenidad Bolívar, Urdaneta, Nueva Granada y Victoria, son vivos testimonios que aún permanecen en Caracas. Pero a expensas de estos avances, la ciudad se ve dramáticamente afectada en su patrimonio arquitectónico en el casco central. Las viejas casonas y plazas que eran tangibles expresiones de lo que fue la vida colonial y decimonónica, fueron demolidas ante la atónita mirada de muchos caraqueños, quienes quedaron sumidos en la nostalgia por la irreparable pérdida. La Casa de Llaguno que servía de sede del Museo Colonial, fue uno de estos emblemáticos símbolos patrimoniales que desaparecieron entre “los polvos del progreso”. Caracas, durante los últimos treinta años del siglo XX, pasará de ciudad cosmopolita a una verdadera megalópolis. Con más de cuatro millones de habitantes, cuya mayoría no está plenamente identificada con la idiosincrasia de la ciudad, interpretaron el intenso proceso de reedificación al que es sometida Caracas, como muestras de las bondades del progreso. Así, agotadas las posibilidades de la expansión urbana caraqueña, al quedar saturado el viejo y estrecho valle de Caracas, se demuelen otros tantos vestigios patrimoniales y en su lugar construyen altos edificios y lujosos centros comerciales. Caracas se le comienza a llamar entonces “La sucursal del cielo”, pero no precisamente en alusión a la ciudad de eterna primavera, como fue conceptuada por el Gobernador Don Juan de Pimentel, en su informe de la ciudad al Rey en 1578. Pese a lo difícil o zozobrante que puede resultar hoy la vida en Caracas, al igual que cualquier otra ciudad populosa en el mundo, los caraqueños mitigan las secuelas de la vida moderna en sitios que invitan al sosiego espiritual, bien sea en calidad de recogimiento o entretenimiento. En este sentido, la ciudad ofrece en su casco histórico lugares como la Plaza Bolívar, el Palacio Arzobispal, el Museo Sacro, la Casa Natal del Libertador, el Palacio Federal (sede de la Asamblea Nacional), el Palacio de Las Academias, el de la Gobernación y Casa Amarilla. En el Palacio Municipal se encuentra la Capilla Santa Rosa de Lima o de la Independencia, por ser este sitio donde se declaró la Independencia el 5 de julio de 1811; al Norte de Caracas está el Panteón Nacional y el Foro Libertador. Fuera del ámbito del casco histórico, Caracas ofrece los museos de Bellas Artes, de Ciencias Naturales y Arte Contemporáneo, así como la Galería de Arte Nacional y el Teatro Teresa Carreño, aledaños al Parque Los Caobos (oficialmente Parque Sucre). En la populosa parroquia La Candelaria, existe un verdadero emporio de restaurantes de comida típica española, dada la calidad gastronómica y los largos años de funcionamiento de estos establecimientos, el Concejo Municipal los declaró Patrimonio Gastronómico de la Ciudad, en 1995.


Si existe en la ciudad una tradición de largo arraigo, esta es la del Nazareno de San Pablo, cuya imagen se venera en la Basílica de Santa Teresa, luego que el General Guzmán Blanco ordenara la demolición del antiguo Templo de San Pablo, para edificar el teatro que llevaría su nombre y que es hoy el Teatro Municipal Alfredo Sadel. La procesión del Nazareno data de 1742, pero su devoción o fervor se inicia a raíz del milagro que el Nazareno, según se dice, le concede a la ciudad, librándola de una terrible epidemia en la medianía del siglo XVII, tradición que inmortalizó el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, con su famoso poema El Limonero del Señor. El Nazareno de San Pablo es quizá la única divinidad de todo el copioso santoral de Caracas, que realizó un milagro ante las inmensurables calamidades que le ha tocado vivir a la ciudad, en sus 434 años de historia.

Capítulo XXIV

Un vistazo a las tenebrosas noches caraqueñas Los espectros o almas fantasmales cohabitaron la ciudad de Caracas hasta que los vientos de cambios llegados con el siglo XX, alteraron radicalmente algunas costumbres y situaciones que habían hecho posible la firme creencia en el más allá. La superstición y el sombrío aspecto que envolvía a la ciudad durante las noches, fueron los ingredientes que permitieron el arraigamiento del miedo en torno a la existencia del maligno, así como el no menos poderoso temor hacia las llamadas “almas en pena”, que eran claro aviso de los castigos de Dios. El tema a tratar es pues, sobre el mundo escatológico que se forma de las cosas postrimeras, de los premios y castigos de las almas después de la muerte. Este mundo de lo desconocido y tétrico, tuvo en Caracas peculiar manifestación al ser ésta una ciudad donde la creencia en los cuentos de ultratumba y lo sobrenatural, atormentó a sus pobladores al punto de que muchos sitios y esquinas de su nomenclatura, llevan hoy sus nombres asociados al pavor de esos recuerdos. Como debemos armarnos de valor para iniciar el descenso que nos conducirá al oscuro e ignoto reino de lo escatológico, bien valdría la ocasión para conjurar la contingencia de un mal paso, del cual no nos vayamos a arrepentir, el emplear a modo de lámpara, el justo concepto que permite valorar la dimensión e importancia de este tema. Para ello recurriremos a la opinión, que compartimos plenamente, de Santos Erminy Arismendi, cuando nos dice: “...como la superstición o el mito cabe la tétrica visión del misterio o del embrujo sostenido en leyenda por la tradición, viene siempre a decir del placer o dolor que experimenta el alma.


Por eso hay que ver también en las tradiciones y leyendas la expresión magnífica de aquellos en la sencillez eurítmica de sus manifestaciones que dan canales hacia la cultura o al menos para ir a mirar el panorama social y determinar el estado de ánimo de un conglomerado (...) Por eso no debemos relegarlas al olvido como simples errores nacidos en época de oscurantismo, porque esas leyendas a la vez que pintan el alma sencilla y crédula de los pueblos (...) sirven como exponentes valorizadores de la cultura reinante entonces, ya que en su fondo está el secreto de milagrosas combinaciones imaginativas, guardada en símbolo de verdad”...1

Este mundo escatológico nutrido de los cuentos y leyendas sobre espantos y aparecidos, fueron el resultado natural del sincretismo que modeló en parte a la cultura criolla caraqueña, durante el proceso de conquista y colonización. Podría decirse que los espantos y fantasmas vinieron en las mentes de los conquistadores y encontraron un excelente “abono”, no sólo en las supersticiones, sino en las inapelables creencias que la iglesia católica implantó convenientemente en la sociedad, como medio o instrumento de control, especialmente en aquella referida a la existencia “inequívoca” del gran poder atribuido a un personaje que tendría acomodo en esa sociedad colonial, esto es: el diablo. La demonología no fue una ciencia cultivada en Caracas, pero las representaciones de Lucifer, fue algo muy común encontrarlas en las pinturas religiosas durante la colonia; eso sí, sometido por la intercesión celestial. Un comentario sobre este particular, nos los ofreció Enrique Bernardo Núñez, cuando escribió sobre los retratos que se hallaban exhibidos en el ya desaparecido Museo de Arte Colonial de Llaguno. Dice así: “Algunas de esas tallas que representan imágenes religiosas, participaban íntimamente en la vida de las gentes de aquel tiempo (...) Por lo común se halla representado en esos cuadros María Santísima de La Luz, una de las más bellas imágenes del Museo de Llaguno, toca con el cetro la frente de Satanás. Durante la colonia el Diablo impera. Hoy no. Nadie habla hoy del Diablo. Nadie habla ni cree en él. Es un personaje bastante pasado de moda (...) Día llegará, en que pase las cuentas y entonces veremos si una vez más quedará burlado, como ha ocurrido hasta hoy, o si será lo contrario”.2

Está de más decir que mientras más arraigados eran los dogmas de la Iglesia católica en la sociedad, más profundo entonces resultaba la creencia en Lucifer. Para colmo, el mundo de tinieblas que le era inherente a su existencia, la ciudad de Caracas se lo proporcionaba en términos más que ideales. Decimos esto en atención a que Caracas no dispondrá propiamente de un alumbrado público sino después de la segunda mitad del siglo XIX con sus deficiencias muy notables claro está. Esto quiere decir que en el transcurrir de toda la vida colonial y las cuatro primeras décadas que le siguen al establecimiento de la República en 1830, los caraqueños se encontraron a merced de lo que les imponían sus supersticiones en las oscuras noches citadinas. El alumbrado público se limitaba entonces a los sitios más céntricos, en tanto que el privado era sólo de las casas de unos pocos magnates; uno y otro sistema de alumbrado, se reducía a lo sumo a la utilización de faroles con candilejas de aceite de coco y en raras ocasiones, lámparas de cristal3 . Para el caso de los pobres, debían consolarse con las velas de cebo, siempre muy caras y de mala confección, lo que llevó al Síndico Procurador General, el Marqués del Toro, a opinar en 1790, que el público sufría mucho perjuicio “...por alumbrarse con una vela tan delgada y mal condicionada, que la luz que da es tan tenebrosa, que más bien sirve para mortificar que para alumbrar”4


Justamente esas mortificaciones no eran otras que el miedo que paralizaba a los caraqueños cuando caía la noche en la ciudad, pues sus mentes seguramente se sintonizaban con las supersticiones y supercherías, que la tradición mantenía arraigada y renovada a través de fantásticas historias o leyendas. Estas manifestaciones culturales del miedo, dejaron como ya lo hemos señalado, su huella imperecedera identificando sitios, esquinas y calles de la ciudad de Caracas. Es así como entendemos entonces que existieran la Esquina del Muerto, de Animas, El Cristo, Cristo al Revés, del Rosario, Candilitos, etc., con clara alusión a eventos sobrenaturales. Sin embargo, otros tantos lugares están asociados igualmente a apariciones y sucesos fantasmales, en razón al itinerante y hasta caprichoso desplazamiento de ciertos espectros como El Diablo, La Dientona, La Sayona, La Mula Manía, El Cochino Congo, La Llorona, etc., que hacían su aparición en cualquier sitio de la ciudad para espantar por igual a los crédulos e incrédulos transeúntes nocturnos, guiados por la luz trémula de sus antorchas, o bien por la mortecina claridad de los escasos faroles públicos y privados que eran encendidos tras el increpado reclamo del farolero que a su paso por las oscuras calles decía: “¡la de afuera!...que la de adentro está segura”... En este sentido se hacía riesgoso transitar a media noche por los alrededores de la Esquina de La Torre y no encontrarse con El Enano; hacia El Conde y no tropezarse con El Narciso; la Esquina de El Mamey y no sucumbir de miedo ante La Sayona; en La Trinidad (actual Panteón) y ser presa del horror que producía el famoso Carretón del Diablo, que también hacía su aparición en la Urbanización El Conde, donde además, se juraba que se veía el espectro decapitado del Conde de San Javier, en veloz carrera a caballo; de igual manera el caraqueño evitaba asomarse por el llamado Cerrito del Diablo, El Calvario y el Puente de los Suspiros, no vaya a ser que se le apareciera el espíritu de la parricida Encarnación López, el Tirano Aguirre o la Sayona errante, etc. Sería incompleta la nómina fantasmal, si dejamos de mencionar otros eventos que aterraban a los caraqueños. Nos referimos a los que tenían relación con los llamados “Entierros” de morocotas, doblones, “pelucones”, joyas, etc. El hallazgo de estos tesoros, que le resolvió la vida a más de uno, siempre estaba asociado con aparecidos, luces fantásticas y espantos que se oyen pero no se ven. Todas estas modalidades eran pues, señal de la existencia de unos reales enterrados dentro o fuera de las casas. En Caracas este fenómeno tuvo su mayor frecuencia después de la Guerra de Independencia, pero especialmente como consecuencia del terremoto de 1812 y la evacuación de los pobladores de la ciudad al año siguiente (emigración a oriente), que hizo que Caracas adquiriese una fisonomía fantasmal, al quedar muchas casas destruidas y desoladas. Este sombrío panorama que se prolongará hasta el último tercio del siglo XIX, nos lo describe Arístides Rojas, con las siguientes palabras: “El estado en que quedaron las calles de Caracas, años después del terremoto, no es de fácil descripción. Abandonada la ciudad, cerradas muchas casas, llenas de cárceles; por todas partes no existía sino desolación y miseria. El monte invadió la ciudad, desarrollándose la hierba, creciendo arbustos y árboles, sin que nadie se ocupase en destruirlos, y una mortaja pareció envolver la ciudad riente de los días de 1810. En armonía con la invasión del vegetal por todas partes estaban las pasiones feroces de los hombres, los estragos de la guerra a muerte(...)


Era necesario una fuerza superior para contener y destruir a Flora, la llamada civilización, no se había aún presentado”5

Este ambiente sombrío que por las noches se manifestaba en absoluta lobreguez en las calles, plazas y casas, creó un escenario propicio para relatar a voz muy baja, pero con el suficiente espanto, los cuentos macabros que acontecían en la ciudad. A todo se le daba crédito de ser cierto. Así con los pelos crispados del miedo, los interlocutores del relato, aseguraban haber visto un espectro que los saludó incluso, antes de desaparecer al pie del frondoso mamón de la casa de fulano de tal; otros confesaban con reservas, que ciertas noches habían escuchado como en medio de la sala de sus casas, caía una suerte de bolsa repleta de reales que se esparcían por todos lados, pero sin embargo, al revisar el lugar en cuestión, nada encontraban. También eran frecuentes los ruidos que semejaban a alguien cavar un hueco justo en la pared externa de su habitación, al filo de la media noche; asimismo oían lamentos, rezos, salmodias, llantos de niños, cadenas que eran arrastradas por almas en pena, “lluvias” de piedras sobre los tejados de las casas; o aposentándose en dichos tejados brujas que adquirían el feo aspecto de un pavo gigantesco; al Cochino Congo, La Mula Mania y la mismísima Sayona, atormentando a los fieles cristianos con sus chillidos y gemidos. Las mujeres eran preferentemente las que mantenían viva esta tradición de espantos y aparecidos, aunque claro está, los hombres no se hacían de rogar para que dieran sus versiones “desprovistas” de la cobardía femenina. Las víctimas del terror eran todos, pero especialmente los niños que se encontraban bajo el dominio de sus madres y ayas de crianza, éstas por lo general, descendientes de esclavas manumisas, duchas en cuentos sobrenaturales. En todo caso, no faltaba detrás de las puertas de las casas, una cruz de palma bendita, una penca de sábila, y en la memoria de su propietario, una oportuna oración que sirviese de conjura a los malos espíritus, tal como la que nos refiere García de La Concha, que se invocaba en estos momentos de pánico: “Señor, de parte de Dios te pido no me asustes ni me espantes, dime dónde está el entierro” 6 .

Ya habrá oportunidad para realizar un serio estudio sobre el miedo que padecieron los caraqueños de épocas pasadas, al modo como lo realizó Robert Mandrou en sus ensayos de 1964 y 1973, titulados De la cultura popular de los siglos XVII y XVIII e Historia social e historia de las mentalidades, respectivamente; en las cuales se empleó el método de la psicología histórica, o lo que es lo mismo, el de la historia de las mentalidades, iniciada por George Duby, Lucien Febvre y Fernand Braudel, de la afamada Escuela de los Anales7 . Por ahora nos debemos conformar con la autorizada opinión que al respecto formuló el doctor Teófilo Rodríguez, cuando dijo: “Multitud de crónicas de este género (los espantos) han venido transmitiéndose de aure in aurem, como si dijéramos de oído en oído, a través del tiempo, donde las más remotas edades hasta nuestros días; habiendo contribuido a conservar estas peregrinas tradiciones, primero la superstición y luego el misticismo y el pretendido conocimiento de las místicas relaciones entre el mundo visible y el invisible, que muchos se han jactado de poseer, así en la antigüedad como en la Edad Media y aún en la época reciente. Difícil será pues, si no imposible, hacer desaparecer la creencia en aparecidos y espantos precursores de riquezas


escondidas en el seno de la tierra; así como la referente a filtros para dañar la salud o para restablecerla y cuyas propiedades se le atribuyen no a las plantas de que han sido preparadas, sino a las virtudes maléficas o benéficas del arte de la magia con sus ensalmos les infunde”. 8

Pese a que el mundo moderno dotado de luz eléctrica y una mayor cultura que hace a los caraqueños un tanto incrédulos a las viejas consejas de espantos y aparecidos, no hay lugar a dudas que hoy se siguen encontrando testimonios de gentes que aseguran haber visto espectros o almas en pena que esperan, cuando menos, la intercesión de los dogmas católicos para descansar en sana paz. ¿Quién no ha oído o sido testigo de asustadizas personas que confiesan o juran que vieron, en las escaleras de El Palacio de las Academias, en la esquina de San Francisco, al espíritu de Eutimio Rivas aparecérsele?. O que en ese mismo lugar, una fugaz silueta atravesó uno de sus pasillos trajeado a la usanza de los años treinta. Existen algunas personas que sostienen que quedaron petrificadas del miedo cuando se encontraron con el fantasma de Eustoquio Gómez en las escaleras que conducen al Despacho del Alcalde de la Ciudad de Caracas; allí justamente este hermano del dictador Juan Vicente Gómez, fue muerto en extrañas circunstancias en 1936. También se comenta de seres que deambulan en el sagrado recinto de El Palacio Arzobispal (de Monjas a Gradillas). ¿Cuántas veces no se habrá activado el hechizo de la Plaza de La Misericordia (hoy Parque Carabobo)?, según el cual, al llegar a este sitio, los caraqueños más vernáculos, no sabían dónde se hallaban, o que se les aparecía La Sayona con su antigua saya de color blanco. ¿Cuántas historias de igual o similar circunstancia habrán sucedido en los miles de hogares o sitios de la ciudad y que hoy desconocemos?. Aunque el caraqueño de hoy está más pendiente de los vivos que atentan contra sus vidas y bienes, en una descarada e incontrolable acción delictiva que no encuentra diques de contención, ni siquiera en los cacareados planes policiales de origen foráneo, en la psiquis de esos caraqueños siempre estarán presentes las figuras espectrales que bien podrían aportar un buen susto o una riqueza inesperada que tanta falta nos hace por cierto. Juzgamos poco ético, relatar algunos cuentos de espantos y aparecidos, sin mencionar a quien pioneramente recogiera estas leyendas de la tradición oral, puesto que las fuentes que hemos consultado sobre el particular, abundan en detalles sin hacer referencia al trabajo del doctor Teófilo Rodríguez, publicado en 1885, bajo el título Visiones de la noche en la ciudad. En homenaje pues, a este destacado Cronista del antepasado siglo XIX, copiaremos de la ya citada obra, los primeros cuentos de espantos y aparecidos, que sepamos haya sido publicada en la ciudad de Caracas, como lo son, entre otros: La Mula Maniatada, La Sayona, El Carretón de la Trinidad, El Muerto, La Dientona, El Cristo, El Enano de la Torre de la Catedral, Las Animas y la Lluvia de Piedras:

La Mula Maniatada (Vulgo, mula maniada) ...Durante el primer tercio de este siglo [XIX] necesitábase de linterna para atravesar de noche las calles de Caracas después del toque de queda, cuya última campanada sonaba al dar las nueve y media en el reloj de la Metropolitana. Grave riesgo corrían entonces los que a tales horas se aventuraban a ir de un punto a otro de la ciudad(...) atravesaba sigilosamente un callejón extraviado en busca de aventuras; o ya, en fin, algún pacífico vecino que atacado por una dolencia súbita o afligido por la de alguien de su familia, se


dirigía a la botica más cercana en solicitud de la medicina prescrita por algunos de los contados galenos de que se componía el Protomedicato o facultad médica de entonces. Mas a despecho de cuantas precauciones se tomasen, rara era la ocasión en que la mula maniada no le proporcionaba un mal rato al atrevido transeúnte. Acontecía a menudo, según cuentan, que el galán que, arrimado a una ventana sostenía por entre los hierros de la reja dulcísimo coloquio con su querida beldad, si no era muy avispado, veíase expuesto a ser atropellado por una gigantesca mula que, dando saltos a la cozcojita, se le venía encima cuando menos lo esperaba la enamorada pareja. La mula maniada, imitando unas veces el relincho de un caballo, o el rebuzno de un asno, otras, se restregaba en las ventanas y paredes maltratando a las personas que a su paso encontraba. Era este monstruoso animal el terror de las viejas y de los enamorados pacatos, y para muchos era la imagen viva de Lucifer; empero la opinión más generalmente admitida sostenía que la bestia era ni más ni menos que una mujer maligna, muerta años atrás, a quien en castigo de su excesiva curiosidad Dios había transformado en mula y condenándola a hacer bajo aquella figura lo que como ser racional había practicado en vida. Parece que la tal mujer se ocupaba de noche y de día en escudriñar lo que pasaba en las casas ajenas, parándose cautelosamente en cuanta ventana abierta veía, con el fin de divulgar más tarde por toda la ciudad las conversaciones que oía y que ella por cuenta propia comentaba, desfiguraba y corregía (...)

La fantasma y el hermano penitente, (...) La Sayona o la fantasma, que bajo ambos dictados se conocía esta visión, era un espectro de dimensiones gigantescas que corría majestuosamente las calles de la capital desde el toque del Angelus, que convinaba a las oraciones de la noche hasta el último tañido de la campana que ponía fin a la queda. A favor de la semiclaridad que producían las tenues luces de algunos pocos farolillos colocados de trecho en trecho en una que otra casa, se distinguía a la fantasma, cubierta de un largo sayal negro, cuya cola barría el suelo. Sus cóncavos ojos despedían siniestro fulgor rojizo, y en su pecho y en su rostro veíanse estampadas las huellas de la muerte; a lo que se agregaba, completando tan horrible aparición, un ruido semejante al de huesos que se chocan, que al moverse despedía el espectro. Generalmente tras la Sayona se presentaba el hermano penitente, que era un espectro blanco con una camándula de grandes cuentas también blancas en el cuello y una enorme cruz del mismo color en la siniestra mano; y el cual con voz goza salmodeaba en jerga que quería ser latina, un rezo ininteligible, interrumpido a intervalos por grandes lamentaciones y alaridos, con que acompañaba la confesión pública de los pecados que el espantajo aseguraba haber cometido en vida y que, después de muerto hacían penar su alma. Añadía que la expiación de sus culpas no sería completa, según lo había dispuesto Dios, hasta no haberse dado doscientos mil azotes, a razón de mil por día, con el cilicio que en la diestra blandía y con el que descargaba sobre sus espaldas furibundos y acompasados golpes (...)

El carretón de La Trinidad


El carretón de la Trinidad era otra de las versiones pavorosas de Santiago de León. En las noches oscuras y en horas ya avanzadas se disipaban en la ciudad a favor de la tenue luz de las estrellas las correrías del carromato que generalmente se extendían desde la plaza del actual Panteón Nacional (antigua iglesia de La Trinidad) hasta dos o tres cuadras al sur del puente que lleva el mismo nombre; o bien desde las dos pilitas hasta la plaza de La Pastora, en la parte norte de la población. En el silencio de la media noche, cuando la naturaleza toda parece reposar y hasta el ave que sirve de centinela en el hogar ha cesado de dar la voz de alerta y duerme; a esta hora que, según la gente cándida y las leyendas más antiguas, es la escogida por Satán para venir a este mundo a celebrar pactos con los que han sabido invocarlos; a esa hora precisamente, decimos, se despertaban sobresaltados los habitantes de aquel barrio a causa de un ruido atronador, semejante al que produjeran muchos carros arrastrados por bestias cuyos cascos desempedrasen las calles; y si por acaso algún transeúnte trasnochado por el licor o algún valeroso vecino del lugar cometió alguna vez la imprudencia de averiguar lo que podía dar origen a tan horrísono estrépito, cara hubo de pagar tanta osadía, pues, con los cabellos erizados por el miedo, oyósele referir a la mañana siguiente que el carretón era una especie de arcón que en vertiginosa carrera atravesaba la calle por entre chispas de fuego que las ruedas despedían al tocar el pavimento, sin que en la parte delantera ni en los costados se viese bestia alguna que lo condujese; sino un bulto rojo que también lanzaba fuego por ojos y boca y que al compás de un canto diabólico iba dando saltos como un demonio que era, ya que en la cabeza ostentaba enormes cuernos y en la parte posterior, a guisa de rabo un largo apéndice, justamente como nos representan al arcángel caído esas antiguas estampas que tanto asustan a los niños (...)

La esquina del Muerto La aparición del muerto, tétrica visión que le ha dado el nombre a la esquina situada dos cuadras más abajo del puente de Curamichate, en la parte meridional de la ciudad se verificaba en años atrás cuando aquel barrio era poco frecuentado. Era un espectro que en las noches más oscuras se descolgaba del balcón de una casa situada cerca de la indicada esquina y que unas veces columpiándose, otras estirando las descarnadas y descomunales piernas hasta tocar la acera opuesta, interceptaba el tráfico por aquella cuadra e infundía pavor a cuantos desde lejos veían al muerto y oían la especie de traqueo que los huesos del esqueleto producía al entregarse a sus caprichosos ejercicios. Una antigua tradición cuenta también con referencia a esta esquina, que en cierto día de época ya remota, conducían el cadáver (que tal semejaba), de un sujeto muerto repentinamente, según aseveraban, de la iglesia parroquial de Santa Rosalía al cementerio general que por estar entonces situado al oriente de la ciudad, denominaban Campo Santo del Este. Conforme a la costumbre de aquel tiempo, tratándose de entierro de personas pobres, el muerto lo llevaban en un féretro descubierto, de donde habían de sacarlo para depositarlo en la huesa. Y aconteció que al llegar al sitio, donde se cruzan las actuales Calle Sur 5 y Este 12, los acompañantes vieron con espanto que el muerto se incorporó; lo que produjo tal susto a los conductores que soltando la carga que llevaban, echaron a correr, siendo tan grande el golpe que llevó el pobre resucitado, que entonces sí hubo de quedar muerto de veras. Con razón pudo pues, decirse de ese muerto


Y los que pensaron al entierro ir vieron de repente al muerto venir, etc. (...)

La Dientona La dientona no tenía lugar fijo: tan pronto se la encontraba en un punto como en otro; y aunque parece que sus excursiones se extendían a toda la ciudad, gustándole mucho, sin embargo, los barrios más excéntricos. Cuando más descuidado iba el transeúnte, tropezaba en una esquina o en la puerta de un zaguán con una mujerona que, abriendo la boca le mostraba unos dientes de los del tamaño de un burro, y no faltaba quien dijera que no eran menores que los colmillos de un elefante.

Esquina del Cristo El Diablo anduvo suelto un poco de tiempo según cuentan, por los alrededores de la esquina que en la actualidad lleva el nombre de El Cristo y la cual queda tres cuadras al norte del puente de la Reivindicación. Parece que en una de las casas allí situadas, vivía algunos años ha un sujeto que, en el manejo del pequeño establecimiento de comestibles de que era dueño, mostraba no tener conciencia. Era costumbre en él estafar a los compradores, sisando las medidas; lo que, añadido a su carácter díscolo y pendenciero y a su impiedad en materia religiosa, le valió el afecto de Lucifer, quien, para mejor mostrárselo, cargó con el alma de su buen amigo. ¿Fue ello en vida o después de la muerte del pulpero?. Los que refieren el cuento no aclaran ese punto. Es el hecho que el enemigo del linaje humano dio en dejarse ver por aquellos contornos, a cuyos moradores mantenía en la mayor consternación, y que, para ahuyentarlo, ocurriósele a un vecino, aconsejado por su confesor, instalar en un nicho la efigie del Cristo, como en efecto lo hizo, cesando desde ese momento Luzbel de atormentar a aquel pacífico vecindario con sus apariciones tan frecuentes como temidas. En recuerdo del suceso, pusósele a la esquina el nombre que conserva todavía y celebróse en uno de los días inmediatos una solemne función religiosa, que hasta no ha mucho se repetía cada año. Allí puede verse aún la efigie que, iluminada constantemente por las noches, advierte al transeúnte que puede estar seguro de que en aquel sitio no ha de salir el Diablo(...)

El Enano de la Torre de Catedral Pero la conseja más curiosa, sin disputa, y que prueba la grande influencia que el miedo ejerce en la imaginación para llenarla de quimeras es la del Enano de la Torre de Catedral. Los amigos de esas arriesgadas empresas que se conocen bajo el nombre de aventuras de capa y espada, cuyo número por fortuna ha disminuido tanto que el tipo puede considerarse como que ha desaparecido ya de entre nosotros; los amantes(...) los que frecuentaban las tabernas y demás lugares Non sanctos, todos ellos evitaban pasar después de media noche


por los alrededores de la Iglesia Metropolitana, prefiriendo caminar más, a trueque de no tropezar con el temido y espantable enano. Refiérese que una madrugada del mes de enero, tenebrosa la cual suelen serlo todas las de este mes a causa de la niebla, dirigíase cierto joven a su casa, de regreso del barrio de Candelaria, donde había estado casi toda la noche entretenido; y habiendo acertado a pasar por la torre de La Catedral, vio parado en el ángulo de la esquina que se halla al Noroeste a un hombre muy pequeño, tan pequeño que de lejos se le hubiera tomado por un niño. Y como hubiese notado que el pigmeo fumaba un puro, acercósele para pedirle fuego para encender él a su vez un cigarrillo que llevaba en la mano. Dadas las gracias, como en tales casos se acostumbra, por el servicio prestado, retirábase ya el mozo cuando hubo de ocurrírsele preguntarle al enano qué hora era: ‘Pronto darán las doce en el reloj de San Pedro en Roma’, respondióle el enano con cavernosa voz y creciendo súbitamente de tamaño hasta alcanzar con el brazo la gran muestra situada bajo la estatua de la fe que remata la alta torre de la Metropolitana, añadió señalándole con el dedo gigantesco el minutero: y sólo pocos minutos faltan para que en este reloj suenen las cinco de la mañana. Cuentan que el mozo fue hallado poco después desvanecido; y que trasladado a su casa, debió la vida únicamente a la esmerada asistencia que distinguidos médicos le prestaron durante largos meses que permaneció postrado en cama; y que aún después de restablecido erizábansele los cabellos, palidecía y temblaba como un ozogado cada vez que alguien le exigía el relato de aquella aventura aciaga.

Esquina de El Rosario El rosario de Las Animas era también una visión aterradora. En las altas horas de la noche, los enfermos y los que por algún motivo se hallaban en vela, dícese que oían un canto fúnebre, monótono, modulado por voces que parecían salir de las entrañas de la tierra, y al que luego sucedía la recitación del rosario, que como todo el mundo sabe, es un rezo en honor a la Virgen compuesto del Padre Nuestro y el Ave María, repetidos alternativamente cierto número de veces. Añádase además que algunos imprudentes que encontrándose a esas horas en la calle, tuvieron suficiente valor para investigar de dónde venían aquellos cantos y oraciones, pagaron caro semejante atrevimiento, pues la sangre se les heló en las venas al contemplar una legión de sombras que tal lo parecían, las cuales llevando sendas hachas encendidas marchaban prosesionalmente repartidas en filas de cada lado de la calle y todas al parecer vestidas de túnicas más blancas que la nieve: indicio cierto de que eran las Ánimas benditas, que habían salido del purgatorio a hacer penitencia en este valle caraquense, probablemente por ser el valle donde la ciudad de Diego de Losada se halla asentada, ¡trasunto fiel del valle de Josafat!. En memoria de esta aparición denomínase todavía de las Animas la esquina situada al norte de la de Manduca, en la alegre y populosa parroquia de Candelaria, que según la tradición popular parece haber sido el teatro predilecto de las pacientes habitadoras del purgatorio para hacer sus nocturnas peregrinaciones mundanales.

La lluvia de piedras


La lluvia de piedras invisibles eran si no la más terrible, a lo menos la más perjudicial de todas las visiones de la época a que nos referimos. Apenas caía la noche se sentía en diferentes barrios de Caracas una lluvia de guijarros que caían en los techos con un ruido semejante al que una fuerte granizada pudiera producir. En ocasiones veíanse algunas piedras muy pequeñas que cruzaban el espacio en diferentes direcciones; pero lo más común era percibir el choque de aquellas en las tejas, sin distinguir la causa hasta el siguiente día, en que los estragos en éstas efectuados hacía presumir que no otra cosa que piedras podrían haber producido el daño.

Capítulo XXV

El Arca que guarda el libro del Acta del 19 de Abril de 1810 Es un lugar común encontrar en los actos y textos oficiales, el convencimiento de que el Acta del 19 de Abril de 1810 es la Declaración de Independencia. Empero, fue el 5 de Julio de 1811, cuando se verificó este histórico acontecimiento en la Capilla Santa Rosa de Lima que se encuentra ubicada en el Palacio Municipal de Caracas. Esta es la razón por la que se conoce este histórico y sagrado recinto como Altar de la Patria, título dado por uno de sus más concienzudos estudiosos, como lo fuera el Cronista de la ciudad de Caracas, el fallecido doctor Juan Ernesto Montenegro. La magnificencia del 19 de Abril de 1810, más bien está en el hecho que hizo posible la Declaración de Independencia, luego que el Ayuntamiento de Caracas prestara su voz primigenia, para poner en marcha el proceso emancipador, no sólo en Venezuela, sino de las restantes naciones del continente suramericano. Este documento es pues uno de los testimonios más importantes de los encumbrados hechos históricos, que dieron al traste con el colonialismo español a principios del siglo XIX, en el entendido que el Gobernador Vicente de Emparan y demás autoridades coloniales, no sólo firmaron su renuncia como autoridades legítimas del viejo orden, sino que rubricaron, podría decirse, el certificado de defunción de todo un régimen que había permanecido e intronizado en el continente suramericano por casi trescientos años.


El interés por conservar este documento, inserto en el libro que se haya bajo el título de Actas, resoluciones y acuerdos del Muy Ilustre Ayuntamiento (1810-1814), comenzó en 1818 cuando paradójicamente, las propias autoridades realistas de la ciudad, acordaron el 18 de noviembre de ese año, encuadernar las diversas piezas documentales “en vista de que se hayan separadas y expuestas a extravíos, y de que en ellos se encuentran cosas útiles que deben tenerse a la vista en su respectiva oportunidad”1 . En 1852 el Concejo Municipal nuevamente se ocupa de empastar este Libro de Actas, y para finales del siglo, encontramos la novedad que el mencionado documento es exhibido en el Salón de Sesiones del Concejo (actual Capilla Santa Rosa de Lima) en una redoma que a su vez se guarda en una pequeña caja de caoba2 . También por estos años, se da comienzo a la tradición de hacer lectura del Acta por parte del Secretario Municipal, en los programas alusivos a la celebración del aniversario del 19 de Abril en el referido Salón de Sesiones3 . En 1910 las festividades del Centenario de la Magna fecha, no contemplaron ningún trabajo especial para la conservación y resguardo del Libro de Actas; aunque sí se continuó con la tradición ya indicada de hacer lectura y exhibición pública. Las Actas del 19 de Abril y demás acuerdos del Ayuntamiento de Caracas, de 1810 a 1814, serán editadas por el Concejo Municipal en 1976, bajo los títulos de Actas Monárquicas y Republicanas. A principios de esa década, ya se habían hecho trabajos de restauración de esa reliquia documental por parte del doctor Julio Sesto. El Concejo Municipal del Distrito Federal, como legítimo sucesor del antiguo Ayuntamiento caraqueño, y fiel representante de su legado histórico, acordó en sesión del 7 de junio de 1937, aprobar el proyecto presentado por el Concejal Angel Alamo Ibarra y sus colegas bachiller José A. Villavicencio y doctor Julio Consalvi, alusivo a la difusión o conocimiento por parte del público, del documento más preciado en los anales de la institución municipal caraqueña, esto es, el Acta formativa de la Junta Suprema de Caracas, en 1810: “...en virtud del cual se ordena construir un Arca alegórica para depositar en ella el Libro de Actas del Muy Ilustre Ayuntamiento de Caracas de 1810 a 1814, en donde están insertas el Acta de la sesión del 19 de Abril de 1810 en la que los Representantes de Caracas determinaron declarar su emancipación política(sic) y el Acta del 14 de octubre de 1813 en la que las autoridades municipales otorgaron a Simón Bolívar el título de Libertador. Dicho proyecto de acuerdo sometido a consideración del Concejo, fue aprobado”.4

Por los datos que a renglón seguido encontramos de la anterior cita, nos enteramos que no solamente ya estaba hecha el Arca, sino que ocupaba convenientemente un lugar preferente en el mismo Salón de Sesiones, lo cual y a propuesta del Concejal Alamo Ibarra, se procedió de inmediato “...a depositar en ella la preciada reliquia. Y así se hizo”5 , junto al acuerdo caligrafiado y firmado por todos los miembros del Concejo Municipal, que por cierto, fueron los primeros miembros electos por votación universal, directa y secreta en 1936. Lamentablemente, no disponemos de un testimonio gráfico del modelo del Arca, pero según este acuerdo que transcribiremos a continuación, la misma llevaría el Escudo de Armas de la ciudad de Caracas. Desde ese momento, se introduce en el ceremonial de


transmisión de mando del Concejo Municipal, la novedad de entregar la llave del Arca en cuestión, de parte del Presidente saliente a su sucesor, en señal de haberse posesionado de la máxima autoridad edilicia. Dice así la disposición oficial: EL CONCEJO MUNICIPAL DEL DISTRITO FEDERAL Considerando: Que en el Archivo de esta corporación reposa el Libro de Actas, resoluciones y acuerdos del Ilustre Ayuntamiento de Caracas correspondientes a los años de 1810 a 1814, en donde se encuentran el Acta de la sesión celebrada el día 19 de Abril de 1810 en la que los Representantes de Caracas determinaron declarar su emancipación política; y el Acta de la sesión del 14 de octubre de 1813 en la que las mismas Autoridades Municipales otorgaron a Simón Bolívar el título de Libertador; Considerando: Que al Concejo Municipal del Distrito Federal corresponde la custodia en lugar ostensible y digno de tan importantes documentos históricos, Acuerda: 1º. –Ordenar la construcción de una Arca que ostente en relieve el Escudo de la ciudad de Caracas para depositar en ella el referido Libro de Actas, la cual se colocará en lugar preferente del Salón de Sesiones de esta Corporación. 2º. –El Presidente del Concejo Municipal del Distrito Federal será el depositario de la llave de la dicha Arca la que trasmitirá a su sucesor en el mismo acto en que éste tome posesión de su cargo. 3º. –El día 19 de Abril de cada año se procederá a abrir el Arca por el Presidente del Concejo en presencia del Cuerpo, en acto público en el cual el Secretario dará lectura al Acta de la sesión del 19 de Abril de 1810. Parágrafo único: transcríbase al ciudadano Gobernador del Distrito Federal para su conocimiento y publíquese. Dado en el Salón de Sesiones del Concejo Municipal del Distrito Federal, en Caracas, a siete días del mes de junio de mil novecientos treinta y siete.6 Para los inicios de la década del cincuenta del siglo XX, tanto el cofre como el Acta ya no estaban en el Salón de Sesiones del Concejo Municipal, sino en el despacho del Presidente. Probablemente fuera a parar allí luego de las refacciones que se le hicieron a dicho salón entre 1946 y 1947 de donde se extrañaron algunas piezas históricas que lo ornamentaban. Pero en todo caso, fue en la sesión del 25 de enero de 1952, cuando encontramos el proyecto de una nueva Arca para seguir guardando el incunable documento de nuestra Independencia. Quien anuncia a los miembros del Cabildo la novedad, es el Concejal José Antonio Pérez Díaz, pero la iniciativa de construirla fue sin lugar a dudas de su Presidente Horacio Guerrero Gori. La intervención de Pérez Díaz se limitaba a sugerir algunas ideas que debería contener el acuerdo en cuestión. Remitámonos a sus palabras:


“...en la tarde de hoy [dice] he observado que llegó el mueble especial que fue encargado por la Presidencia para depositar en él el libro que contiene el Acta del 19 de Abril de 1810, y quiero señalar a los compañeros de Cámara que dicho Libro de Actas reposa en la actualidad en un Arca por acuerdo dictado el 7 de junio de 1937 por el Concejo Municipal entonces existente, en el cual se ordenaba el retiro de dicho libro de los Archivos del Cuerpo para mantenerlo en sitio preferente de este Salón de Sesiones. Creo, pues que sería conveniente para realzar el traslado del libro que contiene el Acta del 19 de Abril, el sitio que se le ha destinado, que el Concejo Municipal procediera a dictar un acuerdo derogatorio del anterior, incluso que para llenar las formalidades debidas, se hablará en dicho acuerdo de la refacción de ese lugar, que no pertenece propiamente al Salón de Sesiones, sino al vestíbulo del Concejo, pero que de acuerdo con la tradición y con el mismo cuadro representativo de la firma del Acta de la Independencia que tenemos frente a nosotros parece que fue allí el sitio donde se firmó (...) De igual manera, sería conveniente revivir o hacer cumplir una de las cosas que en dicho acuerdo se establecía, en el sentido de que la llave del Arca repose en poder del Presidente del Concejo Municipal a fin de que en cada sucesión de presidentes, en acto solemne, se pase a mano del entrante. Por otra parte, soy de la opinión, y ya en días pasados lo exponía a algunos compañeros de Cámara, que ya hemos hecho esas reformas para tener ese Libro de Actas a la vista de todos los transeúntes, que lo mirarán con curiosidad, sería muy conveniente que ante él se estacionara una guardia permanente, y hasta creo que el mismo Presidente, en aquella oportunidad compartía la opinión de que sería conveniente que esa guardia permanente estuviese servida por el escogimiento en el cuerpo de policía de aquellos agentes que tuvieran mayor tiempo de duración y que se hubiesen destacado por su buena conducta y méritos, siendo así acreedores a la distinción de formar esa guardia permanente(...) deberán estar trajeados de gala, e inclusive se les deberá instruir sobre el contenido y significación de dicha Acta, a fin de que pudieran ilustrar a quienes pudieran preguntarles.”7

De esta larga representación del Concejal Pérez Díaz, se puede inferir que tanto él como los restantes miembros de la municipalidad, no consultaron al Cronista de la Ciudad, en ese entonces el doctor Mario Briceño Iragorry, sobre cómo debía ser el modelo del Arca, y lo que es más sorprendente dónde debía colocarse ésta y su preciado documento. Decimos esto por cuanto el ornamentado mueble en vez de ostentar el Escudo de la ciudad, simbolizado en su león rampante, tenía en su lugar el Escudo Nacional, tal como se puede apreciar en la fotografía que acompaña a estas líneas. En cuanto al segundo reparo, ingenuamente los concejales acordaron colocar el Arca fuera del Salón de Sesiones de la Cámara Municipal; es decir, en el vestíbulo contiguo al mismo, bajo la errónea suposición de que el Acta del 19 de Abril de 1810 era la Declaración de Independencia. Y como a la entrada del vestíbulo se encontraba para entonces el cuadro de Martín Tovar y Tovar8 , que representaba dicho acontecimiento, no podría ser entonces más a propósito que colocar el Arca en ese justo lugar. Todos parecían ignorar que los sucesos del 19 de Abril de 1810, tuvieron efecto en el Palacio del Ayuntamiento de la esquina de Principal, que desde mediados del siglo XIX, había pasado a propiedad del gobierno nacional para luego ser sede de la cancillería (hoy Casa Amarilla). Es decir, confundieron a todas luces el hecho histórico de la Declaración de Independencia acontecido como ya dijimos, en la Capilla Santa Rosa de Lima, el 5 de julio de 1811, con el del 19 de Abril de 1810 de la esquina de Principal. Lástima que no repararon sobre la existencia del cuadro del 19 de Abril, pintado por Juan Lovera en 1832. Al margen de estos comentarios sobre la intervención del Concejal Pérez Díaz, habrá que aplaudirle su interés por rescatar el ceremonial, tanto de la entrega de la llave del Arca como la lectura del Acta cada 19 de Abril; lo primero, era el símbolo de poder de la


autoridad municipal, la cual se verificaba como hemos dicho, cuando el nuevo Presidente de la corporación municipal, recibía de manos del Presidente saliente, la famosa llave del Arca. Lo segundo, constituía el ritual solemne que recordaba la legitimidad histórica de los acontecimientos del 19 de Abril de 1810, así como su validación al mantenerse viva la tradición municipal en la ciudad de Caracas. El acuerdo como veremos seguidamente, decide reproducir las sugerencias dadas por el Concejal Pérez Díaz, dado que su redacción fue hechura de la Comisión de Cultura Popular, que con sus aciertos y errores, es como sigue: EL CONCEJO MUNICIPAL DEL DISTRITO FEDERAL en uso de sus atribuciones legales, Considerando: Que el vestíbulo de la entrada principal de este Concejo, situado frente al Salón de Sesiones, resulta por sus antecedentes históricos el sitio más conveniente para colocar el Arca construida en forma artística y adecuada para guardar dígnamente el Libro de Actas donde se halla inscrita la del 19 de Abril de 1810. Considerando: Que dada la nueva ubicación y extraordinaria importancia histórica, se hace necesario custodiar debidamente el Arca en referencia; Considerando: Que es conveniente establecer un ceremonial simbólico para la toma de posesión de los presidentes de este Concejo Municipal, en las oportunidades correspondientes. Acuerda: 1º. –Guardar el libro contentivo del Acta del 19 de Abril de 1810 en la nueva Arca especial construida al efecto, la cual se colocará en el sitio de entrada fronterizo al Salón de Sesiones de este Concejo. 2º. –Designar entre los agentes policiales aquél que por sus méritos y antigüedad y limpia hoja de servicios, merezca la distinción de montar guardia a diario cerca del Arca. Este agente deberá estar permanentemente trajeado de gala y será ilustrado sobre los pormenores y significado del Acta del 19 de Abril de 1810, para que a su vez lo transmita a los visitantes que así lo desearen. 3º. –Instituir en el ceremonial de la transmisión de la Presidencia del Concejo Municipal, el que el Presidente saliente entregue al entrante, la llave de oro del Arca contentiva del Acta del 19 de Abril de 1810, como símbolo de la autoridad edilicia. 4º. –Queda derogado el acuerdo de fecha 7 de junio de 1937, en cuanto sea contrario al presente. Dado, firmado y sellado en el Salón de Sesiones del Concejo Municipal del Distrito Federal, a los veintinueve días del mes de enero de mil novecientos cincuenta y dos.9


Antes de finalizar este apartado, atinente a ciertos aspectos que dieron lugar a la construcción de la nueva Arca y al simbolismo que ella representó en el ceremonial del Ayuntamiento caraqueño, juzgamos pertinente incluir el comentario que suscitó en la prensa, particularmente en el diario El Universal, la entrada en escena de esta nueva Arca, que por cierto no siguió el modelo de la anterior, facturada en 1937, y tampoco llevaría a modo de pedestal, los dos cóndores de la tercera y última Arca, de la cual nos ocuparemos a continuación, luego de la siguiente reseña periodística sobre los actos alusivos al 19 de Abril de 1952: “En la sesión extraordinaria del Concejo Municipal, hoy a las nueve de la mañana, entrará en servicio la nueva Arca en la cual se guarda el libro inicial del Cabildo Republicano Nacional. Un viejo acuerdo del Concejo había ordenado un Arca que no estaba a la altura de la dignidad y grandeza del libro. Recientemente acordó el Cuerpo el Arca que se inaugura. Todos los años en la misma fecha, se abrirá para dar lectura a la primera Acta del Concejo Municipal caraqueño(sic), y la entrega de la llave de dicha Arca formará parte del ceremonial de traspaso de poderes en el cambio de Presidente del Concejo.”10

El 10 de junio de 1955, un acuerdo sobre la nueva Arca que guardaría el Libro de Actas del 19 de Abril de 1810, sancionará el Concejo Municipal. El contenido del mismo en nada se diferencia a las anteriores disposiciones, salvo que ordena el traslado del Arca al Salón de Sesiones como se había dispuesto en 1937. Otro asunto no mencionado en el acuerdo del 10 de junio, fue el hecho de haberse ordenado la construcción de esa nueva Arca que según comentarios de Enrique Bernardo Núñez, Cronista de la ciudad para entonces, era distinta a la de 1952: “El Libro de Actas del Cabildo donde se halla la del 19 de Abril de 1810, ha vuelto a su sitio en el Salón de Sesiones del Concejo, de donde nunca debió salir(...) Para el nuevo traslado ha sido construido otro modelo de Arca, esta vez de bronce y sostenida por dos cóndores. Tal vez más indicado hubiera sido el león, que es el símbolo de la ciudad desde su fundación. A la verdad, documentos de este género debían estar a salvo de tales mudanzas e innovaciones, y permanecer en el sitio que le corresponde. En el presente caso, no puede ser otro que el Salón de Sesiones”.11

La nueva Arca (la que se exhibe actualmente), tiene en relieve el Escudo de la ciudad, en sustitución del Escudo Nacional que exhibía la anterior. En un extremo de su pedestal, se encuentra la siguiente inscripción: Fundición. Praxilepez Fracilepus. Adolfo R. Montagapelli. 1955. Según el acuerdo que transcribiremos más adelante, se continuaba con el ceremonial de entregar la llave de oro del Arca, como símbolo del poder municipal, de parte del Presidente saliente al entrante; además de devolver el Arca al lugar que ocupaba en el Salón de Sesiones del mencionado Cuerpo Municipal. Este ceremonial desaparecerá como tradición, a partir de los inicios de los años setenta del siglo XX. Para finalizar estas líneas, es necesario sugerir a las actuales autoridades municipales, que ordenen una copia facsimilar del Libro de Actas que contiene la del 19 de Abril de 1810, para ser expuesta en una nueva Arca que lleve el símbolo de la ciudad, es decir, el león rampante, en sustitución de los dos cóndores que nada dicen históricamente a los caraqueños. De este modo, el Acta original, por ser un documento de inestimable valor histórico para los venezolanos y especialmente para los habitantes de la ciudad de Caracas, podrá guardarse en una bóveda que la exima de los riesgos de sustracción o de cualquier


otra contingencia, como la ocurrida recientemente. El Despacho del Cronista, se encuentra presto a colaborar en este particular, asesorando sobre los trabajos que deberán efectuarse para llevar a feliz término esta propuesta, como ya se hizo con el Acta de la Declaración de la Independencia de 1811, cuyo facsimil se exhibe en la Asamblea Nacional, y el Acta original se encuentra a buen resguardo. A continuación citamos en extenso, el contenido del acuerdo del Concejo Municipal, del 10 de junio de 1955, sobre el Arca y el ceremonial del Libro que contiene el Acta del 19 de Abril de 1810. EL CONCEJO MUNICIPAL DEL DISTRITO FEDERAL en uso de sus atribuciones legales, Considerando: Que el libro de Actas donde se encuentra la correspondiente al 19 de Abril de 1810, debe ser conservado en lugar preferente en el recinto de esta Municipalidad; Considerando: Que ese preciado documento, guardado hoy en una nueva Arca, se encuentra colocado a la entrada del edificio municipal, lugar que ya no es el más apropiado para ello; Considerando: Que en la transmisión de Poderes se ha establecido como expresión de autoridad edilicia, la entrega por parte del Presidente saliente al Presidente entrante, de la llave de oro de dicha Arca, Acuerda: 1º. –Trasladar dicha Arca y el referido sagrado documento a la parte del Salón de Sesiones que sirve de asiento a la Junta Directiva. 2º. –Mantener en el acto de la transmisión de Poderes de la Cámara Municipal, la ceremonia de entrega por parte del Presidente saliente al Presidente entrante, de la llave de oro correspondiente a la mencionada Arca, como símbolo de autoridad edilicia. 3º. –Derogar el acuerdo que fue sancionado por este Concejo Municipal, el 29 de enero de 1952, relacionado con la colocación en el lugar que actualmente ocupa la referida Arca y el sagrado libro que guarda. Dado, firmado y sellado en el salón donde celebra sus sesiones el Concejo Municipal del Distrito Federal, a los diez días del mes de junio de 1955. Irma de Sola Ricardo. Contribución al Estudio de los Planos de Caracas. P. 31. Idem. 3 Nectario María. Historia de la conquista y fundación de Caracas. P. 242. 4 Juan de Pimentel. “Caracas en 1578” en Crónica de Caracas, Nros. 6 y 7, pp. 61-62. Seguramente se refería a la terminación de la iglesia parroquial de la ciudad hoy Catedral, que puede verse en el plano, tal como se indicó. 5 Mario Sanoja y otros. Arqueología de Caracas, Tomo I, pp. 198-200. 6 Luis Alberto Sucre. Ob. Cit., p. 75. 7 Hmno. Nectario María. Ob. Cit., p. 264. 8 Luis Alberto Sucre. Ob. Cit., p. 78. 1 2


Ibídem. pp. 76-77. Juan de Pimentel. Ob. Cit. P. 49. 11 Ibídem. P. 41. 1 Actas del Cabildo de Caracas: 1620-1624. Tomo V. Pág. 185. Cuando se hacen estos nombramientos, ya la ciudad contaba con 56 años de fundada, lo cual quiere decir que estos alarifes tenían sus antecesores. 2 Ibídem. Pp. 20-21 3 Crónica de Caracas. N°. 8-11, p- 493. 4 Actas del Cabildo de Caracas. 1752-1753. Fs. 223-230. A.H.C. 5 Véase: Manuel Pérez Vila. “Prólogo” a Los primeros vecinos de Caracas de Manuel Pinto. 6 Véase: Maestros mayores (1772-1809). A.H.C. 7 Lucas Manzano. Itinerario de la Caracas vieja. P. 36. 8 Juan Ernesto Montenegro. “El Avila. Primera ordenanza conservacionista”. En: Boletín de la Academia Nacional de la Historia. No. 308, p. 107 y ss. 9 Ibídem. p. 108. 1 Hmno. Nectario María. Historia de la conquista y fundación de Caracas. P. 96. 2 Ibídem. P. 102. 3 Mario Sanoja. Arqueología de Caracas. Pp. 198 y sgs. 4 Véase Enrique Bernardo Núñez. La Ciudad de los Techos Rojos. P. 17; Adolfo Salvi: “Patronos de la Ciudad”, en Crónicas Solariegas. Pp. 61-67. 5 Guillermo Meneses. “La Ciudad de las esquinas”, en Obras completas. T. VIII, p. 853. 6 Actas del Cabildo de Caracas. T. XII. P. 204. 7 Ibídem. P.208. 8 Véase: Tres cofradías de negros en la iglesia de “San Mauricio” en Caracas. Pp. 36. 9 Enrique Bernardo Núñez. Ob. Cit. P. 62. 10 Citado por Enrique Bernardo Núñez. Ibídem. P. 241. 1 Mario Briceño Iragorry, “La Ceiba de San Francisco”, en Crónica de Caracas, No. 10, pp. 377-381. 2 Francisco Vetancourt, “La Ceiba de San Francisco y sus 90 años de existencia”, en Crónica de Caracas, No. 32, pp. 505-506. (Este autor obtuvo esta información de la propia Ysolina, por supuesto siendo muy anciana). 1 Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas (1586-1770). T. I., p. 293. 2 Enrique Bernardo Núñez. La Ciudad de los Techos Rojos. Pp. 261-62. 3 Arístides Rojas. “Edificios descabezados y ventanas tuertas”, en Crónicas y leyendas. P.98. 4 Ibídem. p. 99. 5 Guillermo Meneses. “Altagracia”, en La ciudad de las esquinas. Obras completas. Tomo VIII. Pp. 17-18. 6 “Exposición de la memoria del gobernador”, en Crónicas de Caracas, No. 16. P. 8. Las negritas son nuestras. 1 Actas del Cabildo de Caracas (1625-1629) T. VI, pp. 204-207. 2 Enrique Bernardo Núñez. “Tres efemérides”, en Crónica de Caracas, No. 10, p. 1. 3 Arístides Rojas “El Escudo de Armas de la antigua Caracas”, en Crónica de Caracas, No. 16, pp. 94-97. 4 Enrique Bernardo Núñez “El Escudo de Armas de la ciudad de Caracas”, en Ibídem, pp. 98-103. 1 Juan Rohl. Letras y colores. P. 35. 2 Enrique Bernardo Núñez. “Nuestra Señora de La Luz. Ciudad Mariana de Caracas. Las Casas Capitulares”, en Crónicas de Caracas, p. 39. 3 Alfredo Boulton. Historia de la Pintura en Venezuela. (Epoca colonial). Tomo I, Cap. XV. 4 Juan Ernesto Montenegro. “La Galería de la Capilla de La Independencia: Nuestra Señora de La Luz”, en Crónicas de Santiago de León. P. 234. 5 Alfredo Boulton. Ob. Cit. P.220. 6 Arístides Rojas. “Nuestra Señora de Caracas”, en Crónicas de Caracas. P. 26. 7 Juan Rohl. Ob. Cit. P. 39. 1 Juan Ernesto Montenegro “El Nazareno de San Pablo”, en Crónicas de Santiago de León. pp. 185-188. 2 Carlos Duarte. El Jesús de Nazareno de la desaparecida Iglesia de San Pablo. P. 9. 3 Juan Ernesto Montenegro. Ob. Cit. P. 187. 4 Idem. 5 Carlos Duarte. Ob. Cit. P. 11. 6 Luis Alberto Sucre. Gobernadores y capitanes generales de Venezuela. P. 189. 7 Actas del Cabildo de Caracas. 1697. Fs. 52 y ss. 8 Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas. T. 1. P. 235. 9 “Santiago de León de Caracas por el Obispo Martí”, en Crónica de Caracas. No. 10. Pp. 307-308. 10 Juan Ernesto Montenegro. “Una terrible epidemia” en Ob. Cit. P. 417. 11 Véase: Irma de Sola Ricardo. Contribución al estudio de los planos de Caracas. Enrique Bernardo N., nos dice que en 1787 aparecen referencias de esta esquina, pero no encontramos pruebas de esta afirmación. 12 Andrés Eloy Blanco. “El limonero del Señor” leyenda caraqueña, en Crónica de Caracas, Nros. 2 y 3, pp. 99-102. 1 Lucas Manzano. Caracas de mil y pico. Pp. 126-128. Véase también Rafael Schwartz. Con la muerte llegó el silencio. No hemos podido hallar pruebas documentales que validen las afirmaciones de estos autores. 9

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Ricardo de Sola Ricardo. La Reurbanización de El Silencio. P. 217. Gaceta Municipal del Distrito Federal. No. 6564, 20 de agosto de 1946. 4 Guillermo Pacaninis. Siete años en la Gobernación del Distrito Federal. P. 57. 5 Véase Fernando Alvarez Méndez “El Centro Simón Bolívar nació cuando Caracas comenzaba a urbanizarse”, en La Razón, Caracas, 1-3-1998. 1 Alfredo Cortina, La Ciudad que se nos fue, pp. 223-225. 2 Graciela Schael Martínez, En el vivir de la ciudad, p. 176. 3 Ibíd. P. 138 4 Héctor Parra Márquez. “El Nuevo Circo de Caracas”, en Crónicas de Caracas, No. 82. P. 401. 5 Carlos Valmore Rodríguez. “El Nuevo Circo se desmorona”, El Nacional, 12-7-2001, p. C-1. 1 Irma de Sola Ricardo. Contribución al estudio de los planos de Caracas. Pp. 87-88. 2 Crónica de Caracas. No. 39, pp. 444-446. 3 El Cojo Ilustrado. No. 84, 15 de junio de 1895. 4 Este autor, da cuenta de una carrera de caballos efectuada en la calle de San Juan en 1877, en la que participaron únicamente los ejemplares José y Santiago, con doscientos pesos de premio para el ganador. Amplía la información diciendo que la pista era un cangilón pequeño y no tenía curvas. José Veloso Saad. Caracas de aquellos tiempos. P. 105 y ss. 5 Crónica de Caracas. No. 33, p. 74 y ss. 6 El Cojo Ilustrado. No. 103, 15 de marzo de 1896. 7 Véase la cita antes de esta. 8 Véase la cita No. 6. 9 El Cojo Ilustrado, No. 105, 1º. de mayo de 1896. 10 Actas del Cabildo de Caracas, año 1903 (sesión del 24-09-1903) 11 Actas del Cabildo de Caracas, año 1905 (sesión del 14-02-1905) 12 Actas del Cabildo de Caracas, año 1907 (sesión del 24-05-1907) 13 Irma de Sola Ricardo. Ob. Cit., p. 88 14 El Cojo Ilustrado, No. 388, 15-02-1908. 1 Juan E. Montenegro, Escritos Patrimoniales, pp. 64-65. 2 Archivo Histórico de Caracas (Concejo Municipal) Abastos, 1790-1810, sin foliatura. 3 Ibíd.. sin foliatura. 4 En un interesante trabajo sobre pesos y medidas, se mencionan entre otras a la arroba y el almud, de uso corriente en el período colonial venezolano. La primera tenía un equivalente actual a 11,5 kgs. Leonardo Rodríguez, Las unidades y los sistemas de medidas premétricas en Venezuela, pp. 68-73. 5 Archivo Histórico de Caracas, Abastos, 1790-1810, sin foliatura. 6 Ibíd, sin foliatura. 7 Ibíd , sin foliatura. 1 José García de La Concha, Reminiscencias, pp. 177-178. 2 Rafael Ramón Castellanos, Historia de la pulpería en Venezuela, pp. 31 y ss. 3 Joseph Luis de Cisneros, Descripción exacta de la provincia de Venezuela, Boletín A.N.H., No. 55, pp. 48-53. 4 Antonio González Antías. Chacao, tras el andar de un pueblo, siglos XVIII-XIX, pp. 112.116. 5 Antonio González Antías. Chacao, un pueblo en la época de Bolívar, p. 28. 6 “Sebastián Gutierrez contra Juan de la Cruz Brito, sobre la propiedad de una pulpería”, año 1786. Archivo de la Academia Nacional de la Historia, sección civiles, archimóvil 8, tomo 3326, documento 7, 46. Fs. 7 Archivo Histórico de Caracas, Visitas de tiendas, bodegas, pulperías y platerías, año 1800. 8 Citado en: Rafael Ramón Castellanos, Ob. Cit., pp. 147-148. 9 Ibid, pp. 152 y ss. 10 Ibid, p. 191. 1 Véase: Juan Ernesto Montenegro. “Crónicas de Anauco Arriba: Trayectoria de un ejido”, en Crónica de Caracas. No. 86. 2 E, Arcila Farías. Hacienda y comercio de Venezuela en el siglo XVII: 1601-1650. Vol. V, pp. 67-68. 3 Propios, ordenanzas y alhóndigas: 1607-1802. A.H.C. 4 Ibídem. 5 Harinas: 1791-1810. Expediente No. 40. Fol. VIII, A.H.C. 6 Ibídem. fol. 9. 7 Ibídem. fol. 11 y vto. 8 Ibídem. Exp. No. 5. S/Fol. 9 John G.A. Williamson. Las comadres de Caracas. P. 7 10 Citado por Rafael Lovera. Historia de la alimentación en Venezuela. P. 271. 11 Véase: Gerardo Lucas. La industrialización pionera en Venezuela (1820-1936). P. 79. 12 Concejo Municipal. Memoria del Departamento Libertador. 1864. Pp. 13-14. 13 José Rafael Lovera. Op. Cit. P. 245. 14 Cuenta que de los actos de su gobierno rinde el Gobernador del Distrito Federal. 1901. Pp. 19-20 2 3


Gaceta Municipal No. 220 de 10-8-1903. Exposición del Gobernador al Concejo Municipal de Caracas. 1918. Pp. 46-47. 17 Idem. 18 Véase: Gerardo Lucas. Ob. Cit. P. 80. 19 El Cojo Ilustrado: 1903. No. 273. Pp. 274-75 20 Graciela Schael Martínez. En el vivir de la ciudad. Pp. 113-14 1 José Alberto Sucre. Gobernadores y Capitanes Generales. pp. 208-09. 2 Arístides Rojas “El carnaval del Obispo”, en Crónica de Caracas, No. 13, p. 205. 3 Lino Duarte Level. “El carnaval de 1783”, en Crónica de Caracas, No. 1, p. 69. 4 A.H.N. Sección Civiles. Archivo No. 2. A 12-C49.D.3974. 5 A.N.H. Sección Civiles. Año 1800, archivador 13, tomo 539. 6 A.N.H. Sección judiciales. Archimóvil 12, caja 28, documento 3119 7 Crónica de Caracas, Nos. 55-57, vol. 10, p. 494. 1 Citado por el Presbítero Juan Francisco Hernández. “La Navidad del Señor”, en Revista Shell, No. 33, Dic. 1959,p.9. 15 16

José Antonio Calcaño. La ciudad y su música. p. 334. Ibídem. p. 333. 4 Ibídem. p. 334. 5 Idem. 6 Juan E. Montenegro “El Cabildo y la Navidad”, en Crónicas de Santiago de León, p. 94. 7 Lucas Manzano “Las parrandas de aguinaldo”, en Revista Shell, No. 13, Dic. 1954, p. 60. 8 Ibídem. p. 59. 9 Aquiles Nazoa. Caracas Física y Espiritual. P. 230. 1 Daniel Sueiro. La pena de muerte. P. 327. 2 Ermila T. de Veracoechea. Historia de las cárceles en Venezuela (1600-1890). P. 23. 3 Actas del Cabildo de Caracas: 1761, fol. 45 vto. A.H.C. 4 Actas del Cabildo de Caracas: 1767. A.H.C. 5 Actas delCabildo de Caracas: 1771, fol. 148. A.H.C. 6 Citado por Federico Brito Figueroa en: Las insurrecciones de los esclavos negros en la sociedad colonial. P. 58. 7 Representaciones: 1712-1776. Fol .111. A.H.C. 8 Ibídem. Fol. 10 y vto. 9 Enrique Bernardo Núñez cita a un individuo de nombre Pedro Méndez ejerciendo el empleo de verdugo de Caracas para 1708. No encontramos referencias documentales de este caso. Véase: La Ciudad de los Techos Rojos. 2 3

Héctor García Chuecos. Historia Colonial de Venezuela. Tomo I, pp. 186-201. Actas del Cabildo de Caracas: 1780. Fol. 11 vto. y 12. A.H.C. 12 Idem. 13 Idem. 14 Propios: 1784-1787. Fol. 7. 15 Idem. 16 Diversos: 1762-1820. Tomo IV, fol. 39, A.H.C. 17 Sólo encontramos un documento fechado el 2 de enero de 1792, mediante el cual el Gobernador ordenaba al Ayuntamiento, reparar las escaleras de la horca en la Plaza Mayor de los fondos del Ayuntamiento. Actas del Cabildo 10 11

de Caracas: 1792. Fol. 12. 18 Miguel Izard. Serie estadística para la historia de Venezuela. P. 13. 19 Ermila Troconis de Veracoechea. Ob. Cit. Pp. 74-76. 20 Ibídem. p. 13 21 Héctor García Chuecos. Ob. Cit. Pp. 188-89. 22 Juan Vicente González. “Biografía de José Félix Ribas”, en Doctrina Conservadora. Colección Pensamiento Político Venezolano del siglo XIX. Tomo I. 23 Héctor García Chuecos. Ob. Cit. P.191. 24 Idem. 25 James Biggs. Historia del intento de Don Francisco de Miranda para efectuar una revolución en Suramérica. Pp. 337-338. 26 García Chuecos. Ob. Cit. Pp. 194-95. 27 Idem. 28 Diversos: 1662-1820. A.H.C. 29 Causas de infidencias. P. 358. Las negritas son nuestras. 30 Actas del Cabildo de Caracas: 1812-1814. Vol. II, pp. 156-57. 31 Juan Vicente González. Ob. Cit. P. 197. 32 Capitulares: 1816. Fol. 121. A.H.C. 33 Héctor García Chuecos. Ob. Cit. 196-97


Actas del Cabildo de Caracas: 1816. Fol. 65 vto. A.H.C. Capitulares: 1816. Fol. 8. 36 Juan Ernesto Montenegro. “El matrimonio del verdugo”, en Crónicas de Santiago de León. Pp. 445-46 37 Héctor García Chuecos. Ob.cit. pp. 199-200 1 C. Montiel Molero “Gentilicios Venezolanos”, en El Nacional, 21-01-1966. 2 Actas del Cabildo de Caracas. 1612-1619, tomo IV, p. 102. 3 A.H.C. Actas del Cabildo de Caracas. 1779. F. 135 vto. 4 Gaceta de Caracas. Viernes 2 de febrero de 1810. No. 82, tomo II. 5 Gaceta de Caracas. Martes 23 de octubre de 1810. Tomo II. 6 Semanario de Caracas (Estudio preliminar de Pedro José Muñoz) pp. 59-60. 7 Proclamas y discurso de El Libertador. P. 16. 8 Ibídem. P. 42. 1 Archivo Histórico de Caracas. Diversos. Tomo I, años 1779-1810 2 Manuel Alfredo Rodríguez. La Estadística en la Historia de Venezuela. Pp. 89-90. 1 Trabajo presentado en el segundo Congreso Europeo de Latinoamericanistas, en la Universidad Martín Lutero de Hallen Witemberg, Alemania, en 1988. Fue publicado en el texto Alejandro de Humboldt y Venezuela 1799-1999. U.C.V. 2000. 2 Mariano Picón S. “Arquetipos Humanos”, en De la Conquista a la Independencia y Otros Estudios, p. 150 3 Albertro Navas Blanco, artículo, en revista Tharsis, N° 1, pp. 32-33. 4 Mariano Picón Salas “Los Grandes Propietarios Criollos”, en ob. Cit., p. 150. 5 Ildefonso Leal, Libros y Bibliotecas en Venezuela Colonial. P. 24. 6 Juan Ernesto Montenegro. Crónicas de Santiago de León. P. 57. 7 Ibídem, p. 100. 8 Véase: Juan Ernesto Montenegro. “El Avila, primera Ordenanza conservacionista”, en Boletín A.N.H., N° 308, pp. 105 y ss. 9 Juan Ernesto Montenegro.”Caracas en tres escenas”, en Crónicas de Santiago... Ob. Cit. P. 457. 1 Juan Ernesto Montenegro. “El alma de Caracas, invocación aniversaria”, en El Universal, 22-07-95. * Publicado originalmente en el folleto alusivo a la IV Reunión de Gobiernos Locales de la Zona Andina. Julio 2001. 1 Santos E. Arismendi. Huellas folclóricas. P. 6 2 Enrique Bernardo Núñez. “El Museo colonial o de Llaguno”, en Crónica de Caracas, Nros. 6 y 7. P. 148. 3 Véase: Bartolomé López C. “Los progresos de la ciudad de Caracas, su alumbrado de 1800 a 1953”, en Crónica de Caracas, No. 14. Pp. 399-405. 4 Sindico Procurador. 1790-1807. Fol. 2, A.H.C. 5 Arístides Rojas. Crónicas y leyendas. Pp. 54-56. 6 José García de La Concha. Reminiscencias (vida y costumbres de la vieja Caracas). P. 19. 7 Peter Burke. La revolución historiográfica francesa (La Escuela de los Annales): 1929-1989. P. 73. 8 Teófilo Rodríguez. “Visiones de la noche en la ciudad”, en Archivos venezolanos de folclore. No. 8, p. 66. 1 Citado por Enrique Bernardo Núñez: Actas del 19 de Abril (documentos de la Suprema Junta de Caracas). P. 6. 2 Inventario del mobiliario del Concejo Municipal del Distrito Federal. Memoria de la Gobernación del Distrito Federal. 1891. 34 35

Memoria de la Gobernación del Distrito Federal. 1899, p. 568. Actas del Cabildo de Caracas: 1936-1937. Fs. 198 vto. y 199. A.H.C. 5 Idem. 6 Gaceta Municipal del Gobierno del Distrito Federal. No. suelto. Caracas, 17 de junio de 1937. 7 Actas del Cabildo de Caracas: 1952. P. 63 y vto. A.H.C. 8 Este cuadro originalmente se tituló El Constituyente de 1811. Fue trasladado al Congreso Nacional, a mediados de la década del 50 del pasado siglo, y a cambio el Concejo Municipal recibió un boceto más pequeño de este monumental cuadro que mide 7 mts. de largo x 4.8 de ancho. 9 Crónica de Caracas. Nros. 22 y 23, pp. 150 –151. 10 El Universal. Sábado 19 de abril de 1952. P. 7. 11 Crónica de Caracas. Ob. Cit. p. 147. 3 4

* Las referencias completas de las distintas fuentes, se encuentran citadas en los pie de página de cada ensayo.


FUENTES CONSULTADAS I Archivo Histórico de Caracas* Actas del Cabildo de Caracas Casa de Misericordia 1787-1811 Expedición de la Vacuna 1804-1810 Harinas 1791-1810 Hospital de San Pablo 1793-1802 Junta Central de la Vacuna 1804-1810 Maestros Mayores 1772-1809 Propios 1745-1755, 1784-1787 y 1801-1806 Real Audiencia y Ayuntamiento 1799-1819 Real Consulado 1793-1820 Representaciones 1712-1776 Síndico Procurador 1790-1807 y 1808-1810 Visitas de tiendas, bodegas, pulperías y platerías 1799-1809 II Biblioteca Municipal Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas (Caracas. A.N.H. Colección Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, Nros. 64-65, 1963, 2 tomos). Gaceta Municipal Memoria de la Gobernación del Distrito Federal Memoria del Concejo Municipal del Distrito Federal III

Fuentes hemerográficas

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Fuentes secundarias

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