Declinacion de un astro de David Villagran Ruz

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Declinación de un astro © David Villagrán Ruz © La Calle Passy 061 Ediciones http://lacallepassy061ediciones.blogspot.com Edición virtual, 2011


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A Paulina Mena



No sólo de los grandes años mortales asoma apenas el reflejo, sino del año de tu propio pecho, girando aún en órbita más amplia cada vez, hacia la lejana conclusión, donde coronado el amor no consumado cantará en su propia pira. Francis Thompson

Pero yo digo que el que se dispone a amar se engarza en una guerra consigo mismo. Marcabrú



Rembrandt. Rapto de GanĂ­medes



Te han dicho del mar son las horas apropiadas de un cuerpo inestable. Viniste de otras tierras por llanos y montes que no saben decir tus nombres. Pers茅fone, antes de tu imagen completa, la mitad, s贸lo la mitad de la herida. Pensamos en viajar a Roma pero quisimos a la bestia en los tres cuartos de la luna. Y es cierto, me conociste; hasta las gradas del circo estaban llenas de leones.

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Fuiste como una cierva sedienta cuando entraste tan oriente, y dijeron no te asustes, no recojas tu mitad de las estrellas. Si ves que la sed vale por mil llagas y estas sangraron y soñaron la llovizna. ¡Cuántas ruinas todavía urgen por templar su voz! El incienso apagó la saliva que arrojaron nuestras bocas. No llores, la ruta tiene que beber sus propias lágrimas. Coro que te adueñas de estas manos y, más grave aún, adobas la sangre sin derramarla ¿por quién hurtas de pie el vacío? Otro era el canto: manos como bocas abren llaves que tocan un lobo se hunde en la cal y el bosque pasa aire, circo, la línea más bella cortada. Perséfone, ¿Adónde van a dar las ruinas de mi sangre? ¿Porqué hurtas de pie el vacío? ¿Qué queda para estos corazones con su mismo juez verdugos, espalda con espalda, cerrándose a horcajadas? 14


I

Cuanto tarda el cielo de río a mar, Perséfone. Cuánto los muertos de astros a cenizas. Cuánto el templo de piedra hasta la piedra. Tan poco descansa la luz como el miedo del color. Aquí los ciegos son la única medida de su exceso. La suma que resta en dos pies, el sosiego de la nada con su poderosa ley. ¿Cuántas veces debo perdonar esta luz? Calla, deja que mis puños piensen por mí como una sola plaza de piel. Esta es mi cárcel y sé que va mar adentro, y se pierde. ¡Que sea un oleaje por cada trozo! ¡Una cuadratura por cada queja! 15


Deja a las estaciones guardarse del mar con mis restos. He oído de una isla que respira tierra con sus cuatro tumbas. Una es un vientre y la hubo diseñado el aire. En ella todavía un niño surte de canto a las aves sobre pedernales. Otra es un camino sostenido por antiguos irreales monumentos. Acaba con un precipicio de mujer que vive para sí por ser tan larga. Sólo en ella sobrevive la siguiente tumba. Habría que asomarse entre sus pechos, ese agujero infinito como un surtidor cuyos hombros son bellos jardines. Pero ese no es tu pecho, Perséfone, por más muerte que lleves delante. No será ese tu pecho ni serás tú ella tan larga como una muerte insostenible. Si deseas ser dueña del agua yo te regalo su arquitectura, si vives, si asaltas en mí su cicatriz muy despacio. La muerte carece de gracia en los colmos del abismo. Nadie oye, nada suena el eco se adormecerá como el último de los espejos. Pero aún no llega la tarde en que la fosa amanece. Si deseas ser larga como ella, puedo volverte nuez. 16


Tu carcajada ira abriendo mis huesos secos reverdecidas las venas de hambre, y qué importa si acaban llenas para el otoño; mi piel está para cubrir nuestro vacío, el eje visible de tu garganta enraizada en el aire. Tus ojos callarán cuando oigas cómo se ordena el mundo en la última primavera del cielo que vuelve, que viene a estrellar su corona en las rosas. Detén las palabras del cedro que se oculta ante tus ojos. ¿Quién enseña al cuarzo la altura perfecta? Sólo nosotros sabremos de la última tumba como un puerto al cual la muerte tiende sus mejores naves, un puerto vacío un antes donde todas tristemente encallan, y la boca del sediento pide sal para sus cuervos. En ella las ciudades sobre y bajo la tierra limitan a distancia y el comercio es mudo por la lengua que equivoca las medidas de la luz. Ese verbo inacabable frente al cual la tumba es proyectil, templo en desesperación, silencio en su velocidad, casa del fuego que el infierno querría para sí como tormento. Has puesto en ella las maneras de un vacío, boca arriba nos amamos un gemido hay en tu pie torcido que desaparece demasiado azul entre ramajes. Cómo encarnas tú, Perséfone, la llama inhabitable a quién decidí ofrecer mis manos.

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II

El infierno es la llama seca que visten los santos, la llama que golpea el aire por recobrar las uñas y las arrugas donde todo anciano lee a su niño líneas torcidas en el levante de las horas y esta noche la más larga extendiéndose hasta oír. Vine con la espalda a la deriva, con la piel en vela como orla de mi rabia. Vine a descifrar la sombra, cicatriz. Y está golpeando el oído al miedo, ¡y las bestias de mis manos cuánto esperan por mis manos! Los clavos de mi barca son tres peces tan largos como remos de un dolor que no dirijo. Los voy atravesando, los acerco a este fuego traído a perderte y como y brindo por los huesos tardos aún despiertos 19


calzando entre los desperdicios de esta noche. ¿Dónde acabas, primavera si no es bajo estas aguas? En el fondo del mar hay otro mar amurallado, otro vacío que ofrece a sus histriones el abismo. ¿No es este el lugar, Perséfone, donde una fosa te dió a beber el vino de la noche? El placer de un ojo blanco, de un sol que no es aroma. Inspira al corazón copa de vidrio a reventarse entre tus labios. Mece tu garganta. Podría beber, podría hablarte en ella de las aves y del polvo hasta que corra por mi espalda el rojo al rosa de tu aurora, donde cada palabra es un trago que derramo y cada estrella sombra en tu madera. Pero la luz no es más que el sudor de un amante cansado, estoy intacto, me digo. Perséfone, ¿oyes el miedo? No es la música del mar ni el alarido de las piedras, no el peso de la calma en el vaivén de un manco que busca mariposas elevándose a las manos de la bruma. Soy yo más incansable que el gusano sobre el nervio, augurio escrito de cárcel a condena. Y el amor que traigo deja de ser bello, para ser amor no más la carga que sostiene el cuerpo con un hijo adormecido. Sólo su paisaje es fiel porque desprecia cada parte de su sangre, Y va contracorriente, libre, 20


hecha pedazos la montura de las aguas. Río arriba van las bestias, arden con lo seco de la hierba. ¡Sólo por ti el humo es dividido! ¡Solo por ti responderá la grieta!

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III

Del viaje tan sólo un invierno sonríe en el doblez de las rodillas, nuestra patria. En los cabellos que tuvieron voluntad de brotes, y como un barbecho, amantes fueron devorándose murmullo de la piel, presente hacia sus rutas desaparecidas. Las joyas sostienen el verde, la protección de sus feudos en tu hojarasca, otoño, sangre negra, secano para dormir las hojas en el oro de esta muerte. Primicias, Perséfone. Y verdades, en las palabras del viento que campaneó mis huesos, que vino para beber los cipreses de mi sangre.

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¡Cómo el amor elevó los gritos del árbol hasta hacerlo trampa de suspensos frailes! Verde majestuoso. Cuando la bestia llora sin ser unicorne, y se arrepiente, al ser el tronco su más bello través, la tierra bebe sus mirlos de ir tan bajo el canto y encrucijados los altares que llevan al cuerpo. Oye al mar, no brotes nuestras huellas al decir sólo invierno y sólo el vidrio entre las aguas. ¿Qué granos son la arena y cuántas hoces la llovizna? Ay, nuestra ciudad, semilla de piedra entre las piedras, no crece el espacio que divide el corazón. Y aún así cavar por los tesoros que son ruinas ¡Y tanto verde en aterir la sangre! No hay un rostro para el oro de mi puño, cubre de llamas lo que voy segando y besando violencia azul de nada o sembradío. Amo tan solo el madrigal de ti, que se desviste el cauce y que se aleja torturado por un hambre de horizontes. Porque eres la parte de la tierra, Perséfone donde se quisieron con urgencia los navíos, y rápidas las velas encontraron luto allí en el cielo. No hay paisaje que valga, ni eleve volcán mi garganta; donde quepa tu mitad, un solo pecho. Mi risa es el ay de las montañas en la piedra sin reflejo; amarte es como oír la lluvia a medio camino, 24


si de verdad te amara y sobre la verdad lloviera. Lejos de ti soy dos en plena guerra.

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IV

El aullido del grano es el bastón de los ciegos que tan alto asciende en la oscuridad. Días, cada uno más bajo que el siguiente, escalones donde la luz es el anverso de una pálida llovizna y su camino, la espalda socavada de una pira. La tierra no es muerte para la siega de cada altura, ni para cada tímpano a los extremos del fruto. Semillas traen los párpados hacia el precipicio, el reino no es más que un castillo, algo que se oye penumbra de sí bajo la planta de sus pies. Mira al ciego sobre la torre, Perséfone oye la catástrofe de su oído arrojado encima de la piedra. Está solo y condenado por más que el paisaje vaticine rojo el cielo, y un aire de conmiseración clausure en pórtico su sueño. Mira Perséfone, cómo sus pasos 27


ahogan la voluntad del abismo para seguir extendiendo en avance, siempre desde funerales trinos la cáscara hacia el corazón, donde todo espíritu de saciedad encuentra su arraigo. Hemos caído, enormes y pequeños, y me hundo en esa culpa cuyos miramientos están sujetos a bellos árboles que tiende la piedad. De ellos pendemos y nuestras fuerzas, en contrario beneficio se encuentran como paralelos golpes en la guerra donde van cayendo máscaras del fruto como partes de nosotros aumentando su temperatura. Perséfone, fuimos esos trozos en descenso, tuvimos la gravidez que en la velocidad precede a la culpa nutriendo juntos la misma sombra, o fuimos la sangre que volviéndose negó el latido al propio corazón y se incendió por no tocar el paisaje más real, aquel donde las olas no revientan, y las barcas crecen como flores horarias en los jardines de pleamar. Cómo el miedo nos abrió los ojos cuando los cascos de la sed nos derrumbaron la boca hundida en el esfuerzo de traer lumbre a esta región dispersa, cóncava en la oscuridad. Los reyes envejecidos rogarían porque el hambre vuelva a ser recta en la contemplación del fruto más maduro. Pienso en nuestros reyes, Perséfone, en sus reinos no se puso luz más que tinieblas. Y el filo de la ley decapitó sus mensajeros refugiados en nuestros manuscritos, todavía. 28


V

La noche nos come los ojos, Perséfone los sueños, el único tacto conservado aún en la distancia cuando la luz, de mito a mito nos palpa las horas y sabemos, dolor nos queda la piel camino de ayer, esa caverna entre los bosques y el ocaso donde mis cartas son los restos de una lumbre. La noche me cabe en un puño. Negando el frío, sé fechar a cada piedra una promesa; cerrado las acerco a mi pecho, el desvelo una a una las suelto con la paz del naufragio en su buena fortuna. Allá va este navío cuyo recto curso acabará los ojos del mundo. La noche fustiga sus rutas. 29


Y que aún conserve tu imagen en la hierba, como cuerpo en calco de esmeraldas, sin el roce de tu estela, dice algo para mí de las estrellas: el grano tienta los mapas en la simetría de esta muerte. ¿Has oído las estrellas, Perséfone? No son más que niños impetuosos en carrera. Y pensar, hay quienes amando han medido sus sonrisas, convidado trigo de sus propias armas, leche de pechos más llenos y tiernos que el mar. ¿Has oído? ¿Acaso no saben los amantes, padres y reyes? Para ellas no es la libertad de la Piedra. No te fíes, Perséfone, de los niños que nacen y mueren cautivos en el aula de la noche. Recuerda la vocal que hay en mi puño, clavando lo que rige sólo el padre de su hambre. Nuestras cartas no toman nombres desde los cuatro costados de la muerte. Son la música que los árboles esconden de sus ramas con dolor. Perséfone, estas letras, las primicias que te devuelvo en duelo por el aire, por el roce de la tierra con el trueno. Acerca tus manos desde el miedo, el miedo que también huele a estas flores. Palpa el rostro de tus hijos.

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VI

Hay sirenas ascendiendo hacia la piel en cada nube, y vestidos de sangre encallados en la arena. Una música ajena al color. Sal que irrumpe en el granizo, una luz desnuda y virgen quemando sus rodillas en la espuma. Aquí vendrás en andas de gigantes. hasta aquí espero que traigas la dificultad de tu esmeralda, alivianada sólo por escándalo del cieno, mi dolor. Me han dicho del mar, la semilla tiene olvidos como islas en susurro, tierra insepulta que no se llevarán las estaciones, ocasos de madera en parto hacia las cruces de los muslos, una vida para el sol en las caderas del invierno. Perséfone, tus padres llegaron a mi alma antes de ti; si no supiera qué fue de los lugares en mi oído, 31


te diría: Luz, aquí estuvo el espacio por donde ellos con tristeza vinieron cabalgando. Encendieron antorchas de sed para entibiar a la noche, y el mismo frío del que huían les quemó la sangre. La espalda de tu madre era un espejo que su rostro se esmeraba en imitar. Tu padre se encontraba en medio de tu madre, y ambos al unirse se quebraron quietos a los pies del vidrio. Es cierto, en mí por ti se amaron, como es cierto que no hay un solo fuego respirando en esta voz. En su lecho, cuánto se ha perdido yo te canto junto a los vestidos con los que te espero. Allí estás, con el pudor de una ventana. El alféizar de tu voz no deja ver un sólo verso a los amantes. Pero hay un canto para ti, huésped del retorno, en la despedida de los caminos de tu alma. Viniste reuniendo piezas de su tiempo. No hubo semilla, nada por aquel otoño que valiera a armadura del sudor, la espada suspendida sin tocar la tierra. Cómo hacerlo, si las hojas que encontraste inauguraban un bosque, cada una perdida en la idea fija de encabritar un árbol. Por última vez has vuelto el rostro al mar que expulsa de mi paz las olas y mis ojos que no tiene clemencia con el sitio de cosas que no existen. 32


¡Qué acontecimiento más siniestro! ¡Qué tremendo va el pavor a encontrarme en estas cartas sabiendo cuanto amas tú del cielo que se rompe en mis rodillas! En el agua recuerdo, hubo un día en que la tierra no fue más que un temblor bajo mis miembros. ¡Cuánto! ¡Cuánto tardaste para que mi oído te amara en el sonido donde el agua deja de escurrir. Y el cuerpo es una piedra que ansía partirse, pero solo consigue un temple más lento de mano al desgaste. De mis restos sólo hay una línea que enseña sus oraciones en adioses, cantos de tu nombre, que tan sólo recuerdan un estruendo sin violencia, levemente dirigido como un beso en la llovizna; ese beso, que perdió el juicio en cada todo de tu cuerpo, confundió los reinos desmedidos de tu rostro con el rostro de una cruel naturaleza. Te hablo de ejercer sus errores hasta las últimas consecuencias. En nosotros un árbol será la cárcel, madera flotante sobre un recuerdo y la esperanza de una vida más abundante. Porque tus jueces están seguros sobre el abismo, levantando cada espalda tuya por el frente donde hallé tu oído, y no pueden más que ver los costados de tus piedras rotas soñando muros ¿Qué elevaciones de tu mejilla se cubrirán con el sudario gris del mar? 33


La sangre en el agua se aquieta muda y numerosa. ¿Qué he soñado? ¿Cuántas veces he mentido? Mil veces te he contado el llanto de un caballo. En mí, he atravesado la mitad de ti. Náufrago he encontrado tu galope. Perséfone, seamos el reflejo de tus padres. No nos dejes partir. Más allá las aves rondan tus talones atraviesan el brillo de su bandada, migran cargando en sus ojos una cicatriz; tu corazón es el idioma que dejaste en la arena. La espesura del vidrio enderezó los meridianos de un canto que existe mitad de tu boca. Habrán de romperse estos espejos, Perséfone, los ojos de un sol de hierro, la fragua de tu visión: águila en la flecha, espalda, misiva. ¡Cuánto temo por la noticias de tu rostro! En las horas desnudas caen los imperios aunque luchan arduamente cada parpadeo. Y tú alientas la violencia que ama en ascensiones, que dibuja el deseo en los caudales y en la sombra. Pero los golpes de la sangre, aquí en contra de los muros, aquí en contra del fuego y en la arena, esperan terminar con el precio de tus ojos, para cuando sea tu imagen, no tu cuerpo quien se rompa, y conozcas tu sonrisa.

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índice

[te han dicho del mar] 13 [cuánto tarda el cielo de río a mar, Perséfone] 15 [el infierno es la llama seca que visten los santos] 19 [del viaje tan sólo un invierno sonríe] 23 [el aullido del grano es el bastón de los ciegos] 27 [la noche nos come los ojos, Perséfone] 29 [hay sirenas ascendiendo hacia la piel en cada nube] 31



declinaciĂłn de un astro de david villagrĂĄn ruz fue pensado y diagramado en los talleres de la calle passy 061 ediciones, rĂ­o de janeiro, barrio de almagro, buenos aires, argentina, durante el mes de abril de 2011




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