La Torre 2006 abril-junio

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LA TORRE


(Vieja época: hasta AÑO XXXIV, Núm. 134, 1986) (Segunda época: hasta AÑO X, Núm. 38, 1996)

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LA TORRE REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO

TERCERA ÉPOCA

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Jan Martínez Gerente de Redacción

Yudit de Ferdinandy

AÑO XI, Núm. 40

Abril-Junio 2006


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SUMARIO LEONEL ALVARADO, Espacios privados y proyectos públicos en el romanticismo hondureño ● IRENE DEPETRIS CHAUVIN, La fotografía como lugar: el intelectual y la definición de la identidad en Puertorriqueños de Rodríguez Juliá ● ÁNGEL M. ENCARNACIÓN RIVERA, La presencia de los Cuentos de la universidad de Emilio S. Belaval en la cuentística puertorriqueña ● MELISSA FIGUEROA FERNÁNDEZ, La poesía erótica como subversión en los Sonetos sinfónicos de Luis Llorens Torres ● GUSTAVO V. GARCÍA, “Verdadero moderno marxismo” y la emergencia del indígena en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana ● FRANCISCO JAVIER HIGUERO, De la búsqueda falible al racionalismo crítico en el pensamiento de Karl Popper ● ANTONIO MARTÍN, Más sobre Juan Ramón Jiménez y el modernismo: en torno a “Juventud”, un texto desconocido de 1900 ● MAR MARTÍNEZ GÓNGORA, Actos de subversión y cambio histórico: El mito de las amazonas y la leyenda de la Papisa Juana en Silva de varia lección de Pedro de Mexía RESEÑA

JOSÉ E. SANTOS, Mario Cancel. Intento dibujar una sonrisa COLABORADORES ÍNDICE Tercera Época 40 ABRIL-JUNIO 2006


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Espacios privados y proyectos públicos en el romanticismo hondureño Resumen El romanticismo hondureño se define por su carácter fundacional, no sólo de una tradición literaria, sino de un discurso civilista estrechamente vinculado al proyecto de construcción de la nación. Del romanticismo parten las dos tendencias que marcan el desarrollo de la literatura hondureña, desde fines del siglo XIX hasta la actualidad: el discurso amoroso y el sociopolítico. Más que un movimiento, el romanticismo es una actitud, una toma de posición en una época en que los intelectuales acuden a la caída de las grandes utopías decimonónicas, desde la independencia de España hasta el sueño frustrado de la Reforma Liberal, culminando con las falsas promesas desarrollistas de las compañías bananeras. El intelectual romántico se enfrenta al dilema de construir una persona privada y una estética artepurista ante la pérdida de espacios públicos recién conquistados.

La escasa poesía hondureña del siglo XIX surgió del encuentro de dos discursos: hasta bien entrado el siglo, la pervivencia de formas coloniales, proespañolas; lo que, a fines de siglo, entre la influencia del romanticismo español y el torbellino de la Reforma Liberal, culminó en el Himno a la materia de José Antonio Domínguez (18691903). Este poema de Domínguez, escrito en 1901, canaliza las tendencias románticas de la segunda mitad del siglo anterior, que van del romanticismo becqueriano, puramente estético, al romanticismo liberal, que buscaba definir la identidad nacional con miras a la modernidad que se hacía sentir en Latinoamérica. Los acontecimien115


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tos que ocurrieron en las tres últimas décadas del siglo son esenciales para definir no sólo ese proyecto liberal, encaminado hacia la conformación de la nación, sino la forma en que se asumió la entrada del país en la modernidad. Para entender los antecedentes de este proceso histórico, es necesario recordar que, después de independizarse de España, en 1821, Centroamérica entró a un período de turbulencia política marcado por tres eventos de gran importancia: la anexión al imperio mexicano de Itúrbide, de 1821 a 1823; la lucha por conformar la Federación de Repúblicas Unidas de Centroamérica —impulsada por el hondureño Francisco Morazán, quien fuera, además, presidente de la misma de 1830 a 1839—; y el inicio de la funesta tradición de las dictaduras, entre ellas la de Rafael Carrera, que se prolongó de 1851 a 1865, después de haber conspirado contra el proyecto morazanista. Sin embargo, al inicio de la década de los setenta, la ola latinoamericana de la Reforma Liberal llegó bajo la consigna de Orden y Progreso. La versión hondureña de este huracán modernizador fue puesta en práctica durante los gobiernos de Marco Aurelio Soto (1876-1883) y Luis Bográn (1883-1891). Soto retomó el proyecto reformista propiciado por Morazán, quien, además de diseñar un plan nacional de educación pública y promover la impresión de textos educativos, formuló leyes para regular la exportación y la inmigración, organizó el servicio diplomático y redujo el poder de la Iglesia. El proyecto morazanista fracasó debido a las constantes guerras civiles promovidas por la Iglesia y los jefes de estado del ala conservadora. Con la llegada de la Reforma Liberal, en los setenta, se entendió que la gran causa del fracaso de la Federación había sido el intento de adaptar los principios de la Constitución de los Estados Unidos. Es decir, se pretendía que los estados conservaran tanto su autonomía como los límites geográficos establecidos después de la Emancipación; como resultado, cada país quería ser cabeza de la Federación. Esto derivó en conflictos territoriales aún sin resolver, en guerras internas y, sobre todo, en el inicio de la tradición de las dictaduras. La preocupación de Soto, en cambio, ya no era la unidad centroamericana, aunque esta utopía nunca se abandonó, sino la construcción de una nación y, por ende, la definición de una identidad nacional.


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Se trataba, entonces, de una utopía colectiva en la que los intelectuales que la impulsaban reconocían sus propias aspiraciones individuales. El intelectual liberal, que se autodefinía como hombre de letras, veía su misión como un apostolado. Así que, bajo la bandera positivista, a la par del progreso económico, se impulsaba la construcción de un discurso nacional que sustentara el espíritu de la nueva nación. Este discurso era tanto oral como escrito; el primero dio origen a la oratoria, que conjugaba la instrucción clásica y el espíritu romántico; por su parte, el discurso escrito se manifestaba no sólo en los documentos que legitimaban los proyectos nacionales, como la Constitución Nacional, los acuerdos, las credenciales, etc., sino en los que los divulgaban. El papel de divulgación lo cumplía la prensa. De manera coherente con la época, la prensa le daba cabida no sólo a los discursos políticos, sino también a dos géneros de carácter emergente: la crónica y la poesía. Así, en La República, periódico fundado por Soto, aparecía la producción de intelectuales como el mismo Soto, Ramón Rosa, Secretario General del gobierno, y los poetas Manuel Molina Vigil (1853-1883) y José Antonio Domínguez. Las señas de la identidad romántica de estos escritores eran evidentes en la publicación de la poesía de sus maestros: Espronceda, Zorrilla, Bécquer, y, luego, traducciones de Víctor Hugo, Byron y Poe. El compromiso de estos escritores con el proyecto liberal era intelectual, artístico y espiritual, es decir, público y privado. De esta forma, como señala David Viñas sobre la versión argentina de este proceso, “los jóvenes escritores del liberalismo romántico se convierten en jefes del país” (176). Así, en 1898, a los veintisiete años, Domínguez era no sólo poeta y profesor de preceptiva literaria, sino también abogado, Subsecretario de Relaciones Exteriores y después Magistrado en una de las cortes de apelaciones. De ahí que en su poesía se refleje no sólo el vertiginoso espíritu de la época, sino también la velocidad intelectual que caracterizaba a estos jóvenes. De hecho, la obra de Domínguez pasa por tres etapas: la primera de un romanticismo sentimental a lo Bécquer o Espronceda; a la segunda le corresponde un patriotismo belicoso que, como la oratoria civil del momento, exaltaba el ideario liberal del patriotismo y definía, como en su poema “La musa heroica”, la función que el poeta debía cumplir:


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Si quieres que tu canto digno sea de tu misión, del siglo y de la fama, no derroches el estro que te inflama en dulce pero inútil melopea. Lanza las flechas de oro de la idea; depón el culto de Eros y proclama otro mejor. La lucha te reclama: yérguete altivo en la social pelea. (7)

En este caso, Domínguez reniega de su primer romanticismo sentimental para adherirse a la urgencia de un arte convertido en apostolado laico en el que la poesía cumple el papel del Evangelio. La poesía refleja, además, ese discurso civil que tenía su contrapunto en la oratoria grandilocuente tan en boga en la época. Precisamente, los versos citados transmiten, a través del uso excesivo de la hipérbole, el mismo espíritu exhortativo que reclamaban los oradores desde la tribuna. La “misión” de la que habla no es política sino civil, como parte de un proyecto de fundación nacional que, por su urgencia, debía recurrir a un lenguaje que buscaba un efecto inmediato en quien lo oyera. De hecho, éstos eran textos para ser oídos, más que leídos, en los nuevos espacios que surgían dentro del vasto proyecto de transformación social. Como señala Carlos Paldao, “[l]a construcción de los estados nacionales coincide con el nacimiento de las literaturas nacionales y con un debate encendido sobre la cuestión de las lenguas vernáculas” (ix). De esto último es un buen ejemplo la adopción del “tú” en vez del “vosotros” en el poema de Domínguez, pues la nueva identidad era una fundación y, a la vez, una ruptura con el pasado colonial. Precisamente, la forma literaria más popular desde la Emancipación hasta la Reforma Liberal había sido la Pastorela; heredada del enquistamiento colonial, consistía en adaptaciones de autos sacramentales, que si bien canalizaron las inquietudes de los jóvenes de la época y sirvieron de divertimento popular, no promovieron ningún aporte estético ni mucho menos un planteamiento renovador. Se trataba de representaciones teatrales idílicas en tiempos de agitación social. Además, continúa Paldao, “mediante el uso de ciertos géneros discursivos la literatura construye dos tipos de modelos —uno atañe a la vida colectiva, el otro describe la


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identidad personal— al tiempo que busca la legitimación apoyándose en la idea de patria” (ix). Este fue un momento esencial para la literatura hondureña, pues por primera vez un grupo de intelectuales definía de manera unificada su identidad patriótica y literaria. En otras palabras, ocurría lo que Ángel Rama llamó la “inauguración de una época poética” (336). En lo que se refiere a Domínguez, en esta segunda etapa, sus responsabilidades colectivas habían eclipsado su vida privada. Sin embargo, a medida que los conflictos sociales generados por pugnas políticas internas comenzaron a obstaculizar la gran utopía modernizadora de la Reforma Liberal, los jóvenes intelectuales perdieron su lugar protagónico en la política y, con la llegada de gobiernos conservadores, pasaron a formar parte de una periferia intelectual cada vez más difícil de sobrellevar. Así que, como apunta Viñas, “a partir de las carencias objetivas y cotidianas vividas como desafío… se va deslindando una zona del mundo que se instaura como aliada: el interior, lo privado. Afuera reside la barbarie, el vacío y lo material…” (175). Los escritores tenían dos opciones: atacar al gobierno y ser objeto de persecusiones políticas o encerrarse por completo en su mundo privado. Domínguez no tenía temperamento para lo primero; la pasión hiperbólica de su “musa heroica” había sido posible dentro del fervor patriótico que flotaba en el ambiente. Sin embargo, cuando este sentido de unidad colectiva se evaporó, Domínguez quedó desprotegido, es decir, su musa perdió su carácter heroico. De esta forma, hacia 1900, su obra entró en una tercera etapa, caracterizada por el desencanto, la melancolía y la fe en la materia como fuente redentora. El heroismo ya no era civilista, sino estrictamente literario; los héroes eran los grandes espíritus desencantados que, como Werther, no veían más remedio que el suicidio. Los otros poetas del grupo corrieron la misma suerte. Para entonces, como dice el también poeta Julián López Pineda (1882-1959), “cuando yo le conocí, era Domínguez un desarraigado de la vida corriente, un misántropo, un misterioso espíritu que, errando por las calles de Tegucigalpa, daba la impresión de un descentrado, cuya melancolía le alejaba del mundano ruido y cuyo pensamiento parecía una rotunda aspiración al infinito” (6). En la misma crónica, Pineda cuenta que en 1901 Domínguez le entregó una tarjeta en la que le notificaba que “hoy a


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las 10 a.m. puso fin a sus días el joven poeta José Antonio Domínguez. Agradecería la asistencia de usted a los funerales mañana a las 4 p.m. De Usted atento servidor. José Antonio Domínguez” (14). Dos años después se quitó la vida. Sin embargo, de esta época es su Himno a la materia, que refleja una madurez poética sin precedentes en la literatura hondureña y es, de hecho, el primer poema largo de estructura orgánica de nuestra literatura. Se trata de una silva formada por trescientos sesenta y tres versos, entre los que prevalece el uso del endecasílabo. Por lo tanto, el poema no representa ningún intento de renovación formal, ya que la silva era una de las estructuras métricas más usadas desde principios de siglo. De hecho, el espíritu de las silvas americanas de Andrés Bello era ineludible. Sin embargo, Domínguez se separa del espíritu neoclásico, pues su poema no busca construir ese mito de la cornucopia americana que rige la visión de Bello. Quizá si el poema hubiera sido escrito en el ambiente apoteósico de la Reforma Liberal, Domínguez le habría encontrado sentido al símbolo de la cornucopia como elemento esencial de esa nación que se quería construir. Esa abundancia de proporciones casi míticas habría sido parte del ideario político-económico impulsado por Soto, quien, en 1883, hablaba “del interés que está despertando Honduras en el mundo industrial por sus grandes recursos naturales” (49). Sin embargo, el poema de Domínguez apareció en una época de desencanto político, intelectual y espiritual. Recordemos que el gran proyecto modernizador soñado por estos jóvenes liberales había dado un giro inesperado en la última década del siglo con la llegada de las compañías bananeras. Precisamente, éstas llegaron a la región centroamericana en circunstancias increíblemente favorables para los empresarios norteamericanos. Centroamérica sufría en la última década del siglo XIX las consecuencias de un proceso devastador, desencadenado en 1821, a partir de la independencia de España. Sin poder librarse del lastre colonial, las cinco repúblicas intentaron unificarse en una Confederación que se prolongó de 1824, después de la separación de México, hasta 1839. Durante la Reforma Liberal se retomó este proyecto morazanista, pero, debido a la inestabilidad social y a las frecuentes dictaduras, la modernización quedó inconclusa. En este escenario


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hicieron su entrada las compañías bananeras, pues prometían un desarrollo económico y social que apareció como la mejor alternativa entre tanta crisis. La intervención económica pronto pasó a ser política y, desde luego, militar. Esto explica la indignación de Martí en un artículo de 1894, en el que habla de la ingenuidad con que las autoridades hondureñas se abrieron a los norteamericanos (208). De hecho, “Honduras y los extranjeros” es uno de los pocos escritos martianos en los que desaparece el optimismo al hablar de Centroamérica; la mayoría de sus “Cartas” sobre la región la presentan como una tierra joven y promisoria. Obviamente, desde Nueva York, Martí conocía las consecuencias de la amenaza norteamericana. Por lo tanto, el protagonismo político de los jóvenes intelectuales liberales derivó en una marginación total, ya que éstos se enfrentaban, por primera vez en la literatura hondureña, a lo que Richard Sennett llama la caída del hombre público. De hecho, los románticos asistieron a la caída de las grandes utopías decimonónicas: la Independencia de España, la anexión al imperio de Itúrbide, el fracaso del proyecto morazánico que buscaba la unificación de Centroamérica, y, finalmente, el sueño frustrado de la Reforma Liberal. En algunos casos, lejos de desaparecer, las utopías se han transformando en quimeras, que aún tienen vigencia en nuestra memoria histórica; es lo que ha sucedido con el sueño de la unidad centroamericana, ya que, sin haber desaparecido, ha tenido una serie de manifestaciones proteicas, como el Mercado Común Centroamericano, la Editorial Universitaria Centroamericana, el Parlamento Centroamericano e, incluso, la Federación Centroamericana y del Caribe de Fútbol. De la raíz romántica de esta quimera surgieron las “fantasías derrotadas”, como dice Sergio Ramírez, de William Walker y el sueño del canal interoceánico por Nicaragua, en el que también creyó Napoleón III. Sin embargo, a principios del siglo pasado, ni románticos ni modernistas poseían la perspectiva histórica para entender a cabalidad las consecuencias de un proceso devastador que los expulsaba del dominio público, obligándolos a perder esa “geografía pública”, de la que habla Sennett (195), que ellos habían conquistado intelectualmente. Acostumbrados a ser actores, es decir, parte de un sueño colectivo, ahora no sólo pasaban a ser espectadores,


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sino también perseguidos por un sistema que los veía como amenaza, no tanto, como diría Sennett, por lo que hacían —pues el acceso a los medios de publicación era cada vez más restringido—, sino por lo que sentían (269). En cuanto al acceso a los medios impresos, un elemento esencial de la conquista de un espacio público era la existencia o, en su defecto, la necesidad de inventar un público lector. Al respecto, los modernistas fueron los primeros en plantearse la importancia no sólo de crear la obra, sino un mercado de lectura; esto tenía que ver con asumir el complejísimo y aún vigente asunto de la profesionalización del escritor. Los románticos tampoco poseían las estrategias necesarias para enfrentarse a este dilema. De ahí que, frente a estas circunstancias históricas completamente inesperadas, el mundo ya no tenga redención para Domínguez y lo único que le quede es renunciar por completo a su persona pública y volverse hacia un “materialismo” del que han desaparecido las utopías, sobre todo las utopías impulsadas por los jóvenes liberales. Como corresponde al decadentismo de fin de siglo, su himno es una respuesta artepurista a un desencanto que es tanto histórico como personal, es decir, público y privado. Otro elemento que lo vincula a la actitud decadentista es su fe desmedida en la materia como fuerza genesíaca. Precisamente, como señala Aníbal González, “la ideología literaria del decadentismo se apoya en una noción científica ampliamente diseminada a lo largo del siglo XIX: me refiero a la Segunda Ley de la Termodinámica, más conocida como el principio de entropía (según el cual, la materia tiende a pasar espontáneamente de estados de alta energía y organización a estados de baja energía y mayor desorganización)” (83). De esta forma, la esencia del Himno a la materia no reside únicamente en la celebración de la materia, como fuerza creadora primordial, sino en el planteamiento de un conflicto ontológico entre la visión romántica de Domínguez y el presente histórico. Por lo tanto, no se trata de materialismo, a pesar de que la materia sea el eje del poema, sino de decadentismo, que es una consecuencia del progreso, un elemento inherente a la modernización, tal como lo percibieron los modernistas. En el poema de Domínguez, la materia es “principio y fin”, es decir, un ciclo percibido a través de lo que Matei Calinescu denomina “me-


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táforas biológicas” (156). De hecho, la base discursiva del Himno a la materia la constituye el empleo de la metáfora biológica. Así, los diferentes estados de la materia corresponden a los ciclos de la naturaleza: “la vida universal… es como un inmenso genesíaco río” que fecunda el seno de la materia con su germen para que nazcan nuevos seres (12). En cierto sentido, Domínguez hace una relectura del imaginario biológico del discurso positivista de Soto, quien ligaba sus metáforas sobre el potencial industrial de “los grandes recursos naturales” del país a la idea del progreso. Precisamente, la percepción biológica del progreso del poema de Domínguez le sirve de contrapunto a la visión tecnológica o capitalista del progreso impulsado por los intelectuales liberales. Para Soto, el progreso genera no sólo un desarrollo económico, sino también un crecimiento intelectual; estos dos elementos van a la par y son esenciales para construir la nueva nación. El desengaño vendrá más tarde con las falsas promesas desarrollistas de las compañías bananeras, pero son los jóvenes modernistas, como Juan Ramón Molina (1875-1908) y Froylán Turcios (1875-1943), quienes se enfrentan a la caída de esta utopía. Por su parte, Domínguez asume el fracaso de la utopía liberal desde una perspectiva ontológica, es decir, como una crisis personal e intelectual; en otras palabras, como una forma de decadencia. Incluso, podría decirse, siguiendo a Calinescu, que Domínguez “experimenta los resultados del progreso con un angustioso sentimiento de pérdida y alienación”. Esto coincide con el hecho de que, como señala Calinescu, la crítica del mito del progreso comienza en el romanticismo y se agudiza en las últimas décadas del siglo diecinueve. Por lo tanto, “el progreso es decadencia y la decadencia progreso” (156). No hay duda de que, en tanto creadores, los jóvenes liberales y luego los modernistas hayan concebido este período de crisis como una decadencia cultural. Domínguez quizá lo haya visto como un período de decadencia con posibilidad de regeneración: “en tanto que quizás en otros cielos/nuevos mundos se forman donde pronto/ brotarán nuevos seres” (13). Es decir, Domínguez lo percibe como un ciclo biológico, en el que incluso su muerte, como se ve hacia el final del poema, es parte del ciclo natural de la materia: “¡Y pensar que muy pronto yo si acaso… dejaré de alentar para perderme/y


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fundirme en tu seno hecho partículas/que al combinarse darán vida luego/ora a viles insectos y gusanos,/ora a yerbas y arbustos!” (13). Por lo tanto, para Domínguez, la materia no está “in statu, sino in motu” (155). Esto lo diferencia de Molina, para quien la decadencia es un estado final, irreversible, sin posibilidad de redención. Lo que ocurre es que Domínguez se enfrentó al mito del progreso, pero no al mito de la modernidad, que, en palabras de Molina, es “una época de fuerza y exterminio”. Por ende, para Molina, la decadencia “se vuelve —como señala Calinescu— conscientemente moderna” (157). Una gran diferencia entre ambos poetas es la actitud con que definen su persona pública: el repliegue personal e intelectual de Domínguez contrasta con el enfrentamiento abierto de Molina. Aunque las ideas de ambos poetas sean más estéticas que políticas, Molina empleó la crónica como un espacio público, es decir, como el espacio de expresión de su persona pública, mientras que su poesía seguía siendo un espacio privado. Domínguez, por su parte, no tuvo tiempo de ejercer la crónica. De hecho, su obra es mucho más escasa que la de Molina. Sus ideas políticas, más bien, se convirtieron en preocupaciones intelectuales que manifestaba en su poesía; como señalé, su “ideario” político (o su “social pelea”, como la llamaba) es concebido como una “misión” que expresa en “La musa heroica”. Así, en el Himno a la materia, la decadencia está ligada a un conflicto ontológico, producto de un desencanto existencial (y amoroso) y una frustración intelectual; esta última, como he señalado, tiene que ver con el fracaso de la Reforma Liberal y el subsecuente relegamiento de los jóvenes intelectuales, que tanto empeño e ilusiones habían invertido en la utopía de una nueva nación. Por lo tanto, el decadentismo de Domínguez está estrechamente vinculado a la pérdida personal de su esfera pública. Como señala Aníbal González, el decadentismo romántico “fue una actitud de repliegue, de retirada estratégica, por parte de algunos literatos a quienes preocupaba hondamente esta pérdida de autoridad y que deseaban crear para la literatura un territorio autónomo, un espacio privilegiado” (84). Ésa es, precisamente, la función que cumple el poema de Domínguez; su himno es una respuesta purista, una toma de posición, no política, sino literaria, ante la crisis del presente. La “pérdida de autoridad” ocurre en un presente que es


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inferior y corrupto, tal es su grado de degeneración: es una época de “cadáveres helados e insepultos” (13). La única salida, es decir, la única forma de trascenderlo es la muerte —o el suicidio, en el caso de Domínguez—, concebida como un estado de regeneración. Además, esta idea de regeneración (“la muerte para ti es acaso como un abono que te das a ti misma”) está basada en una percepción judeocristiana (y lineal) del tiempo, ya que la decadencia, producto de la degeneración, es el “angustioso preludio del fin del mundo”, como señala Calinescu (153). Al asumir este conflicto, Domínguez se acerca —o quizá intuya, pero sin llegar a definirlo— a lo que Calinescu llama “un concepto metafísico de la decadencia” (152). Esto permite que la materia entre al terreno de la utopía, con lo que Domínguez le sigue siendo fiel a su ideario romántico. Precisamente, su andamiaje retórico se sustenta en un romanticismo asumido desde una perspectiva positivista. De esta forma, Domínguez se desvincula del romanticismo becqueriano, que fue la base del primer modernismo, y se acerca a la estética de este último, pero sin llegar a asumirlo. Por lo tanto, en una época —principios del siglo veinte— en que el modernismo entraba a una etapa de redefinición tanto estética como política, Domínguez produce un poema que intenta ser una summa de la estética anterior —neoclásica por la forma y romántica por el espíritu—, y que se convierte, sin que su autor lo haya previsto, en punto de partida de una tradición que definirá el desarrollo de la poesía hondureña del siglo XX. De hecho, la obra de Domínguez adquiere un carácter fundacional, pues es el primero en enfrentarse a una escisión entre dos proyectos: uno público y el otro privado, que han marcado nuestra literatura; el primero lo asumió durante la fiebre de la Reforma Liberal y el segundo después del fracaso de este proyecto. Además, esto generó una dualidad expresiva en la que la poesía cumplía la función de espacio para los grandes temas nacionales, a la vez que seguía siendo el género privilegiado para la expresión de temas estrictamente personales y, casi siempre, puristas. El modernismo llevó más lejos esta dualidad, a tal grado que mientras la prosa se ocupaba de los grandes temas públicos, sobre todo para denunciar la presencia norteamericana en la región, la poesía siguió siendo privada. Este legado fue esencial para la aparición del discurso comprometido en la


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década del sesenta. Para bien o para mal Domínguez se quedó al margen del modernismo, a pesar de que le interesaban los conflictos planteados por sus contemporáneos, especialmente Juan Ramón Molina y Froylán Turcios. Lo negativo de esta adhesión a medias fue que el discurso poético de Domínguez clausuró un siglo, es decir, sus tendencias románticas, pero no logró abrir un nuevo siglo porque no asumió en su totalidad los preceptos modernistas. Cabe especular que otro habría sido el destino de Domínguez si no se hubiera suicidado en 1903. A Domínguez no le es posible tener una dimensión clara ni de la estética modernista ni de los conflictos que planteaba la modernidad. Su punto de encuentro con los poetas modernistas de la época reside en la afirmación de la personalidad del artista frente a una realidad cada vez más amenazante y difícil de aprehender. De ahí que del romanticismo partan los dos grandes discursos que definen a la literatura hondureña: el amoroso y el sociopolítico. Esto tiene que ver con el hecho de que nuestro romanticismo, más que un movimiento, es una actitud, es decir, una toma de posición —estética, ontológica y/o sociopolítica— que no se desarrolló en una época específica sino que se ha extendido a lo largo de más de un siglo; por eso reaparece, incluso, en la obra de autores contemporáneos. Esta continuidad se debe, sobre todo, a que en la literatura hondureña, especialmente en la poesía, abundan las transiciones generacionales. Precisamente, como he señalado en un estudio sobre el modernismo, la poesía hondureña carece de una actitud de enfrentamiento generacional, de reacción de un movimiento literario respecto a sus predecesores. Se trata de una literatura sin parricidios, en la que los jóvenes en ninguna época han asumido con claridad y determinación esa actitud que Monsiváis señala a propósito de los jóvenes escritores mexicanos de varias generaciones: “Si no somos distintos al pasado inmediato nunca habitaremos el presente” (54). Por el contrario, la literatura hondureña, en general, está plagada de transiciones generacionales. La convivencia, en una misma época y en los mismos espacios intelectuales, de poetas que supuestamente pertenecen a distintas generaciones ha hecho posible una transición sin violencia entre diferentes estilos y perspectivas éticas y estéticas. Al único extremo que se ha llegado es al ataque personal, que a pesar


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de su virulencia no ha impedido el traspaso de influencias y credos literarios. Hay varias circunstancias que explican esta actitud, es decir, la falta de una tradición de la ruptura. Por una parte, se debe a la longevidad de las dos estéticas que marcaron nuestra literatura durante el siglo XX: el romanticismo, filtrado a través del modernismo, y la poesía militante. A propósito, como parte de su carácter fundacional, en el romanticismo se descubren dos temas civiles casi ineludibles en la literatura hondureña: la Patria y Francisco Morazán; sobre este último han aparecido antologías completas, varias novelas y libros de ensayo. Volver a estos temas es parte de una necesidad ontológica que busca definir la identidad nacional o la hondureñidad a partir de eventos históricos que quizá nunca pierdan vigencia. Cabe mencionar que Morazán, el hombre y el mito, es el símbolo esencial de una identidad posible que el hondureño siente que le fue arrebatada en el siglo XIX y a la que todavía se siente con derecho. Por lo tanto, Morazán se ha convertido en lo que Frederic Jameson califica de “una alegoría nacional” (78) en la que se proyectan las aspiraciones, no del todo definidas, de una colectividad. Al carácter heroico de su utopía unionista se suma la dimensión casi mítica de su muerte: después de ser traicionado por los conservadores, fue fusilado en Costa Rica, y él mismo dirigió al pelotón; como señala Rómulo E. Durón en un texto de fines del siglo XIX: “Mandó preparar las armas; se descubrió, mandó apuntar, corrigió la puntería, dio la voz de fuego y cayó. Aún levantó la cabeza sangrienta y dijo: estoy vivo. Una nueva descarga lo hizo expirar”. Debido a estas circunstancias, su muerte se ha convertido en un hecho esencial en la conciencia histórica nacional. Esto permite que la discusión trascienda el ámbito meramente intelectual y adquiera los visos de una preocupación ciudadana. Al ser transformado en discurso, dentro del gran registro que define nuestra nacionalidad, el nombre de Morazán entra fácilmente en el espacio de la manipulación y, de hecho, demás está decir que desde ese mismo nombre, plagiado por la demagogia, se han ganado elecciones presidenciales. Por consiguiente, tanto en los temas amorosos como en los civiles parece que la poesía hondureña se ha visto obligada a pagar una deuda histórica con el siglo XIX. Como señalé, los conflictos del presente hacen que se vuelva a los temas civiles


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decimonónicos por una necesidad ontológica de redefinir la hondureñidad. Ante esa necesidad intrínseca del hondureño de definir una identidad que siempre ha sido elusiva, la respuesta de Domínguez es un himno que aspira a la totalidad; esta percepción del poema como summa es característica del decadentismo, pues se trata, como menciona Aníbal González, de “un deseo de recobrar y recapitular toda la historia anterior de la literatura” (85). En esto también reside el carácter fundacional de la obra de Domínguez dentro del canon nacional, ya que, como señalé, canaliza las tendencias decimonónicas en el espacio de la modernidad. En “Por qué se mató Domínguez”, dice Juan Ramón Molina que “Domínguez fue un poeta esencialmente idealista, en un tiempo en que la poesía, por su roce más íntimo con la ciencia, tiende a ser profundamente real, sin que por eso pierda su color o sensibilidad”. Luego, lo llama “un poeta de transición” (19). La poesía “real” a la que se refería Molina era la modernista, en la que ya no se admitía el idealismo romántico, pues el poeta había sido desengañado y podía enfrentarse a esa “época de fuerza y exterminio”, que, dicho sea de paso, acabó con el mismo Molina. Es decir, la poesía era real, no idealista ni purista, en la medida en que reflejaba el conflicto del hombre frente a la modernidad. La actitud que favorece Molina es la del desafío más que la de la conmiseración; de esta rebeldía surgieron actitudes que van de la pose aristocrática al discurso político. Ante el rechazo del medio, el poeta modernista asumió la pose romántica y se volvió héroe. Para el caso, Molina tiene mucho de la pose duelista del mexicano Salvador Díaz Mirón; se dedicó al desafío, a la pose arrogante; llegó, incluso, a pasearse por Tegucigalpa en su traje de coronel, rango que obtuvo al participar en el alzamiento de 1903. Bajo el signo de la superioridad nietzscheana y el evolucionismo darwinista fue obligado a aislarse “soberbiamente en su cima, envuelto en su nube, de tal modo que no se digne ver a los genios municipales, acaparadores de gloria barata y al por menor…” (17). Lo curioso es que esta cita pertenezca al artículo de Molina sobre Domínguez, en el que, al analizar las causas de la tragedia del compatriota, confiesa sus propias angustias. Domínguez, dice, fue incapaz de asumir esa pose de soberbia porque era un “hombre manso de espíritu”. Además, continúa, un hombre de esas cualidades “es


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una especie de paloma entre aves de presa, y desde luego está condenado a perecer tarde o temprano, víctima de los demás o de él mismo” (19). Lo que ocurría era que, como he señalado, Domínguez carecía del temperamento y las estrategias necesarias para enfrentarse a los conflictos de la modernidad, ya que, como advierte Walter Benjamin, en Iluminaciones, “el verdadero sujeto de la modernidad” es el héroe, es decir, un poeta como Molina. Esto significa, continúa Benjamin, “que para vivir lo moderno se precisa una constitución heroica”, capaz de conquistar un espacio público o, al menos, sitios de asilo, tal como lo hicieron los modernistas. Las dos características que definen a este tipo de poeta son “las pasiones y la fuerza de resolución”, contrapuestas a las adoptadas en el romanticismo: “la renuncia y la entrega” (92), que, como sucedió en el romanticismo hondureño, acabaron en el suicidio. Por lo tanto, la imagen heroica de Molina proviene de esa concepción de Baudelaire según la cual el poeta se ve a sí mismo como gladiador. De hecho, como cita Benjamin de Gustave Kahn, “el trabajo poético se asemejaba en Baudelaire a un esfuerzo corporal” (86), lo que lo acercaba a esa idea de Poe de que la obra surge de un ejercicio físico de grandes exigencias intelectuales más que anímicas. Como Poe, Baudelaire se autodefine frente al espectáculo de la multitud, y ésta, dice Benjamin, “es el transfondo en el que se destaca el perfil del héroe” (92). Por lo tanto, frente a la gloria barata de los genios municipales, como dice en el texto sobre Domínguez, Molina reconoce esa diferencia que lo pone del otro lado y, fatalmente, lo obliga a vivir en un constante acto ceremonial; a través de su persona pública, Molina sobrelleva esa actitud desafiante y crítica que Domínguez no tenía temperamento para asumir. Si Molina lo considera “un poeta de transición” es porque Domínguez es un poeta entre dos siglos. Éste no es precisamente su dilema, pues su Himno a la materia clausura el siglo XIX y lo pone a las puertas del modernismo. Así, se vuelve un poeta más que entre dos épocas, entre dos sensibilidades —la romántica y la modernista—, que sólo llegaron a separarse en la poesía hondureña de los años sesenta, en la generación que creció y se formó en el espacio de una nueva dictadura. Sin embargo, Domínguez no asume este enfrentamiento, pues tanto la nueva estética como los conflictos que supone


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todavía no están del todo definidos. A estas alturas de su vida, Domínguez se sentía desvinculado de todo lo que lo ligara a un mundo que lo había desengañado. Además, con el fracaso de la Reforma Liberal había perdido su persona pública y con ésta la concepción de la poesía como un apostolado laico. Al haber perdido la fe en la eficacia “heroica” de la poesía, sólo cree en una realidad abstracta, es decir, purista, en la que busca plantearse sus propios dilemas ontológicos. Dentro de la tradición literaria nacional, su obra constituye un discurso que desde sus raíces románticas no es capaz de enfrentarse a la problemática de la modernidad; esa tarea le correspondió al modernismo. Precisamemte, este apego no sólo a una estética sino también a una actitud decimonónicas hizo que bien entrado el siglo muchos de nuestros poetas no renunciaran a un discurso individualista de corte romántico, pues éste, como señala Rama en Las máscaras democráticas del Modernismo, “fue su modo de aferrarse a la vieja concepción cultural del yo en que se habían formado desde la infancia y que no querían perder” (65). Por lo tanto, se trata de una percepción romántico-modernista de la figura del poeta como un alma sensible que, a pesar de estar obligado a convertirse en una persona pública, se ha apegado al credo del silencio y la soledad. Tanto Domínguez como los poetas modernistas encontraron en esta estética privada la seguridad y el mundo reconocible que no les ofrecía la época turbulenta en que vivieron.

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La fotografía como lugar: el intelectual y la definición de la identidad en Puertorriqueños de Rodríguez Juliá La intrahistoria y la memoria de los fragmentos Un importante número de las ficciones históricas que han visto la luz en las últimas décadas, al transformar los modos mismos de representación de la historia, proponen nuevas formas de reconstruir las identidades colectivas. En contraposición a las novelas históricas de principios del siglo XIX, que acompañaron el proceso de construcción de los estados americanos, las llamadas “nuevas novelas históricas” de fines del siglo XX parecen cumplir una función deconstructiva de la Historia oficial. La apuesta de esta nueva narrativa por la hipérbole, la relativización carnavalesca, el gesto irónico, el predominio de la subjetividad, el cuestionamiento del progreso histórico y la metaficcionalidad, permite un vuelco apreciable en los modos de ficcionalizar la memoria colectiva (Pons 17)1. En este 1 La presente producción de ficciones históricas puede ser entendida como una de las formas en que se manifiestan los “trabajos” de la memoria que la constitución de toda identidad supone. En Theatres of Memory (1994) Raphael Samuel acude a la noción de “trabajo” para dar cuenta del fenómeno de la memoria no como un resultado inmediato, sino como el producto de una práctica social formadora que se apropia del pasado según modalidades específicas. Por otro lado, Michael Pollak (1992) entiende los trabajos de la memoria como condición necesaria para pensar la noción de identidad porque la memoria es un elemento constitutivo del sentimiento de identidad, tanto individual como colectivo, en la medida en que es un factor extremadamente importante para el sostenimiento de la continuidad y de la coherencia de una persona o de un grupo en su reconstrucción de sí mismo.

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sentido, por su carácter heterogéneo, que abre las puertas a una multiplicidad de voces y discursos –periodístico, literario, político, histórico—, algunos novelistas contemporáneos se han valido del registro de la crónica, alentando una verdadera contaminación genérica. La obra de Edgardo Rodríguez Juliá (1946- ) constituye un claro ejemplo de la tendencia intrahistórica en tanto sus crónicas abordan el pasado demorándose en la pequeña historia y “…permiten la entrada a lo disonante, a la confluencia de diversos géneros, voces, poses, y a la carnalidad verbal (…) en donde el texto es concebido precisamente en su carácter de tejido, de entrecruzamiento de hilos…” (Martell Morales 80). Dada su enorme difusión en la prensa periódica, las crónicas tienen una importante incidencia en la constitución de un imaginario cultural y resulta relevante tenerlas en cuenta a la hora de considerar cualquier política identitaria o de memoria. En una entrevista con Julio Ortega, realizada a principio de los años noventa, Rodríguez Juliá insertaba su obra dentro de la tradición de intelectuales puertorriqueños que, de manera especialmente obsesiva, buscaron respuestas al problema de la identidad, pero pensaba su propia intervención como una ruptura respecto de esas anteriores formas de pensar lo puertorriqueño. Para Rodríguez Juliá, al igual que otros escritores de la generación del 70, su escritura constituía un desafío al canon “paternalista”, porque su incorporación del lenguaje callejero iniciaba vías de hibridación discursiva que permitían parodiar los paradigmas de la gran familia característicos de la retórica del nacionalismo cultural institucionalizado con la llamada “Generación del 30”. En todo caso, en la obra de Rodríguez Juliá el registro de los diversos matices del mundo de la oralidad conforma un discurso intrahistórico que amplía el rango de lo puertorriqueño, a la vez que “bucea en la personalidad puertorriqueña” a partir de nuevas formas narrativas (123-124). Una de esas formas es la crónica, verdadera médula del quehacer narrativo de Rodríguez Juliá quien la concibe como un modo de “ir a la calle” para dar cuenta de manera directa de los cambios sociales, en un ejercicio de la observación que no excluye la imaginación (Ortega, 125). De manera particular, su obra Puertorriqueños (1988) evidencia el carácter impuro de la crónica: el texto es un gran collage que reúne fotografías, citas fílmicas y musicales, junto


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con el registro de voces populares y referencias literarias, articulados en el ensayo, la interpretación, la evocación de la propia infancia y un discurso de memoria. Debido a su ambigüedad genérica, la crónica-novela Puertorriqueños permite interesantes reflexiones sobre el rol de la literatura en la elaboración simbólica del pasado y en la construcción y reconstrucción de la memoria. A partir de la estructura del álbum de Puertorriqueños, Rodríguez Juliá relaciona pasado y presente en la lectura de las distintas fotografías que actúan como verdaderos “soportes”para un discurso de memoria. En este ensayo quiero detenerme en las maneras en que Rodríguez Juliá utiliza esas fotos como lugares de memoria, en la ambigüedad de sus lecturas y en los vínculos que éstas establecen con el pasado. Considerar los lazos que, a partir del álbum, se tejen entre memoria individual y memoria colectiva, y entre la identidad de la familia y la identidad de la nación, permite entender tanto los contenidos de la propuesta representacional de Rodríguez Juliá, como el lugar que dicha propuesta articula para su función de intelectual.

La fotografía como lugar y el álbum como historia espacial Puertorriqueños se presenta como una crónica sociocultural que arranca en 1898 con la invasión americana y llega hasta la actualidad. El subtítulo del libro nos advierte que se trata de un álbum de la sagrada familia puertorriqueña y, en parte, esto es cierto. El texto tiene como origen una exposición, el Álbum de Familia, que el fotógrafo Antonio Martorell había presentado en 1978. A las fotografías de la exhibición, Edgardo Rodríguez Juliá agregó fotos de su propio álbum familiar y elaboró una narración a partir de la lectura de esas imágenes, haciendo que las “poses” se convirtieran en “voces”, en el intento de “recuperar nuestra intrahistoria sentimental” (9). Pero, ¿por qué una narrativa intrahistórica? ¿Por qué ver los cambios y permanencias desde la esfera de lo privado? Porque, según Rodríguez Juliá, “Puerto Rico sufrió la Historia” y la única manera de restituirle su historicidad es buscar en esas fotos los gestos, las poses, los modos de presentarse ante el otro que “hablan” de una forma de ser en el mundo y establecen tipologías de lo puertorriqueño.


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En Postmodern Geographies Edward Soja propone un paradigma de pensamiento sensible a la espacialidad de la vida social, una conciencia teórico-práctica que inserta al ser social no sólo en el proceso de cambio histórico, sino también en la producción social del espacio. Así, la configuración de las subjetividades se ubicaría “…in the interplay of history and geography, [where] the ‘vertical’ and ‘horizontal’ dimensions of being in the World [are] freed from the imposition of inherent categorial privilege” (11). De manera particular, la narrativa de Puertorriqueños se inscribe en este paradigma en tanto los vínculos entre espacio y tiempo se establecen, en primer lugar, al nivel de la estructura, ya que el relato se arma principalmente a partir de la escritura de algo que se está mirando. Se puede decir que Rodríguez Juliá conserva el género de la crónica redefiniéndolo. Si el cronista era aquel que recorría el espacio trabajando sobre la mirada, observando, registrando y testificando de modo privilegiado los cambios urbanos, aquí ese recorrido lo realiza un narrador que da vuelta a las páginas de un álbum de fotografías e hilvana la “lectura” de esas imágenes con una crónica de los cambios físicos y sociales de la ciudad. Michel de Certeau sostiene que las historias definen y regulan los lugares porque el recurso de la descripción los representa de maneras particulares, a la vez que la misma narración nos transporta por ellos de un cierto modo, sea físicamente con indicaciones reales, o metafóricamente a través de descripciones o rutas que nos permiten desplazarnos por esos escenarios. Así, tendremos distintas perspectivas o conocimiento de los espacios según cómo ellos se nos hayan presentado y según cómo hayamos sido dirigidos a través de ellos. El álbum de Puertorriqueños puede pensarse como un caso particular de estas “historias de viaje” concebidas por Michel de Certeau, como un recorrido en el cual el espacio se presenta de diversas formas. En primer lugar, es el narrador cronista quien se ocupa de realizar un registro denso de la vida urbana y sus cambios. En Puertorriqueños, el desarrollo urbanístico se evidencia en las mudanzas de los sujetos retratados (“Pasaron los años y la finquita de Julio fue rodeada por urbanizaciones, avenidas, centros comerciales y boleras”, 148) y del mismo autor (“Habíamos pasado de la calle a la avenida, del ámbito del vecindario donde todos se reconocían a ese


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espacio abstracto y anónimo donde el único afán es el tránsito, el movimiento de un sitio a otro sin cuido ni mirada”, 162). Las nuevas interacciones entre las clases a partir de la introducción del automóvil (128), la naciente dicotomía entre los barrios y los country clubs, la cultura del motel y las tribus urbanas (159) son otras de las transformaciones que señala la escritura fragmentaria de Puertorriqueños. Este conjunto de crónicas va hilvanando fragmentos de la experiencia de distintos grupos sociales y sus usos particulares de los espacios no sólo públicos, sino también privados. A su vez, las apropiaciones y redefiniciones que los sujetos realizan del espacio se asientan en el carácter heterotópico de los mismos. Así, por ejemplo, las fotografías del subway y la azotea buscan situar físicamente la utopía de la inserción social de los inmigrantes puertorriqueños en Nueva York (153). La interacción entre el espacio y el ser social rebasa el fenómeno de la apropiación consciente del espacio como signo de conquista social. La sola vivencia del espacio urbano repercute en el desarrollo de la subjetividad de los puertorriqueños retratados. En la misma foto de la azotea, “… la mujer joven, asume una pose casi amanerada porque su biografía, la experiencia en la ciudad, la obliga a ese gesto a la vez altivo e inseguro…” (155). En Puertorriqueños los comentarios y digresiones del cronista no son la única forma en que se presentan construcciones ficcionales del espacio. La fotografía misma se erige en un “espacio”, su selección y ordenamiento en un álbum es la configuración de un “recorrido” y la lectura que se hace de éstas son “apropiaciones” de esos espacios que los transforman en verdaderos “lugares” para la memoria. Según el mismo Rodríguez Juliá, “la foto es la geografía del recuerdo; el álbum viene a ser el mapa, el comentario anotado de esa geografía” (80). El álbum puede ser un mapa de muchas cosas pero, primero y fundamentalmente, lo es de la identidad familiar. Es muy probable que la imagen que todos tenemos de nuestro pasado familiar provenga de una foto. Desde fines del siglo XIX se dio una verdadera exaltación del sentimiento familiar y, como orgullo y fundamento de la sociedad, la familia encontró en los mismos inicios de la fotografía su medio más amplio de constatación. Gracias a la profunda demanda de identidad del universo familiar, en la primera mitad del siglo


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XX, el retrato fotográfico logró una difusión inusitada que lo convirtió en un objeto corriente en los hogares de los más variados grupos sociales. Nada más provocador de la curiosidad que los retratos familiares. Las fotos familiares, cuidadosamente ordenadas en un álbum, son un tesoro de memoria. Tesoro que es cultivado con recelo y repasado en la intimidad; el álbum familiar se comparte con los parientes más próximos, y como demostración de aceptación, se enseña a quienes aspiran a anudar vínculos con la familia. Según Irene Jonas (1996), las fotos de los álbumes de familia deben entenderse en el cruce entre “las inclinaciones subjetivas de los individuos y la reproducción de los modelos sociales” (105) porque lo que se está fotografiando no son meramente individuos en su particularidad singular sino más bien papeles sociales. Al repasar las fotos familiares, observamos que éstas constatan de manera privilegiada los rites de passage que vive cada individuo y cada familia en los distintos momentos de su desarrollo. Se fotografía lo consagrable, la práctica fotográfica tiene como función principal solemnizar y hacer perdurables los grandes momentos de la vida familiar; reforzar, en suma, la integración del grupo, reafirmando el sentimiento que tiene de sí mismo y de su unidad. En este sentido, asegurando una memoria de la identidad y del valor del grupo, el álbum es un objeto esencialmente normativizador que selecciona y fija aquello que merece ser conservado e integrado a la memoria familiar (108). Por otro lado, según Jonas si en contraposición a las “fotos solemnes” en décadas más cercanas la familia ha privilegiado las “fotos afectivas” esto no supone una eliminación del elemento normativizador porque el álbum es una mise-en-scene que atestigua que “todo está bien” y el criterio que subyace a la selección es el de “registrar los buenos momentos” que permitan la evocación de la felicidad. Está claro que el álbum es un mapa de la identidad familiar, pero Puertorriqueños ofrece algo más porque se presenta como el álbum de todos, el álbum de toda la “sagrada familia puertorriqueña”. Rodríguez Juliá piensa la nación desde el modelo familiar y adivina ese mundo familiar a través de la lectura de sus modos de representación fotográfica. En este sentido, siguiendo la “retórica del caminante” decertauniana, las lecturas de Rodríguez Juliá son verdade-


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ras “prácticas espaciales” que configuran cierta escritura de la “historia” no sólo familiar, sino también nacional; una historia que no de manera casual comienza en 1898. Pero, ¿cómo se escribe esa historia?, ¿qué tipo de vínculos con el pasado se establecen a partir del doble registro de lo visual y lo narrativo? ¿De qué maneras entrelazan las lecturas de Rodríguez Juliá esos dos niveles en la articulación de un discurso identitario? ¿Cuál es el lugar que Rodríguez Juliá reserva para sí como “intelectual en dicho discurso?

La(s) lectura(s) de Rodríguez Juliá ¿Qué produce el deseo de ver fotografías y que algunas nos agraden y otras no? Desde el campo del psicoanálisis, Sigmund Freud concibió el deseo de mirar, la scopophilia, como un fenómeno propio de la psicología individual, una necesidad del lector de mirar para autoidentificarse narcisísticamente con el objeto mirado. En La Cámara Lúcida (1980), su expresiva despedida intelectual, Roland Barthes se hizo una pregunta similar –¿de qué manera es leída una fotografía?– pero articuló otra respuesta: no deteniéndose en los grandes procesos del relato, sino en las partes en que se “levanta la cabeza”. Según Barthes, la percepción de una fotografía posee dos instancias: una que denominó el “studium” que es una visión de la información general de la imagen, una cierta observación macro, referencial; y una segunda instancia que denominó “punctum”, ese detalle innombrable, indefinible que hace especial una fotografía, ese pinchazo que adviene a perturbar, que punza nuestros sentidos y causa la mirada (89). No todas las fotos poseen un punctum, sólo aquellas que provocan nuestra mirada son las que desencadenan la aparición del deseo; de modo que el punctum se añade a la foto con la lectura, en el acontecimiento mismo de la lectura2 (89). 2 Para Roland Barthes (1992) la lógica de la lectura es diferente de las reglas de composición; mientras estas últimas pasan siempre por un modelo deductivo, racional, por su parte, la lógica de la lectura es dispersa. El texto tiene una energía disgresiva: junto con la lógica de la razón se mezcla una lógica del símbolo que disemina, una lógica asociativa que vincula ese texto con otros materiales, otras imágenes, otras significaciones (12-20).


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En las primeras páginas de su libro, Rodríguez Juliá declara que su abordaje a la fotografía privilegiará la nostalgia que supone evocar, “rescatar apasionadamente para el presente el aroma mismo de lo ya vivido”, por sobre un ejercicio de recordar que convierte el pasado en objeto. Más adelante, sin embargo, sostiene que la recuperación del pasado será sometida “simultáneamente a la burla y la compasión” (11); lo que deja entrever que sus lecturas de las fotografías supondrán distintos modos de concebir el tiempo y los vínculos entre pasado y presente. En las operaciones de lectura de las fotografías, el narrador de Puertorriqueños produce un doble movimiento de identificación y distanciamiento al presentar un marcado afecto melancólico por el pasado que convive con cierto desafecto producto de la lectura irónica de alguna de las imágenes. Las fotografías funcionan como “soporte” para el acto de rememoración porque ante cada imagen el narrador-lector señala la ceremonia de la evocación: “… ¿Cómo era la textura de su vida antes de ese encuentro? Adivinemos algunas claves, evoquemos aquella época ya un poco lejana…” (169). Sin embargo, en un segundo movimiento, el narrador busca “hacer hablar” otras fotografías de otra manera, intenta convertir las poses en voces para “explorar casi arqueológicamente una motivación quizás ya borrada en el tiempo” (12), convirtiendo, de esta manera, a la fotografía en un documento, en una prueba de un modo de ser en el mundo. Es en este segundo tipo de lectura que Rodríguez Juliá establece una distancia y articula una mirada crítica al puertorriqueño, llamando la atención sobre el acto de enunciación de la pose y destacando la “función emblemática del retrato”. En diversos pasajes el narrador señala que la pose es una cierta actitud del retratado ante la cámara, una voluntad de apariencia que habla tanto de los códigos de los afectos y de la clase (“Posar es un acto de fundación. Al posar fundamos nuestra presencia en el mundo, validamos, a través de la imagen, nuestra particular parcela en la sociedad (…) La pose es un decir autobiográfico desde las condiciones de clase” [15]) como de los ritos sociales de pasaje que marcan, por ejemplo, la pureza de las mujeres decentes (la comunión, la presentación en sociedad a los 15 años, el casamiento, la maternidad). Si aquí la foto se constituye en testimonio, la narrativa adquiere los rasgos de un ensayo o de una


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crónica histórico-social. La operación de lectura es similar a la de un historiador, Rodríguez Juliá entiende las fotografías como hitos de la realidad y del mito de la familia burguesa. De manera sugerente, los retratos son interrogados en su discurso explícito y en sus narrativas excluidas: las fotos del casamiento sirven para dar cuenta de una realidad del matrimonio que incluye a las “queridas”, mientras que las fotografías masculinas del capítulo “sobre galanes, soldados y pavos reales” sirven para dar cuenta de la pervivencia del machismo en la sociedad puertorriqueña a partir de sus sutiles redefiniciones (101-111). La focalización de Rodríguez Juliá en la pose pone en cuestión la naturalidad de esas imágenes y realza, por el contrario, su carácter de representación o de artificio. De esta manera, a través de las fotografías, la rememoración nostálgica del intenso paisaje de su infancia y adolescencia es contrarrestada por miradas del presente en donde se señala una dinámica de construcciones y superposiciones de sentido que otorgan al discurso final una entidad más compleja que un discurso meramente nostálgico. Sin embargo, la ironía y la compasión, la cercanía y la distancia con respecto a las distintas fotografías, no se reparten de manera azarosa en Puertorriqueños. En las lecturas de Rodríguez Juliá conviven, alternativamente según la fotografía, una mayor atención al “studium” o al “punctum”, donde el primero designa esa sana curiosidad o interés cultural por una fotografía a la manera de un documento histórico, en tanto el segundo es más bien una cualidad punzante emanada de la misma imagen fotográfica y que, cual flecha, impacta al “sujeto mirante” hasta ámbitos muy profundos de su subjetividad (Barthes, 64-65). María Caballero Wangüemert plantea que en Puertorriqueños el relato fotográfico es un todo autárquico (1992, 370). Sin embargo, Aurea María Sotomayor (1992) ha puesto en evidencia que las lecturas de Rodríguez Juliá no sólo buscan atraer nuestra simpatía, sino que de cierta manera se nos imponen. Según esta autora, en Puertorriqueños los lectores no miran, sólo leen y leen lo que informa el ojo narrador porque la imagen se ve abolida en su pasaje a la verbalización (126). Ciertamente, el código lingüístico al que se traduce la imagen, ejerce una violencia porque el texto es un mensaje parásito


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que connota la imagen y le agrega otros significados3. Los comentarios de Rodríguez Juliá no son puramente referenciales; más bien, constituyen una retórica que dice qué ver y cómo verlo. La lectura del autor se revela autoritaria, sobre todo, cuando presenta análisis que no incluyen la reproducción de la foto, lo que imposibilita que el lector realice su propia interpretación. Además de incluir fotos de su propio álbum y fotos ajenas, representativas de la gran burguesía, la clase media o los sectores populares que inmigraron a Nueva York, Puertorriqueños presenta una pequeña historia de la fotografía en Puerto Rico. Esa historia, como el libro, se inicia con la invasión porque “con la llegada de los blondos eficientes la fotografía se extiende por todos los rincones del subdesarrollo puertorriqueño” (19). En esos pasajes, las imágenes se le presentan a Rodríguez Juliá en su carácter de “documento” asociado a las efemérides celebratorias y a la necesidad imperial de los Estados Unidos de objetivar la imagen del otro puertorriqueño. Esta lectura, realizada desde el presente, supone adosar a las fotos sentidos que sólo se adquieren retrospectivamente porque cada nueva mirada reinterpreta lo que en sí misma ya es una pose y, al valor denotado en el original, se superponen posteriores connotaciones sociales y de puntos de vista4: En ese niño vemos cierto desparpajo imperial: lo exótico le llena el ojo más de la cuenta, esa avidez antropológica no conduce a nada bueno, es la semilla misma del Imperio, o sea, redimir a las morenas razas inferiores. Pero lo más triste no es eso; lo más triste es que la nieta mulata de aquella negra pellejúa y huesuda de turbante y batea hoy comentaría, al verlo tan interesado en la parada, ¡qué americanito

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Según Roland Barthes (1970) describir una foto no supone “…tan sólo ser inexacto o incompleto, sino cambiar de estructura, significar algo distinto de lo que se muestra” (117). 4 En su estudio sobre la fotografía en la historia, Raphael Samuel (1994) demostraba la necesidad de considerar los significados que una foto adquiere retrospectivamente al señalar que “the power of these pictures is the reverse of what they seem. We may think we are going to them for knowledge about the past, but it is the knowledge we bring to them which makes them historically significant, transforming a more or less chance residue of the past into a precious icon” (328).


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tan mono!, ¡qué canito tan gracioso! Esa mezcla de inquietud infantil y admiración colonial por los cabellos blondos es fatal: fíjense bien que el perfil de ese niño sólo tiene un destino, el de gobernar a su curiosidad y antojo, algo así como la versión infantil y amenazadora de Teddy Roosevelt. (22)

Aquí, la lectura de la imagen supone no sólo un ejercicio de connotación perceptiva o cognitiva, sino también ideológica o ética. La interpretación de esta fotografía introduce razones o valores que tienen que ver con la necesidad del autor de explicar la pervivencia de la situación colonial de su propio país; por otro lado, el detenimiento en el rol de la mirada imperial en los inicios de la fotografía en Puerto Rico funciona metonímicamente con respecto de la mirada que el mismo cronista articula de los “otros” puertorriqueños. El cronista de Puertorriqueños refuerza la naturaleza ya parcial de todo álbum familiar porque el principio de selección y las operaciones de lectura de las fotografías suponen que el centro del relato es él mismo, su familia y su clase social. La existencia de ese eje desde el cual se narra se evidencia marcadamente en el modo en que el lector-cronista privilegia al punctum o al studium. Cuando, en la pose de una pareja de clase media, el cronista lee “una confianza ya no en un orden social inalterable, sino en la continuidad de la familia” (16) se presenta un análisis atento al studium que busca reforzar ese significado a partir de la inclusión, en el texto narrativo, de datos del contexto histórico cuando se sostiene que la pequeña burguesía vivía asediada por las transformaciones sociales impuestas a partir de la gestión de Muñoz Marín. Más adelante, analizando la fotografía de un grupo de mujeres que posa detrás de una bandera americana, el cronista lamenta el hecho de que el número haya suprimido la identidad en tanto “la fotografía ha borrado a la persona para convertirse en elocuente documento social” (21). Aquí, el pasado se presenta como ruina porque no hay nada en la imagen que permita al cronista establecer un vínculo afectivo o porque su lectura no puede encontrar el punctum. Al mismo tiempo, el lamento por la fotografía grupal evidencia una necesidad de “individualizar” propia de la burguesía; necesidad que privilegia, como contrapartida, los retratos. La violencia interpretativa se extiende también a lecturas previas. Cuando se nos presenta la “dignidad solemne” del retrato del


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manco Martín Cepeda, ésta se opone a la semblanza que había dado de él la crónica histórica y para “restituirlo a la familia puertorriqueña”, el cronista imagina que esa foto habla de un “narcisismo dandy, malevo y pendenciero, como si Martín saliera de su trabajo de plomero a tocar el piano” (28). Si es cierto que “llegamos a ser lo que vemos” (Debord, 211), entonces la invitación a mirar de Rodríguez Juliá es una aventura que le permite conocer no sólo al otro, sino también a sí mismo. Dentro del material empírico de Puertorriqueños, hay fotografías que tienen para el narrador connotaciones afectivas porque despiertan algún grado de interés y desasosiego, que en términos barthesianos podría sintetizarse en “… una disociación ladina de la conciencia de identidad” (1994:44). A diferencia de las fotografías de los “otros”, en las que el análisis privilegia el studium y la deconstrucción de las poses como signos de clase, en el análisis de las fotos familiares o de sectores sociales cercanos al autor, se presenta de manera privilegiada el punctum, ese algo indefinible que el cronista siempre traduce en tristeza. Llama la atención que la mayoría de los sujetos evocados revelen “cierta melancolía en la mirada”. La lectura de una foto de dos muchachas de clase media “… capta no sólo la personalidad y el gusto (la blanquita impasible de vestir decente, su amiga atenta a las poses a lo Jean Harlow, menos recatada en el uso de las telas y los cortes de traje…) sino algo muy indefinible, quizás la ancha luz de aquel mediodía, o cierta inminente tristeza por esa protegida juventud que ya tropieza con la vida” (64). Por el contrario, un análisis irónico desde el presente parece privilegiarse en la mirada de los otros cuando se señala tanto el snobismo de la clase alta que habla francés como signo de distinción, como el ordinario uso del español y del spanglish por parte de los sectores populares puertorriqueños: En esta foto las señoritas y los señoritos se han ido de picnic, de pasadía, de jira, de petit déjeneur sur la herbe. Lejos estamos de los campings con los hibachis repletos de pinchos y las neveritas Coleman, de esos ruidosos vacilones con J & B en la playa Piñones, el tocacintas Panasonic a to’meter y los cassettes de Cheo Feliciano siempre a mano. No veo ahí, entre la maleza, unos pampers disecados, o una siniestra bolsita corrugada de Frito Lay. (42)


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En su recorrido por el álbum, Rodríguez Juliá asume no sólo la calidad de “sujeto mirante”, sino que también se constituye en “sujeto mirado”. ¿Qué efectos produce la lectura de esas fotografías? Los resultados son paradójicos. Las fotografías de uno mismo tienden a devolver imágenes de personas que son como nosotros pero, al mismo tiempo, se produce un distanciamiento, un extrañamiento de ese otro pasado. La existencia de esta doble dialéctica por la cual la foto hace que el pasado sea, a la vez, menos y más remoto supone que la fotografía, como el espejo, es una heterotopía que conjuga simultáneamente una representación de lo real (hay allí una persona) y una irreal (no es más que un reflejo)5. En Puertorriqueños, cuando el autor se enfrenta a su propia imagen, la lectura se mueve entre en el desconocimiento de sí mismo (“Me enfrento a esa foto con una perplejidad irredenta. No recuerdo nada de ese día, pero ahí estoy. Pertenezco al retrato como si fuera personaje de una obra de ficción” [129]) y el otorgamiento de un aura (93-94). La mirada que se cierne sobre los retratos familiares condensa nostalgia y melancolía, sentimientos que no necesariamente adquieren la entidad de un discurso de memoria. En algunos casos la nostalgia se relaciona con los balances que los individuos hacen hacia el final de sus vidas en los que, generalmente, la reflexión los retrotrae a las etapas más tempranas de la existencia. La rememoración de los 5 En “Of Other Spaces” (1986) Michel Foucault considera que “[…] entre las

utopías y esos espacios enteramente contrarios, las heterotopías, cabría a no dudar una especie de experiencia mixta, mítica, (…) representada por el espejo. El espejo, a fin de cuentas, es una utopía, pues se trata del espacio vacío de espacio. En el espejo me veo allí donde no estoy (…) me permite mirarme donde no está más que mi ausencia (…) pero es igualmente una heterotopía, en la medida en que el espejo tiene una existencia real, y en la que produce, en el lugar que ocupo, una especie de efecto de rechazo: como consecuencia del espejo me descubro ausente del lugar porque me contemplo allí. Como consecuencia de esa mirada que de algún modo se dirige a mí, desde el fondo de este espacio virtual en que consiste el otro lado del cristal, me vuelvo hacia mi persona y vuelvo mis ojos sobre mí mismo y tomo cuerpo allí donde estoy; el espejo opera como una heterotopía en el sentido de que devuelve el lugar que ocupa justo en el instante en que me miro en el cristal, a un tiempo absolutamente real, en relación con el espacio ambiente, y absolutamente irreal, porque resulta forzoso, para aparecer reflejado, comparecer ante ese punto virtual que está allí.


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episodios de la infancia y de la adolescencia sugiere este escenario de balance por el cual a la “embarazosa precisión del recuerdo en el retrato de bodas” se contrapone la imprecisión de los retratos de los niños que sirven a la evocación sentimental y nostálgica de la familia (78). Según Rodríguez Juliá, “el recuerdo rescata con facilidad aquellos objetos o sucesos favorecidos por la ternura. Pero la fotografía también es un esfuerzo por conquistar la nostalgia, esa región utópica del recuerdo […]. Si no conocemos las claves de su significado convivencial, la foto suele convertirse en abstracción siniestra […]. Cuando la nostalgia fracasa, cuando la tierna relación del espectador con la foto no existe, permanece ésta como ruina de la memoria; ya está lista para transformarse en motivo de conocimiento histórico y social…” (80-81). De esta manera, se entiende que cuando el cronista dirija la atención a las fotos que adornaban la caseta del fotógrafo, señale el vínculo entre el anonimato y la muerte: esas personas retratadas eran fantasmas, las fotografías eran ruinas de la memoria porque, en su anonimato, eran signos mudos de sentimiento (91)6. El cronista de Puertorriqueños establece un diálogo con la memoria que fluctúa entre una mirada que juzga desde el presente, y que convierte a la foto en un medio de conocimiento, y la voluntad de resucitar desde la nostalgia un pasado en donde duermen los recuerdos. Es, sobre todo, en su énfasis en los retratos de familia en donde se presenta una conciencia del tiempo a partir de la figura de la pérdida 6

Toda imagen fotográfica nos presenta la paradoja de la discontinuidad. Entre el momento registrado y el momento presente en que miramos hay un abismo, la traumática discontinuidad creada por la ausencia o por la muerte, Por esto, el retrato se halla inexorablemente ligado a la noción del tiempo y de la muerte. La fotografía, dice Barthes, reproduce al infinito lo que únicamente ha tenido lugar una sola vez, y repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente. Al recoger una interrupción del tiempo, un instante ya irrepetible los retratos ponen de manifiesto la ausencia; de ahí el enigma y misterio que emanan. Según Walter Benjamin (1990) es en el retrato que “el valor cultual de la imagen tiene su último refugio (…) allí vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana” (31). También, en “Mourning and Melancholia” Sigmund Freud señaló que el álbum fotográfico es “a kind of elegy of the dead” porque el objeto amado retratado ya no existe y los vínculos que se establecen con él han sido irremediablemente cortados porque es tan imposible recuperar el pasado como traer los muertos a la vida.


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expresada en la marcada nostalgia con la cual el narrador rememora un mundo que está desapareciendo. Este sentimiento revela que el pasado no es aquí un preludio del presente, sino más bien una alternativa, un reverso, a éste. Analizando la lectura de los álbumes de familia, Raphael Samuel (1994) concluye que “nostalgia, or homesickness, is famously not about the past but about felt absences or ‘lack’ in the present. […] What seems to be involved in the case of old photographs is not so much getting back to the past […] but rather of creating a lost Eden” (356-7). En este sentido, cabe extender una operación crítica al presente para preguntarnos si la nostalgia que se cierne sobre las imágenes del álbum de familia forma parte de esas fotos o está, más bien, alojada en la mirada de Rodríguez Juliá.

De la memoria individual a la memoria colectiva, de la familia a la nación En Puertorriqueños las lecturas de Rodríguez Juliá ponen en tensión diversas concepciones de memoria. Ésta funciona a la vez como una imposible irrupción del pasado en el presente y como un discurso que no se termina de reconocer en su carácter de reconstrucción presente del pasado, como un fenómeno asociado a los sentimientos y a la privacidad de los individuos y como un fenómeno ligado a las representaciones colectivas. De manera intencional, Rodríguez Juliá busca que sus recuerdos sean también los recuerdos de un colectivo. Formalmente, la crónica-novela recupera el pasado no sólo a través de las fotografías, sino también mediante la utilización del collage. Asociadas al acto de rememoración, se presentan referencias a elementos de la cultura popular como figuras de la televisión y del espectáculo, canciones y títulos de películas que pueden ser reconocidos por otros grupos de la sociedad puertorriqueña. Por otro lado, Puertorriqueños se presenta tanto como el álbum de Rodríguez Juliá, ya que incluye sus fotos familiares, como el álbum de todos esos “otros”. En la lectura de las fotografías, el cronista utiliza siempre una primera persona inclusiva, como invitando al lector a mirar y a mirarse. Sin embargo, las líneas de separación entre el yo del autor, la identidad del cronista y la


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identidad de esos “otros” resulta deliberadamente ambigua. En Puertorriqueños el cronista construye una narrativa sobre la historia nacional a partir de la intrahistoria: “un día mi hermano me llevó a la barbería y pidió por mí un recorte militar, un crew cut. Aquella petición parece que no le hizo mucha gracia al barbero nacionalista…” (135). Aquí, lo público se observa desde lo privado, pero esa esfera privada es la del propio autor y, por tanto, el recurso a la intrahistoria anuda, en realidad, historia nacional y autobiografía. Tanto Aurea María Sotomayor (1992) como Rubén Ríos Ávila (1992) cuestionan la fuerte figura autorial de Rodríguez Juliá porque, al llevar su vida personal a emblema colectivo, se autolegitima en una operación en la que “el otro en el fondo existe para construir la pose del que escribe” (Ríos Avila, 1992, 56). Si la introducción de elementos autobiográficos otorga a Puertorriqueños cierto halo de autenticidad, la construcción de lo nacional a partir de la voluntad del autor de crear una confusión entre él mismo y los otros resulta problemática. Rodríguez Juliá no es uno más en la narración, es el escritor que en virtud de su posición puede analizarse a sí mismo y analizar a los otros, que puede organizar un mural de Puerto Rico a partir de los retazos de un álbum que no sólo es el suyo propio, sino que además constituye el símbolo de la clase media. Por otro lado, pese a las declaradas intenciones de combinar la ironía y la burla, la política de memoria que sostiene Puertorriqueños apunta a una compasión que es, en realidad, el ejercicio de autocompasión de un “nosotros” que se define a partir de los sectores medios a los cuales pertenece Rodríguez Juliá. Todo “trabajo” de la memoria supone una dinámica de ida y vuelta, un movimiento retrospectivo y prospectivo. La narrativa de Puertorriqueños adquiere esa temporalidad triple porque desde el presente histórico de su creación se interroga al pasado de la familia/ nación puertorriqueña en virtud de la necesidad de encontrar algún modelo para el futuro. El contexto que da lugar a este replanteo literario e historiográfico parece estar signado, por un lado, por la necesidad de encontrar una explicación para la situación colonial. En 1998, Rodríguez Juliá señalaba que “con esta reedición de Puertorriqueños se destaca ese centenario cuya celebración aún me resulta conflictiva. Sólo mediante el recuerdo de lo que hemos sido, de la manera


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más irreductible, podemos sobrellevar el hecho de la humillación colonial que se reinició en el 1898” (9). Por otro lado, la escritura de Puertorriqueños parece responder a necesidades del orden de lo personal, a una búsqueda que tiene que ver con el balance de la vida durante la mediana edad pero, fundamentalmente, con la voluntad de legitimar la función de Rodríguez Juliá como intelectual a partir de la definición y la escritura de la identidad nacional. Según María Julia Daroqui, “en el universo narrativo que se construye en Puertorriqueños palpita un gesto representacional que se distancia del determinismo y del esencialismo de la reflexión intelectual anterior. El sujeto de la enunciación narrativa atisba una convivencia heterofónica (…) que no constituyen la figura emblemática y armoniosa de la gran familia puertorriqueña” (53). Ciertamente, la voluntad de Rodríguez Juliá de inventar nuevas categorías para pensar lo puertorriqueño va de la mano de una operación de desenmascaramiento de las políticas discursivas anteriores a través del ejercicio constante de burla a la falsa idea de armonía y de convivencia que suponían los paradigmas de la gran familia. No obstante, en Puertorriqueños la identidad nacional sigue construyéndose a partir del modelo de la familia porque para el narrador el parentesco se presenta como la única base para la convivencia social: “Los países con largas historias coloniales depositan todas sus lealtades, ya que no sus fidelidades, en la familia” (2003, 16). En el último capítulo, el narrador se lamenta por la nueva costumbre de utilizar nombres en inglés que “no sólo ha borrado la precaria memoria histórica de la sociedad colonial. La memoria tradicional y el tótem familiar serán derrumbados a fuerza de movilidad y desarraigo” (167) y termina de articular una ideología del intelectual nostálgico del pasado cuya propuesta identitaria no sólo asume una ansiedad por la “restauración” de la familia y de la comunidad, sino que también establece y marca una distancia jerarquizante con respecto a los otros.

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La presencia de los Cuentos de la universidad de Emilio S. Belaval en la cuentística puertorriqueña Resumen “La presencia de los Cuentos de la universidad de Emilio S. Belaval en la cuentística puertorriqueña” es un análisis sobre el contenido, la estructura, los temas y el estilo de los más destacados creadores del relato posteriores a Emilio S. Belaval, una de las figuras cumbre de la Generación del Treinta. Con este recorrido sobre una serie de autores se prueba la vigencia del autor en cuanto a su concepto, sus enfoques, su tratamiento y la estructura del cuento en la mencionada colección. No se ha querido probar que la deuda se deba a una influencia directa, posiblemente algunos de los contemporáneos no hayan leído los cuentos de Belaval, pero no cabe duda de que el ideario sobre el género de Belaval está vigente en muchos de los actuales cultivadores del cuento en nuestro medio. Belaval cultivó un estilo que se impuso con el tiempo, hecho que lo coloca como un adelantado de nuestras letras. Si bien no puede decirse que su presencia se deba a lecturas y a influencias por contactos, lecturas y otros procesos, su estilo, sus temas y sus tratamientos se hallan en uno de los más influyentes narradores contemporáneos: Luis Rafael Sánchez. Éste a su vez ha dejado profunda huella en las actuales generaciones.

La crítica literaria de nuestro país nos ha acostumbrado a “pensar” a Emilio S. Belaval en términos de Cuentos para fomentar el turismo. Desde que Pedreira le negara valores literarios modélicos a los Cuentos de la universidad, los estudiosos de la literatura, dejándonos 153


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llevar por la corriente, lo hemos considerado como el cuentista del “turismo”. Sin embargo, cuando buscamos su huella en nuestras letras sale a flote el autor de los cuentos de la universidad.

El autor en busca de un narrador y el narrador en busca de un lector Belaval es uno de los primeros escritores del siglo veinte que fomenta un cuento, citadino, específicamente universitario, que se cuestiona los fundamentos estructurales, formales y representativos del género. Nada más el tono con el que el narrador encara la trama, un tono irónico, lúdico, devalorativo de la función artística tradicional, es ya un cuestionamiento de los valores del cuento como género literario. ¿Qué hace Belaval para poner en juicio este género en sus cuentos de la Universidad? Primero utiliza unos recursos atrevidos en su momento, algo que le disgustaba a los puristas y tradicionalistas: construye unos cuentos, que aunque independientes, están anudados por la trama, los personajes, el ambiente y el estilo narrativo. Tal fue su composición, que hizo decir a muchos que estas obras eran novelación, no relatos. En segundo lugar, echa mano a un lenguaje inusual en el que se acerca al lector con desparpajo; usa un lenguaje coloquial con frases adjetivas en serie y valores grandilocuentes para sustentar un efecto cómico o devalorizante; usa conectores inapropiados para resaltar el lenguaje popular; articula adverbios o frases adverbiales concluyentes o finales que recrean el tono grandilocuente que por estar fuera de lugar causa un contraste humorístico; comienza con verbos copulativos en pretérito perfecto para darle continuidad al estilo grandilocuente, pomposo y sentencioso, fuera de lugar, el que provoca humor por su contraste; usa muchos despectivos para referirse a sus personajes, sus ambientes y sus actos; forma adjetivos especiales como los sustantivos adjetivados con los que desmerece o se burla, de valores formales, sociales, políticos o culturales; crea contrastes por medio de cacofonías o derivación especialmente en los nombres; asume los valores sexuales con ironía o con doble sentido; destaca la frase melodramática que hace uso del cultismo al lado del populismo y logra más hilaridad; favorece símiles sorprendentes; hace uso del retrato después de una conminación; intercala imágenes continuas;


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prefiere frases que son del hablar en puertorriqueño, como el diminutivo; el deseo de originalidad está manifestado mediante perífrasis redundantes, metafóricas e híbridas en las que la frase pueblerina, la de clase media y la culta se mezclan para crear sonoridad, choque semántico, lenguaje cómico, ingenio, entre muchas otras técnicas y recursos que son recibidos por escritores posteriores de forma directa o indirecta y que luego han aprovechado expandiendo una de estas características de estilo, técnicas o recursos, para crear un estilo propio. Belaval conmina en sus relatos universitarios al lector de forma directa o indirecta, a cada momento y de manera deliberada. Por eso su relato es en todo tiempo un cuestionarse la función del narrador, la diferencia entre el autor y el narrador y entre la ficción y el arte literario. En su momento este recurso aparentemente resultaba molesto para algunas personas, quienes apreciaban más un tono serio, distanciando al lector del narrador. Para ese entonces se familiarizaba al autor con el narrador y resultaba extraño para muchos pensar que el narrador era otro personaje más. Su narrador se dirige al lector, se familiariza con él y hasta lo embroma, haciéndolo partícipe de la trama al decirle en ocasiones que ya el lector hubiera querido haberse relacionado con ciertas estudiantes, o haber experimentado ciertas circunstancias de sus tramas. Muchos años después se jugará con este recurso y será común en voz de casi todos los narradores. Manuel Ramos Otero lo agotará, después de ampliarlo, en varios relatos como “Hollywood memorabilia”, diciendo ser dios, en otros se dirá el mismo narrador o el personaje. Nos llama la atención en este aspecto su estilo particular de tratar la narración. En este estilo se dirige con un acento obligado a veces, fraccionado, seudo testimonial, devalorizante, irónico y con doble sentido, otras. Cuando busca al lector particular, se dirige a un lector ideal, no existente, pero manipulable con su estilo. Para una muestra veamos el estilo narrativo de alguno de sus relatos. En “La pasión rural de Tintangiles Bermúdez” el emisor se dirige al receptor de la siguiente manera: Para que puedas entender, lector, esta fascinación morbosa de nuestro héroe por la montaña, no tenemos más remedio que dejarte saber,


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que Tintangiles Bermúdez era el más antagónico tipo que tú puedas imaginar, para cualquier perfil rústico.

Se usa una técnica de testimonio mediante un lenguaje seudorealista que recurre a la primera persona plural. Nótese cómo se dirige al lector, con cierto tono de superioridad. El narrador afirma verse obligado, forzado a realizar un trabajo inusual. Se dirige al blanco de su discurso de forma despectiva. Esas frases adverbiales equivalentes a “nos vemos obligados”, “no hay más remedio”, es típico en el relato de muchos narradores como Ana Lydia Vega; baste un botón: “Todo lo cual nos pone en el aprieto de contarles el surprise return…” (“Pollito chicken”). Belaval también intercala los anglicismos de moda y característicos de la juventud de su momento, que aspectan ideológicamente y crean un ambiente especial. No digamos del tratamiento de “tipo” y “tipa”, que, aunque dentro de otro formato, se recrea en Vega: “La Tipa suspira, rebusca…” (“Letra para salsa y tres soneos por encargo”). Como puede verse, es ese ambiente de tono festivo, seudorealista, si se nos permite el término, porque trata de darle aires de credibilidad que no van a, ni pretenden, tomarse al pie de la letra en el relato. En “La tesis de amor de Gracia Torres” desea ganar cualidad oral a tal punto que se dirige al receptor con un “te presento a Gracia Torres con la mala intención de que siempre te acompañe la melancolía de no haber podido ser su galán”. Es un acercamiento al lector de una manera parecida a la semi, (o completamente) morbosa, instituida por Baudelaire, recurrente en los modernistas y los noventiochistas, apuntada como recurso de humor en los vanguardistas, creadores de un discurso vigente, aunque de caída, en el momento en que Belaval escribe. Es un aspecto del discurso adquirido y de uso normal a fines del siglo pasado y característico en el discurso de Ana Lydia Vega, Luis Rafael Sánchez, Juan Antonio Ramos, Manuel Ramos Otero, y otros, posteriores, como Mayra Santos Febres y anteriores cronológicamente como José Ramón Piñeiro, quien le informa al lector que lamenta que no conozca tal o cual cosa y que no va a repetir lo que ya expuso.


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1. El cuento novelado Los Cuentos de la universidad son una serie de relatos unidos por unos personajes comunes a todas las narraciones, por un ambiente de hospedajes, pueblerino, semi rural, de cafetines y barras frecuentadas por los estudiantes de la universidad. Los estudiantes viven una vida de rivalidad, bohemia y deseo sexual. Tal es lo del deseo que se dijo muchas veces, en forma de lamento, que se le había pasado la mano en este aspecto al autor, queriéndose decir con ello que se había lastimado la calidad de los relatos. Edgardo Rodríguez Juliá en sus relatos de Cortejos fúnebres crea un cosmos en cierto sentido universitario. Su personaje principal es un profesor universitario que narra en sus apariciones muchas de las aventuras que tuvo enamorando estudiantes, su vida de amoríos, celebraciones en barras y cafetines, zonas playeras o semi rurales y sus equivalentes amarguras. Hemos anotado que tienen un personaje principal. Este es el eje central del libro como si se tratara de una colección novelada. El deseo sexual que sufren estos personajes es insistente, vital, como en el universo de Belaval. Hay segmentos que un asiduo lector de Belaval y de Rodríguez Juliá no podría identificar a qué narraciones pertenecen si las incluyéramos es sus relatos: Pero lo más asombrosamente contradictorio de Virginia es su rostro, algo huesudo, de facciones delicadas y bellamente proporcionadas, sus ojos grandes siempre fluctúan entre el bochorno de una timidez adolescente y esa sensualidad que estalla, ¡de abejas enjambradas!, en la cabellera más atractiva que Alejandro jamás haya visto.

Esto no es lo más relevante para nosotros, sino la hilación de la trama que haría decir hoy a los más tradicionalistas que sus cuentos no están bien logrados por parecer una serie novelada. En estos relatos triunfa la ideología estructural de Belaval. Apuntamos que la obra de Rodríguez Juliá es un análisis más profundo, más abarcador, recorre todo lo humano, más bien todas las debilidades humanas, y su lectura produce una gratificación tal, que su trabajo no podría objetarse con el reparo de que sus relatos parecen una colección novelada.


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La supervivencia de esta estructura, mucho más vertebrada, más articulada, pero con unidad de elementos comunes y recurrentes, también está en casi todas las colecciones de Carmelo Rodríguez Torres. En éstas Vieques, o el mundo imaginario antepuesto al objetivismo de la vida actual, entrelazan sus relatos. Sus personajes son escritores o universitarios también y tienen obsesiones similares respecto al sexo, a la vida pueblerina y al destino humano, en general. Los relatos de Magali García Ramis muchas veces parecen salirse de ese concepto monolítico del cuento, el que se evade en los cuentos de Belaval, para fomentar una narrativa imbuida de panoramas, oralidad, discursos variados, testimonio y reportaje periodístico. En su obra Las noches del riel de oro, en especial en el texto que lleva el nombre de la colección, notamos el entorno moral, sociológico, más que sicológico de sus personajes, los que son estudiantes universitarios, sólo que trasladados al “norte”. La vida que llevan estos seres se parangona con la vida de bohemia, maquinaciones y sentires del entorno que dibuja Belaval en sus ambientes universitarios. El cuestionamiento de la ficción, del arte de la narración y la función del narrador en el relato es una constante en muchos narradores de fines de siglo. Belaval fue visto y reconocido como uno de los grandes renovadores del cuento por la generación siguiente. Tanto René Marqués como José Luis González, dos de los más influyentes creadores de la generación que lo siguió, reconocieron su aportación, no digamos Emilio Díaz Valcárcel ni Sánchez, quien le dedicó una disertación. Estos últimos buscaron enfoques diversos para sus narraciones y promovieron la experimentación con el género que en las generaciones siguientes desemboca en un deseo supremo por hacer un relato que pudiéramos clasificar como teórico, burlón y hasta paródico. La puesta en ridículo de los personajes va más allá del nombre cursi como Gurdelia Grifitos, caracterización indirecta típica en Belaval y más allá del símil sobre el sexo presentado por un personaje que afirma algo similar a que el sexo “sabe a paraíso” en los cuentos de la universidad. Edgardo Nieves Mieles se muestra completamente descreído de la forma en sus ficciones. Veamos el relato “Hay un refugio (con frecuencia modulada) en la nube de cocaína en la que vive Georgie


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Piñacolada” para que se sienta un montaje que dramatiza el absurdo y la denuncia social a extremos insalvables. Quien escribe estas notas había publicado un montaje “collage” de estructura similar motivado por los atrevimientos de la cuentística anterior llamado “El entierro de Elena”, publicado en Cuentos modernos (1975) por la editorial Edil. Un claro precursor de este tipo de relato imbuido por la desarticulación que alude a estados mentales sicológicamente estimulados por los químicos, el alcohol o la desorientación masiva por la publicidad y los medios de comunicación es “Se enciende la lámpara de Aladino”. En este relato, confuso al extremo y más que inusual, por lo menos en el patio, en su momento, Belaval intercala narración y diálogo entre varios estudiantes que se estimulan fumando mariguana, mientras beben un brebaje especial: —Yo cerré mi juventud como un abanico despavorido, desde que una noche besé a una bruja en los labios —murmuró apretando sus ansias novelescas, Juan Antonio Orcaz, una soberbia de mechones crespos, aplastada en el fondo de un camastro. —Sí, el Mar Caribe está podrido —comentó alguien perdido entre las sombras largas. —Mi juventud me duele como una llaga. —Porque tiene gusanos fantasmales. —Caballeros, la historia es una cosa complicada. —Yo no me quejo de la historia; nos ha dado tabaco, vasijas, canela y ron de templa. —Y una luna maléfica. ... —Pues coja el diablo y pásemelo acá, compadrecito, que la tierrita no da para más. —Mariguana, Antoñon.

Es parte de la vida universitaria de los años veinte, la vida que dolió mucho descubrir y ver retratada en su época. Este mundo lo pudo haber practicado Roberto Arlt en Argentina, en Puerto Rico tocó algo de eso José A. Balseiro en su novela La ruta eterna. En términos generales estaba vedado por lo incomprendido. Hoy la vida del drogadicto, Pescaíto, Papo Impala y otros brothers, del patio o Nueva York es realidad y búsqueda en el espejo. En el cuento hay un crimen confuso y difícil de precisar, pues no se sabe en qué concluye con precisión, pero sabemos que se intenta linchar al distribuidor


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de los alcaloides. Como dijimos arriba, lo importante de esto no es el tema, sino el estilo parecido al collage, a la desarticulación o desmembramiento de la narración. El llevar la universidad fuera de la universidad sin dejar de criticarla es un recurso extraordinario en manos de Luis López Nieves en su relato “El telefónico”. Al principio del relato encontramos diálogos y juicios que nos recuerdan el tratamiento de Belaval y el enfoque del tema. López Nieves se refiere a la facultad de humanidades y a los estudios de filosofía embromando a los conocimientos objetivos de esta disciplina mediante alusiones a Platón, al humor y a la Filosofía propiamente. Así lo vemos en los cuentos de la universidad, donde hay grandes filósofos, platónicos y peripatéticos. En “La termópila de la plaza del mercado” se discute el currículo de la universidad, el contenido universalista versus el occidentalista, en defensa del insularismo, abierta crítica a Pedreira. Los profesores que atacan los estudiantones tienen dispepsia, ojos de rana, “meollo y espíritu de cinco y diez”. Al final se forma un tumulto típico de las regiones universitarias con represión policíaca. La policía viene a resolver las cosas en los cuentos de López Nieves, de Edgardo Nieves Mieles (“El mono gramático”) y de Ángel Encarnación (“El entierro de Elena”). Es un clima emocional invertebrado totalmente. Quien esto escribe puede dar testimonio de que Belaval fue una motivación para buscar y experimentar, para llegar a la expresión que hace romper los estadios de la ficción y la realidad dentro del relato. Así es con la mayoría de los autores incluidos en la antología El rostro y la máscara. Lo último sucede con Marcelino Resto León en “La hidalguía de mi ingenio”, narración en la que el emisor, supuesto autor de un cuento, construye un relato e inventa un nombre de autor que al final del cuento aparece para reclamar la obra como suya. Luis Raúl Albaladejo en “La cuarta esquina del triángulo”, recrea la historia de un personaje que cobra vida y le pide cuentas al autor. “El fracaso de Saint-Luc”, de Georgina Pietri es otro cuento en el que el personaje creado cobra vida para hacerse más real que el autor. Podríamos seguir de forma interminable señalando cómo esta especie de reacción en cadena sobre el valor estructural del cuento ha venido desarrollándose en los últimos años hasta llegar a uno de los


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momentos de mayor cultivo y esplendor del género en Puerto Rico. El caso más interesante es el del prodigio narrador nacido en 1971, Diego Deni, conocido como Pedro Cabiya, Tobías Bendecq o Gregorio Falú, autor de dos colecciones densas de relatos: Historias tremendas (2002) e Historias atroces (2003). En algunas de sus obras tanto aspectos del estilo como de los tratamientos de Belaval siguen vigentes. Este es el caso, además de ese desenfoque de la narración con el que se despista o se acerca al receptor muy usual en sus relatos, de cierto interés sobre el físico de los personajes, de los que destaca rizos (vuélvase al segmento recién citado: “una soberbia de mechones crespos…”) , cabezas, ojos. “Miopía”, aparecido en El rostro y la máscara, tiene un ser con cuyas pestañas podría barrer, cuando los de Belaval se pueden “arropar” con sus pestañas. Su audacia innovadora, cuestionamiento de los principios fundamentales del género le permite recrear la universidad como una presencia constante también en este relato de seres universitarios. En su primera colección aparecen seres miserables que se parangonan a ciertas figuras de Belaval tratadas con irónico “desprecio” los que han tomado los exámenes de grado seis o siete veces, con “palideces de hemofílicos frustrados”, o desengañados por saber que nunca serían “amados por un dinosaurio”. Insistimos en lo del tratamiento como una de las formalidades de la narrativa de Belaval en los Cuentos de la universidad que siguen vigentes. 2. El lenguaje inusual Este es uno de los aspectos en los que la presencia de Belaval está mucho más marcada y evidenciable, en el uso de un lenguaje con referencias onomatopéyicas, abundante en símiles y metáforas, rítmico y sonoro que suma esdrújulas, adjetivos superlativos, sustantivos en diminutivos… Un lenguaje que tradicionalmente se emparenta más fácilmente con la poesía que con la narrativa. En sus relatos no hay ningún empacho para utilizar refranes, frases populares, cultismos, metáforas, la mala palabra. El siguiente comienzo puede suscribírsele, con leves variaciones, especialmente ideológicas, a Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega, Juan Antonio Ramos o a Magali García Ramis:


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Cuando ya empezaba a desesperar sobre el halago de aquella noche, Gracia Torres fue todo un descubrimiento, un resplandor, una emoción estupenda. ¡Tantos días de verla cruzar sin la menor sospecha! Como desagravio a aquel encontronazo, tenemos que alegar en favor de la vida, de que Gracia Torres y Federico Aldaz nunca creyeron que habían nacido para vivir uno con el otro, un momento de amor. Fue necesaria la pausa, la gran pausa de una reunión pueblerina, con su piano silabeante, con su hacinamiento cursi de figurines y figurones, para que Gracia Torres y el tal Federico, almas más cultas, labios más despiertos, se buscaran insensiblemente, en fuga trivial hasta una enredadera de jazmines que fingía a la vuelta de un balcón, un repecho de soledad. Lector, te presento a Gracia Torres con la mala intención de que siempre te acompañe la melancolía de no haber podido ser su galán. Es una sombra nueva en tu anacrónico desfile de varón.

En la segunda línea se pueden apreciar el gusto por la adjetivación (usar como adjetivos derivados nombres u otras categorías gramaticales) o por los sustantivos en serie: descubrimiento, resplandor, emoción estupenda, sustantivos adjetivados con gran valor poético-metafórico que dan ritmo y ligereza. Este es un recurso que después será popular, y se verá renovado en las obras de los posteriores: “Rotundas en sus panties super-look, imponentes en perfil de falda tubo, insurgentes bajo el fascismo de la falda, abismales, olímpicas, nucleares…” (“Letra para salsa y tres soneos por encargo”, Ana Lydia Vega). Magali García Ramis describe a Clotilde de la siguiente manera: “Suéter fusa, falda blanca bien apretada y masitas que le saltaban por todos lados –Clotilde era gordita ¡ay cómo era gorda Clotilde!— (“Flor de cocuyo”). Luis Rafael Sánchez, el que habrá que considerar descendiente directo de Belaval y precursor de las otras, describe a Caridad, “Aleluya negra”: “Está la mulata tiznada con el trapero de colorín, sonreída de pies a cabeza, adobada con carmín y rouge,…” Belaval utiliza frases admirativas seguidas de expresiones de tono legal: “Como desagravio… tenemos que alegar...” para crear un clima grandilocuente, que a la vez, ayuda a reforzar el efecto cómico por la mezcla de lo serio y lo rutinario, tal como hacen los autores citados. El tono final, concluyente se logra con adverbios o frases adverbiales de este tipo: “nunca creyeron”, “tantos días”, similares a los usados


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por los escritores posteriores los que intentan eternizar y darle tono superlativo al momento, aunque de forma conclusiva en sus escenas, para lo que utilizan adverbios concluyentes, significativos y claves en su discurso, como “siempre”, “cierto es”, “un día…”. Su prosa suena con onomatopeyas, repeticiones y derivaciones, diminutivos, aumentativos, esdrújulas, superlativos (cantilena, tiritar, pirraba, cucurucho, beatífica, infinisimilitud, exánime, mirasabidilla, sapientísimo, dómine, rapiña, Hortensita, escandalito, guarapillo, peripatético, chiquitina, colmilladas…) Sánchez, por ser modelo de las últimas generaciones o promociones, nos sirve muy bien para demostrar la vigencia de Belaval. Esta prueba demuestra el genio discriminatorio, selectivo, transformador amplificador y sintético de Sánchez que lo lleva a crear un estilo madurado, refinado; la originalidad y la fuerza precursora de Belaval también se demuestran. Un cuento como “Tiene la noche una raíz”, contiene una sucesión de recursos técnicos o figuras de dicción que conforman el estilo de Sánchez. Utiliza los diminutivos en función contrastante o caracterizadora, palabras onomatopéyicas, superlativas, esdrújulas, repeticiones, derivaciones. Se refiere al sexo como cosecha y describe lo sexual y lo físico con metáforas perifrásticas. Mezcla lo sexual, lo divino y lo profano, en especial aquello relacionado al sexo: A las siete el dindón. Las tres beatísimas, con unos cuantos pecados a cuestas, marcharon a la iglesia a rezongar el ave nocturnal. Iban de prisita, todavía el séptimo dindón agobiando, con la sana esperanza de acabar de prisita el rosario para regresar al beaterio (…) ¡La vergüenza de vergonzosos, el pecado del pueblo todo!

Subrayamos algunos de los elementos discutidos para facilitar su comprensión. Ahora veámoslos en la prosa de “El verano de Hortensia se complica”, de Belaval: …Juraba que entre las pestañas de aquellos amados ojos podía arroparse de cuerpo entero cualquier cristiano… sin petulancia de marisabidilla… El sapientísimo dómine… para poder doblarse en beatífica curvatura… a una infatigable rapiña en el campo de la biología… a prueba de infinitesimilitud... y después del frugal almuer-


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zo, que prepara en persona Hortensita con todo el respeto que merece la honorable dispepsia de un biólogo… tenía una hermosa cabezota de bucles castaños… le zumban en los oídos los ruidos misteriosos de la montaña y tiene su reverente naricilla dilatada… de aquel prestigioso tratado de belleza joven encuadernado en piel de camelias, cuyas páginas puede hojear cualquier erudito con deleitoso interés… un curioso gusanillo que se había detenido para contemplar el escandalito académico… ya que el nominativo peripatus podía incluso servir de clasificación anímica a los muchos peripatéticos que había en la universidad…

El parecido está más allá de las figuras de dicción ya que las figuras del sentido tienen semejanza en su construcción y en su uso. No digamos en la ridiculización de la beatería de pueblo, la que en Belaval se describe en más de un relato con alguna imagen perfectamente atribuible a Sánchez: “dos tías ricas, quienes encabezaban la lista de suscripción de todas las parroquias elegantes”. Sobresalen en Sánchez las descripciones físicas muy al estilo de los cuentos de la universidad, muy quevedescas (mencionado en Belaval): …Una murallita de dientes le combinaba con los ojos saltones y asustados que tenía, ¡menos mal!, en el sitio que todos tenemos los ojos. Su nariguda nariz era suma de muchas narices que podían ser suyas o prestadas. Pero lo que redondeaba su encanto de negrita bullanguera el buen par de metáforas —princesas cautivas de un sostén cuarenticinco— que encaraba en el antepecho y le hacían un suculento antecedente.

Compárese las metáforas sobre la joven con un “prestigioso tratado de belleza encuadernado” y las metáforas “princesas cautivas de Camelia que hacen juego de sentido con antepecho y antecedente” (músculo que por medio de construcciones perifrásticas destaca Belaval, de variedad de formas, entre las que se marcan las utilizadas para Bebé Pacheco), el relieve de la nariz, su capacidad de arropar con sus pestañas, imagen ingeniosa e hiperbólica como las de Sánchez. Los dientes menudos de Gracia Torres, otro personaje sonoro de Belaval, se comparan en lo diminuto de los dientes de Camelia. Belaval recurre a las construcciones similares con peripatus, referente a un gusano en el ejemplo anterior y peripatético, alusivo a la


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filosofía aristotélica, pero en otros muchos lugares lo hace creando semejanza de sonidos e imágenes plurisignificativas (“Cuando míster Tim había dibujado, cuadriculado, clasificado y descuartizado al intruso gusanillo”, del cuento citado y cualquier serie de juegos lingüísticos y de doble sentido de todas sus historias. En otros cuentos usa las palabras amorosidad, enredillo, azulenca, lunero, chapeado a un cigarrillo, militaroide). Para Belaval lo cotidiano es beatífico, paradisíaco, sublime.

Conclusiones Insistimos en que el propósito de este trabajo es destacar la vigencia de la ideología cuentística de Belaval que menos atención ha tenido. Tampoco significa esto que dicha serie de relatos sea mejor que alguna de las otras colecciones, necesariamente. Queremos salvar ese genio creativo que se impuso con el tiempo. Al decir que un recurso tal aparece en otro escritor no se quiere decir que lo tomó directamente, sino que es prueba de vigencia, de una fuerte presencia. Lo mismo decimos de su peculiar manera de tratar el género, la vida cotidiana en la universidad y lo referente a ella, su ambientación atmosférica. El acercamiento a los personajes, la ridiculización tan esperpéntica de algunos, lo que de forma indirecta se trata en Belaval con maestría y novedad. Muchos de sus segmentos nos parecerían actuales, no sólo al informarnos sobre el ambiente, las drogas, la desorientación masiva, la jerga de los jóvenes, la publicidad, sino por el estilo tan de hoy, tan cercano a nuestra sensibilidad. Por eso decimos que sigue vigente. Esta señalada continuidad no es el resultado de una imitación servil, el estilo de un genuino creador es el resultado de ampliaciones, discriminaciones, desarrollos y hasta reduccionismos estilísticos que van saliendo de otro estilo o de varios, y del poder demiúrgico de cada escritor. Como decía Lukacs, estos resultados no surgen de un estado de yecto. En este estilo de Belaval está la raíz del lenguaje tan característico de Luis Rafael Sánchez y sus más cercanos discípulos, lo que se traduciría como casi todo acercamiento a la cuentística posterior.


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Todo lo anterior se manifiesta en un lenguaje que hoy resulta convencional, pero, para el momento en que Belaval lo divulgó resultaba inusual, anti solemne, si se piensa en la reverencia que se tenía hacia la literatura. Esta reverencia comenzó a convertirse en afán de renovación con sus cuentos de la universidad, lo que no era más que un sarcasmo, un juicio burlón contra la sociedad contemporánea. Esto mismo podemos decir de los actuales narradores.

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La poesía erótica como subversión en los Sonetos sinfónicos de Luis Llorens Torres1 a Félix Córdova Iturregui y a Carmen Vázquez Arce… por la poesía Resumen Este artículo analiza el elemento erótico en tres poemas del poemario Sonetos Sinfónicos (1914) del escritor puertorriqueño Luis Llorens Torres (1876-1944). La poesía de Llorens presenta una sexualidad libre que nos conduce a la concepción de Herbert Marcuse sobre la cultura y la sexualidad. Marcuse, basándose en los postulados de Sigmund Freud, sostiene que la civilización se construye a través de la subordinación del principio del placer por el principio de realidad. Sin embargo, la civilización crea espacios, como la fantasía y la creación estética (imágenes narcisista-órficas), para aspirar a una sociedad no represiva. Por otro lado, en el artículo se subraya la importancia de un análisis métrico-rítmico en el estudio de los poemas.

El elemento erótico en la poesía de Luis Llorens Torres (1876-1944) es uno de los aspectos menos analizados de su obra. Los estudios de Margot Arce, Aníbal González y Noel Luna han intentado, sin embargo, abrir un espacio de discusión para analizar una poesía que había sido considerada como vulgar, machista y patriarcal. Para Arce, “la 1

Además de agradecer los comentarios y sugerencias de los profesores a quienes va dedicado este artículo, agradezco al Dr. Raúl Guadalupe por la lectura del texto. 167


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poesía de Luis Lloréns Torres nos entrega una visión de la realidad bajo el signo de lo erótico”2. No obstante, Arce se limita a explorar la relación entre erotismo y la representación de la tierra de Puerto Rico como imagen sugestiva de mujer. Por su parte, González propone una lectura “dirigida a abrir el canon de Lloréns a su poesía erótica, y a tratar de devolverle a ese erotismo el lugar central que sin duda tuvo cuando Lloréns elaboró su poesía”3. Habla de una poética erótica basándose en que “la poesía modernista se sirve del erotismo como un sistema metafórico para hablar acerca de la poesía misma”4. Por otro lado, Noel Luna postula que Llorens, tanto como Pedreira, tiene una visión patriarcal del mundo y de la cultura, pero “el erotismo y la sexualidad en Llorens son cúmulos de fuerza suplementaria que nos obligan a repensar los límites del proyecto ‘represor’ y excluyente de Pedreira. Llorens desborda el didactismo paternalista de Pedreira con una economía libidinal reinvindicadora del goce”5. Nuestro trabajo no pretende excluir los distintos enfoques de estudio que le anteceden, sino que aspira a insertarse dentro del corpus que componen los mismos con el único propósito de complementarlo. Si bien la crítica no cesa de repetir la sensualidad con la cual Llorens cantó a la mujer, no se ha hecho un análisis métrico-rítmico6 2

Margot Arce, “La realidad puertorriqueña en la poesía de Llorens Torres”, Impresiones. Notas puertorriqueñas (ensayos). (San Juan: Editorial Yaurel, 1950) 81. 3 Aníbal González, “Modernismo, erotismo y retórica en Luis Llorens Torres” , Iberoamericana 2. 3-4 (1997): 91. 4 Ibid.; p. 92. 5 Noel Luna, “Paisaje, cuerpo e historia: Luis Llorens Torres”, La Torre IV. 11 (enero-marzo, 1999 ): 71. 6 González critica que Arce “desvía la apreciación del erotismo hacia consideraciones extraliterarias acerca de la actitud vital puertorriqueña y a una enumeración de los tópicos criollistas en la poesía de Lloréns” (90), “desviación” que muy bien puede ser comprendida a raíz de lo expuesto por Luna, y añade que “Es quizás natural que una visión crítica influida por la estilística, y dedicada casi exclusivamente al análisis de los tópicos y de la métrica en los poemas, no fuera capaz de mirar el erotismo de Lloréns en el contexto de su propia poesía y en su relación con la escritura poética” (90). González ve, por lo antes expuesto, una incapacidad para mirar el erotismo del poeta en el contexto de su escritura a partir de la crítica estilística y del análisis de los temas y de la métrica de los poemas que hace Arce. Sin embargo, y sin ningu-


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de muchos de sus poemas en los cuales a lo erótico, más que a la mujer, le fue otorgado un papel central. Si tomamos poemas como “Eva vencedora”, “La negra” y “Alas sonoras” del poemario Sonetos sinfónicos (1914) podemos percatarnos enseguida que su presencia contrasta con el tono general del texto que ha sido encarnado en los poemas “Bolívar”, “De profundis” y “Pancho Íbero”, por mencionar algunos. Nuestra propuesta es que la poesía erótica de Llorens en dicho poemario opera como una especie de subversión, ya que altera el orden sobre el goce sexual de la moral y de la religión judeocristiana. Hemos seleccionado los tres poemas de tema erótico arriba mencionados para demostrar esta subversión. En “Eva vencedora”, Llorens Torres muestra una predilección por la alteración entre el endecasílabo y el alejandrino, aunque el primer y tercer versos son dodecasílabos; el quinto, pentadecasílabo; y el octavo, tridecasílabo. En cuanto a la rima, es consonante: ABAB CBCB DDB EEB lo que coloca al poema en la clasificación de soneto; que, si bien en la métrica tradicional limita su uso casi exclusivamente al endecasílabo, tras la revolución poética impulsada por el Modernismo, no exige un modelo de verso. Tampoco los endecasílabos del poema (versos 1, 3, 6, 7, 11, 13) tienen los acentos internos colocados de manera sistemática. En algunos casos, Llorens Torres pone acento en primera, quinta, séptima y décima; en otros, siguiendo un modelo clásico, pone acento en segunda, sexta y décima. Por otra parte, Llorens Torres utiliza la sístole en el verso noveno para mantener el verso alejandrino (abánico en vez de abanico). En cuanto a la estructura rítmica, el poema muestra una clara preferencia por la cláusula trocaica aunque ello no signifique que no utilice la cláusula dactílica. El uso de una y otra cláusula será, no obstante, oscilante. Esto se puede ver desde los primeros dos versos en los cuales las cláusulas parecen cruzarse: en el primero hay tres cláusulas trocaicas y una dactílica; en el segundo; una dactílica y tres trocaicas.

na apología al análisis métrico y de tópicos, vale la pena recordar que la poesía precisa de este análisis ya que el género poético tiene sus particularidades. La métrica nos obliga a una lectura cuidadosa del poema y, por tanto, nos hace detenernos en los distintos componentes del mismo. No en balde, la crítica ha destacado siempre el elemento connotativo del lenguaje poético.


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Aunque la poesía de Llorens Torres no muestra una predilección por el uso excesivo de figuras retóricas, podemos enmarcar el poema de “Eva vencedora” como el triunfo de la aliteración. El sonido repetido de la “r” no sólo en un verso como “que runrunea su pavor de Mustafá”, por ejemplo, sino a lo largo de todo el poema nos evoca la condición de animal, en este caso de gata, que Eva adquiere. La aliteración se hace aliada de la prosopopeya: Eva es gata y, por lo tanto, runrunea. Esa “gatificación”, si se nos permite el término, presente desde el tercer verso, “te lames a ti misma como una gata”, se intensifica con la oposición de la presencia del perro Mustafá, ambos animales domesticados y siempre estereotipados como antagonistas. Eva se lame a sí misma y Mustafá la lame a ella. Ambos se unen al mismo acto: ella sobre los edredones del sofá; él, en el vellón de la alfombra. Podemos, asimismo, encontrar el uso de símiles: “te lames a ti misma como una gata”, “Te abres y cierras como un abánico frondoso” y “como una mariposa en el sofá”. Este uso de símiles atenúa lo que con el uso de las metáforas sería una presentación violenta y atrevida. Una lectura cuidadosa del poema, acompañada de un análisis métrico-rítmico, nos lleva a la gran osadía de la voz poética: presenta a una mujer en su intimidad masturbándose7. El verbo lamer no denota solamente el acto de pasar la lengua sino, también, de tocar blanda y suavemente. Lamida equivale a caricia. Esa lamida-caricia genera movimiento: “Ondulas y te desgoznas con ritmo aristocrático” y le permite a Mustafá ver mejor: “donde en su más hondo mirar errático/ se retuerce la pupila de Mustafá”. Pero si Mustafá puede 7 En ese sentido, el poema se convierte en antecedente del poema “Las voces secretas” de Luis Palés Matos. La audacia de presentar la sexualidad libre de la mujer, el tono onírico oriental y el toque intimista sugerente a un recogimiento espiritual son puntos de contacto. Recuérdese algunos versos del poema de Palés: “La fuente, Scherezada de la sombra/ cuenta un áureo episodio de Aladino” (11-12), versos que tienen ecos del Mustafá; “Ella, desnuda ante el espejo, palpa/ sus formas y el cordaje de sus líneas,/ y retiembla una música de fuego/ como si hiriese una vibrante lira” (30-33) y los versos “Y ella, soñando estrangularle a solas/ profundamente se quedó dormida” (6162), que sugieren la rendición. Se ha citado de Mercedes López-Baralt La poesía de Luis Palés Matos. Edición crítica (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995) 316-318.


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ver la intimidad de Eva, al lector no le ha quedado otra salida que violentar igualmente la intimidad y ver: se convierte en voyeur. Y es precisamente, cuando la voz poética nos describe de manera específica lo que ve mediante el uso de figuras retóricas como la hipálage y la sinestecia: “Te abres y cierras como un abánico frondoso/ de plumas y encajes en un pecho oloroso”8. Podemos suponer que el “abánico frondoso” nos sugiere el vello púbico y, mucho más, si tomamos en cuenta que gozne nos lleva a bisagra, que es el punto de unión o articulación de dos elementos cualesquiera; en este caso las piernas. El poema “Eva vencedora” presenta una sexualidad libre, no reprimida, que nos conduce a una lectura a partir de la concepción de Herbert Marcuse sobre la cultura y la sexualidad. Marcuse elabora su teoría, a partir de los postulados de Freud: la civilización se construye a través de la subordinación del principio del placer por el principio de realidad. “El principio del placer fue destronado no sólo porque militaba contra el progreso de la civilización, sino también porque militaba contra la civilización cuyo progreso perpetúa la dominación y el esfuerzo”9. Así, la satisfacción inmediata queda subordinada por la satisfacción retardada; el placer, por la restricción del placer; el gozo (juego), por la fatiga (trabajo); la receptividad, por la productividad; la ausencia de represión, por la seguridad. La civilización crea, sin embargo, un espacio para la aspiración a una civilización no represiva que sobrevive sobre todo en algunas esferas de la realidad humana como la fantasía y la creación estética, en especial las llamadas imágenes narcisista-órficas. Por ejemplo, en el poema, hemos supuesto que la mujer se llama Eva por el título que lleva el mismo. Sin embargo, el acto de nombrar no suele ser inocente. Eva, por ser la primera mujer según la concepción judeo-cristiana, puede ser en este caso un nombre genérico para representar a la mujer en general y, en 8

Incluso, si tomamos en cuenta la definición que nos da Corominas de “abánico”, nos topamos con la acción de abanar, que equivale a agitación. Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana. Vol. I Ed. de J. Corominas. (Berna: Francke, 1954). 9 Herbert Marcuse. Eros y civilización. Trad. de Juan García Ponce. (Barcelona: Editorial Ariel, 1989) 50.


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última instancia, a la civilización occidental judeo-cristiana. Eva es la sensual, la que incita al acto sexual, la que tienta a Adán para que tome la manzana del árbol del bien y del mal y, por tanto, encarna el pecado original. Si se muestra vencedora, quiere decir que el pecado original ha triunfado contra el sentimiento de culpa por el placer. Estamos entonces ante lo que Marcuse llama “imagen narcisistaórfica”: El clima de este lenguaje es el de la diminution des traces du péché originel–la rebelión contra la cultura basada en el esfuerzo, la dominación y la renuncia. Las imágenes de Orfeo y Narciso reconcilian a Eros y Tanatos. Recuerdan la experiencia de un mundo que no está para ser dominado y controlado, sino para ser liberado–una libertad que dará salida a los poderes de Eros, encerrados ahora en las formas reprimidas y petrificadas del hombre y la naturaleza. Estos poderes son concebidos no como destrucción, sino como paz, no como terror, sino como belleza. Es suficiente enumerar las imágenes citadas para circunscribir la dimensión con la que están relacionadas: la redención del placer, la detención del tiempo, la absorción de la muerte; el silencio, el sueño, la noche, el paraíso–el principio del Nirvana concebido no como muerte, sino como vida. Baudelaire nos da la imagen de ese mundo en dos líneas: ‘Allí todo es orden y belleza/ lujo, calma y voluptuosidad’10.

Se debe tener en cuenta que Llorens es un poeta con un refinado gusto por lo oriental, hecho que ya había demostrado en su primer poemario Al pie de la Alambra (1899)11. Este gusto podría deberse a la visión algo generalizada que se ha tenido del mundo oriental como un mundo de sensualidad no reprimida y creadora. Por otro lado, en su interés por lo exótico, el Modernismo pone a la vista de Occiden10

Ibid.; p. 157. Llorens Torres realizó estudios de Derecho en Granada, último bastión moro en España, a partir de 1898 hasta 1901. En este último año, además de casarse con Carmen Rivero, decide volver a Puerto Rico. Véase: Carmen Marrero, Luis Lloréns Torres (1876-1944) Vida y obra–Bibliografía–Antología, (New York: Hispanic Institute in the United States, 1953); Luis Llorens Torres, Obras completas, Tomo I, (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1967); Nilda S. Ortiz García, Vida y obra de Luis Lloréns Torres, (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1977) y Luis Llorens Torres, Antología. Verso y prosa, Ed. de Arcadio Díaz Quiñones. (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1996). 11


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te lo oriental12. Baste ver el poema “La negra”, que discutiré a continuación, para ilustrar lo aquí expuesto. En “La negra”, Llorens Torres muestra una predilección por el uso del alejandrino, aunque el último verso demuestra una vacilación por el alejandrino y el tridecasílabo. Este último es el que, a mi modo de ver, se ajusta más al análisis del verso. Llorens siguiendo las pautas de los postulados del Modernismo, revive también el alejandrino medieval, como lo hicieran muchos de los poetas de principios de siglo a la capitanía del nicaragüense Rubén Darío, y ha aplicado sistemáticamente la cesura en los versos dividiéndolos en hemistiquios. Estos hemistiquios son claramente isostiquios ya que los versos quedan divididos por igual número de sílabas; a excepción del último verso que muestra un heterostiquio. La rima es consonante: AABB CCBB DDE EFF. Utiliza la estructura tradicional de los cuartetos, pero demuestra una predilección por el pareado, tipo de rima más cercana a lo medieval. En cuanto a la estructura rítmica, el poema muestra una clara preferencia por la cláusula trocaica aunque ello no signifique que no utilice la cláusula dactílica. El uso de una y otra cláusula será, como en la mayoría de los poemas de Llorens Torres, oscilante. En cuanto al uso de las figuras retóricas, si en el poema de “Eva vencedora” impera la aliteración y la prosopopeya; en el poema de “La negra” impera la metáfora. Entre los versos se destacan: “te amasó con la piel hosca de la serpiente”, “Puso en tu tez la tinta del cuero del moroco”, “y en tus dientes la espuma de la leche del coco” y “Dio a tu seno prestigios de montañeza fuente”. También cada uno de estos elementos son sinécdoques. Asimismo, hay símil: “Madre, el divino chorro que tu pecho desgarra/ rueda como un guarismo de luz en la pizarra”. Encontramos, también, un oxímoron: “caoba incrujiente” para referirse a los muslos, los cuales, a pesar de su textura gruesa como el árbol, no provoca el ruido que se esperaría por la fricción de un objeto y la madera. Por otra parte, la creación de la mujer negra se logra desde una sinécdoque: es la mano de Elohím la 12

Rubén Darío mostró un interés muy particular por todo lo que resultara exótico, en especial por lo oriental. Véase: Sergio Macías Brevis, “Rubén Darío y su aproximación al mundo oriental árabe”, Anales de Literatura Hispanoamericana 32 (2003): 123-139.


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que ha amasado, la que ha puesto, la que ha dado; en fin, la que ejecuta la acción. Precisamente, es la acción de Elohím lo que se destaca en los primeros dos cuartetos y a la mujer por él creada, los últimos dos tercetos. Ésta, a pesar de ser creación, consigue autonomía. Por otro lado, hay una prosopopeya de animalización: “remedas la potranca que piafa en la pradera”. Hemos mencionado que Llorens Torres gusta de lo oriental porque le evoca sensualidad. El hecho de que el poeta mencione a Elohím, nombre hebreo para designar a Dios, sitúa el poema en un contexto judaico. Curioso nos resulta que el nombre ‘Elohím’ es relativamente raro y aparece mayormente en la poesía13. La negra equivale a la Sunamita del Cantar de los Cantares y el autor no titubea en darnos las pistas para trazar el paralelismo. Incluso, hay que reiterar que el texto se atiene a un patrón medieval canonizado, como lo es el pareado, y la rima en dísticos nos permite entender la fuerza que ejerce el modelo bíblico. La negra tiene en su tez “la tinta del cuero del moroco”; la Sunamita nos dice: “No me miréis, que soy morena, que miróme el sol” (I, 4)14. La negra remeda “la potranca que piafa en la pradera”15; la

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Para consulta del nombre de Elohím, véase: John L. McKenzie, S. J. Dictionary of The Bible. (New York: Macmillan Publishing Co/London: Collier Macmillan Publishers, 1965) 316. 14 Fray Luis de León. Cantar de Cantares. Ed. de Jorge Guillén. (España: Cruz del Sur, 1947) 21. 15 Este verso que tanto nos recuerda los versos de “Majestad negra” (Culipandeando la Reina avanza/ y de su inmensa grupa resbalan/ meneos cachondos que el gongo cuaja/ en ríos de azúcar y de melaza./ Prieto trapiche de sensual zafra,/ el caderamen, masa con masa,/ exprime ritmos, suda que sangra, y la molienda culmina en danza) de Luis Palés Matos en el Tuntún de pasa y grifería (San Juan: Editorial Cultura, 1988) 69 es una de las muchas imágenes poéticas que este último le debe a Llorens Torres. Sería interesante hacer un estudio de la influencia poética de Llorens Torres en Palés Matos. De hecho, este último siempre destacó la calidad de poeta que hay en Llorens Torres (Bernal Díaz del Caney. “Los nuevos reportajes-entrevistas confidenciales, Luis Palés Matos, intelectual puertorriqueño”) y Ángela Negrón Muñoz. “Hablando con Don Luis Palés Matos”; ambas entrevistas en Luis Palés Matos: Obras 1914-1959, Ed. de Margot Arce de Vázquez, Tomo II: Prosa, (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1984) y en su poema “A Luis Lloréns Torres” Mercedes López-Baralt La poesía de Luis Palés Matos. Edición crítica (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995) 621.


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Sunamita es comparada con una yegua: “A la yegua mía en el carro de Faraón te comparo, amiga mía” (I, 8)16. Asimismo, la negra embriaga con “el divino chorro que tu pecho desgarra”; la Sunamita, también embriaga: “Cuando estaba el Rey en su reposo, el mi nardo dió su olor (I, 11) / Manojuelo de mirra el mi Amado a mí, morará entre mis pechos (I, 12) / Racimo de Cofer mi amado a mí las vinas de Engandi (I, 13)”17. Es, precisamente, el efecto embriagador que ambas poseen el elemento que permite la fusión. La negra, que tan sensualmente ha descrito Llorens Torres, es la Sunamita del Cantar de los Cantares: “Oh, tú, digna de aquel ebrio de inspiración/ cántico de los cánticos del rey Salomón”. Al igual que en el Cantar de los Cantares, en el poema “La negra” el cuerpo y sus componentes se erotizan hasta la saciedad; cada parte del cuerpo se vuelve erótica para destilar placer. Y, si nos atenemos una vez más a los postulados de Marcuse, la voz poética ha hecho una subversión contra la civilización represiva; en otras palabras, ha logrado, a través del poema, que el principio de la realidad quede subordinado al principio de placer. Esa sociedad que ha reducido la erotización del cuerpo a una sola parte por la imposición del cuerpo como instrumento de trabajo ha quedado demolida: “La regresión envuelta en este esparcimiento de la libido manifestaría primero en una reactivación de todas las zonas erógenas y, consecuentemente, en un resurgimiento de la sexualidad polimorfa pregenital y en una declinación de la supremacía genital. El cuerpo en su totalidad llegaría a ser un objeto de catexis, un objeto para gozarlo: un instrumento de placer”18. Mientras se describe la creación de la negra, se va erotizando el cuerpo entero por medio de sinécdoques: piel, tez, dientes, seno, muslos, cadera y pecho. Cada elemento tiene por sí mismo una energía sexual o una carga libidinosa. La óptica erótica masculina es fragmentaria: privilegiar unas partes no hace otra cosa que separar en vez de dar continuidad al cuer16

Fray Luis de León. Cantar de Cantares, p. 22. Ibid. 18 Ibid.; p. 188. Para una mejor comprensión del término freudiano de la catexis, véase: The Penguin Dictionary of Critical Theory. Ed. de David Macey. (London: Penguin Books, 2000) 58. 17


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po que mira. “Y los moralistas, que son hombres, se ocuparon siempre de las zonas erógenas individuadas por el ojo masculino: los senos, las nalgas, el pubis. Pero nunca se ocuparon de la piel porque no se les pasó por la cabeza que precisamente la piel fuera la zona erógena femenina por excelencia”19. En “La negra”, Llorens Torres, sin embargo, comienza por destacar precisamente la piel al compararla con la piel hosca de la serpiente, paralelismo que nos coloca ya en el plano bíblico de la Caída de Adán y Eva ante la tentación de la Serpiente y su expulsión del Jardín del Edén. En la tradición judeocristiana, es a través de la tentación de la Serpiente que el hombre toma conciencia de la desnudez: Vio, pues, la mujer que el fruto de aquel árbol era bueno para comer, y bello a los ojos y de aspecto deleitable, y cogió del fruto y comible: dio también de él a su marido, el cual comió/ Luego se le abrieron a entreambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, cosieron o acomodáronse unas hojas de higuera, y se hicieron unos delantales o ceñidores/ Y habiéndo oído la voz del Señor Dios que se paseaba en el paraíso al tiempo que se levanta el aire después de medio día, escondiese Adán con su mujer de la vista del Señor Dios en medio de los árboles del paraíso./Entonces el Señor Dios llamó a Adán, y díjole: ¿Dónde estás?/ El cual respondió: He oído tu voz en el paraíso, y he temido y llenádome de vergüenza porque estoy desnudo, y así me he escondido (Gen. 3. 6-10)20

Por otro lado, la voz poética, además de destacar el seno, los muslos y las caderas, como ya hemos mencionado, erotiza otra parte del cuerpo que pudiera parecer menos erótica: los dientes. Llorens Torres, sin dejar de poseer una óptica erótica masculina, incluye otros elementos en su intento por presentar todo el conjunto y por unir todas las piezas del mosaico que compone a la negra.

19

Francesco Alberoni. Trad. de Beatriz E. Anastasi de Lonné. El erotismo. (México: Editorial Gedisa Mexicana, 1987) 10. Este libro, a pesar de explorar exclusivamente la relación de pareja heterosexual tradicional y de no tomar en cuenta algunos estudios recientes en torno a la mujer, no deja de ofrecer planteamientos interesantes. 20 Sagrada Biblia, Versión castellana de Félix Torres Amat, (El Paso, Texas: Editorial Revista Católica, 1946) 4.


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Mucho más interesante nos resulta que en el poema “La negra”, la voz poética ha abolido la oposición que tradicionalmente se le ha dado a los roles de mujer y madre. Ambos roles, al igual que el principio de placer y el principio de realidad, se invalidan; es decir, uno niega al otro. “La madre y la mujer fueron separadas, y la fatal identidad de Eros y Tanatos fue disuelta así. Con respecto a la madre, el amor sexual llegó a ser una meta inhibida y fue transformado en afecto (ternura). La sexualidad y el afecto están divorciados; sólo después se encontrarán otra vez en el amor a la esposa, que es sensual y tierno al mismo tiempo, meta inhibida tanto como meta obtenida”21. En el poema, se nos dice que la negra es Virgen, es Madre y es la Sunamita, lo que presenta una demolición de los roles establecidos por la tradición, en este caso estrictamente cristiana, para estos cuatro términos. Si analizamos cuidadosamente los últimos versos: “Madre, el divino chorro que tu pecho desgarra/ rueda como un guarismo de luz en la pizarra./ Oh, tú, digna de aquel ébrio de inspiración/ cántico de los cánticos del rey Salomón”, descubrimos que la voz poética permite el matrimonio entre la sexualidad y el afecto. La condición de madre es lo que le permite a la negra que de su pecho brote el “divino chorro”, pero ese “divino chorro” no está destinado a una criatura sino que es la causa de la embriaguez; en este caso, del autor de uno de los poemas más eróticos de la literatura, el Cantar de los Cantares. Desde luego, no queda claro si la embriaguez es la que sirve de inspiración al poeta del Cantar o es la inspiración en sí misma. Por otra parte, en “Alas sonoras”, Llorens Torres muestra una predilección por la utilización del alejandrino, aunque el tercer, quinto y noveno versos son pentadecasílabos; el cuarto y décimo, dodecasílabos y el octavo, eneasílabo. En cuanto a la rima, el poema oscila entre la consonancia y la asonancia: ABCB DEFd GHI HHH presentando una alteración del esquema de rima del soneto clásico. Como la mayoría de los poemas que componen los Sonetos sinfónicos, “Alas sonoras” posee el esquema del soneto. Es curioso que, como aclara Arce:

21

Ibid.; p. 81.


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Lloréns dispone de un amplio repertorio de versos que incluye desde el tetrasílabo hasta el de veinte sílabas, pero emplea en mayor abundancia el heptasílabo, todos los tipos del octasílabo y del endecasílabo, el dodecasílabo y el alejandrino, que son también los más frecuentes en la poesía castellana. Los metros más largos abundan en los poemas extensos de carácter épico, en combinaciones polimétricas cercanas a la forma de la silva; los metros cortos se reservan a las formas propias de la poesía popular. Un análisis de varios versos, escogidos al azar, me confirma la sospecha de que su sistema métrico se rige por las normas generalmente admitidas por los más prestigiosos tratadistas de la materia y consagradas por el uso y no por el panadismo22.

Por tanto, el poeta se vale de cláusulas tanto trocaicas como dactílicas sin que ninguna de ellas se apodere del verso. Llorens, y esto no ha quedado demostrado como debiera por la falta de un análisis métrico-rítmico de toda su obra poética, se distingue por su espíritu renovador y experimentador del quehacer poético. No es de extrañar, entonces, que nuestro poeta se valga de distintos recursos al elaborar su poesía. En cuanto al uso de las figuras retóricas, en “Alas sonoras”, como en la mayoría de los poemas de Llorens Torres, las mismas no tienen el papel protagónico sino que, más bien, están subordinadas a la idea o al mundo poético que nos quiere presentar el poeta. Desde el principio, la voz poética se vale de la comparación y esa comparación se presenta ya sea como símil o como metáfora. El poema se abre con un símil: “En el mar, cada ola rimaba como un verso” y se cierra con otro símil: “…que mis dos adoradas me ciñeron así/ como dos alas suaves cerradas sobre mí”, lo que le da al texto una estructura circular. Entre las metáforas conviene destacar: “En el cielo, cada astro era una interjección”, “Ellas eran las dos alas de un ave/ y yo era el ave de las dos” verso en cual podemos encontrar un quiasmo, que también se distingue por el zeugma del último verso, y “Las casas del Condado parecía que rumiaban/ su soledad, cual vacas adormidas allí”, que funciona como hipálage y prosopopeya de 22

Margot Arce, “El lenguaje poético de Luis Lloréns Torres”, Luis Lloréns Torres en su Centenario, Seminario de Estudios Hispánicos Federico de Onís, (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1983) 34.


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animalización, al dársele a las casas características que no le corresponden, en este caso, características de vacas. Desde el título del poema “Alas sonoras”, notamos que la voz poética está dialogando con el “Nocturno III”, de José Asunción Silva. Las “alas sonoras” rememoran la “música de alas” del poeta modernista. El uso del polisíndeton va construyendo una musicalidad parecida: “Y eran una/ y eran una/ ¡y eran una sola sombra larga!/ ¡y eran una sola sombra larga/ ¡y eran una sola sombra larga!”, por un lado y “Y la solemnidad del palmar bajo la noche./ Y todo ello dentro de mi corazón./ Y Aurea y Gloria pasaban conmigo por el bosque”, por otro. Si en el primero de los casos, imperaba una atmósfera mortuoria, casi fantasmal; en el segundo, impera un ambiente onírico cuyo mínimo común denominador es el frío de ambos estados. La voz poética nos va dando las claves para desentrañar el sueño. La referencia alternada de lugares: “en el mar”, “en el cielo”, “solemnidad del palmar”, “pasaban conmigo por el bosque” y “las casas del Condado” sólo puede ser explicada por el verso: “Y todo ello dentro de mi corazón”. La voz poética nos dice claramente que la acción a la cual hace referencia no es parte de la realidad sino que pertenece al mundo interno del poeta. Llorens Torres recupera el “Poder de Dios, si estoy soñando” del poeta romántico, Santiago Vidarte, con la diferencia de que en este último el mundo poético ha aflorado ante nosotros para luego explicarnos que ese mundo era ilusorio y perteneciente al mundo de los sueños. Llorens no se puede dar ese lujo: tiene que explicar primero que sueña y que ese mundo poético que pone ante los ojos del lector, como nos aclara, está dentro de su corazón. Es a partir de esta frase que la voz poética comienza a describir lo soñado: pasearse con Aurea y Gloria por el bosque; detenerse cerca de las casas del Condado y que ellas se ciñan a él “como dos alas suaves cerradas sobre mí”. Desde luego, estamos ante una atenuada sugerencia de ménage á trois23. 23

Esta sugerencia queda más explícita en su poema “Letitia y Margarita” del mismo poemario y nos recuerda la novela corta de Nemesio R. Canales Mi voluntad se ha muerto (192l). Es otro punto más en el que nuestro poeta coincide con Canales, máxime si tomamos en cuenta los comentarios de Margot Arce: Pero también encontramos entre sus versos algunos que comentan y denuncian con intención satírica las desigualdades económicas, los


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Sin embargo, esta sugerencia de ménage à trois opera como una subversión, o más bien perversión, contra la moral o principio de realidad establecidos. La civilización sólo puede permitir la relación monogámica como base de la institución social de la familia. “Las perversiones expresan así la rebelión contra la subyugación de la sexualidad al orden de la procreación y contra las instituciones que garantizan este orden”24. La perversión atenta, pues, contra la subordinación del principio del placer a manos del principio de realidad. Perversión y fantasía son, en última instancia, dos de los elementos no represivos que se pueden dar dentro de la civilización. No es de extrañar, entonces, que en este poema Llorens Torres combine tanto la una como la otra. Ya decía Marcuse: “Gracias a su rebelión contra el principio de actuación en nombre del principio del placer, las perversiones muestran una profunda afinidad con la fantasía, como la actividad mental que fue conservada libre de las condiciones de la realidad y permaneció subordinada sólo al principio del placer”25. A partir de lo antes expuesto, valdría la pena una revisión sistemática de la poesía erótica de Llorens tomando en cuenta un análisis métrico-rítmico. Ello nos llevaría a no tomar tan ligeramente esa poesía “amorosa” y “sensual” que nuestro poeta dedica a la mujer. Desde luego, sería necesario reflexionar sobre los juicios que Juan Antonio Corretjer hiciera sobre el bardo de Collores, que aunque no se refieren específicamente a los Sonetos sinfónicos, dan mucho que pensar: “Y así nos duele que su puerilidad de gallito isabelino–y más nos duele que nuestra gente se lo aplaudiera–malgastara tanta espontaneidad y tanta maestría lírica en rimarle versos a señoritingas presuntuosas, sin otro derecho a la inmortalidad que la petulante inclinación del poeta a las ancas discrímenes e injusticias sociales, la moral burguesa hipócrita, inhumana y anticristiana: verdaderos poemas de protesta muy cercanos hasta por sus formas de expresión al espíritu crítico y acusador de la literatura del presente. Creo asimismo que revelan coincidencias con los escritos de su amigo y colaborador Nemesio R. Canales. (“El lenguaje poético de Luis Lloréns Torres”; pp. 30-3l). 24 Marcuse, p. 58. 25 Ibid.


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rotundas”26. No se puede exigir a nuestro poeta, defensor del principio del placer, que opere desde los postulados del principio de la realidad. Para un poeta cuya rebelión se origina desde la exaltación de los elementos no represivos, no tienen cabida las consignas de “Patria o muerte”, “Lucha y resiste” o “La patria es valor y sacrificio”. Si a Corretjer le duele este aspecto de la poesía de Llorens Torres es, porque, operando desde el principio de realidad, posee sólo una visión unilateral de la lucha revolucionaria. Por otro lado, nos resultan interesantes las ideas sobre el arte de Marcuse, expuestas en The Aesthetic Dimension, sobre el particular: “The critical function of art, its contribution to the struggle for liberation, resides in the aesthetic form. A work of art is authentic or true by virtue of its content (i.e., the ‘correct’ representation of social conditions), not by its ‘pure’ form, but by the content having become form”27. El arte no puede cambiar al mundo, pero sí puede cambiar las mentes de las personas que tienen el poder de cambiarlo. Y, precisamente, el propósito del artista de cambiar la mentalidad y no el mundo al cual pertenece es lo que hemos querido subrayar en la poesía erótica de Llorens Torres. La muerte suprema ha sido, desde luego, el silencio o la indiferencia de los críticos para rectificar la poesía erótica de 26

Juan Antonio Corretjer. “Lloréns: Juicio histórico” en Poesía y revolución. Tomo I. Ed. de Joserramón Meléndez, (Río Piedras: Editorial Qease, 1981) 168. Así en “Un poeta con un destino”, Corretjer reitera que “El poeta natural, espontáneo y necesario, es el de su poesía folklórica”. El Nuevo Día, [s. f].; p. 10. Una lectura parecida la podemos ver en Edgardo Rodríguez Juliá: …el signo, ese significante (Llorens Torres) preñado de significados terribles, casi ha logrado borrar, cual burlón palimpsesto, todos los vestigios que evocan la vida rumbosa, prototípica y original del primero de esos cursilones abogados independentistas que luego concibieron, y conciben, la poesía como el perfecto baja bloomers, o, como dirían en Lloréns, baja panties. Lloréns Torres, señor a todo dril, cautiva más por su personalidad que por sus versos. Como poeta me parece al mismo tiempo mediocre y genial. De su obra prefiero la gracia de su picaresca rimada: el versificador fácil y sonoro corrompe la sacrosanta poesía dedicándoles versos, a diestra y siniestra, lo mismo a sabrosotas jibaritas que a blanquitísimas y tutuísimas reinas del Casiono, ¡hijas de los Martínez Nadal y los Tous Sotos! El entierro de Cortijo, (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1983) 12. 27 Marcuse. The Aesthetic Dimension. Toward a Critique of Marxist Aesthetics. (Boston: Beacon Press, 1978) 8.


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Luis Llorens Torres, en cuyo caso, no hace otra cosa que reflejar cuán subordinadas estaban las generaciones posteriores a nuestro poeta al principio de la realidad.

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Apéndice: Poemas analizados28 “Eva vencedora” Bajo la lujosa araña de plata y sobre los edredones del sofá, te lames a ti misma como una gata que runrunea su pavor de Mustafá. Ondulas y te desgoznas con ritmo aristocrático. Y tu pie a veces marca un más allá, donde en su más hondo mirar errático se retuerce la pupila de Mustafá. Te abres y cierras como un abánico frondoso de plumas y encajes en un pecho oloroso, o como una mariposa en el sofá; mientras al suave y tibio rescoldo de tu sombra, y anclado en el vellón de la alfombra, te lame humildemente tu perro Mustafá.

28 La versión de los poemas de Sonetos sinfónicos (1914) que se analizan en este estudio aparece en: Luis Llorens Torres. Obras completas. Tomo I. San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1967.


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“La negra” A Félix Matos Bernier Bajo el manto de sombras de la primera noche, la mano de Elohím, ahita en el derroche de la bíblica luz del fiat omnifulgente, te amasó con la piel hosca de la serpiente. Puso en tu tez la tinta del cuero del moroco y en tus dientes la espuma de la leche del coco. Dio a tu seno prestigios de montañeza fuente y a tus muslos textura de caoba incrujiente. Virgen, cuando la carne te tiembla en la cadera, remedas la potranca que piafa en la pradera. Madre, el divino chorro que tu pecho desgarra, rueda como un guarismo de luz en la pizarra. Oh, tú, digna de aquel ebrio de inspiración Cántico de los cánticos del rey Salomón.


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“Alas sonoras” A Gustavo Fort En el mar, cada ola rimaba como un verso. En el cielo, cada astro era una interjección. Y la solemnidad del palmar bajo la noche. Y todo ello dentro de mi corazón. Y Aurea y Gloria pasaban conmigo por el bosque. Sentían frío. Y yo iba abrazado a las dos. Ellas eran las dos alas de un ave Y yo era el ave de las dos. Las casas del Condado parecía que rumiaban su soledad, cual vacas adormidas allí. Y junto el blanco velo de rosas de un rosal nos paramos. Y entonces fue cuando yo sentí que mis dos adoradas me ciñeron así como dos alas suaves cerradas sobre mí.

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“Verdadero moderno marxismo” y la emergencia del indígena en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana Resumen Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui es un texto fundacional para el desarrollo del marxismo y del ensayo en Latinoamérica. El primer aporte de Mariátegui es una “negación”: no aplicar de manera mecánica las categorías tradicionales marxistas. En efecto, en vez de enfatizar la función del “proletariado” —débil y desorganizado en el Perú de principios del siglo XX— como la clase transformadora de la sociedad, Mariátegui, con un gran sentido crítico, propugna la emergencia política del indígena y le asigna un rol central en la construcción del socialismo. Con esta “desviación” ideológica, Mariátegui “nacionaliza” el marxismo y lo enriquece con otros métodos de análisis, acto de catarsis inaceptable para aquéllos que profesan un culto casi religioso a las “leyes” del materialismo histórico.

A mediados de la segunda década del siglo XX José Carlos Mariátegui inaugura, con Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana1, el análisis marxista en hispanoamérica2. El libro suscitó críticas y elogios de comunistas dentro y fuera de Perú. En respuesta, Mariátegui comenta:

1 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (México: Ediciones Era, 1993). Cito por esta edición. 2 El libro está compuesto por artículos recopilados que aparecieron en el periódico Mundial y en la revista Amauta entre enero de 1926 y enero de 1928.

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Los ‘7 ensayos’ no son sino la aplicación de un método marxista para los ortodoxos del marxismo insuficientemente rígido en cuanto reconoce singular importancia al aporte soreliano, pero que en concepto del autor corresponde al verdadero moderno marxismo, que no puede dejar de basarse en ninguna de las grandes adquisiciones del 900 en filosofía, sicología, etc. (Ideología y política 16. La cursiva es mía)

El pasaje ilustra la forma en la que el Amauta utiliza el pensamiento de Karl Marx: lo modifica y enriquece3, pero también se atribuye la posesión del “verdadero moderno marxismo”, frase que inaugura un entronque y una ruptura. En efecto, aunque Mariátegui se considera fiel partidario de Marx, asume un papel revisionista al hablar de un marxismo “moderno”: una ideología actualizada de acuerdo a circunstancias coyunturales determinadas por la especificidad de su contexto histórico y geográfico. Desde una postura marxista, Siete ensayos constituye, sin duda, un gran esfuerzo para explicar la realidad peruana de la época. No es casual, por ejemplo, que el estudio empiece con el problema de la tierra y la producción, es decir con aspectos de la “infraestructura”, para pasar luego al análisis “superestructural”4. Hasta aquí el peruano emplea de forma ortodoxa el método “verdadero” de Marx. Mas cuando profundiza, su análisis comprende que la doctrina, para ser efectiva, requiere flexibilidad porque la realidad que interpreta es la de un país atrasado, con una escasa población industrial y, por eso mismo, un proletariado débil y desarticulado. Además, Perú posee 3 Comentando la “síntesis doctrinaria” de Mariátegui, Edgar Montiel afirma que éste “[r]esumió, a su modo, las ideas más avanzadas de la época” (“Mariátegui: un ensayo de lectura epistemológica” 15). 4 Marx define la infraestructura y superestructura en los siguientes términos: “In the social production of their life, men enter into definite relations that are indispensable and independent of their will, relations of production which correspond to a definite stage of development of their material productive forces. The sum total of these relations of production constitutes the economic structure of society, the real foundation, on which rises a legal and political superstructure and to which correspond definite forms of social consciousness. The mode of production of material life conditions the social, political and intellectual life process in general. It is not the consciousness of men that determines their being, but, on the contrary, their social being that determines their consciousness” (Citado por Williams 75).


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una inmensa población campesina, casi en su totalidad indígena y sin ninguna conciencia de clase en sí y para sí5. Por la complejidad de este contexto, el Amauta ensaya una nueva forma de pensar y aplicar el marxismo en un espacio sociogeográfico distinto al de los países europeos que contaban con economías diversificadas y un proletariado organizado en torno a reivindicaciones de clase, condiciones necesarias aunque no suficientes, según Marx, para posibilitar la revolución socialista. Pese a que “modo de producción” es un concepto marxista privilegiado para analizar la estructura de una sociedad6, Mariátegui no se limita a él, sino que también explora las condiciones políticas, étnicas, religiosas, educacionales y literarias de Perú. Prioriza, por lo visto, la vocación totalizadora del marxismo para analizar las estructuras de su sociedad. Esta tarea, enorme y compleja, requería emplear más de una doctrina. Mariátegui lo sabe de sobra y quizás por eso, a riesgo de parecer un marxista poco riguroso, abraza un eclecticismo asaz explícito:7 Pienso que no es posible aprehender en una teoría el entero panorama del mundo contemporáneo. Que no es posible, sobre todo, fijar 5 La distinción de clase en sí y clase para sí es vital para comprender el postulado marxista de que la historia humana se reduce a la lucha entre opresores y oprimidos. Los conceptos de clase en sí y clase para sí fueron establecidos por Marx en su obra Miseria de la filosofía. Ponce los resume así: “A classe em si apenas com existência económica, define–se pelo papel que desempenha no processo da produção; a classe para si, con existência econômica y psicolôgica, define–se como uma classe que já adquiriu consciência do papel histôrico que desempenha, isto é, como ima classe que sabe a que aspira” (34). 6 Modo de producción es un concepto capital para el marxismo porque explica y determina, junto al intercambio, la base del orden social. De acuerdo a Marx, el modo de producción describe la manera o la forma: el “modo” en que se producen los bienes materiales: “El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general” (“Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política” 66). 7 Edgar Montiel destaca la “racionalidad matriz” del Amauta: “Para Mariátegui, formado en la lectura de las teorías económicas, sociológicas y filosóficas más avanzadas, estudiar la formación peruana requería una perspectiva histórica, global y estructural” (“Política de la nación” 66).


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en una teoría su movimiento. Tenemos que explorarlo y conocerlo, episodio por episodio, faceta por faceta. Nuestro juicio y nuestra imaginación se sentirán siempre en retardo respecto a la totalidad del fenómeno. (Citado por Casal 91)

La cita confirma el sentido crítico del Amauta hacia el pensamiento de Marx: parece que su propósito era “nacionalizar” el marxismo complementándolo con otros métodos de análisis8, acto de catarsis ideológica inaceptable para aquéllos que profesan un culto casi religioso a las “leyes” del materialismo histórico. En la actual coyuntura peruana y, en especial, en la historia del marxismo latinoamericano, es irrelevante empantanarse en discusiones poco productivas sobre si Mariátegui fue o no un “verdadero” marxista. Lo que importa es estudiar su pensamiento y comprender la forma en que abordó los problemas de su tiempo y su importancia para esclarecer una formación histórica a partir de un paradigma ideológico de tanta influencia en los movimientos sociales de Latinoamérica. El primer aporte de Mariátegui al desarrollo de la teoría marxista es una “negación”: no aplicar de manera mecánica las categorías del marxismo tradicional. Esta “desviación” le llevó a fundar un nuevo discurso: “[…] la nueva visión teórica de Mariátegui configuró una nueva forma de abordar los fenómenos peruanos y, en consecuencia, hizo uso de un nuevo discurso; nuevo dentro de la relatividad epistemológica con que se producen los conocimientos” (Montiel, “Política de la nación” 67). El procedimiento crítico del Amauta se explica por la lectura apropiada que hizo de su sociedad. En efecto, en el Perú de principios del siglo XX, país atrasado y sin una estructura industrial de importancia, no se podía hablar del “proletariado”, en términos reales, como de la clase transformadora de la sociedad en sí, y mucho menos de la que podía subsumir a las demás para construir un Estado obrero, el anhelo del marxismo clásico. Es más, 8

Juan E. de Castro, analizando los escritos literarios de Mariátegui, considera que éste: “[…] es un indigenista que lee a James Joyce, un revolucionario socialista de la década de los veinte que cree en la necesidad de suplir los clásicos del marxismo con las obras de Sigmund Freud, Henri Bergson, Georges Sorel o Miguel de Unamuno” (“Entre la revolución y la fantasía” 231). Un reparo: complementar no suplir.


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Mariátegui abandona la fórmula binaria de proletariado versus burguesía para concentrarse en el estudio de la sociedad concebida en términos de una organización policlasista9 cuyas relaciones están, hasta cierto punto, determinadas por un carácter nacional pero incompleto del Estado. Nacional por el esfuerzo de las élites oligárquicas de establecer soberanía y dominio en todo el territorio aunque desplazando del ejercicio del poder a sectores mayoritarios; e incompleto en cuanto aparato superestructural en vías de consolidación y/o modernización en un espacio de regiones diversas que no siempre se someten por completo al poder central10. Con este pensamiento, moderno para su tiempo, el Amauta introduce el marxismo en Latinoamérica y también propone, en un país poco desarrollado, categorías no estudiadas hasta esa fecha:11 “Pero justamente en estas condiciones de atraso y explotación, Mariátegui encuentra lo específico nacional, y lo encuentra en la medida en que recurre a un marxismo inexistente –hasta él– en América Latina; un marxismo que él mismo tiene que construir” (Sánchez 49). Otro de los aportes centrales de Mariátegui a la “construcción” marxista radica en la crítica del concepto de la “nación peruana” entendida como un aparato ideológico al servicio de una élite criolla que promueve la perpetuación de las desigualdades económicas, sociales y raciales contra los indígenas. Su postura no constituye uno más entre los innumerables escritos retóricos sobre el tema 9

La lucidez de José Carlos Mariátegui es sorprendente en este aspecto. La organización policlasista, es decir, la construcción de un Estado en torno a un compromiso de clases —aunque una etapa inicial para él— es un planteamiento descartado por el marxismo ortodoxo. 10 Los movimientos autonomistas regionales, tal como el caso del departamento de Santa Cruz en Bolivia, ejemplifican esta deficiencia del Estado en Latinoamérica. 11 David William Foster escribe que Mariátegui demuestra seguridad y autosuficiencia respecto al carácter innovador de sus planteamientos: “Esta actitud de confianza en el conocimiento de uno mismo y confianza en la validez, en la certeza de su propia exposición, es una de las cualidades más singulares y al mismo tiempo una de las características más, por así decir, ‘estéticas’ de los Siete ensayos. Porque estos ensayos de Mariátegui vienen desarrollados con una absoluta e inapelable fe en el punto de vista que el escritor está representando, que el escritor está paragoneando” (78).


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donde la lucha de clases lo explica todo. Al contrario, el Amauta, utilizando el método marxista, se propone redefinir una ideología nacionalista donde otorga prioridad a la integración de los indígenas —que no constituyen una “clase”— en función de un planteamiento económico y social: “Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos y a veces sólo verbales […]. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de la tierra” (Siete ensayos 35). El planteamiento tiene novedad incluso ahora. Ya no se trata de una visión paternalista, moralizante, “pedagógica”, y mucho menos racial para resolver el “problema” del indio:12 La suposición de que el problema indígena es un problema étnico se nutre del más envejecido repertorio de ideas imperialistas. El concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista. Esperar la emancipación del indígena de un activo cruzamiento de la raza aborigen con inmigrantes blancos, es una ingenuidad antisociológica, concebible sólo en la mente rudimentaria de un importador de carneros merinos. (Siete ensayos 37)

El pensamiento de Mariátegui es contundente respecto a la inserción y aporte del indígena a la economía peruana: identifica al régimen de la propiedad de la tierra, concentrada en pocas manos, como la causa del atraso económico de la “nación” y de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo indígena. Detrás de esta tesis subyacen, de manera intuitiva, referencias a la teoría económica de la productividad y el pleno empleo. El indígena, al ser marginado de la tenencia de la tierra y, sobre todo, debido a su posición en un sistema de relaciones de producción cercanas al modo esclavista13, es conside12 Enfatizar aspectos económicos es un matiz del pensamiento mariateguino

que está ausente y/o subordinado a reivindicaciones “raciales” de ciertos grupos indigenistas de la zona andina que pese a autodenominarse “socialistas”, “comunistas” y “marxistas” predican y llevan a cabo políticas conservadoras y antidemocráticas en función de los deseos y caprichos de sus caudillos: el clan Humala en Perú, Felipe Quispe y Evo Morales en Bolivia. 13 De acuerdo a Marta Harnecker, las relaciones sociales de producción son: “[...] las relaciones que se establecen entre los propietarios de los medios de


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rado “poseedor” y no “productor” de fuerza de trabajo. Por esto, el latifundista al “emplear” a sus siervos no se enfrenta a la racionalidad del capitalismo que maximiza la utilización del trabajo en términos de rendimientos marginales14. Esta situación incide de manera negativa en la productividad de la fuerza laboral del campesino andino, quien no tiene el menor incentivo salarial para producir por encima del costo marginal de su mano de obra, lo cual genera el problema del empleo “disfrazado” tan común en economías subdesarrolladas15. La explicación socioeconómica lleva a Mariátegui a desestimar cualquier tipo de solución educativa, moral, religiosa o legal que no resuelva el problema del latifundio, un régimen de explotación cercano al sistema esclavista en el cual: “[…] el trabajador pertenece al propietario particular, del cual es la máquina de trabajo […]. En la relación de vasallaje, es un elemento de la propiedad de la tierra, al igual que la acémila” (Marx, Fundamentos de la crítica de la economía política 356). En el pensamiento de Mariátegui —en este caso— no hay, en términos estrictos, un proceso innovador respecto del marxismo tradicional. Lo nuevo, empero, reside en señalar la emergencia política del indígena, calificado, además, de agente principal de su desarrollo histórico: La solución del problema del indio tiene que ser una solución social. Sus realizadores deben ser los propios indios. Este concepto conduce a ver en la reunión de los congresos indígenas un hecho histórico. Los congresos indígenas, desvirtuados en los últimos años por el burocratismo, no representaban todavía un programa; pero sus primeras reuniones señalaron una ruta comunicando a los indios de las diversas regiones. A los indios les falta vinculación nacional. Sus protestas han sido siempre regionales. Esto ha contribuido, en gran parte, a

producción y los productores directos en un proceso de producción determinado, relación que depende del tipo de relación de propiedad, posesión, disposición o usufructo que ellos establezcan con los medios de producción” (58). 14 La teoría de los rendimientos marginales está expuesta en cualquier texto de microeconomía. Uno de los más útiles es el de Walter Nicholson. 15 Para éste y otros problemas inherentes al desarrollo económico del “tercer mundo” consultar el texto de Michael P. Todaro.


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su abatimiento. Un pueblo de cuatro millones de hombres, consciente de su número, no desespera nunca de su porvenir. Los mismos cuatro millones de hombres, mientras no sean sino una masa inorgánica, una muchedumbre dispersa, son incapaces de decidir su rumbo histórico. (Siete ensayos 45. La cursiva me pertenece)

Para sustentar esta hipótesis que socava el planteamiento marxista de que el proletariado constituye el único agente viable del cambio social, Mariátegui realiza una descripción histórica del régimen de propiedad de la tierra que se remonta hasta tiempos del incario. En esa época, explica, la tierra pertenecía a toda la colectividad y el “Estado comunista” de los incas se basaba en la organización del trabajo comunal y en la distribución de los productos en una forma que denotaba una correspondencia estrecha entre las relaciones sociales y los medios técnicos de producción con la necesidad de maximizar el excedente y la acumulación de capital. En otras palabras, el imperio de los incas funcionaba siguiendo normas del comunismo primitivo en el cual el trabajo común y la propiedad de la tierra eran los elementos indispensables. Sin embargo, pese a su racionalidad y viabilidad socioeconómica, este régimen fue destruido por el contacto con la civilización europea: “Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable máquina de producción. La sociedad indígena, la economía incaica, se descompusieron y anonadaron completamente al golpe de la Conquista. Rotos los vínculos de su unidad, la nación se disolvió en comunidades dispersas” (Siete ensayos 15. Énfasis mío). En este pasaje el Amauta, al igual que un marxista ortodoxo, favorece la tesis de Federico Engels de que la Conquista quebró e impidió el ulterior desarrollo de la civilización incaica16. Pero, por otro lado, al contrario del marxismo clásico, Mariátegui habla del incario en términos de “nación”. Emplear este término, en el contexto histórico que analiza, resulta impreciso de acuerdo a la perspectiva marxista, ya que la constitución de la “nación” fue producto del desarrollo de la burguesía europea a fines de la Edad Media. Hay que precisar, sin embargo, que Mariátegui utiliza ese concepto para denotar el alto 16 Ver Friedrich Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el estado.


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grado de organización política, social y económica alcanzado por el imperio de los incas. Se trata, en realidad, de la reivindicación ideológica de la “nación” incaica frente al concepto europeo de que en América no existían organizaciones sociales comparables a las naciones colonizadoras, sino grupos de tribus “salvajes” o “caníbales” a quienes se debía “civilizar”. Así mismo, identificar, en la América precolombina, una identidad histórica “nacional”, además de ser un pensamiento moderno y contrahegemónico, tenía la intencionalidad de combatir, al interior de Perú, la imagen negativa que las capas de cultura “blanca” asignaban a los indios y, más que todo, otorgar validez práctica a la teoría del entronque socialista en el que el “comunismo primitivo” de los incas fuera continuado por el “comunismo científico” de Marx17. En tal sentido, la construcción de esta doctrina ya no era un transplante más de origen europeo, puesto que sus raíces históricas peruanas eran evidentes: El socialismo, aunque haya nacido en Europa, como el capitalismo, no es tampoco específico ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial… El socialismo, en fin, está en la tradición americana. La más avanzada organización comunista, primitiva, que registra la historia, es la inkaica. No queremos ciertamente –agregaba en respuesta a las críticas de Haya–, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. (Citado por Bassols Batalla 136)

Para Mariátegui el vínculo del modo de producción andino y la “creación heroica” justifica resaltar el pasado pre-colonial, propuesta sistemática repetida una y otra vez con diferencia de énfasis e intencionalidad. El objetivo del Amauta, al igual que el del Inca Garcilaso de la Vega, es rescatar “otra” tradición para oponerla en un mismo plano de importancia a la europea18; lo cual, a su vez, le servirá para sugerir el entronque, en términos ideológicos, de la organización del imperio incaico y la construcción del socialismo. Pero la base de esta nueva sociedad no es el proletariado sino una nacionalidad oprimida: 17 En varias ocasiones Mariátegui emplea los terminos “socialista” y “comu-

nista” como intercambiables. 18 Edgar Montiel explora este aspecto en “Política de la nación. El proyecto del Inca Garcilaso y de Mariátegui en el Perú de hoy”.


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el indio. Mario Vargas Llosa destaca esto cuando escribe que: “[p]ara Mariátegui, el indigenismo es inseparable del socialismo, y sólo el reemplazo de la sociedad feudal y/o capitalista por el colectivismo marxista hará justicia a los descendientes del imperio incaico” (67). Con esta conceptualización, José Carlos Mariátegui proporciona un aporte fundamental a la teoría política contemporánea de la zona andina: la emergencia del indígena como fuerza política e ideológica con predominio y objetivos propios19. Por esta razón se identifica, aunque estableciendo distancias críticas, con algunas posturas del indigenismo20, categoría subordinada, en términos restringidos, no a una concepción de clase y sí a la reivindicación histórica y racial de una nacionalidad “india” oprimida:21 “El socialismo ordena y define las reivindicaciones de las masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas, –la clase trabajadora– son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro socialismo no sería, pues, peruano –ni sería siquiera socialismo– si no se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas” (Mariátegui, “Indigenismo y socialismo” 28). Tal cual se puede observar, el pensador peruano deja de lado las categorías tradicionales del marxismo y propone que el indígena lleva en sí un germen revolucionario producto de una tradición histórica —el “comunismo” incaico—, el mismo que se opone al transplante mecánico de conceptos occidentales ya que: “[n]o es la civilización, no es el alfabeto del blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el 19

La actual emergencia del indígena en la política andina no exibe un comportamiento homogéneo tal cual teoriza y anhela Mariátegui. Al contrario, existen numerosos grupos indígenas cuyas posiciones oscilan desde planteamientos ultraconservadores de “izquierda” hasta aquellos que propugnan un “capitalismo andino”. Lo preocupante, empero, no es su tendencia a la “pureza” ideológica a imagen y semejanza del marxismo ortodoxo sino a la “pureza” racial. 20 A pesar de su rechazo al indigenismo en cuanto ideología viable para resolver el problema del indio, para Mariátegui el indigenismo literario es una especie de fase histórica para alcanzar la plenitud socialista. Es por esto que el indigenismo “traduce un estado de conciencia del Perú Nuevo” y es comparado al “mujikismo” de la literatura soviética prerevolucionaria (Siete ensayos 216). 21 Es interesante notar que pese a su gran sentido crítico, Mariátegui clasifica como indígenas andinos o, por lo menos, subordina a este grupo hegemónico a todos los indígenas de Perú.


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mito, es la idea de la revolución socialista. La esperanza indígena es absolutamente revolucionaria” (Mariátegui, “Prólogo” 10). La “revolución socialista”, entonces, podría ser una “vuelta” a los valores comunitarios del pasado histórico indígena. Pero volver a los valores comunitarios del incario es una posibilidad que no significa “resucitar” el imperio del Tawantinsuyo. Al contrario, es un acto necesario para aceptar y construir un socialismo crítico y moderno, es decir, “verdadero”. Lo contrario no pasa de ser una aberración utópica y/o demagógica. Por otra parte, Mariátegui teoriza que el indio, indisolublemente ligado a la tenencia de la tierra, vendría a ser, por encima del proletariado, el principal agente en la construcción de la nueva nación peruana22. Una vez más ruptura y entronque son los ejes del “verdadero moderno marxismo” mariateguino. El “comunismo incaico” reivindicado por el Amauta se basa en la conciencia mítica de un pasado socialista. Mas un pasado vivo y presente en la realidad actual que pese a sus imprecisiones y ambigüedades no deja de tener la fortaleza de un símbolo que define la “peruanidad”. Acaso por esto el Amauta enfatiza la sobrevivencia de elementos socialistas en las comunidades andinas: […] en las aldeas indígenas donde se agrupan familias entre las cuales se han extinguido los vínculos del patrimonio y del trabajo comunitarios, subsisten aún, robustos y tenaces, hábitos de cooperación y solidaridad que son la expresión empírica de un espíritu comunista. La “comunidad” corresponde a este espíritu. Es su órgano. Cuando la expropiación y el reparto parecen liquidar la “comunidad”, el socialismo indígena encuentra siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la propiedad en común son remplazados por la cooperación en el trabajo individual. (Siete ensayos 75) 22

Hay que destacar este matiz del pensamiento mariateguino. La emergencia política del indígena es la condición para establecer el socialismo, pero también la “meta de la renovación peruana”, el anhelo de los “hombres nuevos”: “La redención, la salvación del indio, he ahí el programa y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, más autóctono. Y los enemigos históricos y lógicos de este programa son los herederos de la Conquista, los descendientes de la Colonia” (Siete ensayos 193).


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El “socialismo indígena”, además de su carácter mítico, asume el rol práctico de preservar su célula organizativa —la comunidad— a tiempo de servir de fuente e inspiración del cambio revolucionario. En efecto, corresponde al indígena, organizado en torno a un programa propio, ser el actor de su transformación social. Es interesante notar que este planteamiento coincide con una veta del pensamiento político contemporáneo de los indígenas latinoamericanos: Para nosotros los indios la lucha de clase, la implantación del socialismo occidental, los modos de producción modernos y las economías de mercado, son caminos errados y métodos demasiado largos para alcanzar y plasmar el comunitarismo de nuestros abuelos. Nosotros tenemos otra ruta concreta, real y científica. Para entenderla hay que pensar en forma distinta al Occidente. Hay que ver, analizar y proyectar las cosas y los fenómenos en forma colectivista, porque por mandato de la naturaleza y del universo todo en su seno es colectivista. (Carnero Hoke 114. Énfasis mío)

“Pensar en forma distinta al Occidente”: eso es lo que hizo Mariátegui al incorporar al indígena al análisis marxista. Este aporte capital no ha querido ser reconocido por sus detractores que le acusan de querer volver al pasado ideal del imperio incaico. Pero nada más lejos que ello de su pensamiento. Para él, el “mito” socialista es tolerable y necesario en función de un anhelo o esperanza revolucionaria. No es casual, por tanto, que por cuestiones metodológicas y prácticas prioriza analizar la infraestructura económica, es decir, la base productiva que determina la posición de las clases sociales y su consiguiente esfera de poder. De ahí que, frente a sus críticos, concede que el indígena, por no acceder a la tenencia de la tierra, está degradado por su estado de servidumbre en el marco de una economía feudal que tiene que desaparecer o modernizarse por su ineptitud de crear riqueza y progreso: En la sierra, el feudalismo agrario sobreviviente se muestra del todo inepto como creador de riqueza y de progreso […]. Porque para la economía moderna –entendida como ciencia objetiva y concreta– la única justificación del capitalismo y de sus capitanes de industria y de finanza está en su función de creadores de riqueza. En el plano económico, el señor feudal o gamonal es el primer responsable del poco valor de sus dominios. (Siete ensayos 92)


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En la perspectiva del Amauta, el régimen de hacienda, al no poder generar una dinámica capitalista de maximización de utilidades, está desperdiciando la mayor parte de las fuerzas productivas de la nación23. Esta crítica implica el cambio de las relaciones de producción y la creación de una conciencia política revolucionaria donde surja una “clase” trabajadora andina —los indígenas— y una organización que la dirija —el partido socialista—. Una vez establecida tal precondición, Mariátegui estima que el surgimiento del sujeto indígena determinará el cambio histórico nacional. No obstante la novedad y validez teórica de esta tesis política, su ejecución práctica era de dudoso éxito por la inexistencia de una conciencia de clase indígena en los años veinte. La gran mayoría de indios, debido, entre otras razones, a la sobreexplotación y al desprecio racial y social a la que estaba sometida, no se había estructurado como clase en sí y para sí en torno a planteamientos sociales que reivindicaran sus aspiraciones ideológicas. Es más, las concepciones “indigenistas” se atribuían una representación que, al ser generada por un contexto capitalista dependiente y/o de enclave, era incapaz de presentar alternativas viables de solución al “problema del indio”. En este contexto, aunque Mariátegui propone la emergencia del indígena como factor de cambio estructural, subordina su acción al postulado marxista tradicional de la lucha de clases que considera que la conciencia de clase sobrepasa cualquier discurso ideológico coyuntural. En efecto, la acción política está subordinada a la conciencia de clase —un eje de convergencia ideológica por encima de cualquier militancia partidista—, ya que la conciencia de clase prioriza las aspiraciones irrenunciables del movimiento obrero en conjunto. Mariátegui favorece este postulado ortodoxo, pero lo enriquece con aditamentos novedosos para la época. Habla, por ejemplo, de que el Perú “Nuevo” está entrando a una etapa prerrevolucionaria favorable a los indígenas: “[l]a propagación en el Perú de las ideas socialistas ha traído como consecuencia un fuerte movimiento de 23

José Carlos Mariátegui sigue de cerca, en este aspecto, el pensamiento de Marx para quien el capitalismo cumplía: “[…] una función históricamente progresiva (brutal pero necesaria) en los países atrasados, en los que las estructuras precapitalistas eran arcaicas e inhibidoras del desarrollo de las fuerzas productivas” (Bustelo 212).


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reivindicación indígena” (Siete ensayos 44). Sin embargo, en esa coyuntura, históricamente determinada por el escaso desarrollo de las fuerzas productivas, el indio no puede llevar a cabo la revolución sin la guía intelectual de un partido. Esta propuesta del Amauta, una derivación de la influencia, a través de Sorel, de las ideas de Lenin, le llevó a postular la creación del partido socialista como una alternativa al proyecto político de Víctor Raúl Haya de la Torre24. Ahora bien, a pesar de la gran simpatía de Mariátegui por el indígena, su pensamiento parece oponerse no a la existencia, sino a la permanencia de éste como perteneciente a una nacionalidad diferente a la de origen europeo. Esto tiene que ver con el proceso de transición de una etapa feudal a otra moderna que no puede estar separada de una concepción historicista. Al contrario de lo que sugiere Alberto Flores Galindo25, la idea de revolución en el Amauta sigue, en este aspecto, un marxismo muy ortodoxo ya que corresponde a la concepción de la historia como desarrollo, una especie de línea que, aunque intermitente, avanza originando un proceso que reordena el pasado y dirige el presente para arrivar a un futuro “homogéneo” en el que se unifica una sociedad donde no existen diferencias de clase. Debido a esta perspectiva, Mariátegui, hasta cierto punto, implica la desaparición de lo “indígena” en una sociedad sin clases —la “utopía” marxista—. Por tanto, de manera consciente o no, es un “antiindigenista” a largo plazo porque su tentativa tiene que ver con el proyecto de crear una historia lineal, total y uniformadora en la que los diversos grupos culturales y raciales cedan sus peculiaridades a la homogeneidad de un Estado donde todos son, pretendidamente, iguales. Esta es la paradoja de Mariátegui. Si bien lucha por reivindicar y liberar al indio de la opresión socioeconómica para que alcance representatividad nacional, su proyecto futuro exige su homogeneización y, por consiguiente, su desaparición —aunque de un modo sutil y bien intencionado— en el 24

Ver los estudios de Bassols Batalla; Chang–Rodríguez; Falcón; y Prado Redondez. 25 Rechazar la idea del marxismo ortodoxo del progreso lineal y la concepción eurocéntrica de la “historia universal” es, según Flores Galindo, una característica esencial del marxismo de Mariátegui (50).


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proceso revolucionario. En los últimos años, esta vertiente del pensamiento del Amauta ha sido desactualizada por la idelogía y la acción política de algunos grupos de indígenas que luchan por sus reivindicaciones aferrados a tesis contestatarias e independientes de cualquier tipo de discurso europeo neocolonial26. A pesar de que esta postura mariateguina puede criticarse como propia de un idealismo político, tipificada por la imprecisión de objetivos y por el deseo voluntarista de “incorporar” al Estado a todas las nacionalidades peruanas y, hasta cierto punto, mejorar las relaciones sociales de producción, su mérito estriba en trascender su relacionamiento con la clase proletaria, y en la práctica desarrolla una política inclusiva con claras tendencias a lograr una alianza de clases. Este, tal vez, sea el legado político más actual del pensamiento del Amauta: construir una sociedad pluriclasista con objetivos socialistas. En suma, los Siete ensayos estructuran un discurso contrahegemónico que rebasa el ámbito exclusivo del marxismo. A su autor no le interesa aplicar esa doctrina de una manera automática o repetitiva. La urgencia de su mensaje y su importancia radica, en gran parte, en reclamar para los indígenas —la mayoría de los peruanos—, la dignidad de una “otra” identidad que les fue negada desde la época colonial. En este sentido busca justicia no para una “clase” sino para todas a riesgo de “desindigenizar” al Perú ya que, hasta cierto punto, el Amauta sacrifica la categoría étnica en aras de la revolución proletaria. Lucha, entonces, por ser lo que es, un transculturado que propone vivir de acuerdo a las enseñanzas de la civilización europea —el marxismo— rescatando la tradición de sus antepasados quechuas —el Estado “socialista” del incario—. En esta tarea el uso del

26 Según Josefa Salmón: “La población indígena en el caso boliviano (los aymaras) no adoptan el papel pasivo sino que harán uso del discurso revolucionario para seguir una lucha de siglos por mantener sus tierras y lo ligarán a su propia ideología del retorno de Tupac Katari que será cuando todas sus partes (que se encuentran enterradas y desparramadas en distintos lugares) crezcan y surja de nuevo el Inca. De esta manera, la posición adoptada por estos intelectuales como sujetos de transformación histórica será cuestionada por los grupos indígenas que más bien se apropian de la ideología revolucionaria, hecho que nos hace reinterpretar las posiciones de colonizador y colonizado” (183–4).


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marxismo funda una estrategia política y cultural que le permite mantener viva y profundizar su resistencia al Estado oligárquico sin abandonar o desvalorizar la tradición cultural referida a la comunidad, es decir, a la colectividad del modo de producción andino. Esta característica proporciona una clave para comprender su labor analítica: no es un mero “uso” del método marxista —en especial en cuanto logos ordenador—, sino un planteamiento nuevo que combina tradición y cambio porque valora la organización socioeconómica del imperio de los incas por medio de un ejercicio crítico que prioriza la demostración a la repetición, tal cual explica Montiel: […] con los ensayos de Mariátegui se produce una ruptura epistemológica en la ciencia social del continente; el paso de la afirmación a la demostración, la utilización del método en lugar del discurso retórico, la sustitución de las nociones por los conceptos. Se puede decir que desde entonces hay un ejercicio analítico pre– Mariátegui y otro post–Mariátegui. Gracias a Mariátegui ahora estamos en la era post–mariateguista. (“Política de la nación” 71)

La rigurosidad teórica de José Carlos Mariátegui y su sentido crítico explican las razones por las que no utilizó el método marxista de forma mecánica o repetitiva para analizar y propugnar una nueva sociedad en una realidad histórica diferente a la de cualquier país europeo. La “peruanidad” se oponía a la implantación del marxismo despojado de su principal atributo: la conciencia crítica y dialéctica, es decir, el “verdadero moderno marxismo”.

GUSTAVO V. GARCÍA ROSE-HULMAN INSTITUTE OF TECHNOLOGY, INDIANA


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De la búsqueda falible al racionalismo crítico en el pensamiento de Karl Popper Resumen A lo largo de las aportaciones ofrecidas por Karl Popper al desarrollo de la filosofía de la ciencia, se reclama con contundencia que la verdad o falsedad, en cuanto tales, no pueden juzgarse intralingüísticamente, sino más bien haciendo referencia a algo exterior que ofrece el contenido empírico de lo predicado por determinados enunciados. Dicha postura no impide que todo conocimiento sea falible, convirtiéndose siempre en provisional y no pudiendo aceptarse, sin más, una concepción de la verdad como correspondencia de los hechos, los cuales, sin embargo, existen independientemente de que haya sujetos predispuestos a observarlos o a experimentar con ellos, de la manera que fuere, llegando hasta establecer contrastaciones plausibles. El papel de la experiencia acaso se limite a haberse convertido en simple instancia refutadora o falsacionista de teorías establecidas e hipótesis fabricadas con precisión y rigor.

La ineludible contribución de Karl Popper al desarrollo de la filosofía de la ciencia se pone de relieve en estudios tan conocidos como Conjectures and Refutations, Objective Knowledge, The Myth of Framework y The World of Parmenides, entre otros varios que también pudieran ser citados a este respecto. Basta encontrarse familiarizado con los raciocinios expuestos en dichos textos filosóficos para poder afirmar, sin ambigüedad alguna, que, según Popper, la adopción o rechazo de teorías científicas depende del razonar crítico, realizado no en aislamiento, sino en combinación con los resultados tanto de la observación como del experimento, operaciones intelec207


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tuales de insoslayable valor para los defensores de tesis empiricistas. Ahora bien, Popper podría hasta estar de acuerdo con lo afirmado por Bertrand Russell en A History of Western Philosophy, sobre todo al reivindicar que el empirismo puro no constituye una base suficiente para la ciencia1. En todo caso, el papel de la experiencia, de acuerdo con lo que Popper reitera una y otra vez, acaso se limite a convertirse en una simple instancia falible o refutadora. Dicho de modo algo diferente, la realidad termina imponiéndose, aunque sea bajo la forma de error. Como consecuencia, cualquier contexto teórico previo que se haya edificado tendría simplemente un valor provisional y tentativo, encontrándose siempre expuesto y abierto a corroboraciones, de diverso grado, y a rechazos procedentes de contrastaciones experimentales. Partiendo del asentamiento del discurso filosófico de Popper en una cierta concepción realista del conocimiento, las páginas que siguen tienen como finalidad poner en evidencia el racionalismo crítico de este pensador que no sólo llega a desestabilizar las teorías de la verdad, de carácter correspondencionista, abandonándolas ostentoriamente, sino que también se aparta de las propuestas teóricas mantenidas por el inductivismo empirista, sin caer, por otro lado, en relativismos nihilistas o irracionales. Precisamente debido a que Popper tiene en cuenta la pluralidad de perspectivas adoptadas, lo mismo que la abundancia nunca extinguida de marcos o encuadramientos raciocinantes, su quehacer intelectual puede muy bien ser considerado como una búsqueda falible de la verdad, a la cual nunca se consigue llegar de modo satisfactoriamente definitivo, pues los intentos de falsación de cualquier teoría forman parte no sólo de las reflexiones de dicho pensador, sino también impiden descansar en un final tranquilizador y, en última instancia, fijo2. Esta predisposición intelectual lleva consigo una postura de suma pru1

Cuando se refiere a las insuficiencias del empirismo puro, Russell alude a los raciocinios positivistas de David Hume. 2 Aunque Popper no muestra reparo alguno en utilizar el lexema verdad, los efectos desestabilizadores ocasionados por los continuos y persistentes intentos de falsación por él propuestos tal vez no se encuentren muy alejados de lo realizado por algunas estrategias deconstructoras a las que se refiere Jacques Derrida con frecuencia en su prolífera producción filosófica.


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dencia y precaución cuando se flirtea con hipótesis, sean de la modalidad que fueren, que, si al ser contrastadas, se demuestran estériles, tendrían que ser eliminadas de consideración alguna. En consecuencia, Popper no se encuentra interesado en acumular experiencias, sino, en todo caso, en rechazar aquellas que han sido falsacionadas, de una forma u otra. Los efectos producidos por la puesta en práctica de tal falibilismo se manifiestan en un raciocinio siempre dinámico y nunca asentado irremediablemente en planteamientos previos. Por otro lado, conviene no olvidar, desde un primer momento, que la imposibilidad de interrumpir el proceso de búsqueda iniciado ocasiona una apertura radical de tal calibre que llega a trascender cualquier tipo de procedimiento científico especializado. En The Open Society and Its Enemies, Popper demuestra sufrir de una incomodidad visceral si tuviera que enfrentarse a las limitaciones que impidiesen la búsqueda y el perfeccionamiento continuo en todos los órdenes de la existencia. Con el fin de soslayar los obstáculos que pudieran presentarse en dicha tarea dinámica, tal pensador no siente reparo alguno en proponer formas de convivencia en las cuales la libertad individual o colectiva, la no violencia, la apuesta por la racionalidad y la disposición a la crítica implacable constituyan valores altamente primordiales. De hecho, es esa idea de sociedad abierta, y no las conceptualizaciones historicistas de lo que podría ser definido como justicia absoluta, la que traduce en el plano político el raciocinio de aproximación a la verdad que lleva a cabo Popper3. La propuesta de una apertura nunca interrumpida tanto en el orden del razonamiento utilizado en las ciencias sociales como en la gnoseología crítica se ve reforzada considerablemente si se tiene en cuenta la concepción realista del conocimiento, de la que, con frecuencia, hace gala Popper en sus escritos. Este pensador reclama con contundencia que la verdad o falsedad, en cuanto tales, no pueden juzgarse intralingüísticamente, sino más bien haciendo referencia a

3 La crítica al historicismo, tal y como se desprende de la línea argumentativa seguida en The Open Society and Its Enemies, va dirigida, sobre todo, a evidenciar las consecuencias nefastas, derivadas de los planteamientos idealistas de Hegel y de sus aplicaciones materialistas, propuestas en los escritos de Marx.


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algo exterior que ofrece el contenido empírico de lo predicado por determinados enunciados. Dicha postura no impide que todo conocimiento sea falible, convirtiéndose siempre en provisional, no pudiendo aceptarse, sin más, una concepción de la verdad como correspondencia con los hechos, los cuales, sin embargo, existen independientemente de que haya sujetos predispuestos a observarlos o a experimentar con ellos, de la manera que fuere, llegando hasta establecer contrastaciones plausibles. El papel de la experiencia acaso se limite a haberse convertido en simple instancia refutadora o falsacionista de teorías establecidas e hipótesis fabricadas con precisión y rigor. En último término, estos constructos especulativos pueden ser y de hecho son aceptados única y exclusivamente de modo provisional y tentativo, no eximiéndolos, si fuera preciso, de intentos falsacionadores, coronados, en muchos casos, de un reconocido éxito. Si esto es así, el origen del conocimiento no se basa en experiencias acumulativas, a las que recurren una y otra vez teorías inductivistas, calificadas por Popper como ingenuas. No debería olvidarse a tal efecto, que dichas teorías toman como datos sensibles lo que es producto de un complejo intercambio entre el sujeto cognoscente y la realidad extramental. Es destacable que en estas propuestas del filósofo aquí estudiado existen manifiestas reminiscencias del pensamiento de Immanuel Kant desarrollado en la Crítica de la razón pura. Conforme ha sostenido en términos especulativos Popper en La lógica de la investigación científica, Kant, en cierto modo, fue el primero en darse cuenta de que, a pesar de las proclamas formuladas por Isaac Newton acerca del origen observacional de sus principios dinámicos, la verdad universal y necesaria procedía de aquello que la razón aporta a la hora de conocer. Dice, a dicho respecto, Popper en tal estudio filosófico: No es posible destilar ciencia de experiencias sensoriales sin interpretar, por muy industriosamente que las acumulemos o escojamos; el único medio que tenemos de interpretar la Naturaleza son las ideas audaces, las anticipaciones injustificadas y el pensamiento especulativo: son nuestro solo organon, nuestro único instrumento para captarla. (260-261)

Aún manteniendo el posicionamiento epistemológico de Kant, Popper afirma que la racionalidad de la ciencia radica, precisamente,


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en que, a pesar de la carga teórica de las observaciones, nunca deja de ser una actividad en la que se da siempre una renovada discusión sobre los méritos de las diversas propuestas planteadas, persiguiéndose, más que una consolidación acumulativa de observaciones, como defendieron los positivistas, el derrocamiento de las mismas. De hecho, no hay nunca una garantía fáctica y aquellos que no se encuentran dispuestos a exponer sus ideas a la aventura de la refutación no participan propiamente de la actividad científica. Ni ningún proceso inductivo elevado a patrón de descubrimiento, ni tampoco los intentos verificatorios de contrastación, llegan a representar una imagen adecuada y aceptable del conocimiento y métodos científicos. Se precisa puntualizar que, en consonancia con los posicionamientos adoptados por los positivistas y hasta por el propio Popper, las respectivas propuestas gnoseológicas resultan incompatibles. A la hora de analizar el problema de la contrastación empírica de las teorías, los positivistas buscan el apoyo en datos verificables. Popper, en cambio, tiene en cuenta el grado en que una teoría ha salido indemne de los intentos sinceros y estrictos de falsación a la que ha sido sometida. En Conjectures and Refutations, el pensador aquí estudiado tematizó las diferencias epistemológicas fundamentales que existen entre el programa verificatorio utilizado por los positivistas y el falibilismo propio del racionalismo crítico por él defendido. Para este pensador, un sistema sólo debe ser considerado científico si emite enunciados que pueden entrar en conflicto con observaciones o experimentos; y la manera de testar un sistema es, en efecto, tratando de crear tales confrontaciones, es decir, intentando refutarlo. Popper declara taxativamente que una proposición (o una teoría) es empírico-científica si y sólo si es falsacionable. A la hora de explicar este posicionamiento, dicho pensador admite que para la falsabilidad de una hipótesis es suficiente contar con la existencia de, al menos, un enunciado básico que puede ser un potencial refutador de la teoría, llegando hasta contradecir lógicamente el sistema de enunciados propuestos. Conviene, no obstante, matizar tal juicio crítico, afirmando que falibilidad no significa sino una relación lógica entre una proposición y sus posibles falsacionadores, pero no implica que, de hecho, aunque se produzca esa relación, siempre se considere refutado de una manera taxativa el correspondiente


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enunciado. Se precisan, pues, incorporar reglas especiales que determinen en qué condiciones se debe considerar falsacionado un sistema de proposiciones presuntamente científicas. Según lo expuesto en Conjectures and Refutations, cuando Popper discute la crucialidad de algunos experimentos contrastadores, afirma que, en la mayoría de los casos, antes de falsacionar una hipótesis, ya se tiene otra dispuesta para ser aceptada, pues el experimento falsacionador suele ser planteado como crucial por su fuerza para decidir entre dos teorías rivales. Dicho de otro modo, este filósofo no llega ni siquiera a imaginar una situación en la que se debería optar entre una teoría fundada o ninguna4. En cualquier caso, lo que siempre ha querido evitar Popper es que el reconocimiento de límites a la falibilidad conlleve propuestas metodológicas abocadas a implicar el abandono del racionalismo crítico por él adoptado tanto en sus reflexiones especulativas como en sus propuestas políticosociales. Aun más, dicho pensador llega hasta sostener que los intentos de falsación deben dejar intacto el conocimiento básico ya admitido, pues no es factible poner en duda todas y cada una de las suposiciones de que se parte en cualquier raciocinio, sea éste de la naturaleza que fuere. El planteamiento de René Descartes, propuesto en The Discourse on Method and the Meditations, de comenzar con un saber desde cero, carece totalmente de sentido, en opinión de Popper, para quien toda crítica debe ser fragmentaria y no se puede someter a contraste el conocimiento, considerado éste como un todo5. Para expresarlo de otra forma, existe una indiscutida base gnoseológica, la cual, sin embargo, puede ser objeto de demarcaciones, poseedoras tal vez de validez únicamente provisional. En definitiva, establecer cuáles son los componentes del edificio del conocimiento que deben ponerse en tela de juicio forma parte de la discusión crítica de las teorías, resultando inaceptable el adoptar posicionamientos o respuestas aprioristas, no susceptibles de encon4

En “La falsación y la metodología de los programas de investigación científica” I. Lakatos evidencia estar de acuerdo con Popper al presentar alternativas a la teoría falsacionada. 5 La fragmentariedad con la que se solidariza Popper contrasta con el cuestionado totalitarismo fundante de Descartes.


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trarse sometidas a un riguroso escrutinio contrastable. Hay veces que dichos enunciados o hipótesis serán objeto del correspondiente estudio, realizado de un modo colegial y en otras ocasiones convendrá más la aproximación individual. No existen razones, de orden lógico o experimental, que impongan una sola respuesta. Popper apela en este punto a un factor que, considerándole indispensable, lo denomina con la expresión “éxito predictivo”. En efecto, sólo tal éxito puede mostrar que las teorías propuestas o defendidas poseen un contenido de verdad, al menos provisional, habiendo conseguido superar ya la lógica falsacionadora. De hecho, una sucesión ininterrumpida de teorías refutadas pronto dejaría perplejos y desanimados a los científicos, pues se quedarían sin ningún conocimiento básico. Reconoce Popper las limitaciones inherentes a los intentos de falsación por él propuestos como parte integrante del racionalismo crítico. Este pensador llega a defender que, frente al positivismo, se puede sostener la incapacidad de la naturaleza o la realidad para ofrecer rotundas respuestas afirmativas a las preguntas teóricas. Por otro lado, tampoco es fácil, de hecho, encontrar negaciones contundentes. La decisión de emplear el método crítico y de no inmunizar las construcciones teóricas implica ligar el destino de tales teorías a las relaciones lógicas que puedan existir entre ellas y a los enunciados básicos falsacionadores. Estos enunciados describen, de algún modo, un acontecimiento. En realidad, afirmar que un enunciado es verdadero supone tanto como sostener que es compatible con el conocimiento básico aceptado y disponible. Por el contrario, un enunciado sería falso si contradijera cierto conjunto de enunciados básicos ya aceptados. Evidentemente, siempre cabría preguntarse por la verdad de los enunciados que componen el conocimiento básico de la ciencia. En lo que se refiere a este tema, Popper remite a la decisión que realizan los científicos en un momento determinado a la luz de la discusión crítica. La relevancia de dichos enunciados es tal que una hipótesis, independientemente del modo como se encuentre formulada, siempre tendría que permitir la deducción, a partir de ella, de algún otro enunciado singular, dispuesto a contradecirla desde coordenadas espacio-temporales. A todo esto se podría añadir que una teoría será tanto o más falsacionable cuando más posibilidades


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de contrastación falible contenga. Por otro lado se precisa advertir que el grado de testabilidad empírica también incorpora como un ingrediente fundamental la decisión sobre qué parte de una teoría en concreto ha de ser sometida a la lógica falsacionadora. Argumenta Popper, a este respecto, en La lógica de la investigación científica, que el equivocado intento de discutirlo todo podría fácilmente conducir al fracaso del debate crítico. Esta apreciación se ve apoyada por el hecho de que no todo lo que se sabe acerca del mundo puede ser expresado en forma de enunciados sobre las propias experiencias inmediatas. Algunos filósofos pospositivistas de la ciencia (tales como Hanson, Quine o Kuhn) recogen dicho posicionamiento de Popper, llegando a afirmar que todo enunciado contrastable empíricamente y descriptivo, por muy básico que sea, utiliza nombres o símbolos universales abocados a trascender con mucho las experiencias inmediatas, pues posee siempre el carácter de una teoría. Tales símbolos universales no expresan compromisos ontológicos, sino, en todo caso, teorías, susceptibles de ser verdaderas o falsas. Insistiendo en el carácter revisable de los enunciados básicos de la ciencia, advierte Popper que la base empírica de la que se parte no tiene nada de absoluta, ni tampoco se encuentra indiscutiblemente cimentada. De hecho, cuando se interrumpe el intento de introducirse hasta el estrato más profundo, ello no se debe a que se haya topado con terreno firme. Si se interrumpe el proceso de profundización es simplemente debido a que se considera haber llegado a detectar una firmeza suficiente como para apoyar la estructura construida por el momento. El carácter no definitivo ni fijo de la base en cuestión favorece que se puedan llevar a cabo intentos de falsación que evidencien hasta la superficialidad congénita de cualquier asentamiento considerado como inamovible. Ni siquiera el inductivismo puede construirse en una teoría bien establecida sobre rigurosas observaciones y experimentos adecuadamente trazados. En cualquier caso, la racionalidad de la ciencia defendida reiteradamente por Popper se encuentra ligada a una discusión nunca extinguida sobre los méritos de las teorías en cuestión, llegando, si fuera preciso, al derrocamiento progresivo más que a la supuesta consolidación acumulativa de observaciones vistas como necesarios instrumentos de apoyo. Contrariamente a lo defendido por Rudolf Carnap en “K. R. Popper


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on the Demarcation Between Science and Metaphysics” y “Popper on Probability and Induction”, ni siquiera la apelación, por otra parte, justificada, a una lógica inductiva de carácter probabilitorio, puede aportar una solución positivista al problema del conocimiento y al método científico. Apelar a grados de probabilidad y confirmación, en vez de a certezas absolutas, no resulta ser de gran ayuda. Frente a lo propuesto por teorías inductivistas, en Los dos problemas fundamentales de la epistemología Popper prefiere desarrollar el concepto de grado de corroboración. Para dicho pensador, la corroboración consiste en un informe resumido del éxito contrastador, al tiempo que se evalúa la importancia o la falta de interés de lo ya afirmado por determinadas hipótesis. Ahora bien, Popper no se cansa de insistir en que el concepto de corroboración no tiene nada que ver con la probabilidad objetiva de una hipótesis determinada. De hecho, una teoría ha de aceptarse cuando ya ha resistido mejor que sus rivales las contrastaciones a las que ha sido sometida. En consonancia con este juicio crítico, por grado de corroboración entiende Popper tanto el informe conciso que evalúa la discusión originada por dicha teoría en un momento determinado respecto al modo en que resuelve los problemas planteados, como el correspondiente grado de contrastabilidad, sin menoscabar el rigor preciso de las contrastaciones a que ha sido objeto y la modalidad concreta utilizada para salir de ellas con éxito. Conviene reiterar una vez más que, de acuerdo con lo expresado con explicitez manifiesta a lo largo del raciocinio discursivo de La lógica de la investigación científica, a Popper no le resulta factible alumbrar una medida del grado de corroboración que se preste a ser interpretada en términos de probabilidad. Lo involucrado en todo intento de alumbrar una lógica inductiva se encuentra condenado, pues, al fracaso6. De cualquier forma, los enunciados propuestos sólo pueden ser corroborados siendo susceptibles de confirmación provisional y encontrándose sometidos a un escrutinio permanente. Se 6 Para una exposición general de la idea positivista de apoyo inductivo y de

sus deficiencias, puede consultarse el estudio de Eugenio Moya en La disputa del positivismo en la filosofía contemporánea. Este mismo filósofo ha tratado de las objeciones que Popper ha lanzado sobre el inductivismo en Crítica de la razón científica y Conocimiento y verdad.


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precisa agregar, a todo esto, que la mínima equivalencia entre grado de corroboración y grado de probabilidad es desestimada abiertamente por Popper. No cabe la menor duda de que la negación de esta equivalencia acarrea repercusiones epistemológicas importantes. De hecho, tal pensador se encuentra proclive a defender que los casos referidos a experiencias concretas, ya estudiados, acaso puedan parecerse a aquellos todavía no considerados. Este principio se halla muy distante de las posiciones epistemológicas propias de los que favorecen cualquier variación o modalidad concreta de inductivismo. Conforme se está ya en condiciones de apreciar, tanto en la propuesta del grado de corroboración como en la crítica implacable lanzada contra el inductivismo, Popper se refiere a dos modos determinados de entender y conceptualizar las relaciones entre teoría y experiencia: el modo que él considera acrítico o verificacionista y el crítico o falsacionista. Son dos modos de enfrentarse a la confirmación de hipótesis establecidas. Uno busca mediante el grado de probabilidad el apoyo que posee la teoría en cuestión. La propuesta falsacionista, por otro lado, se interesa por el grado en que esa teoría ha salido indemne de los intentos falsacionadores a los que ha sido sometida. De acuerdo con lo explicado con anterioridad, Popper defiende la propuesta falsacionista, oponiéndose así al inductivismo verificatorio. Este posicionamiento de dicho pensador le impulsa a pronunciarse a favor de una ciencia que no tema ser arriesgada y audaz, proponiéndose como meta y finalidad buscar un alto contenido informativo y, por ende, una marcada improbabilidad. En Objective Knowledge se lee que cuanto más exprese una teoría, más eventos prohíbe y esto significa que más posibilidades existen de falsacionarla. Ahora bien, esto no impide encontrarse con una evidencia empírica que parezca igualmente apoyar a dos hipótesis incompatibles. En tal caso, ambas deberían ser tratadas, de modo indiscriminatorio, como si se estuviera ante dos teorías viables que hasta ahora han sido corroboradas, pero a las que se precisa someter a contrastaciones rigurosas para decidir, en un momento posterior de la discusión crítica, cuál de ellas merece mayor examen y mejor evaluación. Al no conferir a las hipótesis ninguna potencia reforzada de verdad, la corroboración permite obviar, en principio,


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también cualquier otra hipótesis, no mostrando preferencia ni favoritismo hacia ninguna de ellas. Aun más, Popper llega hasta afirmar en Conjectures and Refutations que el que una descripción determinada sea deducible de alguna hipótesis no es garantía, en modo alguno, de que el hecho descrito apoye la teoría en cuestión; sólo podría expresar ese resultado si se hubiese realizado un sincero y riguroso esfuerzo de contrastación. Ahora bien, dicho pensador advierte que no puede considerarse como un ejemplo válido de contrastación sincera aquél que se encuentre fundamentado simplemente en lo ya conocido con anterioridad, sin haber estado sometido a un riguroso y preciso intento de falsación. Según lo expuesto por Popper en La lógica de la investigación científica, las instancias confirmatorias o los ejemplos positivos de una determinada hipótesis le proporcionan a ésta un grado de corroboración que decrece cuanto más se repita. En consecuencia, resulta ser un hecho no sólo conveniente desde un punto de vista metodológico, sino también muy utilizado en el proceder científico, el que se conceda a los primeros ejemplos de corroboración mucha mayor importancia que a los últimos. Este pensador advierte que la mera repetición de ejemplos positivos no elevaría, en contra de las propuestas inductivistas, el valor confirmatorio de una hipótesis. Para Popper, en definitiva, sólo un dato evidencial inesperado puede dar a una determinada hipótesis un grado de apoyo significativo. Esta tesis la ejemplifica dicho filósofo a través de lo por él denominado principio del rendimiento decreciente en las contrastaciones repetidas. Tal principio afirma que el grado de corroboración es máximo cuando la probabilidad de una determinada consecuencia derivada de una hipótesis es nula. A medida que la probabilidad aumenta, el grado de corroboración disminuye. Para que se desarrolle la ciencia, según defiende Popper en Conjectures and Refutations, se precisa tener en cuenta dicho grado, el cual puede servir de apoyo al contenido de verdad de una nueva teoría, allí donde las teorías anteriores acaso fuesen falsas, a pesar de encontrarse fundamentadas en probabilidades más o menos reconocidas por determinados sectores de investigadores científicos. Popper insiste una y otra vez en demarcarse del inductivismo verificatorio y positivista, reduciendo así la función confirmatoria de la experiencia. Este pensador prefiere,


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pues, servirse del concepto de grado de corroboración, el cual no va más allá de una propuesta minimizatoria del papel desempeñado por la realidad7. Al falsacionar una teoría previa, por lo general se está promoviendo, de algún modo, una nueva hipótesis, apoyada en el grado de corroboración que la sustente. Tal proceso falibilista evidencia, según Popper, el carácter revolucionario del desarrollo científico, el cual no olvida que si una teoría ha de constituir un paso adelante precisa haber entrado en conflicto con su predecesora, llegando hasta contradecirla y derrocarla. Ahora bien, una teoría, por revolucionaria que sea, debe ingeniárselas para explicar plenamente el éxito de su predecesora y producir, en última instancia, resultados aun mejores que los de ésta. Lo que aquí se pone de manifiesto es una cierta conservación del conocimiento, sobre todo si se tiene en cuenta que es habitual y frecuente hallar teorías abocadas a corroborar cada vez más y mejor lo ya conocido de la realidad, explicado también por teorías previas. Conviene puntualizar todo esto, sin embargo, afirmando que las nuevas teorías no se limitan a contestar a toda cuestión empírica, al menos de la misma manera que lo hacían las predecesoras, sino que revisan, sobre todo, algunas respuestas dadas por ellas. Tal revisionismo constante le sirve de fundamento conceptual a Popper para sostener que la idea de un desarrollo del conocimiento puramente acumulativo es epistemológicamente falsa. Por consiguiente, el progreso científico es revolucionario, lo cual no se opone a que dicho desarrollo pueda ser continuo y, al mismo tiempo, racional, resultando siempre factible decidir si una teoría es mejor que su predecesora. Para expresarlo de otra forma, si existieran dos teorías, aunque fueran incompatibles, no es difícil en modo alguno poder disponer de criterios falibles y objetivos de progreso que inclinen la balanza epistemológica hacia una de aquellas. Concretamente Popper apunta a dos criterios: uno consiste en el aumento del contenido empírico y el otro en la verosimilitud. Una teoría dispone de con7 P. Feyerabend en “Popper’s Objectivity Knowledge”, va más allá de las propuestas de Popper y sostiene explícitamente que la realidad cobra una función neutralizadora. Este crítico llega a convertir los duelos entre teoría y realidad en una especie de juego dialéctico en que se involucran hipótesis rivales.


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tenido empírico mayor que otra si emite afirmaciones más precisas y es susceptible de someterse a intentos de refutación de una mayor severidad, prestándose a ser contrastada independientemente. Tal teoría no sólo sirve para dar cuenta de los hechos que explican su génesis, sino que, además, permite predecir fenómenos nuevos. Conviene reiterar una vez más que una teoría es más verosímil y se acerca más a la verdad que otra si ha superado las pruebas empíricas de su rival y además ha sabido tener éxito no sólo en los anteriores intentos refutadores en los que la otra fracasó, sino también hasta en nuevos intentos dignos, a su vez, de una apropiada consideración. Conforme se está en condiciones de advertir, al tratar de aproximarse a la verdad mediante las propuestas de falsación, Popper se aleja de lo que él considera uno de los aspectos más perturbadores de cualquier procedimiento intelectual, es decir, el relativismo, propenso siempre a hacer acto de presencia en el escenario filosófico bajo múltiples formas y perfiles muy diversos. Dicho relativismo puede girar en torno a problemas estrictamente gnoseológicos, como el del conocimiento y la justificación racional de enunciados sobre la realidad, lo mismo que alrededor de problemas de convivencia social y de posicionamientos políticos. Según lo que el pensador aquí estudiado expresa en The Myth of Framework, al calor del relativismo se han instalado dos nociones que, en principio, son bastante diferentes: la primera afirmaría que todo vale. La aceptación de esta actitud intelectual, considerada en sentido amplio, implicaría un cierto pluralismo teórico. La segunda idea le parece más perniciosa a Popper, pues llegaría, sin duda alguna, a imposibilitar el ejercicio riguroso de la crítica. Tal noción se manifiesta en el aserto de que todo vale igual. Al hacer esta distinción entre ambos conceptos, dicho filósofo se esfuerza por diferenciar el relativismo de cualquier planteamiento pluralista, sobre todo si éste es crítico. El relativismo defiende la justificabilidad de todas las tesis intelectuales y, por tanto, la idea de que al valer todo, nada valdría. Sin embargo, Popper sostiene que el pluralismo se encuentra comprometido no con la indiferencia, sino con un cierto posicionamiento tolerante, en función del cual se llega a defender inequívocamente aquello que resista mejor un escrutinio crítico-racional. Una discusión, científica o no, sería por tanto más fructífera cuando más interesantes y difíciles fueran


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las cuestiones a las que se precise enfrentarse, tanto o más provocadoras resulten las opiniones vertidas y, en definitiva, tanto o más se ensanchen los horizontes intelectuales8. Es cierto que, con frecuencia, acaso no se encuentren supuestos comunes, sino, en todo caso, problemas compartidos, aun colocándose en marcos existenciales diferentes y hasta alejados. No obstante, aun en las circunstancias más extremas, Popper reconoce la existencia de conflictos de supervivencia que formarían parte del acervo bioantropológico común que es asumido hasta por culturas diametralmente opuestas, las cuales, aun colisionando o confrontándose entre sí, pueden llegar a prosperar del modo que fuere, pero sin rechazar la aceptación de una crítica radical abocada a falsacionar todo lo considerado superable en unos casos y caduco en otros. En The Open Society and Its Enemies, se señala que la tradición crítica, inducida por el uso generalizado de la escritura y la posibilidad de someter a análisis y escrutinio algo, contribuyó a reforzar la adopción de un método, según el cual se refutaba un relato o explicación heredada y luego se procedía a crear una nueva propuesta, acaso imaginaria e hipotética, pero más convincente que la anterior, la cual quedaría así falsacionada. No debe olvidarse, a este respecto, que de acuerdo con lo involucrado en el falibilismo defendido por Popper, la noción de verdad y su complementaria, la de la falsedad, representan patrones absolutos, aun cuando nunca pueda disponerse de la seguridad de vivir en conformidad con ellas. En todo caso, tales nociones pueden servir como una suerte de brújula, prestando una ayuda decisiva en las discusiones planteadas. Aun teniendo en cuenta tanto la verdad como la falsación, se precisa no desdeñar el hecho de que cualquier visión del mundo se encuentra siempre necesariamente mediatizada por algún marco conceptual del que no es ajeno el lenguaje ni tampoco las teorías ya aceptadas. No obstante, la existencia de tales condicionamientos no debería convertirse en obstáculo que impidiera prosperar en la elaboración crítica de nue8

La relación existente entre una cierta actitud socio-política que favoreciera el pluralismo y los horizontes en que dicho reconocimiento de la diversidad múltiple se encuadra ha sido argumentada ensayísticamente por Carlos Thiebaut en De la tolerancia.


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vas teorías, las cuales, al ser formuladas lingüísticamente, pueden llegar a convertirse, a su vez, en nuevos objetivos sobre los que ejercer un necesario escrutinio analítico. Si hubiera que prestar atención al papel desempeñado por el lenguaje en el pensamiento de Popper convendría tener en cuenta que mientras el empirismo consideraba al conocimiento como localizado en la esfera de la sensibilidad, el filósofo aquí estudiado, haciéndose eco de lo apuntado por Kant en la Crítica de la razón pura, lo sitúa en el discurso conceptual. En consecuencia, las observaciones (sensaciones o datos sensoriales, etc.) no son la materia prima del conocimiento. Por el contrario, las observaciones presuponen siempre un conocimiento disposicional previo. A este respecto conviene destacar que Popper, lo mismo que ha puesto de relieve Hans-Georg Gadamer en Truth and Method, no cree que los prejuicios constituyan un obstáculo total para el conocimiento objetivo. En gran parte, dicho conocimiento avanza sustituyendo unos prejuicios por otros. Por consiguiente, no se puede tener más que un conocimiento conjetural de lo que es el mundo. Los prejuicios y las creencias son reemplazadas por teorías en competencia recíproca o por conjeturas rivales. Es a través de la discusión crítica de estas teorías como, de hecho, puede progresar el conocimiento objetivo. La racionalidad de la ciencia depende no tanto de la sustitución de los prejuicios por el verdadero saber como del intento genuino puesto para promover y hacer posible la discusión crítica. Expresado de otra forma, la racionalidad implica que las tradiciones, prejuicios o teorías no sean inconmesurables. De hecho, el debate protagonizado por Popper y Thomas Kuhn se focaliza en la discusión del concepto de inconmensurabilidad. Es ampliamente conocido el posicionamiento raciocinante de este filósofo de la ciencia, evidenciado en los raciocinios argumentativos que se exponen en The Structure of Scientific Revolutions. Para dicho pensador, el desarrollo científico se caracteriza por largas fases de investigación normal, en las que se comparte 9 Si se deseara conocer el proceso raciocinante seguido por Kuhn a la hora de proponer su teoría de las revoluciones científicas, debería consultarse el espléndido trabajo de investigación llevado a cabo por Carlos Gustavo Pardo en La formación intelectual de Thomas S. Kuhn.


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un paradigma, sin ponerlo en duda9. Tal paradigma consiste en una forma de ver el mundo y de elaborar ciencia en él. En otras circunstancias, relativamente breves y excepcionales, los científicos no muestran reparo alguno en cuestionar y poner en tela de juicio el paradigma establecido. Son estos períodos los que generalmente preceden a una revolución científica, abocada a marcar un antes y un después, diferenciados con nitidez en la historia de una determinada disciplina. La transición de un marco viejo a uno nuevo es vista, así, como un proceso que no debe estudiarse desde el punto de vista lógico, sino desde una perspectiva psicológica o en todo caso social. De acuerdo con lo expresado por Popper en The Myth of Framework, Kuhn había defendido que los paradigmas o los marcos construyen un vínculo efectivo muy semejante al desempeñado por una ideología. Tal vez hasta pueda pensarse en una suerte de progreso en la transición a un nuevo marco teórico, pero no se trata de un progreso consecuente en un acercamiento a la verdad, ni tampoco se halla orientado al cambio fomentado por una discusión racional de los méritos relativos de teorías que mutuamente compiten. Sin un marco racional, es imposible, para Kuhn, que se produzca una discusión auténticamente racional. Tal discusión no tiene lugar si lo que se desafía es el marco. Por este motivo se han descrito a veces ambos marcos –el viejo y el nuevo– como realmente inconmensurables. Así pues, tal y como lo ve Popper, Kuhn, lo mismo que todos los defensores del mito del marco, distinguirían entre períodos racionales de la ciencia, que se desarrolla en el seno de un marco (y que pueden describirse como períodos de ciencia cerrada o autoritaria, la ciencia normal de Kuhn) y períodos de crisis y revolución. Estos saltos de un período a otro son irracionales, a juicio de Popper, el cual admite que lamentablemente puede llegar el día en que la comunidad social de los científicos esté formada principal o exclusivamente por todos aquellos que acepten, sin cuestionarlo ni someterlo a crítica, un dogma vigente. En tales circunstancias, se admite la validez de una teoría porque se la considera ser el último grito, habiéndose llegado, no obstante, al fin tanto de la ciencia como de la tradición crítica que ha caracterizado a la filosofía. Popper se rebela en contra de este desenlace, por él rechazado. Para este pensador, la ciencia es una actividad comprometida con la búsqueda de la ver-


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dad y, por tanto, será la discusión crítica entre teorías en competencia la que debe guiar la elección científica. Es, en definitiva, la discusión crítica la que tiene que decidir si debe o no considerarse que la nueva teoría sea mejor que la vieja, es decir, si puede ser vista como habiendo ya dado un paso más hacia la verdad. Tal y como ha advertido Eugenio Moya en Conocimiento y verdad, el reto que Kuhn con su concepto de inconmensurabilidad ha lanzado a la concepción del desarrollo científico puede resumirse indicando que no es un hecho común en la historia de la ciencia el que las teorías expliquen, cuando acontecen procesos revolucionarios, la parte bien confirmada de sus predecesoras y que aporten además alguna respuesta nueva a cualquier viejo problema. El hecho de que el modelo de cambio científico propuesto por Kuhn rompa con una de las equivalencias más arraigadas en el pensamiento occidental (como es la de racionalidad = progreso) ha sido visto como una puerta abierta a una concepción irracionalista y relativista del conocimiento humano. Entre las estrategias propuestas, orientadas a rellenar esos posibles vacíos de racionalidad destaca la noción de contenido empírico desarrollada por Popper, quien estaría de acuerdo con Kuhn en denegar que la ciencia progrese por mera acumulación de soluciones a problemas, pues lo que caracteriza tal desarrollo no es sino el ensanchamiento de su ámbito problemático o conflictivo. El desarrollo científico resulta ser la historia siempre inacabada de respuestas falibles a problemas existentes, la historia, por tanto, de sucesivas respuestas provisionales dadas a ciertos problemas. Tales respuestas se hallan controladas por la crítica. Ahora bien, la historia de la ciencia nunca puede representarse por el modelo de acumulación de respuestas definitivas, pues en conformidad con lo explicado por Popper en Conjectures and Refutations dicha historia consiste en ir de viejos a nuevos problemas mediante el método de conjeturas y refutaciones. Ahora bien, si de la ciencia no se puede decir que sea una actividad en la que se aporten soluciones definitivas a determinados problemas, sino sólo conjeturales, tampoco se precisa afirmar que consiste en una empresa estancada. No sólo hay un sentido en el que, para Popper, las teorías científicas se hacen cada vez más verosímiles, sino que también existe y es posible encontrar un sentido en el que, por lo general, las nuevas teorías suponen un avance


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respecto a sus predecesoras. En otros términos, es posible encontrar en lo expresado por Popper a lo largo de su producción filosófica, conjuntamente con la noción semántica de verosimilitud, la idea epistemológica del aumento del contenido empírico de las teorías, una idea que, una vez convertida en criterio, puede servir no sólo como indicador potencial de progreso, sino que incluso, en caso de estar ante teorías parcialmente corroboradas, se constituye en una razón de peso para guiar la preferencia racional a favor de una de ellas. De acuerdo con lo sostenido por Popper en The World of Parmenides, la discusión crítica entre teorías de diversa clase siempre tiene como horizonte de sentido la noción de verdad, que es introducida en dicho estudio filosófico bajo la imagen de la cima de una montaña, permanentemente envuelta en nubes. Los alpinistas tendrían dificultades para distinguir si han accedido a la cumbre principal o algún pico secundario; pero eso no alteraría el hecho de la existencia objetiva de la cima. La verdad, para Popper, igual que la cumbre más alta de una montaña, es un incontrastable punto de referencia, diametralmente opuesto a la mera idea de grado de aproximación, el cual nunca dejará, sin embargo, de ser crítico. El papel desempeñado por la noción de verosimilitud tiene como objetivo en la filosofía del pensador aquí estudiado describir cuál es la meta de la ciencia y ofrecer una razón de ser de su racionalidad. Si Popper utiliza con mayor frecuencia el lexema verosimilitud en lugar de verdad se debe, según lo declara él mismo en Objective Knowledge, a que nunca se está seguro de alcanzar la correspondencia estricta de una teoría con la realidad. Por otro lado, no debe perderse de vista que, aun calificando a algunas teorías de falsas, después de haber sido refutadas, siguen teniendo interés cognoscitivo. A todo esto se debe agregar que, aunque no es posible lograr argumentos concluyentes sobre la verdad de una determinada hipótesis, se podrán obtener indicadores falibles de haber avanzado hacia la verdad, es decir, pautas que parecen pronunciarse a favor de la preferencia por una de entre varias teorías en competencia. De cualquier forma, en Conocimiento y verdad Moya afirma, con contundencia no disimulada y sin equívoco alguno, que la conexión pretendida entre racionalidad y verdad es tan pronunciada en el pensamiento de Popper que cualquier planteamiento excluyente de una de estas dos nociones resulta mani-


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fiestamente inapropiado. Con frecuencia es la noción de verosimilitud la que puede contribuir a establecer ligazones claros y distintos entre el ejercicio crítico racional y la meta del mismo, consistente en la consecución de la verdad, por lejos y distante que ésta se encuentre. Dicho de otro modo, el fin primordial de la noción de verosimilitud, tal como es explicada por Popper, consiste en responder a la cuestión semántica de qué es lo que se pretende decir cuando se afirma que una teoría se acerca más a la verdad que otra. No obstante, con dicha propuesta de significado no se intenta responder a la cuestión epistemológica de cómo se puede saber que una teoría se halla más próxima a la verdad que otra. Conforme se ha indicado en repetidas ocasiones, la probada resistencia frente a múltiples intentos de falsación puede servir de criterio firme para contestar a tal pregunta formulada desde un genuino posicionamiento crítico. A la hora de recapitular lo que precede conviene referirse al resumen sintético realizado por Javier S. Mazana y expuesto en “Karl Popper, el racionalismo crítico”, en donde se insiste en que la ciencia, según lo deducido de los razonamientos llevados a cabo por el pensador aquí estudiado, comienza, de hecho, con problemas más bien que con observaciones: la elaboración de éstas va destinada a demostrar el grado de funcionamiento efectivo de una determinada teoría en tanto proporciona una solución satisfactoria a un problema concreto. Desde tal perspectiva, la ciencia es un proceso de desarrollo en constante confrontación de hipótesis o conjeturas que han de ser contrastadas y que, en principio, son potencialmente falsas. Si se logran superar los intentos de falsación habría que decir que una buena teoría científica tiene un más alto nivel de verosimilitud que el poseído por sus rivales. A todo esto se precisa agregar que el contenido de una teoría se encuentra compuesto por la totalidad de sus consecuencias lógicas. En cualquier caso, el progreso de la ciencia se fundamenta en la búsqueda sin término de la verdad a través de los mencionados intentos falsacionadores y también mediante el grado de corroboración de teorías, dispuestas a ser consideradas como indicadores plausibles de la verosimilitud buscada. En última instancia no debería olvidarse que la noción de verosimilitud es capital, ya que se precisa trabajar siempre con aproximaciones conjeturales a la verdad. En consecuencia, Popper niega el empirismo


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inductivo y rechaza la observación como método característico de la investigación e inferencia científicas, sustituyéndola por el criterio de falsabilidad empírica, sin olvidar nunca que resulta lógicamente imposible verificar una verdad universal tomando como única referencia la experiencia, ya que siempre pueden aparecer excepciones que lejos de probar una regla determinada sirvan para refutarla. Cada teoría científica genuina es, pues, prohibitiva de ciertos acontecimientos, sucesos o eventos particulares. En conformidad con todo esto se advierte que las teorías son, de hecho, siempre falsacionables y deben prestarse a ser sustituidas por otras mejores. Ahora bien, conviene tener en cuenta también, a este respecto, que Popper ha establecido una distinción nítida y precisa entre la lógica de la falsabilidad y su metodología aplicada. Mientras que este pensador aboga por la falsabilidad como criterio de demarcación para la ciencia, considera en la práctica que el conflicto por sí solo nunca es suficiente para poder llegar a falsacionar metodológicamente una teoría y, por consiguiente, se puede producir la impresión de que las teorías científicas a menudo permanezcan constantes. Esto no impide que el auge del conocimiento, de acuerdo con lo reiterado una y otra vez por Popper, proceda de la superación irrefrenable de los problemas que se van planteando con un toque de imaginación creativa. En consonancia con todo esto habría que afirmar que la posibilidad de aprender de los errores cometidos, en todos los órdenes del saber y del actuar humanos, tal y como explícitamente lo declara de modo inequívoco dicho pensador, convierte a su producción filosófica en un signo de apertura intelectual de gran relevancia en el desarrollo del raciocinio intelectual del siglo XX.

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Más sobre Juan Ramón Jiménez y el modernismo: en torno a “Juventud”, un texto desconocido de 1900 Resumen El presente artículo forma parte de una investigación mayor que estudia la prehistoria poética de Juan Ramón Jiménez. Dentro de ella, hemos realizado una ingente cantidad de rastreos hemerográficos por un buen número de publicaciones españolas de finales del siglo XIX, especialmente andaluzas. Producto de esta búsqueda es el texto que damos a conocer en las siguientes líneas, “Juventud”, aparecido en abril de 1900 en la revista madrileña Álbum Hispano-Americano y de la que la crítica juanramoniana no tenía noticia hasta el momento. “Juventud” es una semblanza sobre un íntimo amigo de Juan Ramón por aquel entonces, el prosista cordobés Julio Pellicer. Sin embargo, no hay que entenderla como una semblanza al uso, puesto que requiere una lectura simbólica relacionada con la guerra literaria entre la gente nueva y la gente vieja que suscitó la llegada del modernismo a España.

Introducción Sobradamente conocida es la labor crítica de Juan Ramón Jiménez, una dedicación que terminaría desembocando en las etapas ulteriores de su vida en importantes planteamientos teórico-literarios como, por ejemplo, los desarrollados en torno al concepto de modernismo en el ya legendario curso impartido durante 1953 en la Universidad de San Juan, en el campus de Río Piedras de Puerto Rico1. Dicho 1 Publicado por primera vez en 1962 por Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez (México, Aguilar, Colección “Ensayistas Hispánicos”) (Campoamor, 1999: 38); la edición fue mejorada por Jorge Urrutia en 1999 (Madrid, Visor Libros).

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trabajo crítico comenzó para el moguereño en fecha tan temprana como 1900, aunque éste es un detalle que no se ha estudiado suficientemente, del mismo modo que no se han analizado detenidamente todas las prosas críticas que publicó durante este año de transición entre dos siglos. Dentro de nuestra pretensión más genérica de estudiar la vida y la obra de Juan Ramón antes de la publicación de sus dos primeros libros, Ninfeas y Almas de violeta, hemos querido fijar aquí la atención sobre la primera crítica juanramoniana como pretexto para dar a conocer un artículo literario suyo desconocido hasta la fecha y transcribir otro que no se había vuelto a reproducir más allá de la revista novecentista donde vio la luz por primera vez. Como ambos artículos tratan sobre la obra de Julio Pellicer, un íntimo amigo de la época en que Juan Ramón protagonizaba sus primeros avatares literarios, aprovechamos también para indagar un poco sobre la relación que Pellicer mantuvo con el de Moguer a principios del siglo XX.

1. Primeros pasos en la crítica literaria juanramoniana Hasta principios de la década de 1990 se conocían para el periodo mencionado, esto es, hasta finales de septiembre de 1900, cuatro textos de crítica juanramoniana: “Rejas de oro. (Impresiones)”, el “Prólogo” a Nieblas, “Maestros jóvenes. Salvador Rueda” y “Elogio del poeta”2. La primera de ellas fue publicada en Vida Nueva el 4 de 2

Aparte de estos artículos y de otros que comentaremos más tarde, pudo escribir alguno más, incluso antes de 1900, quizá publicados en periódicos o revistas que se han perdido. Sin lugar a dudas escribió, al menos, un artículo sobre crítica literaria en un periódico sevillano que no conservamos, pero del que sabemos por uno de los “Paliques” de Clarín en el Madrid Cómico; en éste el autor de La Regenta ataca al escritor Timoteo Orbe y a Juan Ramón por defenderle en el artículo perdido del que hablamos (Blasco, 1981: 15; cfr. Sánchez Trigueros, 1974b: 23-24). Gracias a Jorge Urrutia y a la carta de Juan Ramón a Timoteo Orbe del 4 de junio de 1900 que transcribe en uno de sus artículos sabemos que dicho artículo de Juan Ramón se titulaba “Esquela” y fue publicado en el semanario sevillano Hojas Sueltas: “Supongo que el artículo al que se refiere Juan Ramón Jiménez debió de publicarse en un número de febrero [de 1900], aunque apareciese con retraso. Debió de ser un ataque a Leopoldo Alas, “Clarín”, del que se hace eco éste en Madrid Cómico el 2 de


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febrero de 1900, (nº 87, p. 3) y era un artículo sobre Rejas de oro, la comedia de su amigo Timoteo Orbe, estrenada la noche del sábado 16 de diciembre de 1899 en el teatro San Fernando de Sevilla3. El segundo texto es el “Prólogo” que Juan Ramón escribió para Nieblas, la colección de relatos que otro amigo suyo, el también onubense Tomás Domínguez Ortiz, publicó en Huelva el 21 de mayo de 1900 (La Provincia de Huelva, 22-5-1900, p. 2)4. La tercera prosa crítica es la titulada “Maestros jóvenes. Salvador Rueda”, un artículo inédito sobre Salvador Rueda que rescataron del olvido —y del Archivo del Ayuntamiento de Málaga— Rafael Bejarano y Antonio Sánchez Trigueros5. El cuarto y último texto es una recensión sobre La copa junio de ese año. La Esquela de Juan Ramón no la conozco, pero debió de escribirse porque “Clarín” se hace eco de ella. Orbe contestó y el crítico asturiano [sic] volvió a la carga en un segundo Palique” (1986: 260-262). 3 El periódico sevillano El Baluarte publicó el 18 de diciembre de 1899 (p. 2) un artículo anónimo sobre dicho estreno en el que, además de criticar el argumento de la obra, se reconocía el éxito obtenido entre el público: “…nada hay de problema sociológico moderno como alguien ha querido distinguir a través de Rejas de oro (…); pero el argumento de la comedia, (…), es una solemne vulgaridad a la que el autor da solución ilógica. (…) [N]ada de esto quita á que Rejas de oro sea una obra teatral digna del éxito obtenido, porque al lado de esos defectos tiene muchas bellezas. (…) El público aplaudió con entusiasmo y al terminar Rejas de oro obligó al autor á presentarse porción de veces en el palco escénico”. La crítica de Rejas de oro publicada en Vida Nueva por Juan Ramón estaba firmada en “Moguer, Enero, 1900” y fue posteriormente transcrita por Francisco Garfias en Libros de Prosa: 1 (1969: 214-220). 4 Nieblas, Huelva, Imp. de Agustín Moreno, Ricos 16, 1900, pp. 9-16. La crítica especializada en Juan Ramón ha coincidido en señalar la relevancia de este prólogo como uno de los primeros testimonios teórico-estéticos del poeta moguereño y lo ha analizado convenientemente: Palau, 1974: 126-129; Cardwell, 1977: 173-174; y Blasco, 1981: 80-83. Para conocer más información sobre Domínguez Ortiz así como sobre la relación entre éste y Juan Ramón, vid. Martín, 2002a y 2002b. 5 “Este texto debió escribirlo Juan Ramón para ser publicado en alguna revista malagueña, quizá Noche y Día (…). Por lo que sabemos el texto no apareció en ninguna de las publicaciones del momento. De todas maneras no descartamos la posibilidad de que fuera publicado en la mencionada Noche y Día, de la que no se conserva colección completa que pueda consultarse. También podríamos aventurar que el texto lo envió Juan Ramón con ese fin al amigo poeta José Sánchez Rodríguez, su valedor en Málaga por entonces” (Bejarano y Sánchez, 1989: 25). Efectivamente, es probable que este ensayo


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del Rey de Thule. Pudo haberse publicado en la revista malagueña Noche y Día, también probablemente gracias a la mediación de José Sánchez Rodríguez, que estaba bien conectado con la misma. Su fecha de publicación exacta es todavía una incógnita, pero creemos que tuvo que ser escrita entre finales de 1899 y principios de 1900 y publicada después de noviembre de este último año6. crítico fuese publicado en Noche y Día, ya que Juan Ramón confesará a Juan Guerrero Ruiz que dio a conocer en dicha revista tres ensayos críticos: uno, la reseña de La copa del Rey de Thule y otro “era sobre Salvador Rueda, el cual recogió fragmentos al final de una de sus ediciones de Poesías Completas” (“Conversación del 28 de junio de 1931”, en Guerrero, vol. I, 1998, vol. I: 278). Según los mencionados autores fue “escrito en 1900 y después del primer viaje a Madrid del moguereño, o sea, después de mediados de mayo” (1989: 25). 6 Aunque el original no se ha llegado a localizar, tradicionalmente se ha conocido a este texto con el título “Triunfos (La copa del rey de Thule por Francisco Villaespesa)” y se ha aceptado 1899 y la revista Noche y Día como la fecha y el lugar donde vio la luz y todo debido a las declaraciones muy posteriores de Juan Ramón a Guerrero Ruiz que hemos mencionado en la nota anterior: “En esta revista [Noche y Día] publicó él, con el título “Triunfos”, tres ensayos de crítica, escritos cuando tenía dieciocho años, en 1899; uno de ellos, sobre Francisco Villaespesa, es el que luego puso éste como prólogo a su libro La copa del Rey de Thule…” (“Conversación del 28 de junio de 1931”, en Guerrero, vol. I, 1998: 278). El texto fue utilizado en lo sucesivo por Villaespesa como prólogo de las nuevas ediciones de La copa… y el más antiguo que conservamos es el de la tercera edición (Madrid, Librería de G. Pueyo, 1909), puesto que la segunda se halla perdida (Sánchez Trigueros, 1974a: 120). Es dicha versión la que se transcribió en Libros de prosa 1 (Jiménez, 1969: 207-213) y en Prosas críticas (Jiménez, 1981: 37-43). El original de 1909 está titulado “Elogio del poeta. Por Juan R. Jiménez” y en él, además de fecharse el texto en 1899, se especifica que “[e]ste trabajo lo publicó su autor al aparecer la primera edición de este libro”. Teniendo en cuenta que el libro salió finalmente a la calle en noviembre de 1900 (Sánchez Trigueros 1974a, 119), esto quiere decir que el artículo vio la luz a partir de dicha fecha. La versión reproducida en las Obras Completas (Imprenta de M. García y Sáez, Madrid, 1916) introduce algunas variantes, no sabemos si por error, ya que se llega a suprimir todo un párrafo (p. 15). En ella, además, se data el texto en 1900, puede que atendiendo a su fecha de publicación o puede también que sea producto de una errata. Por un lado, el profuso conocimiento que sobre la literatura de la joven América demuestra Juan Ramón podría inclinarnos a pensar que el artículo fue escrito bien adentrado 1900, una vez asimilado este tipo de conocimientos literariotrasatlánticos a través de Villaespesa y Rubén Darío. Pero por otro, el error que cometió Juan Ramón al llamar “glorioso argentino” a Darío —corregido por Villaespesa a partir de sus Obras Completas con el preceptivo “nicara-


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Como señala Blasco Pascual, en estos textos críticos “el pensamiento de Juan Ramón se mueve de modo más libre y seguro [que en sus primeros poemas], y su poética queda —revelando una gran riqueza de lecturas— perfectamente esbozada. (…) Constituyen estos trabajos la primera formulación expresa del pensamiento poético juanramoniano (…). Los tres marchan en una misma dirección, pretendiendo servir al lanzamiento del “grito vibrante, del grito nuevo (LPr, 207), frente a la vieja literatura” (1981: 78-79). Efectivamente, estos primeros testimonios críticos juanramonianos, como tantos otros de sus amigos escritores, constituyen una de las más recurrentes formas de contribuir al triunfo de la nueva literatura que ellos propugnaban7. En 1900, con motivo del prólogo que iba a escribir sobre el libro de Sánchez Rodríguez, Alma Andaluza (1900), Villaespesa decía: “No soy crítico. No reflexiono. Y creo que el sentimiento es el camino de Damasco del Arte. La crítica en España no existe. Todos hablan en nombre de la Gramática y de la Retórica. Del Arte, nadie. La misión del crítico moderno es la de viajero; describir sabiamente lo que ve” (Sánchez Trigueros, 1974a: 229). Aunque pensamos que el sentido de lo que quiere decir el almeriense va quizá por otro camino —aunque relacionado—, aprovechamos estas palabras para llamar la atención sobre el tipo de crítica literaria que se hacía en la España del novecientos. La crítica literaria de entonces

güense” de la página 11— puede hacer pensar que aún no conocía personalmente a su admirado Darío y se dejó confundir por el detalle de que éste escribiese para La Nación de Buenos Aires; y, por tanto, estaríamos hablando de una fecha con toda seguridad anterior a abril de 1900 —la de su viaje a Madrid para conocer a Darío y Villaespesa— o incluso de finales de 1899, lo que correspondería con la datación más antigua, la de la tercera edición de 1909. En cuanto a dicha confusión, García y García apuntaban que también pudo haber sido provocada por el detalle de que quizá “Darío era considerado o se presentaba a sí mismo entonces como argentino” (2002: 62-63). 7 La verdad es que entonces el sentimiento de hermandad entre los jóvenes escritores —y algunos no tan jóvenes— era muy fuerte y muchas veces las reseñas que se hacían de sus obras eran más favores u homenajes a amigos o conocidos que verdadera crítica literaria; es más, nos atreveríamos a decir que más de un autor no exponía en estos textos su verdadera opinión por temor a ofender a su amigo reseñado y en aras del propósito colectivo de hacer triunfar la literatura nueva; sobre esto volveremos más adelante.


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en muchas ocasiones tenía poco que ver con el género en sí tal y como lo conocemos hoy día y es que, más que centrarse en el análisis de las propias obras, sobre todo atendían a los autores de las mismas o a algunos otros aspectos del fenómeno literario. Así, los cuatro textos de Juan Ramón reflejan perfectamente este hecho que intentamos describir, ya que en el artículo sobre La copa... se hace más apología del amigo poeta y teoría de la crítica, e incluso historia de la crítica y la literatura, que crítica de la propia obra. Y en la recensión sobre Rejas de oro y el prólogo de Nieblas se hace igualmente apología del amigo y sobre todo crítica social. Sólo en el inédito sobre Rueda efectúa un ejercicio más parecido al de la crítica literaria, aunque como no es un texto sobre una obra sino sobre un autor, también se aleja de ella centrándose en el ensalzamiento del mismo Rueda. Este análisis no dista mucho del hecho por Mª Pilar Celma Valero en su artículo “Crítica y estética del primer Juan Ramón” —aunque esta autora extienda su estudio a las prosas escritas hasta 1903—, quien termina concluyendo que “Juan Ramón era poeta, y lo era no sólo escribiendo, sino también leyendo” (1991b: 378)8. Es precisamente a través de Celma Valero como descubrimos la existencia de una prosa crítica más, perteneciente al periodo cronológico que investigamos, y que parece haber pasado desapercibida para la mayoría de los investigadores. Se trata de “Tierra Andaluza. Apuntes”; es una reseña sobre el libro que Julio Pellicer publicó a principios de 1900 y la autora se refirió a ella brevemente en su libro Literatura y periodismo en las revistas del fin de siglo (1991a), aunque no tenemos noticia de que se haya vuelto a hablar de ella en 8

“En efecto, la crítica juanramoniana se nos presenta como una aportación personalísima, definida por las siguientes cualidades: (…) [L]a visión de una obra se nos ofrece en una prosa impresionista; Juan Ramón nos comunica sus sensaciones y meditaciones derivadas de su propia lectura; (…) [e]n muy contadas ocasiones alude Juan Ramón a los valores estilísticos de la obra. (…) La segunda característica de su crítica es que Juan Ramón no se queda nunca en lo externo, sino que quiere, a su través, llegar a lo más hondo del alma del poeta (…). En tercer lugar, logrado ya este ideal, Juan Ramón, con su exquisita sensibilidad y su acierto expresivo, recrea aquella ajena realidad y la poetiza. Pero (…) él va más allá y da el salto de lo personal y concreto a lo general y abstracto, convirtiendo su crítica en reflexión estética y aun metafísica” (Celma, 1991b: 377-378).


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ningún otro lugar y mucho menos reproducido fuera de las páginas de Vida Nueva, que fue la revista donde se publicó el 1 de marzo de 19009. La razón creemos que está en que dicha reseña vio la luz en una “Edición Popular” (nº 5, 1-3-1900, p. 3) que la Administración de este semanario madrileño sacó de forma paralela a la edición normal desde el 1 de febrero de 1900 y de la que casi nada se sabe10. Pero no fue éste el único texto que escribió Juan Ramón sobre su amigo Pellicer: el hasta ahora desconocido “Juventud. Julio Pellicer” apareció en el número 1 de la revista Álbum Hispano-Americano (244-1900), aunque nosotros hemos sabido de él por la copia que reprodujo el Diario de Córdoba unos días más tarde (nº 14774, 27-4-1900, p. 1)11. De estas dos prosas juanramonianas hablaremos más adelante; ahora, ya que ambas tienen como protagonista a Julio Pellicer, puede ser útil introducir algunos datos sobre este autor cordobés.

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Ni Garfias (1968), ni Blasco (1981 y 2000) hablan de ella; ni siquiera Campoamor la cita en su Bibliografía (1999). Curiosamente, Celma tampoco la nombra en su artículo, ya mencionado, sobre la “Crítica y estética del primer Juan Ramón” (1991b). 10 Esta Edición Popular —llamada así probablemente por ser más pequeña y barata— se editó, como ya hemos comentado, de forma paralela a la otra, también semanalmente, desde el nº 1 del 1 de febrero de 1900 hasta el nº 8 del 22 de marzo de dicho año, coincidiendo con el fin de la propia revista, que publicó su último número, el 94, el 25 de marzo de 1900. En la Edición Popular de Vida Nueva solían colaborar prácticamente los mismos autores que lo hacían en la edición normal y ése fue el caso del propio Juan Ramón. 11 El Álbum Hispano-Americano fue una revista quincenal que fundó y dirigió Manuel Escalante Gómez durante 1900, al igual que hiciera, de forma simultánea con el semanario Relieves. Ambos debieron de echar a andar a finales de abril, ya que fue el 4 de dicho mes cuando llegó Escalante a Madrid, precisamente acompañado en su viaje de tren por Juan Ramón (El Porvenir de Sevilla, 4-4-1900, p. 1). En dichas revistas, que eran de carácter literario, colaboraron muchos nombres del grupo de amigos escritores del que formaban parte Juan Ramón y el mismo Escalante a la altura del cambio de siglo (Sánchez Trigueros, 1984: 19-20 y 119). En base a los muchos rastreos hemerográficos que hemos realizado, podemos afirmar que tanto de una como otra publicación apenas deben de quedar ejemplares conservados; también es cierto que su vida tuvo que ser efímera, ya que su rastro se pierde al entrar el año 1901. Sánchez Trigueros ha podido tener acceso al nº 2 del Álbum... y a algún número de Relieves, aunque, por la forma en que habla de ellos, puede que estuvieran incluso incompletos (1974a: 109 y ss.; y 1984: 119).


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2. Julio Pellicer, un cordobés en Madrid en busca de la gloria poética Julio Pellicer López nació en Córdoba en 1872. Ya desde 1897 se hallaba inmerso en los círculos literarios cordobeses y participaba activamente en la vida cultural de su ciudad (Diario de Córdoba, nº 13.913, 3-11-1897, p. 2). Fue precisamente por esas fechas cuando dio a conocer sus primeras obras, dentro del género chico, estrenando el 19 de agosto de 1897 en el Teatro-Circo del Gran Capitán de Córdoba el monólogo dramático en prosa Fiera vencida y el 24 de abril de 1898 su monólogo “extravagante” en prosa —música de Ángel Galindo— Dos Medallas en el Gran Teatro de la misma ciudad. Pronto, aunque sin salir de la prosa que no abandonaría en toda su carrera literaria, cambiaría de género optando por la narrativa corta, al principio simultaneada con su afición dramática, ya que comenzó a publicar algunos relatos en prensa durante 1897 y 189812 y además en el primero de estos años dio a la imprenta Pinceladas. Este libro, una colección de pequeños relatos, semblanzas y estampas coloristas y costumbristas andaluzas, fue su primera obra importante y tuvo en la prensa —al menos en la local— una buena acogida13. Su paisano Guillermo Núñez de Prado diría que “[e]s este un libro, que más que una agrupación de blanquísimas hojas manchadas por la tinta de imprenta, me hace el efecto de la galería de un Museo” (Diario de Córdoba, nº 13.903, 23-10-1897, p. 1). Y otro cordobés, Enrique de la Cerda y Vázquez, que “Julio Pellicer (…) ha reunido treinta instantáneas, laureado con las emulaciones de Reina y Rueda, (…), presenta las costumbres más salientes en nuestra bendita tierra. No hace un estudio detenido, observador y minucioso; pero sí apunta con su pincel los bocetos que su imaginación le dicta, copiando con energía, naturalidad y gracia” (Diario de Córdoba, nº 13.865, 15-9-1897, p. 1). Efectivamente, el libro está inspirado

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Empezó en la publicación anual La Feria de Mayo en Córdoba en 1897, repitiendo también en el 98 y el 99. En el Almanaque del Diario de Córdoba, de idéntica periodicidad, se vieron sus relatos por primera vez en la edición de 1898 para volver a aparecer en las de 1899, 1900 y 1901. 13 Diario de Córdoba, nº 13.864, 14-9-1897, p. 1, nº 13.865, 15-9-1897, p. 1, nº 13.875, 25-9-1897, p. 1 nº 13.903, 23-10-1897, p. 1, y nº 13.908, 28-10-1897, p. 1.


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estilísticamente en las obras del cordobés Manuel Reina y del malagueño Salvador Rueda, pero además está apadrinado por estos dos autores consagrados del panorama literario español del fin de siglo, ya que comienza con una carta prólogo del primero y termina con un soneto-epílogo del segundo (1897: 14-15 y 179-180)14. Después de Dos Medallas, Pellicer aparcó temporalmente su carrera teatral y se centró en la narrativa; en 1899 y 1900 publicó una ingente cantidad de relatos en El Defensor de Córdoba15. Y entre estos dos años se hizo con una plaza como funcionario del Ministerio de la Gobernación (Sánchez Trigueros, 1984: 77) para poder trasladarse a Madrid y sancionar así en la Corte su sólida carrera local en el ámbito de las letras. Este viaje hubo de producirse a finales de 1899, detalle que puede deducirse de las palabras que desde Madrid le escribe su amigo el cordobés Marcos Rafael Blanco Belmonte en El Programa de Sevilla (nº extraordinario, 1-10-1899, p. 3) solicitándole su viaje a la capital y también de las que se le dedica en Almanaque del Diario de Córdoba para 1900 en el epígrafe “La literatura cordobesa durante el año 1899” (p. 130): “Julio Pellicer, en busca de nuevos y más amplios horizontes que los que Córdoba le ofrecía, marchó á la Corte donde sigue dedicado al cultivo de la literatura”. Una vez en 14 Ambos textos fueron también reproducidos respectivamente en el Diario

de Córdoba, nº 13.772, 8-6-1897, p. 1, y nº 13.846, 26-8-1897, p. 2. En la cartaprólogo Reina decía, entre otras cosas, que Pellicer era un [a]rtista de cuerpo entero, enamorado del color de nuestros campos y de las radiantes lumbres de nuestro sol, ha trazado (…) con pincel espléndido el fulgurante cuadro de las costumbres cordobesas”. Y Rueda cantaba en la primera estrofa de su soneto final que “[t]u libro me parece una paleta/ en la que el sol de Córdoba rutila;/ arabesco que ciega la pupila/ bordado con tu pluma de poeta”. 15 “¡¡Sangría!!” (nº 6, 7-9-1899, p. 2), “La Despensera” (nº 10, 13-9-1899, p. 2), “Una nube de verano” (nº 11, 14-9-1899, p. 2), “La Sombra” (nº 16, 20-9-1899, p. 2), “La Pedrea” (nº 22, 22-9-1899, p. 2), “La misa de doce y media” (nº 49, 30-101899, p. 2), “Los ventorrillos” (nº 55, 7-11-1899, p. 2), “Los gitanos en el café” (nº 228, 7-6-1899, p. 2), “Pinceladas. La arropiera” (nº 237, 19-6-1900, p. 2), “La Copla” (nº 256, 12-7-1900, p. 2), “Celos africanos” (nº 270, 30-7-1900, p. 2), “Pereza andaluza” (nº 312, 19-9-1900, p. 2), “Cuadro al sol” (nº 315, 22-9-1900, pp. 12), “Tierra Andaluza. Anacreóntica” (nº 322, 2-10-1900, p. 2), “Tierra Andaluza. Elegía” (nº 331, 12-10-1900, p. 2), “Tierra Andaluza. La calavera” (nº 347, 31-101900, p. 2). La mayoría de estos relatos fueron incluidos en el libro Tierra Andaluza (1900).


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Madrid, además de seguir colaborando con publicaciones cordobesas (El Diario de Córdoba, El Defensor de Córdoba) y andaluzas (El Programa y La Quincena de Sevilla, Málaga Moderna y El arte moderno de Málaga…), publicó sus relatos y algunas críticas literarias en periódicos y revistas madrileñas del cambio de siglo —la mayoría modernistas o afines al modernismo— como Vida Nueva, La Vida Galante, Relieves, Álbum Hispano-Americano, Electra, Nuestro Tiempo, Helios o La República de las Letras (cfr. Celma, 1991a: 875). Una de las primeras cosas que hizo Pellicer en Madrid fue editar su segundo libro de relatos: Tierra Andaluza16. El prólogo de dicho libro estaba firmado por Salvador Rueda y fue publicado en la revista Vida Nueva el 21 de enero de 1900 (nº 85, p. 4) y en el Diario de Córdoba del 16 de febrero de 1900 (nº 14.706, p. 1) como reclamo para la posterior salida a la calle de Tierra Andaluza, la cual tuvo lugar poco después de mediados de febrero (Diario de Córdoba, 22-21900, nº 14.712, p. 1). En él Rueda, además de presentar a uno de sus más queridos discípulos, aprovechaba para hacer una apología de la “Escuela del color” española, de la que se consideraba maestro, y para defenderse de algunas acusaciones de la literatura oficial y antimodernista en cuanto a la nomenclatura de los prólogos que los jóvenes autores le pedían para encabezar sus obras; así, le decía a Pellicer “que al poner estas cuartillas al frente de su libro, no las titule PÓRTICO, LIMINAR ni ATRIO, sino sencillamente PRÓLOGO. Está por la primera vez que á la cabeza de un proemio hecho por mí haya yo escrito ninguna de las tres palabras citadas; yo dí [sic], como lo hago ahora, mis cuartillas, y los autores de los libros para los cuales eran, las titularon de un modo tan parisién”. Tierra Andaluza tuvo una bue-

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En el nº 14.330 del Diario de Córdoba (20-1-1899, p. 2) se reproduce el poema “A Córdoba”, por Luis Maraver y Serrano, “[d]el libro en preparación “Tierra Andaluza””; ¿quién sabe si Pellicer copió el título del libro de Maraver o si éste le conocía y se lo cedió?. La verdad es que en el cambio de siglo se produjo entre los autores más jóvenes un andalucismo literario que se vio reflejado en los títulos de sus obras: Nicolás María López Fernández-Cabezas publicó en 1899 Tristeza Andaluza, Sánchez Rodríguez, Alma Andaluza en 1900 y Juan Héctor y Picabía, La Leyenda Andaluza en 1901. Los tres, al igual que Pellicer y Juan Ramón, pertenecían a un grupo de jóvenes escritores y amigos que se desarrolló por estas fechas y del que hablaremos brevemente a continuación.


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na recepción crítica, sobre todo en Andalucía y muy especialmente en Córdoba. El cordobés Ricardo de Montis diría de esta obra que “es una recopilación de artículos de costumbres cordobesas, descritas con mucha verdad, con mucho color y muy gallardamente” (Diario de Córdoba, nº 14.712, 2-2-1900, p. 1); el malagueño Ricardo León y Román que es un “hermoso poema impregnado de castiza sencillez y de bellezas deslumbradoras, páginas bellísimas que producen en el espíritu una honda impresión de idealidad y sentimiento” (Diario de Córdoba, nº 14.727, 9-3-1900, p. 1); y el granadino Nicolás María López que “[l]os más hermosos cuadros de sus libros, lo son, no sólo por la brillantez del color, de la forma, del vocablo, si se quiere; sino por lo penetrante de la idea, lo diestro del trazado, lo agudo y seguro del dibujo; por el asunto en fin” (La Alhambra, nº 52, 28-21900, p. 83, y Diario de Córdoba, nº 14.747, 30-3-1900, p. 2). También es justo advertir aquí que los tres testimonios citados eran de buenos amigos de Pellicer; es el mismo caso de las prosas críticas juanramonianas ya comentadas que ahora analizaremos o el de las elogiosas alusiones que se le hicieron en lugar tan alejado como la mismísima Alemania, aunque esa es una historia diferente y larga para desarrollar aquí17. Por otro lado, cuando Pellicer llegó a Madrid llevaba en su equipaje un buen bagaje de amistades y contactos literarios y artísticos en su región, especialmente cordobeses, claro está. Muy estrecha fue su amistad con su tocayo, paisano y cuñado el famoso pintor Julio Romero de Torres, que ilustró las portadas de la mayoría de los li17 Intentemos

resumirla: En 1899 se celebraron en la ciudad de Colonia los primeros Juegos Florales de Alemania, organizados por el hispanófilo Juan Bautista Fastenrath, muy bien conectado con los círculos literarios y culturales cordobeses. Como señal de apoyo a tal evento —tan de moda en las ciudades españolas del fin de siglo— algunos escritores cordobeses enviaron sus composiciones literarias; entre ellos se encontraba Pellicer (Almanaque del Diario de Córdoba para 1900, p. 130). Fastenrath correspondería a Pellicer publicando una elogiosa reseña de Tierra Andaluza en la revista alemana Litteraturberichte de Liepzig (nº 9, 3-5-1900), la cual es recogida y traducida por el Diario de Córdoba en su número 14.819 (12-6-1900, p. 1). Además, en señal de amistad, aproximadamente un año antes, Pellicer publicó una “Carta sin sobre” para el escritor alemán en el Diario de Córdoba (nº 14.493, 9-7-1899, pp. 1-2).


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bros que publicó18. O, como hemos comentado, con el ex senador y consagrado poeta cordobés Manuel Reina y sobre todo con el poeta malagueño Salvador Rueda, afortunados literatos que tuvieron el privilegio durante el cambio de siglo de ser, entiéndasenos, agentes dobles reconocidos en la polémica “guerra” entre la gente vieja y la gente nueva. Es precisamente en el último “bando” donde hay que situar en un principio a Pellicer, aunque con la importante égida que le suponía el contar con el apadrinamiento de los dos escritores mencionados. Y es que durante la primera mitad de 1900 se consolidó un amplio aunque efímero grupo de jóvenes escritores que ya se había ido configurando el año anterior desde Andalucía sobre todo a través de la comunicación postal, muy importante en este tipo de relaciones amistoso-literarias. Este conjunto de autores, en el que se metió de cabeza Juan Ramón y al que hemos denominado en otra ocasión “grupo del novecientos”, fue aglutinado de forma principal por Villaespesa y adoptó como mentores especialmente a Salvador Rueda y sobre todo a Darío19. Fue precisamente la casa de Pellicer, en calle Mayor nº 16, y eventualmente también de Juan Ramón —que se hospedó en ella durante su breve estancia madrileña de abril y mayo de 1900—, la que se convirtió durante este año en una especie de centro neurálgico del grupo del novecientos, donde se reunían aquellos que habían viajado a Madrid o ya estaban instalados allí 18

Para más información al respecto, vid. “La colección “Lux” y la colección “Azul”. La labor editorial de Juan Ramón Jiménez y sus amigos en 1900” (2003, en prensa). 19 Los onubenses Tomás Domínguez Ortiz y Julio del Mazo y Franza, los sevillanos Joaquín Alcaide de Zafra y Juan Héctor, los gaditanos Dionisio Pérez y Manuel Escalante Gómez, los malagueños Salvador González Anaya y Sánchez Rodríguez, los cordobeses Enrique Redel y Aguilar y Blanco Belmonte, el granadino Nicolás María López, el jiennense José Almendros Camps, los almerienses Francisco Aquino Cabrera y José Durbán Orozco, los madrileños Gregorio Martínez Sierra y Bernardo G. de Candamo, el gallego Ramón Godoy y Sola, el canario José Betancort Cabrera o el oscense José María Llanas Aguilaniedo son sólo una parte de los jóvenes autores que, en diversos grados de amistad y de contacto, integraban este ramificado grupo. Para conocer información sobre este grupo, vid. el epígrafe La juventud literaria andaluza del novecientos: clasicismo y modernidad del artículo “Juan Ramón Jiménez y Tomás Domínguez Ortiz, literatos y amigos en la encrucijada de dos siglos” (Martín, 2002b).


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para conversar sobre sus obras y proyectos, y muchas veces para poner en común ambas cosas, resultando de ello casos como el de la poco conocida Colección “Azul” —precursora de la Colección “Lux” de Juan Ramón y Villaespesa—, en la que iban a participar muchos de los escritores mencionados y que, por diversos problemas, sólo llegó a editar un libro20. En este grupo había, fundamentalmente, tres clases de autores: los propiamente modernistas —más comprometidos con el movimiento—, los “afines al modernismo” y los “afines a los modernistas”, esto es, que eran amigos suyos aunque no compartían sus planteamientos teórico-estéticos. Puede que Pellicer pudiera haberse encuadrado dentro de los segundos en algún momento determinado, pero lo más probable es que terminara siendo de los últimos21. Es 20

La Riada (poema) (1900), de Escalante Gómez. Para saber más sobre todo esto, vid. mi artículo ya citado sobre la Colección “Lux”. En cuanto a su amistad con estos autores del grupo del novecientos, Pellicer dejó constancia de la misma dedicando, por ejemplo, “Cartas sin sobre” a González Anaya y Villaespesa en la prensa (Diario de Córdoba, nº 14.480, 24-6-1899, pp. 1-2, nº 14.562, 19-9-1899, pp. 1-2) y dedicándoles relatos, también en prensa y sobre todo en sus libros. En Pinceladas para Redel y Romero de Torres; en Tierra Andaluza para Arturo Reyes, Darío, Blanco Belmonte, Reina, Villaespesa, González Anaya, Pedro González Blanco, Miguel Eduardo Pardo, Durbán Orozco, Aquino Cabrera y Rueda; y en A la sombra de la mezquita para Bernardo G. de Candamo, José Betancort, Ricardo León, Juan Ramón y Sánchez Rodríguez. Las correspondencias fueron múltiples pero es interesante aquí resaltar el caso particular de un escritor que, suponemos que por iniciativa de Darío, formaba parte de la conexión americana del grupo: el venezolano Miguel Eduardo Pardo, que publicó en el Heraldo de Madrid, desde París, un elogioso artículo donde alababa sin reservas tanto Pinceladas como Tierra Andaluza (en Diario de Córdoba, nº 14.715, 25-2-1900, p. 2, y El Defensor de Córdoba, nº 144, 24-2-1900, pp. 1-2). 21 A partir de la segunda mitad de 1900 hubo una radicalización por parte del sector modernista del grupo, debido a algunos proyectos que Juan Ramón y Villaespesa preparaban en conjunción con literatos de la talla modernista de Darío o Valle-Inclán, como es el caso de la mencionada Colección “Lux”, dentro de la que se publicaron, en septiembre y noviembre, Ninfeas y La copa del rey de Thule, obras que atrajeron sobre el moguereño y el almeriense, no sólo algunas malas críticas, sino además —lo que es peor— el silencio de la crítica en general, que les hizo el vacío incluso en sus respectivas localidades de origen; casi exclusivamente autores pertenecientes o vinculados al grupo se ocuparon favorablemente de estas obras. Aunque esta radicalización no duraría demasiado —Juan Ramón, por ejemplo, apareció ya notablemente más


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por eso que Pellicer, tan íntimamente unido a los círculos modernistas y lógicamente influido por ellos, terminó coqueteando levemente con el propio modernismo. Tras Tierra Andaluza iba a publicar dos novelas. La primera, titulada Entre jaras y nardos, parecía ir en la línea de lo anterior, con “cuadros de gran relieve y muy poéticos”, pero la segunda, titulada Carne enferma —el nombre ya dice mucho—, iba a ser “de estilo modernista, llena de escabrosidades, cruda, con atrevimientos bien salvados, será un libro de discusión, que ha de dar nombre á Pellicer” (Diario de Córdoba, nº 14.712, 22-2-1900, p. 1). Efectivamente, en la última página de Tierra Andaluza podemos leer como libros en preparación las dos novelas nombradas, pero ¿llegó a publicarse Carne enferma, la “escabrosa” introducción de Pellicer en el modernismo de sus amigos? Seguramente no, ya que lo siguiente que dio a la imprenta fue A la sombra de la mezquita en 1902, otra colección de relatos cortos donde ahonda en la temática y el estilo literarios de las dos anteriores22. En su contraportada podemos observar como obras publicadas sus dos colecciones de relatos y sus dos piezas dramáticas y, en preparación, Entre jaras y nardos y La Samaritana. El cordobés seguía pensando en Entre jaras y nardos, pero ni rastro de Carne enferma, ni publicada ni por publicar; lo del modernismo en Pellicer fue una fiebre muy pasajera23. Prefirió volver al

calmado en su segundo libro: Rimas (1902)—, sí pudo producir entonces cierto recelo en autores tan bien conectados con la oficialidad literaria como Pellicer. 22 El periodista y crítico literario Francisco Fernández de Villegas “Zeda”, dijo de ella en La Lectura (julio-1902), que “como la mayor parte de los escritores andaluces, el señor Pellicer se distingue por la abundancia de color y por ese dejo de tristeza que suele tener la literatura de Andalucía, no obstante de ser aquel país el más alegre de España”. 23 Obviando la posibilidad de que La Samaritana fuese la misma obra con el título cambiado, hay que decir que Carne enferma se quedó en el nombre de un relato corto que Pellicer publicó en Electra de Madrid (nº 9, 11-5-1901), una revista en la que estaba implicada directamente la parte más importante del grupo del novecientos —también la más afín al modernismo—. El relato en cuestión, que tenía como protagonista a una prostituta vieja, era, tal y como se decía en lo relativo a su novela homónima, de un estilo sumamente decadentista y escabroso. Ésta debió de ser una de las pocas concesiones que Pellicer hizo a una literatura modernista, siempre que tengamos en cuenta


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género chico, el cual nunca había abandonado del todo, porque en febrero de 1900 parece ser que “(…) Julio Pellicer se dispone á estrenar un sainete en el cual pinta la Andalucía tristemente poética, con sus amores apasionados y sus celos africanos, con sus idilios trágicos y con los dramas sangrientos (…), que vive con la copla en los labios y con los amores en el fondo del alma”” (El Español de Madrid, en El Defensor de Córdoba, nº 138, 17-2-1900, p. 1). Y en lo sucesivo debió de seguir dedicándose al teatro, en especial al sainete, hasta su muerte —cuya fecha desconocemos—, ya que es por lo que le recuerda un autor casi contemporáneo suyo, Francisco Cuenca Benet en su Biblioteca de autores andaluces contemporáneos; y lo hizo solo o en colaboración con escritores como López Silva, Fernández del Villar o su amigo Blanco Belmonte (Cuenca, 1925: 268; Sánchez Trigueros, 1984: 77; cfr. Correa, 2000: 367 y 368). El propio Juan Ramón, inexplicablemente, en lugar de por sus primeras luchas literarias, lo recuerda precisamente por eso a principios de la década de 1930 en sus confesiones a Guerrero Ruiz: “…un cuñado de Romero de Torres, llamado Julio Pellicer, en cuya casa vivió él la primera vez que vino a Madrid. Pellicer es un andaluz, buen aficionado a las letras, que en aquellos años escribió alguna cosa de teatro” (“Conversación del 22 de marzo de 1931”, en Guerrero, vol I, 1998, pp. 184-185; cfr. p. 229).

también el relato “Hora triste” de A la sombra de la mezquita (1902: 119-126), que, sin participar del decadentismo macabro de “Carne enferma”, era la única y modesta nota modernista dentro del libro; no por casualidad está dedicado a su amigo Juan Ramón (fue publicado anteriormente con la misma dedicatoria en La Quincena, nº 4, 15-1-1901, p. 27). Éste correspondió a su amigo a la usanza de la época: con una elogiosa reseña sobre la obra, tal y como recuerda Amelia Correa Ramón sin aportar datos sobre la misma (2000: 368). Probablemente haya tomado la referencia del artículo de Ricardo Gullón “El primer Juan Ramón Jiménez (Críticos de su ser)”: la reseña en cuestión se titulaba “Impresiones de un libro” y Gullón no habla de su fecha exacta ni de la publicación donde se dio a conocer, ya que se conserva como recorte en el archivo juanramoniano de Puerto Rico. En el artículo de Gullón se transcriben un par de párrafos de la misma; en parte de ellos dice Juan Ramón que “[y]o he sentido al abrir este libro, la impresión que se siente al salir al sol y a la vida, después de pasar largas horas en la penumbra de una iglesia triste y soporífera…” (1983: 43).


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3. “Apuntes” y “Juventud”, armas juanramonianas en la guerra literaria de 1900 En pleno cambio de siglo, en plena lucha por la gloria literaria de los jóvenes que componían o estaban conectados con el grupo del novecientos, y también de otros jóvenes y no tan jóvenes que poco tenían que ver con el grupo, una de las más eficaces armas para darse a conocer en el panorama literario español era una especie de corporativismo, unas veces tácito y otras claramente expreso, entre los escritores y amigos en diversos grados que se ejecutaba principalmente a través de tres medios: las dedicatorias —bien en textos publicados en prensa, bien en textos recogidos en libros—, los prólogos y epílogos, y las recensiones y semblanzas. A esta última categoría pertenecen los dos textos de Juan Ramón sobre Pellicer que vamos a analizar: “Tierra Andaluza. Apuntes”, una recensión, y “Juventud. Julio Pellicer”, una semblanza; aunque es conveniente recordar que, como se dijo, la mayoría de las reseñas tenían por entonces mucho más de semblanza —esto es: de artículo biobibliográfico panegírico sobre un autor— que de reseña en los términos de crítica literaria en los que la entendemos hoy día. También es cierto que el componente exagerado y propagandístico de muchos artículos era bien alto y ello era notable a pesar de la retórica que se utilizaba para enmascararlo —por otro lado simple y repetitiva, heredera de las formas más afectadas del siglo XIX—. Algunas veces por simple conveniencia o diplomacia social y las más por verdadero aprecio, amistad o respeto, tal y como ocurría entre estos jóvenes autores, se solía hacer alabanzas, o cuando menos la vista gorda, ante ciertos planteamientos literarios que no se compartían o incluso que se despreciaban24. Éste es el caso de Juan Ramón y Pellicer, íntimos amigos en los primeros años del siglo XX, partidarios de la renovación del arte pero en diverso grado y cultivadores de un estilo literario bien diferente, aunque lo primero predominaba sobre todo lo demás a la hora de cruzarse reseñas y artículos. 24

Hay que tener en cuenta, además, que era frecuente que estos autores noveles adoleciesen de falta de objetividad provocada por el entusiasmo y la “conciencia de grupo”, de “hermandad” o de “trabajo colectivo”.


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Así, en la recensión que escribió Pellicer sobre Ninfeas y Almas de violeta en 1901, “Juan R. Jiménez y sus versos”, sumamente favorable para con el amigo, el cordobés no puede evitar que se le escapen algunas consideraciones que seguramente tenían mucha más importancia de la que la amistad permitía expresar: “Porque es así, no me maravilla que el joven andaluz prefiera el matiz grisáceo a las brillanteces del color; su alma está ensombrecida. Porque es así no me espanta que su métrica se aparte de la métrica deformada por cien años de labor pareja, ni me enfadan las conscientes disonancias que pone en sus versos para causar un extraño acorde o una sensación insólita” (Gullón, 1983: 42; la cursiva es nuestra). En la recensión que Pellicer publicó en Nuestro Tiempo (nº 18, mayo-1902, pp. 889-890) del segundo libro del moguereño, Rimas (1902), al igual que la anterior, muy favorable, tampoco puede, o no quiere, evitar la crítica velada al modernismo más radical de Juan Ramón aunque se controle para no ofender a su amigo: “… ha evolucionado en el modo de expresar la belleza. (…) No ha podido, sin embargo, sustraerse del todo á su antigua manera, y todavía en algunas composiciones gusta de indeterminar las ideas, de romper la armonía del asunto con incoherencias extrañas, y de que los símbolos, si no artificiosos, aparezcan como velados entre opalina niebla”. En la reseña de un libro que por muchas circunstancias puede considerarse gemelo de Ninfeas, La copa del rey de Thule de Villaespesa (García y García, 2002: 58-70), muy buen amigo también de Pellicer en el cambio de siglo, éste diría, en lo que es quizá una traición de su subconsciente que “…en su flamante libro La Copa del Rey de Thule se muestra revolucionario, corroído por la pasión del “modernismo”…” (1909: 190; la última cursiva es nuestra)25. 25

De la reseña que hizo Pellicer sobre Ninfeas y Almas de violeta tenemos noticias por Gullón, quien dice que la leyó en un recorte de los archivos juanramonianos con la anotación manuscrita por Juan Ramón de “1901” y “La Ilustración Española y Americana”, ambos datos en interrogantes. Ciertamente es probable que dicho artículo se publicara a principios de 1901, ya que los libros salieron a la calle en septiembre de 1900, aunque no parece que fuera en las páginas de La Ilustración Española y Americana donde pudiera leerse, ya que en el vaciado que Celma Valero hizo de dicha publicación no hay noticias del mismo (Celma, 1999: 125-304). En cuanto a las reseñas de Pellicer sobre


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Estamos convencidos de que el caso de los dos artículos juanramonianos es similar al de los tres textos que acabamos de citar, aunque no encontramos esas alusiones de desacuerdo en el estilo que Pellicer no pudo soslayar, quizá porque son de fecha más temprana o simplemente porque Juan Ramón era más permisivo con el amigo cordobés. En el primer artículo, “Tierra Andaluza. Apuntes”, Juan Ramón aún se hallaba en Moguer; ateniéndonos a la fecha de publicación y el tono del mismo, tuvo que ser escrito cuando no hacía mucho que conocía a Pellicer, lo que ocurrió casi con toda seguridad por carta y por mediación de Villaespesa a finales de 1899 o principios de 190026. También vía postal, Juan Ramón recibiría un ejemplar de Tierra Andaluza a finales de febrero, por lo que debió de darse prisa en la confección de la reseña, ya que vio la luz en Vida Nueva el 1 de marzo. En ella hay tres aspectos que la definen fundamentalmente: el colorismo, Andalucía y la juventud andaluza y su lucha literaria. Desde el primer momento Juan Ramón, consciente de que es algo que le enorgullece y que lleva muy a gala, hace hincapié en la adscripción estilística de su amigo, “el escritor brillante, el vigoroso colorista”, que pinta en su libro “cegadores paisajes de sol, intensas notas de bermellón, de blanco, de azul, (…) un ensueño de obras del moguereño, hay que decir que escribió una más, sobre Arias tristes (1903), aunque no está localizada y sabemos de ella por la referencia que el propio Juan Ramón hace de ella en su libro siguiente: Jardines Lejanos (1904) (Jiménez, 1964: 345). Y en lo relativo a la recensión que Pellicer hizo sobre La copa…, no poseemos nada más que el texto, ya que sólo hemos sabido de ella a través de un apéndice que Villaespesa reprodujo en la tercera edición de La copa…(1909) con diferentes críticas hechas a la primera edición aunque sin dar más datos que los de su autoría. 26 El hecho de que en Tierra Andaluza no hubiese ningún relato dedicado a Juan Ramón apunta también en la dirección de que debieron de conocerse en las fechas mencionadas, ya que no hubo tiempo para que se desarrollara entre ellos la suficiente confianza como para que Pellicer hiciera con el moguereño lo que hizo con otros escritores amigos suyos como Villaespesa, González Anaya o Durbán Orozco, entre otros, que sí tuvieron su dedicatoria. Por otro lado, si hemos de hacer caso al “Recuerdo al primer Villaespesa (1899-1901)”, texto juanramoniano publicado en 1936, el poeta onubense conoció en persona a Pellicer nada más bajarse del tren que le llevó a Madrid, ya que éste, junto a Rueda, Candamo y el propio Villaespesa, formaba parte del grupo que le recibió en la estación (Jiménez, 1961: 64).


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soles áureos, de zafirinos cielos, de campiñas de esmeralda, de níveas casitas andaluzas”. Andalucía también está lógicamente presente desde el principio, no en vano el libro en sí es un canto a esta región; Juan Ramón lo sabe y hace referencias a “las afiligranadas cadencias de la guitarra (…) [y al] eco acompasado, rítmico de la rítmica copla gitana” y deja claro que “[l]os amores de Andalucía; esos amores intensos, locos; los celos de Andalucía; celos desgarrantes, criminales;… celos y amores, amores y celos, inflamados por nuestro sol febriciente, báquico, son el alma principal del libro…”. Es cierto que el moguereño pasa la Andalucía de la que habla Pellicer por su tamiz melancólico, esa tristeza voluptuosa y masoquista, tristeza positiva porque deleita, y por eso Tierra Andaluza puede ser una “evocación riente, triste; lánguida, intensa; deleitante, nostálgica;… todo al mismo tiempo;… la evocación de una dicha, de una pena; de una ilusión, de un desengaño (…), indefinible tristeza riente y somnolenta”; es el mismo principio que rige en el hecho de que en un cementerio pueda haber alegría, tal y como ocurre en una de sus primeras prosas poéticas, “Riente cementerio”, precisamente publicada en el Almanaque del Diario de Córdoba para 1900 el 11 de febrero de dicho año (pp. 114-115). Pero el tema principal de la reseña, aunque pueda no parecerlo a simple vista, es aquello que ya preocupaba enormemente a estos jóvenes autores del grupo del novecientos, esto es, su promoción profesional dentro del ámbito de la literatura o, dicho de modo más al uso entre ellos, la lucha por la gloria poética. Esta promoción, además, se hace con tintes de regionalismo, ya que, aunque estaban vinculados al grupo autores de fuera de Andalucía, como hemos comentado, la mayoría son andaluces y el impulso viene de allí; y apunta hacia arriba, hacia Madrid, el centro de España también en cuestiones literarias. Pero triunfar en la capital era muy difícil y en las palabras de Juan Ramón se deja entrever una mezcla de miedo y resentimiento hacia la meta de su corto camino como poeta aunque utilice como pretexto la obra de su amigo, que “es un pedazo de tierra cordobesa arrancado por las garras del arte, que alumbrará con chispazo alegre y penetrante el invierno helado de la corte; el helado invierno de la indiferencia…”. Es el comienzo del segundo párrafo, apenas la tercera frase de la recensión, y ya aparece la Corte, helada,


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inverniza e indiferente. Casualmente… o quizá todo lo contrario, encontramos en la antepenúltima frase, también la tercera aunque empezando por el final, la misma queja, el mismo reproche, culminando simétricamente el artículo y cerrando el círculo: “…para llorar y reír con la guitarra melancólica y con la melancólica copla gitana, entre la nieve de vuestro invierno de indiferencia…”. Llega incluso a hablar en términos de exilio y llama a los autores andaluces que intentan triunfar en Madrid “corazones andaluces desterrados de su tierra deslumbrante…”. Es en el párrafo décimo donde Juan Ramón se emplea a fondo en la propaganda de su grupo, porque lo que hacen él y sus jóvenes amigos en este tipo de textos no debe calificarse con otro nombre, máxime cuando lo que creen estar protagonizando es realmente una guerra, poética pero guerra al cabo, y en la suya, como en todas las guerras, la propaganda juega un papel principal: “En España hay en la actualidad una juventud potente, que piensa y que sueña; a Andalucía le corresponde parte principalísima de ella…”. Y efectivamente, hace un pequeño esbozo de una nómina reducida de autores del grupo del novecientos, en la que, atendiendo a principios de coherencia representativa, sólo hay uno no andaluz, el gallego Ramón Godoy y Sola. Por supuesto, cita antes que nadie a Villaespesa, ya que es su principal valedor, el mejor de sus nuevos amigos y el que hace posible que conozca a casi todos los demás y, como agradeciéndoselo, dice de él que “es hoy por hoy uno de nuestros primeros poetas”. Pero Juan Ramón quiere seguir siendo relativamente representativo y cita después a un malagueño, González Anaya, “un poeta exquisito”; otro almeriense, Durbán Orozco, “un soñador”; y un cordobés, Redel, “un notable colorista”. Es cierto que no cita a ningún granadino, gaditano o jiennense, a pesar de que los conocía, aunque se disculpa por omitir la inclusión de otros autores igualmente valiosos y “que ahora no recuerd[a]” —en cuanto a Huelva, pudo haber citado a Domínguez Ortiz, aunque es posible que Juan Ramón se considerase suficiente representación de su ciudad, a pesar de no tener demasiado aprecio por ella—. Son estos autores y muchos otros del grupo del novecientos “almas grandes, poetas de sentimiento, de energías, de nostalgias… [y a] Pellicer corresponde un señaladísimo lugar como colorista valiente, como poeta delicioso…”. Finalmente, Juan Ramón hace sin ningún pudor publicidad


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directa en los antepenúltimo y penúltimo párrafos: “…Id a comprar tan fragante y bellísimo ramillete de rosas, claveles y nardos cordobeses, (…) [i]d a comprar Tierra Andaluza…”; y es que todo era válido para la promoción de unas obras de unos autores que no las tenían todas consigo, ni mucho menos, en el terreno editorial. No sabemos si este artículo tuvo algún tipo de repercusión —probablemente poca, teniendo en cuenta la inexistente notoriedad de su joven autor—, pero para los escritores del grupo no pasó desapercibido y, en una señal más de solidaridad intragrupal, el madrileño Bernardo G. de Candamo, al publicar en El Globo de Madrid (en Diario de Córdoba, nº 14.742, 25-3-1900, p. 1.) otra reseña sobre Tierra Andaluza diría: “J. R. Jiménez, el joven poeta andaluz, ha hablado con elogio del libro de Pellicer, un libro de observación minuciosa, bien escrito y artísticamente pensado. (…) J. R. Jiménez escribió un hermoso artículo á propósito de Tierra andaluza. R. [sic] Jiménez es un admirable artista, y á la vez un admirable lector. Por eso es muy bella la impresión que nos transmite de su lectura del libro de Pellicer”. En cuanto a “Juventud. Julio Pellicer”, el desconocido texto que más nos interesa subrayar aquí, lo transcribimos a continuación, incluida la presentación que hace el Diario de Córdoba, para después analizarlo brevemente. Como ya dijimos, apareció en nº 14.774, del viernes 27 de abril de 1900; se ubicaba en la página 1 y estaba firmado “Juan R. Jiménez”: En el primer número de la nueva revista artístico-literaria titulada Album-Hispanoamericano, aparece un retrato muy bien hecho del brillante escritor Julio Pellicer, debido á la pluma del laureado artista Julio Romero de Torres y la siguiente silueta del autor de Tierra andaluza, que con gusto reproducimos: “Envuelta el alma en las ondas de oro de la áurea flámula del Arte, el luchador andaluz, el colorista cordobés libra enardecido la penosa batalla de la Gloria…. El símbolo del artista podría ser un corazón de fuego en campo de azur…. *** …Pellicer siente la Andalucía alegre; la deslumbrante Andalucía canta en su alma una inflamada canción de soles y risas; de dulces risas


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y de risas amargas…; su corazón es un trozo sano del palpitante corazón de la sultana indolente de los ojos negros y los negros cabellos y las carnes morenas…; un trozo de corazón franco, desenmascarado, latente, con latidos de sinceridad pasional…. No pretendo hoy presentar a Pellicer; plumas más ricas lo hicieron tiempo ha…; sus preciosos libros Pinceladas y Tierra andaluza, alumbran con luz meridional, con luz de incendio —de incendio de natura y alma— las esferas macilentas del Arte…; las brillantes páginas de esos libros, son un reflejo de la brillantez soberbia de un cielo de cobalto y oro…. Tal es el artista…. Su símbolo podría ser un corazón de llamas en campo de azur. *** ….El otro Pellicer, el amigo del alma grande, no puede separarse del artista…; es su hermano gemelo…; nacieron juntos del seno de una madre, de una augusta madre de ojos negros, negros cabellos y carnes morenas…. Los dos caminan unidos…; nunca se separan…; siempre van abrazados por la senda de abrojos de la Vida…. *** …Sobre el corazón del artista…, sobre el corazón del amigo, podría esculpirse un símbolo: Un corazón de fuego en campo de azur….”

En cuanto al estilo, hay que decir que tanto en este artículo como en el anterior, la prosa es aún muy retórica, muy parecida a las únicas prosas poéticas que se conservan de estos años, “Cartas de mujer” (en Urrutia, 1991: 49-50) y “Riente cementerio” (en Almanaque del Diario de Córdoba para 1900, pp. 114-115), “Corazones” (Relieves. 12-4-1900. nº 4, p. 2; La Saeta, nº 519, 1-11-1900, p. 17) y a otras prosas críticas de entonces, especialmente al “Prólogo” de Nieblas (Domínguez, 1900: 9-16). Es muy llamativo en este conjunto de textos el exagerado y muchas veces excesivo uso de la anáfora en general y especialmente la repetición de las últimas palabras o sintagmas de la frase precedente, lo que suele denominarse “eco”. En “Apuntes”, sólo en el primer párrafo, lo hace varias veces. En un texto tan corto como “Juventud” también es observable en más de una ocasión este abuso de la anáfora: “…canción de soles y risas; de dulces


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risas y de risas amargas…; su corazón es un trozo sano del palpitante corazón de la sultana indolente de los ojos negros y los negros cabellos y las carnes morenas…; un trozo de corazón franco…” (la cursiva es nuestra). Por no hablar del estribillo principal del texto, “[e]l símbolo del artista podría ser un corazón de fuego en campo de azur”, que se repite, con mínimas variantes, hasta tres veces y actúa a modo de eslogan propagandístico. En cuanto al texto en sí, es una semblanza o silueta, tal y como se reconoce desde la perspectiva de la época: “…la siguiente silueta del autor de Tierra andaluza, que con gusto reproducimos”. No obstante, desde luego no es una semblanza al uso, ya que “Juventud” exige una lectura simbólica de principio a fin. Estamos ya a finales de abril de 1900 y Juan Ramón había llegado a Madrid el día 4; ya ha tenido tiempo de emborracharse de modernismo con Villaespesa y Darío: hacer uso del simbolismo literario es para él una prioridad. Inmerso, junto a estos y otros autores del grupo del novecientos, en la lucha por el arte nuevo, en la guerra entre la nueva y la vieja literatura, qué mejor modo de dibujar a un soldado y compañero que recurrir a la “Ciencia heroica”, es decir, la Heráldica. “Juventud” es un escudo, está dividido en tres partes como un escudo: la corona, el campo y la divisa; el mismo Juan Ramón se encarga de separar dichas partes en el texto con guiones largos o filetes. Los dos primeros párrafos corresponden a la corona o parte superior, los dos últimos a la divisa o parte inferior y los párrafos centrales (3, 4, 5 y 6) son un trasunto del campo o parte principal, donde va el dibujo característico de cada escudo; si nos fijamos, Juan Ramón hace coincidir también en tamaño las proporciones de su texto con las de un escudo heráldico. Pero las correspondencias con el arte del blasón no terminan aquí, ya que el moguereño, de una forma mucho más explícita afirma ya desde la segunda frase el estribillo que acabamos de mencionar: “[e]l símbolo del artista podría ser un corazón de fuego en campo de azur”. Aquí el simbolismo actúa a otro nivel: se utilizan abiertamente términos de la Heráldica (“campo” y los colores o esmaltes “fuego” —por “oro”— y “azur”) para simbolizar así que Pellicer es un guerrero, el típico soldado modernista en la lucha por el Arte, el tan reiterado “paladín” según la militante y beligerante retórica modernista de la época. Juan Ramón nos lo presenta así desde el


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principio, muy prerrafaelita, con los atributos de un caballero medieval, enarbolando “la áurea flámula del Arte” —es decir, el gallardete o banderín que solían llevar estos antiguos guerreros—, y su escudo, que porta dibujado en su interior el emblema del caballero “un corazón de fuego en campo de azur” o, traducido de los términos heráldicos, un corazón amarillo sobre fondo azul; y es que Pellicer es “el luchador andaluz, el colorista cordobés [que] libra enardecido la penosa batalla de la Gloria…”27. Ésta es la intención de toda la semblanza: presentar a Pellicer como un esforzado paladín del arte nuevo, como lo eran Villaespesa y Juan Ramón, aunque el cordobés no estuviera en realidad entregado a esta lucha de la misma forma que ellos. Juan Ramón transmite la misma idea que en la prosa anterior acerca de la lucha literaria de la juventud, con esa defensa de sus jóvenes amigos escritores, sólo que ahora lo hace desde un plano simbólico. En el “Atrio” que Darío escribió como prólogo de Ninfeas podemos apreciar estos conceptos de los que estamos hablando y que giran también en torno al dualismo del guerrero modernista, que es al tiempo soldado y sacerdote, lo apasionado y lo espiritual: el fuego y el azur28. 27

Efectivamente, Pellicer es descrito aquí como un soldado andaluz, y es que estos jóvenes autores andaluces habían creado para su lucha incluso el escudo de su propia patria, el escudo de Andalucía. Federico Molina, gaditano afincado en Moguer, íntimo amigo de Juan Ramón, y a través de él conectado con el grupo del novecientos, unos meses más tarde, en un relato publicado en La Saeta de Barcelona (nº 520, 8-11-1900, p. 9) y titulado “Tarde de campo. Bocetos al sol de primavera”, coincide con su amigo al decir frases como estas: “Y sobre nuestras cabezas, campeando en todo su mágico esplendor el escudo de Andalucía: un sol brillantísimo de oro en campo de azur; un azur diáfano, resplandeciente, infinito”. 28 El poema en cuestión es el siguiente: “Tienes, joven amigo, ceñida la coraza/ Para empezar valiente la divina pelea?/ Has visto si resiste el metal de tu idea/ La furia del mandoble y el peso de la maza// Te sientes con la sangre de la celeste raza/ Que vida con los números pitagóricos crea?/ Y, como el fuerte Herakles, al león de Nemea,/ A los sangrientos tigres del mal darías caza?// Te enternece el azul de una noche tranquila?/ Escuchas pensativo el sonar de la esquila/ Cuando el Ángelus dice el alma de la tarde// Y las voces ocultas tu razón interpreta?/ Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta./ La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde” (Jiménez, 1900: 1). García y García analizan detenidamente tanto el “Atrio” como el dualismo del guerrero modernista en su artículo “El “Atrio” de Rubén Darío y otros ecos de la “fraternidad” modernista hispanoamericana en Ninfeas” (2002).


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Todo lo demás es significativo pero accesorio a este mensaje principal. En el tercer párrafo Juan Ramón vuelve a insistir en el andalucismo colorista y costumbrista de Pellicer, haciendo además referencia a su ciudad natal, Córdoba, “la sultana indolente de los ojos negros y los negros cabellos”. Y en el cuarto hace especial hincapié en el colorismo de su obra (“luz meridional”, “luz de incendio”, “brillantes páginas”, “brillantez soberbia”, “cielo de cobalto y oro”), citando sus dos libros ya publicados, Pinceladas y Tierra Andaluza, y rindiendo reconocida pleitesía, sin nombrarlos, a los mentores de Pellicer, que en menor grado también son los suyos: Rueda y Reina (“No pretendo hoy presentar a Pellicer; plumas más ricas lo hicieron tiempo ha…”; se refiere a los prólogos que ambos le hicieron para los dos libros citados). No sin antes repetir el estribillo en el párrafo quinto, una vez descrito el artista, el moguereño habla del amigo en el siguiente párrafo: “El otro Pellicer, el amigo del alma grande, no puede separarse del artista”. Estas palabras demuestran el salto cualitativo que ha dado la amistad entre ambos autores en apenas dos meses, que es lo que media entre la publicación de “Apuntes” y “Juventud”. Pero es que en el ínterin ha ocurrido algo crucial en su relación: Juan Ramón ha llegado la mañana del 4 de abril a Madrid y desde entonces se hospeda en casa de Pellicer, como ya dijimos. Es lógico que ambos desarrollaran extraordinariamente el principio de buena amistad que ya tenían; es más, cabe pensar que el sentimiento, no sólo de amistad, sino también de agradecimiento e incluso de deuda de Juan Ramón por acogerle en su casa provocaran la génesis de “Juventud”, el cual, por su corta extensión y tono intensamente panegírico, parece haberse hecho con las prisas de querer halagar cuanto antes el corazón del nuevo amigo29. 29 El de Moguer llegaría a decir a Juan Guerrero en 1931 que “Julio Pellicer era un amigo suyo de entonces, a quien Juan Ramón pasaba una pequeña cantidad mensual y le copiaba las cosas y le ayudaba en este trabajo ingrato, que tanto le había gustado siempre hacer, y que entonces los médicos le habían prohibido rigurosamente” (“Conversación del 26 de abril de 1931”, en Guerrero, vol. I, 1998, vol. I: 229). Todo lo dicho hasta ahora entra en contradicción con estas declaraciones, volviendo los datos a dejar en evidencia unas declaraciones juanramonianas muy posteriores, ya que no parece lógico que, siendo Pellicer funcionario del Estado y dando hospedaje a Juan Ramón en su


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En los dos últimos párrafos —formados cada uno por una frase, en realidad—, tal y como señalamos, y después de expresar la indisolubilidad entre el amigo y el artista, que es característica fundamental de la ideología del grupo del novecientos, se vuelve a repetir el mensaje primordial del texto: “…Sobre el corazón del artista…, sobre el corazón del amigo, podría esculpirse un símbolo: Un corazón de fuego en campo de azur….”. Es la parte baja del escudo de Pellicer, es la divisa, que también se puede utilizar aquí en su sentido más amplio de lema, ya que ese mensaje es, según Juan Ramón, extensible al resto de su grupo. Nótese también cómo el poeta moguereño, no sabemos si por torpeza o por reafirmación, recalca por tres veces el carácter simbolista de su texto al repetir la palabra “símbolo”. Y también cómo, esta vez de una forma mucho menos obvia, escondiéndose detrás de la nomenclatura heráldica con esa repetición y exaltación del “azur”, vuelve a hacer alusión a la objeción que formulará a Juan Valera en su reseña de La copa... sobre la visión del autor de Pepita Jiménez acerca del simbolismo: “Valera dijo que no estaba conforme con la frase del emperador Hugo: ‘L’art c’est l’azur’, y que la creía enfática y vacía; yo, en cambio, la creo suprema, la considero síntesis completa de todo Arte”.

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casa, necesitara ningún favor económico por parte del poeta onubense. Desde luego las palabras de Juan Ramón parecen referirse a su época de internamiento en el Sanatorio del Rosario madrileño allá por 1902; aún así no entendemos, por presumirla bastante alejada de la realidad, esa imagen de humilde subalterno necesitado que quería dar en 1931 de su entonces íntimo amigo cordobés.


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Apéndice -“Tierra Andaluza. Apuntes”, Vida Nueva. Edición Popular, nº 5, 1-31900, p. 3. Firmado “Juan R. Jiménez”: Julio Pellicer, el escritor brillante, el vigoroso colorista, ha puesto a la venta un fragante y bellísimo ramillete de rosas, claveles y nardos cordobeses… Tierra Andaluza es un libro simpático, exuberante de vida, de luz, de color…; es un pedazo de tierra cordobesa arrancado por las garras del arte, que alumbrará con chispazo alegre y penetrante el invierno helado de la corte; el helado invierno de la indiferencia… Sus brillantísimas páginas, escritas con zafir de cielo, con oro de sol, con esmeraldas de campiñas meridionales, con blanco de casitas andaluzas, cantarán a los corazones desterrados de la tierra del color, una fúlgida canción, una fúlgida canción de melancólicas nostalgias, de doradas remembranzas;… las almas se adormecerán a sus sones, en sopor de indefinible tristeza riente y somnolenta, escuchando las afiligranadas cadencias de la guitarra, evocadora de voluptuosidades de Oriente; el eco acompasado, rítmico de la rítmica copla gitana; el aleteo estridente de la cigarra;… ante los ojos entornados, desfilarán cegadores paisajes de sol, intensas notas de bermellón, de blanco, de azul;… aparecerá alegre y triste, con alegría de recuerdo y tristeza de lejanía, la reja cuajada de claveles y nardos; suspirará su ardoroso suspiro la virgen morena enamorada; inundará el alma de placidez tranquila la lumbre tibia y tersa de una luna de plata; brillará un momento la visión vigorosa de la huerta, con su fresca sombra de naranjos, con el monótono quejido de su noria, con la copla amante de la niña de ojos negros y carita de amapolas. Tierra Andaluza es una evocación riente, triste; lánguida, intensa; deleitante, nostálgica;… todo al mismo tiempo;… la evocación de una dicha, de una pena; de una ilusión, de un desengaño, para los corazones andaluces desterrados de su tierra deslumbrante… Para el corazón universal, un beso abrasador de fuego; un beso aromado de azahares, de rosas, de jacintos; un lúbrico beso que enloquece; un beso febril, de ardorosidades africanas… Tal es el libro de Pellicer… ¿Y Pellicer? En una sola frase queda bosquejada su figura: Un andaluz apasionado, artista de corazón…

*** Los amores de Andalucía; esos amores intensos, locos; los celos de Andalucía; celos desgarrantes, criminales;… celos y amores,


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amores y celos, inflamados por nuestro sol febriciente, báquico, son el alma principal del libro… La queja agónica del obrero, del desheredado; la canción de las cadenas también encuentran un eco cariñoso en el corazón del poeta: “El Grisú” y “Dos canciones” son himnos de despecho, de compasión, de amor, de un alma noble… “Cuadro al sol” es una penetrante ironía de la pobreza rica de vigor y de salud; de la fuerza del humillado, a la riqueza pobre de la vida, pálida flor de invernadero; a la debilidad del poderoso… Pero donde —para mí— se revela con más intensidad el alma del artista, del escritor, es en Femenina y en Anacreóntica. Son estos dos cuadros realistas de primer orden; dos cortos apuntes desbordantes de verdad, de realidad, enérgica;… son un contraste de lascivias: la lascivia de noble unión de la ardiente campesina y la lascivia narcisiaca de la señorita;… son dos pinceladas bravas, palpitantes, francas, carnales, frescas…

*** Se dice que nuestra literatura muere por falta de alientos juveniles que le den nuevo impulso. Esa es una afirmación gratuita, inconsiderada… En España hay en la actualidad una juventud potente, que piensa y que sueña; a Andalucía le corresponde parte principalísima de ella… Villaespesa es hoy por hoy uno de nosotros primeros poetas, si se atiende a la originalidad, a la brillantez, a la pasión de sus concepciones;… y ahora que es ocasión oportuna, no dejaré de manifestar la injusticia con que fue hace poco acogido por la prensa su hermosísimo libro Luchas. González Anaya es un poeta exquisito; Durbán Orozco, un soñador; Godoy un neurósico delicadamente refinado — en el buen sentido de la palabra—; Redel, un notable colorista…, y otros que ahora no recuerdo —y a quienes ruego perdonen mi involuntaria omisión—, son almas grandes, poetas de sentimiento, de energías, de nostalgias… A Pellicer corresponde un señaladísimo lugar como colorista valiente, como poeta delicioso… Yo le felicito entusiásticamente por su libro, y le mando un cariñoso abrazo…

*** …Id a comprar tan fragante y bellísimo ramillete de rosas, claveles y nardos cordobeses, para embriagaros con él en una suave somnolencia de nostalgias; en un ensueño de soles áureos, de zafirinos cielos, de campiñas de esmeralda, de níveas casitas andaluzas;… para


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enloqueceros de perfumes deleitantes; para llorar y reír con la guitarra melancólica y con la melancólica copla gitana, entre la nieve de vuestro invierno de indiferencia… Tierra Andaluza será un rayo de sol en vuestro día gris… Id a comprar Tierra Andaluza…


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Actos de subversión y cambio histórico: el mito de las amazonas y la leyenda de la Papisa Juana en Silva de varia lección de Pedro de Mexía Resumen En la Silva de varia lección (1540) de Pedro de Mexía, la capacidad de determinadas figuras femeninas, míticas o legendarias, como las amazonas o la Papisa Juana, para subvertir las normas sociales y el orden jerárquico que impera en el sistema de género sexual, denota la ansiedad del sujeto masculino ante la dificultad de fijar de manera definitiva la función social de la mujer. Pero más importante, el poder de estos cuerpos femeninos para trascender los límites marcados por las rígidas clasificaciones y jerarquías de la sociedad del momento, revela preocupaciones más profundas de un sujeto enfrentado a los cambios y transformaciones que, relacionados con los encuentros geográficos y la expansión territorial, se están llevando a cabo en la época, así como a la diversidad de historias e identidades que acompañan a la nueva experiencia colonial.

Es significativo que la revalorización en la cultura de la temprana modernidad española de una serie de mitos y tópicos relacionados con lo fabuloso, provenientes del mundo antiguo y medieval, ocurra en un período histórico marcado por los encuentros geográficos y la expansión territorial. Se podría sugerir que la recopilación de una serie de conocimientos y curiosidades que, procedentes de textos antiguos, realizan autores de misceláneas como Pedro de Mexía, permite que el lector de la época adquiera una familiaridad con las nuevas 263


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realidades que marcan la cartografía oficial en la era de los descubrimientos, facilitando su asimilación en la cultura del período1. Sin embargo, más importante resulta observar la manera en que estas obras revelan las ansiedades de un individuo obligado a enfrentarse a los fenómenos de desplazamiento de sujetos e identidades, de inversión de género sexual, de movilidad social, así como a las transformaciones de poder que se relacionan con las experiencias del Imperio y del nuevo Estado centralizado. Como trataré de demostrar en este trabajo, en la Silva de varia lección (1540) de Pedro de Mexía, el poder de subversión de las normas sociales y de las jerarquías de género sexual que caracteriza la actuación de determinadas figuras míticas o legendarias, tales como las amazonas, la Papisa Juana o, en menor grado, la Emperatriz Teodora, revela la preocupación del individuo del Renacimiento ante las consecuencias imprevisibles de las profundas transformaciones llevadas a cabo en este período. Aunque la compilación no sistemática de curiosidades que constituyen las misceláneas se remonta a la literatura greco-latina, y se vuelve a poner de moda al final de la Edad Media, con anterioridad al descubrimiento de América, es durante el siglo XVI el período en el que el género se desarrolla en España, gracias al éxito editorial de obras como la Silva de Mexía, la primera miscelánea escrita en lengua moderna, o el Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada2. Por consiguiente, no resulta una coincidencia que sea durante el Renacimiento, tal como apunta Isaías Lerner, el momento en el que diversos autores de misceláneas pertenecientes al mundo antiguo y medieval son “reinterpretados y abundantemente leídos de modo de poder acomodarlos a las nuevas necesidades e interpelaciones de su tiempo” 1

En España, a este género pertenecen además del Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada, la Floresta española (1574) de Santa Cruz, la Silva curiosa (1587) de Medrano y el Thesoro de diversa lección (1636) de Salazar. 2 Aulo Gelio se refiere a un corpus de treinta misceláneas del mundo antiguo en el prólogo de sus Noches áticas (1462). Además de la obra de Aulo Gelio, son conocidas a principios de la temprana modernidad la Saturnalia de Macrobio (1472), la Historia natural de Plinio (1492) y el Banquete de los solistas de Ateneo (1515) (Lerner, “Prólogo” 13-14).


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(“Prólogo” 14). En el caso de la Silva, las referencias a Aristóteles como autoridad, se combinan con otras más modernas como Plinio, Plutarco, Macrobio y Aulo Gelio. El escritor acude, igualmente, a otras fuentes, como las obras de los italianos Maffei, Alexandro, Fulgoso, Crinitus, así como con los más o menos contemporáneos Pontano, Trapezuncio o Gaza (Lerner, “Prólogo” 14-16). No obstante, la escasa atención que la crítica ha dedicado a las obras de este género, y en particular a la Silva, la primera escrita en lengua vernácula, se relaciona con el hecho de que éste fuera interrumpido en una etapa temprana, a pesar de su importante éxito editorial durante el Renacimiento. Hay que notar que en poco más de un siglo, se hicieron 107 ediciones de la Silva, 32 en castellano y 75 traducciones a diferentes lenguas europeas (Lerner, “Prólogo” 17), entre ellas, una francesa titulada Les diverses leçons de Pierre Messie (1552), presuntamente leída por Montaigne (Courcelles 147)3. Sin embargo, el que el prestigioso estudioso Marcel Bataillon calificara a la Silva de Mexía de “libro mediocre”, que corresponde “al mismo tipo de olla podrida que deleitaba a los robustos apetitos de la época” (637), no ha colaborado precisamente en su valoración. A pesar del escaso interés en la obra por parte de estudiosos e historiadores de la literatura de épocas más recientes, resulta interesante que, desde la perspectiva de los lectores contemporáneos, fue precisamente el carácter de “olla podrida” de las misceláneas, conseguido mediante la alternancia de argumentos y su mezcla de “admoniciones y facecias, historias y anécdotas” (Prieto 220), lo que garantizó su popularidad. La habilidad de sus autores para combinar material de muy diversa procedencia, alternar la historia y la fábula, lo verdadero y lo inverosímil, así como la ambigüedad de su propósito, puesto que, desviándose de la seriedad reformista de los erasmistas, procuran el entretenimiento del lector sin renunciar a la divulgación del saber humanista, determinan el éxito editorial de estas obras durante el Renacimiento. 3 El Jardín de flores curiosas (1570) de Antonio de Torquemada se editó en nueve ocasiones en el siglo XVI y se tradujo a diversas lenguas, titulándose su traducción al inglés de 1600 The Spanish Mandeville of Miracles (Allegra 81-83).


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En el caso de la Silva de varia lección, se debe notar la conexión de Pedro de Mexía con los círculos intelectuales de su época. El autor fue nombrado cosmógrafo de la Casa de Contratación de Sevilla en 1537 y cronista de Carlos V en 1548. Mexía mantuvo relación epistolar con Erasmo de Rotterdam, Luis Vives y otras prominentes figuras del Renacimiento (Castro 21-28). Aunque, según Bataillon, el autor sevillano sólo toma los elementos menos renovadores del holandés (637-38), se debe destacar la pasión de este escritor sevillano por el saber humanista y la cultura antigua, así como sus amplios conocimientos de la lengua latina (Lerner, “Prólogo” 13). Sin embargo, uno de los rasgos más sorprendentes de la Silva es la ausencia de noticias de América y la falta de información sobre este continente. Este dato llama poderosamente la atención (Courcelles 139), puesto que el autor reside permanentemente en Sevilla, aun en la época en la que, como cronista de Carlos V, debía de haber acompañado al rey y a la corte en sus desplazamientos (Castro 43). Es precisamente la capital andaluza, la ciudad en la que se recogen las primeras informaciones provenientes del Nuevo Mundo y en la que Fernando Colón, gran amigo de Mexía e hijo del famoso Almirante, instala una espléndida biblioteca de la que proceden los datos que hacen posible la Silva (Courcelles 139-142). Aunque es verdad que en su Historia del Emperador Carlos V, el autor sevillano justifica la reducida presencia en su obra de referencias al Nuevo Mundo al declarar que es Fernández de Oviedo el “cronista de las cosas de Indias” (35), la falta de mención a la realidad americana en la Silva resulta llamativa. Se podría sugerir que Mexía, aparentemente desinteresado por las experiencias del descubrimiento, conquista y colonización, parece dispuesto a olvidar las ventajas materiales vinculadas con las mismas, cediendo a la curiosidad anecdótica esta suerte de espacios alternativos conformados mediante datos provenientes de las culturas del mundo antiguo y medieval. Sin embargo, la distancia de Mexía con el Nuevo Mundo no implica una falta de apoyo a la empresa de Carlos V, de quien es nombrado cronista oficial. La ausencia en un texto redactado por el cosmógrafo de la Casa de Contratación de una mención específica a los nuevos territorios se relaciona, tanto con la existencia durante este período de un cúmulo de preocupaciones, debido a los aspectos más


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negativos de la conquista y de la colonización, como por las preferencias culturales del lector de la época. La suplantación de la realidad americana en la Silva por una serie de mitos y leyendas de origen clásico, instaladas en buena parte en regiones ajenas al Imperio, confirman los gustos literarios de los españoles de un determinado ámbito social, el cortesano y burgués. Como apunta Whinnom, los lectores de la temprana edad moderna, prefieren las narraciones de Mandeville o de Marco Polo a las crónicas del descubrimiento (196). Igualmente, el autor renacentista de “historia natural” suele recoger narraciones fantásticas en lugar de tomar como fuentes de sus conocimientos los relatos geográficos y las experiencias de los viajeros españoles en América, tal como afirma Maravall (197).4 En el caso de la España de la temprana modernidad, la importancia concedida a la autoridad textual justifica que autores tan representativos del período como Pedro Mártir de Anglería, presenten una descripción de los nuevos territorios en la que se incluyen referencias a las características y costumbres de amazonas, caníbales, tritones, sirenas y otros seres fabulosos provenientes de la cultura clásica y medieval (Del Río 30). También Gonzalo Fernández de Oviedo, que, curiosamente, guardaba en su biblioteca un ejemplar de la Silva, emplea la información aportada por Plinio como medio de legitimar sus descubrimientos en sus obras Sumario de la Natural Historia de las Indias (1529) e Historia General y Natural de las Indias (1535-1557), (Merrim 177; 182). Resulta interesante que en esta última obra, Femández de Oviedo asegure haber encontrado las Hespérides, mostrando una preferencia por la difusión de curiosidades, relatos de magia, maravillas o anormalidades en lugar de crear nuevas categorías (Merrim 176-182). Nos llama la atención, no sólo que Fernández de Oviedo cite con frecuencia diversas autoridades de la cultura clásica, sino que mantenga que el mismo Cristóbal Colón supo de la existencia del Nuevo Mundo mediante estas lecturas (O’Gorman 16). En este sentido, misceláneas como la Silva de varia lección se encargan, así mismo, de legitimar la cultura del Viejo Mundo como una inagotable fuente de datos para la creación de universos alternativos. 4

El contenido de los Viajes de Mandeville es verificado por el Papa al cotejarlo con el texto latino del Mappa Mundi (Greenblatt 35).


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La preferencia por el uso de la autoridad de los autores antiguos en lugar del testimonio de los que presenciaron en primera fila lo que ocurre en tierras lejanas, se une a la preponderancia de lo imaginario en el concepto histórico del Nuevo Mundo, puesto que como apunta O’Gorman, América constituye una realidad más inventada que descubierta (73-124)5. En consecuencia, uno de los aspectos más importantes del proceso de invención de América son los cambios profundos en la imagen que posee Europa sobre sí misma, puesto que el encuentro con el Nuevo Mundo fuerza a los europeos a cambiar su concepción sobre su propio continente (Padrón 26). La asimilación de los nuevos territorios, por parte de los europeos, implica la localización de lo exótico en el contexto de lo familiar, ya que, además, implica su “domesticación” (Ryan 523). Pero más importante, la construcción de un espacio imaginario que realiza la Silva no sólo se perfila como fundamental en este proceso de “asimilación” del universo de posibilidades que los españoles hallan al otro lado del Atlántico, sino que registra una serie de preocupaciones ante una serie de cambios y transformaciones de la que son testigos los habitantes de la España imperial. En el texto de Pedro Mexía, la inestabilidad de las identidades de género y la posibilidad de que las funciones sociales de hombres y mujeres sean intercambiables, se sugieren mediante la alusión al mito de las amazonas, la historia de la Emperatriz Teodora o la leyenda que narra la existencia de una Papisa en el elenco de los sucesores de San Pedro. La trasgresión de las categorías tradicionales de género que revelan estos relatos permite invalidar el argumento en torno a la pretendida debilidad física y anímica femenina, empleado frecuentemente por los autores renacentistas contarios a 5

Para Padrón, que sigue a O’Gorman, América, como el “Oriente” de Said, no puede ser entendida como un objeto natural, susceptible de ser inspeccionado, sino que se ha producido históricamente, a través de la interacción entre un conjunto de intereses y expectativas condicionados culturalmente y los fenómenos geográficos observados (18-19). En el caso de África, la escasez de datos se “compensa” con la amplia difusión de una negativa imagen del ‘otro’ musulmán, tal como se aprecia en obras como el Antialcorano (1532) de Bernardo Pérez de Chinchón, Antigüedades de África de Bernardo de Aldrete (1606) o Coronica de los moros (1618) de Jaime de Bleda (Perceval 6).


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la ginecocracia6. Más importante, la capacidad de estas figuras fabulosas, legendarias o míticas, presentes en la Silva para perturbar los sistemas tradicionales de diferenciación de género y de formación de jerarquías entre los dos sexos, revela la ansiedad del sujeto español ante las nuevas experiencias vinculadas con la creación de un Estado centralizado y la definición de un proyecto imperial. Mexía, que incluye en su obra temas tan variados en los campos de las ciencias (fisiología antropológica, medicina, psicología, astronomía, astrología, física y química), las humanidades (historia, geografía humana y política), las artes y las letras, no deja a un lado los relatos maravillosos de mitos y leyendas, entre los que se encuentran la historia de las amazonas (Castro 79-88). El humanista sevillano dedica los capítulos X y XI de la primera parte de la Silva a este mito, que sigue en el texto a los casos de la Papisa Juana y de la Emperatriz Teodora, “dos mujeres muy osadas y para mucho” (89)7. Aunque, como el mismo autor aclara, el género de la miscelánea le da licencia a seguir el orden que le venga en gana, ya que no está “obligado a guardar propósito ni orden en esta Silva, y por esto,… le puse este nombre” (89), considera que existe una relación entre esas “osadas” mujeres. Mexía parte de una posición pro-feminista, evidente para Isaías Lerner, que no duda en situar a la Silva de varia lección entre los textos áureos en defensa de las damas (“La mujer”140). No obstante, esta defensa de las mujeres, articulada en torno a la posibilidad de que éstas ejerciten poderes reservados tradicionalmente a los varones, deja paso en esta miscelánea a la emergencia de un cúmulo de ansiedades masculinas en una época en la que existe un empeño por parte de los humanistas por fijar de manera definitiva las funciones sociales del individuo de acuerdo con su género sexual8. 6

Sobre el debate renacentista en torno a la legitimidad del gobierno en manos femeninas, ver Jordan, 118-137. 7 Cito por la edición de Isaías Lerner. 8 Respecto a la influencia de humanistas como Juan Luis Vives, Antonio de Guevara, Huarte de San Juan, Alfonso de Valdés o Luis de León en el establecimiento durante la temprana modernidad española de una rígida división de las funciones sociales, que contribuye a relegar a la mujer al entorno doméstico de la familia, provocando su exclusión del espacio público, lo que hace


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Según Pedro de Mexía, “en todo género de virtudes las mujeres nos hacen a los hombres ventajas o, al menos, nos igualan: si el amor, si en lealtad; y si la caridad, si devoción, piedad, mansedumbre, templanza, misericordia” (89). Tras la enumeración de una serie de virtudes prototípicas femeninas, el escritor señala que “una sola cosa paresce que se pueden preciar los hombres, y dicen que les hacen notoria ventaja, que es en las armas y ejercicio militar; porque, como esto traya consigo fiereza y crueldad y otros muchos males, ni ellas las quieren usar, ni plugo a Dios de hacerlas dispuestas para ello” (90). Sin embargo, como añade a continuación, ni siquiera en este campo son los hombres superiores a las mujeres, puesto que “muchas mujeres particulares han hecho muchas y muy singulares cosas en armas” (90). Mexía acude a “la historia de las amazonas, mujeres que fueron belicosísimas y muy valientes en las armas; las cuales, sin algún consejo de hombres, vencieron muchas batallas, conquistaron grandes provincias y ciudades y duraron muy gran tiempo en su señorío y faerza” (90). Por tanto, el mito de las amazonas es efectivo a la hora de negar la ineptitud de la mujer para el liderazgo político y el riesgo fisico. Al respecto, resulta significativo que la representación de las mujeres guerreras sea frecuente en los primeros textos de la conquista, desde Colón hasta Femández de Oviedo (Johnson 11-14). La pericia militar de las amazonas las relaciona con el modelo de la mujer viril defendido por Boccaccio en De claris mulieribus, lo que permite un acercamiento de las féminas al ideal de masculinidad de la época basado en el valor militar. El modelo andrógino de “mujer viril” de Boccaccio es el de San Isidoro, por el cual Eva es una virago (“vir” significa hombre, “ago” descendiente), lo que facilita que se transforme en Adán, sin que resulte necesariamente una ruptura genérica (un solo género). En el capítulo XXXII de esta obra, al tratar la figura de Pentesilea, la reina de las amazonas, Boccaccio cuestiona la admiración que causa que mujeres armadas se atrevan a luchar con hombres, aclarando que ésta debe cesar, teniendo en cuenta, que mediante la práctica es posible cambiar la naturaleza (131). Tal imposible su participación en la vida política y cultural, véase MartínezGóngora. Acerca del papel de las mujeres en la cultura renacentista, ver, por ejemplo, Kelly, Perry, Sánchez Ortega y Vigil.


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como demuestra el caso de Pentesilea, las mujeres pueden entrenarse y hacerse más masculinas, con respecto al uso de las armas, que los nacidos varones, que se han afeminado debido a la ociosidad (Boccaccio 13l). Se debe recordar que el mito de las amazonas constituye, junto con el de la reina Cenobia de Palmira, los ejemplos de mujeres que han sabido defender con éxito sus estados más usados por los autores renacentistas (Benson, 192-198). Mexía, siguiendo a Tolomeo, Justino y Diodoro Sículo como autoridades, sitúa el origen de este pueblo de guerreras en los también “belicosísimos” escitas, cuyos varones fueron aniquilados por sus vecinos como represalia por ocupar sus tierras. Las esposas de estos escitas, “fue tanto el dolor que sintieron, que, aunque mujeres, con ánimo varonil determinaron de vengar por armas (en las cuales, las mujeres de Escitia muchas veces se ejercitaban) la muerte de sus maridos” (91). Tras su venganza, el poder de estas mujeres creció mediante la expansión territorial, el sometimiento a la autoridad de una de ellas y una compleja organización defensiva (91-92). Las amazonas enviaban a los hijos, nacidos de su relaciones con los varones de una de las provincias cercanas, con sus padres, pero “si lo que habían concebido nacía hembra, criábanla imponiéndola en las armas y ejercicios de hombre, en cabalgar a caballo, en cazar y montear” (92-93). Mexía añade que “porque estas amazonas usaban mucho en la guerra los arcos y flechas, parea esto y para esto y para los otros ejercicios de las armas, parece les estorbaban los pechos; por esta causa las niñas chequitas que les nascían, quemábanles las tetillas derechas con fuego; y desta manera fueron llamadas amazonas, ‘casí sin teta’ (sic.)” (93). Resulta interesante notar que el autor sevillano, enraizado en la ideología imperialista de la España del siglo XVI, al describir la naturaleza eminentemente guerrera de estas mujeres pone especial énfasis en su poder para la anexión territorial. El humanista alude a los ataques de las amazonas a los asesinos de sus maridos, a los que “tomáronles sus tierras y posesiones; haciéndose señoras de todo” (91). El énfasis de Mexía en la empresa de expansión territorial de las amazonas revela la posesión, por su parte, de un concepto de la autoridad fuertemente militarista, basado en la capacidad para la conquista, sólo entendible en el marco político del Imperio. Según Mexía, estas bélicas señoras “conquistando y


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señoreando tierras, sin poderles ser resistido, caminaron al norte, y pasando a Tanais, entraron en Europa, y conquistaron en ellas algunas provincias, bajando hasta Tracia, de donde se volvieron con grande despojo y victorias a Asia “ (93). La amenaza de las amazonas a las fronteras europeas, coincide con el riesgo que representan sus campañas anexionistas para el mantenimiento del patrón falocéntrico que caracteriza la colonización de América. Los éxitos bélicos de estas mujeres contradicen otros segmentos del discurso colonial, en el que los territorios recién descubiertos se conciben como espacios femeninos vírgenes a la espera de ser conquistados, tal como sugiere Mason (59). Aunque éste se refiere a textos portugueses del siglo XVII, se puede afirmar algo similar respecto a los españoles, puesto que la existencia de mujeres guerreras resulta igualmente perturbadora, justificando la intervención de los europeos, directamente atacados en el episodio de Mexía, para la restauración del orden (Mason 58-59). En definitiva, el hecho de que las referencias al proyecto imperialista sean inscritas por el humanista sevillano en el contexto de una mítica comunidad de mujeres guerreras, denota la emergencia de ansiedades y temores asociados con lo imprevisible de una realidad colonial desconocida, que bien pudiera dar cabida a disrupciones del orden similares. El mito de las amazonas, que Mexía introduce como una curiosidad más, no representa un caso aislado en el contexto de la literatura europea, sino que, por el contrario, constituye una de las fantasías más recurrentes durante el período. De acuerdo con Louis Montrose, las representaciones de estas mujeres guerreras son frecuentes en la literatura del período de la reina Isabel I de Inglaterra, desde Painter hasta Spenser, pasando por Shakespeare en el Sueño de una noche de verano, así como en las narrativas de viajes, que localizan a menudo el mito de las antiguas amazonas en Suramérica o África, en una frontera cada vez más lejana con la “terra incognita” (70-71). La fantasía cultural asimila, según Montrose, el mito de las amazonas, el canibalismo y la brujería en una anticultura que invierte las normas políticas de autoridad, licencia sexual, prácticas matrimoniales y normas sobre la herencia (71). Dicha actitud representa un reconocimiento irónico del grado en el que los hombres dependen de las mujeres en la cultura antropocéntrica; de madres y nodrizas, para


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su nacimiento, nutrición, así como de amantes y esposas, para la revalidación de su virilidad (Montrose 71). Podemos estar de acuerdo con Montrose, para el que la actitud que presentan muchos de los textos renacentistas hacia el mito de las amazonas constituye una mezcla de horror y admiración, puesto que parece incorporar y controlar simbólicamente una ansiedad colectiva sobre el poder de la mujer, no sólo para dominar y rechazar al varón, sino también para destrozarlo (71). Por consiguiente, aunque la existencia en la antigüedad de un pueblo de mujeres guerreras niega la ineptitud de la mujer para el liderazgo político y el riesgo físico, destaca también una capacidad bélica que amenaza el mantenimiento del sistema tradicional de género sexual. De este modo, el mito denota la existencia en el varón europeo de una serie de ansiedades ante la posibilidad de que las transformaciones de poder que ocurren en la temprana modernidad alteren la distribución de las funciones sociales de acuerdo con el género sexual. En definitiva, la insistencia en el mito por parte de los autores del período señala la presencia de un temor colectivo ante el poder potencial de la mujer para dominar al varón. Las acciones bélicas de las amazonas representan no sólo una amenaza para el mantenimiento del orden jerárquico del sistema tradicional de género sexual, sino que crean una confusión entre sus categorías. Así lo entiende Antonio de Torquemada, que en su Jardín de flores curiosas se pregunta, citando a Estrabón: “‘¿Quién podrá creer que haya habido algún ejército o alguna ciudad o ayuntamiento que fuera solamente de mujeres… Porque esto sería como si alguno dijese que en aquel tiempo las mujeres eran hombres y los hombres mujeres?’” (135). La evidente carga disruptiva del orden político y la capacidad para perturbar el orden social que acompañan a la imagen de un pueblo de mujeres guerreras no es comparable con las que se asocia la extraordinaria leyenda de la Papisa Juana, que Mexía incluye en el capítulo IX de la primera parte, inmediatamente anterior a los dos dedicados al mito de las amazonas. Como se anuncia en el título, esta sección de la obra presenta los casos “de una mujer que, andando en hábito de hombre, alcanzó a ser sumo pontífice y Papa, en Roma; y del fin que hobo. Y de otra mujer que se hizo emperador y lo fue algún tiempo” (85). El que el mito de las amazonas, tan vinculado al marco cultural del Imperio, se sitúe en la obra de Mexía a continuación de un


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capítulo dedicado a los casos extraordinarios de dos mujeres situadas en las más altas cotas de la autoridad política y religiosa, es una muestra más de la lógica ideológica que asocia la posible dislocación de las estructuras tradicionales de género con las nuevas experiencias políticas que constituyen, tanto el nuevo Estado centralizado como la empresa imperial. Aunque los tres ejemplos presentados por Mexía subrayan el carácter excepcional de mujeres que llevan a cabo funciones reservadas hasta el momento a los hombres, es el suceso de la Papisa Juana el que destaca, tanto por su originalidad, puesto que no lo recogen otras fuentes españolas de la época, debido a la censura inquisitorial, como por la superioridad de su potencial subversivo. El poder de un relato que narra la ascensión al papado de una mujer, del que se hacen eco diversas crónicas eclesiásticas, para desestabilizar el orden social resulta comprensible al afectar a una de las instituciones más poderosas de Occidente. Por consiguiente, no nos extraña que este capítulo de Silva de varia lección fuera incluido por la Inquisición en su índice expurgatorio de 1632, lo que hace que, para mantener la numeración, se divide en dos el siguiente (Castro 237). La historia de la Papisa se incluye en el capítulo CI de De mulieribus claris de Boccaccio (436-441), cuyas ediciones en castellano también fueron expurgadas (Castro 237). La capacidad de la leyenda para perturbar la autoridad religiosa es comprensible en cuanto que reta nociones fundamentales de la doctrina católica, tales como la infalibilidad del papa, la continuidad del pontificado desde San Pedro y la exclusión de las mujeres del apostolado (Boureau 3). El potencial subversivo de la historia de la Papisa Juana, se creyera falsa o verdadera, se relaciona con la visión escandalosa de una mujer que, al acceder al papado, vulnera la prohibición de recibir las sagradas órdenes asignada a los individuos de su sexo. El episodio no sólo presenta la principal trasgresión que tiene lugar en el corazón y en la cúspide de la Iglesia de Roma, sino que cuestiona la validez de los sacramentos administrados por un papa ilegítimo (Boureau 3). La leyenda se repite en los documentos desde la primera crónica (Metz 1255) hasta 1450, sin que se dude de su veracidad (Boureau 107-108). Aunque resulta cuestionable percibir una conciencia, por parte de Mexía, del carácter de construcción social de las funciones de género, adquiridas, como sostiene Butler, a través de una interpretación


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basada en la repetición estilizada de gestos y movimientos corporales, la fascinación por este tipo de representaciones sugiere una visión de la identidad de género constituida mediante una representación, determinada por la sanción social y el tabú (270-71)9. El episodio de la Papisa Juana ilustra la capacidad de reinvención de una mujer, mediante la imitación de los aspectos más notables de la conducta estereotípica del varón, de la mímica de sus gestos y de sus movimientos corporales. Mediante refinadas técnicas de impostura el personaje de la Papisa oculta a la perfección su verdadero género sexual, revelando una visión del mismo como actuación. Tal visión muestra la facilidad con la que puede lograrse un intercambio de las funciones sociales de los hombres y las mujeres, provocando la aparición de ansiedades en el varón ante la pérdida potencial de su poder, puesto que, en palabras de Butler, “in its very character as performative resides the possibility of contesting its reified status” (271). Mexía, que se basa en las fuentes de historiadores del papado, tales como Platina y Martinus Polonus, así como en San Antonio y en Antonio Sabellico (Lerner. “Prólogo” 87), da cuenta de la historia de una joven inglesa que, disfrazada de varón, acude junto a su amante a estudiar a Atenas. La dama, conocida ahora como Juan, debido a “su buen ingenio y mucho estudio, aprendió y supo tanto que, venida desde algunos años en la ciudad de Roma, todavía en hábitos de hombre, tuvo cátedra y enseñó públicamente” (Mexía 86). Mexía evita emplear el término “disfrazarse”, que denotaría una construcción de género episódica y se manifiesta fiel a las fuentes, prefiriendo la expresión “tomar hábitos de hombre”, lo que supone una posición transexual definitiva y formal10. Juana realiza una imitación perfecta del modelo ideal de varón clerical, no sólo mediante la utilización de dichos hábitos, vestimenta que marca su condición de hombre de 9 Según la conocida teoría desarrollada por Judith Butler, el género no es una identidad estable sino que se construye temporalmente a través de una repetición estilizada de actos. El género sexual se establece mediante la estilización del cuerpo, y por tanto debe estudiarse la manera en que los gestos, movimientos corporales y actuaciones de varios tipos constituyen la ilusión de un sujeto con género (270-71). 10 Burshatin nota esta preferencia por “tomar hábitos de hombre” en la declaración inquisitorial del hermafrodita Eleno/a de Céspedes (437).


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Iglesia, sino a través de su dedicación al estudio y del despliegue de una conducta asertiva ante la comunidad, demostrada en la exhibición pública de su saber. Según Mexía, esta mujer disfrazada de varón no sólo “tuvo cátedra y enseñó públicamente”, sino que, en las publicas disputas llegó a tanta estimación, por lo que fue tenida por el más docto hombre de su tiempo, y alcanzó tanto favor y autoridad entre todos, que, vacando después la silla apostólica por muerte de León, cuarto de este nombre, en el año del señor de ochocientos y cincuenta y dos, fue elegida, creyendo ser hombre, por sumo pontífice de Roma y papa universal en la Iglesia de Dios. (86)

Por consiguiente, el humanista subraya el éxito de la dama a la hora de disimular su condición femenina y de representar a la perfección el rol de varón eclesiástico, lo que le vale la reputación de ser “el más docto hombre de su tiempo” (86). Juan/a logra superar a todos sus “iguales” y ser nombrado sucesor del Papa León IV, ocupando la silla pontifical durante algo más de dos años. De acuerdo con Mexía, la causa de tan corto papado no se debió a la ineptitud para el cargo asociada con la condición femenina de Juan VIII, sino a que “no guardase castidad”, teniendo “ayuntamiento con un esclavo suyo muy privado, en quien mucho se fiaba, del cual se hizo preñada” (86). Un día, presidiendo la Papisa una procesión que se dirigía hacia la iglesia de San Juan de Letrán, “fuese el tiempo en que había de parir… con graves dolores parió una criatura, con el espanto desigual de los que allí estaban y juntamente murió allí súbitamente; y fue enterrada sin honra ni pompa alguna” (Mexía 86). El sevillano recoge el tono de moralización que forma parte de la leyenda de la Papisa Juana a partir del siglo XIII, mediante las alusiones tanto a la desviación que, en adelante, los pontífices realizan en su camino hacia San Juan de Letrán para evitar pasar por el lugar en que ocurrió este escandaloso hecho, como a la silla, abierta “por lo bajo para que se pueda ver encubiertamente si es hombre el que se eligen” (85)11. Así mismo, Mexía comenta 11 El canónigo suizo Felix Hemmerli constata que la frase “Testiculos habeat”

fue pronunciada después de verificarse la virilidad de Benedicto III, sucesor de la Papisa, tras un reconocimiento físico en una silla perforada situada en San Juan Laterano (conservada en la actualidad en el Museo del Louvre) (Boureau 10-22). El examen obligatorio de los genitales del Papa recién elegi-


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que, también como recordatorio de este grave crimen, “hay en aquel camino una estatua de piedra que representa el parto y muerte desta atrevida mujer” (87). El autor concluye el caso afirmando que “grande, por cierto, fue la osadía y habilidad de esta mujer: saberse regir y encubrir también, que llegó al mayor estado que se puede subir; por lo cual, su memoria no se perderá en tanto que el mundo durare” (240-41). En definitiva, la muerte en el parto de la Papisa y su posterior condena al deshonor y al olvido histórico suponen una suerte de castigo ejemplar, cuyo efecto disuasorio denota la preocupación del varón ante la posibilidad de una apropiación, por parte de la mujer, del comportamiento y de los hábitos masculinos. La amenazadora visión de una mujer ejerciendo poderes hasta entonces reservados a los varones logra, a su vez, un efecto de desmitificación de la identidad masculina, puesto que demuestran que el vestido y los gestos constituyen los principales elementos mediante los que el hombre logra un acceso al poder. La ansiedad ante la posibilidad de que cualquier mujer vestida de varón pueda actuar como una figura de autoridad, no sólo política, sino religiosa, se contrarresta en la Silva mediante el ejemplo de Teodora, con el que Mexía finaliza el capítulo. En comparación con la imagen de una mujer travestida que usurpa el trono de Roma, la actuación de Teodora resulta inofensiva, puesto que pertenece a la categoría de damas que acceden al poder político en situaciones de emergencia, debido a la ausencia momentánea de un hombre disponible. De acuerdo con el autor sevillano, el caso de Teodora “no es de menor admiración que el de la Papisa, porque lo que ésta hizo mintiendo ser hombre, hizo Teodora sabiendo todos ser mujer” (8788). No obstante, aunque ambos relatos de Mexía destacan la capacidad de liderazgo de las mujeres y la posibilidad de una inversión de la jerarquía que sostiene la dualidad masculino/femenino, es el espectáculo “monstruoso” de una mujer vestida de hombre que ejerce una serie de poderes asociados exclusivamente con la identidad do continuó hasta la mitad del siglo XVI, tal como se registra en las crónicas de Robert d’Uzès (1291) y de Johaness de Viktring (1379) (Boureau 239-40). Es cierto que desde mediados del siglo XII, el itinerario de la procesión a San Juan el Laterano sufre un desvío con objeto de evitar la Via de Querceti, lugar del parto de Juan VII (Boureau 89-90).


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masculina, lo que asegura la superioridad transgresora de la leyenda de la Papisa Juana. Aunque la figura de la mujer vestida de hombre, frecuente en el teatro del Siglo de Oro, proviene de una larga tradición, su actuación “contra natura” la pone en relación con otras representaciones de lo monstruoso frecuentes en las misceláneas, tales como el pez Nicolao, los tritones y las nereidas. Según González Echevarría, la proliferación de monstruos reales o imaginarios en la producción cultural de la época y en consecuencia, el efecto de maravilla que crean estas criaturas inclasificables, se asocia con la rareza de la zoología de los territorios recién descubiertos (Celestina’s 101-102). El efecto de suspensión de las categorías provocado por el impacto de lo maravilloso, al que se refieren filósofos como Descartes y Spinoza (Greenblatt 20), se convierte en un importante elemento de las técnicas de representación de personajes míticos y fabulosos desarrolladas por Mexía. Al igual que en las crónicas del descubrimiento y demás discursos de viajes, lo maravilloso constituye un componente de la Silva. Tal como señala Greenblatt, lo maravilloso representa un rasgo central en el complejo sistema de representación verbal, visual, filosófica, estética, intelectual y emocional de la Edad Media y el Renacimiento (22). Por consiguiente, mediante lo maravilloso, Mexía contribuye a interrumpir el escepticismo de los lectores educados, al revisar su sentido de lo que puede ser posible y lo que es sólo fabuloso, al tiempo que ayuda al lector de la época a aprender, poseer o rechazar los elementos de la realidad que le resultan menos familiares, ajenos o extranjeros, así como lo terrible, lo deseable y lo odioso (Greenblatt 21-23)12. De este modo, misceláneas como la de Mexía colaboran en la construcción de una poderosa maquinaria mimética, una suerte de agente mediador, no sólo de la posesión, sino del simple contacto con el “otro” (Greenblatt 22-23). En conclusión, la Silva de varia lección muestra la importancia de los mitos y las leyendas provenientes de las culturas antigua y medieval para explicar la fascinación, pero también la preocupación del sujeto español de los inicios de la modernidad, ante los cambios 12 Sobre la crítica del uso que hace Greenblatt del término “maravilla”, ver, González Echevarría, Res. de Marvelous.


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y transformaciones relacionadas con la centralización del Estado y las nuevas realidades que trae consigo el impulso colonial. El texto de Mexía muestra el papel de lo prodigioso en la creación de referente alternativo, en el que ciertas figuras femeninas que lo integran poseen la capacidad de trascender, a través de sus cuerpos, las limitaciones que marcan las rígidas clasificaciones y jerarquías de la sociedad española del momento. Sin embargo, tan importante como el poder de subversión de estas mujeres, es su capacidad para revelar, mediante la confusión de categorías que causan su actuación, las ansiedades de un sujeto masculino que empeñado en constituirse como hegemónico, debe enfrentarse a la diversidad de historias e identidades que marcan en los inicios de la temprana modernidad española el nacimiento de una nueva era.

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Obras citadas Allegra, Giovanni. Introducción. Jardín de flores curiosas. De Antonio de Torquemada. Madrid: Castalia, 1982. 9-88 Bataillon, Marcel. Erasmo en España. Trad. Antonio Alatorre. México, DF y Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1966. Boccaccio, Giovanni. Famous Women. Ed. y trad. Virginia Brown. Cambridge: Harvard UP, 2001. Boureau, Alain. The Myth of Pope Joan. Trad. Lydia G. Cochrane. Chicago and London: Chicago UP, 2001. Burshatin, Israel. “Written on the Body: Slave or Hermaphrodite in Sixteenth-Century Spain.” Queer Iberia: Sexualities, Cultures, and Crossings from the Middle Ages to the Renaissance. Ed. Josiah Blackmore and Gregory S. Hutcheson. Durham: Duke UP, 1999. 420-56. Butler, Judith. “Performative Acts and Gender Constitution: An Essay in Phenomenology and Feminist Theory.” Performing Feminisms: Feminist Critical Theor y and Theatre. Ed. Sue-Ellen Case. Baltimore and London: Johns Hopkins UP, 1990. 270-282. Castro, Antonio. Introducción. Silva de varia lección. De Pedro Mexía. Vol. 1. Madrid: Cátedra, 1989. 7-140. Courcelles, Dominique de. Montaigne au risqué du nouveau monde. Paris: Brepols, 1996. Del Río Parra, Elena. Una era de monstruos: representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español. Madrid: Iberoamericana, 2003. González Echevarría, Roberto. Celestina’s Brood. Durham: Duke UP, 1993. . Res. de Marvelous Possessions: The Wonder of the New World. De Stephen Greenblatt. New York Times Book Review 16 Feb. 1992: 22. Greenblatt, Stephen. Marvelous Possessions: The Wonder of the New World. Chicago: U of Chicago P, 1991. Johnson, Julie Greer. Women in Colonial Spanish American Literature. Westport, Ct.: Greenwood, 1983. Jordan, Constance. Renaissance Feminism: Literary Texts and Political Models. Ithaca: Cornell UP, 1990.


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Padrón, Ricardo. The Spacious Word: Cartography, Literature, and Empire in Early Modern Spain. Chicago: U of Chicago P, 2004. Perceval, José María. “Blick auf Afrika, mit dem Rücken zum Kontinent”, Tranvía; Revue der iberischen Halbinsel, VIII (1998): 5-7. Perry, Mary Elizabeth. Gender and Disorder in Early Modern Seville. Princeton: Princeton UP, 1990. Prieto, Antonio. La prosa del siglo XVI. Madrid: Cátedra, 1986. Ryan, Michael T. “Assimilating New Worlds in the Sixteenth and Seventeenth Centuries.” Comparative Studies in Society and History 23 (1981): 519-38. Sánchez Ortega, María Helena. “Women as Source of Evil in CounterReformation Spain.” Culture and Control in Counter Reformation Spain. Minneapolis: U of Minnesota P, 1992. 196-205. Torquemada, Antonio de. Jardín de flores curiosas. Ed. Giovanni Allegra. Madrid: Castalia, 1982. Vigil, Mariló. La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. Madrid: Siglo Veintiuno, 1986. Whinnom, Keith. “The Problem of the ‘Best-Seller’ in Spanish Golden Age Literature.” Bulletin of Hispanic Studies 57 (1980): 189-198.


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Reseña

Mario Cancel. Intento dibujar una sonrisa. Carolina, P. R.: Terranova Editores, 2005, 176 pp. Incursionar en el estilo de Mario Cancel es una invitación a dialogar con la tradición latinoamericana de batallar contra la memoria, tradición ensombrecida por milenios occidentales que han fracasado de manera múltiple y repetitiva. Cancel, en esta colección de once relatos, desea aprehender, desea consumar, desea hasta sustentar, pero el tiempo le lleva —nos lleva— siempre la ventaja. Al final de “El Aleph”, Borges articula lo que ha sido nuestra sentencia ineludible: “Nuestra mente es porosa para el olvido”. Cancel se aventura por esta ruta, una ruta llena de desvíos conocidos y desconocidos, reales y aparentes, y no logra la trascendencia. Más bien la sufre, la sufre como el ojo de cada lector, como el trazo total de su pluma, como quien sabe que no podrá sonreír. La colección comienza con un esfuerzo contundente y definitorio. “El libro” nos adentra inicialmente a un mundo rulfiano en el que se dialoga con pasados indefinibles. Tal se muestra en el encuentro del narrador con un anciano que parece haberlo esperado desde siempre: “Me acerqué sin cuidado y le interrogué si había un café abierto por allí. Me dijo que no, pero —sin pensarlo dos veces— me remató que si buscaba al hombre del libro tenía su casa por ahí” (10). Comienza el viaje por una “Comala” múltiple que reclama espacios que se borran: “Algunas vacas pacían con sosiego entre el cercado. Varios niños jugaban semidesnudos en el camino. Era como si urbe y campo se disolvieran uno dentro del otro sin una solución de continuidad” (11). El primer gran desvío lanza al narrador / personaje a una ruta borgiana ante el “hombre del libro”, que se repetirá en varias ocasiones: “Me dijo te llamas Mario R. Cancel, acabas de llegar de una ciudad en ruinas hasta un pueblo en ruinas. Dentro de veinte 283


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RESEÑA

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años querrás regresar aquí pero ya será demasiado tarde porque no vas a encontrar rastro de nada” (13-14). El cuento amenaza con disolver al lector en el mundo de la diseminación, lo que se manifiesta en la cita al oráculo de la pitia Aristónica: “ni el cuerpo, ni los pies situados en las extremidades, ni por tanto las manos, ni nada del centro queda…” (20). Queda así el lector advertido y seducido. Otra oferta poderosa es “La bala”, verdadero “Zahir” en que la historia insular se adentra en la inmensidad de la historia con h mayúscula. Tal se desprende de la persecución de resquicios sugerentes: “Ahora los proyectiles están dispersos por mi casa moderna en los lugares más banales: dentro de una muñeca rusa de la época de la revolución bolchevique, al lado de una colección de sellos de la inexistente República de Puerto Rico, muy cerca de una recopilación de biografías de Pedro Albizu Campos, qué sé yo, dondequiera que anida un sueño muerto” (22). La fugacidad de la memoria se impone, y el narrador sólo, y solo, puede falsificar su precaria existencia, su labor enternecida y frágil: “Yo sólo sabía que, a pesar de la falta de memoria, allí estaba la bala y que yo era un historiador, el ujier de las mentiras piadosas, el inventor de falsías, el colector de libros y de sueños” (25). La demencia se apodera del texto en “El olvido”, tal vez el lugar en que más pugna Cancel con la tradición occidental que nos encadena. El eco de “La biblioteca de Babel” se desnaturaliza poco a poco en un escenario más siniestro y desesperante: “En una larga mesa que corría desde el fondo del salón hasta la pared en que se hallaba el espejo, había volúmenes abiertos y papeles llenos de signos. En realidad no entendía cómo había llegado a aquel salón. Me desesperó la idea de un entrampamiento o siquiera imaginar qué haría una persona como yo en un lugar como aquél” (33-34). Este diálogo intertextual íntimo se amplía de diversas maneras, en especial en la relación discursiva problemática que supone la presencia de “la sombra”, figura que nos hace pensar en un nefasto descendiente del Virgilio pensado por Dante en los círculos descendentes de cualquier infierno: “Cuando me encaminé hacia una puerta noté que las escaleras volvían a bajar. ¿Existiría abajo otro recinto con otras doce puertas aguardando que yo lo viera? Probablemente. ¿Dónde se habría ocultado la sombra que me había parecido avizorar en el piso supe-


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rior?” (41). Este “Virgilio” lo lanza a su vez a la evocación de una posible Beatriz enrarecida: “Presumí la validez de la sombra aunque dudaba radicalmente de la misma. La seguí como quien sigue la forma de una mujer hermosa. Afuera muchas cosas deben estar sucediendo pero no las puedo escuchar. Imaginé una calle poblada de gente que ríe como cuando se sigue a una mujer” (44-45). La traición a Dante se hace total al abandonar cualquier posible despertar en la vuelta al cuerpo muerto de esta voz que sólo narra. En “Esta soledad de todo” estalla la voz de un Cancel que coquetea con los espacios más problemáticos de lo personal. La travesía que inaugura la voz de quien regresa a lo conocido y despachado, ese pueblo natal que nos define y nos destruye, se bifurca en dos discursos disonantes pero convergentes: el cuerpo enfermizo que avanza y se deteriora y la mente del escritor que deteriora toda “historia” real. Ambos fracasos se ven marcados por el peso de la historia que obliga al narrador a abandonarse a la lasitud del espíritu: “Mecánicamente seguiste calle arriba, por esa especie de explanada que es la calle principal, por donde cruzaron los invasores hace noventa y seis años para imponer su criterio a este pueblecillo inhóspito y olvidado del oeste del país. Por alguna razón, la sorpresa que te asaltó en el primer momento, la angustia mínima de la primera impresión, se fue transformando en una sedente tranquilidad de hombre solo, en esa extraña jovialidad consigo mismo que alcanzan las personas que se conocen bien después de mucho tiempo, y que semeja el tedio de los viejos amantes” (114). Será precisamente ese “tedio” de los amantes lo que trace el resto del texto, y, de manera terrible, la vocación del escritor. La indiscreción alimenta las ansias creativas, como si fuera inevitable en la estética la confrontación ofensiva: “Nada odias más en una mujer que sea inoportuna y que se sienta con derecho a serlo simplemente por el hecho de ser mujer. Ella venía con los zumbidos del mundo, el escándalo de cosas que le atacaban en la calle como una jauría. Ella era el obstáculo de tu silencio” (118). Si el texto es la mujer que recibe la hendidura del lápiz, como pretenden Barthes y tantos otros adoradores de la metáfora, Cancel destruirá la magia que tal relación entraña ante la contundencia de lo real cuando “ella” se queja: “¿Cuándo vas a hacer un cuento sobre mí?” (123). Su gesto es cervantino, cruel si se quiere, necesa-


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rio para entender grosso modo que lo único que se multiplica en verdad es el decaimiento, la muerte, el borrón que queda en el papel o la tachadura cuando nos damos cuenta de nuestra egoísta y vulgar precariedad: “Ya no me invitas a comer afuera como cuando nos conocimos. Te quejas de que estoy gorda por todas partes, pero no te fijas en que tú no eres precisamente un Nureyev. Se te olvidan los recuerdos que hemos recogido juntos por allí dondequiera” (128). Ha muerto la literatura como toda otra empresa humana, como toda experiencia, como toda pasión. Al final queda el escritor, el cuerpo enfermo que ha de hurgar en su soledad el fracaso de sus definiciones: “Habías perdido la noción del tiempo mismo pero estabas satisfecho porque sabías más de ti y de las calles que ningún otro. Después de todo, estabas solo y la frase era inútil. Estabas con tu propia soledad y nadie más. Decidiste enamorarte de ella” (134). El lector encontrará en Intento dibujar una sonrisa un testamento férreo y concluyente de la precariedad de nuestras pasiones. La reflexión se hace inevitable. El hombre que estudia y redacta la historia se adentra en cada historia, para así presentarnos una narración peligrosa, y que en ocasiones violenta la regularidad y la paz que buscamos en nuestro entendimiento. Mario Cancel ha nutrido así esta nueva generación de escritores hijos de la colonia que tocan a la puerta del cansancio de la escritura y de los sueños. No cierra el cerco, no destruye las semillas, pero se aventura en la advertencia pertinaz de muchos que todavía queremos continuar, pero no sabemos sonreír.

JOSÉ E. SANTOS UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO, MAYAGÜEZ


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Colaboradores LEONEL ALVARADO Catedrático Auxiliar de español en la Facultad de Estudios Lingüísticos en Massey University, New Zealand. Tiene publicados Diario del odio, El reino de la zarza, Sombras de hombres y Casa vacía. IRENE DEPETRIS CHAUVIN Estudiante graduada en el Departamento de Romance Studies en Cornell University. Ha publicado artículos sobre historia intelectual y estudios culturales latinoamericanos, así como sobre cine argentino y español. ÁNGEL M. ENCARNACIÓN Catedrático en el Colegio Universitario del Este. Es autor de las novelas Noches ciegas y Las meninas de Avignon en Orgaz, del estudio El Cancionero I de Francisco Matos Paoli, la colección Tentado por la palabra ajena, El crítico y otras blasfemias clownescas y de los poemarios Os esbelhos y Los dos ríos. MELISSA FIGUEROA FERNÁNDEZ Estudiante de Maestría en el Programa Graduado de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Actualmente trabaja en su tesis sobre el escritor Edgardo Rodríguez Juliá. Se desempeña como secretaria y correctora de estilo de la revista Apuesta y colabora con la sección de “Solapas” del mensuario Diálogo.

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COLABORADORES

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GUSTAVO V. GARCÍA Actualmente es catedrático de cultura y literatura latinoamericana en Indiana University-Purdue University. Tiene una Maestría en economía, en literatura hispanoamericana y un Doctorado en filosofía y letras. Es autor de La literatura testimonial latinoamericana. (Re)presentación y (auto) construcción del sujeto subalterno. FRANCISCO JAVIER HIGUERO Catedrático en Wayne State University. Autor de La imaginación agónica de Jiménez Lozano, La memoria del narrado. Intertextualidad anamnética en los relatos breves de Jiménez Lozano y Estrategias deconstructoras en la narrativa de Jiménez Lozano, Objetos perdidos, y ha escrito la introducción crítica a Tintero de plomo de Eulogio Soriano. ANTONIO MARTÍN Catedrático Asociado de literatura española en el Departamento de Filología Española y sus Didácticas de la Facultad de Humanidades en la Universidad de Huelva. Es autor de El modernismo en Huelva. MAR MARTÍNEZ GÓNGORA Catedrática Asociada de literatura española en Virginia Commonwealth University. Es autora de Discursos sobre la mujer en el Humanismo renacentista español. Los casos de Antonio de Guevara, Alfonso y Juan de Valdés y Luis de León y El hombre atemperado: autocontrol, disciplina y masculinidad en textos españoles de la temprana modernidad. En la actualidad investiga sobre la obra de María de Zayas. JOSÉ E. SANTOS Catedrático Auxiliar en el Departamento de Estudios Hispánicos del Recinto Universitario de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico. Es autor del poemario Pequeño cuaderno gris, el estudio crítico El discurso dieciochesco español: pensamiento y paradoja en Jovellanos, Cadalso y Forner, la colección de cuentos Archivo de oscuridades y el poemario Crónica de la degustación. De pronta salida es su segunda colección de cuentos Los relatos de Blanco White.


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Índice LEONEL ALVARADO, Espacios privados y proyectos públicos en el romanticismo hondureño .......................................................... 115

IRENE DEPETRIS CHAUVIN, La fotografía como lugar: el intelectual y la definición de la identidad en Puertorriqueños de Rodríguez Juliá .......................................................................... 133

ÁNGEL M. ENCARNACIÓN RIVERA, La presencia de los Cuentos de la universidad de Emilio S. Belaval en la cuentística puertorriqueña .......................................................................................... 153

MELISSA FIGUEROA FERNÁNDEZ, La poesía erótica como subversión en los Sonetos sinfónicos de Luis Llorens Torres .................. 167

GUSTAVO V. GARCÍA, “Verdadero moderno marxismo” y la emergencia del indígena en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana ....................................................................... 187

FRANCISCO JAVIER HIGUERO, De la búsqueda falible al racionalismo crítico en el pensamiento de Karl Popper................................ 207

ANTONIO MARTÍN, Más sobre Juan Ramón Jiménez y el modernismo: en torno a “Juventud”, un texto desconocido de 1900 ............ 229

MAR MARTÍNEZ GÓNGORA, Actos de subversión y cambio histórico: el mito de las amazonas y la leyenda de la Papisa Juana en Silva de varia lección de Pedro de Mexía ............................... 263 RESEÑA

JOSÉ E. SANTOS, Mario Cancel. Intento dibujar una sonrisa ........ 283

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