La Torre 2009 julio-diciembre (Los americanos)

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LA TORRE


CONSEJO EDITORIAL Silvia Álvarez Curbelo Efraín Barradas Arcadio Díaz Quiñones Arturo Echavarría Ferrari Eduardo Forastieri Braschi Gervasio Luis García Luce López-Baralt Humberto López Morales César Salgado

José Luis Méndez Julio Ortega José Miguel Oviedo Ángel Quintero Rivera Rubén Ríos Ávila Aníbal Sepúlveda Benjamín Torres Caballero Iris M. Zavala

© La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2009 ISSN: 0040-9588 Prohibida la reproducción parcial o total de esta revista, por cualquier medio, sin previo consentimiento escrito de La Editorial. Foto de portada: De izquierda a derecha: Jesús T. Piñero, Leonard D. Long y Frederick Carpenter, 20 de marzo de 1948.


LA TORRE REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO

TERCERA ÉPOCA

Director

Edgardo Rodríguez Juliá Gerente de Redacción

Yudit de Ferdinandy Junta Editora

Beatriz Cruz Armindo Núñez Miranda

AÑO XIV, Núm. 53-54

Julio-Diciembre 2009


NOTA A LOS AUTORES La Revista La Torre recoge en sus publicaciones trabajos especializados en el área de las Humanidades, las Ciencias Sociales, Arquitectura y Planificación Urbana, Estudios Ambientales; su visión es multidisciplinaria. Los artículos sometidos deberán ser inéditos o ser una versión de un trabajo publicado. La Torre se reserva los derechos de propiedad y de impresión o reproducción del material publicado en sus páginas. Los manuscritos originales se recibirán electrónicamente o en CD. Las referencias bibliográficas serán conforme a las normas del MLA indicando autor, título, traductor, lugar: editorial, año y páginas. El autor consignará su nombre, dirección postal, número de fax y e-mail. Es responsabilidad del autor obtener la autorización para reproducir materiales que involucren derechos de autor. No se devolverán originales ni CD enviados, se publiquen o no. Cada colaborador recibirá un ejemplar de la revista. La Torre, además de artículos, publica notas, documentos, reseñas, entrevistas, crónicas y testimonios.


SUMARIO EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Introducción. Los americanos ● JORGE DUANY, Cómo representar a los nuevos sujetos colonizados: John Alden Mason y los comienzos de la antropología estadounidense en Puerto Rico ● BENJAMÍN TORRES, Apuntes sobre An American Bride in Porto Rico de Marion Blythe: misioneros protestantes en Puerto Rico a principios de siglo veinte ● ANNETTE B. RAMÍREZ DE ARELLANO, La insólita historia de Cornelius P. Rhoads ● LUIS GONZÁLEZ VALES, Paul G. Miller y su Historia de Puerto Rico ● ERIK CAMAYD-FREIXAS, Poeta en Nueva Gerona: la Cuba de Hart Crane ● MARIO PÉREZ MIRANDA, Muna Lee de Muñoz Marín y la Universidad de Puerto Rico: síntesis biográfica –una historia no contada ● IVETTE RODRÍGUEZ SANTANA, Al principio fue una imagen. Fotografía, mimesis y zonas del contacto colonial ● PABLO NAVARRO RIVERA, Puerto Rico en la vida de Ruth M. Reynolds ● ALICE DEL TORO RUIZ, Rexford Guy Tugwell: el último administrador estadounidense de la Colonia (1941-1946) ● SILVIA ÁLVAREZ CURBELO, “A Splendid Little War”: Carl Sandburg, Stephen Crane, Richard Harding Davis en la invasión de Puerto Rico (1898) ● GERVASIO LUIS GARCÍA, El otro es uno: Puerto Rico en la mirada norteamericana de 1898 ● LUIS HERNÁNDEZ MERGAL, Los compositores estadounidenses en Puerto Rico: del siglo XIX al XX ● RAFAEL L. IRIZARRY, Everett Reimer: de la ingeniería social en Puerto Rico a la deconstrucción y la utopía ● ANÍBAL SEPÚLVEDA, Viejos cañaverales, casas nuevas: Muñoz versus el síndrome Long ● ÁNGEL QUINTERO, La vivencia de una opción cultural: el ibero-americanismo de Richard Morse y Puerto Rico ● ROBERTO MÁRQUEZ, Ah, de La vida... ● WILFREDO MATTOS CINTRÓN, Richard Levins: el biólogo dialéctico ● AARÓN GAMALIEL RAMOS, Desde el observatorio de las Indias Occidentales: Gordon K. Lewis y los estudios del Caribe ● LUIS FERNANDO COSS, La huella de William Dorvillier en Puerto Rico ● LUIS N. RIVERA PAGÁN, Martin Luther King Jr. Una memoria entre Praga y San Juan Retazos y semblanzas

FRANCISCO JAVIER RODRÍGUEZ, Entrevista al arquitecto Thomas Marvel ● CEZANNE CARDONA, San Juan nunca se acaba ● RAFAEL VILLAMIL, Mr. Klumb y Mr. Kahn ● HÉCTOR MÉNDEZ CARATINI, Los orígenes de Contrastes: el trasfondo histórico de la fotografía de Jack Delano ● HJALMAR FLAX, Retrato de mi padre ● MADELEINE COLÓN-TERRY, Charles H. Terry, An


Imperturbable Yankee: On Becoming Puerto Rican ● EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Americanización ● ENEID ROUTTÉ, When the Star Shone Reseñas

LUCILLA FULLER MARVEL, Lloyd H. Rogler, Barrio Professors: Tales of Naturalistic Research ● CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ, Jim Cooper, Down on the Island ● MANUEL CLAVELL CARRASQUILLO, Hunter S. Thompson, The Rum Diary: The Long-lost Novel ● LUIS GONZÁLEZ VALES, Puerto Rico en la historiografía norteamericana en torno al 1898: el otro soy yo ● JUAN GELPÍ, Carmen Dolores Hernández, A viva voz: entrevistas a escritores puertorriqueños ● ÁNGEL M. ENCARNACIÓN, Mario Cancel, Literatura y narrativa puertorriqueña, la escritura entre siglos ● ÁNGEL G. QUINTERO RIVERA, Lucilla Fuller Marvel, Listen to what They Say, Planning and Community Development in Puerto Rico Puesta al día

MALENA RODRÍGUEZ CASTRO, “Una bruja que habla sola”: la narrativa de Marta Aponte Alsina ● PATRICIA VALLADARES RUIZ, Cultos afrocubanos e identidad nacional en el cine cubano contemporáneo ● EDGARDO H. BERG, Los iracundos: estilo y polémica en Ignacio Braulio Anzoátegui y Ezequiel Martínez Estrada Archivo

CHARLES ROSARIO, Sobre Palés Matos Novedades

EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Entrevista a Edwin Quiles, La ciudad de los balcones ● E DGARDO RODRÍGUEZ J ULIÁ , Entrevista a Carlos Monsiváis, Antología personal

COLABORADORES ÍNDICE ÍNDICE DEL VOLUMEN XIV Tercera Época 53-54 JULIO-DICIEMBRE 2009


INTRODUCCIÓN LOS AMERICANOS EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ / DIRECTOR

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unto con los antropólogos también llegaron los cronistas. En la Conquista de las Indias la escritura sobre los indígenas –descripción y narración de lugares y curiosidades, caracterización de prototipos, ensoñación de utopías fantasmagóricas– fue hecha principalmente por religiosos o soldados, en todo caso aficionados a unas letras destinadas a testimoniar para la posteridad. El Padre Las Casas depuso su crucifijo con tal de denunciar el exterminio. Lope de Aguirre, la llamada “cólera de Dios”, descansaba su espada con tal de fijar en las letras su obsesión en la búsqueda implacable de El Dorado. El humanismo bonancible provocaba la pluma tanto como la rabiosa conquista. Después de todo el coraje imaginable, siempre queda la engañosamente quieta escritura. Cuando los norteamericanos invadieron en 1898 –“la llegada” para nuestro querido José Luis González– el antropólogo, portador de la salvación, ya era una figura diferenciada del cronista, portador del testimonio. Mientras el antropólogo John Alden Mason hacía inventario de las posibilidades de aquello que Boas llamó “la etnología de la salvación”, es decir, la extrañeza como incitación para el impulso “civilizador”, el cronista José de Olivares, un californiano de evidente ascendencia hispana, mantenía viva esa infatigable curiosidad, nada exenta de extrañamiento, que caracteriza al cronista. En ambos la vigilancia antropológica, la fijación de lo observable en la escritura, va unida a esa particular instancia del imperio que es la conquista, el momento del poderío manifiesto. ix


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Si la objetividad opera siempre en contra del colonizado, como nos aseguró Frantz Fanon, así resguardándose el colono de sucumbir a la mirada del “otro”, la garantía de su afán de dominio sería esa vigilancia del cuerpo ajeno, el cuerpo del colonizado; la represión política, entonces, tiene su anverso en la vigilancia por la “salud pública”; el joven imperio ensayaba así uno de sus originales modelos de dominio. Los norteamericanos llegaron para sanar el cuerpo repleto de lombrices y piojos, erradicar la piorrea lo mismo que la horrible elefantiasis. (Recordemos el cepillo de dientes puesto en la cinta del sombrero de los soldados invasores, detalle que destaca José Luis González en La llegada.) El colono fantasea experimentar en el cuerpo del colonizado lo mismo la proliferación de las células cancerosas (Rhoads) que la fertilidad propia y ajena con “la pastilla”, ésa, la anticonceptiva. El imperio civilizador, como parte de su ideología, aquieta su mala conciencia con este afán de curar al colonizado; siendo éste, ya de entrada, ente defectuoso, malsano, enfermo. Nuestro principal novelista, el médico y cirujano Manuel Zeno Gandía, ya lo había señalado en sus “crónicas de un mundo enfermo”; el americano le tomó la palabra al pie de la letra. Del cuerpo enfermo a lo testimonial y literario quizás medie cierta compleja y acomplejada empatía o perversidad del prejuicio, lo mismo los favores de la condescendencia que los rigores de la autonegación, también esa infantil tendencia del colonizado a la hipérbole. En mi historia personal existe un ancestral “americano buena gente”, aquel Dr. Harris que contrató a mi abuelo maestro de obras para trabajar en la fundación y edificación de la Universidad Interamericana. Aquel Dr. Harris llegaba a mí, a través de la narración oral, pasada de padres a hijos y de abuelos a nietos, nimbado con los carismas del agradecimiento. Dr. Harris había salvado a la familia de la pobreza, ni más ni menos. Mi abuelo, leal al americano y quizás prototípico del pitiyanqui, recibió como recompensa la educación de sus siete hijos. Aquella mítica empresa de participar en la construcción de la legendaria universidad le dio los medios para formarlos como “profesionales”. En el cuento del nicaragüense Sergio Ramírez titulado Charles Atlas también muere, el protagonista muestra una infantil lealtad y admiración hacia el americano, el capitán Hatfield, quien resulta deci-


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sivo para conseguirle la deseada entrevista con Charles Atlas. Esto lo lleva a la traición; repasa una lista de sus vecinos y marca para este capitán Hatfield aquellos que se sospecha tienen simpatías por César Augusto Sandino. Estamos en los años veinte y el prototipo del pitiyanqui ya está entre nosotros. Justo el Dr. Fisicultura, Charles Atlas, que ha diseñado la promesa de transformar el cuerpo enclenque del subdesarrollo y liberar el alma débil del súbdito colonial, lo cautiva maniáticamente, hasta humillarse y dañarse en la autonegación. Katherine Anne Porter creó en los años veinte y treinta toda una constelación de cuentos que narran la presencia del gringo en el trópico, éste con sus pretensiones y misiones, sobresaltos y miedos, junto con la lectura, casi siempre equivocada, de las motivaciones del otro. En el genial cuento Flowering Judas la presencia de la norteamericana en México llega a cuestionarse con esa descripción insuperable que insinúa una compleja personalidad e interroga con una urgencia epifánica: “Nobody touches her, but all praise her gay eyes, and the soft, round under lip which promises gayety, yet is always grave, nearly always firmly closed: and they cannot understand why she is in Mexico.” En Porter aún es evidente el celo “misionero” de algunos de estos americanos. En Paul Bowles, quien nos visitó brevemente en esa misma década para realizar trabajos de etnomusicología, el gringo misionero ya se ha transformado en el Mr. Danger de Gallegos, ese ser desahuciado –como el Kurtz de Joseph Conrad– para un destino que no fuera el ser devorado por el alcoholismo, el trópico o la locura. Aquí, en algunos de sus cuentos de Sur y Centro América, ya se prefiguran los temas que explorará en la ficción ubicada en el Norte de África, como su novela The Sheltering Sky, una de las grandes novelas del siglo XX. Este escritor fascinante, uno de los gurús de la beat generation, aprendió a fumar marihuana a bordo del barco de la marina mercante que lo trajo a Puerto Rico en 1934. Lo pervirtió un mozalbete puertorriqueño que viajaba con la madre, una de esas perversas parejas que aparecen en su ficción madura. Bowles, que también fue compositor –discípulo de Aaron Copland y Virgil Thompson– compuso la pieza Guayanilla, estrenada en 1936 en Nueva York, cual souvenir de su breve estancia en nuestra tierra.


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Adelantado el siglo XX, nos visitó en los años cincuenta el joven escritor norteamericano Hunter Thompson; llegó aquí recién iniciándose en el periodismo mediante The San Juan Star. Aún no era la estrella del new o gonzo journalism; aunque su visión de San Juan estuviese marcada por esa irritabilidad a flor de piel del “ugly American”, su Rum Diary es, sin lugar a dudas, fiel testimonio de los cambios sociales que ocurrían frente a nuestros ojos en esa década, y que sólo oblicuamente fueron retratados por nuestra literatura. Su visión truculenta de la barriada La Perla anticipa por pocos años la visión catastrófica de esa misma comunidad en La Vida de Oscar Lewis; Thompson puso el dedo en la llaga, caracterizó uno de los escenarios de esa gran obra profética que René Marqués tituló La carreta. Los años treinta, cuarenta y cincuenta fueron décadas en que los americanos –así, sin el prefijo norte– establecerían su presencia decisiva en nuestra sociedad, y ya no solamente con la impronta del poderío imperial sino con los guantes sedosos del Nuevo Trato. Edward Said ya nos advirtió, en su Representations of the Intellectual, de la fisura siempre latente entre las aspiraciones ideológicas de una sociedad y su comportamiento político como Imperio. Pedro Albizu Campos vociferaba, desde los años treinta, que Puerto Rico era la tumba del liberalismo norteamericano. Pero también lo fueron Nicaragua, Haití, Santo Domingo y Cuba. Sería fácil destacar la hipocresía ideológica como una de las razones de estado del modelo imperial yanqui. Decir los americanos es asumir cierto aire de familiaridad colonial y, a la vez, es reducirlos, volverlos poco más que unidimensionales. Si Said nos advierte en el libro antes mencionado contra esta manía reductora, podemos pensar que al colonizado le corresponde, al menos, la posibilidad de usar el gentilicio a la manera no de cierta objetiva precisión –los norteamericanos– sino al modo de una cercanía susceptible a la ironía, la burla o hasta el cinismo, justo en el señalamiento de la hipocresía antes aludida, por ejemplo. Quizás no se puede negar este derecho a una reducción benévola, porque cuando Oscar Lewis publicó La Vida resentimos que el retrato de nuestra marginalidad fuera semblanza de toda la sociedad. La Vida en La Perla del Caribe es Puerto Rico entero; así parece que leía


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nuestra apreciación del asunto; así sufrimos aquel libro sobre la barriada extramuros que una vez albergó el matadero de San Juan. Los americanos son diversos y nosotros también; así reclamamos durante aquella polémica. Los “americanos” es una reducción porque la Sociología, la Antropología, las Ciencias Políticas y Sociales muchas veces lo fueron. Menos rencoroso que los gringos, más bonancible que los yanquis, cargada esta última expresión de ideología antiimperialista, menos distante que los norteamericanos, sin la connotación siniestra y conspirativa de el americano, tal y como suena en boca de nuestro politólogo mayor, el gentilicio americanos insinúa nuestra familiaridad dificultosa; es como cuando hacemos referencia a la familia con mucha exasperación y algo de cariño. Todos hemos vivido algún tipo de docencia “a la americana”. El mito del “amo benévolo”, desde Charles H. Terry hasta Roger Baldwin, pasando por Ruth Reynolds y culminando en Rexford Guy Tugwell, es una de nuestras constantes coloniales. Hay una docencia imperial siempre solapada en nuestras relaciones con “ellos”, lo mismo en los entendidos de Muñoz Marín con Tugwell que en la relación de Albizu Campos con Charles H. Terry. Para muchos americanos Puerto Rico fue el horizonte de una frontera apenas explorada; ese fue el caso del desarrollador de Puerto Nuevo Darlington Long. Muchos ejercieron una ejemplaridad indiscutible; disfrutaron aquí el mejor momento de sus vidas; en estos trópicos amargos lograron la buena fortuna de cultivar sus mejores frutos: el poeta Hart Crane escribió en Isla de Pinos, al sur de Cuba, su obra maestra The Bridge; Gottschalk compuso nuestra primera danza cuando nos visitó a mediados del siglo XIX. Este músico de Nueva Orleans se adelantó a esa obra ejemplar de Jack Delano, quien vino a nuestras tierras como fotógrafo de la Farm Security en los años cuarenta y se convirtió en uno de los más importantes compositores de nuestro nacionalismo musical. Ya en los años treinta Walker Evans fotografió La Habana haciendo palpable su mirada inteligente, reflexiva, a mitad de camino entre el asombro ante lo extraño y la curiosidad por los detalles elocuentes, y epifánicos, de nuestra antillanía. Y también están esas cómicas incomprensiones mutuas entre el trópico por adopción y adaptación y el trópico por necesidad. El


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traductor y escritor Alastair Reid nos relató, hace años, la siguiente anécdota en una viñeta escrita para The New Yorker y que tituló Misadventure. Los vecinos pobres de la comunidad pesquera donde vivía en Santo Domingo comentaban intrigados que en el catálogo de Sears, que él les prestó, apareciera para la venta una rowing machine doméstica, una yola fija, máquina para remar hasta el cansancio y el sudor, sólo para permanecer en el mismo sitio, y no para lanzarse a otras tierras o pescar en el arrecife. La figura del viajero inmóvil les causaba perplejidad, hasta perturbación; seguir anclados en Las Terrenas, en la misma aldea miserable de pescadores, y remar para ningún lado, era una particular rareza para los “nativos”. Los “tigres” y vecinos del lugar miraban el catálogo de Sears con la incomprensión de quienes queman calorías para remediar el hambre, y no para mantenerse “in shape”. Reid se preguntaba, socarronamente, qué pensarían al ver, en ese mismo catálogo, unas cuantas páginas más adelante, aquella lámpara para broncearse, para adquirir rápidamente eso que a ellos se les daba sin ajoro, con sólo permanecer en la intemperie de la pobreza, pescando allá en el lejano arrecife. Este número de La Torre está destinado no a contestar todas las preguntas respecto de nuestras mutuas incomprensiones, sino a despejar el rencor, el resentimiento que pueda haber entre nosotros, ese gran reverso de la admiración que también nos resulta espontánea. Esperemos que ellos aprendan a celebrar la asombrosa abundancia de los artistas, pensadores, maestros e intelectuales que nos han visitado, y que nosotros, tantas veces, hemos vivido como generosidad. En “Archivo” hemos incluido un magnífico ensayo de mi maestro de siempre Charles Rosario –a su vez discípulo de Sidney Mintz– sobre la poesía de Luis Palés Matos. Así concluimos la conmemoración de los cincuenta años de la muerte de nuestro poeta mayor. Debo destacar que el año en que Barack Obama llegó a la presidencia de los Estados Unidos, Luis Rivera Pagán escribe, por encomienda de la revista La Torre, sobre las visitas en 1962 y 1965 a nuestro país de ese otro gran afroamericano que fue Martin Luther King.


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CÓMO REPRESENTAR A LOS NUEVOS SUJETOS COLONIZADOS: JOHN ALDEN MASON Y LOS COMIENZOS DE LA ANTROPOLOGÍA ESTADOUNIDENSE EN PUERTO RICO JORGE DUANY

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os antropólogos estadounidenses que laboraron en Puerto Rico durante la primera mitad del siglo XX —desde Jesse Walter Fewkes, John Alden Mason y Franz Boas hasta Morris Siegel, Sidney Mintz y Eric Wolf— ensancharon las fronteras de su disciplina más allá de los Estados Unidos continentales. A tales fines, se integraron a varios proyectos de investigación sobre las “posesiones ultramarinas” adquiridas por Estados Unidos a partir de 1898, incluyendo a Hawai, Puerto Rico, Filipinas, Guam, la zona del canal de Panamá, Islas Vírgenes y Samoa. De manera semejante, los antropólogos británicos, franceses y holandeses tendieron a especializarse en sus respectivas colonias en África, Asia y el Caribe, en respuesta a las preocupaciones académicas y políticas de las metrópolis. Por mucho tiempo, el grueso de la investigación etnográfica se diseñó, financió y divulgó desde los principales centros académicos de Norteamérica y Europa Occidental. La antropología estadounidense en Puerto Rico entre 1898 y 1952 es un caso clásico de los estrechos lazos entre colonialismo y antropología (Buitrago Ortiz; Duany; Pagán Jiménez y Rodríguez Ramos). En este artículo, escudriñaré el primer estudio etnográfico sistemático en Puerto Rico por John Alden Mason (1885-1967). Mason fue uno de los primeros antropólogos en extender el influyente enfoque de Franz Boas (1858-1942) fuera del continente norteamericano. Para empezar, reconstruiré el origen y desarrollo del proyecto intelectual 1


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de Mason en Puerto Rico, destacando sus principales temas, métodos, hallazgos e interpretaciones. Gran parte de la información analizada procede de fuentes primarias, sobre todo la correspondencia inédita entre Mason y Boas, depositada en los archivos de la Sociedad Filosófica Americana en Filadelfia. De manera más amplia, demostraré que la obra etnográfica de Mason articula una vertiente benévola, liberal y reformista del discurso colonial, muy afín a las inclinaciones ideológicas del propio Boas. No obstante, tanto Boas como Mason participaron activamente en la expansión de Estados Unidos en el Caribe como su principal esfera de influencia política y económica. La obra de Mason ilustra los dilemas del “antropólogo como imperialista renuente”, para citar la frase acuñada por Wendy James. James se refiere a los antropólogos británicos de orientación liberal y hasta radical que criticaron las políticas coloniales, pero dependían de las autoridades gubernamentales para realizar sus estudios, obtener apoyo material e incluso viajar y residir en un país remoto. Al mismo tiempo, tales estudiosos frecuentemente defendieron los derechos morales y las prácticas culturales de los pueblos no europeos ante el imperialismo europeo a principios del siglo XX. Por lo tanto, muchos antropólogos ocupaban una posición ambivalente dentro del discurso y las prácticas coloniales. Aquí destacaré la contradicción entre la ideología dominante de la superioridad racial y cultural de Estados Unidos, por un lado, y la emergente doctrina del relativismo cultural esbozada por los antropólogos boasianos, por otro lado. Esta tensión es notable en el trabajo de campo etnográfico de Mason en Puerto Rico.

EL FINANCIAMIENTO DE LA ANTROPOLOGÍA COMO CIENCIA NATURAL La expedición de Mason a la Isla formó parte de un estudio más abarcador de su historia natural. Como subraya James, los antropólogos de principios del siglo XX insistían en que su disciplina ofrecía “un estudio desapasionado, científico e importante de la variedad de formas sociales que merecían el respeto y las instalaciones otorgadas a otras ciencias, como la medicina o la geología tropical, y cómo éstas debían basarse en la investigación de primera mano”


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(46; todas las traducciones del inglés son mías). Aunque arraigada históricamente en las humanidades, la disciplina fue asociándose cada vez más con las ciencias naturales, que habían adquirido gran prestigio académico y público desde finales del siglo XIX. En 1913, la Academia de Ciencias de Nueva York aprobó un plan de cinco años para una “encuesta científica de Puerto Rico y las Islas Vírgenes” (Scientific Survey of Porto Rico [sic] and the Virgin Islands). Las expediciones se enfocarían en la geología y la biología tropical, especialmente la botánica y la zoología, con un componente antropológico bajo la dirección de Boas. Según Simon Baatz, “la selección de Puerto Rico como objeto de estudio para la Academia de Ciencias de Nueva York estaba claramente vinculada a la condición política de la isla” (5) como territorio estadounidense. Además, ya se había establecido una red de instituciones científicas y educativas como la Universidad de Puerto Rico, fundada en 1903. Originalmente, la academia solicitó un donativo de $25,000 al gobierno colonial de Puerto Rico para los primeros cinco años de investigación, pero sólo recibió $5,000 en dos ocasiones. La academia apenas le asignó $500 anuales de su propio presupuesto a la “encuesta” entre 1913 y 1918 (Britton, “History of the Survey”; “Letter to the Governor”). En 1915, el banquero Jacob H. Schiff aportó $500 para el trabajo antropológico en Puerto Rico (New York Academy of Sciences, “Minutes of Meeting”). Los resultados de los estudios se publicaron en 19 volúmenes de los anales de la academia, que se prolongaron hasta entrada la década de 1940. Desde los inicios de la “encuesta”, Boas participó en su planificación y ejecución, que él vio como una excelente oportunidad de trabajo de campo para él y sus discípulos (Baatz). En un momento dado, declaró: “me siento muy inclinado a transferir mi propio trabajo por completo al Sur”, aludiendo a México, Centro o Suramérica (Boas, A Franz Boas Reader 302). En 1915, Boas sometió su propuesta al “Comité de Porto Rico” de la Academia de Ciencias de Nueva York. Su plan comprendía el estudio de “los antiguos habitantes aborígenes” de la Isla, así como los efectos de “la mezcla racial” y “el ambiente tropical” sobre “el desarrollo de la población moderna”. El proyecto se resumía en “tres líneas distintas de trabajo antropológico”: “1 una investigación de las características físicas de los portorriqueños [sic];


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2 una indagación sobre su folclor; 3 investigaciones sobre las antigüedades de la isla” (Boas a Britton, 5 de agosto de 1915). (Inexplicablemente, la antropología lingüística estaba ausente de su prontuario.) La primera vertiente se emparentaba con el interés de Boas en las influencias ambientales sobre los tipos humanos, proyecto por el que se hizo justamente famoso. Mientras Boas realizó el trabajo de campo antropométrico, Mason completó la mayor parte de la investigación folclórica y arqueológica. En sus esfuerzos por obtener fondos, Boas proclamó que la colección de Mason sobre el folclor puertorriqueño “debe tener una influencia similar a los cuentos de hadas europeos recopilados hace un siglo que han sido una fuente de placer e instrucción para millones” de personas. En su opinión, la colección podría servir como “material de lectura para la atención de las escuelas rurales y de interés para los niños, porque se basa en su propia historia y ambiente”. Boas también alabó las excavaciones arqueológicas de Mason en Capá, en el municipio de Utuado, “el sitio más importante investigado hasta ahora en cualquiera de las islas antillanas” (Boas a Britton, 5 de agosto de 1915). En el resto de este artículo, me dedicaré a la investigación etnográfica de Mason y dejaré el análisis de su obra arqueológica a especialistas en ese campo (véanse Alegría; López de Molina; Pagán Jiménez y Rodríguez Ramos). Durante su primera estadía en Puerto Rico, entre noviembre de 1914 y mayo de 1915, Mason realizó una de las compilaciones más extensas del folclor hispanoamericano de su época. En conjunto, recogió unas 1,500 adivinanzas; alrededor de 600 coplas; 373 décimas, aguinaldos, canciones de cuna y oraciones; 131 cuentos populares y 36 romances. También grabó rumbas, bombas, guarachas, tangos y otras canciones en 174 cilindros de cera, preservados en los Archivos de Música Tradicional de la Universidad de Indiana (Lastra; Viera Vargas). La colección de cuentos populares de Mason era la más abundante de Hispanoamérica, mientras que su colección de adivinanzas era la segunda en importancia después de la Argentina. El grueso de su obra se publicó entre 1916 y 1929 en diez números del Journal of American Folk-Lore, revista editada primeramente por Boas y luego por su discípula Ruth Benedict, así como en la Revue Hispanique, editada por Aurelio M. Espinosa. Espinosa (1880–1958),


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un literato de Nuevo México de ascendencia española especializado en el folclor hispánico, que supervisó la publicación de toda la serie, le otorgó a Mason la mayor parte del crédito. Según Espinosa, “este material portorriqueño [sic] es la mejor colección de folclor americano español que conozco” (Espinosa a Boas, 17 de agosto de 1916).

LAS BASES COLONIALES DE UNA EXPEDICIÓN ANTROPOLÓGICA Armado con un conocimiento general de la lengua española y con experiencia investigativa en México, Mason desembarcó en San Juan a fines de noviembre de 1914. Visitó inmediatamente a Edward M. Bainter, el Comisionado de Educación de la Isla, para asegurar apoyo oficial a su proyecto. Luego realizó un viaje de reconocimiento de 12 días a Utuado, en el corazón de la zona cafetalera, donde decidió focalizar su trabajo de campo. También estableció contacto con “el mejor científico que he conocido hasta ahora y por lo tanto el menos pretencioso. Demás está decir que es de sangre alemana, el señor [Robert L.] Junghanns” (Mason a Boas, 13 de diciembre de 1914). A su regreso a San Juan, Mason se hospedó en el Hotel Nava en la Parada 15 de Santurce y los Apartamentos Axtmayer en la Avenida Olimpo de Miramar. “También he recibido una identificación como invitado”, le comunicó Mason a Boas, “la cual me otorga los privilegios del Club Americano justo al otro lado por un mes, así que tomo mis comidas allí y es mejor y más barato que en el hotel”. Allí coincidió con el Auditor de Puerto Rico tan frecuentemente que Mason temió que ese funcionario público desmereciera su investigación, que dependía sustancialmente del gobierno colonial. Más adelante, el antropólogo se reunió brevemente con el Gobernador Arthur Yager, que había financiado parte de su proyecto, y le envió copias de fotografías del yacimiento arqueológico en Utuado (Mason a Boas, 19 de enero de 1915; 12 de agosto de 1915; 11 de septiembre de 1915). “Mi viaje [a Utuado] fue muy exitoso”, le informó Mason a Boas el 8 de diciembre de 1914, “en cuanto a folclor y filología se refiere, pero infructuoso con respecto a arqueología y antropometría”. Aquí se evidencia nuevamente la influencia boasiana en su visión integradora de la disciplina, aunque luego admitiera que “la antropología física


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siempre ha sido mi interés menor” (Mason a Boas, 25 de julio de 1940). Desde sus primeras misivas, Mason afirmó que el folclor puertorriqueño “es exclusivamente de origen español, prácticamente idéntico al de México y completamente diferente al de Jamaica y las Bahamas”. A instancias de Boas, Mason intentó localizar el “área india” de la Isla, pero gradualmente se convenció de que “no hay ninguna”. Tras descartar la supervivencia indígena en la región occidental de Puerto Rico, Mason se instaló en Utuado, al oeste de la Cordillera Central —“probablemente la región más interesante de la isla desde un punto de vista arqueológico”— y exploró otro sitio para su trabajo de campo en “el lado este cerca de Luquillo” (Mason a Boas, 8 de diciembre de 1914). Según Mason, “muchas personas me han dicho, incluyendo al Dr. [Henry Edward] Crampton, que el pueblo más interesante de la isla desde el punto de vista del folclor es la Vieja Loiza [sic] en la costa nordeste. Creo que iré allí próximamente” (Mason a Boas, 19 de enero de 1915). El antropólogo se sintió atraído inmediatamente por ese pueblo, “donde hay una población negra bastante homogénea y aislada y donde se dice que existen prácticas de vuduismo” (Mason a Boas, 30 de enero de 1915). En febrero de 1915, Mason “bajó a la vieja Loiza”, acompañado por un tal Mayor Dutcher, y ambos quedaron “muy impresionados con las posibilidades antropológicas allí. La población es casi enteramente negroide y totalmente diferente de la población Gibara [sic] y los otros pueblos del interior”. Mason había escogido a Utuado como centro del “Gibaro [sic] de la montaña, quien es predominantemente blanco”, y ahora descubría a Loíza como emblema del “negro de la costa” (Mason a Boas, 2 de febrero de 1915; Mason, Folklore puertorriqueño 9).

LA BÚSQUEDA DE RAÍCES ÉTNICAS Y RACIALES Siguiendo el método preferido por Boas, la colección de Mason se publicó en la lengua vernácula de sus informantes, el español, prácticamente sin comentarios ni interpretaciones del autor. Sin embargo, en sus cartas, Mason insistió en que el folclor puertorriqueño era “casi por completo de origen español” (Mason a Boas, 9 de febrero de 1915) y “casi idéntico a [los] materiales mexicanos” que había


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recopilado anteriormente (Mason a Boas, 28 de diciembre de 1914). El editor de Mason, Espinosa, estuvo de acuerdo con dicha apreciación. El 17 de marzo de 1920, Espinosa le indicó a Boas que “los elementos africanos son fácilmente discernibles en algunos [cuentos], pero no [son] importantes. El elemento europeo predomina”. Las narraciones más populares en la Isla eran los cuentos de Juan Bobo, de los cuales Mason publicó unos 70 ejemplares. Juan Bobo era una versión local de los personajes picarescos peninsulares Juan Tonto y Pedro de Urdemalas (Espinosa en Mason, “Porto Rican FolkLore: Folk-Tales” 143). Del mismo modo, las canciones de cuna y adivinanzas eran prácticamente las mismas en Puerto Rico, España y otros países hispanoamericanos. Las décimas y aguinaldos puertorriqueños se remontaban a tradiciones hispánicas de los siglos XVI y XVII, “mostrando la gran vitalidad y vigor de esa clase de composición poética entre la gente” campesina. Sólo en una ocasión Espinosa reconoció la posible influencia africana en el folclor local: la predilección por los aguinaldos podría “deberse parcialmente al gran número de personas de sangre negra” en la Isla. Además, algunos vocablos “sin sentido” podrían ser de origen africano. Para Mason y Espinosa, la cultura tradicional del campesinado puertorriqueño era básicamente un transplante español. Dado que Puerto Rico había estado en contacto continuo con la “Madre Patria” por más de cuatro siglos —más que cualquier otro país latinoamericano excepto Cuba—, el legado español se había conservado más “puramente” en la Isla que en otros lugares del Nuevo Mundo, tales como Nuevo México, Argentina o Chile (Espinosa en Mason, “Porto Rican FolkLore: Décimas” 289–294). En Utuado, Mason recopiló 1,250 páginas de cuentos populares que le dictaron sus informantes. También acumuló 25 libretas de poemas y adivinanzas en Loíza, Coamo y San Germán, así como numerosos cuadernos escritos por niños escolares de 15 distritos de la Isla, mayormente de la región central, especialmente Utuado, Adjuntas y Lares. “En el interior occidental”, Mason le comunicó a Boas (19 de enero de 1915), “he conseguido mi mejor colección de cuentos populares puramente españoles”. Esta área era considerada la “más típica y verdaderamente representativa de lo que es genuinamente portorriqueño [sic]”, como señaló luego otro folclorista estadouniden-


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se, Ralph Boggs (164). En cambio, la “autenticidad” cultural de los llanos costeros —con su mayor influencia africana— era cuestionable para muchos estudiosos. Aunque la lingüística no formaba parte de la propuesta de Boas a la Academia de Ciencias de Nueva York, la intención original de Mason era documentar el dialecto insular y compararlo con el de México y España. Mason abandonó ese proyecto porque, según confesó décadas más tarde, “mi conocimiento del español nunca fue lo suficientemente grande como para hacer un buen trabajo con esto y luego fue bien hecho por [Tomás] Navarro Tomas [sic], así que nunca haré eso” (Mason a Espinosa, 23 de noviembre de 1956). “Después que supe que Navarro Tomás había pasado algún tiempo en Puerto Rico trabajando sobre el mismo asunto, decidí que no podía decir nada que él no pudiera decir mejor” (Mason a Boas, 10 de agosto de 1939). Más aún, Boas reorientó los esfuerzos de Mason de “la parte fonética del trabajo” a los cuentos populares y otras tradiciones orales que podrían desaparecer tras la ocupación estadounidense de la Isla (Mason a Boas, 22 de enero de 1915). La voluminosa correspondencia entre Mason y Boas entre 1914 y 1915 revela constantes fricciones, negociaciones y clarificaciones con respecto al alcance del proyecto de Mason. Recuérdese que Mason dependía intelectual y económicamente de Boas como administrador de los fondos para la investigación. Mason subrayó inicialmente las dimensiones lingüísticas de su estudio, maravillado ante el dialecto “peculiar” de los puertorriqueños. Muy temprano, anotó la aspiración final de la letra ese, la pronunciación común de la erre velar, la eliminación de la de intervocálica y la sustitución de la ere por la ele. El 28 de diciembre de 1914, Mason le planteó francamente a Boas: “no tengo la más mínima idea de cuán grande es el cuerpo de texto fonético que usted quiere que obtenga o qué va a hacer con él cuando lo consiga”. En su respuesta del 13 de enero de 1915, Boas le instruyó a Mason: “usted tiene, sin embargo, un problema muy definido; a saber, el de la relación entre el folclor de Porto Rico [sic] y de Hispanoamérica, tal y como lo conocemos por las diferentes fuentes”. Siguiendo la directriz boasiana, Mason cambió su foco de atención de “la cuestión filológica” a la recopilación del folclor y luego de artefactos arqueológicos.


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COLECCIONAR, CORREGIR Y CENSURAR EL FOLCLOR La principal estrategia investigativa de Mason —así como la de su mentor Boas— era coleccionar “textos” orales tradicionales de informantes clave en su lengua materna, transcritos fonéticamente. Sin embargo, las fuentes de información primaria de Mason eran desiguales. Para empezar, el antropólogo sospechaba que muchos de los cuadernos copiados por estudiantes habían sido corregidos por sus maestros. Más aún, grabó docenas de canciones populares, pero no pudo determinar si “todas eran indígenas” por su falta de conocimiento sobre “música española” (Mason a Boas, 5 de enero de 1915). Entre ellas había ejemplares de géneros cubanos como rumbas y guarachas, probablemente divulgados comercialmente (Viera Vargas). Mason obtuvo gran parte de su material entrevistando informantes adultos en Utuado y Loíza. Como recordó más tarde, “personalmente escribí, mientras estaba en la isla, veinte libretas de folclor misceláneo en texto fonético apresurado con el propósito de hacer un estudio del dialecto de la isla” (Mason a Espinosa, 22 de enero de 1956). “Escribía tan rápido como podía mientras el informante ofrecía el cuento, poema o adivinanza” (Mason a Alegría, 23 de octubre de 1957). Según Espinosa, “algunos cuentos que Mason apuntó personalmente y que él mismo me copió son de tan pobre calidad que es imposible imprimirlos. Mason no los oyó bien o no los entendió” (Espinosa a Boas, 17 de marzo de 1920). La selección de los informantes también fue azarosa. Según Mason, los miembros de la clase baja [en Puerto Rico] son mejores trabajadores que en México y están dispuestos a contar historias todo el día por medio peso. De hecho, he encontrado un exceso de informantes y he dejado decepcionados a bastantes hombres porque no tenía tiempo para trabajar con todo el mundo (Mason a Boas, 8 de diciembre de 1914).

Mason no desglosó el perfil demográfico de sus informantes (por género, edad, ocupación, “raza” o lugar de residencia), por lo que es imposible determinar cuán representativa es su muestra. Por lo visto, prevalecieron los hombres de piel clara y edad avanzada,


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dedicados a la agricultura cafetalera en la zona montañosa central de la Isla. Cuando viajó a Loíza en febrero de 1915, Mason conoció a Melitón Congo, un negro anciano “que reclamaba haber sido traído en el último barco esclavista de muy adentro [en español en el original] en África” (Mason a Alegría, 23 de noviembre de 1956). Este ex esclavo le dio “un vocabulario de varios cientos de palabras, indudablemente africanas. Desafortunadamente, no conoce ningunos cuentos ni canciones africanas que serían de interés para trazar la influencia negra aquí” (Mason a Boas, 16 de febrero de 1915). Mason no prosiguió esta línea de investigación en Loíza ni en otras partes de la Isla, quizá porque estaba interesado primordialmente en las expresiones verbales de los campesinos de la altura. Además, su objetivo central era documentar el folclor de origen hispánico y no africano. Desde el principio, el antropólogo estaba preocupado por autenticar los materiales que iba recogiendo: “todas las historias son contadas por personas analfabetas que las han aprendido de otras. La mayoría de ellas se aprende en ‘velorios’ para los muertos… Creo que hay poca duda de que se han transmitido de boca en boca por mucho tiempo” (Mason a Boas, 28 de diciembre de 1914). A la vez, Mason le prestó poca atención a los poemas populares porque “éstos, decimas [sic], bombas, versos, refranes [en español en el original], son innumerables, son compuestos continuamente y tienen una corta vida” (Mason a Boas, 22 de enero de 1915). Así, definió un cuerpo de textos narrativos que cumplían con los criterios estándares del folclor en aquella época —anónimo, tradicional, oral, popular y rural. Mason también intentó captar el lenguaje coloquial en que se contaban las historias. Por eso prefería informantes “que no tratan de mejorar su habla natural al dictarme” (Mason a Boas, 8 de diciembre de 1914). Para el antropólogo, “mi mayor pesar aquí es que no he podido asegurar ningún informante que hable muy bruto [en español en el original]” (Mason a Boas, 5 de enero de 1915). Al terminar su estudio folclórico en Puerto Rico, Mason regresó a Estados Unidos con una gran cantidad de material. Para publicarlo, Boas invitó a Espinosa (12 de julio de 1915) a colaborar con Mason. Mason y Espinosa entablaron inicialmente una relación cordial de trabajo. Más tarde, Mason expresó su creciente descontento con la


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intervención de Espinosa (Mason a Boas, 2 de marzo de 1915; 7 de febrero de 1916; 15 de marzo de 1917). Aunque posteriormente reconocería las contribuciones editoriales de Espinosa (Mason a Espinosa, 23 de noviembre de 1956), Mason le reprochó a Boas que nunca se me informó nada acerca de sus acuerdos con Espinosa y todo lo que sé ha sido por él. Yo tenía la idea de que él leería cuidadosamente todo el material, lo corregiría y se lo daría al mecanógrafo para publicación, pero él alega, desde luego justamente, que está demasiado ocupado para hacer esto, así que meramente está clasificando y dejándole al mecanógrafo que corrija los errores, ponga la puntuación y divida los párrafos e intercale cualquier palabra que haga falta (Mason a Boas, 26 de agosto de 1916).

Mason deploró el estado “descuidado” e “inconcluso” en que se divulgaría su colección (Mason a Boas, 22 de febrero de 1917). En otra ocasión, opinó que Espinosa “tiene la típica sensibilidad [thin skin] hispanoamericana y se ofende e indigna bastante fácilmente” (Mason a Boas, 15 de marzo de 1917). Asimismo, Espinosa se quejaba constantemente del método “chapucero” [careless], “inseguro” [unsafe] y “no científico” de Mason (Espinosa a Boas, 8 de junio de 1918; 17 de marzo de 1920). “Hay toda clase de palabras”, puntualizó Espinosa, “que el Dr. Mason ha escrito, que cree haber oído, pero que estoy seguro que no se recitaron” (Espinosa a Boas, 8 de junio de 1918). Además, Espinosa manifestó su “decidida desilusión” con los cuentos recopilados por Mason porque “son demasiado cortos, están sin terminar o incompletos; fragmentarios. Es una pena que se gasten tanto dinero y tiempo en esta colección” (Espinosa a Boas, 17 de marzo de 1920). En su criterio, “el material poético en la colección de Mason, aparte de las adivinanzas y las décimas, no es importante” (Espinosa a Boas, 10 de mayo de 1917). Después de transcribir los textos fonéticos en “buen español”, Espinosa los corrigió “para conformarse a la ortografía española” y eliminó unas 50 adivinanzas “debido a ofensas al buen gusto, condición defectuosa o a causa de fuentes literarias evidentes” (Espinosa en Mason, “Porto Rican Folk-Lore: Riddles” 424). También descartó “alrededor de 100 versiones de los cuentos de Juan Bobo” y retuvo


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“alrededor de 100”. “Tuve que tirar [a la basura] mucho material, porque es mera repetición o copiado” (Espinosa a Mason, 17 de marzo de 1920). Por su parte, Mason le planteó a Boas (22 de febrero de 1917): “me pregunto cuáles [textos] censuró [Espinosa] debido a ‘ofensas al buen gusto’, porque algunos de los que incluyó son bastantes crudos”. Mason tampoco apreció el “arreglo estrictamente alfabético” de las adivinanzas por Espinosa, ni su supuesta falta de atención editorial. Espinosa organizó los textos por género y título, con breves notas introductorias sobre los paralelos entre Puerto Rico, España e Hispanoamérica. Como buenos boasianos, Mason y Espinosa confiaban en que el material “hablaría” por sí solo. Según Mason, sus resultados se publicarían “meramente como datos [en cursivas en el original], como una colección del folclor de Porto Rico [sic], sin entrar profundamente en la cuestión del origen, los diferentes elementos, etc.” (Mason a Boas, 22 de enero de 1915). Por ende, su material se presentó como una muestra meticulosa de literatura oral en su idioma original, con poco análisis o discusión teórica. Esa decisión limitó su impacto más allá de los especialistas en folclor hispánico. Una de las mayores críticas, tanto a la obra de Mason como a la de Boas, era que se interesaban más por el texto que el contexto de sus informantes. Habría que esperar varias décadas para evaluar las implicaciones de los datos etnográficos y musicológicos de Mason (Guerra; Lastra; Viera Vargas).

¿ESPAÑOLES, AFRICANOS O INDIOS? LA RACIALIZACIÓN DE LOS PUERTORRIQUEÑOS Aunque nunca se publicaron, las cartas de Mason desde el campo están repletas de sus impresiones sobre el origen y significado del folclor puertorriqueño. De entrada, Mason sostuvo que “es puramente español, es decir, el mismo que se encuentra en México, NM [Nuevo México], etc.” (Mason a Boas, 8 de diciembre de 1914), pero luego admitió otras influencias culturales en Loíza. “Si ha de encontrarse un elemento africano en algún lugar de la isla, será allí” (Mason a Boas, 2 de febrero de 1915). Pero, después de pasar dos días en la “vieja Loíza”, Mason se sintió “un poco desilusionado”:


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no hay escasez de material aquí y se puede conseguir muy fácilmente, pero parece ser prácticamente el mismo que en otras partes, casi por completo de origen español… Casi la única característica local parece ser un número considerable de cuentos de brujas. Pero la gran mayoría de los cuentos, adivinansas [sic], etc., son los mismos que se encuentran a lo largo de toda la isla y en México y en otros lugares de América. El dialecto que se habla aquí es por supuesto prácticamente el mismo que en Utuado (Mason a Boas, 9 de febrero de 1915).

Mason observó posteriormente que “el dialecto hablado en la costa parece ser un castellano considerablemente mejor que el usado por los Gibaros [sic] en la montaña” (Mason a Boas, 2 de marzo de 1915). No obstante, sus experiencias de campo lo convencieron de que la lengua y la cultura puertorriqueñas eran relativamente homogéneas a través de la Isla, a pesar de algunas distinciones regionales, raciales y de clase. En su opinión, “aun las clases más cultas usan más o menos las [mismas] características del dialecto de la isla en su habla ordinaria” (Mason a Boas, 8 de diciembre de 1914). Aparte de la posible influencia africana en Loíza, que no indagó a fondo, Mason no pudo identificar muchos elementos aborígenes en el folclor o la composición racial de Puerto Rico. Uno de sus informantes clave, “el señor Junghanns está de acuerdo con la mayoría de mis demás autoridades en que el ‘área india’ es un mito, en todos los casos debido al atavismo” (Mason a Boas, 13 de diciembre de 1914). Además, Junghanns le explicó que, en Puerto Rico, “un individuo de un matiz rubicundo o cobrizo de la complexión se conoce comúnmente como ‘indio’, el nombre referido al color más que a la raza” (Mason a Boas, 24 de abril de 1915). Mason también le consultó al superintendente escolar en Maricao, “quien negó [que existiera] una cantidad inusual de sangre india en esa región”. A insistencia de Boas, Mason viajó a Maricao y San Germán, “buscando sangre india y sitios arqueológicos”, pero concluyó: “me inclino a dudar de su existencia en ambos lugares” (Mason a Boas, 6 de abril de 1915). El antropólogo encontró poca evidencia de rasgos indígenas —físicos o culturales— en la población puertorriqueña contemporánea. Después de leer los ensayos prehistóricos de Fewkes y Cayetano Coll y Toste, Mason apuntó que el cacique


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indígena Guarionex “tenía su bastión a unas diez millas al oeste de Utuado” (Mason a Boas, 14 de abril de 1918). Pero Mason no halló “ningún tipo que, en mi opinión, no pudiera ser causado por una combinación apropiada de las razas que han poblado a España y los negros” (Mason a Boas, 6 de abril de 1915). El extenso mestizaje de la población puertorriqueño ha intrigado a numerosos antropólogos y otros estudiosos estadounidenses desde principios del siglo XX. Cuando Boas solicitó muestras de cabello de la población insular, Mason concedió que aquí se encuentran individuos de prácticamente cualquier tipo de color y forma de pelo y color de los ojos, aunque, por supuesto, en proporciones sumamente variadas. En la costa casi todos los individuos son negroides… Los Gibaros [sic] en las montañas presentan mayores variaciones ya que la sangre negra es menor, predominando la sangre blanca con trazos de sangre india (Mason a Boas, 19 de marzo de 1915).

Una vez en el campo, Boas se hizo eco de Mason: “difícilmente puede suponerse que haya una gran cantidad de sangre india” en la Isla (Boas a Britton, 13 de junio de 1915). Esta afirmación se basó en dos tipos de evidencia antropométrica. En Utuado, Boas midió la estatura y los arcos dentales de 350 niños escolares (véase Spier). En San Juan, revisó los expedientes médicos de numerosos soldados del “regimiento portorriqueño” [sic] de la Policía Insular, bajo la dirección del General Mayor Basil N. Suthar (Boas a Britton, 5 de agosto de 1915). En un artículo sobre Puerto Rico (“New Evidence”), Boas dudó que persistieran tipos amerindios apreciables en la Isla, aunque mencionó la creencia popular de que el barrio La Indiera de Maricao tenía una alta proporción de descendientes de indígenas (véase también Boas, “The Anthropometry of Porto Rico”). Para Boas, la mayoría de la población puertorriqueña era producto de la mezcla “entre tres fuentes distintas —de gente perteneciente al tipo mediterráneo de Europa, de los aborígenes de las Indias Occidentales y de los negros” (“New Evidence” 716). Tanto Boas como Mason se quedaron “sumamente perplejo[s] con los muchos tipos físicos diversos encontrados aquí” (Mason a Boas, 6 de abril de 1915). Mason le hizo una propuesta tentadora a Boas (13 de marzo de 1915):


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se me ocurre que un lugar donde hay una mezcla tan variada de sangre como aquí y en consecuencia tan poco sentimiento racial, y por lo tanto oportunidades prácticamente iguales dadas a ambas razas, sería un lugar ideal para hacer una investigación científica exhaustiva de la inteligencia racial del negro y el blanco.

ADIÓS A PUERTO RICO El trabajo de campo de Mason sobre el folclor puertorriqueño concluyó con el viaje de seis semanas de Boas a la Isla entre fines de mayo y principios de julio de 1915 (Boas a Mason, 21 de mayo de 1915; New York Academy of Sciences, “Minutes of Meeting”). En junio, Boas se trasladó a Utuado para inspeccionar el yacimiento arqueológico en Capá. Cuando Boas terminó su investigación, Mason viajó brevemente a Filadelfia, pero regresó a Utuado desde agosto hasta diciembre de 1915. Durante este período, Mason colaboró con el arqueólogo Robert T. Aitken excavando varios centros ceremoniales indígenas y una enorme cueva en el barrio Caguana (Aitken; Haeberlin; Mason, “A Large Archaeological Site”). Boas aprovechó los hallazgos antropométricos de Puerto Rico para sustentar su tesis de que los tipos humanos eran sumamente inestables en diferentes ambientes, como resultado de variables como el clima y la nutrición (Boas a Britton, 13 de junio de 1915; véase también Spier). Pero pronto perdió su conexión privilegiada con el “Comité de Porto Rico” que patrocinó su investigación. “Estoy bastante disgustado con todo eso”, Boas le confesó a Mason el 5 de agosto de 1940, “porque la Academia [de Ciencias de Nueva York] prácticamente me quitó el asunto de las manos en 1916”. Aunque la correspondencia de Boas no arroja mucha luz sobre el retiro del apoyo institucional a los estudios antropológicos de la Isla, la decisión se basó parcialmente en consideraciones económicas. A fines de 1915, Boas sometió un informe financiero a la Academia de Ciencias de Nueva York sobre la investigación antropológica en Puerto Rico. Sus gastos, incluyendo transportación, asistencia de investigación y trabajo fotográfico, sumaron $1,601.08 —más que los $1,500 anuales de los que disponía el “Comité de Porto Rico” (Britton, “Memorandum to Kemp”; New York Academy of Sciences, “Expenses of Franz Boas”). En 1917, el gobierno colonial de Puerto Rico denegó


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la solicitud de $5,000 para la “encuesta” (Britton, “Memorandum to Boas”). Al parecer, las autoridades locales se resistían a financiar el trabajo costoso, poco “científico” e impráctico de Boas y sus colaboradores en folclor y etnología. En particular, la investigación de Mason era considerada irrelevante para el estudio de los recursos naturales de la Isla (Baatz). La academia no asignaría más fondos para estudios antropológicos en la Isla hasta la visita de Froilich Rainey en 1934. Según James, “las posiciones contradictorias asumidas simultáneamente por el antropólogo colonial, de que es extremadamente útil para la administración y al mismo tiempo de que debe ser libre de seguir sus intereses especializados, surgen de la profunda paradoja del asunto en relación con sus autoridades anfitrionas” (49).

HACIA UN BALANCE DE LAS CONTRIBUCIONES DE MASON La expedición de Mason a Puerto Rico formó parte del primer esfuerzo sostenido por exportar “la ciencia imperial” más allá del continente norteamericano durante la primera mitad del siglo XX (Baatz). También formó parte de la visión oportuna de Boas de una antropología aplicada a los problemas de la administración colonial, tales como “la higiene de la niñez”, “el manejo real de las escuelas” y el desarrollo de “materiales de lectura para las escuelas rurales” (Boas a Britton, 5 de agosto de 1915). Para la antropología, el legado más duradero del Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin Islands fue lanzar la larga y distinguida carrera académica de Mason. Mason completó la mayor compilación del folclor puertorriqueño así como la excavación arqueológica más significativa en la Isla para la época. Su investigación se basó en un trabajo de campo particularista y relativista, que se convirtió en el rasgo distintivo de la antropología estadounidense a principios del siglo XX. También correspondió a un notable cambio de énfasis, del estudio etnográfico de las tribus indígenas de Norteamérica a los pueblos contemporáneos de América Latina y el Caribe. Esta expansión geográfica coincidió con los crecientes intereses políticos y económicos de Estados Unidos en la región. Más aún, la investigación etnográfica de Mason fue la única en su clase que auspició el Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin


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Islands. Fue también un intento por “rescatar” los últimos vestigios del patrimonio hispánico del Nuevo Mundo, tras la derrota del imperio español en 1898. Escuchando cuidadosamente las palabras y la música de sus informantes, Mason simpatizó con la gente común, iletrada y pobre, especialmente los “campesinos de las montañas”. Al igual que otros antropólogos de su época, se “encontró hablando no sólo de, sino por, las poblaciones locales que conocía bien” (James 49). La colección folclórica de Mason consagró a los jíbaros de la altura como arquetipos del pueblo puertorriqueño. De ese modo, representó a los habitantes de la Isla como una población predominantemente blanca con un rico legado cultural de origen europeo y “completamente diferente” de otras sociedades caribeñas. A su parecer, los elementos raciales y culturales de origen africano eran mínimos en la Isla. Al mismo tiempo, Mason retrató a los puertorriqueños como más cercanos a la “raza” y cultura mediterránea que la anglosajona. Este retrato los hacía sujetos exóticos pero maleables para el imperialismo estadounidense, sustentado en la “carga del hombre blanco” —la responsabilidad moral de “civilizar” a los “nativos” que ocupaban una posición social inferior y un lugar distante. En octubre de 1956, el recién establecido Instituto de Cultura Puertorriqueña invitó a Mason para promover la adquisición y preservación del sitio de Capá como monumento histórico, tal y como Boas había propuesto cuatro décadas antes (Boas a Britton, 17 de diciembre de 1915; Mason a Alegría, 31 de julio de 1956). El primer director del Instituto, Ricardo Alegría, había logrado que el gobierno insular expropiara los terrenos de un hacendado local para proteger y restaurar las plazas precolombinas (bateyes) que allí se encontraban. El sitio cuenta ahora con un parque nacional, el Centro Ceremonial Indígena de Caguana. También, una calle del pueblo de Utuado lleva el nombre de J. Alden Mason.

CONCLUSIÓN La obra puertorriqueña de Mason sugiere que los antropólogos podían “suavizar” el discurso colonial y dejarse seducir por las creencias y costumbres de los “nativos”. Comparado con el abierto racismo y etnocentrismo de muchos contemporáneos, Mason representó


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a los puertorriqueños de manera más favorable. Desde una postura relativista, Mason defendió el valor ético y estético de la cultura hispánica como equivalente a la anglosajona. Pero también menospreció los aportes africanos e indígenas a las tradiciones populares puertorriqueñas. En la apta frase de James, Mason era un “imperialista renuente”. Aun así, muchos antropólogos estadounidenses —incluso los más renuentes— fueron cómplices de un régimen colonial que justificaba la continua subordinación política, económica y cultural de los puertorriqueños. Una tarea urgente de una antropología poscolonial consiste en desmantelar las premisas ideológicas de los discursos y prácticas coloniales en Puerto Rico y otros pueblos sometidos.

REFERENCIAS Aitken, Robert T. “A Porto Rican Burial Cave”. American Anthropologist 20.3 (1918): 296–309. Alegría, Ricardo E. “Archaeological Research in the Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin Islands and Its Subsequent Development on the Island”. The Scientific Survey of Puerto Rico and the Virgin Islands: An Eighty-Year Reassessment of the Islands’ Natural History. Ed. Julio C. Figueroa Colón. Nueva York: New York Academy of Sciences, 1996. 257–264. Baatz, Simon. “Imperial Science and Metropolitan Ambition: The Scientific Survey of Puerto Rico, 1913–1934”. The Scientific Survey of Puerto Rico and the Virgin Islands: An Eighty-Year Reassessment of the Island’s Natural History. Ed. Julio C. Figueroa Colón. Nueva York: New York Academy of Sciences, 1996. 1–16. Boas, Franz. “The Anthropometry of Porto Rico”. American Journal of Physical Anthropology 3.2 (1920): 247–253. . “Carta a J. Alden Mason”, 5 de ag. de 1940. MS. Papeles de John Alden Mason, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . “Carta a N.L. Britton”, 7 de nov. de 1925. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia.


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. “Cartas a Aurelio M. Espinosa”, 1915. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . “Cartas a J. Alden Mason”, 1915. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . “Cartas a N.L. Britton”, 1915. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . A Franz Boas Reader: The Shaping of American Anthropology, 1883–1911. 1974. Ed. George W. Stocking, Jr. Chicago: U of Chicago P, 1989. . “New Evidence in Regard to the Instability of Human Types”. Proceedings of the National Academy of Sciences 2.12 (1916): 713– 718. Boggs, Ralph S. “Seven Folktales from Porto Rico”. Journal of American Folk-Lore 42.164 (1929): 157–166. Britton, N.L. “History of the Survey”. Scientific Survey of Porto Rico and the Virgin Islands 1.1 (1919–22): 1–10. . “Memorandum to Boas, Crampton, Berkey, Poor, and Tower”, 28 de jun. de 1917. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . “Memorandum to Kemp, Crampton, Berkey, Poor, and Tower”, 13 de oct. de 1917. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. Buitrago Ortiz, Carlos. “Anthropology in the Colonial Closet: Analysis and Projections”. Indigenous Anthropology in Non-Western Countries. Ed. Hussein Fahim. Durham, NC: Carolina Academic Press, 1982. 97–111. Duany, Jorge. “Imperialistas reacios: los antropólogos norteamericanos en Puerto Rico, 1898–1950”. Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña 26.97 (1987): 3–11. Espinosa, Aurelio M. “Cartas a Franz Boas”, 1917–20. MS. Papeles de Franz Boas, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. . “Cartas a J. Alden Mason”, 17 de marzo de 1920. MS. Papeles de John Alden Mason, Sociedad Americana de Filosofía, Filadelfia. Guerra, Lillian. Popular Expression and National Identity in Puerto Rico: The Struggle for Self, Community, and Nation. Gainesville: UP of Florida, 1998.


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CÓMO REPRESENTAR A LOS NUEVOS SUJETOS COLONIZADOS

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APUNTES SOBRE AN AMERICAN BRIDE IN PORTO RICO DE MARION BLYTHE: MISIONEROS PROTESTANTES EN PUERTO RICO A PRINCIPIOS DEL SIGLO VEINTE BENJAMÍN TORRES CABALLERO

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l que me ocupa es un texto muy curioso. No he podido hallar referencia a él en parte alguna, excepto por reseñas breves que coinciden con la fecha de su publicación, 1911. El libro mismo contiene, como apéndice, una sección de cuatro páginas sin numeración en la que aparecen las siguientes líneas tomadas del Chicago Evening Post: The story is very pleasant and very human. In her bravery and courage, in her wit and merriment, the bride reminds one somewhat of the “Lady of the Decoration.” This similarity adds, however, rather than detracts from the charm of the book. She is thoroughly goodnatured and clever and companionable, with a whimsical and everpresent sense of humor1.

Esta sección, bajo las rúbricas de “Biography”, “Fiction” y “In Other Lands”, recoge anuncios de la publicación de libros de la editorial Fleming H. Revell Company (Nueva York, Chicago, Toronto, Londres, Edinburgo). Si nos pica el interés por leer estas recomendaciones encomiásticas, nos percatamos de que casi todos los libros son, de un modo u otro, de tema religioso y, más específicamente, se relacionan entre sí por referirse a las misiones protestantes en distintas 23


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regiones del planeta a fines del siglo diecinueve y principios del siglo veinte2. Las otras dos reseñas con las que he podido dar, una proviene de Missions: A Baptist Monthly Magazine y se encuentra en la sección titulada “In the Bookshop”: The author, Marion Blythe, was the bride whose experiences she describes in a way so natural and audaciously bright that the reader will say this is a kind of missionary book that compels reading. It also impels to a new interest in that charming island possession which has attracted the American missionary and “drummer” and capitalist, all of whom find it a field of operations. In the form of letters of the mother-in-law in California, the young missionary wife lets you into the highways and byways and daily life in the most informal and informing manner. There are touches that draw tears, and sentences that keep one laughing. Porto Rico is made to seem familiar and the missionary’s life tremendously worth while, and that is very much for a book to do. It is full of bright passages for the missionary circle or program. The one thing it does not contain is a dull page. (288)

Y la otra, que aparece en The Missionary Review of the World, en la sección “For the Missionary Library,” dice así: These letters from a young missionary bride to her mother-in-law give a vivid, realistic picture of life and work in Porto Rico, from the view-point of a newcomer, to whom everything has a fresh and fascinating interest. Thou there is much detail of no real value, the description of life in this charming island gives an excellent idea of what one finds there of beauty and squalor, sin and religion. (879)

Y, en efecto, de todo eso se trata. An American Bride in Porto Rico es una novela autobiográfica —los otros personajes se refieren a la protagonista como Sister Blythe (44) o Mrs. Blythe o Señora Blythe (141)—, y epistolar —sólo recoge las cartas de la protagonista dirigidas a su suegra en Berkeley, California: “Dear Mother Gertrude”—, que gira en torno a una joven norteamericana recién casada, que llega a Puerto Rico con su esposo, Harry, ministro protestante, el 29 de junio de 1905. Vienen como misioneros de la Iglesia Presbiteriana. Cruzan los Estados Unidos por tren —el Overland Limited hasta Chicago— y de Nueva York toman un buque a Puerto Rico. Una vez en San Juan, naturalmente, el texto hace una descripción de la ciudad vieja:


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San Juan is a great big pile of formidable looking stone battlements with heaps of foaming waves breaking and breaking against them; within its walls are old prisons and forts and guard-houses and moats, latticed balconies and vari-colored tile-roofed dwellings, attempts at shops and cobblestone streets, cathedral spires and black-gowned priests, and market-places enough to keep a sightseer going for a month, and there is a pretty good trolley line to go on. (16-17)

Luego de admirar a la gente en toda su heterogeneidad racial (“black”, “white” y “tawny”) vuelve a la descripción física del lugar: There are, also, pretty gardens and palm-bordered avenues, palaces and shacks, automobiles and ox-carts, lavish wealth and dire poverty, fierce scorching sun rays and dazzling, daring moonbeams […] (16-17)

La referencia a los rayos de la luna, nota romántica, nos recuerda que estos jóvenes misioneros están de luna de miel. Son turistas, si se quiere, y no han asumido todavía el papel de misioneros. La narradora ha visto tantas cosas en tan corto tiempo que siente la impresión de estar en una machina (“merry-go-round”). La emoción romántica los convida a olvidar el presente: We forgot to-day and moved for a time in other lands and other forgotten times. We are actually inside an old medieval fort with towers rising above us and dungeons lying beneath us. We looked up at the high-perched sentry boxes and down through dark, musty, underground passages. We walked through them, too, and I fancied I could hear the clanking of chains and the groans of prisoners within and could see the stony-faced guards as they paced to and fro on their monotonous beat, black-whiskered and pompous, I was sure, as in the days of old Spain. (17-18)

El paseo por el interior del Morro los remonta al pasado, al medioevo español, ausentándose completamente del presente: “I was completely lost to the present…” (18). Luego emergen en las almenas superiores: […] one of the upper battlements […] exhibited a great rent —the rent made when Sampson’s lead struck San Juan, shattering Spanish power in the little island just as completely as it had shattered Spanish stone and mortar in this thick wall. (18)


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Y añade que la hendidura causada por la bala de cañón, “brought us back immediatedly to the present” (18). No cabe duda de que la narradora establece un fuerte contraste entre el pasado de la Isla, representado por El Morro como castillo medieval, y el presente, dominado por la moderna artillería naval del Almirante Sampson. Y al visitar la Casa Blanca, ese pasado vuelve a hacerse presente en la figura sanguinaria de Juan Ponce de León, cuyo pasatiempo favorito era “to hunt his escaped prisoners and runaway slaves with bloodhounds and to have the heads of the natives cracked open with one blow of the sword” (19). En fin, que los norteamericanos habían venido a la Isla para liberar a los puertorriqueños de un régimen político autoritario y cruel, anquilosado en el oscurantismo medieval. Al cerrar este apartado, cuando ya empiezan a confrontar la dura realidad de la futura labor misionera, Blythe retoma las imágenes bélicas: They tell us that we will get a good many hard knocks down here, but so long as the enemy does not batter down the outer walls and besiege our own little castle inside, we mean to stand our ground. (20)

Aquí se alude al carácter militar de la evangelización, del trabajo educativo y religioso como continuación del trabajo militar comenzado con el cañoneo de Sampson. Los misioneros forman parte de un ejército civilizador, cuya fuerza proviene de ese “castillo interior” que es la fe religiosa. Y un poco más adelante añade una referencia al comienzo de la conquista de la Tierra Prometida: “I can begin now, and feel as brave as the children of Israel when they tackled the walls of Jericho” (24). Al día siguiente toman el tren de la seis que los deja en Camuy (“Camoui”) (28). De ahí van por carretera hasta Doquiere, que está en la costa, y de allí 16 millas en coche a Mediavia y luego ocho millas más hasta Masalla. Es difícil saber por qué Blythe escoge nombres ficticios para las dos poblaciones primordiales donde va a residir y trabajar la pareja misionera —primero en Masalla brevemente y luego en Doquiere—, excepto quizás que estos topónimos deban tener un valor simbólico. Con un poco de ingenio —muy poco— se pueden reescribir los nombres como “Más allá” y “Do


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quiera” o “Dondequiera”. El primero se referiría al deseo de entregarse a la vida de misioneros, la cual pondrá a prueba su compromiso con el cristianismo, y el segundo a que este poblado vale por cualquier otro pueblo de la Isla, o tal vez del Caribe, o de Latinoamérica, o quizás de África o de Asia que requiera de la presencia civilizadora de las misiones. De otro modo, resulta sencillo establecer que Doquiere es Aguadilla. La narradora nos dice que en la playa hay una cruz que señala el lugar donde Cristóbal Colón primero desembarcó (49) y alude asimismo a un arroyo que desciende del lado de un monte: “This is known as Columbus fountain, so named because it was discovered by Columbus and his men while they were exploring the coast, and they were, by this spring, led to land here” (72). Si a esto añadimos el dato que Doquiere queda a 12 millas de Isabela — aquí, como en el caso de Camuy, usa el nombre real del pueblo— entonces no cabe duda de que se trata de Aguadilla. De ser así, entonces, las otras dos poblaciones que se mencionan serían, seguramente, San Sebastián (Mediavia) y Lares (Masalla). Un último dato parece confirmar lo que venimos diciendo. Un residente de Masalla, “a very anti-Spanish Porto Rican gentleman” (32), le relata a la narradora que durante la Guerra Hispanoamericana las tropas españolas que habían llegado al pueblo, al tener noticia de que las tropas norteamericanas andaban camino a Masalla, abandonan las armas y con la población civil huyen hacia los montes circundantes (31-32)3 . Además, la presencia de misioneros presbiterianos en esa región de la Isla resulta consistente con la división que habían hecho del mapa de Puerto Rico las iglesias protestantes en 18994. Iniciada la labor misionera, poco o nada de interés le ocurre a la pareja, pues para poder cumplir con las distintas facetas de ese trabajo llevan un horario agotador. Sin embargo, cuando la narradora saca tiempo para escribir cartas comparte observaciones, reflexiones y anécdotas con su suegra. En algunos casos habla la voz de una naturalista que se fija en los insectos (35-36) o las frutas (72), aunque de modo asistemático. En otros casos, etnóloga, observa las idiosincracias de los puertorriqueños —no pueden hablar sin usar las manos (21)—, o describe su carácter: “The Porto Rican is ever decent, courteous, respectful and well-behaved. He is never rude” (158). Lo caracteriza como un individuo que vive despreocupado con


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el mañana —“If you have had supper, why work yourself all up into a pet and get indigestion by worrying about breakfast” (99), y que trabaja a su propio paso: “Porto Ricans have their own way of doing things and there is no use trying to change it. If you give them enough time they will produce a pretty good thing in most any line, but they do not know how to work under pressure” (149). El puertorriqueño ama la plaza y el balcón, o mejor, una casa con balcón a la plaza, desde donde puede seguir con placer el acontecer pueblerino (158159). Afirma también que el puertorriqueño tiene una gran aptitud para fiestar —“If there is any one thing the Porto Ricans seem to love above everything else, it is a fiesta”— y procede a describir una típica fiesta navideña: “There are country house parties where beer […] flows like water, and dancing continues all night, and there are barbecues and bonfires and eating and drinking and dancing to the music of the wichero […] and the Aguinaldo fills the air and is on everybody’s lips” (185)5. En otros casos, fenómenos que presumiríamos estrictamente contemporáneos se manifiestan ya a principios de siglo. Por ejemplo, la narradora señala que el puertorriqueño es propenso a manejar de manera temeraria: “A Porto Rican with a coach is daring enough, but if you want to see him at the height of his recklessness, just give him an auto” (187-188). Cuando los habitantes de Doquiere, para embellecer la plaza, deciden cortar los flamboyanes y cubrir los espacios con cemento, la narradora aventura la siguiente opinión: “Brick and mortar are more beautiful in their eyes any day than the most lavish of nature’s gifts” (153). Una anécdota sobre dos turistas norteamericanas que vienen a visitarla a Doquiere no puede menos que hacernos sonreír: They were hot and very dusty and loaded down with what they supposed to be articles representing Porto Rico art and workmanship, but were, in fact, a collection of trinkets for the most part manufactured in the United States and shipped here, and for which they had paid the usual high tourists’ rates. (150)

Otras observaciones van dirigidas contra el régimen colonial español por el abandono en que había tenido sumido a los puertorriqueños. Habla del aspecto “primitivo” de los pueblos, de sus calles estrechas (25). Las casas de las clases acomodadas contrastan con


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el trasfondo de “little huts or shacks […] consisting of four straws stuck into the ground with a leaf spread over the top. It is in these that the great mass of the Porto Ricans live” (26). Y añade: Many of the people seen in the streets in the daytime are barefooted, and some are scantily dressed. In the by-streets and open houses it is common to see children, ranging in age from mere infants to five and six years, wearing nothing but a birthday dress. As a whole the common people look neglected and crushed. (26)

Bajo España la tasa de analfabetismo es altísima —algunos estimados ascienden a 85% de la población— y la tasa de mortalidad, sobre todo infantil, es también excesiva6. La narradora ofrece evidencia anecdótica para ambos males sociales. Muere la hija de una de las familias de la iglesia. La narradora y su esposo asisten al entierro de la niña. En el cortejo fúnebre los niños son los que llevan en sus hombros el ataúd al cementerio. Comenta la narradora: “Death is so common here that even the children seem to have no awe of it” (90). Su marido celebra una boda. En contraste con la alegría de la ocasión, resultaba penoso constatar que “Neither the bride nor the groom knew how to sign their own names” (113). La perspectiva que nos ofrece esta misionera presbiteriana con respecto a la labor religiosa de la Iglesia Católica en Puerto Rico es, por supuesto, desfavorable. Sister Blythe muestra cómo bajo la dirección espiritual de la Iglesia Católica, hasta las fiestas religiosas más importantes habían perdido su verdadera significación: If you ask the average Porto Rican of the less intelligent classes —and they far outnumber the higher classes— what Holy Week is, they will tell you that it is a week of holidays and processions; but of the real significance of the season, they know little. (193)

La narradora decribe cómo el domingo de resurrección, en Doquiere, se forman dos procesiones: One is headed by an image of Christ, and the other by an image of Mary. These two divisions move in opposite directions around the city square until they meet, when the images are made to bow to each other. This is Mary greeting the risen Christ. Then another figure


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appears. It is an effigy of Judas, who betrayed his Master […] It is seized by the mob, torn limb from limb and carried out of the city […] and the scrabble continues until they have banished the traitor Judas from their midst. (195)

Niños y adultos en Doquiere convienen de manera equivocada en cuál es la verdadera importancia del domingo de resurrección: “It’s the day they run Judas out of town” (195). Refiriéndose a la Navidad, lamenta: “The day, however, has quite lost its religious significance as have most all of the great feast days and it is considered as little more than a grand holiday for all” (184). Una mujer de sociedad pregunta a la Señora Blythe por qué no asiste con mayor frecuencia a las actividades del Casino y ella responde que la mayoría de éstas se celebran el domingo al atardecer: “Oh,” she said, “do you think it is wrong?” I told her that we believed that the Bible teaches us to keep the Sabbath holy and to spend it in worship and in thinking about higher and holier things. The ideas was perfectly new to her […] (140)

Los misioneros protestantes buscan remediar tanto el analfabetismo como la ignorancia religiosa7. Mientras que Harry, como pastor, se encarga del culto —todas las noches, excepto los viernes; domingo y miércoles en la ciudad, las otras noches en el campo (94)—, de la prédica, de establecer iglesias nuevas, a la narradora se le encomienda la labor educativa. Durante la semana se encarga de la escuela parroquial en que se enseñan asignaturas laicas y sobre todo a leer y escribir8 y los domingos de la escuela bíblica o dominical. Nos relata, por ejemplo, una clase, en inglés9, en que discute el tema de la higiene con sus estudiantes de quinto y sexto grados (59) y también una clase dominical, en español, en que los niños cantan, rezan, leen un capítulo de la Biblia, etc. (168-170). Además, sobre todo entre los presbiterianos, la obra misionera tiene un componente médico, de servicios y educación. El texto contiene una sola referencia al cuidado y educación médicos. La narradora le escribe a su suegra que por los últimos ocho meses: […] I have had the dearest little maid you ever saw, but I soon decided that she was too good to spend her life scouring and scrubbing for


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me, so, after doing what I could for her by way of preparatory training, I sent her to our hospital in San Juan, where she is training to be a nurse. (128)10

Habría que señalar que Sister Blythe representa los nuevos papeles sociales y religiosos que produce el protestantismo para la mujer. Ésta desempeña un papel significativo en la enseñanza, el culto y además en la dirección de la Iglesia (Silva Gotay 228). Ahora bien, en An American Bride la narración está dirigida —como intuimos al ver en qué tipo de publicaciones se reseñó— a un público protestante norteamericano que se interesa por la actividad misionera. Marion Blythe les recuerda a sus lectores que las misiones necesitan dos cosas, dinero y misioneros. En cuanto a la primera de éstas, la narradora habla del costo mínimo por mantener una escuela misionera: “Twenty dollars per month will support a country mission school, yet there are hundreds of our new American citizens growing up in absolute ignorance because we have not the money to help” (120). Explica que a pesar de que el gobierno está haciendo una inmensa campaña de alfabetización, hay mucha gente en la Isla que sólo ha conocido pobreza e ignorancia11. Los niños puertorriqueños son inteligentes y maleables, pero necesitan maestros. La narradora cuenta cómo logró reunir los fondos para abrir una escuelita en el barrio de Pueblo Nuevo en Doquiere. El último paso fue contratar a una maestra por diez dólares al mes: Now, after a year and a half, we have a school of thirty-five children, and some of them are ready to enter the third grade, and I just love every one of them. All they need is a chance, and they will rise as well as any of us. I feel sure that ten dollars per month never reaped a bigger harvest than it does here. (167)

En cuanto a la necesidad de misioneros, una de las primeras misivas que la narradora envía a su suegra sólo cobra pleno sentido si se lee como una carta abierta a todas las madres de las denominaciones protestantes para que animen a su hijos a hacerse misioneros: I know you have always been “interested in missions,” I mean just like all church people at home are. You have belonged to the Missionary Society, paid your dues, read your Home Mission Monthly,


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and when you have asked to “lead a prayer” […] you’ve […] ended your prayer by asking Him to “bless the heathen” without much of an idea of who the “heathen” are or what is meant by blessing them. More than this, you have dropped money into the plate once a year on the Sunday morning when the pastor presented the “cause of the missions”; but, in your heart of hearts, hasn’t a missionary always been somebody else’s son […] And hasn’t he always had a gray beard and a shiny threadbare black coat and a wife with a pious face who always combed her hair straight back and dressed her babies from the contents of a barrel? I was dumbfounded when I first landed here and saw that missionaries are just like other people — only some of them seemed to me to be a great deal better than most people. I was amazed, too, to find the majority of them (down here at least) are young and good looking and most of the men wear linen collars and shave every morning. The women, too, —“tell it not in Gath”— have pretty clothes and pompadour their hair and live quite as other folks do. (22-23)

En otras palabras, contrario al estereotipo aparentemente vigente a principios de siglo, los misioneros no son gente rara (“queer people”) en su aspecto físico o en su manera de vestir o en su modo de relacionarse con otros. Son indiferenciables de cualquier hijo de vecino, por así decirlo, excepto quizás que sean mejores personas en términos de su carácter, o en su aptitud para vestirse y peinarse12. En cuanto a los paganos (“heathen”), en este caso los puertorriqueños, son también perfectamente normales, y por lo que puede verse, no hay ninguno con cuernos (24). Todos los sacrificios que hace la narradora por ocuparse de “our Master’s business” se ven recompensados con la certeza de estar mejorando la condición física y espiritual de la gente, de estarlos “regenerando”. Todo ha valido la pena, nos dice la narradora, cuando ve a sus discípulos sonreír: “It was all worth my trouble just to see them grin” (117)13. La narradora está consciente de que su labor significa también una americanización de los puertorriqueños, quienes consideran a los misioneros sus modelos (“their models”) (25), y los perciben como “the representatives to them of the new master of their treasure isle to give them a better chance in the world than they had before […]” (53). Asevera que “The average Porto Rican will tell you he considers that, as a whole, the island has been benefited by American rule […]” (157)14.


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Ahora bien, ¿que significa el término “americanizar” en el contexto de An American Bride? Entre otras cosas significa “democratizar”. Por ejemplo, luego de considerar el asunto con cuidado, Harry y Marion deciden celebrar una fiesta para todos los feligreses de Doquiere en los terrenos de la iglesia, pues sería el único lugar en que todas las clases sociales estarían dispuestas a confundirse sin prejuicios: “the church being the one and only place here where social equality prevails” (172). Y quizás el pasaje más sorprendente en ese sentido, es el siguiente, en que habla de sus futuros estudiantes párvulos en la escuela dominical: The streets are full of future presidents and ladies of the White House —black, some of them, to be sure, but I think that the president and I together can manage that phase of the question, for, by the time I get a little black fellow trained to fill our nation’s executive chair, he will have educated the public to the point of electing him. (160)

Aunque la narradora está consciente del prejuicio racial en Estados Unidos, hace la anterior afirmación sin el menor dejo de ironía, precisamente porque lo que se persigue con la “americanización” de los puertorriqueños es convertirlos en ciudadanos ejemplares de los Estados Unidos y todo ciudadano debe poder aspirar al puesto político más alto de la nación. Sister Blythe estaría de acuerdo, entonces, con la definición del término que propone Samuel Silva Gotay: Para los misioneros “americanizar” significaba regenerar, esto es, protestantizar, evangelizar, convertir la población al “verdadero cristianismo”, transformar moralmente la población de tal manera que abandonara la conducta y normas de la cultura católica hispánica caribeña y se insertara en los patrones de cultura protestante y su ética para hacer posible la “ciudadanía”. (283)


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La cita anterior define el proceso desde “la perspectiva teológica misionera de la época” (277). Hay que tener en cuenta, nos dice Silva Gotay, que el proceso de “americanización”, además de ser político, Era un proceso cultural profundo que correspondía a los valores, principios, procesos e instituciones de una totalidad cultural que se desprendía de la cultura capitalista liberal de la etapa de desarrollo a la que ese modo de producción había llegado en Estados Unidos. (277)

Y añade: El proceso de americanización era sólo la fachada de otro proceso más profundo que determinaba todo el movimiento expansivo de la época. Era la fachada de la expansión imperialista del capital, que a partir de 1880, se desborda sobre el globo en forma de “capitalismo monopólico”. (278)

No obstante, y esto resulta central a la perspectiva de Silva Gotay, no debe reducirse la religión exclusivamente a ideología, ni la evangelización, los propósitos y el trabajo de las iglesias protestantes, a sólo política (279-280)15. Y argumenta un poco más adelante que si se entienden las “prácticas sociales y culturales exclusivamente como excrecencias del proceso económico y político” y no se reconoce su “autonomía”: “Se pierde precisamente la explicación de su fuerza política, que proviene paradójicamente de lo no político, de las otras funciones que realiza, que son las que hacen creíble la legitimación política que realiza (280). Silva Gotay se refiere al sermón que da el reverendo David Crane en 1906 con motivo de la colocación de la primera piedra del Colegio Robinson, institución originalmente para niños huérfanos. Decía Crane que en el futuro, quizás cien años más tarde, los nombres de los misioneros aparecerían en algún oscuro texto de la historia de la iglesia; pero lo realmente importante es que los nietos de aquellos puertorriqueños darían testimonio de la dedicación de los misioneros “que sacrificaron amigos, dinero, tiempo, salud y vida por mejorar a los puertorriqueños” (Silva Gotay 312313). Y prosigue Silva Gotay:


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Es importante entender, que aun cuando el mensaje cristiano de estos misioneros estaba tejido en un contexto ideológico, no se disolvía en ese contexto, sino que tenía su propia autonomía; no era un mero discurso político revestido de religión. Precisamente, por esto aportaba al proceso político de “americanización”. (313)

A casi cien años de la publicación de la muy olvidada novela de Marion Blythe, An American Bride in Porto Rico todavía da testimonio de la pasión de los misioneros que vinieron a Puerto Rico y se entregaron totalmente a la tarea de predicar el evangelio, de fundar escuelas para enseñar a los puertorriqueños a leer La Biblia, y de mejorar las condiciones de vida en la Isla con el establecimiento de orfanatos y hospitales. Como señala Silva Gotay, el “sentido de entrega y sacrificio” de estos misioneros sólo es comparable al de los misioneros españoles del siglo XVI. En la pareja misionera de Blythe, y sobre todo en su narradora, se puede apreciar el idealismo, la candidez, si se quiere, de los pioneros que vinieron a partir de 1898 para evangelizar a los puertorriqueños. Este artículo debió terminar en el párrafo anterior, pero como posdata me gustaría señalar que en la novela de Blythe también hay una joven misionera que ha venido a Puerto Rico dejando atrás a su enamorado —por eso le dicen “la viudita”. Pero al final, su joven amado decide unirse a ella en Puerto Rico. Harry los casa y se quedan de misioneros en la Isla. Con este relevo, Blythe —cuya narradora, embarazada, regresa a los EE.UU. con su esposo— augura un futuro feliz para la labor misionera protestante en Puerto Rico.

NOTAS 1 Lady of the Decoration de Frances Little es asimismo la historia de una misionera, en este caso, en el Japón. Narrado también de manera epistolar en cartas a su amiga, Mate, la protagonista se sobrepone al dolor de la separación de su amado, Jack, para asumir con optimismo su labor evangelizadora. En una reseña reproducida en el New York Times del 23 de noviembre de 1907, Emma Carleton pondera las razones por las que Lady of the Decoration se ha convertido en un “best seller” incluyendo la sencillez de la trama y el tono


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ligero. Cita al Prof. Barrett Wendel, quien considera que esta novela, “may not live as literature; and yet, no doubt, it has given a bright hour’s entertainment, with an undertone of benefit to many, many people”. 2 Fleming H. Revell establece una editorial cristiana independiente en 1870, con el propósito de publicar “practical books that would help bring Christian faith to everyday life”. Para una historia de la editorial ver “About Revell” en la página electrónica de Revell Books. 3 Dice así el texto: Our house is just across the street from the old crumbling Catholic church, where a much mutilated pavement and a pile of stones in the corner enclosure tell of the time when, during the American siege of Porto Rico, the Spanish troops took possession of the premises, converted the front part of the church into a barracks, the back part into a stable, and the towers into a prison, while of all available brick and stone they constructed a toy fort. I guess they had “mess” instead of “mass” there for a while. However that may be, this story was told to us by a very anti-Spanish Porto Rican gentleman who speaks good English, and the gist of it is that, when the Spanish soldiers learned that the American troops were actually on their way to Masalla, they dropped their guns, and with the entire population of the town following in their wake, they fled to the surrounding hills and mountains. But they might have spared themselves all this trouble and exposure, for it was during this very march that peace was declared between Spain and the United States. (31-32)

Y, en efecto, las tropas españolas abandonaron el pueblo de Lares, aunque las razones para ello no están claras. Como el pueblo había sido ocupado después del cese de las hostilidades, el Gobernador Macías le envía un telegrama al General Miles pidiéndole que ordenara a sus tropas abandonar el pueblo. Así lo hacen y Lares vuelve a quedar bajo control militar español hasta su entrega oficial. Ver “La marcha sobre Adjuntas...”. 4 La empresa misionera de la Iglesia Presbiteriana abarca la región oeste de Puerto Rico, ocupándose específicamente de los municipios siguientes: Aguada, Aguadilla, Añasco, Cabo Rojo, Guánica, Hormigueros, Isabela, Lajas, Lares, Las Marías, Maricao, Mayagüez, Moca, Quebradillas, Rincón, Sabana Grande, San Germán, San Sebastián. No obstante, el área de las tres grandes ciudades —San Juan, Ponce y Mayagüez— estaba abierta a todas las denominaciones. Para mapas detallados ver Silva Gotay 113-114. 5 La cerveza es de procedencia estadounidense, y la narradora duda que represente una mejora con respecto a la bebida que se consumía antes de la llegada de los norteamericanos (184). Unas páginas antes critica sus compatriotas por etnocéntricos —“Americans are thoroughly convinced that America is the only sensible country in the world and that our ways are, as a matter of course, always the best” (181-82)— y pone como ejemplo la tradición importada de Santa Claus. Nos dice que dentro del contexto de la Navidad como fiesta religiosa —el aniversario del nacimiento de Cristo— tiene más sentido celebrar a los Tres Reyes Magos que aparecen en la Sagrada Escritura, como es costumbre en Puerto Rico, que a Santa Claus con su linaje pagano.


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6 En 1898 hay en Puerto Rico 380 escuelas elementales para varones, 138 escuelas elementales para hembras, 26 de enseñanza secundaria y una escuela para adultos, para un total de 165 escuelas públicas y una población escolar de 44, 681. El analfabetismo se calcula entre un 79% y un 85%. En una población total de aproximadamente 1,000,000 son niños en edad escolar, lo que da una cifra de 16.7% de asistencia a la escuela. Ver enciclopediapr.org/esp/ artide.cfm?=ret06081401. 7 Los predicadores y conversos protestantes dan primacía a la lectura y la discusión de la Biblia, pues las escrituras son la última autoridad en materia de fe y práctica cristiana. Poner fin a la ignorancia religiosa significa dar la centralidad a la Biblia para poder erradicar doctrinas y tradiciones católicas sin fundamento bíblico. De este modo ponen en tela de juicio:

la infalibilidad papal; el carácter sobrenatural de la misa y el poder del sacerdote para reproducir el sacrificio; las devociones a los santos; la eficacia del rosario; la doctrina del limbo; el uso de imágenes en las iglesias; el carácter divino de la Virgen María y la capacidad de María de interceder por los vivos; el poder del bautismo para destruir el “pecado original”; la vigencia de la ley canónica para regimentar prácticas y relaciones; la doctrina del Purgatorio; todo el sistema sacramental excepto el bautismo y la comunión —en muchos casos el bautismo de los infantes—, lo cual incluía el ataque con argumentos bíblicos al sistema penitencial, al catálogo de diversos tipos de pecados veniales, mortales, etc., a la confesión auricular, al sistema de penalidades y las indulgencias; incluyendo los beneficios de los “sacramentales” como el uso de vestimentas, agua bendita, y sacrificios como ayuno y peregrinaciones a santuarios y su establecimiento y conservación; el sacramento de la extremaunción; rezos, novenarios y otras obras para la salvación de los muertos que estuvieran en el Purgatorio y el establecimiento de capellanías y herencias para tales efectos; ceremonias católicas tradicionales como fiestas de Corpus, de Cruz, patronales, el santoral y las fiestas del calendario católico, el celibato; la educación católica, la vigencia y validez de la excomunión, cartas, encíclicas e interdictos papales, y sobre todo, la obediencia a Roma (Gotay 151-153). 8

Explica Silva Gotay:

Las iglesias protestantes se encargarían de la educación religiosa a sus niños con sus sistemas de Escuelas Bíblicas o Escuelas Dominicales […] Sin embargo, en muchos casos los misioneros protestantes decidieron establecer también escuelas parroquiales […] Había que adelantarse al sistema de instrucción pública, que tardaría en capacitar la población a leer y escribir. Los misioneros ya habían cobrado conciencia de que la expansión del protestantismo dependía de la capacidad de la gente para leer la Biblia. Contrario al catolicismo que es una religión que depende del drama del sacramento, el protestantismo depende de la lectura bíblica y la reflexión sobre el contenido escrito. Sin un alto porcentaje de alfabetizados entre la población, no podría desarrollarse el protestantismo. (203) 9

Dice la narradora:

I have always had my doubts as to the justice and the success of the prevailing


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method of teaching here, for neither Porto Rican nor American teachers are supposed to use anything but English in the classes above the second grade. Since it is an established rule in this particular school to begin the use of English with the wee tots, I determined to give it a fair trial, now that I had the raw material for the experiment before me. (190)

La narradora describe cómo, usando sólo inglés, enseña a sus niños a contar. Después de varios días sus pupilos la imitan a la perfección, y la maestra se siente muy contenta del progreso que están logrando. Un día: But one day I was particularly tired and they seemed particularly stupid, and I lost my patience and said, “Oh, no, no! no!!” clapping my hands together to emphasize what I said, and eight pairs of eyes looked up so pleased, and eight hands came down hard, and they said, Oh, no, no! no!! (191)

Se viene abajo la ilusión de que los niños han aprendido algo. Se trata de mera mímica, sin comprensión. 10 Samuel Silva Gotay escribe: Una importante contribución del Hospital Presbiteriano fue el desarrollar la profesión de enfermera o “norsas” como se les llamó a las nurses por mucho tiempo. Inicialmente, hubo que depender de jóvenes enfermeras norteamericanas que vinieran debido a que no existía tal profesión. Las jóvenes puertorriqueñas pensaban que esto era un asunto de sirvientas o de monjas. La primera clase de esta profesión se graduó en 1905. (221) 11

La narradora nos cuenta de una huérfana de siete años, bajo el cuidado de su abuela, que se gana el pan tejiendo sombreros. Ni la madre ni la abuela habían asistido a la escuela y no era necesario, entonces, que la niña asistiera tampoco. Lo que ganaba la niña, es decir, el costo de no educarse era una cantidad ínfima: I further learned that with two weeks’ work the little hands could weave a hat that she could sell for from sixteen to twenty cents, which, after paying for the straw they used, left her with as much as a penny a day —the price of a small loaf of bread in general use—the price of her education and of her very life’s blood. (180) 12 Reconoce que hay algunos, los menos, que son tan santurrones y mojigatos —los compara con fariseos (127)— que le hacen la vida difícil a otros misioneros. Los censura del siguiente modo:

I cannot see why some people want to be so unimprovably good. They seem to be trying to get to glory before their time and in so doing they stand in the way of a lot of deserving people who have a perfect right to the little foretaste of heaven we are permitted to have here in this world. (125) 13

Y dejando a un lado el trabajo arduo, sacrificios de otro tipo también son numerosos. Por ejemplo, en el área de la dieta, acostumbrada a utilizar productos lácteos en la cocina, la narradora se pregunta “with no butter or cream, what am I to have for dinner?” Y un poco más adelante se queja de que lo único que se puede conseguir sin falta es arroz y habichuelas —“There is a never-failing supply of these” (57). A menudo acaba moliendo carne para preparar “Hamburg steak” o “Hamburg loaf” (54, 57, 75). Se queja de que los puer-


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torriqueños fríen todo en manteca, usan demasiado ajo —“everything floats in lard, garlic abounds in the most innocent-looking dishes” (51)— y que los postres son azúcar pura (134-136). Sueña con comer “a square yard of porterhouse steak, some green corn, some crisp crackling lettuce that has been on ice, and some strawberries and cream” (75), pero eso será a su regreso a Estados Unidos. 14 No obstante, la narradora reconoce que este “Americanizing process” (155) ha sido muy duro para las personas mayores, que muchos ricos, dueños de plantaciones, han perdido sus tierras y están al borde de la pobreza y que de los dos partidos políticos, el partido “anti-americano” es el que está en el poder. 15 Censura el artículo de Emilio Pantojas, “La Iglesia protestante y la americanización de Puerto Rico” por su carácter esencialista y absolutista. Afirma Pantojas: El evangelio no es otra cosa que la justificación religiosa de la implantación del conjunto de valores norteamericanos (la nueva ideología) frente al conjunto de las viejas ideas, representadas por un catolicismo que este puertorriqueño describe como ‘la lepra del pecado’ y que, como vimos al principio, representa la esencia de la estrategia protestante. (cit. en Silva Gotay 280)


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REFERENCIAS “About Revell”. Revell. A Division of Baker Publishing Group <http:// www.revellbooks.com>. Blythe, Marion. An American Bride in Porto Rico. New York: Fleming H. Revell Co., 1911. “For the Missionary Library”. The Missionary Review of the World (New Series) XXIV.11 (November 1911): 879. Hernández Lozano, David y Héctor López Sierra, comps. Impacto cultural de cien años de protestantismo misionero en Puerto Rico. Puerto Rico: Fundación Puertorriqueña de las Humanidades y Universidad Interamericana de Puerto Rico, 2000. “In the Bookshop”. Missions: A Baptist Monthly Magazine II (1911): 288. Lady of the Decoration. American Libraries. Internet Archive. http:// www.org/details/ladyofdecoration00macaiala; y en Arthur’s Classic Novels. http://arthurclassicnovels.com/arthurs/little/ 7lddc10.html. “La marcha sobre Adjuntas, Utuado y Lares”. 1898 La Guerra Hispano Americana en Puerto Rico. <http://home.coqui.net/sarrasin/ hist.htm>. New York Times http://query.nytimes.com/gst/abstract.html?res. Silva Gotay, Samuel. Protestantismo y política en Puerto Rico: 18981930. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1997.


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LA INSÓLITA HISTORIA DE CORNELIUS P. RHOADS ANNETTE B. RAMÍREZ DE ARELLANO Aún el pasado puede modificarse; los historiadores no paran de demostrarlo. Jean-Paul Sartre

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urante la primera mitad del siglo 20, decenas de norteamericanos llegaron a Puerto Rico aspirando a ‘modernizar’ la isla. Los que provenían de los campos de la medicina y la salud pública encontraron en la isla un laboratorio natural. Puerto Rico tenía una nutrida población con una abundancia de ‘material clínico’ (esto es, una variada gama de patologías). Además, a partir de la inauguración de la Escuela de Medicina Tropical en 1926, la isla contó con la infraestructura y el personal para promover la investigación y la diseminación de nuevos conocimientos. Muchos de los que llegaron a Puerto Rico —el doctor Bailey K. Ashford es el más conocido entre éstos— forjaron sus reputaciones y llegaron a ser reconocidos mundialmente por sus logros en la isla. Otros, sin embargo, tuvieron carreras ilustres a pesar de sus experiencias en Puerto Rico. Uno de éstos fue el doctor Cornelius P. Rhoads.

TRASFONDO BIOGRÁFICO Nada en la crianza o en la educación formal del joven Cornelius vaticinaba sus futuros choques con el trópico. Producto de Nueva Inglaterra, Cornelius Packard Rhoads nació el 20 de junio de 1898 en Springfield, Massachusetts1. Su apellido le valió el apodo de “Dusty”2, 41


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sobrenombre que lo acompañó hasta el final de su vida. Hizo sus estudios universitarios en Bowdoin College en el estado de Maine, y obtuvo el grado de doctor en medicina cum laude de Harvard. Su graduación en 1924 coincidió con el apogeo de la teoría del germen. Ésta postulaba que cada enfermedad la causaba un agente patógeno específico, y que la identificación de éste permitiría evitarla (mediante vacunas) o combatirla (con antídotos). Era esa una época de gran optimismo en que la investigación se consideraba un arma de defensa y los cazadores de microbios se convertían en los guerreros que protegían la salud colectiva. El libro de Paul de Kruif, titulado The Microbe Hunters, publicado en 1925, rápidamente se convirtió en un clásico sobre la historia de la microbiología, a la vez que cautivó a un amplio público lector. Este libro recogía las biografías de 12 figuras cumbres en los descubrimientos parasitológicos y bacteriológicos que transformaron conceptos básicos sobre la etiología de la salud y la enfermedad. Cada recuento se presentaba como una lucha contra la ignorancia en que al final triunfaban la ciencia y la persistencia. Los logros de los investigadores solitarios no tardaron en transformar las políticas sanitarias en diferentes países y ámbitos. En este esfuerzo predominaban las metáforas militares: los microbios, los parásitos y las bacterias constituían el enemigo contra el cual se enfrentaban los ejércitos de médicos y científicos; las herramientas (microscopios, vacunas y otros fármacos) eran las “armas” codiciadas; y los gobiernos y las fundaciones privadas, los comandantes de las tropas. El auge en la investigación médica, y el éxito logrado por los investigadores en desenredar la madeja etiológica de muchas enfermedades, creó dos tipos de médicos: los dedicados a curar pacientes (que eran la mayoría), mitigando sus síntomas, y los comprometidos con descifrar las causas de las enfermedades. Estos últimos se consideraban a sí mismos superiores, ya que eran capaces de combatir las causas de la morbilidad y proteger la salud de comunidades enteras3. Rhoads, al igual que sus compañeros de clase, tenía la opción de seleccionar un camino u otro. Pero, como ocurre con otras decisiones, ésta se vio condicionada por circunstancias imprevisibles. Luego de obtener su doctorado en medicina, Rhoads comenzó un internado en cirugía en el prestigioso hospital Peter Bent Brigham en


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Boston. Pero su internado se vio interrumpido cuando contrajo tuberculosis, enfermedad que lo llevó a ingresar en el Sanatorio Trudeau en el Lago Saranac de Nueva York. Siendo el primer sanatorio establecido para los tuberculosos en los Estados Unidos, Trudeau sentó las pautas para el tratamiento de esta enfermedad (“Sanatorium”). Los pacientes seguían un régimen estricto de aire fresco, descanso forzoso, ejercicio moderado y dieta saludable. Mantener al tuberculoso ocupado era parte del tratamiento, y había tareas y artes manuales para todos (“The Wilderness Cure”). Dado su adiestramiento, Rhoads no se limitó a estar recluido como paciente, sino que también participó como investigador. Al cabo de un año de convalecencia, y habiendo despertado esta experiencia su interés en la patología, “Dusty” regresó a Harvard como instructor de patología y patólogo asistente en el Hospital de la Ciudad de Boston (Stock). Permaneció allí de 1926 a 1928, de donde pasó al Instituto Rockefeller de Investigación Médica4, donde fungió como investigador entre 1928 y 1939.

ENCUENTRO TROPICAL Fue en esta última capacidad que Rhoads se unió a los investigadores de la Comisión de la Anemia en Puerto Rico en 1931, esfuerzo auspiciado por la Fundación Rockefeller. Trabajando bajo la tutela del hematólogo William B. Castle, profesor de Harvard, Rhoads formó parte de una “expedición”5 que investigaba la incidencia de la uncinariasis y el esprúe tropical en Puerto Rico. Esta última enfermedad, síndrome de causa desconocida, producía malnutrición proteica y múltiples deficiencias nutricionales, complicadas a menudo por infecciones graves6. El grupo estudió el efecto de varias intervenciones, incluyendo inyectar extracto de hígado en el tratamiento de casos avanzados de esprúe (Rhoads, “Observations...”). Rhoads, como otros que experimentaron el trópico por primera vez al llegar a Puerto Rico, quedó encantado con lo que encontró. En junio de 1931, recién llegado a la isla, escribió al Instituto Rockefeller para informar que le habían asignado un grupo de casos interesantes y poco usuales, por lo cual estaba confiado de que llevaría a cabo “a good piece of scientific work”7. Al mes siguiente reportó que lo


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estaba pasando maravillosamente bien, a pesar de estar laborando unas 18 horas al día8. La población y el laboratorio en el que trabajaba en el Hospital Presbiteriano en San Juan, reunían todos los requisitos para facilitar la investigación. Así, al escribirle a su jefe y mentor, el doctor Simon Flexner9, director del Instituto Rockefeller para la Investigación Médica, Rhoads tuvo sólo palabras de elogio para describir las condiciones de trabajo en Puerto Rico: “The whole situation is nearly perfect. We have ample bed and laboratory space, excellent technical help and a most cooperative medical group to deal with. The climate is delightful and the country magnificent. I can imagine no more pleasant place to live”10. Aunque Rhoads debía regresar al Instituto Rockefeller en septiembre de 1931, los experimentos en Puerto Rico fueron tan exitosos y prometedores que el investigador solicitó a Flexner una extensión de su estadía en la isla. Los estudios hasta la fecha marchaban sorprendentemente bien, con hallazgos que prometían explicar la incidencia del esprúe y sugerir tratamientos eficaces. Denominándose el “cocinero de la expedición”, Rhoads había preparado un tipo de levadura autolisada que parecía mitigar las anemias severas asociadas al esprúe. Aunque el experimento se había probado en sólo un número pequeño de sujetos, ameritaba ampliarse. Por esta razón Rhoads deseaba prolongar su estadía hasta octubre11. La extensión fue concedida, y el joven investigador aumentó su ámbito de operaciones. El experimento más emocionante consistía en inducir esprúe en humanos restringiendo su ingesta alimenticia. En palabras de Rhoads, We now have only two experimental “animals” and will increase the number to ten in a week or so. They are being very carefully selected since we are anxious to eliminate any factor which might conceivably interfere with the success of the experiment. They are now on a diet containing only 30 grams of protein and almost no vitamins, a characteristic native diet. The caloric value is purely carbohydrate and fat. If they don’t get something they certainly have the constitution of oxen12.

En la misma carta Rhoads expresó la esperanza de que los resultados de sus experimentos justificaran la prórroga concedida; de no ser así, “it will certainly not be due to lack of effort on our part. This


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is surely a most fertile field for experimental medicine. Strange that it has not been properly worked before”. Para octubre, los informes de Rhoads eran menos entusiastas, aunque todavía decía estar muy ocupado y satisfecho. Cuando Flexner solicitó unos sueros de pacientes puertorriqueños para sus propios experimentos, Rhoads le confió a su mentor que esta petición era delicada, y que, para evitar “diplomatic entanglements”, había apelado al doctor Eduardo Garrido Morales, epidemiólogo del Departamento de Salud, para conseguir las muestras deseadas. “The rather inimical attitude toward Americans here”, explicó Rhoads a Flexner, “makes it necessary to go about these matters with the greatest tact and care to avoid injuring the sensitive Castillian pride.”13 Pero el doctor Garrido Morales estaba en deuda con Rhoads, porque éste había curado a la madre del epidemiólogo de esprúe, condición que ella había padecido por 14 años. A principios de noviembre, Rhoads fue víctima de un robo cuando alguien entró a su automóvil, llevándose varios objetos personales. Seis días después de este incidente, el 11 de noviembre de 1931, Rhoads redactó una carta a su amigo “Ferdie”. Luego de discutir algunos nombramientos de personas que ambos corresponsales parecían conocer, Rhoads concluyó que sus prospectos de conseguir trabajo en los Estados Unidos en la siguiente década eran nulos, contrario a las posibilidades que tendría en Puerto Rico. El texto continuaba con la siguiente apreciación: I can get a damn fine job here and am tempted to take it. It would be ideal except for the Porto Ricans —they are beyond doubt the dirtiest, laziest, most degenerate race of men ever inhabiting this sphere. It makes you sick to inhabit the same island with them. They are even lower than Italians. What the island needs is not public health work but a tidal wave or something to totally exterminate the population. It might then be livable. I have done my best to further the process of extermination by killing off 8 and transplanting cancer into several more. The latter has not resulted in any fatalities so far… The matter of consideration for the patient’s welfare plays no role here —in fact all physicians take delight in the abuse and torture of the unfortunate subjects14.

La epístola, firmada por “Dusty” y dirigida a su colega médico Fred W. Stewart15, no hubiese trascendido más allá de una comunicación


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personal de haber sido insertada en un sobre y enviada. Así, sólo la hubiesen visto los dos corresponsales. Pero la carta permaneció a la vista del personal del laboratorio, y diferentes ojos la leyeron y la comentaron. Esto desencadenó una serie de eventos que sacudieron al establishment médico-científico en la isla y en los Estados Unidos. Además, la carta rápidamente se convirtió en tema político, desembocando en una serie de incidentes intermitentes que habrían de dejar rastros por más de siete décadas. La secretaria del laboratorio fue la primera en constatar que Rhoads había escrito la carta, pero fue otra empleada de la Comisión de la Anemia quien la encontró y la compartió con sus compañeros de trabajo16. Un técnico del laboratorio, Luis Baldoni, la ‘‘rescató’’, la reprodujo y la mostró a personas de su confianza. Si bien el asunto tenía todos los visos de un embrollo político, cada uno de los actores directamente involucrados en el asunto —Rhoads, el Instituto y la Fundación Rockefeller, y el gobierno de Puerto Rico— tenía sumo interés en defenderse. Y sus intereses coincidían, aunque el asunto afectaba a cada cual de diferentes formas. Rhoads, cuya moralidad y ética quedaron en entredicho, corría el riesgo de perder, no sólo su empleo, sino también su carrera médica y su libertad. El Instituto Rockefeller, cuya reputación internacional estaba en juego, también tenía que proteger su buen nombre así como el de sus patrocinadores. Y el gobierno de Puerto Rico tenía un interés doble. Primero, quería proteger la labor de salud pública que se había llevado a cabo en la isla con el apoyo de la Fundación Rockefeller desde 1919 (Grant). La Fundación había auspiciado diferentes iniciativas relacionadas a la uncinariasis y otras enfermedades transmisibles (Arbona y Ramírez de Arellano 10). “La Rockefeller” también había concedido becas a un significativo cuadro de salubristas puertorriqueños que habían alcanzado posiciones de liderazgo en el servicio y el mundo académico (Ramírez de Arellano, “The Politics of Medical Education...” 68). Además, la Fundación había impulsado la creación de una red de unidades de salud pública, proveyendo fondos y destacando personal médico y gerencial para este propósito (Ramírez de Arellano, “The Politics of Public Health...”). Pero el gobierno tenía un segundo motivo para mantener el posible escándalo bajo control: temía desatar un debate legal y un conflicto partidista que iba a la raíz del estatus político de la isla vis-à-vis los Estados Unidos.


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DE CARTA A CASO Dos días después de descubierta, la carta de Rhoads apareció en el escritorio del Dr. William Galbreath, director del Hospital Presbiteriano. Galbreath solicitó una explicación por parte de Rhoads, y éste se disculpó ante siete empleados del laboratorio y tres otros miembros del personal del hospital que pudo localizar. Según Luis Baldoni, Rhoads —visiblemente nervioso, agitado y con los ojos aguados— dijo lo siguiente: Well, people, I am going to deliver a short speech. Somebody took a letter written by me from my desk. I know that this has caused a bad impression on all, but I wish to tell you that I wrote this letter when I was in a rage. It was for a friend of mine in the States who has tuberculosis and I want you to pardon me if I have offended you. After all, the letter never left here. I have a high opinion of the Porto Ricans. Of all the hospitals I have seen in the world I believe that none ranks as high as the Presbyterian and I have a very high conception of the respectability and industry of the Porto Ricans. After all, remember that the letter was not sent and I ask you again to pardon me17.

Aunque la disculpa no contestaba el asunto de la veracidad de sus supuestos actos como médico e investigador, Rhoads creyó apaciguar a sus colegas y superiores con las razones aludidas. En efecto, los doctores Galbreath, Castle y Rhoads acordaron que el incidente era uno que sólo involucraba al Hospital Presbiteriano, que los empleados estaban satisfechos con la explicación, y que el asunto no debía trascender más allá del hospital18. Pero este intento de poner el asunto en cuarentena habría de ser de corta duración. El doctor Payne, quien trabajaba en el Departamento de Salud de Puerto Rico a la vez que representaba a la Fundación Rockefeller en la isla, percibió en el hospital un clima de hostilidad entre los empleados que interfería con el debido cumplimiento de sus responsabilidades. Cuando se lo comentó a Rhoads, éste negó que existiera tal malestar. Pero Payne se percató de que la disciplina del hospital se había alterado, situación que se manifestó durante el resto del mes de noviembre de 1931. La trama tomó un giro inesperado el 7 de diciembre, cuando en una reunión del distrito de San Juan de la Asociación Médica salió a


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relucir la existencia y el contenido de la carta de Rhoads, sobre la cual sólo algunos de los participantes tenían conocimiento. Rhoads aparecía en el programa de la asamblea anual de la Asociación Médica, la cual se llevaría a cabo dos semanas más tarde. La comparecencia de Rhoads cobraba así mayor interés. Al día siguiente, uno de los médicos presentes en la reunión informó a Rhoads que la carta había causado indignación entre el grupo, principalmente por los comentarios ofensivos sobre la población puertorriqueña en general y la clase médica en particular. El 9 de diciembre, Rhoads anunció a Payne que tenía un tío gravemente enfermo, por lo cual viajaría hacia Nueva York al día siguiente. Ese mismo día, Payne fue a la Escuela de Medicina Tropical, donde se enteró por primera vez de la existencia de la carta y de la reunión de la Asociación Médica. Con estos datos, regresó al Presbiteriano para confrontar a Rhoads. “Dusty” dijo que no había copia de la carta, pero que, de ser tomadas en serio sus aseveraciones, sería “very bad”. Describió su carta como un chiste o parodia, pero no convenció a Payne. Rhoads agregó que el asunto se olvidaría una vez él abandonara la isla. Para poner a salvo su responsabilidad, Payne comunicó al Comisionado de Salud la nueva información y le aseguró que no tomaría ninguna acción sin antes consultar con él19. Contrario a las expectativas de Rhoads, su partida no calmó los ánimos de los informados. Las declaraciones epistolares de Rhoads se discutieron en la asamblea anual de la Asociación Médica (19-20 de diciembre de 1931), y la cámara de delegados debatió la posibilidad de investigar el tema, aunque no hay minutas que indiquen si se tomó o no una decisión al respecto. Si bien la época navideña eclipsó temporeramente el incidente, a fines de enero éste emergió nuevamente con matices más políticos y virulentos. El técnico de laboratorio Luis Baldoni, aparentemente insatisfecho con la inacción por parte del Hospital y otras entidades, renunció a su puesto a fin de año y le hizo llegar una copia de la carta de Rhoads a Pedro Albizu Campos. Albizu, quien había asumido la presidencia del Partido Nacionalista en 1930, no escatimó esfuerzos en sacarle provecho al asunto. Lo que a todas luces parecía ser la confesión de intenciones y actos genocidas por parte de Rhoads representaba una oportunidad publicitaria única para el Partido y su


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líder. Albizu reprodujo la carta y la repartió a los medios noticiosos. También la envió a la Liga de las Naciones, a la Unión Panamericana, a la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), y hasta al Vaticano (Lederer 726).

LA INVESTIGACIÓN Con el asunto intensificándose dentro de Puerto Rico y extendiéndose más allá de los lindes insulares, el gobernador interino, James R. Beverley, se mostró “indignado” y ordenó una “inmediata y estricta” investigación del caso. Como abogado y ex-procurador general, Beverley se percató del potencial de la “carta absurda” (cit. en “Las autoridades investigan...”); para él, ésta representaba “a confession of murder” así como “libel on the Puerto Rican people”20. El 26 de enero de 1932 el gobernador nombró el comité que investigaría el caso. El comité estaba constituido por el fiscal Juan Ramón Quiñones, el doctor Eduardo Garrido Morales en su capacidad de epidemiólogo del Departamento de Salud, y el doctor Pablo Morales Otero, quien representaba a la Asociación Médica y al Tribunal Examinador Médico. Esa noche, miembros de la Asociación Médica y del Tribunal Examinador se reunieron por su cuenta, trabajando hasta la madrugada del 27 para redactar y adoptar una resolución. Ésta llegaba a cuatro conclusiones. Las primeras dos aludían a los insultos en la carta de Rhoads: la “acusación a todas luces injusta y difamante contra el pueblo puertorriqueño” y las injurias a la “dignidad, el prestigio científico y el honor profesional de la clase médica del país”. La tercera concernía los daños al “prestigio científico y moral de la Institución [sic] Rockefeller y del Hospital Presbiteriano”. La última conclusión encaraba directamente los hechos alegados en la carta, que “de ser ciertos, caerían en el campo de la responsabilidad penal y cuyo esclarecimiento compete a los tribunales de justicia”. Estas conclusiones llevaron a la Asociación Médica y al Tribunal Examinador a exigir “el correspondiente correctivo” en “desagravio al honor y al prestigio de las entidades afectadas”21 . La noticia de la investigación apareció publicada en periódicos no sólo en Puerto Rico sino también en los Estados Unidos. Esto motivó a un periodista en Nueva York a comunicarse con Rhoads para solicitar


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sus comentarios sobre los sucesos en Puerto Rico. La petición inquietó a Rhoads, quien pidió el asesoramiento del director del Instituto Rockefeller, el doctor Simon Flexner22. Flexner organizó una reunión entre Rhoads y Ivy L. Lee, perito en comunicaciones y asesor de la familia de John D. Rockefeller así como de la Fundación Rockefeller. Lee era reconocido como uno de los pioneros en el emergente campo de las relaciones públicas, habiendo creado el “parte de prensa” y popularizado el uso del mecenazgo como herramienta publicitaria. También se había distinguido en el área de minimizar daños a la reputación; su estrategia era la de anticipar problemas y neutralizar cualquier oposición u opinión negativa, proveyendo a los periódicos informes frecuentes y noticias “hechas”. Con el asesoramiento de Lee y Flexner, Rhoads envió un cable al gobernador Beverley. Éste decía lo siguiente: Times today states you have ordered inquiry into significance of document attributed to me. Regret very much that fantastic and playful composition written entirely for my diversion and intended as parody on supposed attitude of some American minds in Porto Rico should have become public document and taken literally by anyone. Of course nothing in document was ever intended to mean other than opposite of what was stated. Nevertheless if slightest seriousness is really attached to any aspect of this subject I will be glad to return to Porto Rico immediately and place myself at your disposal. (“Dr. Rhoads Reassures...”)

El gobernador Beverley se negó a comentar sobre el cable, pero lo divulgó a la prensa. El mensaje aparentemente tuvo su efecto: al mostrarse abierto a volver a la isla y posiblemente testificar, Rhoads disipó la imagen de fugitivo de la justicia y no se le invitó a deponer, por lo cual no regresó a la isla. Además, los periódicos estadounidenses en gran medida se limitaron a publicar su versión de los hechos. La investigación celebrada en Puerto Rico transcurrió entre el 27 de enero y mediados de febrero de 1932. El fiscal, el Jefe de la Detective, y los doctores Garrido Morales y Morales Otero se trasladaron al Hospital Presbiteriano para inspeccionar los expedientes clínicos e informes individuales de todos los pacientes que habían sido tratados durante la estadía de Rhoads en Puerto Rico. El fiscal tomó declaraciones


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de los doctores William Galbreath, George Payne y William Castle. Este último dirigía el proyecto con el cual estaba vinculado Rhoads, y era el único del equipo auspiciado por la Fundación Rockefeller que permanecía en la isla en ese momento, habiendo alargado su estadía a petición del fiscal Quiñones (“Las autoridades investigan...”). Castle sometió una declaración extensa con los propósitos del estudio y un resumen de las personas tratadas por la Comisión de Anemia que habían muerto durante los casi seis meses que Rhoads había estado en Puerto Rico23. A esto siguió un desfile de testigos, incluyendo al personal médico y de enfermería del Presbiteriano y de otros hospitales, y por lo menos un paciente que habló de las bondades del médico (“Patients say...”). Castle indicó que el propósito de su estudio era investigar las anemias características de la isla para ver cómo se podrían prevenir o tratar24. El experimento consistía en inyectarles con extracto de hígado o dárselo por boca. La eficacia de esta medida ya se había comprobado en otros lugares, pero los investigadores querían verificar si sería igual de eficaz entre la población puertorriqueña. El protocolo investigativo requería que los sujetos tuvieran menos de la mitad del nivel normal de hemoglobina o mostraran síntomas asociados a la condición (por ejemplo, diarreas profusas o llagas en la lengua). Los que no cumplían con este requisito o tenían otras condiciones que complicaban el cuadro clínico quedaban excluidos del estudio. No obstante, algunos pacientes con otras condiciones fueron incluidos como sujetos por equivocación. Así, el grupo experimental incluyó a dos pacientes con tuberculosis diagnosticada después de haber empezado el tratamiento, y a un paciente con un tumor del riñón cuyo cáncer fue descubierto sólo mediante autopsia (Aponte Vázquez 86). Castle y sus asociados examinaron un total de 257 pacientes durante sus pruebas. Entre éstos hubo unas 13 muertes, de las cuales cuatro fueron pacientes no vistos por Rhoads. Esta mortalidad no representaba un alza sobre la registrada durante los meses anteriores. Entre las nueve muertes de pacientes tratados por Rhoads, el desglose por causa fue el siguiente: dos murieron de abcesos en el pulmón, uno de hemorragia, uno de colitis ulcerativa, uno de leucemia, uno de fallo cardíaco y nefritis crónica, uno de anemia


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severa, uno de esprúe y uno de malaria. La causa específica había sido descubierta o confirmada mediante autopsia en ocho de las muertes. El patólogo Enrique Koppisch, de la Escuela de Medicina Tropical, había llevado a cabo cinco de las autopsias, Rhoads las tres restantes. Castle informó que él y otro personal del Hospital Presbiteriano habían estado presentes mientras Rhoads examinaba los cadáveres, y los órganos extirpados durante el proceso habían sido posteriormente examinados por Koppisch (Aponte Vázquez 90). El fiscal y los peritos médicos que integraron el comité investigativo también tomaron deposiciones del licenciado Pedro Albizu Campos y del técnico de laboratorio Luis Baldoni. Según El Mundo, Albizu estuvo conferenciando largamente con el fiscal, aunque el periódico no citó sus planteamientos (“Las autoridades investigan...”). Además, los peritos interrogaron al personal del Hospital Presbiteriano así como a los médicos puertorriqueños que habían colaborado con Castle y Rhoads en una capacidad u otra. El doctor Eduardo Garrido Morales asumió la iniciativa en el interrogatorio de los testigos. Nueve enfermeras que testificaron coincidieron en sus respuestas a las preguntas pertinentes: ninguna había visto a Rhoads examinar pacientes de cáncer; tampoco lo habían visto preparar una emulsión de tejidos cancerosos ni injertar estos tejidos. De igual manera, los médicos testificaron ignorar que Rhoads hubiese tratado a pacientes de cáncer. La excepción a esto fue el director del Hospital Presbiteriano, el doctor William Galbreath, quien testificó que Rhoads había visto a pacientes de cáncer junto a otros miembros de la facultad médica. Además, el joven investigador había obtenido una muestra del tejido de un paciente con un tumor maligno de la vesícula, y la había enviado a un colega en Nueva York para un examen patológico (Aponte Vázquez 216). Al terminar las vistas, el comité preparó un informe para el gobernador. Éste decía que todo parecía indicar que el Dr. Rhoads era un “enfermo mental o un hombre poco escrupuloso”. Pero el dictamen pronunciado por el fiscal Quiñones concluía: Que no se ha cometido delito alguno por el que pueda perseguirse al citado Dr. Cornelius P. Rhoads, que se encuentre comprendido en el código Penal de Puerto Rico:


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1ro. – Porque aceptando que la carta escrita por el Dr. Rhoads constituye en sí un libelo difamatorio contra cualquiera de las entidades que en la misma se mencionan, no aparece de la evidencia en nuestro poder que el Dr. Rhoads, a sabiendas, se desprendiese de la inmediata custodia del documento en la forma que lo exige el Art. 247 del Código Penal de Puerto Rico y la jurisprudencia que lo interpreta. 2do. – Porque no aparece evidencia de persona alguna actualmente viva que esté padeciendo de cáncer y que haya recibido tal enfermedad por actuación directa o indirecta del citado Dr. Cornelius P. Rhoads. 3ro. – Porque no habiendo encontrado prueba alguna corroborativa de las manifestaciones consignadas en la carta del Dr. Rhoads, no es posible, de acuerdo a nuestras leyes, acusarle de un delito de asesinato por sus meras manifestaciones, de acuerdo con el Art. 199 y subsiguientes del Código Penal de Puerto Rico, especialmente, como en este caso, en que se ha probado que el Dr. Rhoads no ha dado muerte ilegal a persona alguna25.

LA POSDATA INMEDIATA Si bien es cierto que el dictamen del fiscal concluyó la “historia oficial”, no es menos cierto que la investigación y sus resultados dejaron suficientes cabos sueltos para causar incomodidad en varias esferas. Al no cuestionarse las motivaciones de Rhoads, ni su deseo de jactarse de haber cometido múltiples crímenes, quedó abierta la posibilidad de que él hubiese intentado matar a varios de los pacientes con los cuales había tenido contacto. Tampoco se esclareció en qué medida los investigadores se ciñeron o desviaron del protocolo de investigación, el cual en ningún momento contemplaba experimentar con células cancerosas. Y nada en la conclusión reivindicaba la imagen de la profesión médica en Puerto Rico, blanco de las críticas acérrimas de Rhoads. El doctor George C. Payne, en un resumen a sus colegas en la Fundación Rockefeller, señaló que, aún cuando pocas “personas serias” creían que Rhoads hubiese cometido actos criminales, el incidente había tenido un fuerte impacto. Payne añadía su apreciación de la reacción al episodio: The educated classes have been more impressed with the apparent bitterness of the remarks about the people of the island and my


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impression is that they cannot understand and do not accept the explanation that it was a “joke”. They speak of Dr. Rhoads as a guest and of the statement as a betrayal of their hospitality26.

No obstante, las conclusiones del fiscal Quiñones lograron satisfacer los intereses de los tres actores principales —Rhoads, la Fundación Rockefeller, y el gobierno de Puerto Rico— y sus reacciones, cuidadosamente acopladas, nuevamente mostraron sus afinidades. Rhoads permaneció callado, dejando que su mentor Flexner sirviera de portavoz. Flexner se limitó a apoyar la explicación que Rhoads había dado en su cable al gobernador Beverley (“Medicine...”). Por su parte, la Fundación Rockefeller y su asesor en relaciones públicas Ivy Lee, nuevamente se movilizaron para exponer su versión de los hechos y recalcar que Rhoads había sido juzgado y declarado inocente. Este mensaje se reflejó en la prensa estadounidense. Según The Washington Post, el caso no se trataba de las acciones de Rhoads, sino de una conspiración nacionalista contra los Estados Unidos. El encabezado de la noticia decía que “Porto Rico ‘Plot’ Fails at Hearing; Jocular Letter of Dr. Rhoads Used by Nationalists Against US”. De acuerdo con el artículo, las acusaciones del Partido Nacionalista de que existía un plan para exterminar a los puertorriqueños habían fallado. El artículo calificaba como una broma lo que había escrito Rhoads acerca de la población puertorriqueña, pero no mencionaba las declaraciones del médico sobre sus propias acciones. El Post recalcaba que testigos habían sido pródigos en sus alabanzas del galeno, que éste había salvado la vida de “muchos puertorriqueños” y que incluso le había prestado dinero de su propio bolsillo a varios enfermos. La noticia concluía con la afirmación de que los asociados de Rhoads aseguraban que el investigador había hecho valiosas contribuciones que redundarían en el bienestar físico de la población de Puerto Rico. De igual manera, The New York Times declaraba que Rhoads había salido absuelto del “complot”, e indicaba (incorrectamente) que la carta había sido aceptada como una “parodia” (“Dr. Rhoads Cleared...”)27. Siguiendo la misma línea de argumento, pero con mayor detalle y una abundancia de adjetivos y oraciones complejas, la influyente revista Time también ensalzó la labor de Rhoads y ridiculizó la posi-


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bilidad de que la confesión epistolar hubiera reflejado sus actos (“Medicine...”)28. Aunque la revista también subrayaba el papel de los Nacionalistas en el desarrollo del caso contra Rhoads, Time delineaba el conflicto principal como un choque entre un médico dedicado y una población ignorante y malagradecida. Rhoads, aseguraba la revista, distaba mucho del prototípico investigador amargado y tenso; el joven era jovial y divertido, dedicado a sus pacientes hasta el punto de donar su propia sangre a los anémicos. La reacción al episodio era descrita como “an agitation typical of the prejudice with which the [Rockefeller] Foundation is obliged to contend in many backward countries”. Según Time, los puertorriqueños eran recalcitrantes, analfabetos, y fácilmente manipulados por políticos con sus propias agendas. El artículo terminaba encomiando los esfuerzos investigativos de Rhoads, indicando que su corta estadía en Puerto Rico prometía ser “one of the best things that ever happened to the populace there” ya que él y el doctor Castle habían logrado un remedio barato y eficaz contra la anemia perniciosa. A pesar de que el artículo favorecía en términos generales a Rhoads, la Fundación Rockefeller hizo lo imposible por evitar su publicación. Pero Henry Luce29, dueño de la revista Time, rehusó cancelar el artículo30. No obstante, varios funcionarios de la Fundación, junto a Ivy Lee, negociaron con Luce y su editor y lograron modificar parte del texto en las pruebas de galera. Así, la cita de la notoria carta excluyó los vituperios contra los italianos y los médicos, y omitió la mención de Rhoads sobre inyectar células cancerosas a los pacientes (Lederer, “Porto Ricochet...”). En Puerto Rico, el gobernador Beverley dio el asunto por terminado; sólo le quedaba informarle a la Fundación Rockefeller sobre lo acontecido, y asegurarle a la entidad filantrópica que Puerto Rico agradecía su participación y apoyo en los proyectos médicos y salubristas que ésta había patrocinado en la isla. Junto con una traducción al inglés del informe del fiscal, Beverley envió a los funcionarios de la Fundación una carta diciendo que la investigación había revelado una segunda carta en letra de Rhoads que era “even worse than the first”31. Ésta había sido suprimida por el gobierno y no había salido a la luz pública. Cuando la Fundación solicitó copia de la carta, el gobernador dijo que trataría de rastrearla pero que era


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posible que la hubiese destruido el procurador general32. Esta aseveración implicaba la destrucción de evidencia y un intento obvio por encubrir los actos de Rhoads, algo que socavaba el compromiso del gobernador de investigar el caso de manera “inmediata y estricta”. Payne, quien también había visto la segunda carta, no incluyó la aparición de ésta en una detallada cronología del caso, ni compartió la información con sus colegas de la Fundación Rockefeller hasta después de concluida la investigación. En respuesta a una pregunta sobre el contenido de la segunda misiva, Payne informó que ésta, que estaba sin firmar, no indicaba actos criminales por parte de Rhoads, pero reflejaba las mismas opiniones expresadas en su carta anterior33. Finalizado el caso, Beverley opinó que la agitación en cuanto a Rhoads se había disipado34 y el asunto había perdido toda importancia local35. Payne, sin embargo, pensaba que Rhoads había hecho mucho daño a su propia causa así como a la labor salubrista de la Fundación Rockefeller: la explicación de que la carta era un “chiste o parodia” había ofendido a muchos, incluyendo a los estadounidenses en Puerto Rico; y el artículo de Time había sido injusto y difamatorio porque los puertorriqueños nunca habían obstaculizado los trabajos de la Fundación36. Payne sospechaba que el incidente no se olvidaría por mucho tiempo37.Tanto Beverley como Payne tendrían razón.

RHOADS ASCIENDE Lejos de ver su reputación empañada, el doctor Rhoads, apadrinado por el doctor Flexner, a su regreso a Nueva York se reintegró al Instituto Rockefeller. Junto a Castle y sus demás colegas de la Comisión de Anemia, publicó varios artículos sobre los experimentos en Puerto Rico en distintas revistas médicas38. Los artículos reflejaban el éxito logrado en el tratamiento de pacientes anémicos y con esprúe mediante extracto de hígado. Tanto en el Hospital Presbiteriano como en el pueblo de Cidra, el grupo que dirigía Castle demostró que el purgar los parásitos de los pacientes con anemia no incrementaba sus niveles de hemoglobina, mientras que el consumo de hierro lograba este objetivo con rapidez, independientemente de la presencia o ausencia de parásitos. Este hallazgo importaba porque sugería


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una alternativa más rápida, barata y efectiva de tratar la anemia que el método tradicional, que utilizaba vermífugos para eliminar los parásitos39. En el Instituto Rockefeller, Rhoads se dedicó de lleno a la investigación clínica y a la hematología (Wintrobe 514). Su carrera, en palabras de Flexner, fue progresando paso a paso hasta que en 1939 recibió “a prize of the first order”: el puesto de director del Memorial Hospital en Nueva York, el mayor y más antiguo hospital privado dedicado al tratamiento del cáncer40. El hospital estaba próximo a mudarse a una instalación nueva en terrenos donados nada menos que por John D. Rockefeller, inaugurando así una nueva fase en su desarrollo (“History and Overview”). Rhoads tenía sus dudas sobre el puesto que le ofrecieron, pero Flexner se apresuró para asegurarle que contaba con las dotes para encarar las nuevas responsabilidades: conocimiento del campo, destrezas gerenciales, versatilidad científica y experiencia en una variedad de ámbitos41. Rhoads aceptó el reto, y permanecería afiliado a esa institución por el resto de su vida. Cuando Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial, en 1941, Rhoads ingresó al servicio del Cuerpo Médico del ejército con rango de coronel. Nombrado director de la División Médica del Servicio de Guerra Química, sus responsabilidades incluían determinar los efectos toxicológicos y la utilidad de gases químicos como arma bélica, precisar los métodos de detección y desarrollar medidas protectoras contra esa posible amenaza (Stock 409). Alemania se había valido del uso de gas mostaza durante la Primera Guerra Mundial, y el gobierno estadounidense tenía gran empeño en contrarrestar los efectos de éste y otros agentes químicos. Los experimentos incluían exponer a humanos, con y sin protección, así como cubrirlos con ropa impregnada de químicos para retardar la penetración de los vapores. Entre 1941 y 1945, más de 60,000 reclutas de las fuerzas armadas estadounidenses fueron expuestos al gas mostaza (azufre y mostaza de nitrógeno) y a lewisita, un agente a base de arsénico (Lederer, “The Cold War...” 513-514)42. Aunque los alemanes nunca recurrieron al uso de tales agentes durante la guerra, Estados Unidos desarrolló una serie de experimentos contra esa eventualidad. Para Rhoads el servicio militar marcó un hito en su desarrollo profesional, tanto científico como


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ejecutivo. Mucho del trabajo relacionado a la guerra química tendría ingerencia en las terapias contra el cáncer, y algunos de sus colegas durante la guerra luego formarían parte de su equipo investigativo (“Memoranda...”). Y las destrezas gerenciales que adquirió en el servicio militar eran directamente transferibles a otros escenarios43. Además de establecer las metas de la iniciativa en su totalidad y organizar las brigadas de investigadores de distintas partes del país, Rhoads aprendió lo que se puede lograr cuando los científicos colaboran hacia el logro de una misión común (“Frontal Attack”). A Rhoads lo condecoraron con la Legión de Mérito por sus servicios (Stock). Una vez concluida la guerra, Rhoads regresó a la dirección del Memorial Hospital, donde el prestigio de la institución y la reputación de su director crecieron a la par. Poco después de la guerra, Alfred P. Sloan y Charles F. Kettering, ejecutivos retirados de la corporación General Motors, acordaron unir esfuerzos para donar cuatro millones de dólares y fundar el Instituto Sloan-Kettering para la Investigación del Cáncer. El propósito del nuevo instituto era replicar en la lucha contra el cáncer los adelantos que se habían llevado a cabo en la industria automovilística en los Estados Unidos. Siguiendo el modelo industrial, los investigadores trabajarían en equipos hacia metas compartidas, libres de barreras disciplinarias (Bud 433-434). Bajo el lema de un “ataque frontal” contra el cáncer, el instituto rápidamente se convirtió en uno de los centros a la vanguardia de la investigación biomédica en los Estados Unidos (“History and Overview”). Construido junto al Memorial Hospital, el Instituto se inauguró en 1948 y Rhoads asumió el liderato de ambas organizaciones44. El Instituto Sloan-Kettering contaba con 300 empleados y un presupuesto anual de 1.6 millones de dólares; el Hospital, con 800 camas, tenía un presupuesto de 4 millones (“Memoranda...”). En 1949, cuando la revista Time le dedicó su artículo principal a los adelantos en el tratamiento del cáncer, seleccionó a Rhoads para su portada y a las instituciones bajo su dirección como ejemplos del progreso alcanzado y de los retos restantes en combatir la enfermedad45. El artículo describía al hospital como “a tower of hope” y a su director como “an outstanding symbol of medicine’s determined campaign against a disease which causes one out of every seven deaths in the U. S.” Rhoads —descrito como risueño, comprometido, franco,


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persuasivo, y compasivo— explicó que sus instituciones habían utilizado diversas estrategias (por ejemplo, cirugía, radioterapia y quimioterapia) en la batalla entre el cuerpo y las células rebeldes del cáncer. El médico decía que confiaba que algunas de estas células fueran “vulnerable gangsters” y que la alta letalidad de la enfermedad llegaría a controlarse (“Frontal Attack”). En su labor hacia esa meta, Rhoads continuó activo como investigador y hasta retomó la idea de su “chiste” en Puerto Rico: inyectar células cancerosas a pacientes. El propósito de esto era determinar los mecanismos de defensa que activaría el huésped al recibir el tejido foráneo, y ver si estos mecanismos podrían usarse en la prevención y el tratamiento del cáncer. En un experimento, Rhoads y sus asociados utilizaron voluntarios informados sobre los propósitos generales de la investigación y la naturaleza de los materiales transplantados y dispuestos a someterse a una biopsia. Los sujetos iniciales incluían dos grupos de pacientes. Un grupo consistía de pacientes en etapas avanzadas de cáncer incurable con una expectativa de vida corta. El segundo grupo de sujetos (unos 14 confinados) no tenía cáncer. Entre estos últimos, la reacción inicial al transplante fue más marcada en grado y duración. En ambos grupos se formaron nódulos en el sitio inyectado, y éstos luego se redujeron espontáneamente. Pero la regresión de los nódulos fue más rápida entre los sujetos libres de cáncer (3-4 semanas, comparado con 4-6 semanas entre los pacientes de cáncer). Los investigadores concluyeron que las diferencias podrían deberse al estado débil de los pacientes con cáncer y no al cáncer en sí (Southam, Moore y Rhoads)46. Durante la última década de su vida, Rhoads continuó fortaleciendo el hospital y el centro de investigación y docencia, y afianzando su papel como pionero en el tratamiento del cáncer. Sus esfuerzos fueron altamente reconocidos por sus pares y por una gama de entidades en el mundo de las ciencias y la filantropía. Formó parte de unas 20 sociedades médicas, publicó más de 300 artículos sobre temas relacionados a la investigación, recibió no menos de tres doctorados honoris causa, y obtuvo muchos galardones de agrupaciones profesionales así como de los gobiernos de Canadá, Inglaterra y Francia (Stock 409-411). Cuando murió de una oclusión coronaria en 1959, sus colegas lo elogiaron por su gran legado —el desarrollo


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del Memorial-Sloan-Kettering como institución de prestigio internacional— y también por sus múltiples habilidades como “inquisitive scientist, crusading educator, dynamic administrator, and […] dauntless, untiring spirit of endeavor all wrapped in the highest of motivation” (411). Los reconocimientos no terminaron con su muerte: recibió un premio póstumo atestiguando que “it is safe to say that no one has contributed so much nor in so many ways to cancer research as did Dr. Rhoads” (cit. en “Cornelius...”). Para culminar los honores, en 1979 la Asociación Americana para la Investigación del Cáncer decidió darle el nombre de Cornelius P. Rhoads a un premio otorgado a un investigador joven destacado en el campo de la oncología.

LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA47 El hecho de que Rhoads hubiera enterrado el escándalo de sus experiencias en Puerto Rico y salvaguardado su reputación en los Estados Unidos no significa que en la isla se olvidaran sus actos. Lejos de perderse en las brumas de la memoria, el “caso Rhoads” siguió vigente, precipitando eventos, explicando desarrollos históricos e inspirando una literatura variada. En 1950, cuando Rhoads se encontraba en la cumbre de su carrera y su fama, su nombre surgió de nuevo en la prensa boricua. Al ser detenido Oscar Collazo luego de su intento por asesinar al presidente Truman, el nacionalista mencionó los actos de Rhoads como uno de los incidentes que lo llevaron a actuar contra el presidente. Collazo no olvidó ni perdonó que Rhoads confesara a múltiples muertes impunemente (Hunter y Bainbridge 199). Así, el caso de Rhoads fue uno de los muchos agravios de los Estados Unidos contra Puerto Rico que Collazo enumeró cuando el juez le dio al acusado la oportunidad de expresarse ampliamente durante su juicio (294). Además de permanecer atado a este episodio, el nombre de Rhoads ha surgido como parte de diversas historias relacionadas con Puerto Rico década tras década después de 1960. Cada vez que un investigador re-descubría el caso Rhoads, éste tomaba un nuevo giro. Para los estudiosos, el suceso suscitaba una mezcla de sentimientos: asombro, curiosidad, interés, indignación, novedad. Es por lo tanto lógico que Rhoads aparezca en distintos recuentos,


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proveyendo el contexto y la explicación para una variedad de historias: un relato de la política en Puerto Rico bajo el Nuevo Trato de Roosevelt, un análisis sobre colonialismo y pobreza, la historia de las relaciones entre Puerto Rico y los Estados Unidos entre 1917 y 1933, y un recuento de las políticas demográficas y el control de la natalidad en Puerto Rico48, para mencionar sólo algunas de las publicaciones que nombran a Rhoads. Además, el médico fue el personaje central en un j’accuse escrito en 1982 y publicado en 2005, The Unsolved Case of Dr. Cornelius P. Rhoads: An Indictment, de Pedro Aponte Vázquez. Como consecuencia de esta última investigación, iniciada en 1979, en que el autor expuso la existencia de la segunda carta de Rhoads, se intentó re-abrir el caso en 1982. Pero el Secretario de Justicia declaró que todas las personas involucradas en el mismo habían muerto y que cualquier delito había prescrito. El caso no progresó (“New data...” y Stella). Con el correr del tiempo, Rhoads ha adquirido notoriedad como personaje de ficción en Puerto Rico, resucitando como blanco de parodia, motivo de una intriga, y protagonista de un drama. Por años apareció como objeto de burla y oprobio en el programa de televisión Los Rayos Gamma, en el que figuraba un médico estadounidense, el Dr. Rodas, que inventaba fórmulas químicas para exterminar a los puertorriqueños (Ortiz Santini). También pasó a inspirar la novela Shadow of Our Fathers, de Robert Friedman. En ésta, los hechos ocurridos entre 1931 y 1932 proveen el trasfondo para el desarrollo de una complicada trama y la creación de distintos personajes, incluyendo a un presunto hijo de Rhoads. Más recientemente, Rhoads aparece en una obra de teatro titulada El ángel de la muerte, crónica de un encubrimiento, de Eugenio Monclova49.

EL PASADO INTRUSO Como sugieren las obras citadas, la censura en Puerto Rico y el prestigio logrado por Cornelius P. Rhoads en los Estados Unidos siguieron rieles paralelos que no se cruzaron por más de 70 años. En Estados Unidos, la imagen y reputación póstuma de Rhoads parecían estar protegidas contra cualquier mancha. Esto cambió en 2002 cuando el doctor Edwin Vázquez, profesor de biología en el Recinto


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de Cayey de la Universidad de Puerto Rico, se topó con el caso de Rhoads mientras preparaba una ponencia. Cuando se enteró de que existía un Premio Cornelius P. Rhoads y que éste se había otorgado por más de 20 años, lanzó una vigorosa protesta contra el galardón que honraba la memoria del médico. Dirigiéndose a la directora ejecutiva y a la junta de directores de la Asociación Americana para la Investigación del Cáncer (AACR, por sus siglas en inglés) el 5 de octubre de 2002 Vázquez presentó su alegato y solicitó que se eliminara el premio. Vázquez envió copia de su carta a la Gobernadora de Puerto Rico, al secretario de Estado, al presidente de la Universidad de Puerto Rico y a colegas en la Universidad de Puerto Rico y otras universidades, lo que produjo una reacción abrumadora por parte de las autoridades y la comunidad académica en la isla50. Vázquez también involucró a los científicos que habían recibido el Premio Rhoads, y algunos de éstos se unieron a la protesta. Menos de dos semanas después de la carta inicial, el licenciado Flavio Cumpiano, hijo, también se dirigió a la junta de la AACR, diciéndole que Cornelius P. Rhoads representaba para los puertorriqueños lo que Josef Mengele significaba para los judíos y que la designación de un Premio Rhoads era “either an unfortunate oversight or an egregious insult to the more than 8 million Puerto Ricans”51. Además, el uso estratégico de la comunicación electrónica aceleró la petición, tornándola en campaña. Cuando Ferdinand Mercado, Secretario de Estado, se unió a la petición, el asunto alcanzó el nivel de masa crítica (Rosenthal; Starr). La reacción de la AACR fue inmediata. Su directora ejecutiva, Margaret Foti, afirmó estar muy asombrada y preocupada por las alegaciones contra Rhoads, recalcando que, aunque éstas eran del conocimiento de distintas instituciones en Nueva York, eran desconocidas por el personal de la AACR (Rosenthal 19-20; Starr 573). La presidenta de la agrupación, la doctora Susan B. Horwitz, sin embargo, señaló que las experiencias de Rhoads en Puerto Rico habían surgido en el pasado, pero que el asunto no había suscitado tanta controversia anteriormente (Klein). La protesta requería atenderse, y la junta de directores de la AACR suspendió el premio y nombró al doctor Jay Katz para que investigara el asunto y presentara sus recomendaciones (Rosenthal).


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Katz, siquiatra y profesor de la Escuela de Leyes de Yale, tenía credenciales impecables. Se había especializado en la intersección entre la medicina, la ética, y el derecho. Pero si bien Katz era la persona idónea para asesorar a la AACR, su encomienda tenía límites claros: su encargo no consistía en reabrir el caso Rhoads, ya que las personas involucradas habían muerto y no había nueva evidencia que ameritara un examen a fondo. Su tarea era verificar la autenticidad de la carta de 1931 y aconsejarle a la asociación si debía o no desvincular el premio del nombre de Rhoads (Packard). Katz sometió su recomendación —que la AACR no hizo pública— y el 22 de abril de 2003 la junta de directores votó unánimemente a favor de quitarle el nombre de Rhoads al premio (Mulero). La decisión fue considerada una victoria para Puerto Rico y para la ciencia, y así lo declararon Vázquez y la prensa local (Starr 574)52. Pero el malestar de más de siete décadas, y las preguntas que aún permanecen sin responder, todavía hacen del caso Rhoads uno lleno de intriga. Y, pese a las investigaciones de distintos estudiosos, el doctor Cornelius P. Rhoads continúa siendo un misterio. Entre las incongruencias que surgen alrededor de su persona están las siguientes: 1. Estuvo recluido como paciente poco después de graduarse de médico, pero esta experiencia no parece haberle inculcado empatía hacia los pacientes. 2. Reconoció que los puertorriqueños tenían una sensibilidad particular, pero no tuvo reparos en herirla. 3. Como científico, su deber era buscar e interpretar evidencia, pero no titubeó al formular aseveraciones carentes de documentación. 4. Como estudioso, se dedicó a difundir el conocimiento por medio de la palabra escrita, pero no cuidó de lo que escribió, ni se preocupó por cómo serían recibidas sus palabras. No obstante las interrogantes que el caso presenta, éste arroja luz sobre el encuentro entre política y medicina. Indudablemente, Rhoads se benefició de una confluencia de fuerzas que lo protegieron. En 1931, las autoridades en Puerto Rico cerraron fila para defender sus propios intereses y salvaguardar la reputación de las distintas enti-


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dades involucradas en la labor de investigación y salud pública: la Fundación Rockefeller, el Departamento de Salud y Hospital Presbiteriano. Y éstas contaban con un aliado en La Fortaleza, ya que el gobernador tenía interés en minimizar las críticas y neutralizar la oposición del Partido Nacionalista. No fue difícil, por lo tanto, marginalizar a Pedro Albizu Campos. Por su parte, la Asociación Médica se limitó a defender sus estrechos intereses y no ejerció un papel efectivo como grupo de presión. Además, este recuento sirve como estudio de caso de cómo Rhoads superó el escándalo para alcanzar posiciones de poder y prestigio. Apadrinado por miembros de la élite médico-filantrópica de los Estados Unidos, el médico-investigador logró despojarse del pasado y emergió triunfante en su carrera científica y administrativa. Rhoads vivió lo suficiente para disfrutar los beneficios de su reputación, y murió lo suficientemente joven para no tener que encarar las consecuencias de lo que seguramente consideraría un “error de juventud”53. Además, evitó enterarse de que algunas de las investigaciones que le valieron gran prestigio —llevadas a cabo durante la Segunda Guerra Mundial y en Sloan-Kettering— tuvieron efectos secundarios y secuelas complicadas que aún se discuten54. Pero, como señalara el doctor Jay Katz en otro contexto, “unless we come to terms with our cruel past, we cannot reach professional maturity. We must remember, since unfulfilled promises still haunt the conduct of clinical investigations, that habet mundus iste suas noctes et non paucas (this world has its nights and they are not few… )” (2)55.

NOTAS 1

Los datos biográficos de Rhoads son parte de una nota necrológica redactada por C. Chester Stock, “Obituary: Cornelius Packard Rhoads, 1898-1959”. 2 El apodo refleja un juego de palabras. Como el apellido se pronuncia igual que “roads” (carreteras o caminos), el llamarlo “dusty” lo describe como “caminos polvorientos”. 3 El novelista Sinclair Lewis, colaborando con Paul de Kruif, captó el conflicto entre ambos campos en su obra Arrowsmith, que data de 1925 y fue llevada a la pantalla en 1931. En ésta, el personaje principal abandona la práctica


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médica por considerarla sólo para “meros curanderos”. Se une entonces a los que se dedican a la ciencia, considerándolos heroicos en su empeño por descubrir nuevos conocimientos y transformar la medicina. 4 Este instituto sirvió de modelo para el centro de investigación llamado el Instituto McGurk en la novela Arrowsmith de Sinclair Lewis. 5 Así es como se describe el grupo de trabajo en los informes y la correspondencia. El grupo consistía de cuatro personas. 6 Esta enfermedad sigue siendo enigmática, ya que su causa aún se desconoce (Diccionario Mosby... 488). 7 Carta de Rhoads a Miss Van der Osten, 26 de junio de 1931 (Correspondencia de Simon Flexner: Rhoads, Cornelius P. B; F 365, Cartapacio 1, Archivos del American Philosophical Society). En las notas subsiguientes, la correspondencia del doctor Flexner se abreviará “SF” y el archivo, “APS” por sus siglas en inglés. 8 Carta de Rhoads a Miss Van der Osten, 30 de julio de 1931 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 1). 9 Aunque Rhoads no llevaba mucho tiempo en el Instituto Rockefeller, ya había publicado un artículo con Flexner. Ver el ensayo de Flexner y Rhoads, “A Method for the Determination of the Activity of Antipoliomyelitic Serum”. 10 Carta de Rhoads a Simon Flexner, sin fecha, pero c. 25 de julio de 1931 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 1). 11 Carta de Rhoads a Simon Flexner, 24 de agosto de 1931 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 1). 12 Carta de Rhoads a Simon Flexner, 19 de septiembre de 1931 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 1). 13 Carta de Rhoads a Simon Flexner, sin fecha, c. 1 de octubre de 1931 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 1). 14 La carta en su totalidad acompaña un informe cronológico de George C. Payne al Dr. H. H. Howard, 17 de febrero de 1932 (RF RG. 1.1, 243 “Anemia”, 1629 de febrero de 1932. Caja 1, Cartapacio 6, The Rockefeller Archives Center. En adelante citamos como RAC, por sus siglas en inglés). 15 La primera publicación de Rhoads la escribió con Steward, quien fue su compañero de clases en Harvard así como su compañero de trabajo en Nueva York (Stock 409). Ver Steward y Rhoads, “The Significance of Grant Cells in the Interdermal Tuberculin Reaction”. 16 Los detalles relacionados con la carta y los incidentes que ésta suscitó se basan en la cronología preparada por el Dr. George C. Payne para su jefe en la Fundación Rockefeller. Las demás fuentes confirman este recuento de los hechos (George C. Payne a Dr. H. H. Howard, 17 de febrero de 1932). 17 La disculpa de Rhoads fue resumida por Luis Baldoni en una declaración jurada ante un notario y publicada en el periódico El Imparcial el 26 de enero de 1932 e incluida por el doctor George C. Payne como anejo a la cronología del caso que le envió a H. H. Howard.


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George Payne a H. H. Howard, 17 de febrero de 1932. George Payne a H. H. Howard, 17 de febrero de 1932. El Comisionado de Salud era el doctor Antonio Fernós Isern. 20 Carta de James Beverley a F. F. Russell de la Fundación Rockefeller, 30 de enero de 1932 (Archivos de La Fortaleza, 172/orig.; cit. en Matthews 33-34). 21 La resolución en su totalidad aparece reproducida en el citado artículo de El Mundo, “Las Autoridades Investigan el Caso del Dr. Rhoads”. 22 Memorando de W. A. Sawyer a F. F. Rusell, “Regarding the letter of Dr. Rhoads published in Porto Rico”, 1 de febrero de 1932 (cit. en Aponte Vázquez 64). 23 Castle envió su testimonio a Rhoads, junto con una carta en la que le aseguraba al joven médico que “Everything will of course come out all right, and as there is nothing to conceal I am abetting the progress of the investigation in every way possible.” Castle aconsejó a Rhoads no hacer ninguna declaración sin antes consultar con los doctores Flexner o Russell, este último funcionario de la Fundación Rockefeller (Carta del Dr. William Castle a Cornelius P. Rhoads, 29 de enero de 1932, RAC; cit. en Aponte Vázquez 144). 24 La declaración del doctor William Castle aparece citada en su totalidad en Aponte Vázquez 85-91. 25 El citado documento aparece bajo: “Investigación practicada por el fiscal especial general Hon. José Ramón Quiñones en los 26 de enero a ___ [sic] de febrero del mismo año… en relación con cierta carta del Dr. Cornelius P. Rhoads” en el Archivo General de Puerto Rico, Fondo Departamento de Justicia, Serie Oficina del Procurador General, Expediente 11016, 1932. 26 Carta de George C. Payne a H. H. Howard, 17 de febrero de 1932. 27 Dr. Rhoads Cleared of Porto Rico Plot/ Letter Telling of Giving Cancer to Natives Is Declared to Have Been Parody, The New York Times, 15 de febrero de 1932: 3. 28 El artículo iba acompañado por una foto de Rhoads, con un calce que decía: “Su parodia fue tomada en serio”. 29 Luce se movía en los mismos círculos que los Rockefeller. En esa época, el complejo denominado Rockefeller Center, descrito como “el centro del centro” de la ciudad de Nueva York, estaba en construcción e incluía el edificio Time-Life, sede de las empresas capitaneadas por Luce. 30 Luce envió un telegrama a Lee, explicando que “creemos que el recuento es noticia y la posibilidad de que éste perjudique una labor importante es extremadamente remota”. Las negociaciones entre Lee y los funcionarios de la Fundación y el Instituto Rockefeller, por un lado, y Luce, por el otro, están descritas en Lederer, “Porto Ricochet...” 731-733. 31 Carta de James R. Beverley a W. A. Sawyer, 17 de febrero de 1932 (RF RG 1.1 243 Anemia, Feb. 16-29, 1932, Caja 1 Cartapacio 6). 32 Carta de James R. Beverley a W. A. Sawyer, 9 de marzo de 1932 (RF RG 1.1 243 Anemia, March 1-15, Caja 1 Cartapacio 7). Esta carta nunca apareció. 19


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33 Carta de George C. Payne a H. H. Howard, 22 de febrero de 1932 (RF RG 1.1 243 Anemia, Feb. 16-29, 1932, Caja 1 Cartapacio 6). 34 Carta de James R. Beverley a W. A. Sawyer, 17 de febrero de 1932. 35 Carta de James R. Beverley a W. A. Sawyer, 15 de marzo de 1932. 36 Carta de George C. Payne a H. H. Howard, 22 de febrero de 1932. Payne recalcaba que los puertorriqueños que habían estudiado salud pública en los Estados Unidos con becas de la Fundación Rockefeller se habían destacado tanto en “el norte” como a su regreso a la isla, y que estaban creando un Departamento de Salud que daría honra a cualquier comunidad. 37 Carta de George C. Payne a H. H. Howard, 17 de febrero de 1932. 38 Nos referimos a los ensayos colectivos “Hookworm Anemia: Etiology and Treatment with Special Reference to Iron”, “Observations on the Etiology and Treatment of Anemia Associated with Hookworm Infection in Puerto Rico” y, junto a William C. Castle y otros, “Etiology and Treatment of Sprue. Observations on Patients in Puerto Rico and Subsequent Experiments on Animals”. 39 Castle recibió la “Llave de la Ciudad San Juan” por sus contribuciones a la salud de los puertorriqueños (Jandl). 40 Carta de Simon Flexner a C. P. Rhoads, 24 de agosto de 1939 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 2). 41 Carta de Simon Flexner a C. P. Rhoads, 28 de agosto de 1939 (SF, APS, B; F 365, Cartapacio 2). 42 En 1993 la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos evaluó estos experimentos. Ésta concluyó que los científicos militares no tomaron en cuenta el acervo de conocimientos disponibles al momento de emprender sus experimentos, haciendo caso omiso de lo que se sabía sobre los efectos secundarios a largo plazo de la exposición al gas mostaza y otros agentes. Como resultado de las conclusiones de la Academia, el Departamento de Veteranos compensó a los que habían utilizado de sujetos en estos experimentos medio siglo después de su participación (Moreno 40-43). 43 Durante la guerra, Rhoads tenía a su cargo un presupuesto de un millón de dólares, cifra similar al total dedicado a la investigación oncológica en los Estados Unidos para la misma fecha (Bud 432). 44 Cada institución contaba con su propia gerencia, presupuesto y personal. El complejo no se unificó bajo una sola junta de directores hasta 1960 (“Company History”). 45 La revista explicó que, aunque había muchas otras personas e instituciones en las cuales se hubiesen podido enfocar, el Memorial Hospital proveía “a complete cross-section of modern cancer research and its director, Dr. Cornelius P. Rhoads, was a leading cancer symbol of this effort” (“Frontal Attack”). Obviamente, la revista no cotejó sus archivos para ver qué otras noticias había publicado sobre Rhoads anteriormente. De haberlo hecho, hubiera encontrado el artículo de 1932 sobre las experiencias del galeno en Puerto Rico.


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46 Debido a que este experimento dejó abierta la interrogante de si era el estado débil de los pacientes o el hecho de que tuvieran cáncer lo que demoraba su reacción inmunológica, los colegas de Rhoads continuaron ampliando los experimentos, publicando sus resultados luego de la muerte de Rhoads. Uno de los experimentos estudió el efecto del transplante de células cancerosas entre 19 pacientes terminales libres de cáncer pero con otras condiciones. El estudio concluyó que estos pacientes “rejected the homotransplants promptly, as do normal healthy controls, whereas many patients with advanced cancer have an impaired capacity to reject these cell lines” (Levin, et. al). Ya que el citado estudio utilizó pacientes terminales que no estaban en condición de dar su consentimiento informado para participar en el experimento —9 de los 19 murieron dentro de un plazo de 7 meses después de concluido el estudio—, y que los sujetos no tenían conocimiento de la naturaleza del transplante ni del hecho de que el procedimiento era experimental y no parte de su tratamiento, este experimento suscitó severas críticas y resultó en un caso legal en el cual el Procurador General del Estado de Nueva York solicitó la revocación de las licencias de los médicos participantes. Luego de que se celebraran vistas, la junta examinadora de médicos acordó poner a los investigadores en probatoria. Según un relato del caso, “By 1964, an enormous controversy had erupted, and the hospital’s staff was being compared to Nazi physicians who had performed brutal experiments in concentration camps” (Lerner). Este caso aparece en varios textos como ejemplo de las violaciones éticas que se han dado en la medicina experimental. Ver, por ejemplo, Jay Katz, Experimentation with Human Beings: The Authority of the Investigator, Subject, Professsions and State in the Human Experimentation Process. Cabe notar, sin embargo, que ni el escándalo ni las amonestaciones que recibieron los investigadores les afectó a largo plazo. Chester M. Southam, co-autor de Rhoads, fue electo presidente de la Asociación Americana para la Investigación del Cáncer en 1968, apenas cuatro años después de la investigación y el caso legal. 47 Éste es el título del conocido óleo del pintor Salvador Dalí. Muestra relojes blandos, casi derretidos, contra un paisaje inhóspito. Data de 1931, por lo cual coincide con la estadía de Rhoads en Puerto Rico. 48 Nos referimos, respectivamente, a los siguientes estudios: Thomas Matthews, Puerto Rican Politics and the New Deal (33-34); Miguel Riestra, Colonialismo y pobreza: ¿Reforma o revolución? (153-154); Truman R. Clark, Puerto Rico and the United States, 1917-1933 (152-154); y Annette B. Ramírez de Arellano y Conrad Seipp, Colonialism, Catholicism and Contraception (26-27). 49 La obra aparece reseñada por Carlos Alberty Fragoso en el periódico Diálogo. 50 La carta original y sus destinatarios aparecen mencionados en una carta subsiguiente del doctor Edwin Vázquez a la doctora Margaret Foti, directora ejecutiva de la AACR, 26 de noviembre de 2002. 51 Cumpiano dirigía la Administración de Asuntos Federales en Washington, DC, pero envió su carta en su capacidad personal (conversación telefóni-


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ca, 5 de agosto de 2009). La carta del licenciado Flavio Cumpiano aparece citada en la red electrónica. 52 Pero no todo el mundo estuvo de acuerdo con la opinión de Katz ni con el voto de los directores del AACR; para una opinión disidente, véase Leonid V. Azaroff, “Politically Correct or a Bad Decision?”. 53 Hoy día, los métodos de comunicación electrónica han hecho imposible borrar el pasado. Gran parte de la historia de Rhoads está disponible, al alcance de un ‘clic’. 54 Ver notas 42 y 46, supra. 55 Agradezco la ayuda de las siguientes personas que contribuyeron a rastrear varias de las fuentes citadas: Ava Alkon, Michele Hiltzik, Servando Ortoll, Kate Resnevic y José G. Rigau. Servando Ortoll y Max Ramírez de Arellano revisaron y comentaron una versión preliminar del artículo.


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n 1900 los norteamericanos organizaron un nuevo sistema escolar que incluía la Historia en el currículo. La Escuela Normal, fundada ese mismo año en Fajardo, estableció en su currículo una secuencia de dos años de Estudios Cívicos, en los que incluyó la Historia de Puerto Rico. Un año más tarde, al comenzar a funcionar la primera Escuela Superior, el curso de Historia de Puerto Rico formó parte de su plan de estudios. Justo en esos momentos iniciales del siglo XX aparecen dos Historias Generales, una en inglés y la otra en español. R. A. Van Middledyk publicó, por recomendación del Comisionado de Instrucción, el Dr. Martin G. Brumbaugh, su History of Puerto Rico from the Discovery to the American Occupation (1903) obra que tuvo siete años más tarde una segunda edición. Dicha obra, orientada hacia los lectores norteamericanos, no tuvo mucha trascendencia en Puerto Rico. Un año más tarde se publica, por la misma casa editora D. Appleton and Company, la Historia de Puerto Rico escrita por Salvador Brau. Esta obra tenía como objetivo el proveer un texto para las escuelas puertorriqueñas. La influencia que Brau ejerció sobre las generaciones posteriores fue considerable. La Historia de Brau ha seguido siendo, hasta el presente, en muchos aspectos, “la Historia de Puerto Rico”. Tanto la una como la otra apenas trajeron nuestro acontecer histórico hasta el cambio de soberanía. En 1922 aparece la primera edición de la Historia de Puerto Rico de Paul G. Miller, quien ocupó la posición de Comisionado de Instrucción Pública de 1915 a 1921. Desde el momento de su publicación, 75


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hasta finales de la década del cincuenta, dicha obra se utilizó como texto en los cursos de Historia de Puerto Rico en la Escuela Superior. Fue ése el texto en que mi generación y generaciones anteriores y posteriores a la mía aprendimos nuestra historia. La obra pasó por tres ediciones: una segunda en 1939 y la tercera y última en 1946. ¿Por qué acomete Miller, un norteamericano, el proyecto de escribir una historia de Puerto Rico? Dos son las posibles contestaciones a esa pregunta; la primera nos la da la Dedicatoria, y la segunda, la de mayor peso, la encontramos en el Proemio que antecede al texto. Miller dedica su obra a sus tres hijos, Virgilio, Horacio y Edith — todos nacidos en Puerto Rico— y a los niños de la Isla “para que conozcan la historia de su amada tierra borinqueña”. Mas también le interesa que conozcan la historia de Estados Unidos, “al amparo de cuya gloriosa bandera labran su porvenir”. Es, sin duda, este último aspecto el que explica gran parte del rechazo y la controversia que esta obra suscitó a través de los años. Mas la razón más importante para emprender el proyecto nos la ofrece en los primeros párrafos del Proemio que acompaña la edición de 1922, así como las otras dos ediciones. La Asociación de Maestros ofreció, por dos años consecutivos, un premio para el mejor manuscrito de la historia de Puerto Rico. En ambas ocasiones el concurso quedó desierto, ya que “no concurrió nadie”. Es en vista de esa circunstancia que Miller hace unos primeros esfuerzos, preparando algunos capítulos “acerca de determinadas épocas reconociendo, desde luego, lo difícil de la tarea”. Alentado por la reacción positiva de algunos amigos a ese primer intento, decidió acometer la empresa. Un amigo le preguntó que cuándo había hallado tiempo para escribir el libro, y Miller le contestó que “gran parte de él se ha hecho de las diez de la noche hasta las dos de la mañana cuando otros deberes y asuntos me dejaban en completa libertad”. El autor está plenamente consciente de que el libro no está exento de deficiencias que, con el tiempo, “señalarán mis buenos amigos los críticos”. No obstante está convencido de que la obra llena una necesidad. La parte principal del Proemio va dirigida a los maestros que han de utilizar la Historia como texto. Contienen esas páginas anotacio-


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nes en torno a los criterios de selección del material, una orientación en cuanto a fechas claves, personas, posibles temas para desarrollar estudios comparativos, indicaciones a los maestros sobre cómo utilizar el libro, y bibliografía. En el apartado de los reconocimientos cabe destacar la mención a la señorita Beatriz Lasalle, quien ha leído los capítulos desde el punto de vista pedagógico, y al Dr. Cayetano Coll y Toste, Historiador Oficial de Puerto Rico, con quien ha consultado frecuentemente en cuanto a los hechos históricos, dando lectura a cada uno de los veintiséis capítulos que integran el libro “a la luz de la crítica histórica y con toda la autoridad que le confiere su calidad de Historiador Oficial y sus profundos conocimientos en la materia”. Para Antonio Rivera y Arturo Morales Carrión, en su ensayo La enseñanza de la Historia de Puerto Rico (1953), el libro de Miller reúne condiciones pedagógicas más aceptables que las de Brau y abarca hasta 1922, mas “para muchos puertorriqueños resultaba de mal gusto recurrir a una obra que estiman de enfoque imperialista”. En cambio, Josefina Rivera de Álvarez señala que el texto pone al día la magnífica realización anterior de Brau y es “la única obra de conjunto que se ejecuta para entonces sobre nuestro desenvolvimiento de pueblo a través de los siglos”; su mayor reparo es que fuese obra de un norteamericano. Como se desprende de lo anterior, las opiniones en torno a la historia de Miller son contrastantes. Lo que resulta innegable es que, por cerca de tres décadas, fue la única historia de Puerto Rico disponible, llenando así un vacío. No será hasta los inicios de los años setenta que habrá una verdadera explosión de Historias Generales producidas por muchos de nuestros mejores historiadores contemporáneos, y que brindan a los estudiantes del presente una rica variedad de enfoques temáticos e interpretativos.


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Hart Crane en Isla de Pinos


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POETA EN NUEVA GERONA: LA CUBA DE HART CRANE ERIK CAMAYD-FREIXAS

Su vasto vientre y ondulado a la luna inclina. Adagios de islas, ¡oh, Pródigo mío!, Oscuras confesiones sus venas intiman. Oh, juglares galeones de Caribe brío, No nos leguéis a mundana costa alguna Mientras que en la vorágine de nuestra tumba No se devuelva, amplia, entre espumas, La mirada de la foca al paraíso1.

¿

Quién duda que Hart Crane no fuese poeta caribeño? De nacer, nació en Ohio, el mismo día que Ernest Hemingway (21 de julio de 1899). Se estableció en Nueva York en 1918. Pero se ahogó en el Caribe (27 de abril de 1932). Tras zarpar de Veracruz rumbo a Manhattan y hacer escala en La Habana, nuestro poeta saltó ebrio por la borda del vapor Orizaba, veinte leguas al noreste de Cayo Hueso. El enigma de su muerte no son las circunstancias mundanas del suicidio2, sino su dimensión simbólica. Nacemos donde nos toca, pero Crane tuvo la audacia de definirse, de escoger el lugar de su muerte. O acaso el lugar lo escogió a él, pues fue allí, en el Caribe: Nueva Gerona, Isla de Pinos, Cuba, 1926, que plasmó la obra maestra que al cabo lo justificaba, The Bridge [El puente] (1930). De tal modo, se cimenta en Cuba uno de los tres pilares poéticos del modernismo anglosajón, junto con La tierra baldía (1922) de T.S. Eliot y los Cantos (1922-1962) de Ezra Pound. Es al mismo tiempo un poema nacional —“síntesis mística de América”, insistía Crane—, 79


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cuyo precursor y único paralelo en las letras estadounidenses es Hojas de hierba (1855) de Walt Whitman. Resulta empero a primera vista el Caribe, la rupestre Isla de Pinos, escenario antitético a lo que comienza por ser una oda pindárica al Puente de Brooklyn. Tal cúmulo de incongruencias y afinidades termina por imponerle a este estudio tres preguntas que no podrían abordarse por separado: la influencia de Cuba en Hart Crane y de Hart Crane en Cuba, y por último, puesto que se trata de un viaje emblemático entre todos los viajes de “los americanos” al Caribe, la constitución del escenario cubano como encrucijada literaria y cultural, como puerto de confluencias por donde pasan coetáneos viajeros como Hemingway, Lorca, Gershwin, Walker Evans, y tantos otros; en definitiva, lo que podría llamarse la Cuba de Hart Crane. Llegó el poeta a Nueva Gerona, Isla de Pinos, en mayo de 1926, y permaneció hasta que el ciclón de octubre hizo inhabitable la casona de su abuela en la isla. Resulta que sí, que la abuela materna de Hart Crane tenía desde principios de siglo una hacienda de árboles frutales en Isla de Pinos, coincidencia nada inusual puesto que la adquisición de tierras y propiedades por parte de los “americanos” en Cuba, luego de la “victoria” de 1898, vino a consolidar para el resto del siglo los crecientes contactos cubanoamericanos, que irían desde la política hasta la arquitectura y el jazz3. El padre de Crane, por su parte, nos legó a los caribeños un dulce favorito, los Salvavidas, elaborados sin duda con azúcar cubana. Así es: Clarence A. Crane fue el inventor de los Life Savers y, aunque vendió la patente antes de tiempo, hizo fortuna como fabricante de dulces en Cleveland. Pero el hijo detestaba la pedestre vida mercantil, al punto de abochornarse de la profesión de su padre. Luego, la inestabilidad emocional de la madre y las constantes peleas matrimoniales que culminaron en divorcio llevaron a Harold Hart Crane a abandonar los estudios en 1918 y largarse a Nueva York, donde se dedicó a la bebida y a la mala vida en tugurios de marinos y en abierta promiscuidad homosexual, a la vez que desarrollaba una intensa labor intelectual, reseñando figuras del momento como Gertrude Stein, Eugene O’Neill, Georgia O’Keefe y el fotógrafo Walker Evans, con quien trabó estrecha amistad. De modo que este último verano en Isla de Pinos, aparte de un encuentro con todo el entorno caribeño, constituyó un regreso sen-


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timental y profundamente personal a las conflictivas memorias familiares de su adolescencia. No visitaba la isla desde 1915, cuando en la misma hacienda familiar, y siguiendo la tendencia depresiva de su madre, ensayó por primera vez el suicidio. La vida de Hart Crane en Cuba se desarrolló esta vez, sin embargo, con relativo solaz e intensa fecundidad. La distancia del nuevo entorno y su retorno a los viejos tiempos de conflictiva juventud propiciaron, en su temperamento netamente romántico, un estado de alta sensibilidad, claridad de visión y expresividad emocional, que no sólo dio paso a algunos de sus mejores versos y a los trazos definitivos de su obra maestra, sino también a la formulación de una poética cifrada en su teoría de “la lógica de la metáfora”; donde la “dinámica emocional” del poema dicta una lógica alterna para los lances connotativos de las palabras, que es independiente de su sentido literal, y ajena a la lógica convencional. Así, dentro del contexto literal del poema, puede resultar ilógico el vehículo de la metáfora y, en cambio, perfectamente lógico su tenor figurativo, como en aquella incongruente imagen del Caribe: “La mirada de la foca al paraíso”. Transcurrió pues su interludio isleño entre botellas de whiskey y de ron, breves incursiones a La Habana para comprar el último New Yorker, aventuras sexuales con marinos y pescadores y etílicas siestas de hamaca al ronco sonsonete del fonógrafo, una vez terminado el disco de Ravel —la Habanera para piano a cuatro manos escrita en 1895 e incorporada luego como tercer movimiento a la Rapsodie espagnole (1907). Téngase presente que todo esto fue anterior al estreno de Boléro (1928) y a las vacaciones habaneras de George Gershwin en 1932, que dieron ocasión a su “descubrimiento” del son de altura del negro Ignacio Piñero y su Septeto Nacional, cuando aquel pegajoso hit, “Échale salsita”, daba calzo a la Cuban Overture del compositor de Brooklyn, hijo de un inmigrante judío de San Petersburgo. Aparte de las connotaciones personales y de época, el viaje de Crane a la isla tuvo un carácter marcadamente emblemático. La correspondencia que mantuvo el poeta desde Isla de Pinos así lo atestigua. Ya ha dicho Harold Bloom, en un ensayo magistral sobre Hart Crane, su poeta favorito, que para entender su críptica poesía es preciso acompañar su lectura, cronológicamente, con la de su epistolario. Y el principal destinatario de Crane en esos años fue el


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novelista, historiador y crítico Waldo Frank (1889-1967). De hecho, los biógrafos del poeta concuerdan en que Frank fue singularmente la mayor influencia intelectual recibida por Crane, cuya correspondencia con aquél llena todo un volumen4. Dicha influencia prima sobre todo en la concepción y en la idea misma de emprender la más ambiciosa de las obras del poeta, El puente. Lo emblemático del viaje de Crane y de su extenso poema se comienza a vislumbrar apenas se advierte que en ese mismo momento Waldo Frank trabajaba también en un ambicioso ensayo: Redescubrimiento de América (1929). Ahí el sentido whitmaniano (y quijotesco) de la atrevida empresa de Hart Crane. Waldo Frank se había iniciado en el americanismo con su primer libro de ensayos, Nuestra América (1919), el cual presenta obvias influencias de José Martí y, sobre todo, de José Enrique Rodó (Ariel, 1900). El joven Frank era de hecho un “arielista” que detestaba el materialismo sajón, en favor de la “espiritualidad” hispánica. Esas ideas fomentan una nueva trilogía ensayística que se inicia con España virgen (1926). Así, en carta del 20 de marzo de 1926, le escribe Crane a Frank que ha hecho una primera lectura del libro, y que su último capítulo, “El Puerto de Colón” (diálogo arielista entre Cervantes y el Almirante), “es de veras una especie de preludio a mis intenciones para El puente” (Cook 110-111). Para más señas de lo que significó el viaje a Isla de Pinos que realizaron juntos un mes y medio después, Crane se firma en esa misma carta “Don Cristóbal” (siendo Colón uno de los “viajeros” o máscaras autorales de su épico poema), mientras que a Frank lo llamaba “Luis de Santángel”, destinatario y editor en 1493 de la primera carta de Colón (asimismo Frank llevaba meses gestionando la publicación del primer poemario de Crane, White Buildings, que sólo vería la luz a finales de 1926). Crane comienza su carta con un anticipo de versos, que son en verdad una invitación: “Venid a mi lado, Luis de St. Ángel, ahora— / Sed testigo, antes que las mareas puedan arrebatármela, / De la palabra que traigo […] ¡Aquí os traigo a Catay!” El 1º de mayo de 1926, en el mismo vapor Orizaba, Frank acompañó a Crane en su viaje a Cuba y permaneció en Isla de Pinos hasta el 18 de mayo. Crane se quedó hasta fines de octubre. En ese momento se hallaba Frank verdaderamente obsesionado con Oswald Spengler y su filosofía de la historia, de modo que le dejó a Crane un ejemplar


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de La decadencia de Occidente (1918 y 1922), y verificó su lectura en la correspondencia de los próximos meses. Frank había comenzado a publicar por entregas los ensayos del segundo volumen de su trilogía, Redescubrimiento de América (1929). A su anterior arielismo, se sumaba ahora la tesis tributaria de Spengler sobre la muerte de la vieja y anquilosada cultura europea, lo que para Frank significaba el renacer de la cultura novomundista: “Y el viejo Mediterráneo muere. Su muerte fluye en el Atlántico: la nueva búsqueda del hombre, el nuevo mundo sin límites. Allende el Océano simbólico habrá de encontrarse una tierra nueva, mal denominada al principio, mal interpretada, aun no revelada: América” (Redescubrimiento... 30-31). Crane hallará en Isla de Pinos el título para el cántico final de su poema: “Atlántida”. Abocadas no sólo a la América del Norte, las elucubraciones de Waldo Frank, conocido estudioso de la literatura hispánica, sedujeron a toda una generación de latinoamericanos. Ya en 1927, Mariátegui había publicado en traducción, en la revista Amauta, una serie de entregas del venidero Redescubrimiento de América, de modo que durante su amplia gira latinoamericana de 1929, con motivo del lanzamiento de su libro, Waldo Frank es recibido como una especie de profeta del panamericanismo, fama que consolidó con el volumen final de su trilogía, América Hispana (1931). Puede decirse, sin temor a exagerar, que partiendo de Ortega y Gasset y su Revista de Occidente (que publica La decadencia de Spengler en castellano en 1923), Waldo Frank fue quien más propagó en Latinoamérica el mito de la moribunda Europa y la joven y pujante cultura americana. En Cuba, uno de los deslumbrados fue el joven Alejo Carpentier, entonces colaborador de la Revista de Avance, la cual le dedicó por entero a Waldo Frank un número especial (No. 42, enero 1930). La recepción de Spengler por parte de Crane desde Isla de Pinos fue, sin embargo, algo tibia al principio: “A veces parece demostrable que Spengler tiene toda la razón… P.D.: Dime adónde te mando a Spengler” (19 de junio); “Este hombre es ciertamente falible de muchas maneras, pero varios de sus argumentos convencen” (20 de junio); “Te mandé a Spengler por correo certificado hace dos semanas” (24 de julio). Pero Crane se percata de que su amigo está buscando validar sus propias ideas, y se cuida de no defraudarlo: “Sí, me leí por


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entero el libro de Spengler. Estupendo, después de todo, para madurar ciertos aspectos del Puente… Contribuyó de extraña y simbólica forma a la actual celeridad de mi trabajo… A manejar las bellas madejas de este mito de América” (19 de agosto). En el fondo, Crane se resiste a adoptar un fundamento demasiado filosófico y racional para su obra poética, y se identifica más con el primer Waldo Frank, estudioso de Nietzsche, del misticismo y las religiones orientales, y del trascendentalismo de Emerson, Thoreau y Whitman. Puede decirse en verdad que Crane ejerce una influencia recíproca en Frank, y lo mantiene fiel a su sensibilidad mística. Fue Crane, después de todo, quien inició a Frank en las ideas de P. D. Uspensky, filósofo ruso adepto del misticismo y del cristianismo esotérico de Gurdjieff. Si Spengler consideraba irreversible la decadencia de Occidente, Uspensky y Gurdjieff planteaban desde el Oriente la posibilidad, y la necesidad, de la regeneración espiritual. Se trataba de teorías complementarias. Así, Crane, Frank y otro amigo neoyorkino, el crítico literario Gorham Munson, se impusieron la tarea de explorar una interpretación mística de la historia de América, como espacio visionario privilegiado para el renacimiento espiritual y cultural, que le era negado ya al Viejo Mundo. Ésa es la dirección definitiva que adquiere El puente de Crane. Uspensky apelaba a la geometría no euclideana para postular una cuarta dimensión de la existencia, análoga a la Cuarta Vía de Gurdjieff, donde el artista, por virtud de su elevada sensibilidad emocional, accede a un estadio superior de conciencia en el que se hace posible la regeneración espiritual, mediante la síntesis mística de elementos en discordia, hermanados ahora por la “lógica del éxtasis” que asiste al proceso creativo. Aparte de las semejanzas con los conceptos tradicionales de la inspiración poética, la “divina locura” de Platón, lo “sublime” de Longino, el “frenesí dionisíaco” de Nietzsche, y la predilección de Crane por los poetas místicos y visionarios desde San Juan de la Cruz hasta William Blake, hay dos novedades en los postulados de Uspensky que nos dan una clave del arcano principio de composición de El puente. Se trata, en primer lugar, de la voluntad poética de trascender las tres dimensiones habituales de la experiencia del tiempo y del espacio, para pasearse a sus anchas por diversos lugares y épocas a lo


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largo de una dimensión metafórica. En la estética vanguardista este mismo principio se manifiesta comúnmente en una radical fragmentación de temas, formas y objetos, pero en Hart Crane lo que impera es una voluntad de síntesis, cifrada precisamente en la metáfora del Puente. Crane le escribe a Frank desde la isla el 20 de junio: La idea misma de un puente es una forma que depende peculiarmente de tales convicciones espirituales. Es un acto de fe además de un acto de comunicación. Los símbolos de la realidad necesarios para articular el tramo, puede que no existan en donde uno se lo espera. No importa cuán grande sea para mí su significación subjetiva, tales formas, materiales y dinámicas no existen en el mundo. Podré engañarme todo cuanto quiera, que no estaré sino evitando reconocer que juego a Don Quijote de una manera inmoralmente consciente. (Cook 122)

En segundo término, ese sano escepticismo del poeta demuestra cómo el principio organizador de la síntesis, que Uspensky atribuye a una “lógica del éxtasis”, deviene para Crane un concepto retórico: “la lógica de la metáfora”. Es innegable que la desarticulación figurativa de las tres dimensiones habituales del tiempo y del espacio era para Crane un acto imaginativo intensificado por el alcohol. Pero la recomposición de las imágenes en una síntesis poemática, que obedece a la articulación emocional de una lógica de la metáfora, es un procedimiento de corte más bien simbolista que místico, comparable a “la alquimia del verbo” de su admirado Rimbaud, a quien Crane llama, en la misma carta antes citada, “el último gran poeta de nuestra civilización”. El eminente crítico Harold Bloom consideró el concepto hartiano de la lógica de la metáfora lo suficientemente riguroso como para aplicarlo seriamente al estudio de la poesía de Crane, Eliot y otros contemporáneos. En términos de la posible influencia de Crane en Cuba, valdría la pena ensayar en otra ocasión un estudio detenido sobre la afinidad de ese método sintético con el de los “fragmentos a su imán” de José Lezama Lima. La composición de El puente procede así por secciones escritas en distintos momentos, entre 1923 y 1927, y corregidas más tarde. Es un conjunto de 15 poemas repartidos entre un proemio y ocho secciones, de las cuales la II consta de cinco canciones y la V de tres. La disposición cronológica no corresponde para nada al momento de


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su composición, sino que obedece a una secuencia temática y conceptual, más metafórica y sentimental que metonímica. Así, por más que el poeta se instalara a partir de 1924 en la mismísima habitación del 110 Columbia Highland, desde donde el ingeniero paralítico Washington Roebling, que diseñó el Puente de Brooklyn, supervisara con un catalejo la magna obra hasta su inauguración en 1883, no fue sino a la distancia mítica de Isla de Pinos, que el Puente adquirió su dimensión metafórica y que el poeta, no sólo escribió sus mejores versos, sino que le dio forma a la composición total. Su poema inicial, “Proemio al Puente de Brooklyn”, escrito en julio de 1926 desde Isla de Pinos, establece la figura del puente como ícono y, a la vez, metáfora de los vasos comunicantes de la poesía: Y Tú, sobre la bahía, argentado el paso Como si el sol copiara tu cadencia, mas dejara Algún tramo sin andar en tus zancadas Quedando tu libertad sin condiciones intocada. […] Wall abajo, de viga a calle el mediodía chorrea, Serrucho del celeste acetileno; Toda la tarde enarboladas entre nubes giran grúas… Tus cables norteños alambiques del Atlántico respiran. […] Oh, arpa y altar, fundido por la furia, (¡Qué no simple faena pudo enfilar el coro de tus cuerdas!) Umbral tremendo a la prenda del profeta, Rezo del paria, y del amor lamento, […] Oh, Insomne como el río que te subyace, Bóveda del mar, del césped soñador de las praderas, Hasta nuestra bajeza inclinaos un día, descended Y de vuestra corvadura hacedle a Dios un mito5.

La sección I, “Ave María”, de enero de 1926, abre con un epígrafe de Séneca sobre la última Thule. Una glosa al margen reza: “Colón, a solas, mira hacia España, e invoca la presencia de dos fieles partidarios de su empresa…” Se trata del emblemático viaje de Redescubrimiento que presagiara Waldo Frank: “Acompañadme, Luis Santángel, ahora / Antes contemplad, que las mareas arrebaten / La palabra que aquí traigo […] ¡Aquí os traigo Catay!”6. El puente es


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ahora nave que cruza el mar y el tiempo: “entre dos mundos, otro, rudo, / Este tercero, de agua, pone a prueba la palabra […] y cercena del corazón la sombra el sueño / Como si la cimitarra del Moro blandida / Hallara más que carne que auscultar en su caída”. La sección II, “La hija de los powhatan” (Pocahontas), consta de cinco canciones de desigual valor: “El alba en la bahía” (fines de 1926), “Van Winkle” (febrero 1923), “El río” (junio-agosto 1926), “La danza” (julio-agosto 1926) e “Indiana” (septiembre 1927). La referencia del título de esta segunda sección, a Pocahontas, establece de inmediato un vínculo entre el Descubrimiento y uno de los mitos fundadores de la nación norteamericana. Pocahontas es la madre simbólica del primer mestizo norteño. Salva a John Smith, quien contará su historia. Pero es de su matrimonio con el viudo inglés John Rolfe, que nace en 1615 el mestizo Thomas Rolfe, cuya larga prole se extiende hasta la actualidad, de modo que muchas de las primeras familias de Virginia provienen del linaje powhatan. Sorprende entonces que la primera canción, “El alba en la bahía”, evoque el puerto moderno de Manhattan, con sus camiones y estibadores ebrios en la neblina del invierno; y no tenga nada que ver con Pocahontas ni su tiempo. La glosa al margen derecho de la página, sin embargo, reza: “400 años y más… ¿o es desde el mudo litoral del sueño que el tiempo te reclama al recuerdo de tu amor, ahí en la despierta ilusión de fundir tu semilla —con quién? ¿Qué mujer nos acompaña al alba? ¿De quién es la carne que han hollado nuestros pies?”7 La segunda canción evoca el cuento “Rip Van Winkle” (1819) de Washington Irving, sobre un perezoso hijo de colonos holandeses que, por huir de su malhumorada mujer, se interna en las Montañas Catskill de Nueva York, donde se encuentra con fantasmas de la tripulación de Henry Hudson, que lo emborrachan. Dormido bajo un árbol, cuando despierta y regresa al pueblo, todos envidian su suerte: han pasado veinte años, la arpía de su mujer ha muerto, y él se ha ahorrado todas las penurias de la Guerra de Independencia de 1776. Todo ello es parte de una evocación de lecturas escolares: “Tiempo antes, cuando corrías a la escuela, / —¡A la misma hora, bien si en día posterior— / Caminabas con Pizarro en una antología, / Y Cortés venía a caballo, asido de la rienda— / Firmemente como el café se aferra al paladar, — y lejos!”8 La canción, como un espejo, abre y cierra con una rima que


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alude a otro puente icónico: el Golden Gate de San Francisco, lo que enmarca su intención continental. Las dos siguientes canciones de esta sección, escritas ambas en Isla de Pinos, son realmente magistrales. “El río” comienza así: “Ponle tu patente a una pancarta hermano —por doquier— al oeste vamos”. Éste es el poema que leyeron juntos los rebeldes Allen Ginsberg y Jack Kerouac, y que abrió camino a la Generación Beat. Resuenan en voz de Crane los anuncios, el tranvía, los telégrafos… “la radio ruge en todos los hogares”: “CIENCIA—COMERCIO y ESPÍRITUSANTO”. “Sobre los huesos de De Soto”, carreteras, ferrovías, torres y alambrados, avatares todos del Puente, recorren montañas y praderas, de ambos flancos de un Mississippi en “marcha aluvial” hacia el Golfo. “Así que el Siglo XX…pasó rugiendo y dejó / a tres hombres, todavía hambrientos sobre la vía […] Memphis Johnny, Steamboat Bill, Missouri Joe”9. En súbito contraste con toda esa modernidad desenfrenada, sigue “La danza”, poderosa composición de savias tribales que es por fin un cántico ritual a Pocahontas: La veloz piel encarnada, un rey de invierno— ¿Quién escoltó a la mujer glacial cielos abajo? Recorrió los cañones relinchantes la primavera toda; Brotó brazos; y se alzó con el maíz —para morir. […] Era una cama de hojas, y aquel juego roto; Un velo llevabas, Pocahontas, novia— Oh Princesa de la falda bruna que era el virgen mayo; Y nupciales flancos el moreno orgullo guardaban tus ojos. […] Danzamos, Oh Valerosa, danzamos más allá de los cultivos, En desiertos de cobalto nuestras promesas sellamos… Es ahora la fuerte plegaria que se pliega en vuestros brazos, El águila y la sierpe en los ramajes10.

Compuesta un año después, “Indiana”, la última canción de esta sección, denota cierto agotamiento. Aun así, redondea la síntesis whitmaniana de Estados Unidos continental. Hay además, en El puente, una unidad de propósito y una concepción orgánica, es decir, un carácter de libro, que no hay en Hojas de hierba, la excelente colección de poemas que Whitman amplió y enmendó durante más de tres


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décadas hasta su muerte. No habrá en realidad un proyecto de libro y de envergadura temática semejante al de Crane hasta el Canto General (1950) de Neruda, cuya tendencia enciclopédica contrasta, sin embargo, con el intento de síntesis que nos propone el poeta del Brooklyn. La sección III, “Cutty Sark” (julio 1926), dedicada a Melville, narra el coloquio del poeta con un marinero en un bar de South Street, junto al Puente. Un piano tragamonedas entona una canción desconocida, “Las noches de Estambul”, cuya letra se intercala en el poema. “¡No puedo vivir en tierra!” —declara el marino al fin—, y luego narra sus andanzas por el Canal de Panamá, Yucatán y otras costas, todo esto desde Manhattan. Es decir: describe la familiar ruta del vapor Orizaba. Finalmente el poeta camina a casa cruzando el puente hacia Brooklyn, y en el trayecto rememora al Cutty Sark y a otros barcos de la época. La sección IV, “Cabo Hatteras” (marzo 1926), se desarrolla como un coloquio con Walt Whitman, cuyo epígrafe —“Los mares todos ya cruzados, campeados los cabos, concluso el viaje…”— fija la tónica del regreso a la tierra. La sección V, titulada “Tres canciones” y dedicada a Marlowe, contiene tres breves composiciones que celebran el cuerpo: “Cruz del Sur”, “Jardín Nacional de Invierno” y “Virginia”, todas del verano de 1926. Breves también son las restantes secciones. La VI, “Quaker Hill”, trata de la vida provinciana moderna en la Meseta Cuáquera, uno de los primeros asentamientos coloniales al norte de Nueva York: “Ésta era la Tierra Prometida” —dice el poeta con ironía— “y aún lo es / Para el persuasivo corredor de fincas suburbanas”. Mientras tanto, un epígrafe de Isadora Duncan reza: “Sólo veo lo ideal. Pero nunca ningún ideal ha triunfado plenamente en esta tierra”. Las últimas dos secciones de El puente, VII “El túnel” (primera mitad de 1926) y VIII “Atlántida” (febrero 1923), establecen un certero y deliberado movimiento hacia el desenlace, cerrando la “síntesis mística de América” con una clara estructura de trayectoria épica. “El túnel” comienza como un paseo de flâneur al estilo de Baudelaire, desde Times Square hasta Columbus Circle, en el que por momentos se suprime la potente voz del yo poético, característica de Whitman, para dar lugar a que un sinnúmero de voces de otros transeúntes se intercale en el poema y le aporten al lector una experiencia refractaria de la vida urbana como mosaico o caleidoscopio. Este principio


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de composición polifónica, que se halla en muchas de las secciones de El puente y otros poemas del autor, revela a Crane como una síntesis de Whitman y Baudelaire. Luego de “diez apretadas cuadras… / El subway bosteza la más rápida promesa a casa”. Así comienza el descenso agónico del héroe épico: “Los fonógrafos del infierno en el cerebro / son túneles que giran en sí mismos” (“The phonographs of hades in the brain / Are tunnels that re-wind themselves…”). La voz del yo poético regresa al final del canto para ofrecer, como el juglar de Homero, su reflexión perentoria. Un remolque, resollando espiras de vapor, Con galvánica estridencia, a pulmón remontó el Río. […] Y yo, Oh Ciudad mía, he calado hasta cruzar bajo vuestra bahía, Lanzado de un resorte por el tictac de las torres… al Mañana, A ser… Aquí junto al Río que es Oriente— Aquí, al borde del agua, echan las manos la memoria; Sin sombra en ese abismo, inexplicables yacen. Cuán lejos ha la estrella recogido el mar— ¿O han de ser las manos arrastradas, a morir? Beso de nuestra agonía Tú cosechas, Oh Mano de Fuego cosechas—11

Desde Isla de Pinos, el 26 de julio, le escribe Crane a Waldo Frank: “Ya tienes la última sección, ¿no es así? (“Atlántida”, como he decidido llamarla). He descubierto que ES la verdadera Atlántida, ¡hasta en la geología! Mis planes alzan vuelo nuevamente, la concepción emerge. Además, este Colón también es REAL” (Cook 129). Esta última sección, que ahora llamará “Atlántida”, fue precisamente la primera que escribió el poeta, en 1923. Vale decir que Crane, desde el inicio, tenía el destino, el punto de llegada; le faltaba armar el viaje, tender un puente. Pero en su tramo definitivo, para poder llegar a la meta, el Puente debía mirarse, como Narciso, en el espejo de la bahía, y convertirse en su antípoda: el Túnel. Era preciso, para cumplir con la trayectoria épica, descender a las tinieblas, hasta el fondo de la muerte, para poder resurgir a una nueva vida y cantar la apoteosis de la Atlántida, en un Aria magnífica. Torre, barco, río, semilla, Canal de


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Panamá, bahía, túnel, útero, y esas manos que recogen al nacido, ¿de timonel o poeta? ATLÁNTIDA Por los cables de atados filamentos, el arco, Sendero de luz, asciende a vuelo de cuerdas— […] Serena, sobre el alto yunque quejumbroso, Lentos siglos de silencio remacha Troya. Y tú, Jasón, allá en lo alto, ¡alza el Grito! […] En multitud de sílabas—¡el Salmo de Catay! […] —¡Un solo cántico, un solo Puente de Fuego! ¿Será Catay; ahora que la piedad anega el pasto Y anilla el arcoíris la sierpe con el águila en la rama…? Antífonos susurros columpian el azur12.

Hart Crane escribió otros poemas en Isla de Pinos, que no incluyó en El puente, por no violar su unidad de libro. Tres de ellos, “Oh, Isla del Caribe”, “La mata de mango” y “La cantera isleña”, fueron recogidos en traducción en Lunes de Revolución (10 de octubre, 1960). En cambio, su obra maestra, El puente, de difícil lectura e imposible traducción, cayó en relativo olvido en lengua hispana hasta hace muy poco13. El propio Crane, homosexual, apolítico, decadente, quedó ignorado en la recta Cuba revolucionaria, invocado sólo como dato curioso y suicida. En cambio, el socialista Waldo Frank, cuyo último libro fue precisamente La isla profética: un retrato de Cuba (1961), tuvo una recepción tal vez inmerecida. El mismo Cabrera Infante, cuando evoca pálidamente a un Hart Crane “más lamentable que lamentado”, en un memorable artículo, “Lorca hace llover en La Habana”, lo hace sólo con el propósito de resaltar la visita y “apogeo” en 1930 del insigne poeta andaluz: Por la misma época Hart Crane, poeta americano, homosexual y alcohólico, viajó de La Habana a Nueva York —y no llegó nunca—. En medio del viaje se tiró al mar y desapareció para siempre, dejando detrás como cargo un largo poema neoyorquino y varias virulentas metáforas como testimonio de su escaso paso por la tierra. Lorca


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estaba en su apogeo. Acababa de terminar Poeta en Nueva York con su espléndida “Oda a Walt Whitman”… No voy a comentar aquí el libro lorquiano… sino… ese “Son de negros en Cuba”, que transformó la poesía popular cubana y también la visión americana de Lorca. Al revés de Crane, Lorca viajó de las sombras al sol, de Nueva York a La Habana. Por ese tiempo, aparte de Crane más lamentable que lamentado, visitaron a Cuba escritores y artistas que luego tendrían tanto nombre como Lorca.

En realidad, Lorca y Crane nunca coincidieron en La Habana, pero sí se cruzaron brevemente en Nueva York en 1929, sin lograr ni el uno ni el otro rebasar la barrera del idioma. Aparte de la devoción por Whitman, sendos poemas al Puente de Brooklyn, y alguna coincidencia personal, no hay poetas más dispares. Basta cotejar la sensualidad gitana del “Son de negros en Cuba”, ¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas! ¡Oh cintura caliente y gota de madera! ¡Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco!

…con el cerebral y místico “Mango” que, según Crane, fue el verdadero fruto prohibido de Eva: Deja que regresen, diciendo que te sonrojas otra vez por la Tatarabuela. Parece Navidad. Cuando brotaste el Paraíso un desecho de chicle aconteció. Musical, colgante jarro que alegres arañas primero enyuntaron, —sedeando de sombras calzones de búhos14.

Pero en “La cantera isleña”, como en una profecía, queda inscrita en cal la Cuba de Hart Crane. El poeta en Nueva Gerona, capital municipal de Isla de Pinos, no pasó por alto la cadena de reos que sacaba el mármol de Monte Caballos para edificar las tenebrosas circulares panópticas de la “Catedral de la Muerte”. El dictador Gerardo Machado, apodado “El Mussolini Cubano” por la revista Time15, había enviado al arquitecto César Guerra a copiar la recién inaugurada Prisión Modelo de Jolliet en Illinois y, ahora, el 1º de febrero de 1926, ponía la primera piedra. Allí enviaría Machado a 539 de sus enemigos políticos; entre ellos al periodista Pablo de la Torriente Brau — nacido en Puerto Rico, criado en Cuba, preso de 1931 a 1933 en Isla


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Cine de La Habana fotografiado por Walker Evans.

de Pinos y muerto en la Guerra Civil Española, a la par de Lorca, en 1936—, quien nos dejará una amarga memoria del suplicio de sus cinco mil penados: Presidio Modelo. ¡Miles de gritos, aullidos de hombres muertos, ahogados en los pantanos entre el fango y la pudrición, destrozados a culatazos por los soldados, derribados a balazos, como venados en fuga; muertos de hambre y de frío y de sed en las celdas; estrangulados alevosamente en las Circulares, por los mayores; reventados sobre el pavimento, defenestrados como muñecos de trapo desde los últimos pisos; dormidos para siempre, en la mesa de operaciones, por la inyección traidora, ante el silencio aterrador o cómplice de los enfermeros! (134)

Así vislumbra Crane, apenas puesta la primera piedra, “La cantera isleña” que daría paso al presidio: Hojas cuadradas—cortan el mármol sólo en Planas planchas de prisión ahí en cantera Al doblar del camino, bordeando la raíz de la montaña Donde el paso recto parece doblarse bajo la piedra, Ese fiero perfil de mármol erizado de lejanas Palmas contra el encumbrado mar del ocaso, y quizás Contra la humanidad… 16


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“Otro americano que vino a La Habana en esos primeros años treinta para dejar una estela de arte fue el fotógrafo Walker Evans” —comenta Cabrera Infante en su apología de Lorca. Pero todos los caminos conducen a Roma. Lo que ignoraba el autor de Mea Cuba es que Evans y Crane fueron íntimos amigos en Nueva York, dentro del reducido círculo intelectual del poeta. De hecho, la edición princeps de El puente (París: Black Sun Press, 1930), ilustrada con fotos de Evans, fue la ocasión de su debut como fotógrafo. En 1927, Walker Evans había estado en París como escritor aspirante. Al llegar a Nueva York deja la pluma y troca la vieja Kodak de aficionado por una Leica profesional. Y en 1929, guiado por la visión poética de Crane, empieza Evans a sacar tomas oblicuas que desfamiliarizan lo que hasta entonces era poco más que una tediosa ruta diaria para miles de neoyorkinos. Con las fotos del Puente, monta Evans su primera exposición seria y arma su primera carpeta profesional, lo que luego le abriría las puertas del viaje a Cuba. La oportunidad se dio cuando una editora le comisionó la ilustración del manifiesto político de Carleton Beals, El crimen de Cuba (1933). Beals, autor radical adscrito al Partido Comunista, de moda entonces entre la intelectualidad norteamericana, viajó por separado a la isla para documentar los abusos del machadato y la explotación imperialista que sumían a Cuba en la debacle económica, política y social, haciéndola terreno fértil para una nueva revolución popular. Las fotos que sacó Evans estarían entre las mejores de su ilustre carrera17. Pero el fotógrafo fue a lo suyo. Ni siquiera se molestó en leer la incendiaria perorata de Beals. Tres admirados artistas guiaban su lente: Baudelaire, Atget y Harold Hart Crane. El “caminante” Walker Evans había aprendido en París el arte del flâneur. Se paseaba por las calles de Nueva York, y ahora de La Habana, captando instantáneas de la vida cotidiana. El fotógrafo Eugène Atget le sirvió de pauta en la selección de viñetas para documentar la experiencia urbana. De ahí la predilección de Evans por los vendedores ambulantes, las fachadas de fondas, bodegas, barberías y teatros, puestos de revistas, lotería y limpiabotas, borrachos de parque y putas de esquina, guajiros famélicos frente a mansiones de El Vedado, la turba hambrienta encaramada en la reja de un dispensario de sopa, edificios coloniales y paupérrimas chozas de guano, graffiti político, retratos de los varios


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tipos sociales en los que domina el gesto de la mirada, y esos rostros de estibadores y carboneros que hacen del tizne condición igualadora de las razas. Evans le impuso a Beals como condición la absoluta independencia en la selección y estricta secuencia de las fotos. Había aprendido de Crane el arte del portfolio, la síntesis orgánica de los fragmentos, siguiendo la rapsodia de emociones, con arreglo a la lógica de la metáfora. Al cabo, eso era El puente: un portfolio de instantáneas de flâneur. Harold Hart Crane también fue en eso pionero: su viaje épico, agónico, apocalíptico, emblemático, inauguró la ola de contactos artísticos de “los americanos” en Cuba. Al tiempo que Crane concluía su periplo saltando por la borda del Orizaba, llegaba Walker Evans con cartas de presentación que lo conducirían al también recién llegado Hemingway. El autor de Adiós a las armas, cuya versión de Hollywood18 se estrenaba en ese momento en dos cines de La Habana (según lo atestiguan las carteleras en una foto de Evans), puso pie en Cuba por primera vez durante una brevísima escala turística de 1928. Tiempo después, de 1932 a 1939, mientras vivía en Cayo Hueso, hizo tan frecuentes visitas que llegó a instalarse en la habitación 511 del Hotel Ambos Mundos, estratégicamente ubicado en Obispo 153, Habana Vieja, cerca de la Plaza de Armas, el Malecón, El Floridita (cuna del daiquirí) y La Bodeguita del Medio, donde Papá Hemingway se apuraba los mojitos de dos en dos. “Una borrachera cada noche”


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—recuerda Evans de sus tres semanas con Hemingway, de quien no sacó ni una sola foto, pues Evans consideraba un “cliché” retratar gente famosa, y aseguraba que ninguna de sus fotos era de pose. Más bien apuntaba de sesgo, con lente ancho, para que el verdadero objetivo no se percatara de que era con él la foto. Años después se las ingenió para ocultar la cámara bajo un sobretodo y dispararles a los incautos del subway, a boca de jarro, por un agujero. Walker Evans alegó repetidas veces haber llegado a Cuba en 1932 “en medio de una revolución”, incurriendo con ello en la mofa del Infante terrible: “¡Estos americanos no sé cómo se las arreglan para caer siempre en medio de una revolución en Cuba! …Machado no cayó hasta 1933 para ser sustituido por Batista meses después… Evans no pudo haber caído en medio de ninguna revolución, excepto… la del ron, llamada Cubalibre. Dos de ron y una de Coca-Cola. Agítese.” ¿Qué Cabrera diría el Infante de enterarse que, veinte años después, Hemingway recordaba esas semanas “sentado en bares con Walker Evans tomando y tramando el derrocamiento de Machado”? Lo cierto es que Evans se equivocó en las fechas: su viaje sí fue de mayo a junio de 193319. Además, ya hacía rato que tronaban de cuando en vez las bombas del grupo insurgente clandestino ABC. Por otra parte, la fantasía de los americanos de protagonizar la conspiración contra Machado y liberar “por segunda vez” a Cuba llegó a hacerse tan verosímil que hasta engendró el clásico largometraje de Hollywood, dirigido por John Huston, Éramos extraños (1949), con John Garfield como líder del clandestinaje, Jennifer Jones como la cubanita trofeo y Pedro Armendáriz como el malvado jefe de la policía secreta. Hoy sabemos, sin embargo, que la influencia, sobre todo, de Evans en Hemingway, fue real. En 1962, amigos del difunto Hemingway encontraron 46 fotos cubanas de Walker Evans entre las pertenencias del novelista almacenadas en la barra Sloppy Joe’s de Cayo Hueso desde 1939, cuando a raíz de su divorcio trasladó su residencia a La Habana. Éstas formaron parte de una extensa exposición de documentos organizada en el 2007 por el Museo de Arte e Historia de Cayo Hueso, bajo el título de Ernest Hemingway y Walker Evans: tres semanas en Cuba, 1933.20 Se cree que Evans se las dio a imprimir en Cuba y a sacar a los Estados Unidos, por temor a que el gobierno de


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Machado le interviniera las fotos. En ese momento, Hemingway comenzaba a trabajar en su primera novela de asunto cubano, Tener y no tener (1937), la que Cabrera Infante cataloga como “una novela de amor y de muerte, de poco amor y de mucha muerte, cuyo inicio ofrece una vista de una ciudad de sueño y de pesadilla”. Ni tan de sueño ni pesadilla, puesto que muchas de las fotos que Evans sacó para El crimen de Cuba corresponden a escenas de la novela, entre ellas la escena inicial: “Ya ustedes saben cómo es La Habana temprano en la mañana, con los mendigos todavía durmiendo recostados a las paredes de los edificios: antes de que los camiones traigan el hielo a los bares”. Evans relata que Hemingway “necesitaba una orientación”, tanto así que cuando a Evans se le acaban las dos semanas de estipendio que le dio la editorial, Hemingway le paga una semana más. Todo esto indica que el fotógrafo enseñó al novelista a mirar; pero ya antes, al fotógrafo, lo había enseñado el poeta. En cuanto a Cabrera Infante, con tal que ni le miren ni le mienten La Habana que no quiere ver, aprueba, de las fotos, la más halagüeña, la del donoso dandy: “un negro [trajeado] de dril cien blanco, de sombrero de pajilla y zapatos recién lustrados”, que es sin duda la más famosa imagen del portfolio cubano de Evans. Hemingway, por su parte, siguió pescando en su yate, el “Pilar”, bebiendo —“daiquirí en El Floridita, mojito en La Bodeguita”—, viviendo en Finca Vigía desde 1940, viajando y escribiendo. Le quedaba en el tintero una obra cubana fundamental, El viejo y el mar (1952), que le valió el Pulitzer y el Nobel un año después. En 1961, sufriendo de alcoholismo, depresión y mala salud, fallándole la vista, y habiendo perdido su casa y propiedades en Cuba, se suicida como su padre, dos de sus hermanos y su nieta, Margaux. Había nacido el mismo día que Hart Crane; y acaso logró proseguir algo de lo que habría sido su vida. En tanto, Walker Evans (1903-1975) siguió con su fotografía documental, hasta ser considerado, junto con Ansel Adams y Alfred Stieglitz, uno de los tres fotógrafos más influyentes del siglo. En 1936, la revista Fortune les comisionó a Evans y al periodista, crítico y poeta James Agee un reportaje sobre la vida rural. Evans y Agee se internaron en la pobreza rural del “profundo Sur”, en Alabama, y convivieron con familias paupérrimas. Tan impactantes fueron las notas de Agee y las fotos de Evans, sobre todo las de los niños, que la revista no las quiso publi-


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car. Pero de ese trabajo salió un título de terrible ironía, Let Us Now Praise Famous Men [Alabemos ahora a los hombres famosos] (1941), uno de los más importantes estudios de historia social de los Estados Unidos. La angustiada prosa de Agee, quien se sentía como voyeur o “espía” de la vulnerada intimidad de esa pobre gente, contrasta con la serenidad de las imágenes de Evans, que logra retratar la adusta dignidad en el rostro mismo de la miseria. Walker Evans es, por antonomasia, el fotógrafo de la Gran Depresión. La mirada que aprendió del poeta terminó negando la visión de Hart Crane, que era la de una Tierra de Promisión. Muy otra era la América que Evans redescubría. Crane también lo veía así, pero en su “divina locura”, o en su “lógica del éxtasis”, se negaba a aceptarlo. Así le expresa su dilema a Waldo Frank desde Isla de Pinos, en carta del 20 de junio de 1926: La forma de mi poema surge de un pasado que abruma de tal manera al presente con su valor y visión, que me hallo sin manera de poder explicar mi delirio de que exista algún vínculo real entre ese pasado y un futuro digno de él. El “destino” hace ya tiempo que lo concluí; quizás esa parte final de mi poema [“Atlántida”] sea un eco o resaca de ello —pero cuelga por ahí suspendido del pelo como un Absalón. El puente como símbolo no tiene hoy día otra significación que el económico afán de horas más breves, almuerzos más rápidos, conductismo y palillos de diente… Eliot y otros de ese riñón han lloriqueado sobre esto minuciosamente. Todos ahora escriben poesía… Si tan sólo América fuera hoy la mitad de lo digna de que se hable de ella como Whitman habló de ella cincuenta años atrás, uno tendría algo que decir. (Cook 122)

La visión de Crane es la de Don Quijote ante su Dulcinea, la de Colón ante su Catay. Desde 1923 se había comprometido con un final feliz: Atlántida. Sólo le faltaba un puente que llegara hasta él. La fecha de 1923 es significativa porque apenas un año antes T.S. Eliot había publicado La tierra baldía. Crane admiraba, desde luego, la modernidad de estilo del poema, pero no su mensaje. Le molestaba el tenor pesimista y negativo de Eliot hacia la vida moderna. Así, se propone vencer a Eliot en el lenguaje de Eliot, refutarlo; y concibe El puente como la antítesis de La tierra baldía.


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Pero la experiencia se va imponiendo sobre el ideal. El momento decisivo en que cambia la marea es precisamente el término de su viaje a Isla de Pinos, cuando en vez de la Atlántida, el poeta se encuentra con un rudo golpe de realidad: el ciclón de octubre de 1926. Apenas logra regresar a su país de la isla destruida, escribe, más que un poema, una amarga crónica en verso, tan antagónica a sus ideales, que nunca la publicó; y para completar su rotunda negativa a aceptar la naturaleza de los hechos, se empecinó en ponerle el contradictorio título de “ETERNIDAD”: Cuando todo acabó, aunque el viento aún ululaba, La vieja ama de llaves y yo buscamos ropa seca. Y abandonamos la casa, o lo que de ella quedaba; Parte del techo llegó a Yucatán, creo […] Pero el pueblo, ¡el pueblo! Alambres en las calles, chinos para arriba y para abajo, Brazos entablillados, paredes erizadas de astillas de azulejos, Y médicos cubanos, soldados, camiones, gallinas sueltas […] Negros en camillas, vendados, esperando el primer barco A La Habana. Gemían. Pero ¿habrá barco? Donde antes Había muelle, la carcasa y la cubierta destrozada a Veinte metros entre sí; la chimenea, alta y seca, por el parque, Donde un pavo real rastreaba entre unas latas el espanto. Ni chispa del mundo exterior, salvo el rumor que La Habana —ni hablar de Batabanó— estaba medio inundada, chamuscada De incendios que ardían hacía horas, sin comunicación. Allá en la vieja casa barríamos y sudábamos; mirando al ogro sol Que ampollaba la montaña, desnuda de palmeras y follaje […] Todo destruido —o con gracia inexplicable enmarañado —, Largas raíces tropicales por los aires, como encaje. Y Bufaba la mula de un vecino, junto a la bomba de agua, Claudicando. ¡Dios mío! Tal si su espinazo fuese ¡La predestinada muerte! Había que cerrar la nariz por los caminos, Rogando que llegaran ya los buitres y tiñosas […] Aún recuerdo aquella extraña cortesía de los caballos —Uno nuestro y otro ajeno, que salieron con el alba entre bambúes Tras el manto de la luz, cuando ya la tormenta se moría. Sara los vio también —y sollozó. Sí, ya —ya casi acabó. Porque ellos saben; presienten el tiempo en el hocico. Allí está Don— ¡pero el blanco no lo ubico! Y cierto, se plantó Como un fantasma de alta crin toda esa larga noche memorada Entre el chillido de la lluvia —¡hasta la Eternidad!


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Y ¡agua!, ¡más agua! […] El alba estaba densa e impregnada De carroña. Los cadáveres iban sin ceremonia a toda prisa Hasta la tumba, y en el pueblo se escuchaba el martilleo […] Estuve largo rato donde Mack —tomando Bacardí— Hablando con marinos de Guantánamo, de Norfolk, Nueva York, pensando sólo en Estados Unidos21.

De regreso a su país, Crane apenas tuvo tiempo de reafirmar su ideal, revisar el manuscrito y publicar su libro, cuando estalló la Gran Depresión. Entonces fue todo confrontar una realidad de tierra baldía. ¿Quién no quisiera irse a dormir la resaca bajo un árbol y echarse una siestecita de lustros a lo Rip Van Winkle? Los que podían huían, se inventaban algún viaje o temporada allí donde la vida se mirara menos dura, más benigna. Siempre es más fácil contemplar la miseria ajena que la del propio país, sobre todo cuando se trata del soberbio y prometedor Estados Unidos. Pero destruida la casona de la islita, Crane ya no tenía adonde huir. Fue entonces que Waldo Frank le consiguió una beca Guggenheim para ir a México de 1931 a 1932. Incitado por La serpiente emplumada (1926) de D.H. Lawrence, Crane le había escrito a Frank desde la isla sobre su nuevo interés: “Me hallo ahora más que nunca ansioso de aprender ésta la más bella lengua del mundo. Y se me ocurre que es una preparación necesaria para mi próxima obra, recién concebida como una tragedia en verso libre sobre la mitología azteca —para lo que me tendré que estudiar los obscuros calendarios de los reyes muertos” (Cook 138)22. Además de escapar del fracaso idealista de El puente y de la agobiante situación social y económica de Nueva York, este nuevo y último viaje tenía para Crane un propósito de renovación personal. Trató, aunque sin éxito, de moderar el alcohol. Había comenzado una relación heterosexual con Peggy Baird, quien estaba en vías de divorcio de su amigo, el crítico Malcolm Cowley. Crane se instaló con ella en una mansión de Ciudad México y hasta llegó a proponerle matrimonio en 1932. Había sido recibido con gran anticipación por la prensa mexicana. Pero la muerte de su padre a fines de 1931 precipita entonces una nueva racha de inestabilidad. Ni en México pudo escapar de la Gran Depresión, que decimó la fortuna familiar; de modo que Crane volvió a enfrentar, y ahora peor que nunca, problemas de dinero. Se fue hundiendo cada vez


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más en el alcohol, alternando entre períodos de depresión y ocasional euforia. Tal declive, sin embargo, no creo que haya sido la causa de la patética improductividad en que cayó, sino más bien al revés. El proyecto mexicano de Crane fue siempre una idea descabellada, abocada al fracaso. Y es que con su profundo desconocimiento de la lengua, la historia y la cultura, ¿qué esperanzas podía tener de dominar la mitología azteca en unas cuantas giras de flâneur por el Distrito Federal? Así, lo único bueno que salió de sus meses en México fue el sombrío retrato al óleo que le hiciera el genial David Alfaro Siqueiros, el cual Crane destruyó en un arrebato de furia en 1932. Ha dicho Harold Bloom que toda la obra de Crane posterior a Isla de Pinos denota “un poeta desesperado, consciente de haber malogrado su don”. Mi impresión es más bien la de un Quijote que recobra su cordura. Los ensayos de Waldo Frank habían sido sus novelas de caballerías: esos desvaríos arielistas de España virgen, que ahora un Hemingway brutalmente realista consignaba a la pira de la burla y el ridículo, en su conocido manual de tauromaquia, Muerte en la tarde (1932). Vencido por la realidad, Hart Crane había dejado de creer en el laberinto de sus propios ideales visionarios. Salía ganando La tierra baldía de Eliot, el pesimista, con quien Crane, después de todo, compartió siempre, secretamente, el sentimiento apocalíptico de la vida, común a toda esa “generación perdida”. Así escribe en su postrer poema, de marzo de 1932, “La torre rota”: Y fue así que entré en el mundo roto A rastrear la visionaria compañía del amor, su voz Un instante en el viento (no sé adónde lanzado); Mas no a abrazar por mucho tiempo cada desesperada decisión23.

En abril de 1932, Hart y Peggy abordan el Orizaba de regreso al país de la Gran Depresión. Habría que preguntarse qué idea era más descabellada: la Atlántida de la generación perdida; la tragedia azteca del flâneur; o sus desposorios con la nueva Dulcinea. La noche del 26, en pleno derroche de obnubilación etílica, incumple Crane su última promesa. Lo vence nuevamente su verdadera identidad. Se gasta lances con un grumete, y amanece vapuleado y despojado de


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su billetera y su sortija. “No creo que me salve” —le dice a Peggy. “He caído en irremediable deshonra”. Hacia mediodía —“Los mares todos ya cruzados, campeados los cabos, concluso el viaje…” (Whitman)—, y luego de un desayuno extravagante, lo vieron quitarse sin prisa la chaqueta, doblarla con toda la solemnidad de un sacristán, y subirse sobre la baranda de popa, “hasta tener que buscar la muerte en la gran madre marina” —como diría Lezama en el capítulo IX de Paradiso. Sus últimas palabras: “¡Adiós, a todos!”

NOTAS 1 Hart Crane, “Voyages II” (fragmentos). Todas las traducciones que aparecen en este trabajo son mías. Hart Crane fue un innovador del lenguaje y un poeta de difícil lectura. Esa dificultad y la consiguiente escasez de traducciones les ha cerrado la puerta de su obra, entre otros, a los lectores de lengua hispana, lo que a su vez ha restringido su divulgación e influencia en Cuba y las Antillas Mayores, mas no así en el Caribe anglófono, donde Crane cuenta con un admirador y conocedor de su obra de la altura del poeta y dramaturgo Derek Walcott (Premio Nobel 1992), cuya obra maestra, el poema épico Omeros (1990), especie de Odisea antillana, entraña la feliz influencia de Crane. En lo sucesivo, aparecen mis traducciones en el cuerpo del ensayo, y el original de los fragmentos citados, en la notas: “Her undinal vast belly moonward bends, […] Adagios of islands, O my Prodigal, / Complete the dark confessions her veins spell. […] O minstrel galleons of Carib fire, / Bequeath us to no earthly shore until / Is answered in the vortex of our grave / The seal’s wide spindrift gaze toward paradise.” 2 Esa madrugada Crane había recibido una golpiza debido a sus perennes avances homoeróticos hacia los marineros. Tenía el rostro amoratado. Le aguardaba el bochorno público al atracar en Manhattan. A dos meses de cumplir sus 33 años, estaba horriblemente avejentado por el alcohol y una vida de disipación. También, la estéril temporada que dejaba en México, le confirmaba que el manantial de su verso se había secado. Vida y obra habían agotado su finalidad. Pero por encima del yo y sus circunstancias, estaba para el poeta la relación de su obra con su tiempo. Y es en ese plano simbólico que el salto al Caribe adquiere su dimensión mítica: el choque de una trayectoria dionisíaca con lo que aquí interpreto como un sentimiento apocalíptico de la vida. 3 Al finalizar la Guerra en 1898, la invasión americana trajo tropas de ocupación, inversiones privadas e inmigración. En 1900, un ricachón de Tennessee llamado Pearcy fundó la Isle of Pines Company, compró más de 100,000 acres a $2 y se puso a vender las parcelas a $20 en Nueva York, donde la tierra valía


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aún cinco veces más. Para esa época se fundó también la Isle of Pines Steamship Co. El semanario anexionista Isle of Pines Appeal (1911-1925) promovió el salubre ambiente de la salobre islita. Le siguió el Isle of Pines Post (1927-1931). El resto, como decimos, se cae de la mata: la islita se llenó de gringos y de otros, que ya de por sí, en Nueva York, eran inmigrantes. Ver Jane McManus, La isla cubana de ensueños: Voces de la Isla de Pinos y de la juventud. 4 Nos referimos al libro de Steve H. Cook, The Correspondence Between Hart Crane and Waldo Frank. 5 “And Thee, across the harbor, silver-paced / As though the sun took step of thee, yet left / Some motion ever unspent in thy stride,— / Implicitly thy freedom staying thee! […] Down Wall, from girder into street noon leaks, / A riptooth of the sky’s acetylene; / All afternoon the cloud-flown derricks turn... / Thy cables breathe the North Atlantic still. […] O harp and altar, of the fury fused, / (How could mere toil align thy choiring strings!) / Terrific threshold of the prophet’s pledge, / Prayer of pariah, and the lover’s cry,— […] O Sleepless as the river under thee, / Vaulting the sea, the prairies’ dreaming sod, / Unto us lowliest sometime sweep, descend / And of the curveship lend a myth to God.” 6 “Be with me, Luis de San Angel, now— / Witness before the tides can wrest away / The word I bring […] —I bring you back Cathay!” 7 “400 hundred years and more…or is it from the soundless shore of sleep that time / recalls you to your love, there in a waking dream to merge your seed / —with whom? / Who is the woman with us in the dawn?... whose is the flesh our feet have moved upon?” 8 “Times earlier, when you hurried off to school, / —It is the same hour though a later day— / You walked with Pizarro in a copybook, / And Cortes rode up, reining tautly in— / Firmly as coffee grips the taste, —and away!” 9 “Stick your patent name on a signboard / brother —all over— going west —young man […] SCIENCE—COMMERCE and the HOLYGHOST / RADIO ROARS IN EVERY HOME [.…] Over De Soto’s bones [….] “So the 20th Century […] roared by and left / three men, still hungry on the tracks [….] Memphis Johnny, Steamboat Bill, Missouri Joe.” 10 “The swift red flesh, a winter king— / Who squired the glacier woman down the sky? / She ran the neighing canyons all the spring; / She spouted arms; she rose with maize —to die. […] There was a bed of leaves, and broken play / There was a veil upon you, Pocahontas, bride— / O Princess whose brown lap was virgin May; / And bridal flanks and eyes hid tawny pride. […] We danced, O Brave, we danced beyond their farms. / In cobalt desert closures made our vows… / Now is the strong prayer folded in thine arms, / The serpent with the eagle in the boughs.” 11 “A tugboat, wheezing wreaths of steam, / Lunged past, with one galvanic blare stove up the River. […] And this thy harbor, O my City, I have driven under, / Tossed from the coil of ticking towers. ...Tomorrow, / And to be. ... Here by the River that is East— / Here at the waters’ edge the hands drop memory; / Shadowless in that abyss they unaccounting lie. / How far away the star has pooled the sea— / Or shall the hands be drawn away, to die? / Kiss of


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our agony Thou gatherest, / O Hand of Fire / gatherest—” 12 Through the bound cable strands, the arching path / Upward, veering with light, the flight of strings,— […] Serenely, sharply up the long anvil cry / Of inchling aeons silence rivets Troy. / And you, aloft there—Jason! hesting Shout! […] In myriad syllables,—Psalm of Cathay! […] —One Song, one Bridge of Fire! Is it Cathay, / Now pity steeps the grass and rainbows ring / The serpent with the eagle in the leaves…? / Whispers antiphonal in azure swing.” 13 Esperemos que esto cambie a raíz de la acertada traducción del asturiano Jaime Priede (2007). 14 “Let them return, saying you blush again for the great / Great-grandmother. It’s all like Christmas. / When you sprouted Paradise a discard of chewing-gum / took place. Up jug to musical, hanging jug just gay spiders / yoked you first, —silking of shadows good underdrawers for owls.” 15 En su portada del 19 de enero de 1931. 16 “Square sheets—they saw the marble only into / Flat prison slabs there at the marble quarry / At the turning of the road around the roots of the mountain / Where the straight road would seem to ply below the stone, that fierce / Profile of marble spiked with yonder / Palms against the sunset’s towering sea, and maybe / Against mankind.” 17 Dos libros de fácil acceso recogen modernamente parte de su producción en Cuba: Gilles Mora, Walker Evans: Havana 1933, que cuenta con un excelente ensayo crítico; y Walker Evans, Cuba, con mejores fotos, pero un ensayo endeble de Andrei Codrescu. 18 Frank Borzage, director (Paramount Pictures, 1932). 19 Gilles Mora asegura que: “Hasta hace poco, nadie reparó en cuestionar las fechas del viaje cubano que Evans mismo situaba durante los meses de mayo y junio de 1932. Pero un excelente biógrafo de Carleton Beals, el historiador John A. Britton, demuestra el error”. Además, en carta a Beals del 25 de junio de 1933, Evans le dice haber regresado de Cuba “hace un par de semanas” (Mora 5 y 9). 20 Ernest Hemingway and Walker Evans: Three Weeks in Cuba, 1933. Key West Museum of Art and History. (February 15 – April 15, 2007). 21 “ETERNITY: After it was over, though still gusting balefully, / The old woman and I foraged some drier clothes / And left the house, or what was left of it; / Parts of the roof reached Yucatan, I suppose. […] But the town, the town! // Wires in the streets and Chinamen up and down / With arms in slings, plaster strewn dense with tiles, And Cuban doctors, troopers, trucks, loose hens... […] cotted Negroes, bandaged to be taken / To Havana on the first boat through. They groaned. // But was there a boat? By the wharf’s old site you saw / Two decks unsandwiched, split sixty feet apart / And a funnel high and dry up near the park / Where a frantic peacock rummaged amid heaped cans. / No one seemed to be able to get a spark / From the world outside, but some rumor blew / That Havana, not to mention poor Batabanó, / Was halfway under water with fires / For some hours since —all wireless down, / Of course, there too. // Back at the erstwhile house / We shoveled and sweated; watched the


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ogre sun / Blister the mountain, stripped now, bare of palm […] Everything gone —or strewn in riddled grace— / Long tropic roots high in the air, like lace. / And somebody’s mule steamed, swaying right by the pump, / Good God! As though his sinking carcass there / Were death predestined! You held your nose already / Along the roads, begging for buzzards, vultures… […] // For I / Remember still that strange gratuity of horses— / One ours, and one, a stranger, creeping up with dawn / Out of the bamboo brake through howling, sheeted light / When the storm was dying. And Sarah saw them, too— / Sobbed. Yes, now —it’s almost over. For they know; / The weather’s in their noses. There’s Don—but that one, white / —I can’t account for him! And true, he stood / Like a vast phantom maned by all the memoried night / Of screaming rain —Eternity! // Yet water, water! […] Bodies were rushed into graves / Without ceremony, while hammers pattered in town. […] I stood a long time in Mack’s talking / New York with the gobs, Guantanamo, Norfolk— / Drinking Bacardi and talking U.S.A.” (Simon 186-187). 22 Nueva Gerona, 5 de septiembre de 1926. 23 “And so it was I entered the broken world / To trace the visionary company of love, its voice / An instant in the wind (I know not whither hurled) / But not for long to hold each desperate choice.”


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MUNA LEE DE MUÑOZ MARÍN Y LA UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO: SÍNTESIS BIOGRÁFICA, UNA HISTORIA NO CONTADA MARIO PÉREZ MIRANDA

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n el año 1898 nuevas historias se configuraron en las vidas de los particulares en el Pacífico, el Caribe y los Estados Unidos. La Guerra Hispanoamericana, y la posterior invasión a Puerto Rico por los Estados Unidos, produjeron múltiples cambios. Estos últimos, haciendo uso de su poder y afán expansionista —engendros de la Doctrina Monroe, su Corolario y las teorías de Alfred T. Mahan—, se adueñaron de toda una geografía extra-territorial y extra-continental. Ese acto de apropiación forzosa, por la vía armada, cambió las relaciones de poder del mundo y el rumbo de países enteros y su gente. Luis Muñoz Marín era el hijo del padre de la patria; mucho se esperaba de él y poco prometía en los primeros años de su temprana juventud. La prematura muerte de su padre en 1916, cuando el joven Muñoz Marín contaba con 18 años de edad, maduró el espíritu indeciso del joven, quien pululaba de un lugar a otro y no se aplicaba. La poesía, en pleno apogeo en el Nueva York de la época, fue su escape, una salida a su agobiada y bohemia existencia de huérfano de prócer. Por su parte, Muna Lee había nacido el 29 de enero de 1895 en Raymond, un pequeño pueblo del sur de Mississippi, y era la mayor de seis hermanos. Sus padres eran descendientes de los primeros colonizadores ingleses. Ambos padres de Muna Lee eran personas bien instruidas, graduados de universidad, y desde muy temprana edad estimularon la curiosidad intelectual e idealista de la niña. La 107


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pequeña Muna creció y estudió sus primeros años en su estado natal y en el pueblo de Hugo, Oklahoma. Sus padres se habían mudado a Hugo en 1902 en la búsqueda de una mejor oportunidad de negocio, cuando la niña contaba con siete años de edad. En Hugo vivió nueve años en medio de la rudeza del inhóspito Oeste norteamericano, descrito en palabras de Muna Lee de la siguiente manera: “Incredibly ugly and incredibly beautiful Indian Territory town. Murder and sudden death were of frequent occurrence… seemed the natural order of things. The streets were unpaved and mud a thing to be dismissed from one’s mind as a grotesque exaggeration” (Reid 6). Desde muy temprana edad comenzó a manifestar su interés en la poesía, el drama y la literatura en general, para los que había mostrado gran talento. En Hugo su padre tenía una farmacia en la que la niña tenía acceso a libros y revistas, los que leía con avidez, en gran número y diversidad de géneros (Reid). La joven poetisa escribía poemas y enseñaba en diferentes escuelas entre Texas y Oklahoma. En Texas conoció a Ruby Black, periodista y feminista quien sería el instrumento de Muñoz Marín en la década del 1930 para escalar la cima washingtoniana hasta llegar al Presidente Roosevelt. Publicó en la revista Smart Set, del reconocido crítico literario H.L. Mencken, con quien mantuvo un importante intercambio epistolar que le granjeó su amistad por mucho tiempo. Debido a un cierre temporal de la recién inaugurada Universidad en Oklahoma, en la que Muna Lee estaba impartiendo clases de literatura inglesa, quedó desempleada. En 1918, a la sazón y gracias a su habilidad nata para los idiomas, el Servicio Secreto de los Estados Unidos la contrata como traductora, para el puesto de Confidential Translator en la División de Censura Postal1. En ese momento se libraba la Primera Guerra Mundial; ese fue uno de los años más sangrientos. Alemania hacía un agresivo uso del espionaje y los Estados Unidos necesitaba traductores; así llega Muna Lee a “la Gran Manzana” tras ser destacada en la oficina de Censura Postal de Nueva York (Cohen 6-9). La poesía y Nueva York unieron a Muna Lee y a Luis Muñoz Marín. En julio de 1918, a sólo un mes de haber comenzado su trabajo con el gobierno, dos de sus poemas se publicaron en la revista Pan-American Magazine. Estos incluían una traducción al español; eran poemas de amor titulados When We Shall Be Dust in the Churchyard y I Who Had


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Sought God (Cohen 13). A partir de esta publicación, la vida de Muna Lee cambiaría dramáticamente. Estos poemas fueron los que llamaron la atención del joven Luis Muñoz Marín quien, como ya se ha indicado, se había marchado a los Estados Unidos después de la muerte de su padre y hacía su vida entre los poetas y bohemios de Nueva York. En febrero del 1919, Luis Muñoz Marín —tres años menor que Muna Lee—, con la caballerosidad de la época, la formalidad de una carta de presentación y la infalible invitación a que ella publicara en su recién creada, pero de corta duración Revista de Indias2, se presentó ante la joven recién llegada de Oklahoma3. Como era de esperarse, se enamoraron perdidamente, y el día primero de julio del mismo año Luis Muñoz Marín y Muna Lee se casaron, seis días después de ella haber terminado su contrato con el gobierno4. El nuevo amor de Muna Lee, y la felicidad del momento, hicieron que la otrora triste poetisa, cambiara el tono y la temática poética, lo que manifiesta en el poema “A Song of Dreams Come True”: My love was born in a tropic coast And I, far from sea; But the ardent eyes that came to me When I longed for wide blue waters…And great winds flung out free… He is tall as a palm, is my lover. As a flame-tree, vivid is he. (66)

En contraste, y muy rápidamente, presagiando futuras angustias, en 1923 Muna Lee hablaba a Muñoz con su poesía de esta manera: I make no question of your right to go— Rain and swift lightning, thunder, and the sea, Sand and dust and ashes are less free! ... Yours is your life, and what you will shall be. I ask no questions: hasten or be slow! But I who could not hold you—I who give your freedom to you with no word to say, And watching quietly, with my prayers all dumb, Speed you to any life you choose to live… (52)

En adelante, la joven recién casada se haría llamar Muna Lee de Muñoz Marín hasta el día en que, después de veintisiete años de matrimonio, se divorciaron. En Nueva York, su producción literaria individual era prolífica. Se decía entre los poetas y escritores del Village que la pareja MuñozLee era: “the most interesting couple in the literary world of New


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York” (Cohen 14). La laureada escritora norteamericana Sara Teasdale, amiga de la familia de Muna Lee y admiradora de la poesía de ésta, le escribía a una amiga en mayo del 1919 (unas semanas antes de la boda de Muna con Luis Muñoz Marín) lo siguiente: “I’m awfully glad that Muna Lee has found happiness —at least let’s hope it will be happiness. She talked a lot about wanting to find ‘a rock’ (sic) and I told her, men are never rocks […] [sic] And if she has a Latin-American, heaven keep her” (cit. en Cohen 14). En vano fue el bien intencionado deseo de Sara Teasdale, el cielo no se lo concedió. La felicidad siempre le resultó huidiza; con Muñoz Marín tuvo buenos momentos, pero sólo eso, momentos, y no muchos. En 1920, Muna Lee, cargando en su vientre el fruto de su unión con Muñoz Marín, partió con su esposo hacia Puerto Rico en el primero de varios viajes. Muna Muñoz Lee (Munita) nació en la Isla en mayo de ese año. Ya en septiembre, la flamante Sra. Lee de Muñoz Marín tiene que tomar un empleo y comienza a trabajar como maestra de inglés en una escuela superior en San Juan, sin dejar de escribir y publicar sus poemas (Cohen 14-15). Una vez en Puerto Rico, Muna Lee se familiarizó con la gente mientras trabajaba como maestra para mantener a la familia, lo que tuvo que hacer toda la vida ella sola. Por su parte, Muñoz, quien venía con la carga emocional de un socialismo radical, se unió a las filas del Partido Socialista de Santiago Iglesias Pantín5. Los meses que estuvo en Puerto Rico los pasó haciendo una intensa campaña política que le granjeó enemistades, y en la que ofendió a muchos de los íntimos amigos de Luis Muñoz Rivera, que a su vez eran los que le ayudaban a subsistir económicamente, entre ellos don Antonio R. Barceló (Muñoz Marín 67-70). A los seis meses de haber alumbrado a su primera hija, Muna Lee queda embarazada de su segundo hijo, Luis Muñoz Lee (Luisito). Corría el año 1921 y, otra vez siguiendo a Muñoz Marín, quien decepcionado por la alianza entre socialistas y republicanos decidió regresar a los Estados Unidos, tuvo que empacar de nuevo y viajar de regreso a la ciudad de Nueva York. Esta vez van acompañados de Munita, doña Amalia Marín —madre de don Luis—y Luisito en el vientre. Su destino fue Teaneck, New Jersey, lugar en donde ella viviría por más de cuatro años.


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MUNA LEE Y LA UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO (1927-1941) Para 1925, las necesidades de la creciente población isleña hacían de la Universidad una herramienta indispensable para el desarrollo del país, y ésta había tenido un crecimiento vertiginoso. Sin embargo, pasaron más de diez años sin que se recibiera ayuda de la Legislatura, con el consiguiente estancamiento, algo que la población resentía. Con el nombramiento del Dr. Thomas E. Benner en 1924 al puesto de Canciller, y las gestiones logradas en 1925 con la Legislatura insular al ésta reconocer lo apremiante de las necesidades de la Universidad, se inició un programa de reformas que impulsó el desarrollo de la primera institución universitaria del país. De esta forma, en 1926 se hizo posible que se inauguraran el Colegio de Administración Comercial y la Escuela de Medicina Tropical. La planta física aumentó con la construcción del Edificio Janer y la residencia de señoritas Carlota Matienzo (Muñoz Marín 4). En ese contexto histórico es que, en 1927, Muna Lee, quien hacía sólo unos meses había regresado a la Isla, fue contratada por la Universidad de Puerto Rico como directora del Negociado de Relaciones Públicas Internacionales. Mantuvo su empleo (con algunas interrupciones autorizadas) hasta 1946, año en que renuncia a su puesto, y que coincide con su divorcio de Luis Muñoz Marín. Durante su estadía en la Universidad, su sueldo nunca fue aumentado; no obstante, impartió cursos de literatura inglesa por cinco años sin cobrar un solo centavo, pero con una dedicación asombrosa6. Para los años 1925 y 1926 la imagen pública de la Universidad de Puerto Rico y la de la Legislatura no era favorable; así se expresaba el Canciller Benner: “at the time when the public opinion was most hostile to the institution” (A Brief Report... 29). La razón de ello era el resultado de la inacción de los legisladores en aprobar fondos que permitieran que la institución educativa se desarrollara. Esto impedía que la Universidad supliera las crecientes necesidades de la población (28). Fueron necesarios, entonces, los servicios de alguien que pudiera servir de enlace entre la comunidad universitaria y el pueblo. Muna Lee fue la representante por excelencia; su domino de ambos idiomas y sus excelentes relaciones con la América hispana, cultivadas a través de la literatura y las traducciones, la hacían una candidata idónea.


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En el informe al Gobernador, Thomas E. Benner elogia el trabajo y la designación de Muna Lee al cargo en los siguientes términos: The splendid services in this position of Mrs. Muna Lee de Muñoz Marín soon resulted in the newspapers of the Island carrying daily several reports of what the University is doing and rapidly built up a knowledge of the institution which has made the public fully understand for the first time that the University of Porto Rico is their university and is trying to serve their needs. (29)

Muna Lee no se limitó a fomentar las relaciones entre la Universidad y la gente; desde el inicio hizo gestiones para internacionalizar la aún joven institución de alta enseñanza. La oficina que Muna Lee dirigía enviaba regularmente artículos sobre la Universidad a innumerables periódicos de los Estados Unidos y a un sinnúmero de países del mundo. Como resultado, se ampliaron los intercambios internacionales con otras universidades de Estados Unidos, así como con importantes medios de comunicación escrita del exterior. Estas gestiones eran uno de los propósitos fundamentales que tenía su función en la Universidad. El Dr. Benner resume el propósito de esas gestiones de la siguiente manera: “[to] avoid [the University] becoming isolated intellectually” (A Brief Report... 30-31). Muna Lee, desde sus tiempos en Nueva York con Muñoz Marín, Thomas Walsh, H.L. Mencken, Salomón de la Selva, Edwin Markham y muchos otros hispanistas de la época, veían en las relaciones interamericanas el instrumento ideal para hermanar las repúblicas de las Américas. A Muna Lee, por su parte, el trabajo que desempeñaba en la Universidad le permitía desarrollar su pasión panamericanista. En este sentido, la visión de la administración era cónsona con su visión; de ahí que su trabajo, además de la excelencia y dedicación con la que lo desempeñaba, tuvo que haber sido un oasis en su vida. Benner le recordaba al Gobernador en su informe anual que: Through all these years…[t]his was a vision of the day when Porto Rico, through its contacts with both Americas would assume an important part in Inter-American affairs —apart (sic) for which its bilingual and bi-cultural recourses, its geographical position and its program of education would fit it pre-eminently. (5-6)


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El ideario panamericano del Dr. Benner, como el de Muna Lee, tenía un carácter eminentemente humano, cultural y académico. El 29 de abril de 1928, después de Muna Lee haber representado a la mujer puertorriqueña y a Puerto Rico en la Sexta Conferencia Panamericana en La Habana7, Benner ofreció un discurso ante la National Education Association en la ciudad de Boston en el que decía: “[e]l ideal, eslabón que una a América; el ideal interamericano… debe ser el ideal común y vulgarote que nosotros [los estadounidenses] llamábamos ‘neighborliness,’ [urbanidad vecina]” (“El Ideal Inter-Americano” 6). Benner pensaba que para ello sería pertinente que los textos y lecturas escolares en los Estados Unidos incluyeran más narraciones históricas de “Sud América”. Recomendaba Benner en su discurso a los educadores estadounidenses: Más versiones al inglés de los poemas y novelas de los escritores sudamericanos… o que se pluralice la instrucción en historia latinoamericana de relaciones inter-americanas en nuestras escuelas de alta enseñanza y colegios: que informemos a nuestros futuros profesores… sobre los problemas educativos de nuestras repúblicas vecinas… y de lo que sus directores han hecho por resolverlos. (6)

Desgraciadamente, aún no se han logrado conseguir ese otrora ideal interamericano y ese deseo de urbanidad vecina a que Benner hizo referencia en su discurso. Por su parte Muna Lee, en su afán por unir culturalmente las Américas, continuó dedicándole gran parte de su tiempo a las traducciones de poemas y obras latinoamericanas al idioma inglés. Sus luchas y esfuerzos más significativos se concentraron en el establecimiento de lazos de amistad y de correspondencia mutua, mucho más allá del contexto de la política exterior (hegemónica) estadounidense. Así se afianzó en ella, de forma permanente, el Panamericanismo. La mayor parte de su obra literaria, incluyendo una parte de su poesía, muestra una clara definición panamericano-cultural, al modo particular de Muna Lee. Ese modo no constituía una confrontación con la política de su país de origen, pues era de un contenido más profundo y humano (cultural) que la política que Estados Unidos había ejercido en la región. En otra instancia, a su regreso de la Conferencia Pan-Americana, a principios del 1928, Muna Lee continuó con su intensa labor en la


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Universidad. En el informe del Canciller al Gobernador, en 1930, Benner informa que Muna Lee continuó la práctica de enviar boletines diarios en español e inglés a la prensa local y a la de los Estados Unidos. Parte de estos informes eran enviados semanalmente, y por separado, a un selecto grupo de corresponsales y diarios estadounidenses. Además, mantenía una lista de correo de los 500 diarios más importantes en Hispanoamérica, a los que enviaba material en forma rotativa a razón de alrededor de doce artículos semanales. Durante el año fiscal 1929-1930, los periódicos de Puerto Rico, gracias a las gestiones de Muna Lee, publicaron gratuitamente 9,987 pulgadas de partes de prensa en español. El Porto Rico Progress y The Times publicaron 2,638 pulgadas con información de la Universidad, lo que se tradujo a aproximadamente 400,000 palabras en español y 105,00 en inglés (Annual Report 1929-30, 26-27). Como se puede apreciar, debió haber sido toda una hazaña; Muna Lee contaba sólo con una secretaria y el personal de apoyo era mínimo, cuando lo había. Coyunturalmente, la Sexta Conferencia Panamericana de La Habana tiene un profundo significado para Puerto Rico y los derechos de la mujer puertorriqueña. Uno de los temas que se discutió fue el de la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. El proyecto igualitario fue defendido por una delegación de los Estados Unidos del Partido Nacional de las Mujeres (National Woman’s Party - NWP)8. Muna Lee era miembro activo de dicho partido, quien la invitó a participar en la asamblea celebrada en Cuba en 1928. Representaría a la mujer puertorriqueña y a la Liga Social Sufragista de Puerto Rico, mientras Muñoz, quien vivía en Nueva York, por su lado, asistía a la Conferencia como traductor9. Es importante recordar que Puerto Rico, por no ser una república, no tenía el derecho a estar representado en las conferencias internacionales. La Dra. Gladys Jiménez Muñoz, autora del interesante ensayo “Deconstructing Colonialist Discourse: Links Between the Women’s Suffrage Movements in the United States and Puerto Rico” (1993), aunque critica visceralmente la participación de las mujeres “estadounidenses de clase media”, y la representación que hizo Muna Lee de la mujer puertorriqueña en La Habana, en el contexto de la condición subalterna del pueblo de Puerto Rico, reconoce en su trabajo que: “[t]he most famous act of cooperation performed by the post-


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suffrage woman’s movement in the United States was the National Woman’s Party campaign to have the U.S. Congress impose women’s suffrage over the express will of the Puerto Rican Legislature”. Respecto a la participación de Muna Lee en dicha Conferencia, la oportunidad es propicia para aclarar que no fue ella quien escribió el mensaje de las mujeres boricuas, sino Ricarda López de Ramos Casellas, Presidenta de la Liga. Pero Muna Lee defendió e hizo suyas las palabras de Ricarda López; lo que aclara y, simultáneamente abona a una serie de interrogantes. Ricarda López era una conocida activista republicana y, políticamente, representaba todo lo opuesto al pensamiento independentista de Muna Lee. No obstante, la visión sufragista-panamericanista de ambas sobresalientes mujeres preponderó sobre cualquier otra consideración10. Un dato que arroja claridad a esta discusión es la auto-evaluación que hace Muna Lee de su participación en la Conferencia. La misma se ha encontrado en una carta de Muna Lee dirigida al Dr. Benner en la que señala lo siguiente: Well, we spoke to the Pan-American Conference, at their invitation! (Sic) The first time women have been invited to address an international gathering on equal rights. The press has been magnificent— Cuban papers are even more decided than Porto Rican. My speech was the only two minutes Porto Rico got in the whole conference — I said little enough, merely that autonomy was a desirable thing for women and for Puerto Rico. Of course our speaking at all was unprecedented and the fact represents an honor of which I shall probably be more sensible when less tired. (Énfasis nuestro)

Es obvio que Muna Lee no se sintió del todo cómoda con el discurso que las mujeres de la Liga Social Sufragista aprobaron. Ella encuentra que habló en forma muy superficial sobre Puerto Rico y su condición colonial. El signo de admiración al final de la palabra “invitation!” es muy elocuente; realmente nunca estuvo en agenda invitarlas, tuvieron que lucharlo. Retornando a la Universidad de Puerto Rico, para el año fiscal de 1935 a 1936 el canciller interino informaba al Gobernador que el Departamento que Muna Lee dirigía tenía dos objetivos: el primero era aumentar el interés y retener la confianza de la gente en su Universidad. Y el segundo objetivo: lograr que las personas de habla inglesa y castellana no residentes en la Isla se interesaran por la Universi-


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dad. Para hacer todo el trabajo, el Departamento de Relaciones Internacionales, como también le llamaban, contaba con su directora, Muna Lee, y con un estenógrafo11. En 1936, Muna Lee, además de dirigir el Negociado, comenzó a enseñar dos cursos avanzados de literatura inglesa. Uno fue un curso de dos horas: Contemporary American and British Poetry, y otro de tres horas: Tendencies in Modern American Poetry. Decía Muna Lee sobre la Universidad de Puerto Rico y su Negociado de Publicidad que, “lento pero seguro”, se realizaba uno de sus objetivos que era: “to become middle ground where the Spanish American and the Anglo American cultures may meet, for the benefit of all peoples” (Annual Report. An extension...). Como lo demuestran sus palabras y ya destacáramos, su ideario panamericanista era cónsono con el de la institución: que la Universidad fuera un punto de encuentro entre la cultura anglófona y la hispanoamericana. En su informe indica que durante el año académico 1936-37 se mantuvieron relaciones cordiales con instituciones de alta enseñanza de ambas culturas, “towards the end of a better inter-American understanding…”. Todo ello era acorde con la política rooseveltiana de la “buena vecindad”, la que ella venía predicando desde hacía muchísimos años. El Dr. Chardón renunció al cargo de canciller en 1936 y don Juan B. Soto lo sustituyó. El Informe del Canciller del próximo año contiene una sección subtitulada: “The University of Puerto Rico as a PanAmerican University”. La Universidad, estando en una posición privilegiada (“unique”) para un mutuo entendimiento (“of the two main races of America, the Latin and Anglo-Saxon”), era un activo importante para adelantar los objetivos primordiales de ésta y del Presidente de los Estados Unidos. Decía el informe, cuyo lenguaje lleva a concluir sin duda que eran palabras de Muna Lee: “The Spanish tradition of inhabitants of this Island and the influence exercised upon them during the last forty years by the North American culture, offer an unusual opportunity for a comparative study and clear understanding of the two cultures and their significant complications.” “Sin duda”, reza el informe al gobernador, “durante los años en que el régimen americano ha estado presente en Puerto Rico, la marca de la civilización y los ideales de ésta han quedado estampados en la Isla de forma muy apreciable para todo el mundo… [l]a gente del Norte que desee en-


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tender la cultura hispánica y la latinoamericana, encontrarán en Puerto Rico el ambiente apropiado” (Annual Report 1937-1938, 21; traducción nuestra). Valga recordar que, paralelo a los eventos de la vida universitaria y sus asuntos académico-culturales, estos fueron años convulsos en Puerto Rico. El gobernador entre 1934 y 1939 era Blanton Winship. Para la época ocurrieron varios incidentes violentos que degeneraron en la muerte del Coronel Elisha F. Riggs, estadounidense que ostentaba el cargo de Jefe de la Policía Insular. Más tarde ocurrió uno de los eventos más desgraciados en los anales de la historia puertorriqueña: la Masacre de Ponce. Como presagio a esos hechos hostiles, la actitud represiva del Gobernador era manifiesta sin pudor. Ésta era combatida por Muna Lee de diferentes modos. Por ejemplo, en una instancia le escribe a Winship una carta, que luego hace pública, protestando enérgicamente contra una absurda ley que obligaba a todos los empleados insulares a prestar juramento de lealtad a la Constitución de Estados Unidos, incluyéndola a ella, que era empleada de la Universidad de Puerto Rico. En su carta de dos páginas le dice al gobernador Winship: [A]unque encuentro que es ridículo que se me pida jurar que soy leal a los Estados Unidos, no tuve ninguna duda en hacer el juramento. Creo en la Constitución de los Estados Unidos como creo en la independencia de Puerto Rico; y estoy dispuesta a jurar mi firme solidaridad con ambos principios en cualquier tribunal y en cualquier momento. Mis raíces en los Estados Unidos alcanzan a trescientos diez y siete años del pasado hasta el comienzo mismo de las colonias…. Con esta historia de mi familia, es natural que yo piense que lo importante con respecto a la Constitución es observarla más bien que jurar observarla. Mientras la Constitución —la suya y la mía— cubra a Puerto Rico, yo creo que las garantías constitucionales en Puerto Rico deben ser celosamente respetadas por usted…

Muna Lee se marchó de Puerto Rico a trabajar al Departamento de Estado en Washington en diciembre de 1941, cuando se convenció de que la relación de Muñoz Marín e Inés María Mendoza, iniciada a finales del año 1937, no le daba espacio a ella para vivir una vida libre de presiones. Se divorció de Muñoz el 15 de noviembre de 1946, y éste se casó con la Sra. Mendoza al otro día, el 16 de noviembre del


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mismo año. Lo que nunca hizo Muna Lee fue abandonar los afectos y propósitos de toda una vida, los que mantuvo profundamente arraigados en Puerto Rico, lugar donde radicaba su residencia oficial, hasta su muerte en 1965. Para terminar, citamos las palabras de don Enrique Laguerre en su artículo “Norteamericanos en Puerto Rico”, que apareció en El Vocero el 11 de diciembre de 2001. Don Enrique resume y resuelve cuestiones de otredades hablando del Otro desde la perspectiva de él mismo como un Otro, cuando señala que: Por eso hablo hoy de un tema del que nadie, por una u otra razón, parece querer hablar: la contribución de algunos profesores norteamericanos al espíritu renovador de la generación treintista [sic] puertorriqueña. Entonces era yo un “viejo” estudiante universitario y sé lo que digo. Es decir, me desempeñaba como maestro rural y viajaba en tren para proseguir estudios universitarios durante los fines de semana y los veranos. Entonces fui discípulo de Louis [sic] Richardson, Tom Hayes y Muna Lee y trabé amistad con otros norteamericanos como George Warrek, Frederick y Helen Sackett y William Sinz. Estuve más cerca de Louis [sic] Richardson, Warrek, Hayes y Muna Lee. Todos tenían algo – de una u otra forma – en común: un genuino interés en la historia cultural del país que habían adoptado como el suyo propio. (Énfasis nuestro)12

NOTAS 1

En el Bureau of Departmental Operations en Washington, DC. (“Schedule of Verified Service”) detalla sus funciones y el periodo en que trabajó en la División como: “Spanish Examiner” del 28 de junio del 1918 al 25 de junio del 1919. National Personnel Records Centers (Civilian Personnel Records) Saint Louis, MO. 2 La Revista de Indias fue un esfuerzo de Muñoz en el cual pretendía publicar literatura en inglés y español. Sólo salieron tres números: los de agosto, septiembre y octubre de 1918. 3 Estos datos aparecen en un manuscrito inédito de Luis Muñoz Marín archivado bajo el título “Borradores, última parte, banda 43”, manuscrito sin publicar, pp. 1-2, Sección XII, serie I, Fundación Luis Muñoz Marín, Archivo, San Juan, PR. Véase también la versión de Muna Lee en carta de Lee a Ruby


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Black del 27 de mayo de 1941, Colección Ruby Black, Centro de Investigaciones Históricas, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, PR. 4 Ver n. 1. 5 El Partido Unión pasó a ser el Partido Liberal en 1932, siendo el que más votos obtuvo en la elección de ese año. No obstante, no obtuvo el control del Senado. Muñoz Marín resultó electo Senador por acumulación. 6 Estos datos aparecen en la Hoja de Servicio, forma BT 6 de su expediente personal en el Archivo Central de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, bajo el nombre: Muna Lee de Muñoz Marín. 7 La conferencia aparece reseñada en el periódico El Mundo bajo el titular: “Las feministas hablan por primera vez en una sesión de la Conferencia Panamericana...”. 8 El National Woman’s Party se fundó en 1928 para luchar por la igualdad de la mujer. 9 Al terminar la asamblea, Muna Lee regresó a Puerto Ri co, donde ella vivía con sus hijos, y Muñoz se regresó a Nueva York, donde continuó residiendo hasta 1931. 10 Ricarda López de Ramos Casellas nació en Manatí en 1879 y perteneció a una familia acomodada y destacada en la política de su pueblo. Con el pasar de los años tomó conciencia de la posición de inferioridad de la mujer con respecto al hombre. Perteneció al llamado primer feminismo que dio la batalla por lograr una educación formal y el derecho al voto en la lucha por el sufragio femenino. Fue miembro del Partido Republicano de Puerto Rico (Enríquez 167). 11 El informe de ese año no tenía las páginas numeradas, y aunque no está el nombre del Canciller, en ese momento lo era el Dr. Osuna. Además, se adhirió el informe de la directora del Negociado de Publicidad como parte del documento, el que aparece anotado como escrito por Muna Lee (Report of the Acting Chancellor 1935-36). 12 Se trató de un Proyecto de Ley para incluir en los premios del Instituto de Cultura a todos los escritores puertorriqueños residentes o no residentes en Puerto Rico, los escritores nacidos en cualquier estado o territorio de los Estados Unidos que sean residentes de Puerto Rico y los escritores extranjeros permanentemente domiciliados en Puerto Rico (Estado Libre Asociado 2).


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AL PRINCIPIO FUE UNA IMAGEN. FOTOGRAFÍA, MIMESIS Y ZONAS DEL CONTACTO COLONIAL IVETTE RODRÍGUEZ SANTANA La historia se descompone en imágenes no en narrativas. Walter Benjamin

L

uego de mi regreso a Puerto Rico, después de varios años de estudios en la Universidad de Yale, y mientras trabajaba en mi investigación doctoral, me invitaron a participar en un foro sobre una antología de ensayos recién editada por Silvia Álvarez Curbelo y María Elena Rodríguez Castro. El propósito de la antología, titulada Del nacionalismo al populismo: cultura y política en Puerto Rico (1993), era insertar perspectivas culturales e interdisciplinarias en una discusión hasta entonces acuñada en el lenguaje de las ciencias políticas. Aunque me honraba la invitación, sentía que tenía poco que contribuir al tema en cuestión: la topografía discursiva e institucional del proyecto populista en Puerto Rico como discurso de la modernidad. Había sido estudiante de ciencias políticas en la Universidad de Puerto Rico; pero los temas del nacionalismo y el populismo le parecían asuntos ya desgastados a la futura socióloga ahora interesada en tramas algo más “ordinarias” y “abyectas”, como la salud y la higiene, la muerte y la enfermedad. Libro en mano, y con nada claro que decir, me pesqué distraída, ojeando la imagen en la portada de la antología. Algo de ella sacudió mi curiosidad, algo parecía estar ocurriendo. Bajo el título del libro, justo bajo la palabra “editoras’”, hay una fotografía en blanco y negro 123


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de dos niñas vestidas con trajes de algodón de estampados floridos. Es una foto de los años cuarenta. Las niñas ocupan el centro de la fotografía: la de piel oscura a la izquierda, la de piel más clara a la derecha, cada niña gira su rostro hacia la otra. Se miran sonrientes mientras se toman de las manos. Con el otro brazo y sobre sus cinturas, cada niña agarra una enorme lata de aceite o gasolina, como aquellas que, según nuestros padres cuentan, se usaban en “los tiempos difíciles” para traer agua a casa de un pozo o quebrada cercana. Tal y como aparece en la portada de Del nacionalismo al populismo, la foto no ofrece indicación alguna del lugar, sólo un atisbo de tierra o suelo arenoso. Sin embargo, los vestidos y aquellas latas enormes marcan, a la vez, un tiempo en la fotografía y al espacio y los cuerpos de las dos niñas con la precariedad y la pobreza. La foto llama y orienta nuestra mirada con/desde otros modos. El ángulo de las latas guía el ojo hacia el rostro de ambas niñas, al lapso que se abre justo en el contacto de sus miradas; tanto que apenas notamos cómo efectivamente se toman de las manos. Hay, sin duda, un juego de luz y de sombras en la foto, otro modo de jugar con los contrastes


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y las paradojas, con lo que languidece en la luz y lo que centellea en la sombra. La niña de piel más oscura sonríe mostrando sus dientes blancos de modo decisivo. Un rayo le ilumina la frente, ella lleva la lata que brilla más. La niña de piel clara carga la lata más oscura. El trasfondo de su traje es blanco; esta niña sonríe modesta. Cierta sombra nos impide ver en detalle las caras de las niñas; de hecho, al fijarse la una en la otra parecen estar virando la cara… ¿a qué? ¿a las latas? No hay duda: miran hacia otro lado, se miran, no nos miran, casi como si supieran qué es lo que no hay que ver (o saber) para poder seguir allí posando tomadas de la mano. ¿Sería la foto en la portada un mero recurso ilustrativo de lo histórico, como se hace tan a menudo con el archivo fotográfico de la primera mitad del siglo XX en Puerto Rico? ¿Mostrará la foto el cuerpo mismo “del pueblo” que se disputó el nacionalismo y el populismo? ¿No será, acaso, la foto la abertura misma de una fantasía por la que las editoras lanzaron, afanosas, sus afectos? ¿Qué concepción de lo cultural y lo político se palpa allí en relación con la foto; es decir, en la imagen misma creada por la portada de la antología? En aquel entonces, no estaba preparada ni para hacer ni para contestar estas preguntas que aquí dejo a modo de provocación. La foto en la portada me sirvió de gran pretexto para sopesar críticamente las propuestas de Del nacionalismo al populismo, pero con ella surgió también el proyecto de investigación al que hoy me dedico. Y, así como la Alicia de Lewis Carroll se precipitó tras el furtivo conejo hacia un país de extrañezas —recordemos su fastidio porque el libro que leía su hermana no contenía ni imágenes ni conversaciones—, fui tras el espectro animado pero inhóspito de la imagen de aquellas niñas.

TRAS LA IMAGEN Pero ¿adónde lleva una imagen y qué ocurre cuando hemos sido arrastrados, captados por ella? En el recinto de lo obvio, creemos hallar los trazos de algunas evidencias. Aquellas niñas carialegres ante el ojo, al cual también murmuraba la premura, me condujeron al archivo fotográfico colonial que fue configurándose desde finales del siglo XIX y a lo largo de la primera mitad del siglo XX sobre Puerto Rico y su gente. Entre el otoño de 2007 y el verano de 2008, una


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beca posdoctoral de la Institución Smithsonian permitió que me dedicara a investigar varias colecciones fotográficas, tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico. Estudié las colecciones de vistas estereoscópicas preservadas en el Archivo del Museo Nacional de Historia Americana de la Institución Smithsonian, las fotografías conservadas en la División de Impresos y Fotografías de la Biblioteca del Congreso, ambos en Washington DC; también los archivos visuales del Archivo Nacional y Administración de Documentos en College Park, Maryland; así como los archivos fotográficos de la Colección Puertorriqueña de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y el Archivo General de Puerto Rico. El presente ensayo es parte de ese trabajo de investigación mayor que desea, a grandes rasgos, pensar en y desde las imágenes que aparecen en dichas colecciones fotográficas, la experiencia colonial y colonialista que las hicieron posibles y que al mismo tiempo sus fotos ayudaron a constituir. Me interesa estudiar, no sólo cómo los archivos visuales producidos por fotógrafos, en su mayoría estadounidenses, imaginaron los contornos de la vida y lo social en Puerto Rico sino, además, cómo instituyeron modos de ver, eso es, de establecer contacto con el otro, percibiendo, aplacando, conteniendo o fijando su irremediable diferencia. Se trata de entender la visualidad como categoría central de la experiencia social y la relación colonial. Pero, también, de comenzar a percibir en la imagen no el simple recuerdo de lo pasado sino la esquiva memoria del ahora, lo de hoy. Ahora bien, como indica la pregunta que encabeza esta sección, en este ensayo me ocupo principalmente de la pregunta por el método. En esta suerte de experimento metodológico al que me lanzo, habría, entonces, que seguir las imágenes: a ver a dónde llevan, buscar en qué lugar se las ve. La fotografía en la portada de Del nacionalismo al populismo fue titulada “Buscando agua” y, como no debe sorprender a nadie, es una de las centenares de fotos que Jack Delano tomó en Puerto Rico. Como bien intuyó mi madre al ver la portada, la foto se recortó para la antología, pues en la original las niñas aparecen de cuerpo entero y descalzas. Ésta forma parte del archivo fotográfico de la Oficina de Información de Puerto Rico. Adscrita al gobierno colonial en Fortaleza, la Oficina de Información de Puerto Rico había sido establecida


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en 1943 con el propósito de “recrear” visualmente las condiciones sociales y económicas de la Isla. El material se utilizaría en publicaciones del gobierno, como propaganda de los proyectos de reforma inaugurados durante la administración del economista y académico norteamericano Rexford Guy Tugwell (1942-1946) y convertidos en política pública bajo la égida del entonces Presidente del Senado, Luis Muñoz Marín. El corpus visual que van armando los fotógrafos de la Oficina de Información de Puerto Rico irá, dice la guía de ayuda de dicho archivo en los Archivos Generales de Puerto Rico, “recorriendo zonas urbanas y rurales, captando todo aspecto de vida social”. Asombra de entrada ese deseo casi obsesivo por representarlo todo, y que, además, se precisen con ello los términos de lo social. Deseo recordar ahora la cita de Émile Zola con la que Manuel Zeno Gandía inicia su novela La charca: “decirlo todo para saberlo todo, para curarlo todo”. Por medio de esa moderna forma de mimesis que es la fotografía, se ha buscado que ese “todo” sea capturado por y dentro de un particular régimen de la mirada y lo visible. La fotografía va adquiriendo ese gran poder de “facticidad”, de sólida y firme realidad que, por otra parte, adjudicamos sin titubear a aquellos cuerpos y “aspectos de vida social” que han querido ser representados. Me dejo llevar ahora por Michael Taussig y el uso intenso que hace del concepto “mimesis” de Walter Benjamin en su libro Mimesis and Alterity (1993). La facultad mimética es, según Taussig, la naturaleza que la cultura usa para construir una segunda naturaleza. En la modernidad, Benjamin anotaba, resurge la primitiva facultad mimética de antaño: esa compulsión de convertirse o comportarse como otra cosa, y que Taussig, además, reinterpreta como la capacidad de ser Otro. Lo lee en el Benjamin de “El arte en la era de la reproducción mecánica”: “Everyday the urge grows stronger to get a hold of an object at a very close range in an image [Bild], or, better in a facsimile [Abbild] by assimilating it as a reproduction” (Benjamin 105). ¿Apetito, posesión, fijación, encantamiento? Para Taussig lo que resulta crucial de ello, y lo que harían posible las tecnologías de reproducción mimética como la cámara fotográfica y el cine, es la doble noción de mimesis que implican. Bajo esta definición, una imagen fotográfica es al mismo tiempo “una copia o imitación y una conexión


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palpable, sensual entre el cuerpo del que percibe y lo percibido” (Taussig 21). Por una parte, el archivo fotográfico de la Oficina de Información de Puerto Rico aspiraba a ser el acervo iconográfico de la gran fantasía moderna, la versión acriollada de un cierto sueño americano en la colonia. Allí se proyecta la imaginada consistencia y coherencia social que invoca la mirada, y activa, en el que mira, un cierto sentido de identidad y pertenencia, de que existe con y para otro. Sin embargo, por otra parte, este archivo remeda un abismal laberinto producido por el exceso y la repetición de las tomas. Una vertiginosa sensación aguijonea al que mira, ante el déjà vu, la saturación de lo que a los ojos de todos debe aparecer como la evidencia de “lo nuestro”. Las fotos recogen situaciones de familias, la casita de madera y el bohío, trabajadores de la caña, del tabaco, de muelles, pescadores, obreras de fábricas; allí están sus cuerpos en movimiento, doblando el lomo; haciendo fuerza, cargando, cortando; junto a ellos aparecen industrias, productos agrícolas, las plazas públicas, iglesias, funerales, niños, viejos, jóvenes, mujeres y hombres en su cotidianeidad. Entre ellos se entrega de nuevo la Isla a la vista: el amanecer y el atardecer; las playas y sus palmeras (un sinnúmero de ellas), la boca de los ríos y su encuentro con el mar, vistas del mar tranquilo y el mar revolcado; las cascadas, los chorritos y caídas de agua; las ruinas o casas viejas de haciendas; plantaciones y molinos de azúcar; una ventana, el balcón de la casa grande, el insignificante detalle arquitectónico. El precursor inmediato de este insaciable proyecto de visualización gubernamental que caracterizó a la Oficina de Información de Puerto Rico fue el experimento fotográfico de la Sección Histórica de la Administración de Seguridad Agrícola (FSA por sus siglas en inglés), una de las varias agencias del Nuevo Trato del Presidente Franklin Delano Roosevelt. Bajo la orden de Roy Stryker, la Sección Histórica de la FSA buscó documentar en detalle los estragos de la depresión de la década del treinta en los pequeños pueblos y zonas rurales de los Estados Unidos. El propósito del sondeo visual fue, por un lado, promocionar entre los sectores de clase media estadounidenses los programas y políticas demócratas del Nuevo Trato que muchos conservadores acusaban de socialistas; por el otro, guardar


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para la posteridad aspectos de lo que se denominaba como la “escena Americana”, el intento de confirmar la estabilidad y continuidad en momentos de profunda crisis. El producto, sin embargo, fue una verdadera heterogeneidad de imágenes y articulaciones de la diferencia que, a pesar del encuadre estatal, su uso disciplinario o las obstinadas homogeneizaciones académicas y bibliográficas (“fotografía de la FSA”, “fotografía documental”, etc.) resiste en muchas ocasiones las categorizaciones simples. Como sugerí arriba, la idea de establecer un acervo fotográfico en la colonia correspondió justamente al primer director de la FSA, Rexford Tugwell, quien en 1942 es nombrado gobernador de la Isla después de fungir brevemente como Rector de la Universidad de Puerto Rico. Algunos de los fotógrafos que luego trabajarían para la Oficina de Información de Puerto Rico, tales como Edwin y Louise Rosskam, Charles Rotkin y Jack e Irene Delano, ya habían llevado a cabo asignaciones fotográficas para el FSA o para otras agencias federales. Las fotos de Edwin Rosskam (entre ellas las tomadas para la revista Time sobre los eventos posteriores a la Masacre de los nacionalistas en Ponce, en 1937, y para la Administración de Relocalización en la segunda mitad del 1930) y de Jack Delano, en 1941, forman parte del archivo fotográfico del FSA que se encuentra en la Biblioteca del Congreso y los Archivos Nacionales de los Estados Unidos. Desconocidas en su mayoría, las imágenes sobre la isla y su gente que conserva el archivo del FSA y donde, de hecho, se incluyen proyectos fotográficos no comisionados por dicha agencia, todavía aguardan a que se les haga reverberar. Junto a los umbrales, los gestos, los niños —hay que hablar más de sus niñas— y el cuerpo dignificado de los jíbaros, que se repiten con intensidad en las fotos de Jack Delano, surgen, más allá de estas figuras, la sorpresa y el desconcierto en las fotos de Edwin Rosskam. Hablemos de una de tantas: “Girl carrying water in gasoline can. Ponce, Puerto Rico, 1938”. Una chica carga agua en una lata de gasolina. A diferencia de las niñas en la foto de Delano, esta chica se encuentra sola y de espaldas. Va por medio de un camino de tierra yermo que se extiende a la distancia. A los dos lados del camino hay casas de madera algo destartaladas. Resalta, a la izquierda de la foto, el flanco de una casa en zocos con balcón. Pero lo que detiene la


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mirada es la textura horizontal de la madera, interrumpida por el cuadrado liso de la ventana cerrada que está en medio de la pared. No hay más que mirar, sólo el perro que escudriña la tierra al lado de la casa. Es en las curvas del cuerpo de la chica donde la vista a el mismo tiempo se centra y se pierde en la foto. Sujeta la lata con su brazo derecho y la presiona contra el costado y la cintura, el cuerpo se tuerce hacia ese lado, la cintura; se arquea en el otro, su brazo así queda libre. En su juego con la composición modernista de objetos, texturas y figuras geométricas, Rosskam da entrada a lo que no se da fácilmente a la vista, o la contemplación, lo que clama por una manera distinta de ver, otro modo de la percepción. Imágenes como éstas suponen un ojo táctil, construyen una materialidad sensorial.

HACIA LA ESFERA DE LA IMAGEN ¿Qué significa ver aquí? Y consecuentemente, ¿cómo comenzar a hablar de ello? Sólo hay que dedicarse exclusivamente a estudiar fotografías por un año entero para darse cuenta de cómo se altera, literalmente, la percepción de uno. Ver ya no significa lo mismo cuando lo que hace es inquietar, entre el deseo y el horror, provocar el cuerpo. A la vez que una va penetrando el laberinto de imágenes, se siente igualmente invadida por ellas, fuera de sí, lanzada a su alteridad,


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otro espacio y no tanto otro tiempo; allí tientan las sombras y los espectros que han eludido la mirada circunspecta y el anhelo de sentido de tanta narración sobre lo histórico en Puerto Rico. En mi tanteo, ver ya no es contemplar. Un sujeto, discerniendo y distinguiéndose de su objeto, que asume que allí existe el afuera, y siempre consciente de lo que hace y de su distancia, abre los ojos y mira. Mientras creemos que sólo miramos, estamos envueltos en una compleja maraña de relaciones y prácticas. La visión, no cabe duda, es una red tramada en el marco de condiciones (culturales e históricas) específicas y marcada por una serie de experiencias (subjetivas y colectivas), pero ver no sólo supone lo que hacemos sino también lo que nos pasa en el proceso1. Las imágenes también se fijan en nosotros y de eso, a través del ojo, sabe nuestro cuerpo. Otra foto de Rosskam (“Jibaro hut near Cidra. Puerto Rico, 1938”) retrata de modo monumental la parte de atrás de un bohío. La paja del bohío teje la contextura y el trasfondo mismo de la foto. No hay ventana. Por el lado, a la distancia, se divisa un tendedero de ropa y más allá quizás el campo. La foto triangula el foco y la dirección de la mirada: ¿por cuál ángulo empezar? A la izquierda un niño parado, indiferente y de medio lado, casi de espaldas a la cámara —otra vez la espalda— juega con sus manos. Frente a él, en el ángulo derecho de la mirada, recostado del bohío, hay un rollo de alambre de púas cuyo centro se abre al vacío bajo el piso levantado en zocos del bohío. Arriba, metido entre la paja de la pared del bo-


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hío, se asoma la carita de otro niño que mira a hurtadillas la escena. Esta es una foto sobre mimesis, alteridades y contactos: entre el norteamericano que toma la foto, el otro que posa distraído y el curioso que ojea; entre la cosa o el cuerpo que escapa de la escena y el objeto espinoso que lo apresa. Recordemos que el alambre de púas ha sido usado para establecer límites y dividir fronteras, evitando así la salida de animales o la entrada de intrusos. Se dice que los alambres de púas, tanto como las ametralladoras, fueron centrales en las muertes generadas por la guerra de trincheras durante la Primera Guerra Mundial. La misma guerra en la que Rosskam fue apresado como “an enemy alien child”, sin poder salir de un campamento en Alemania, ocasión en la que sufrió la pérdida de su padre. Lejos de aquella guerra, el alambre en la foto marca la zona de otras violencias, otra “tierra de nadie”, el campo de otros conflictos. Por este alambre, sin embargo, el cuerpo transita distraído; herida, a un tiempo, se engancha y se pierde la mirada. El niñito que mira entre la paja del bohío podría pensarse como el otro paralelo del espectador, mientras podríamos decir que el que juega con sus manos refleja al fotógrafo frente a la escena, o quizás, por el contrario, el que liga es el fotógrafo mientras nosotros percibimos espaciados lo que pasa. Muchas fotos de Rosskam presagian la seducción y el momento de algún peligro. Por ellas entramos a la zona donde se desdibujan las fronteras y el sentido, allí se condensan y confunden la violencia y los afectos, el deseo y las abyecciones que han constituido la experiencia colonial, tanto así como lo social y la colonia como experiencia. Uno se pregunta si algo verdaderamente aspira aquí, como se ha alegado en tantos estudios de la fotografía de Delano y Rosskam en Puerto Rico, a mostrar alguna “integridad cultural”, “la personalidad” o “ el cuadro real de su gente”. Me han llamado mucho la atención todas esas fotos de niños y, particularmente, las niñas en algunas fotos de Delano. Lo he dicho en otra parte, desde finales del siglo XIX los niños constituyeron el eslabón principal para los discursos de reforma que imaginaron desde sus cuerpos medicalizados la hipóstasis del cuerpo social del país. En la fotografía de Delano que se conserva en el archivo del FSA y la Oficina de Información de Puerto Rico, sin embargo, se percibe la intensidad de esas niñas que posan para la cámara o que espían tra-


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viesas desde el umbral de una puerta, o detrás de una carreta. Quisiera no detenerme ahora en ninguna de esas fotos, son tantas. Podría hablarse del semblante hermoso y ojos melancólicos que buscó entre varias tomas de la “Niña, hija de un trabajador agrícola, cerca de Caguas”, y que el propio Delano escogió para la portada de su fotoensayo Puerto Rico mío. Pienso también en aquellas fotos de niñas pobres que, en ciertos gestos, evocan las del escritor y fotógrafo, Charles Lutwidge Dodgson (alias Lewis Carroll) a Alicia Lidell, la misma que le inspiró a escribir Alicia en el país de las maravillas y su segunda parte A través del espejo. La que recuerdo exhibe al mismo tiempo alguna similitud y una gran distancia de las fotos de Delano, pienso en “Alice in Rags” (“Alicia mendiga”). Habría que reflexionar, cómo nos implican, o a qué nos exponen, los rostros y cuerpos de esos niños en medio del territorio impreciso donde se embrollan lo puro y lo impuro, el indicio y la incertidumbre, el desamparo y la inocencia. Independientemente del contenido preciso, la fotografía de Rosskam y Delano despierta en el observador puertorriqueño una maraña de emociones, por lo familiar: “ah sí mira, así mismito era”, “eso no lo vi pero recuerdo… ¡Ay bendito!”; o, por el contrario, “así eran ellos los pobres… los jíbaros” o “así nos veían los gringos”. A ello puede unirse la curiosidad del que desea de inmediato construirle una historia y otorgarle una identidad: ¿Quién, y con qué propósito hizo posar a esos niños frente a la cámara? ¿Quiénes son, qué edad tienen? ¿Dónde se tomó la foto? ¿Quién mira y quién se pretende que la(s) vea? ¿Cómo es que ésta hace a sus sujetos y a nosotros inferiores? Objeto de amor u odio, registro de una verdad o una mentira a secas, el corpus fotográfico sobre la Isla y su gente ha sido apenas objeto de una reflexión atenta y compleja. Lo que ha primado es el abuso narrativo y textualizante de estas imágenes, su instrumentalización como documento o “evidencia histórica”, tanto por sus propios productores, la maquinaria gubernamental y publicitaria en las que surgieron y circularon dichas imágenes, así como por los análisis que más recientemente han buscado hacerlas inteligibles. “Jack Delano —insistía Arturo Morales Carrión— “con su arte y sensibilidad registró el momento inicial, cuando Puerto Rico estaba atrapado en las redes de un patético subdesarrollo. Logró así una galería de tipos y situaciones, ya fijados visualmente para el aná-


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lisis histórico y sociológico” (9). Desde esta perspectiva, las fotografías, insiste Alan Fern: “contienen tanta información, si las leemos atentamente, como veintenas de estudios de sociología, de agronomía o antropología” (11). No son muchos los estudios sobre los archivos fotográficos coloniales, pero aún la apuesta crítica no se ha salvado de la compulsión a fijar de uno u otro modo el sentido de estas fotos. Particularmente cuando este trabajo crítico ha tratado de demostrar que al representar “mal” o “bien” —al representar a los puertorriqueños como los otros inferiores o al construir una suerte de memoria nacional— las fotografías de este archivo han respondido a la clara función de plasmar sea bien “la verdad del pueblo” o la “ficción del poder” en Puerto Rico.

“SE TOCA CON LOS OJOS Y SE MIRA CON LAS MANOS” Oscar E. Vázquez, en su agudo ensayo sobre la fotografía gubernamental en Puerto Rico, intuye frente a una foto de la Oficina de Información de Puerto Rico el tipo de decisión metodológica, y por qué no, la ética interpretativa con la que nos topamos los estudiosos de la fotografía. Vázquez comienza su ensayo describiendo una foto tomada en 1945 y que atribuye a Rosskam2: “it shows a bohío (…) with one set of the twin wooden doors shut, another open; the latter implies a gesture of invitation perhaps, but to what? Shadows and vague definitions. Such are the spaces of beginnings and speculation” (281). Describe entonces los dos afiches que aparecen a los extremos de las puertas: uno es un afiche de la pava y el otro anuncia la candidatura de Ernesto Juan Fonfrías para las elecciones senatoriales de 1944. Para Vázquez la pava y el bohío, en las foto de Rosskam, no sólo juegan con el lugar icónico de éstos en la cultura y la política de la Isla, sino que apuntan a un momento clave en el que se elucida la cuestión de su status jurídico con relación a los Estados Unidos. Su interés principal es explicitar la economía visual de la que participaron dichas fotos, y la red discursiva en la que circularon: en primer lugar, la transformación del jíbaro en electorado y, segundo, el lugar que ocuparon en los discursos liberales sobre el “progreso” y mejora de la colonia. Lo segundo es lo que para Vázquez distingue las fotos de Rosskam del resto del repertorio fotográfico del FSA. No


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puedo extenderme más sobre el trabajo de Vázquez, con quien podría coincidir en más de un punto de análisis. Me pregunto, sin embargo, por lo que encuentra o reconoce en el interior del bohío de Rosskam. Lo que a primera vista no eran más que “sombras y definiciones vagas” se les otorga sentido en el marco de una lectura cultural de lo político. Al entrar por la puerta, Vázquez distingue un lugar cultural de tensiones entre la tradición y la colonia, entre el sitio colonizado y su resistencia, entre el pasado de aquellos jíbaros que se quedaron en la Isla para pronto dejar de serlo y los que en los Nuyores de los años ochenta recreaban, con sus “casitas”, la nostalgia y otros modos de protestar y pertenecer políticamente. Mi trabajo con la fotografía sobre Puerto Rico responde de otro modo a la invitación de la puerta abierta de Rosskam o de las niñas de Delano con las que empezamos este ensayo. Lo que me ha ocupado es el tránsito hacia la esfera propia de la imagen y la percepción. No está demás repetir lo obvio: vivimos entre y con imágenes. Habría que acercarse al archivo fotográfico de finales del siglo XIX y primera mitad del XX desde una perspectiva que no se pliegue ingenuamente a la celebración y seducción realista o que, por el contrario, asuma de entrada la crítica iconoclasta, que ansiosa y sospechosa de todo intento de representación, sólo ve en las imágenes fotográficas un instrumento para el control y la dominación. Sin embargo, habría que seguir tomando en serio esa maraña de afectos y reacciones provocadas por las fotos, ver lo que de las últimas atrae y lo que repulsa, casi siempre al mismo tiempo, y pensar de dónde derivan dichas fotos su misterio, su vida propia y el supuesto secreto de lo que somos. En este experimento adopto la pregunta de W.J.T. Mitchell: “What do pictures want?”: ¿Qué piden de nosotros esas fotos? ¿Qué deseos lanzamos sobre ellas, qué forma toman esos deseos cuando son proyectados de vuelta; demandándonos, seduciéndonos, llevándonos a sentir y actuar de maneras específicas? (25). La fotografía colonial instaura un peculiar espacio de contacto cultural y social, con ello, también, una serie de prácticas visuales y perceptivas, que para seguir con la propuesta de W.J.T. Mitchell, participan “as go-betweens” en los intercambios sociales. Ese repertorio de imágenes constituyó el sitio fundamental de un encuentro: aquél en que los puertorriqueños reconocieron, y se reconocieron,


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en y desde la mirada norteamericana. El asunto sería, entonces, pensar de qué modo ese contacto visual con el otro colonial (o con sus imágenes) participa en la construcción del cuerpo social del Puerto Rico que estudiamos y vivimos. Si por un lado queremos ver cómo lo social se va construyendo en y por medio de la imagen visual, por otro pretendemos, igual, ver lo social y la cultura desde el punto de vista de la visualidad. La experiencia visual y perceptiva producida en y por el archivo fotográfico colonial es una zona de convergencias y tensiones entre cuerpos y fantasías. Se trata de la percepción, porque aquí, en la dimensión de la imagen y su experiencia visual, surge una relación a un tiempo espectral y visceral entre el cuerpo del que mira y de lo visto, entre lo que se da al ojo y lo que pretende percibir a distancia. Tomar en cuenta la complejidad de esta relación, el modo en que, sin aspirar a generar sentido, una imagen conecta sensualmente con las cosas, es hablar de otro tipo de materialidad, lo cual tiene implicaciones para el modo en que pensamos el saber, el poder y la experiencia. Benjamin hablaba del inconsciente óptico revelado por el ojo de la cámara y el cine, y Taussig explica el tipo de trasgresión que supone asumir que hace rato percibimos de ese modo: Thus insofar as the new form of vision, of tactile knowing, is like the surgeon’s hand cutting and entering the body of reality to palpate the palpitating masses enclosed therein, insofar as it comes to share in those turbulent internal rhythms of intermittencies and peristaltic unwindings… then this tactile knowing of embodied knowledge is also the dangerous knowledge compounded of horror and desire damned by the taboo. (31)

El saber modelado por la ciencia vieja —nos recuerda Taussig— depende y sostiene esos tabúes, para apaciguar las irrupciones del deseo y del horror que subyacen toda realidad; de ahí su actitud bien pensante y su tono claro y comedido, sus batas blancas, su amor al número y las ordenadas tablas. Permítanme exponerlos de nuevo a la peligrosa e inquietante zona de tactilidad óptica a la que me ha llevado la fotografía colonial en Puerto Rico. Saltemos a un momento temprano en la historia de ese archivo. Imaginen una joven blanca de clase media en la sala de su casa victoriana en Nueva York a principios del siglo XX. La visita su


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pretendiente mientras la madre teje en una sala aledaña. Mucha de la intimidad física se da a través del viaje virtual al que se entregan por medio de vistas estereoscópicas sobre los “West Indies”, que el padre ha comprado recientemente. Allí se encuentran las fantasías de lo exótico y la sensualidad de lo otro colonial, tan en boga en la raciología del momento. El estereóscopo era un aparato compuesto por dos lentes superpuestos que permitía ver imágenes en tres dimensiones. Nuestra experiencia más cercana es el famoso view master con que jugábamos de niños. En la imagen asalta a la mirada el relieve de cuatro niños de espaldas en la playa, miran hacia el fondo en perspectiva, el mar. Los niños, según la leyenda, esperan al Uncle Sam. Están desnudos: se notan las nalguitas, uno es blanco, el otro trigueño, el tercero y cuarto negros. Sí, las lecturas son múltiples e importantes, pero por el momento sólo imaginen el ojo táctil de los novios sobre el cuerpo racializado de los niños. Imaginen un último contacto: tres morenas , dusky belles, en el centro de la foto, atrás los bohíos, no hay naturaleza tropical, sus cuerpos la contienen. Todas posan de frente a la cámara, al parecer, gozando lo que pasa. Dos posan algo tímidas, sólo una mira a la cámara. Pero allí todas devuelven la mirada con sus cuerpos, aquellos cuerpos de relieve se apropian de la escena, y nos alcanzan desde su figurada “oscuridad”, con sus gestos y sonrisas.


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NOTAS 1 Ver el libro de James Elkins, The Object Stares Back. On the Nature of Seeing. 2 La leyenda que identifica la foto en los archivos de la FSA en la Biblioteca del Congreso, Washington DC es: “Between Bayamón and Comerio, Puerto Rico, November 1945. The symbol of the Popular Democratic Party on the side of a house in the country.” En el ensayo de Vázquez la foto aparece como “Shack in Puerto Rico, c1944-46”.

REFERENCIAS Álvarez Curbelo, Silvia y María E. Rodríguez Castro, eds. Del nacionalismo al populismo: cultura y política en Puerto Rico. San Juan: Ediciones Huracán, 1993. Benjamin, Walter. Selected Writings. Volume 3. 1935-1938. Ed. Michael W. Jennings. Cambridge: Belknap P of Harvard UP, 2002. Elkins, James. The Object Stares Back. On the Nature of Seeing. New York: Simon and Schuster, 1996. Fern, Alan. “El proyecto”. Puerto Rico mío. Four Decades of Change/ Cuatro décadas de cambio. Jack Delano. Washington, DC: Smithsonian Institution P, 1990. Mitchell, W.J.T. What Do Pictures Want? The Lives and Loves of Images. Chicago: U of Chicago P, 2005. Morales Carrión, Arturo. Introducción. “La visión”. Puerto Rico mío. Four Decades of Change / Cuatro décadas de cambio. Jack Delano. Washington, DC: Smithsonian Institution P, 1990. Taussig, Michael. Mimesis and Alterity. A Particular History of the Senses. New York: Routledge, 1993. Vázquez, Oscar E. “‘A Better Place to Live’. Government agency photography and the transformations of the Puerto Rican jíbaro”. Colonialist Photography: Imag(in)ing Race and Place. Eds. Eleanor M. Hight and Gary D. Sampson. London: Routledge, 2002. 281-313.


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INTRODUCCIÓN

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uth M. Reynolds (1916-1989)1 tuvo su primer encuentro con Puerto Rico en la ciudad de Nueva York. Al momento de llegar a dicha ciudad, en 1941, apenas sabía que Puerto Rico era una isla caribeña conquistada por Estados Unidos en 1898. Su trabajo allí, con la organización pacifista Harlem Ashram, la puso en contacto con la comunidad puertorriqueña de esa ciudad y las condiciones en que ésta vivía. Narra Reynolds que: At our branch in lower Harlem we became acquainted with the Puerto Rican community, but were unaware of United States policies regarding Puerto Rico until challenged by a Baptist minister, Hipólito Cotto Reyes, as to why we were so concerned about what the British were doing in India and showed no similar concern about what our own government was doing in Puerto Rico. He gave us a rudimentary education in what those policies were 2.

Dos años más tarde, Reynolds conoció en Nueva York al nacionalista Julio Pinto Gandía, quien acababa de salir de una cárcel federal de Virginia por, presuntamente, conspirar en contra del gobierno estadounidense. Poco después, Pinto Gandía le presentó al líder nacionalista Pedro Albizu Campos, quien luego de cumplir siete años de una sentencia de diez en Atlanta, Georgia, fue trasladado a Nueva York para cumplir en libertad condicional los restantes tres años. El encuentro entre Reynolds y Albizu Campos tuvo lugar en el Hospital 139


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Columbus, donde éste recibía atención médica por una afección cardiovascular que venía padeciendo desde su reclusión en Atlanta. En este contexto comenzó el aprendizaje de Reynolds sobre la realidad imperante en la Isla bajo el dominio estadounidense. “What she learned shocked her into a determination to remedy it”, afirmaron sus colaboradores más cercanos y esto, a su vez, forjó un compromiso inquebrantable con la lucha por la independencia de Puerto Rico3. De formación presbiteriana, Reynolds completó un bachillerato en 1937 en inglés y literatura en Dakota Wesleyan University y en 1940 obtuvo una maestría en las mismas áreas de estudio en Northwestern University de Illinois. Para entonces Reynolds era activista en asuntos de justicia social y creyente, además, en la filosofía de la no violencia promovida por Mahatma Gandhi. Aprovechó su primer viaje a Puerto Rico, en 1943, para familiarizarse con la situación social y económica del país y, en particular, con la manera en que el colonialismo estadounidense había impactado la sociedad puertorriqueña4. Su trabajo por Puerto Rico cubre un período cercano al medio siglo, e incluyó la fundación en 1944 de la American League for Puerto Rico’s Independence (1944-1952)5. A raíz de la huelga de 1948 en la Universidad de Puerto Rico, regresa Reynolds a la Isla en septiembre de ese año para investigar si se habían violado los derechos y libertades civiles de los huelguistas. Este segundo viaje la pone nuevamente en contacto con Albizu Campos, quien había regresado a la Isla en diciembre de 1947. Además de sus esfuerzos por la independencia, se solidarizó con los opositores del servicio militar obligatorio impuesto a los puertorriqueños por Estados Unidos, e hizo suya la lucha por la liberación de los presos políticos puertorriqueños y por la salida de la marina estadounidense de Vieques. En este ensayo examino fundamentalmente el período de 1948 a 1957, que tiene como referencia la investigación de Reynolds de la huelga universitaria de 1948, así como su arresto y encarcelamiento en noviembre de 1950. El estudio incluye también los esfuerzos políticos y jurídicos que se llevaron a cabo durante esos años, no tan sólo para lograr su excarcelación sino, además, para retar la constitucionalidad de la ley que sirvió de base jurídica para limitar los derechos y libertades civiles en Puerto Rico. Finalmente, presen-


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to la dimensión humana de esta historia, la que surge de la correspondencia y otros documentos entre aquellos que fueron testigos o protagonistas del acontecer que nos ocupa. Aunque el período que cubre este escrito es relativamente breve, considero que Ruth M. Reynolds se nos presenta en sus dimensiones principales: una persona que vivió como pensaba, entregada a las causas que hizo suyas y con una gran capacidad para ver el amplio contexto en el que devenía la especificidad de su existencia.

DE LA MORDAZA A ARECIBO Entre fines de octubre y principios de noviembre de 1950, el Partido Nacionalista se sublevó para denunciar lo que éstos describían como la opresión colonial de Puerto Rico por parte del gobierno estadounidense. Cerca de 2,000 personas fueron arrestadas y unas 500 personas, entre ellas Reynolds, fueron acusadas de violar la Ley 53 de junio de 1948. Según el pliego acusatorio, Reynolds violó el estatuto conocido ampliamente como la Ley de la Mordaza —y al que Albizu Campos se refería como la ley de la Gestapo6—, al prestar juramento al Partido Nacionalista de Puerto Rico, comprometiendo su vida y fortuna, en una asamblea celebrada en diciembre de 19497. Fue acusada también de portar armas de fuego y explosivos. Reynolds negó categóricamente los cargos formulados contra ella. Con la acusación de Reynolds, el gobierno intentó cuestionar su lealtad a EE.UU. Con su encarcelamiento, asegura Reynolds, dicho gobierno se propuso neutralizar su trabajo por la independencia de Puerto Rico e impedir la publicación del libro sobre la referida huelga universitaria que terminó en 1950. Poco después de su arresto, la American League for Puerto Rico’s Independence dejó de existir. Su defensa, y la de numerosos nacionalistas encarcelados, se convirtió en una campaña de alcance internacional que se constituyó, además, en un importante foro para la discusión de los problemas que según Reynolds, y los que con ella se solidarizaron, definían la realidad puertorriqueña. Sobre su lealtad a Estados Unidos el comité a cargo de su defensa afirmó que: Ruth Reynolds loyalty to the United States of America cannot be questioned. Not because of fear, but because of a different outlook, she


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has never been a member of any organization on the Attorney General’s “subversive” list. Her passion for racial justice, for the ending of American militarism, for the ending of American imperialism, for the independence of Puerto Rico, all spring from her zeal for the purity of soul of the land in which she was born. For her, a blotch on the national honor is a blotch on her own honor, and she must work to redeem it8.

Cientos de personas de distintos países aportaron a un fondo establecido para costear su defensa y lograr su libertad bajo fianza. Aunque querida y apoyada por muchos, para Reynolds la cárcel fue, no obstante, una experiencia muy impactante. En una carta que escribe desde la prisión de mujeres en el norteño pueblo de Arecibo, Puerto Rico, Reynolds describe las condiciones en la cárcel: ¨We have to buy our own medicine except aspirin, sulfathiazole, etc.” Añade que: “I continue to grow more nervous, more thin, more weak; but food, not medicine, is what I need to remedy this situation”9. A pesar de la situación descrita, Reynolds se mantuvo firme en su lucha por la libertad de la Isla. Según unas personas de Ohio identificadas como The Gano Group, que recibieron una carta suya, Reynolds “indicates a beautiful spirit and willingness to witness for the cause of freedom for Puerto Rico.”10 El 20 de abril de 1951, le escribe una carta al Rev. A. J. Muste, quien era miembro de su comité de defensa. En ella manifiesta que: My trial has been postponed indefinitely... I am holding up physically much better than I had supposed I would. I am worried about others, though, especially about some still confined in the Princesa. Give my love to my friends. Tell them I never expected to see so many pacifist names on the “defense” committee. Very deeply do I appreciate their work, their prayers, and their best wishes11.

El caso Reynolds generó un debate ideológico muy interesante entre los grupos en EE.UU. que colaboraron tanto en su defensa legal como en los esfuerzos por excarcelarla. Entre estos grupos se encontraban los Peacemakers, el Fellowship of Reconciliation, la War Resisters League, la Women’s International League for Peace and Freedom y la American League for Puerto Rico’s Independence. Al igual que Reynolds, quien estuvo vinculada a varios de estos grupos, muchas personas se identificaban con el ideario de más de una organización. Otros no querían identificarse con la lucha independentista por temor a ser acusados


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Ruth Reynolds saliendo de la cárcel bajo fianza el 21 de junio del 1952 (RMR Papers, Centro de Estudios Puertorriqueños, Hunter College, Nueva York)

de apoyar al Partido Nacionalista y su uso de la violencia como recurso necesario para lograr la independencia nacional. En una carta de Julius Eichel a Ottie Signell, no obstante, se asegura que Reynolds “has never deviated from her commitment to nonviolence, while allying herself with the Nationalist Party, which is not pacifist”12. La propia Reynolds, en ocasión de un homenaje que se le hizo el 11 de junio del 1983, señaló que: Por mi orientación, y por mis esfuerzos en la iglesia y la comunidad pacifista de los EE.UU. es importantísimo que no se me identifique con el comunismo, ni con el uso de la violencia, pues estas cosas alejan a la gente antes de empezar a aprender algo. No apoyo ni la una ni la otra, pero tampoco las condeno13.

El debate de ideas presente en la numerosa correspondencia encontrada deja ver el compromiso que tenían sus autores con el caso de Reynolds y lo importante que para ellos era tener presente en todo momento la causa que inspiraba su quehacer. Se asevera que “in her trial and in any appeals by the Defense Committee, the cause of freedom for Puerto Rico should have a prominent place, rather


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than being pushed into the background, or apologized for, in order to have Ruth freed”14. Julius Eichel, tesorero del comité defensor de Reynolds, afirmó, en la citada carta, lo siguiente: I know that most pacifists do not want to place their weight behind an independence movement. They are fed up with the evils of nationalism. But it would be well to remember that very often independence is coupled with ideals of true freedom. Many pacifists and internationalists showed a great concern for India’s fight for independence. Colonialism is synonymous with exploitation, and individual victims should be permitted to agitate freely for independence. That does not have to mean that we endorse the actions or objectives of any nationalist group. But we have a duty to ask support for the victims of a suppressive imperialism.

A pesar del incuestionable compromiso que, según Reynolds, tenían sus colegas con las causas de justicia social, económica, racial y de derechos y libertades civiles en Estados Unidos, le sorprendía que algunas de estas personas no entendían la conexión que existía entre tales reclamos y la lucha que otros llevaban a cabo en contra del imperialismo, del colonialismo y por la independencia de Puerto Rico. Para Reynolds, el hecho de que sectores de la izquierda estadounidense no entendieran el vínculo entre ambos objetivos se manifestaba en un reducido apoyo antiimperialista y anticolonialista. A la vez que recaudaban fondos para la defensa de Reynolds, el comité coordinador de su defensa procedió a reclutar los abogados que se encargarían de defenderla. Por distintas razones, este esfuerzo tuvo serias complicaciones. Por un lado, mientras esperaba por su juicio, Reynolds fue trasladada de la cárcel La Princesa en San Juan a la institución carcelaria para mujeres en Arecibo, a unas 60 millas al oeste de la capital, lo que dificultaba su acceso a los abogados. Aunque el jurisconsulto principal del gobierno de EE.UU. en la Isla, Víctor Gutiérrez Franqui, lo negó15, Reynolds y sus defensores alegaron que el gobierno la mantuvo incomunicada, que nunca enviaron las cartas que ella escribió, ni le llegaban las de su abogado Francis Heisler16. Estos afirmaron igualmente que bajo las condiciones represivas imperantes en el Puerto Rico de esos años muy pocos abogados estaban dispuestos a representarla.


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Inicialmente la representación legal de Reynolds estuvo a cargo de los abogados Francisco Hernández Vargas, Juan Hernández Valle y Ángel Cruz Cruz, quienes representaban a los cerca de 500 acusados por los eventos de octubre y noviembre de 1950. En la referida carta a James P. Davis, director de la División de Territorios del Departamento de lo Interior de EE.UU., Gutiérrez Franqui identifica a estos abogados como “nacionalistas”. Posteriormente estuvo representada por Francis Heisler y finalmente fueron Conrad Lynn, joven abogado de Nueva York, y el puertorriqueño Juan Hernández Valle, los abogados de Reynolds. Por otro lado, tanto Lynn como Hernández Valle sabían que laborarían bajo condiciones desfavorables. Su adversario era un Estado empeñado en la destrucción del Partido Nacionalista17 y los recursos para la defensa eran escasos, al punto que apenas tendrían lo necesario para cubrir los costos del juicio. Para subsistir, Lynn dependía en gran medida de los ingresos de su esposa en Nueva York. En una carta que Lynn le escribió a Julius Eichel, del Comité de Defensa de Ruth Reynolds, le señaló que: I am tired and a little disgusted having to continue to depend on my wife’s modest pension for living expenses when I turn out so much work. Of course, a lot of sympathy is always expressed for this plight but it stops there18.

Por su parte Hernández Valle, quien además de abogado era ministro Metodista, prácticamente no recibió honorario alguno, a pesar de representar a cientos de acusados. Lo que no anticipó Lynn, siendo negro, fue que el racismo imperante en Estados Unidos se asomaría con igual violencia entre algunos miembros del comité para la defensa de Reynolds. En la carta a Eichel antes citada Lynn expresa que: Five years ago you know there was real opposition expressed to my getting into this series of cases involving P. R. independence. Some people sincerely believed that a Negro lawyer couldn’t do the job. As a member of the Ruth Reynolds Com, I went on a tour to help raise my own expenses. That was really a contradiction to my basic function. A lawyer should not be required to raise his fee when he has so much else to do on a case.


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En dicha carta Lynn añade lo siguiente: Then in July 1954, two people, influential to the Committee, approached me about the defense of a P. Rican Nationalist sympathizer at Danbury. I was persuaded to set my fee at $200 on the plea that his parents were in modest circumstances. After I had put that in writing, these two people visited my office, reminded me that I was a Negro and that my chances of fighting the case were poor and announced they were adding a white lawyer. That lawyer subsequently received approximately $1000 for his part in the case.

LA SUERTE ESTABA ECHADA El juicio de Reynolds se pospuso varias veces y, aunque mantenía buen ánimo, la posibilidad de que llegara la fecha del juicio sin la debida preparación para el mismo la tenía intranquila. Ante esta situación, el Rev. A.J. Muste, viajó para brindarle apoyo el 26 de junio de 1951. El 10 de julio Muste preparó un informe de su visita a Reynolds en el que señala lo siguiente: She is a U.S. pacifist who has for a good many years been interested in Puerto Rican matters, an advocate of Puerto Rican independence, and sympathetic to the Nationalist Party led by Pedro Albizu Campus19.

Al llegar a la Isla, Muste fue directamente al Departamento de Justicia de Puerto Rico y se reunió allí con el Secretario Auxiliar, Federico Tilch. Sobre su encuentro con Tilch, Muste indicó que: Within less than 24 hours, arrangements were made, and I was on the way to Arecibo, an hour an a half automotive ride from San Juan. I went a full two and one-half hours in unsupervised talk with Ruth. She was delighted to see me, and appreciative of this additional evidence of the interest in her case. She is in surprisingly good health, having lost considerable weight, but certainly not looking seriously underweight. She is in excellent spirits, and displayed all her old vigor in the course of our long talk.

Más adelante Muste vuelve a destacar el hecho de que, a pesar de que Reynolds simpatizaba con la causa independentista, mantenía sus principios pacifistas:


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Febrero de 1948, Hotel Jagüeyes. De izquierda a derecha: Luis Muñoz Marín, Julius A. Krug, presidente Harry S. Truman, gobernador Jesús T. Piñero y el almirante Willam H. Leahy.

Ruth Reynolds gladly admits that she believes passionately in the independence of Puerto Rico, and accordingly sympathizes with the Nationalists and other groups which have independence for their aim. She states, however, that she has never been a member of any of these parties or groups and has not taken sides in the differences among the groups favoring independence. Furthermore, she maintains that she has remained a pacifist in conviction and has sought to govern her action on this conviction, though at times pointing out, as, of course, Gandhi and others have done, how it is that under certain conditions people and parties resort to violence against what they regard as injustice and tyranny. She denies the charges against her.

Durante su estadía en la Isla, Muste alega que oyó, sin identificar fuente, que Reynolds podría ser excarcelada siempre y cuando se fuese de Puerto Rico permanentemente. En su informe asegura que: “I can report that Ruth Reynolds rejects any such proposal. She desires to stand trial along with the four young men who are in the same indictment.” Muste finaliza su informe afirmando que: “She stands by both her anti-imperialist and her pacifist convictions, and wishes her trial to be based on that assumption.” Los abogados de Reynolds participaron también en la defensa de Pedro Albizu Campos durante el juicio a finales de julio y principios de agosto de 1951 y, aunque fue hallado culpable de los doce cargos


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en su contra, el juicio fue visto por estos abogados como una oportunidad para denunciar el estado de represión imperante y reclamar el derecho a la independencia de la Isla. El juicio de Albizu Campos terminó a mediados de agosto y a los pocos días comenzó el de Reynolds y sus coacusados. Aunque Lynn y Hernández Valle trabajaron arduamente, concluyeron que más que a Reynolds y a sus coacusados, a quien enjuiciaban era al Partido Nacionalista. En dicho juicio político, Reynolds, según Lynn, no tenía la más remota posibilidad de un proceso judicial justo. Esta situación llevó a Lynn a señalar que: “Ruth has been having her eyes opened since the beginning of her trial. In effect the Nationalist Party is on Trial. That is why there is very little hope for her. Yesterday I had a violent lash with the Judge about this and practically accused him of deceit…”20 Aunque Reynolds salió absuelta de los cargos de conspiración y de posesión de armas y explosivos, se le declaró culpable de haberle jurado su vida y fortuna al Partido Nacionalista. Fue sentenciada el 7 de septiembre de 1951 en el Tribunal de Distrito de San Juan a cumplir de dos a seis años de prisión con trabajo forzado. Al momento de su sentencia, después de un juicio de tres semanas, Reynolds llevaba once meses encarcelada y había bajado unas treinta libras de peso21. Tanto Reynolds como sus abogados, y el Comité de Defensa, decidieron apelar la decisión judicial. Estaban convencidos de que se le privó de un juicio imparcial y que la Ley 53 violaba tanto sus libertades civiles como sus derechos constitucionales. Además de los abogados Lynn y Hernández Valle, el antes mencionado comité realizó gestiones para que la apelación contara con la participación de la Unión Americana de Libertades Civiles, fundada en 1920 y considerada como la organización defensora de las libertades civiles más importante en Estados Unidos. A pesar de que la UALC consideraba que la Ley 53 era inconstitucional, y se ofreció a colaborar en la defensa de los convictos bajo dicha ley, ésta no participó en los juicios de los independentistas, incluyendo el de Reynolds22. La importancia de su participación en la defensa de Reynolds radicaba en su especialización en derechos y libertades civiles y en que, al pagar la UALC su participación en el caso, fortalecía la defensa sin aumentar el costo de la misma. En esta investigación he encontrado que la negativa de la UALC fue en parte el resultado de un prejuicio antinacionalista y, en parti-


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Juan Mari Brás en el momento de su arresto, huelga universitaria de 1948.

cular, una actitud de hostilidad hacia la figura de Albizu Campos. Su representante en la Isla en aquel momento, según Conrad Lynn, era “bitterly anti DP [Don Pedro] but sympathizes with Ruth”23. Roger Baldwin24, quien le había brindado apoyo a Albizu Campos durante los primeros años de éste en la prisión de Atlanta25, afirmó que la culpa de su encarcelamiento la tenía el propio Albizu. Igualmente importante, en los años cuarenta y cincuenta, el liderato de la UALC había desarrollado una relación muy estrecha con las figuras principales del gobierno colonial bajo la dirección del Partido Popular. Tal relación contribuyó a la decisión de la UALC de no investigar la posible violación de los derechos y libertades civiles durante la huelga de 1948 en la Universidad de Puerto Rico26. El señalamiento que hizo Baldwin sobre Albizu Campos confirmó un cambio importante en la posición de la UALC en torno al colonialismo estadounidense. Dicho cambio alteró su posición sobre la condición política de Puerto Rico y en torno a figuras como Albizu Campos y Ruth Reynolds. En sus primeros años como líder de la UALC, criticó a Estados Unidos por la expansión imperialista que se inició a partir de 1898 y la imposición de regímenes coloniales a partir de esa fecha en naciones como Puerto Rico, Cuba y las Filipinas27. También responsabilizaron al gobierno federal de Estados Unidos, así como al colonial en la Isla, por la Masacre de Ponce del 21 de marzo de 1937, violencia que resultó en 20 muertes y sobre 200 personas heridas. De los 20 muertos, 18 eran cadetes y enfermeras del Partido Nacionalista que, se-


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gún Arthur Garfield Hays, de la UALC y presidente del comité que investigó dicho acontecimiento, no tenían “ni armas ni vendajes”. Garfield Hays estaba convencido de que el gobierno estadounidense había iniciado en los años treinta una campaña dirigida a la destrucción del movimiento independentista y, en particular, del Partido Nacionalista28. Fue éste, precisamente, el contexto histórico en el que se enjuiciaron a los acusados —incluyendo a Reynolds— de querer derrocar violentamente al gobierno estadounidense en Puerto Rico. A pesar de la negativa de la UALC a participar en los juicios de los acusados de violar la Ley 53, ésta ofreció ayudar en la apelación de Reynolds en 1952. Reynolds, por su parte, censuró la posición asumida por la UALC tanto en su caso como en el de los demás encarcelados en 195029. Le reprochó no haber participado en su juicio y, en la apelación de su sentencia, haberse limitado a un aspecto del caso de Reynolds que no aplicaba a ningún otro acusado, dejando fuera de su amicus curiae a los centenares de independentistas puertorriqueños acusados bajo la ley arriba mencionada. Esto a pesar de las declaraciones hechas por la UALC a la prensa de Puerto Rico, publicadas en el periódico El Mundo el 10 de junio de 1948, en las que ofrecía su ayuda para retar la constitucionalidad de la controversial ley. Sobre este asunto Reynolds afirmó que: Now who files a brief or who does not file one as a “friend of the court” in my case does not seem to me to be my affair at all. Therefore I will ask no one either to file or not to file such a Brief. I do think that the American Civil Liberties Union should know, however, that I expect to defend Puerto Rico’s right to independence until I die or until she attains her freedom30.

LA EXCARCELACIÓN DE REYNOLDS Luego de 19 meses de encarcelamiento, Reynolds pudo salir de la cárcel bajo fianza el 21 de junio de 1952. Esa noche, a las 8:15 pm, le envió el siguiente cable a Julius Eichel: “Bailed, Wire Mother and Longstreth.—Ruth.”31 Al salir de la cárcel, Reynolds regresa a la ciudad de Nueva York y el 25 de julio de 1952, para denunciar el establecimiento del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, procedió a fundar la organización Americans for Puerto Rico’s Independence. Al


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igual que con la desaparecida American League for Puerto Rico’s Independence, Reynolds ocupó el puesto de Secretaria Ejecutiva. La Ley 53 del 10 de junio de 1948 estaba basada en la Ley Smith estadounidense, y se le conocía en Estados Unidos como la “Little Smith Act”. Aunque la constitucionalidad de la Ley Smith fue cuestionada en los tribunales de Estados Unidos, la misma fue validada por el Tribunal Supremo de ese país en el verano de 1951. Por su parte, tanto la defensa de Reynolds como la UALC argüían que la Ley 53 era aún más restrictiva que la estadounidense, y que era importante retar su constitucionalidad. La apelación de Reynolds llegó al Tribunal Supremo de Puerto Rico en 1954 y, meses después de verse el caso, dicho foro judicial la absolvió de los cargos. En total, Reynolds pasó 19 meses encarcelada por una ley que finalmente fue declarada inconstitucional en 1957.

CONCLUSIÓN Las fuentes documentales apuntan a que la adversidad que vivió Reynolds a partir de su arresto en 1950 no alteró su interés en la lucha por la independencia de Puerto Rico. Participó incluso en la organización de la actividad en solidaridad con la independencia de la Isla que abarrotó el Madison Square Garden de Nueva York en octubre de 1974. Para la presentación del libro Campus in Bondage, el reconocido independentista Héctor Dávila Alonso afirmó que: “El pueblo patriótico puertorriqueño tiene una deuda permanente con Ruth Reynolds por haber ella dedicado su obra y su vida a la lucha por la independencia de Puerto Rico con gran amor, paciencia y sin rehuir grandes sacrificios”32. Aunque Reynolds regresó a Nueva York en 1952, volvió a la Isla en varias ocasiones, entre ellas en diciembre de 1958, para participar en una caminata de aproximadamente 100 millas organizada por el grupo pacifista estadounidense Peacemakers, y así denunciar la ocupación militar iniciada por Estados Unidos en 1898 y el control colonial que desde entonces ejercía sobre dicho país. Los nueve caminantes, entre los que se encontraban dos miembros de la Federación Universitaria Pro Independencia, partieron de Guánica, pueblo en la costa sur de la Isla y lugar del desembarque militar en 1898. Siete días después llegaron al cuartel general de las fuerzas armadas de


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Estados Unidos en la Isla, radicado entonces en la estructura Casa Blanca del San Juan antiguo. Reynolds le dedicó años, tanto a la campaña para eliminar el servicio militar obligatorio, como a la defensa de los arrestados y enjuiciados por negarse a servir en las fuerzas militares estadounidenses. Como lo hizo en los años cuarenta, Reynolds también se mantuvo muy activa en los esfuerzos para sacar la Marina de los EE.UU. de la isla puertorriqueña de Vieques. Una aportación de Reynolds que merece especial atención fue su esfuerzo por dejar un archivo de valor incalculable, que refleja de forma impresionante su compromiso con la memoria histórica. El alcance de dicha colección va más allá de los asuntos en los que participó directamente. Incluye cartas que le escribió Albizu Campos a su familia en las primeras tres décadas del siglo XX. La colección cuenta igualmente con la correspondencia de presos nacionalistas como Oscar Collazo y el esfuerzo realizado para que se conmutara su sentencia de muerte. Reynolds a su vez continuó incansablemente su trabajo por la liberación de los presos políticos puertorriqueños, tanto los encarcelados en la Isla como los confinados en las prisiones estadounidenses33. Es preciso destacar la manera en que se entregó a la excarcelación de Albizu Campos, a quien tanto quiso y admiró. Desde que lo conoció en 1943, hasta su muerte en 1965, Reynolds no cesó de procurar su bienestar, de defender el proyecto independentista de Albizu Campos y de hacer todo lo posible por su excarcelación. Participó destacadamente en los esfuerzos que culminaron en la remisión de su sentencia en 1953. En 1962 y 1964 Reynolds y Conrad Lynn radicaron recursos de habeas corpus para lograr su excarcelación, primero ante el Tribunal Superior de San Juan y posteriormente ante el Tribunal Supremo de Puerto Rico. Ambos foros denegaron la petición. En agosto de 1964 participó todos los días, durante una semana, en piquetes demandando su libertad; con el mismo objetivo fue parte de una demostración que se llevó a cabo ese mismo mes frente al Hospital Presbiteriano de San Juan, donde tenían preso a Albizu Campos en la habitación 310. Antes de poder apelar al Tribunal Supremo de Estados Unidos, Albizu Campos fue indultado, ya próximo a morir.


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Como he señalado anteriormente, Reynolds vivió como pensaba, su quehacer en plena armonía con su ideario. De sus escritos, y el testimonio de los que la conocieron, se desprende que Reynolds mantuvo unos vínculos muy estrechos con los nacionalistas en general, y con Pedro Albizu Campos en particular, sin renunciar a sus principios pacifistas y religiosos. Sobre esto apuntó el antiguo presidente del Partido Nacionalista, Jacinto Rivera Pérez, que “ella estuvo muy unida en la lucha de Don Pedro sin abandonar jamás su lucha pacifista”34. Estos vínculos, su activismo por la independencia de Puerto Rico y su oposición al imperialismo y al colonialismo, la hicieron presa fácil del gobierno de la mordaza. Defenderse de los cargos que le formularon sería su principal reto. De acusada pasó a ser convicta y sentenciada a prisión con trabajo forzado. Su abogado Conrad Lynn estaba en lo correcto cuando afirmó que, durante el juicio al que fue sometida Ruth M. Reynolds en 1951, era en realidad el Partido Nacionalista el acusado. A los acusadores no les importaban las acciones de Reynolds, pues no era eso lo que pretendían juzgar. Bajo estas condiciones, como también señaló Lynn, la suerte de la “americana” estaba echada.

NOTAS 1 Reynolds nació en el pueblo minero de Terraville, South Dakota el 28 de febrero de 1916. Sus papeles, bajo Ruth M. Reynolds Papers (RMR Papers), se encuentran en el Centro de Estudios Puertorriqueños de Hunter College en Nueva York. Sus papeles han sido también microfilmados y están disponibles en carretes. 2 RMR Papers, Box 1, File 1. 3 RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6. 4 Ver RMR Papers, Series IV, Box 18, Folder 6. 5 Esta organización fue fundada por estadounidenses que, además de favorecer la independencia de Puerto Rico, se oponían al militarismo e imperialismo de ese país. RMR participó en la fundación de esta organización y fungía como su Secretaria Ejecutiva. Roger Baldwin, fundador y Director Ejecutivo hasta 1949 de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés), también fue miembro en 1944 de la American League for Puerto Rico’s Independence.


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6 Carta a RMR, de Pedro Albizu Campos, 22 de mayo de 1948 (RMR Papers, Box 8, File 8). 7 Carta al Editor, de Conrad J. Lynn, [no se indica la publicación] 8 de octubre, 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 8 RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6. 9 RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6. 10 Carta al Comité de Defensa de RMR, de The Gano Group, 3 de abril de 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 11 RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6. 12 Carta a Ottie Signell, de Julius Eichel, 4 de mayo de 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 13 Breve biografía de RMR, por Relin R. Sosa (RMR Papers, Box 1, File, 1). 14 Carta a Ottie Signell, de Julius Eichel, 4 de mayo de 1951. 15 Carta a James P. Davis, director de la División de Territorios del Departamento de lo Interior de EE.UU., de Víctor Gutiérrez Franqui, abogado del Gobierno de Puerto Rico, 2 de mayo de 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 16 Carta a los miembros del Comité de Defensa de Ruth Reynolds, de A. J. Muste, del 20 o 26 [día ilegible] de junio de 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 17 Ver ACLU Archives y también la autobiografía de Arthur Garfield Hays, City Lawyer. Este tema lo menciona, además, Raymond Carr en Puerto Rico: A Colonial Experiment 165. 18 Carta a Julius Eichel, de Conrad J. Lynn, 2 de junio de 1955 (RMR Papers, Reel 2, 19/4-20/9). 19 Report on Visit to Ruth Reynolds in Puerto Rico, July 10, 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 20 Carta a Julius Eichel, de Conrad Lynn, 24 de agosto de 1951 (RMR Papers, Reel 5, 23/8-24/6). 21 Carta al Editor, de Conrad J. Lynn. 22 Carta a la UALC, de RMR, 25 de marzo de 1953 (RMR Papers, Reel 1, 18/119/2). Ver también el periódico El Mundo del 10 de junio de 1948. 23 Carta a la UALC, de RMR. 24 Aunque Baldwin dejó la dirección ejecutiva de la UALC en 1949, mantuvo a partir de esa fecha la responsabilidad sobre los países bajo dominio estadounidense más allá de su territorio continental (Carta a RMR, de Patrick Murphy Malin, Director Ejecutivo de la UALC, 8 de mayo de 1953 [RMR Papers, Reel 1, 18/1-19/2]). 25 ACLU Archives, 1938, Vols. 2046-2054, Reel 166. 26 Ver nuestro ensayo, “The ACLU and Civil Liberties in Puerto Rico”. 27 Ver “Civil Liberties in American Colonies” (1933 y 1939) (ACLU Archives, Box 1884, Folder 8) y el texto de McKoy y Scarano, Colonial Crucible: Empire in the Making of the Modern American State. 28 Ver ACLU Archives y Garfield Hays. Para un contexto más amplio de los años treinta ver Strategy as Politics..., de Jorge Rodríguez Beruff. 29 Carta a la UALC, de RMR, 25 de marzo de 1953 (RMR Papers, Reel 1, 18/119/2). 30 Carta a la UALC, de RMR, 25 de marzo de 1953.


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Walter Longstreth era un abogado de Filadelfia que participó en los esfuerzos para posibilitar la fianza. Carta a Lloyd Denzeisen, de Julius Eichel, 27 de junio del 1952 (RMR, Reel 5, 23/8-24/6). 32 27 de noviembre de 1990 (RMR Papers, Box 1, Folder 4). 33 “Biographical Data on Ruth M. Reynolds” (RMR Papers, Box 1, File 1). 34 Carta a la profesora Ana Celia Centella, de Jacinto Rivera Pérez, 3 de diciembre de 1990 (RMR Papers, Box 1, File 4).


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REFERENCIAS ACLU Archives. Seely G. Mudd Manuscript Library. Princeton University, Princeton, New Jersey. Carr, Raymond. Puerto Rico: A Colonial Experiment. New York: Vintage Books, 1984. Carrión, Juan Manuel, Teresa C. Gracia Ruiz y Carlos Rodríguez Fraticelli, eds. La nación puertorriqueña: ensayos en torno a Pedro Albizu Campos. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1997. Frambes-Buxeda, Aline, ed. Huracán del Caribe: Vida y obra del insigne puertorriqueño Don Pedro Albizu Campos. San Juan: Libros Homines, U Interamericana, 1993. Hays, Arthur Garfield. City Lawyer. New York: Simon and Schuster, 1942. McKoy, Alfred W. y Francisco Scarano, eds. Colonial Crucible: Empire in the Making of the Modern American State. Madison: U of Wisconsin P, 2009. Navarro Rivera, Pablo. “The ACLU and Civil Liberties in Puerto Rico”. <http://www.lesley.edu/journals/jppp/11/index.html>. Reynolds, Ruth M. Campus in Bondage: A 1948 Microcosm of Puerto Rico in Bondage. Ed. de Carlos Rodríguez Fraticelli y Blanca Vázquez Erazo. New York: Centro de Estudios Puertorriqueños, The City U of New York, 1989. Ruth M. Reynold Papers (RMR Papers). Centro de Estudios Puertorriqueños. Hunter College, New York. Rodríguez Beruff, Jorge. Strategy as Politics: Puerto Rico on the Eve of the Second World War. Río Piedras: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2007. Torres Santiago, José Manuel. Entrevista Post Mortem a Pedro Albizu Campos y otros ensayos. New York: Colección Ida y Vuelta, 1992.


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REXFORD GUY TUGWELL: EL ÚLTIMO ADMINISTRADOR ESTADOUNIDENSE DE LA COLONIA (1941-1946) ALICE M. DEL TORO RUIZ

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a historia de los pueblos se forja sobre el trabajo desinteresado que hacen hombres y mujeres comprometidos. Al exami nar la historia de Puerto Rico tenemos que considerar esas contribuciones en los desarrollos políticos, económicos y sociales. Entender el presente requiere conocer el contexto histórico en que ocurrieron diferentes eventos, lo que a su vez nos permite evaluar cuán efectivas fueron las acciones que se realizaron y cuáles han sido las repercusiones en la sociedad actual. En este trabajo examinamos algunos de los eventos ocurridos en Puerto Rico durante el período de 1941 a 1946. Durante este período Rexford Guy Tugwell, el último gobernador estadounidense de Puerto Rico, realizó diversas gestiones ejecutivas que permitieron una transformación de la sociedad puertorriqueña. En su libro Administración de una revolución, Charles T. Goodsell identificó estos años como el período en que ocurrió una revolución pacífica en Puerto Rico (13-20). En ese proceso de cambio, Luis Muñoz Marín1 y Rexford Guy Tugwell formaron parte del grupo de hombres y mujeres que ayudaron a forjar el Puerto Rico de hoy. La designación de Tugwell como Gobernador de Puerto Rico sirvió como refuerzo para que el Partido Popular Democrático impulsara su programa, en un momento en que imperaban en el País la pobreza y los abusos de los grandes intereses ausentistas2. Goodsell entiende que: “…los puertorriqueños no podían confiar en los Estados Unidos para llevar a cabo el magno esfuerzo necesario para reconstruir su indigente isla. 157


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Tenían que depender de sí mismos. Y esto precisamente es lo que hicieron” (21).

TRASFONDO HISTÓRICO Al concluir la Guerra Hispano-cubano-americana, y como resultado de la derrota de España, Puerto Rico pasó como botín de guerra a manos de los Estados Unidos. De ser una colonia del decadente imperio español pasó a ser una colonia del creciente imperio estadounidense. La invasión se realizó el 25 de julio de 1898, y entre octubre y diciembre de ese mismo año los Estados Unidos establecieron en Puerto Rico un gobierno militar con el General John F. Brooke. Este fue sustituido por el General Guy V. Henry, quien al tomar el poder tenía la intención de americanizar a Puerto Rico. Además de los gobernadores estadounidenses, llegaron a la Isla militares, grupos religiosos, comerciantes, banqueros y grandes corporaciones ausentistas azucareras y tabacaleras. Estos van a contribuir a los cambios políticos, económicos, sociales y culturales de la Isla. El gobierno militar que se había establecido en 1898 estuvo vigente hasta el 12 de abril de 1900, año en que se aprobó y se estableció un gobierno civil bajo la Primera Ley Orgánica conocida como la Ley Foraker3. Diecisiete años más tarde, el 2 de marzo de 1917, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Segunda Ley Orgánica conocida como la Ley Jones4 que, entre otros asuntos, concedió la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños. La experiencia con los nombramientos de los gobernadores civiles —a partir del momento de la invasión— no fue del todo satisfactoria, pues muchos no tenían conocimiento sobre administración civil y su formación era generalmente militar. Algunos ocupaban durante tan poco tiempo el puesto de gobernador que no llegaban a conocer la realidad de la Isla. Además, la mayor parte de las veces, los gobernadores no hablaban español y ni siquiera intentaban hablarlo para comunicarse en el País. A partir del año 1899 la situación política de la Isla fue muy activa en la creación de partidos políticos y en el establecimiento de alianzas y coaliciones entre partidos de diferentes ideologías. Entre 1899 a 1930 los partidos políticos que se establecieron eran


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representativos de ideologías: autonomista, estadista e independentista (Domenech 24). En términos económicos Puerto Rico se transformó en un exportador de azúcar y tabaco hacia los Estados Unidos. Destaca Domenech que: la economía puertorriqueña dependía totalmente de la norteamericana en una situación en la cual sólo 4 grandes corporaciones ausentistas que operaban 11 centrales, producían la mitad del azúcar de la Isla para ser exportada a los EE.UU., y la Porto Rican American Tobacco, Co. controlaba la industria tabacalera. Prácticamente todos los terrenos agrícolas se destinaban a la producción de caña de azúcar o de tabaco. (24)

A pesar de que su economía era agrícola, la Isla importaba muchos de los alimentos que consumía desde los Estados Unidos. Imperaban en el País el desempleo, la miseria y los problemas de salud. Estas situaciones se agravaron como resultado del paso por la Isla del huracán San Felipe en 1928. La Isla sufrió graves daños y mientras se trabajaba en su recuperación, en 1932, azotó el huracán San Ciprián, que dejó la Isla en ruinas, pues arrasó lo que se había reconstruido. Otra situación que afectó a Puerto Rico fue la crisis económica que ocurrió en los Estados Unidos, conocida como la Gran Depresión5. La década de los años treinta en Puerto Rico fue una en la que, además de los efectos de la Gran Depresión, se generaron diversas crisis y dificultades. Entre ellas podemos destacar las confrontaciones con el Partido Nacionalista, las pugnas internas y las divisiones en los partidos políticos y los movimientos huelgarios, así como la situación de pobreza extrema, hambre, enfermedad y explotación que afectaba la estabilidad de la Isla y que podía generar una explosión social que afectaría el desarrollo imperial acelerado que llevaba Estados Unidos. El período de los años treinta en los Estados Unidos fue crítico, pues la Gran Depresión generó un gran desasosiego. A partir de 1933, cuando Franklin Delano Roosevelt asumió la presidencia, Estados Unidos se vio impactado por un nuevo estilo de gobierno, con nuevas ideas para atender la crisis económica. Roosevelt implantó la


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política del Nuevo Trato6 que le recomendaron sus asesores, entre ellos, Rexford Guy Tugwell. Dicha política también se implantó en la Isla a través de diversos programas de asistencia social, entre ellos la PRERA (Puerto Rico Emergency Relief Administration)7 y la PRRA (Puerto Rico Reconstruction Administration)8. A finales de la década del treinta, los Estados Unidos se preparaban para participar en la Segunda Guerra Mundial y había interés en mantener la calma en la colonia, pues representaba, en ese momento, una importante posición estratégica en el Caribe dentro del contexto de la guerra y de la seguridad nacional. En 1939 el Mayor General Blanton Winship9 fue destituido y, para atender la situación de la Isla, el presidente Franklin Delano Roosevelt nombró al Almirante William D. Leahy como Gobernador de Puerto Rico. Leahy es descrito como: “hombre casado y muy austero, [que] había ocupado cargos administrativos de gran envergadura en su rama de los servicios armados y tenía fama de ser un exigente disciplinador que no toleraba el ñeñeñe ni los cuentos de camino” (Bird 77). Sin embargo, la Casa Blanca comenzó a prepararse para sustituir a Leahy. Sobre el plan alterno que se trabajó, plantea Rodríguez Beruff que: “In fact, only a few days after Leahys’s inauguration, a list of possible replacements was prepared at the White House under the title ‘For Puerto Rico in case Leahy comes back’ (due, of course, to events in Europe). …Rexford G. Tugwell was not included in the list. In September Ickes tried to have Tugwell accept the post left vacant by Gruening” (Strategy as Politics 223). La llegada de Leahy a la Isla ocurrió en el momento en que se dio un realineamiento de los partidos políticos en Puerto Rico. El nuevo Partido Popular Democrático10, dirigido por Luis Muñoz Marín, representaba el populismo11. En las elecciones de 1940 participaron: la Coalición12, el Partido Popular Democrático y el Partido Unificación Puertorriqueña Tripartita13. Las elecciones de 1940 fueron sumamente reñidas y los resultados fueron una sorpresa14. El Partido Popular, solo, logró el mayor número de votos y ganó el Senado, cuya Presidencia asumió Luis Muñoz Marín. Sin embargo, no logró mayoría en la Cámara de Representantes. El Partido Unificación Puertorriqueña Tripartita colaboró para que el Partido Popular Democrático lograra la mayoría en la Cámara de Representantes. Esa colaboración


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permitió que el programa de trabajo del Partido Popular fuera aprobado y que se iniciaran las reformas económicas y sociales en la Isla. El 7 de diciembre de 1941, los japoneses atacaron a Pearl Harbor y Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. Leahy fue nombrado representante de los Estados Unidos en Vichy, Francia, por lo que dejó la gobernación de Puerto Rico. En febrero de 1941, Roosevelt nombró como gobernador de la Isla a Guy J. Swope. El 12 de abril de 1941 Swope aprobó la Ley de Tierras15, una de las primeras reformas que trabajó el Partido Popular Democrático en la Legislatura y tal vez la más controversial, pues se aplicaba la Ley de los 500 acres16. En el verano de 1941, el presidente Roosevelt nombró el último gobernador estadounidense que tuvo la Isla, Rexford Guy Tugwell. Tugwell asumió la gobernación en septiembre de ese mismo año. Al salir Tugwell de la gobernación en junio de 1946, Roosevelt nombró —por primera vez— a un puertorriqueño como gobernador de Puerto Rico. La designación recayó sobre don Jesús T. Piñero, quien se desempeñaba, en ese momento, como Comisionado Residente de Puerto Rico en los Estados Unidos. Rexford Guy Tugwell ocupó durante casi cinco años el puesto de Gobernador de la Isla. Como indicamos anteriormente, durante el período de 1941 al 1946, Tugwell y Luis Muñoz Marín jugaron un papel importante en la reforma socioeconómica de Puerto Rico. Tugwell conocía los problemas políticos de la Isla, por lo que desde los inicios de su gobernación, se unió a las voces que propulsaron que se enmendara la Ley Jones. Tugwell entendía que el gobernador debía ser elegido por el pueblo de Puerto Rico. El 5 de agosto de 1947 el Congreso de los Estados Unidos aprobó la enmienda conocida como Ley para el Gobernador Electivo17, y en noviembre de 1948 el pueblo de Puerto Rico eligió a Luis Muñoz Marín como su primer gobernador.

REXFORD GUY TUGWELL: ¿QUIÉN FUE? Rexford G. Tugwell nació en Sinclairville, Nueva York, el 10 de julio de 1891. Estudió en la Universidad de Pensilvania en la Wharton School of Finance and Commerce. Después de obtener un doctorado en economía en 1922, trabajó como profesor en la Universidad de Washington y en la Universidad de Columbia (Goodsell 27-29).


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En 1932 fue reclutado y pasó a formar parte de los brain trusters18 en la campaña de Franklin Delano Roosevelt para Presidente de los Estados Unidos. Sobre el trabajo de Tugwell, Barreto Velázquez indica que: “Tugwell trabajó en la preparación de notas relacionadas con el programa agrario del Presidente. Asimismo estudió la estructura tarifaria y analizó los remedios que se habían propuesto en la década de 1920 para los problemas de la agricultura en los Estados Unidos” (13). En noviembre de 1932 Roosevelt fue elegido Presidente y el grupo de los brain trusters continuó trabajando en la implantación de las políticas del Nuevo Trato. En 1933, Rexford Guy Tugwell ocupó el puesto de Asistente en el Departamento de Agricultura, y posteriormente, en 1934, ocupó el puesto de Subsecretario en el mismo Departamento. En 1935 se convirtió en director de la Administración de Reinstalación19. En 1936 su trabajo en la administración de Roosevelt fue criticado por diversos sectores de Estados Unidos20. Se le acusó de ser demasiado utópico y socialista (Barreto Velázquez 14-17). Tal vez esto ocasionó que Roosevelt no lo llamara a trabajar en su campaña para la reelección, y el 13 de diciembre de 1936 Tugwell renunció al trabajo en el gobierno. En 1938 Tugwell regresó al gobierno como Presidente de la Comisión de Planificación de Nueva York. Allí desarrolló, de manera muy efectiva, sus ideas sobre la planificación. Tugwell entendía que la planificación económica del gobierno era vital para el desarrollo de los Estados Unidos, por lo que designó la planificación como el cuarto poder del gobierno. Barreto Velázquez destaca que: “[Tugwell] Creía que el gobierno debía usar su mejor poder, colaborando con la empresa privada para darle dirección al desarrollo económico. …El gobierno debía convertirse en la fuerza unificadora que posibilitara la cooperación entre ambos sectores” (14). Su visión de la planificación no era totalitaria, más bien entendía que el gobierno no debía permitir los abusos, sino que debía intervenir y fomentar la economía planificada. Esta posición fue malinterpretada y sus enemigos —de diversos sectores— le llamaban comunista. En la visita que hizo Tugwell a Puerto Rico en 1941, para examinar la Ley de Tierras, se reunió con Muñoz Marín, a quien conocía y con


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quien había compartido desde que se iniciaron los trabajos del Plan Chardón21. Muñoz Marín le ofreció la dirección de la Universidad de Puerto Rico, pues se requería un nuevo Canciller22 para desarrollar una reforma universitaria, para conceder mayor autonomía a la Universidad. Muñoz Marín nos dice que “se concebía el cambio como una liberación de la universidad pública de los controles políticos de la Legislatura”23. A Tugwell le interesó el puesto de CanRexford G. Tugwell ciller. El 24 de julio de 1941 la Junta de Síndicos de la Universidad de Puerto Rico le concedió el nombramiento. Sin embargo, poco antes de salir hacia Puerto Rico para ejercer sus nuevas responsabilidades, el Presidente Roosevelt lo nombró Gobernador de la Isla. Tugwell acordó con Muñoz Marín que solicitaría una licencia sin sueldo del puesto de Canciller en la Universidad para ocupar la gobernación (Barreto Velázquez 38). Esta decisión generó oposición en diversos grupos políticos y el repudio estudiantil en el País. Como consecuencia, su estadía en la Universidad de Puerto Rico fue muy corta, ya que renunció para ocupar únicamente la gobernación. Muñoz Marín señala que “se desató una tormenta política que habría de durar los cinco años de su gobernación” (46).

REXFORD G. TUGWELL: EL GOBERNADOR El 19 de septiembre de 1941, Rexford Guy Tugwell juramentó como Gobernador de Puerto Rico frente al Capitolio. En su Mensaje Inaugural Tugwell dio énfasis al problema de pobreza que había en la Isla y a su interés por atacarla. Tugwell señaló en su alocución: To bettering the condition of the poor I shall bring every resource I am able to find in the Governorship. I will be the friend of every man or woman who helps; I will be the opponent of every man or woman who hinders. Whatever needs changing for this purpose must be changed; whatever is useful must be fully employed. (Puerto Rican... 7)


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Como mecanismo para atender el problema de pobreza, Tugwell le daba importancia a la agricultura, y a los recursos humanos que habrían de desarrollar las iniciativas necesarias. En su mensaje señaló: But I can see that a homogeneous people, two million in number, on 3,350 square miles, much of which is mountainous, needs, in agriculture and industry, the best of leaders, of managers, and technicians. They cannot afford speculators and profiteers. The time is past when absentee capitalists can expect to extract extravagant percentages of gain, using the people’s need and their own monopoly to force the acceptance of usurer’s terms. (8)

Como indiqué anteriormente, el nombramiento de Tugwell como Gobernador ocurrió en momentos en que Estados Unidos comienza su participación en la Segunda Guerra Mundial. En Puerto Rico la situación política, económica y social era sumamente difícil y las autoridades federales temían una posible revuelta social. En 1940, y como parte del plan de seguridad nacional, había comenzado en Puerto Rico la construcción de bases militares. Entiendo que estos elementos pueden ayudarnos a comprender, por qué, en esa ocasión, el nombramiento de gobernador recayó sobre un civil con amplia experiencia administrativa y excelente preparación académica, cuya misión primordial fue asegurar el territorio del Imperio. Los problemas que afectaban a Puerto Rico no eran desconocidos para Tugwell y, además, éste tenía relación con muchos de los políticos del país, pues previo a su gobernación ya había estado en la Isla. En 1934, mientras era Sub-Secretario del Departamento de Agricultura, visitó la Isla con Eleanor Roosevelt24. Contrario a lo que Tugwell esperaba, la señora Roosevelt llevó a cuantos la acompañaban a las áreas en que se observaba una pobreza extrema. Mathews nos dice que: “Tugwell viajó por toda la Isla y recibió el severo impacto de la miseria reinante en el país. Manifestó una gran preocupación por los arrabales y por el crecimiento poblacional. Observó el sector económico, dominado por una industria azucarera protegida por el arancel, en una isla agrícola que tenía que importar muchos alimentos” (158-165). La visita a Puerto Rico le permitió conocer más de la economía de la Isla. En esa ocasión también participó en la reunión en que Carlos


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Chardón presentó su conocido Plan Chardón. Al llegar a Estados Unidos elaboró varias propuestas para enviar ayuda de emergencia y reconstrucción a Puerto Rico. En 1941 Tugwell visitó por segunda ocasión la Isla para investigar la aplicación de la Ley de los 500 acres, a petición del Secretario del Interior, Harold S. Ickes. Ickes nombró a Tugwell para dirigir un Comité especial que fue conocido como el Comité Tugwell. La participación de Tugwell, en las vistas que se celebraron entre los meses de marzo a mayo, sentó las bases de muchas de las diferencias que como Gobernador confrontó con los sectores poderosos de la industria azucarera25. El 28 de octubre de 1941 Tugwell convocó la Primera Sesión Extraordinaria de la Legislatura y en la misma se inició la implantación del programa de gobierno del Partido Popular y la reorganización de la estructura del Gobierno de Puerto Rico. Se había iniciado la revolución pacífica… Posteriormente, al iniciar en 1942 la Segunda Sesión Regular de la Decimoquinta Legislatura de Puerto Rico, Tugwell planteó en su mensaje: Para decirlo sin rodeos, vamos a impulsar —lo más rápidamente posible— la transformación social que en Puerto Rico lleva un atraso de una generación. …Entre las leyes principales se encontraban las que permitieron: Transferir los inseguros sistemas municipales de acueductos a la nueva Autoridad de Fuentes Fluviales; trasladar, asimismo, el deficiente servicio de bomberos y la administración de parques de una dirección local a nuevas agencias insulares; reorganizar totalmente la Universidad, agobiada por la política; crear autoridades de comunicaciones y transporte para desarrollar y mejorar, poseer, manejar y administrar las instalaciones y medios correspondientes; colocar bajo el control gubernamental las centrales azucareras, vitales para la economía; crear la Guardia Estatal de Puerto Rico para reemplazar a la Guardia Nacional federalizada; establecer una de las agencias de planificación más poderosas de un gobierno democrático en esa época; crear una moderna oficina de presupuesto para controlar la creciente rama ejecutiva del gobierno; autorizar la formación de dos agencias de desarrollo económico, la compañía de Fomento de Puerto Rico y el Banco de Fomento de Puerto Rico. (cit. en Goodsell 34-35)


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Al concluir la Sesión, Tugwell le informó al Secretario Ickes que era “un programa completo, el más abarcador que yo haya visto componer en sólo un año en lugar alguno” (35). Los cambios que propulsó el Partido Popular, y que avaló Tugwell, generaron protestas de grupos poderosos de diversos sectores políticos, económicos y sociales que se oponían a la transformación y que preferían mantener el status quo. Estos grupos hicieron diversas acusaciones —entre ellas la acusación de que eran proyectos que tenían principios comunistas radicales— y lanzaron ataques personales contra Tugwell (36-39; Muñoz Marín 63-70 y 87-110). Goodsell nos dice que las mayores críticas se hicieron desde el Congreso de los Estados Unidos, donde Tugwell había dejado muchos enemigos desde que trabajó en el Nuevo Trato (39-41). En los Estados Unidos le llamaban “Rex el Rojo”, en clara alusión al comunismo que —para los sectores conservadores— representaba la encarnación de las fuerzas del mal. Las críticas a las ideas y al desempeño de Tugwell no cesaron y sus ideas socialistas fueron objetadas e incluso calificadas como fascistas26. Su administración logró que en Puerto Rico se produjeran cambios significativos, ya que permitió que fueran implantadas las leyes de justicia social sometidas por el Partido Popular y aprobadas por la Legislatura, algunas previo al inicio de su gobernación27. Estos logros fueron obtenidos a pesar de las limitaciones que Tugwell enfrentó durante su gobernación como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial. En 1942 los submarinos alemanes realizaron un bloqueo naval en el Caribe que generó una situación crítica, pues Puerto Rico dependía del comercio exterior. Los embarques que venían para Puerto Rico se perdían constantemente, lo que redujo la entrada de alimentos y de otros suministros esenciales para la población de la Isla.

REXFORD GUY TUGWELL: EL ADMINISTRADOR Al llegar a Puerto Rico, en septiembre de 1941, Tugwell debió atender las difíciles situaciones que confrontaba la Isla. Muñoz Marín dice que: “…el Gobernador americano, lejos de venir a cumplir la función de retranca contra el Partido Popular, lo ayudaba a cumplir


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sus propósitos con su experiencia administrativa y sus convicciones de profunda reforma” (46-47). Además, Tugwell entendía que para que algunos departamentos se pudieran desarrollar debían ser dirigidos por una persona y no por comisiones, como era la costumbre. Una de las primeras agencias en que puso en práctica este cambio fue la de Administración de Alimentos y Suministros (Muñoz Marín 63). El país no contaba con personas que tuvieran experiencia en la administración pública. Es por eso que Tugwell seleccionó como administradores a personas que no tenían, necesariamente, la preparación académica o la experiencia en el área a la que fueron nombradas. Entre los administradores se destacan ocho jóvenes que fueron conocidos como los muchachos de Tugwell. Tugwell se refería a ellos como el grupo administrativo. El grupo estaba compuesto por Teodoro Moscoso, Jaime Benítez, Rafael Picó, Roberto Sánchez Vilella, Roberto De Jesús Toro, Rafael Cordero, Sol Descartes y Guillermo Nigaglioni. Sobre las características del grupo Goodsell nos dice: …la característica común más evidente de estos administradores era su juventud… la edad promedio del grupo era 31.1 años…. …[Tenían] un alto nivel de instrucción formal. Todos poseían el bachillerato universitario y además entre ellos se contaban seis maestrías, un grado en derecho y dos doctorados…. …la experiencia previa de trabajo había sido amplia… En promedio era de una media docena de años… …la incierta pero real preocupación que todos ellos compartían de poner en primer lugar el progreso de la revolución antes que sus carreras personales. …Los bajos sueldos no eran un obstáculo para conseguir estos hombres… (95-97; Tugwell, Puerto Rican... 490-491)

Por otro lado, a Tugwell le interesaba buscar formas inteligentes para bregar con Luis Muñoz Marín. Para realizar nombramientos, era costumbre que el Senado sometiera al gobernador una terna para que él seleccionara entre ellos. Esto iba en contra del sistema republicano de gobierno y Tugwell no lo aceptaba, pues entendía que esas estrategias reducían el poder y el control administrativo del gobernador. Indica Goodsell, sobre este asunto, que Tugwell expresó que “El ingenio puertorriqueño había derrotado la ocupación


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norteamericana” (57). Los principales intereses de Tugwell eran la planificación económica y técnica para una buena administración pública. Nos dice De Jesús Toro que: “… se le podía clasificar bajo lo que en aquella época se conocía como el socialismo fa[b]iano28, favorecedor de una mayor participación del gobierno en actividades económicas y en la reglamentación de la empresa privada” (8). Tugwell entendía que para que el gobierno pudiera ser efectivo requería de buenos funcionarios y de excelentes agencias e instituciones, para atender las funciones de planificación, presupuesto y administración de personal. En 1942 se creó la Junta de Planificación y el Negociado de Presupuesto, y aunque Tugwell impulsó medidas para le creación de una Ley de Personal, la misma no fue aprobada hasta 1947. En términos de su estilo de administración, Tugwell sabía delegar y exigía mucho de sus administradores. Era claro y conciso en sus planteamientos administrativos y demostraba gran confianza en su grupo administrativo. A Tugwell puede considerársele como un seguidor de la administración clásica29. Sobre esto nos señala De Jesús Toro que “fue el propulsor de las medidas de administración pública para un gobierno más científico” (9). Tugwell creía en la intervención del Estado para la administración del gobierno y en el sistema republicano. Entendía que Puerto Rico debía desarrollar su economía local sin depender de empresas del exterior. Por esa razón no aprobó la Ley de Incentivos Contributivos, que pretendía favorecer el capital extranjero. Posteriormente don Jesús T. Piñero firmó esta Ley. Tugwell reconocía que Puerto Rico tenía servidores públicos muy comprometidos, pero sin experiencia y conocimiento en administración. Entendía que Puerto Rico tenía la capacidad para implantar el programa del Partido Popular Democrático, pero carecía de los recursos humanos académicamente preparados para realizar el trabajo de dirección y establecimiento de políticas públicas en el país. Para atender esa necesidad propulsó en 1945 la creación de la Escuela de Administración Pública en la Universidad de Puerto Rico. Como buen administrador, Tugwell estaba muy consciente de las funciones que debía realizar y de que la prioridad de su administración era mantener la estabilidad en la colonia. Sobre esto nos dice:


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“…My duty as the representative of my country in Puerto Rico was to shape civil affairs, if I could, so that military bases, which might soon (before they were ready) have to stand the shock of attack, were not isolated in a generally hostile environment” (The Stricken Land... 148). Luis Muñoz Marín reconoció en Tugwell un buen administrador, y destacó las características que observó durante su período de administración en la Isla. Muñoz entendía que Tugwell “…encarnaba los rasgos mejores del servicio público norteamericano excepcional, del americano significativo –que no son los del funcionario típico—. Poseía un alto grado de responsabilidad social, de radicalismo autóctono, disposición serena y firme para bregar con la raíz de los problemas que presenta la realidad sin dogmatismos teóricos” (51-52). Durante el período de administración de Tugwell, 1941-1946, se realizaron reformas importantes en el servicio público de la Isla30. A modo de resumen mencionamos las siguientes: · Se creó la Junta de Planificación y el Negociado de Presupuesto. · Se estableció la Oficina de Estadísticas para la recopilación de datos estadísticos de las agencias de gobierno que luego podían ser utilizadas en la planificación. · Modernizó el gobierno al nombrar jóvenes puertorriqueños a puestos importantes para el desarrollo del país. · Desarrollo del servicio civil a través de la Comisión de Servicio Civil. Luego de su salida del gobierno, en 1947, se aprobó la Ley de Personal. · Desarrollo de la industrialización, para lo que se creó la Compañía de Fomento y el Banco Gubernamental de Fomento. · Se crearon corporaciones públicas tales como: Fuentes Fluviales y Acueductos y Alcantarillados.

El desarrollo que estas medidas administrativas lograron en el país es descrito como un periodo en el que “se pasó de un Puerto Rico desvalido y sin esperanza a un Puerto Rico moderno” (De Jesús Toro 9).

REXFORD G. TUGWELL: EL INTELECTUAL Tugwell comenzó su trabajo de economista como profesor universitario y luego como administrador público, durante el período de cambio de la visión económica del capitalismo laissez faire31


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de Adam Smith32 que había mantenido Estados Unidos. Como estudioso de la economía, Tugwell realizó aportaciones al Nuevo Trato y recomendó cambios del sistema económico, pues no estaba de acuerdo con el laissez faire prevaleciente. Entendía que el capitalismo del laissez faire había llevado a los Estados Unidos a la Gran Depresión. En su relación con Puerto Rico, lo podemos clasificar como un humanista preocupado e interesado en que Estados Unidos atendiera los asuntos de la colonia. Sobre los efectos que tuvo el Nuevo Trato en Puerto Rico, Tugwell realiza una severa crítica al plantear: Esto es lo que el colonialismo era e hizo: distorsionó todos los procesos normales de la mente, hizo mendigos de hombres honestos, sicofantes de cínicos, odiadores de estadounidenses que hubieran estado trabajando a nuestro lado para mejorar el mundo —y lo hubieran hecho si los hubiéramos alentado. …Y la ayuda era algo que el Congreso hacía que Puerto Rico mendigara, dura, y en las formas más repugnantes, como lo hace el mendigo en los escalones de la iglesia, sombrero inmundo en mano, mostrando úlceras, suplicando y gesticulando con exagerada humildad. Y éste fue el crimen real de Estados Unidos en el Caribe, hacer de los puertorriqueños algo menos que los hombres que nacieron para ser. (cit. en Trías Monge 123)

Entiendo que esas expresiones reflejan su interés por la situación del país. Sin embargo, coincido con Trías Monge al señalar más adelante que: “Tugwell reforzó la convicción del nuevo liderato de que Puerto Rico tenía que ayudarse a sí mismo, pero, a la vez, alentó inconscientemente un sentido de sobre dependencia del pueblo de Puerto Rico en relación con Estados Unidos” (129). Tugwell estaba muy consciente de la situación colonial de la isla, y entendía que el status era un asunto que debían decidir los puertorriqueños, y que los Estados Unidos debían respetar la decisión. En la celebración del 4 de julio de 1942, Día de la Independencia de los Estados Unidos, Tugwell ofreció un mensaje en el que presentó su posición con relación a la situación colonial de la isla. Nos dice Lugo Silva que: In that message Governor Tugwell recognized that the days of colonial imperialism were finished. He said that the United States, impressed with the success of others in exploitation, had in its


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early history embarked on adventures which had as their goal a colonial empire. More recently, however, “the United States has recovered from her slight attack of colonialism”. (cit. en Lugo Silva 51-52)33

Y continúa diciendo Lugo Silva que: “Again and again, Governor Tugwell pointed out to the Roosevelt administration the importance of an early solution of the island’s political status” (52). En junio de 1946 Rexford Guy Tugwell se retiró de la gobernación de Puerto Rico y regresó a la cátedra en la Universidad de Chicago. Al jubilarse se trasladó a vivir a Greenbelt, Maryland, el suburbio de Washington D. C. en cuyo diseño y construcción había participado como Director de la Administración de Reinstalación en 1935. Posteriormente, Tugwell visitó la Isla en varias ocasiones y ofreció algunas conferencias y asesorías. Además, se dedicó a escribir varios artículos y libros. Entre sus libros se encuentran: Industry’s Coming of Age (1927), The Stricken Land: The History of Puerto Rico (1946), The Democratic Roosevelt (1957), y The Brain Trust (1968).

CONCLUSIONES El período de 1941 a 1946 fue para Puerto Rico uno lleno de grandes cambios y desarrollo social, político y económico. Ocurrió una revolución pacífica en la que Luis Muñoz Marín y Rexford Guy Tugwell fueron los principales protagonistas. Durante ese período se sentaron las bases de la industrialización y se realizaron, entre otras, mejoras sociales significativas en las áreas de Educación y Salud. Tugwell se caracterizó por sus conocimientos de la economía y sus destrezas como administrador público. No fue un simple gobernador de la colonia, pues conocía muy bien las condiciones críticas en que se encontraba la Isla y la necesidad de preparar personas para la administración pública y el desarrollo de agencias e instituciones que contribuyeran en la administración del País. Goodsell reconoce que Tugwell conocía cuáles eran las funciones que como Gobernador debía realizar, por lo que nos dice: Su contribución a la revolución fue insistir, desde el principio, en que el gobierno reformista se preparase administrativamente para poder


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realizar sus aspiraciones. …las propuestas de Tugwell para la reforma administrativa encontraron el apoyo de Muñoz Marín —como líder de la legislatura insular— y el resultado fue un período extraordinariamente creador en el cual se construyeron y reconstruyeron las instituciones de la administración gubernamental puertorriqueña. (14)

En el Prólogo del libro de Goodsell, Administración de una revolución, Carl J. Friedrich34 destaca las características de Rexford Guy Tugwell que le permitieron realizar su labor administrativa en la isla. Entiende Friedrich que: Tugwell, con extraordinaria imaginación y generosidad, sentó las bases para superar la miseria y la decadencia colonial encaminando al país hacia el gobierno propio y un progreso económico asombroso. …Tugwell …rompió con la rutina establecida y permitió el desarrollo de las fuerzas nativas ya dispuestas a asumir el poder. (7-8)

Y continúa: “se destaca debidamente el papel y la importancia de Tugwell, queda claro, como corresponde, que las verdaderas fuerzas fueron de origen puertorriqueño, y que el gobernador colonial no desempeñó una función de madre sino de partera” (8). La figura de Tugwell es clasificada como una de las figuras más polémicas del Nuevo Trato. No obstante, al estudiarla, podemos analizar la relación colonial de Puerto Rico con los Estados Unidos, desde la perspectiva de uno de los colonizadores. Luego de transcurridos 63 años de la revolución pacífica, es evidente que aún prevalecen sus efectos en la sociedad puertorriqueña35. Es por eso que recomiendo que se realicen estudios más detallados. En conclusión, debemos recordar que cuando Roosevelt llegó al poder en los Estados Unidos, en Puerto Rico el Partido Nacionalista estaba muy activo, y las condiciones políticas, sociales y económicas estaban muy deterioradas. El trabajo realizado por Tugwell y Muñoz Marín contribuyó a la modernización de Puerto Rico. Sin embargo, entiendo que el imperio en crecimiento necesitaba mantener el orden en una de las colonias que le permitía, por su posición estratégica, reforzar su llamada seguridad nacional. La urgencia en atender los problemas de la isla era imperiosa, no por sus necesidades en sí, sino por lo que sus efectos negativos podían generar en el


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desarrollo imperial de la Metrópoli. Fue dentro de ese contexto que Tugwell —el último administrador estadounidense de la colonia— dejó a la Isla en calma desde el año 1946.

NOTAS 1

Fundó el Partido Popular Democrático en 1938. En el período de 1941 a 1947, se desempeñó como Presidente del Senado de Puerto Rico. En 1948 se convirtió en el primer gobernador electo por los puertorriqueños. 2 Se les llamaba ausentistas porque la mayoría de sus oficinas y sus acciones se encontraban fuera de Puerto Rico. 3 Esta ley estableció que el Gobernador y un Gabinete (sus ayudantes) serían nombrados por el Presidente de los Estados Unidos por un término de cuatro años. El Gabinete estaba compuesto por un secretario, un fiscal general, un tesorero, un contador y un comisionado de la Instrucción Pública y otros cinco funcionarios que formaban la Cámara Alta (una especie de Senado). La Cámara Baja (una especie de Cámara de Representantes) estaba compuesta por 35 delegados. La misma era seleccionada por los puertorriqueños, quienes nombraban un comisionado residente en Washington. Ambas Cámaras tenían la responsabilidad de aprobar leyes. Estas leyes, bajo ciertas circunstancias, podían ser vetadas por el Gobernador de Puerto Rico o por el Presidente de los Estados Unidos. El Congreso de los Estados Unidos tenía la facultad para anular las leyes. Ese primer gobierno civil, establecido por los Estados Unidos, generó cierta decepción en el liderato político al percatarse de que la situación política con los Estados Unidos era inferior a la que se había logrado con España. Para más información ver: Carmen Ramos de Santiago, comp., El desarrollo constitucional de Puerto Rico: documentos y casos, 58-71; y Carmen I. Raffucci de García, El gobierno civil y la Ley Foraker, 61-136. 4“En 1917 el presidente Woodrow Wilson reconoció como injusto el sistema establecido por la Ley Foraker y firmó la Ley Jones. Los cambios de la Ley Jones generaron un control mayor de la asamblea legislativa, aunque el control formal estaba en manos del gobernador. En las disposiciones de la Ley Jones, en que hubo intervención de la legislatura, se autorizaba al gobernador a nombrar cinco de los siete jefes departamentales ‘con el consejo y consentimiento del Senado’” (Ramos de Santiago 79-112). 5 La Gran Depresión fue una crisis económica que se inició en 1929 en los Estados Unidos, al desplomarse la Bolsa de Valores de Wall Street en Nueva York. 6 El Nuevo Trato representó un cambio en el paradigma económico de los Estados Unidos, en el que las medidas que propuso el economista inglés John Maynard Keynes fueron aceptadas y puestas en práctica por Roosevelt. Para más información ver Thomas Mathews, La política puertorriqueña y el Nuevo Trato.


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7 Su nombre en español es la Administración de Auxilio de Emergencia para Puerto Rico. Fue creada en 1933. Entre sus funciones estaban la distribución de alimentos, ropa, dinero y servicios médicos a personas indigentes y la canalización de fondos para el empleo. El estadounidense James Bourne estuvo a cargo de su dirección. En 1935, fue reemplazada por la PRRA. 8 Su nombre en español es la Administración para la Reconstrucción de Puerto Rico. Además de asumir algunas de las funciones de la PRERA incluía el desarrollo de proyectos económicos y de infraestructura y el cumplimiento de la Ley de los 500 acres. Funcionó junto con el Plan Chardón —también conocido como Plan de Reconstrucción de Puerto Rico— hasta 1939. 9 El Mayor General Blanton Winship fue designado Gobernador de Puerto Rico en 1934. Este era conocido como disciplinario y rudo, por lo que se entendía pondría fin a la “anarquía nacionalista”. Durante su gobernación se desarrollaron actos de violencia que marcaron nuestra historia. Entre los eventos se encuentra: El 24 de octubre de 1935 en un acto del Partido Nacionalista en la Universidad de Puerto Rico se produjo un encuentro con la policía en el que resultaron muertos cuatro nacionalistas y un policía. Para el 23 de febrero de 1936, los nacionalistas Hiram Rosado y Elías Beauchamp, dieron muerte al jefe de la policía, el Coronel Elisha Francis Riggs. Ambos jóvenes fueron arrestados y asesinados a balazos en el cuartel de la policía. Como respuesta, Albizu Campos y otros siete nacionalistas fueron arrestados y acusados de intentar derrocar el gobierno de Puerto Rico por medio de la violencia. Albizu Campos fue sentenciado y trasladado a Atlanta, Georgia, por lo que estuvo ausente de la política puertorriqueña por diez años. El 21 de marzo de 1937, un Domingo de Ramos que coincidía con el aniversario de la abolición de la esclavitud, el Partido Nacionalista intentó celebrar una marcha. Blanton Winship entendía que eso representaba un reto a la autoridad soberana de Puerto Rico. El alcalde, José Tormos, había autorizado la misma pero el Jefe de la Policía, el coronel Enrique Orbeta, por temor a que ocurrieran otros actos de violencia, canceló el permiso el mismo día de la actividad. No obstante, los miembros del Partido Nacionalista continuaron su actividad. La policía tenía rodeado el lugar y formó fila frente a los manifestantes. Cuando la marcha iba a comenzar se escuchó un disparo e inmediatamente se desató un tiroteo que dejó a 18 nacionalistas y dos policías muertos y unos 200 heridos. Este incidente es conocido como La Masacre de Ponce. 10 Como parte del desarrollo económico y social, el Partido Popular prometió: implantar la antigua disposición de ley que prohibía a una corporación poseer más de 500 acres; designar las centrales azucareras del país como industrias de servicio público sujetas a la fiscalización y supervisión estricta del Estado; limitar la propiedad ausentista; distribuir solares a los agregados para sus viviendas; facilitar la organización sindical de los trabajadores; promover nuevas industrias; y expandir y modernizar la infraestructura, especialmente para llevar luz y agua potable a las zonas rurales del país, entre otros. Además, estableció que el status no era un problema.


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“El populismo es un fenómeno sociopolítico ampliamente estudiado en América Latina tras su apogeo entre las décadas de 1930 y 1960. Se entiende que es una respuesta típica de las sociedades en transformación de una economía agrícola, rural y tradicional a una economía industrial, urbana y moderna” (Octavio Ianni cit. en Domenech 31). 12 La unión de los partidos Unión Republicana y Socialista se conoció como la Coalición. 13 El 14 de julio de 1940 los partidos Liberal, Laborista y Republicano Reformista acordaron ir a las elecciones unidos como Partido Unificación Puertorriqueña Tripartita. Dicho Partido creó una Junta Central con representación de los tres partidos. Su programa incluía medidas administrativas, sociales y económicas y favorecía la unión como Estado de los Estados Unidos. 14 Las listas de votantes incluyeron a 714,960 electores de los que acudieron a votar 568,851. La Coalición (Republicanos - 134,582 y Socialistas - 87,841) obtuvo 222,423 votos; el Partido Popular Democrático obtuvo 214,857 votos; y la Unificación Puertorriqueña Tripartita logró 130,299 votos. La Coalición obtuvo la mayor cantidad de votos, por lo que seleccionó a Bolívar Pagán Comisionado Residente de Puerto Rico en Washington. Para el Senado el Partido Popular eligió 10 de los 19 senadores que componían el Senado y la Coalición nueve. La Cámara de Representantes se componía de 39 miembros. La Coalición eligió 18, los Populares 18 y tres la Unificación Tripartita. El PPD solo había obtenido más votos, por lo que el nombramiento de Muñoz Marín para la presidencia del Senado cobró mayor significado. El empate de la Cámara fue decidido por el Partido Unificación Puertorriqueña Tripartita (Quiñones Calderón 196-197). 15 Ver Villar 8-43 y Barreto Velázquez 26. 16 “Así se le llamaba a la tenencia de tierras que el Congreso estableció en las corporaciones, como parte de la primera carta orgánica aprobada para Puerto Rico en 1900” (Mathews 15). 17 Esta Ley concedió el derecho de los puertorriqueños a elegir, en las Elecciones Generales, al Gobernador de Puerto Rico, quien ocuparía el puesto por el término de cuatro años (ver Ramos de Santiago 154-169 y Wells 203-204). 18 Estos eran un grupo de intelectuales que asesoraban en el área económica a la administración de Franklin Delano Roosevelt. Charles T. Goodsell traduce el término como: consorcio de cerebros (28). 19 La Administración de Reinstalación fue una agencia federal que trasladó a los pobres urbanos de los suburbios y a los agricultores pobres a las nuevas comunidades rurales llamadas Ciudades Greenbelt, en Maryland, un suburbio de Washington, D.C. 20 Para conocer las razones que motivaron las críticas, ver Barreto Velázquez 14-17. 21 Para 1934, a instancias de Luis Muñoz Marín, se nombró una comisión federal presidida por el Dr. Carlos Chardón, Rector de la Universidad de Puerto Rico, para estudiar la situación económica del país y ofrecer alternativas.


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El informe que se rindió se conoce como el Plan Chardón. Este era un plan para la reconstrucción de la Isla. El Plan Chardón atendía los problemas del latifundio, el monocultivo y el ausentismo de las corporaciones norteamericanas. Para atender estos problemas, propuso la creación de una organización que compraría las tierras que no fuesen apropiadas para la caña, para destinarlas al cultivo de otros frutos. El Plan Chardón fue combatido por la Coalición, pues alegaban no haber tenido representación en su preparación, y, por otro lado, sus intereses azucareros se afectaban. El Plan Chardón no fue implantado, pues no se podían adquirir terrenos con fondos públicos. Como alternativa del Plan Chardón surgió en 1935 la PRRA. Esta tuvo como propósito superar el monocultivo azucarero. La PRRA funcionó más o menos eficientemente bajo la dirección de Ernest Gruening y Miles H. Fairbank (Mathews 174-183). 22 Actualmente se utiliza el término de Rector. 23 En ese momento, “la Junta de Síndicos, el cuerpo gobernante de la Institución, seguía controlado por la política. La componían el Comisionado de Instrucción Pública —que era su Presidente—, el Presidente del Senado, el Presidente de la Cámara, el Comisionado de Agricultura y cuatro miembros más nombrados por el Gobernador con la confirmación del Senado”. Para más información ver el libro de Luis Muñoz Marín, Memorias: autobiografía pública 1940-1952. 24 Esposa del Presidente Franklin Delano Roosevelt. 25 Para más detalles sobre los trabajos del Comité Tugwell ver Barreto Velázquez 24-38. 26Entendemos que aunque hay una clara contradicción entre los términos, socialista y fascista, la intención era manifestar desprecio a las ideas liberales de Tugwell. 27Entre esas leyes se encontraban las siguientes: 1. la que establecía una Junta de Planificación independiente del Gobernador…; 2. la creación de un Negociado de Presupuesto para proponer al gobernador y este, a su vez, a la Legislatura, los presupuestos de gobierno de cada año…; 3. el establecimiento de una Compañía de Fomento Industrial y de un Banco Gubernamental de Fomento; 4. la declaración de las centrales azucareras como industria de servicio público, sujeta a reglamentación gubernamental; 5. la creación de las corporaciones públicas de Transporte y Comunicaciones...; 6. la ley para transferir a la nueva Autoridad de Acueductos y Alcantarillados los ineficientes servicios municipales de acueductos...; 7. la ley para implantar la reforma de la Universidad de Puerto Rico. Como medidas de guerra, la Legislatura creó la Oficina de Defensa Civil y la Guardia Estatal que habría de sustituir a la Guardia Nacional reclutada para la guerra. (Muñoz Marín 62-63) 28 El socialismo fabiano es una forma de socialismo no marxista que se originó en Inglaterra. 29 También se identifica como administración científica. Este es un campo


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de estudio que surgió como producto de la revolución industrial. Pretendía ofrecer respuesta a los problemas en la administración de organizaciones. Para ello consideraba la organización racional del trabajo. En ese momento se comenzó a dar importancia a las personas porque eran esenciales para lograr la eficiencia en las organizaciones, no necesariamente porque fueran seres humanos. En Estados Unidos en este campo de estudio se destacó Frederick Taylor. Los principios básicos de la administración científica son: organización del trabajo usando procedimientos científicos, selección y entrenamiento del trabajador, cooperación y remuneración por el rendimiento individual, control para asegurar el cumplimiento de las normas y plan establecido. 30 Para conocer más en detalle las reformas realizadas durante el período de gobernación de Tugwell ver Wells 139-150 y Quiñones Calderón 207-208. 31 Principio económico que establece que la economía funciona mejor si la industria privada no es regulada. 32Escribió el libro La riqueza de las naciones en 1776. El mismo refleja las ideas económicas liberales que surgieron a partir del Siglo de las Luces y de la Revolución Industrial (siglo XVIII). Este libro es considerado como el primer libro de economía en el que se presentan los principales postulados del sistema capitalista. 33 Enrique Lugo Silva, The Tugwell Administration in Puerto Rico 1941-1946, México: Editorial Cvltvra, T. G. S. A., 1955, pp. 51-52 34 Carl. J. Friedrich se desempeñaba, al momento de publicarse el libro de Charles T. Goodsell, como catedrático de Ciencia del Gobierno, en la Universidad de Harvard. Escribió varios libros, entre ellos: Puerto Rico: Middle Road to Freedom. 35 Uno de estos efectos es la dependencia de Puerto Rico en los fondos federales.


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REFERENCIAS Barreto Velázquez, Norberto. Rexford G. Tugwell: el último de los tutores. San Juan: Ediciones Huracán, 2004. Bird Piñero, Enrique. Don Luis Muñoz Marín: el poder de la excelencia. República Dominicana: Editora Corripio, C. por A., 1991. De Jesús Toro, Roberto. “Muñoz y Tugwell: anécdotas personales”. Los administradores en la modernización de Puerto Rico. Ed. Héctor Luis Acevedo. San Juan: Universidad Interamericana de Puerto Rico, 2004. 3-27. Domenech Abreu, Ligia T. ¡Que el pueblo decida! La gobernación de Roberto Sánchez Vilella. San Juan: EMS Editores, 2007. Goodsell, Charles T. Administración de una revolución: la reforma del poder ejecutivo en Puerto Rico bajo el gobernador Tugwell (19411946). 1era. ed. Río Piedras: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1978. Lugo Silva, Enrique. The Tugwell Administration in Puerto Rico 19411946. Río Piedras, 1955. Mathews, Thomas. La política puertorriqueña y el Nuevo Trato. 3era. ed. San Juan: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1970. Muñoz Marín, Luis. Memorias: autobiografía pública 1940-1952. 1era. ed. San Germán: Centro de Publicaciones Universidad Interamericana de Puerto Rico, 1992. Quiñones Calderón, Antonio. Historia política de Puerto Rico. Tomo I. Colombia: Printer Colombiana, S.A., 2002. Raffucci de García, Carmen I. El gobierno civil y la Ley Foraker. Río Piedras: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1981. Ramos de Santiago, Carmen, comp. El desarrollo constitucional de Puerto Rico: documentos y casos. 2da. ed. Río Piedras: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1985. Rodríguez Beruff, Jorge. Strategy as Politics: Puerto Rico on the Eve of the Second War. 1era. ed. San Juan: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2007. , ed. Las memorias de Leahy: los relatos del almirante William D. Leahy sobre su gobernación de Puerto Rico (1939-1940). San Juan: Proyecto Atlantea, 2002.


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Trías Monge, José. Puerto Rico: las penas de la colonia más antigua del mundo. 4ta. ed. San Juan: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2007. Tugwell, Rexford Guy. The Stricken Land: The Story of Puerto Rico. New York: Greenwood Press, 1946. . Puerto Rican Public Papers. New York: Arno Press, 1975. Villar Roces, Mario. Puerto Rico y su reforma agraria. Río Piedras: Edil, 1968. Wells, Henry. La modernización de Puerto Rico: un análisis político de valores e instituciones en proceso de cambio. Río Piedras: Editorial Universitaria, Universidad de Puerto Rico, 1972.


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Richard Harding Davis, el corresponsal de guerra por antonomasia del entresiglos


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“A SPLENDID LITTLE WAR”: CARL SANDBURG, STEPHEN CRANE Y RICHARD HARDING DAVIS EN LA INVASIÓN DE PUERTO RICO (1898) SILVIA ÁLVAREZ CURBELO I am pleased with the sound of war. I think it is beautiful. Stephen Crane A Julio Ramos, por veinte años de Desencuentros

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ste artículo atrapa algunas miradas, significaciones y textos de tres escritores norteamericanos que convergieron en Puerto Rico al momento de la invasión de la isla por Estados Unidos en 1898. También contiene algunas tribulaciones y utopías de aquel entresiglos que portaban como equipaje de guerra. Crane y Davis escribieron sobre la campaña de Puerto Rico en ese entonces; Sandburg esperó más de cincuenta años para convertir en escritura su particular lugar de la memoria. Estoy convencida de que un evento como el 98 es mejor entendido desde sus fragmentos: una bandera blanca, una decisión en alta mar, una moneda de cinco centavos que encierra una cierta sonrisa. De eso están construidos los reportajes y las notas, las memorias, poemas y novelas, tan vibrantes y actuales, de estas tres figuras que iluminan el parteaguas que fue y es la invasión. No sé si Crane y Davis, que trabajaban para dos famosos periódicos de Nueva York, se toparon en algún momento con el Sexto Regimiento 181


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de Voluntarios de Illinois, donde un bisoño Carl Sandburg recibió su bautismo de fuego como soldado. Quiero pensar que sí y que fue en Ponce, a pesar de que Davis detestaba a los voluntarios por ordinarios y poco marciales y de que Crane posiblemente estaría distraído con las campanadas que llamaban al funeral de un soldado lejos de su patria. Luego de varios días de acampar en la ciudad, el joven voluntario enfiló con su regimiento para Utuado en busca de una batalla que nunca se dio. Crane y Davis siguieron hacia el este, tomando, respectivamente, a Juana Díaz y Coamo, en dos de los varios episodios de polichinela que abundaron en aquellos calurosos días de verano cuando un régimen de 400 años ponía pies en polvorosa y unos nuevos amos coloniales llegaban, subidos a unos caballos que a la gente se les antojaba como los más grandes que habían visto nunca.

EL POETA, EL NOVELISTA Y EL CORRESPONSAL En 1897, la Reina Victoria celebró su Jubileo de Diamante a la cabeza del mayor imperio moderno. Los fastos fueron, en muchos sentidos, un canto de cisne para Gran Bretaña, cuyo dominio mundial llegaba a su fin con los ascensos dramáticos de Alemania y Estados Unidos en el escalafón geopolítico e industrial. Peter Gay alude a un creciente sentido de ansiedad y angustia, que asediaba a la sociedad victoriana en un mapa humano cada vez más complejo y veloz (The Cultivation of Hatred…). Pero en aquel verano, Londres era el lugar donde había que estar, y allí, en asignación, se encontraban Richard Harding Davis y Stephen Crane, que se disputaban (según el periódico que uno leyera en la capital inglesa) el título de “the most brilliant of the American writers” (Lubow 45). Davis era el corresponsal internacional más famoso en el disputado mundo editorial de Nueva York; también el árbitro indiscutido de la moda y un soltero codiciado. Cuando el ilustrador y editor Charles Dana Gibson, que había conceptualizado gráficamente el ideal de belleza femenino del entresiglos, buscó la contraparte masculina de su Gibson Girl, la fuente de inspiración fue Richard Harding Davis: “his square-jawed, pink-cheeked good looks were considered the


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ultimate in male appeal, his character the epitome of what used to be called ‘muscular Christianity’” (Milton 110). Por su parte, Stephen Crane era autor de reciente fama de un clásico emergente: The Red Badge of Courage y un periodista que se hallaba como pez en el agua entre rateros y prostitutas de buen corazón, las figuras de la noche que abundaban en las cortes de la ciudad. Para sus editores era un dolor de cabeza: “Sent to report a fire, he devoted several paragraphs to a lyrical description of the colorful flames, but got the address of the burning building wrong” (Milton 120). Si bien su novela, un bildungs roman ambientada en la Guerra Civil, había ganado críticas muy favorables, a Crane, que siempre debía algo, le preocupaba aumentar las ventas. En una carta a su hermano, le advertía que si no repuntaban las ganancias, se iba a dedicar a cultivar naranjas. De cubrir la jungla urbana pasó a la corresponsalía de guerra que en esos años devengaba fama y dinero a pesar de los riesgos que constituían las balas y las fiebres malignas. Es posible que hubiese una motivación más íntima: Crane era un escritor metido a corresponsal para lograr vivir la guerra que había imaginado sólo desde la escritura. Su vida fue el opuesto de la ordenada bitácora de Richard Harding Davis. Para éste, el dinero no era preocupación; sí lo era su rango como escritor. Lo que lo separaba del reconocimiento literario era precisamente lo que él mismo advertía en Crane: “He has not seen as much as I have for several reasons but then when a man can describe them why should he care” (Stallman y Hagemann 7). Lubow, que es su gran biógrafo, apunta a la brecha que nunca podría cerrarse entre las dos figuras. Richard Harding Davis fue una “celebridad” en su forma más pura. Nadie como él para hacer paladear a sus lectores el sabor de un tiempo perdido (Lubow 1). Davis fue moda y fama coyuntural; tras su muerte fue olvidado en poco tiempo1. Crane, fallecido prematuramente a los 28 años en 1900, estaba destinado a ocupar un nicho en el panteón literario norteamericano y mundial. Las fiestas en honor a Victoria constituyeron un paréntesis corto tras el cual las ansiedades finiseculares que asolaban a la “torre orgullosa”2 europea volvieron a aparecer con fuerza. Crane y Davis se dirigieron juntos a Creta donde griegos y turcos protagonizaban una de esas “pequeñas guerras imperiales” que preludiaban lo que


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sería la Primera Guerra Mundial. Crane estaba acompañado por una mujer de turbulento pasado llamada Cora, ex dueña de un club nocturno en Florida. Davis la ignoró totalmente durante el viaje; era lo más alejado de la Gibson Girl en su imaginario femenino. En alguna ocasión, Davis respondió que lo primero que miraba en una mujer era si tenía los guantes limpios. En el verano de 1897, Carl Sandburg se fue de polizonte en un tren rumbo al oeste de Estados Unidos. Durante algún tiempo, el hijo de inmigrantes suecos transplantados a Galesburg, en el corazón de Illinois, había rumiado angustias por una adultez que no terminaba de llegar y con la que por fin dejaría atrás “the boy years”3. Se le ocurrió que podía apurar el tránsito con el suicidio y contempló el ácido prúsico y la proverbial soga. Al final, se dejó seducir por una de las convocatorias más populares a lo largo del siglo: “Go West, young man”4 y se convirtió en “hobo” por algunos meses. Cuando llegó a Nebraska, después de trabajar como lavaplatos, jardinero, picapedrero y otros empleos de ocasión, Sandburg “thanked God and the everlasting stars over the Rockies” (Sandburg 397) y volvió a casa. En su autobiografía de vejez, recala en la lección más útil que obtuvo de aquellos meses lejos del colchón familiar y la comida casera: “I had been a young stranger meeting many odd strangers and I had practiced at having answers” (Sandburg 400). Trabajaba como aprendiz de pintor de brocha gorda cuando en la noche del 15 de febrero estalló el Maine en la bahía de La Habana. Para mediados de abril Estados Unidos estaba en guerra y Sandburg se enlistó en la Compañía C del Sexto Regimiento de Voluntarios de Illinois. Esta vez, conocería el mar. A la altura de Charleston, Sandburg recuerda “you could see the Illinois prairie boys taking mouthfuls of Atlantic Ocean water to taste it and calling to each other, ‘It is salt, isn’t it?’” (Sandburg 411). Estaba en el Sur, orgulloso de lucir el mismo uniforme de lana azul marino que los generales Grant y Sherman cuando arrollaron los últimos bastiones sureños en la Guerra Civil. Pronto, el trópico puertorriqueño haría que el orgullo por el uniforme se desvaneciera entre sofocos y bochornos.


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AMERICAN BEAUTY La década de los 1890 constató, para la generación nacida en los años inmediatamente posteriores al fin de la Guerra Civil, la transformación definitiva de su país. Con millones de inmigrantes europeos llegando a los puertos del Este y el fin de la expansión hacia el Oeste; con la consolidación de la ciudad y del modelo industrial del Norte como paradigmas de ordenamiento, Estados Unidos adquirió la fisonomía de una sociedad de masas, movilizada por la tecnología, el consumo y la novedad. No se dieron estas mudanzas sin sentimientos profundos de pérdida o vacío. Especialmente, la ciudad finisecular dramatizó los optimismos y energías de futuros sin límite pero también las angustias y terrores que se le achacaron a menudo, con el morbo, la ignorancia y el prejuicio como carburantes, a lo foráneo y a la próxima llegada de un nuevo siglo. José Martí acota en sus Escenas norteamericanas (1881-1883) ese alucinante y a la vez tenebroso paisaje social en el que la ciudad coagula todos los movimientos posibles. Así lo ve Julio Ramos en su brillante lectura de Martí: “la ciudad, más que un territorio preciso, figura como un impulso que desborda los límites, las formas, desplazándolas y reformulándolas permanentemente” (Desencuentros….). Es Coney Island, el parque de entretenimiento masivo en el que se maridan cultura y mercado, donde el poeta cubano atisba, en la carcajada de los apetitos satisfechos, el disimulo del terror. Un objeto, una rosa, se constituiría para los 1890 en el símbolo de unos Estados Unidos en misión de conquista. Durante muchos años horticulturistas de Europa y Estados Unidos se abocaron a lograr una rosa que pudiera florecer aún en medio del más crudo invierno. La “American Beauty”, rosa de esplendor y de crepúsculo, venció en esa mímica de contienda imperial. Con igual carga alegórica, aunque de diferente signo estético, la caricatura Hogan’s Alley, publicada en el New York World, es metáfora del momento. Su personaje principal, The Yellow Kid, descrito por Joyce Milton como “impudent, hyper-active and, in the eyes of some, vaguely foreign and sinister looking”, le daría el nombre a la prensa de masas y multitudinarias tiradas nacida en Nueva York.


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Era un nuevo tipo de periodismo, organizado en su mayoría por gramáticas de lo sensacional y de lo efímero y que adjudica las inclusiones y exclusiones que adoptan las masas ávidas de pertenencia. Fue en las páginas de esa prensa amarilla, zona de guerra entre los magnates Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst, donde las crónicas de Davis, de Crane y de otros sobre Cuba y Puerto Rico configuraron los imaginarios de una nación mesiánica, enfrentada a otredades siniestras que colorean todavía hoy, en tiempos multiculturales, a Estados Unidos en sus relaciones con el mundo.

LA GUERRA DISPONIBLE La guerra, ya sea de rosas, periódicos o entre países, fue la figura portentosa que definió el tránsito al siglo XX. Para Estados Unidos era cuestión de encontrarla y lo logró. Años después de su victoria al mando de sus afamados Rough Riders, en las colinas de San Juan en Cuba, el coronel Theodore Roosevelt declaró en un discurso pronunciado en Chicago a propósito de la Guerra Hispanoamericana: “It wasn’t much of a war but it was all the war there was” (Sandburg 418). La del 1898 fue necesaria para adelantar muchos intereses como la necesidad de mercados nuevos y de presencia geopolítica, pero también para dar rienda suelta a fantasías colectivas y personales de poder, de virilidad, romance y desinterés humanitario. En las noches solitarias allá en Galesburg, Illinois, un Sandburg adolescente anhelaba poder vengar las atrocidades perpetradas por el “carnicero” Valeriano Weyler, el general español encargado de frenar a los mambises cubanos que relataban con titulares en rojo los periódicos citadinos. Desde 1895, la prensa de Nueva York había encabezado una cruzada a favor de la intervención en Cuba. A finales de 1896, William Randolph Hearst, el propietario del Journal, envió a Davis y al dibujante Frederic Remington a Cuba para que proveyeran pruebas indiscutibles de la iniquidad española. Al cabo de algunos días Remington se vio precisado a cablegrafiarle a su jefe que allí no pasaba nada y que se proponían regresar. En un intercambio, probablemente apócrifo pero absolutamente verosímil, Hearst


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pronunció las palabras que mejor definirían la naturaleza espectacular de la guerra: “Please remain. You furnish the pictures and I’ll furnish the war” (Knightley 55). Quien primero recoge la anécdota es un conocido corresponsal del Journal de Nueva York, James Creelman, que por cierto estuvo en Ponce en abril de 1900 compartiendo con periodistas de la localidad su disgusto por la Ley Foraker. En sus memorias, escritas en 1901, proclamaba que la prensa amarilla había sido el agente catalítico de la guerra de 1898. Eso haría de sus corresponsales y sus textos un verdadero instrumento de la civilización. O quizás, con menos hipérbole, como señala Charles H. Brown en su libro The Correspondents’ War: Journalists in the Spanish-American War, si la guerra no fue obra de la prensa y sus corresponsales, “they acted as if it were” (vi). Después de todo, había sido la prensa la que convirtió una explosión en la bahía de La Habana, que casi todos creían accidental, en un atentado que bien valía una guerra.

ESCRIBIR EN TIEMPOS DE GUERRA What Davis avoided, Crane mined.

La escritura de guerra refleja las convenciones de la época, los estilos propios del narrador, pero también la presencia de viejos tropos como la heroicidad, el sacrificio, la violencia descarnada, el azar y hasta la mano divina que desde tiempos inmemoriales organizan las narrativas bélicas. En las llamadas guerras coloniales, como lo fueron muchos de los conflictos en las postrimerías del siglo XIX, se integraron otros elementos: las xenofobias, los mesianismos y las arrogancias de la civilización, algunos envueltos en ironías finas o en los lenguajes más crudos del prejuicio y de la leyenda negra. El excepcionalismo norteamericano, esa fe en la unicidad y superioridad innata de Estados Unidos, cunde en las corresponsalías y otras narrativas de la Guerra Hispanoamericana, aún en la pluma de escritores de talla como Crane. No obstante, muchas de las piezas en el voluminoso inventario periodístico y literario, que produjo un conflicto tan irónicamente breve, exhiben estupendos valores formales y narrativos que no pueden escatimarse.


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En el Año Nuevo de 1897, Stephen Crane estuvo a punto de morir cuando el barco que lo llevaba a Cuba zozobró. Esa experiencia extrema inspiró “The Open Boat: A Tale intended to be after the fact. Being the experience of four men from the sunk steamer Commodore”, uno de los grandes cuentos de la literatura norteamericana. Su primera línea es antológica: “None of them knew the color of the sky”. Entre los personajes-náufragos, se encuentra un corresponsal cuya mirada es el hilo conductor de una trama de lucha contra un hipnótico mar, seductor y terrible, que rige los vuelcos del pequeño bote y los destinos de sus ocupantes. Mejor librado que Crane, Richard Harding Davis derivó de su experiencia cubana textos célebres que condensaban el “romance de la guerra”. Algunos, ilustrados por Frederic Remington, rozaban el género del pulp fiction y sucumbían al amarillismo rampante de la prensa, pero otros muestran a Davis en la plenitud de sus facultades narrativas. “The Death of Rodrigues” [sic] narra la ejecución de un joven insurgente. Aunque dentro de un encuadre melodramático, la descripción del reo: “he held a cigarette between his lips, not arrogantly nor with bravado, but with the nonchalance of a man who meets his punishment fearlessly” (Davis, Notes… 7) y de las ráfagas inapelables que cierran su vida en un segundo cuando apenas tiene veinte años: “ the figure still lay on the grass untouched, and no one seemed to remember that it had walked there of itself, or noticed that the cigarette still burned, a tiny ring of living fire, at the place where the figure had first stood” (Notes… 12) , registran el pathos anhelado por todo escritor de guerras. Crane y Davis fueron parte del contingente reducido de periodistas que cubrió la campaña de Puerto Rico una vez que se rindió Santiago de Cuba. El resto de sus colegas estaba enfermo de fiebre amarilla o de regreso a la Florida, donde al menos les esperaba un baño con agua caliente e invitaciones para relatar —con las ansiadas dosis de espectáculo— las proezas de una guerra “justa” contra la “barbarie” española.


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FÊTE DE FLEURS God takes care of drunken men, sailors, and the United States.

Puerto Rico sufrió una guerra de rumores y carestías antes que una de balas hasta el 12 de mayo, cuando el Almirante William Sampson bombardeó a San Juan por tres horas, a pesar de que sabía que la flota española bajo Cervera no se encontraba refugiada allí. En su edición del 13 de mayo, el Atlanta Constitution proclamaba en portada “Puerto Rico captured by Admiral Sampson” lo cual fue desmentido un día después cuando el Almirante aseguró: “I only wanted to administer punishment. This has been done. I came for the Spanish fleet and not for San Juan” (cit. en Brown 244-245)5. Las acciones en Cuba y Filipinas le dieron un respiro a Puerto Rico hasta finales de julio, lo que aprovechó para inaugurar la legislatura autonómica, concedida en artículo mortis por España. Richard Harding Davis llegó con las tropas de Nelson A. Miles, descrito como “the image of soldier: tall, well-built, and fit. He was also pompous, conceited, publicity-hungry, and quarrelsome”(Lubow 160). El corresponsal dorado lo apodó “el matador”, porque mientras que en Cuba el toro español aún pudo embestir a las tropas norteamericanas, en Puerto Rico, el liderato de Miles y el de otros generales como Wilson y Schwann habían sabido proteger a sus hombres de las balas enemigas. Si bien admitía que en términos de logística, aprovisionamientos y condiciones sanitarias la campaña dejó mucho que desear, como denunciaba la prensa europea, la guerra en Puerto Rico avanzó con la precisión de un juego de ajedrez (Davis, The Cuban… 303). En las notas de Davis, la civilización se desplaza, en ejercicio de voluntad, inteligencia y misión, en territorios que son poco más que naturaleza indómita. Los personajes se inscriben en una matriz asimétrica: es el hombre blanco cristiano frente a pueblos feminizados por los sentimientos y la superstición. Que conste, no se trata de un registro prepotente; por el contrario, es como si una ley natural que dobla como ley divina así lo dispusiera. A la vera de los caminos de Puerto Rico, “naked yellow babies” en cuclillas ven pasar las tropas. Es un mundo desnudo o cuando no de


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harapos y los soldados se entretienen hablando jerigonzas con los nativos. Ahora bien, después de la dureza de la campaña cubana, resultaba gratificante la imagen de mujeres meciendo sus sillones en el balcón, las lámparas de lágrimas de cristal, los espejos y cuadros en las paredes de la sala que “seemed part of a long-forgotten existence” (Davis, The Cuban... 308-309). Pero es sólo espejismo, los sentidos juegan una mala pasada: “We know now that the women were dark of hue and stout, that the pictures were chromos of the barber-shop school, and that the swinging lamps were tawdry and smoked horribly, but, at that moment…the women of Juánica [sic] were as beautiful as the moonlight, and their household goods of the noblest and best” (308-309). La realidad es una escena kitsch, una forma cultural de indudable factura victoriana. Si bien los invasores no habían enfrentado algo que pudiese considerarse enemigo, era necesario cuidarse. Los conquistados conformaban un mundo de taimados, detrás de los gestos amables del lugareño está esa otra cara del inferior que trata de sacar el provecho posible de un hecho fatal: “The Porto Ricans showed their friendliness to the conquerors by selling horses at three times their value…” (307). Frente a la treta y la ventajería de los invadidos, Davis resaltaba la probidad y discreción de los generales que establecen el nuevo imperio de Estados Unidos con tacto y poder, como caballeros. Davis dice que Ponce se rindió cuatro veces, por lo que llegar a la ciudad del sur era exponerse a alguna ceremonia de capitulación. En una de las ocasiones, el día antes de la entrada de Miles, la ciudad se entregó a un simple alférez del Wasp que amenazó con bombardearla. En esos días todo era posible, pero la rendición de Ponce fue una negociación dirigida por las grandes fortunas y el cuerpo consular, cuyos representantes eran miembros de las familias de gran fortuna o sus asociados. Ponce fue declarada ciudad abierta porque, como en tantos otros momentos de su historia en el siglo XIX, apostó al vencedor. El que la mayoría de las casas del centro ostentaran banderas extranjeras (“Ponce itself held more foreign flags than we had ever seen”), como señala Davis, tampoco extraña. Ponce era foco de sentimiento anti-régimen, como casi toda la media luna del suroeste


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puertorriqueño, sobre todo desde el tiempo de la fiera represión de los Compontes, allá por 1887. Pero también, las familias importantes querían evitar desmanes, no menos por parte de otros puertorriqueños. De ahí que, según Davis, invitaran a sus casas a sus amigos extranjeros y flamearan sus banderas (incluso la de la Cruz Roja) como una especie de salvoconducto. Davis llegó a pensar que en la ciudad sólo vivían extranjeros. La ocupación transcurrió con toda normalidad y la mudanza de símbolos y lealtades fue inmediata: “There were Spanish volunteers swearing allegiance to the United States, and Porto Ricans to be sworn in as judges and registrars” (Davis, The Cuban… 322). En poco tiempo, hubo periódicos como La Nueva Era que se publicaban mitad en español y mitad en inglés. Davis se deshace en elogios con el General Wilson, comandante de la plaza ponceña. Es sugerente que Davis señale que una de las tareas inmediatas del nuevo jefe militar y político de la ciudad fue “to invent oaths of allegiance to tranquillize the foreign consuls, to protect rich Spaniards from the enthusiastic Puerto Ricans…” (331). Es ésta una de las primeras noticias que salen al exterior sobre el fenómeno de represalias y ajuste de cuentas, conocido como “las partidas”. Por lo demás, la campaña de Puerto Rico fue una verdadera fête de fleurs. De la crónica de Davis lo más célebre es la supuesta rendición del pueblo de Coamo ante el propio periodista. Es una pieza compleja: hay humor, ironía y la percepción de que si bien toda guerra es tragedia, también tiene mucho de ridículo. Sucede que Davis (a pesar de que trató de despistar al resto para ganar la exclusiva), tres periodistas más, un mensajero, dos soldados y un attaché militar inglés entraron a Coamo creyendo que las tropas bajo Wilson ya lo habían ocupado. La calle principal del pueblo estaba desierta: “We almost could imagine the town-people believing us to be the Rough Riders themselves and fleeing before us” (Davis, Notes… 109). De repente, apareció un hombre solitario que portaba una bandera blanca y luego cientos de vecinos “Waving their banners and gasping in weak and terror-shaken tones, ‘Vivan los Americanos’” (Davis, Notes… 109). A renglón seguido aparecieron las ofrendas: vinos, rones y cigarros que los hombres cargaban en los dentales y mantillas de sus mujeres.


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La comedia de errores resultó en un Davis recibiendo de manos de un dispuesto alcalde las llaves, estafetas, escudo, sello y cualquier otro símbolo de mando6. Davis llegó incluso a impartir justicia en un caso menor. La investidura le duró poco. El general Wilson y sus tropas entraron a Coamo y allí acabó su carrera como oficial público. Eso sí, se quedó con la bandera y anunció que daría instrucciones para que le sirviera de mortaja llegado el momento. La crónica de Davis no hubiese pasado de ser un sainete hilarante y bien montado si no fuera por su desenlace. Relevado de su cargo provisional, la atención del periodista se desvió hacia el cementerio que estaba, según Davis, en la parte negra del pueblo. Allí unos sepultureros se aprestaban a enterrar a unos soldados españoles antes de que el encargado del camposanto se fuera para su casa y no les pagara. La febril negociación parecía hacer caso omiso de los soldados muertos, que ya no verían más la luz del día. Entonces, comenzó a oírse a lo lejos “the throb and beat of martial music advancing up the main street of Coamo” (Davis, The Cuban… 352). Acto seguido, el encargado abandonó el lugar “and hobbled off in pursuit, and from the center of the town we heard wild shouts of ‘Viva,’ and from the negro quarters came the sound of bare feet pattering down the road” (352-353). Eran nuevos tiempos, tiempos de relevo apresurado: “The people of Coamo were turning their backs and the men who had ruled them for hundreds of years, and were running to greet their new masters, who had been masters for only the last three hours. The music grew louder and louder and broke into the jubilant swing of a Sousa march” (352-353). Nuevos rostros y nuevos pies marcaban el territorio:

It was the new step on the floor and the new face at the door. The son and heir was coming fast, blue shirted, sunburned, girded with glistening cartridges. He was sweeping before him the last traces of a fallen Empire; the sons of the young Republic were tearing down the royal crowns and the double castles over the city halls, opening the iron doors of the city jails and raising the flag of the new Empire over the land of the sugar-cane and the palm. (353)


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Por un momento, sólo por un momento, la escena se detiene aunque quizás ese breve hiato confirme la inevitabilidad del traspaso metaforizado en la tierra fresca de la tumba: “…the men in the graveyard stopped and looked back at the fresh earth over the graves and half sheepishly raised their hands in salute, and then walked on toward the town to greet the conquerors” (353). Apenas un momento.

DE MONOS Y COTORRAS Con la ropa hecha trizas y creyendo que tenía fiebre amarilla, Stephen Crane llegó a finales de julio a Virginia procedente de Cuba, donde había producido notas de una calidad excepcional. Al desembarcar le aseguraron que aunque lucía moribundo no tenía la enfermedad que había hecho tantos estragos entre los soldados. Se compró ropa y se dirigió a Nueva York. En las oficinas del World no le quisieron reembolsar $23 por los gastos incurridos en el regreso. Renunció de inmediato; firmó con el rival, el Journal de Hearst, y cubrió la campaña de Puerto Rico que ya había iniciado. Siempre en deuda (era un jugador empedernido de póker), no le vendría mal el dinero. Aunque se sentía aún muy débil, Crane produjo dos notas para el Journal. La primera es la descripción de un funeral en Ponce; la segunda, su captura personal de Juana Díaz, un episodio que se reproduce en varios libros de la época7. Ciertamente, la Guerra provocó una relación de espejos con Davis. Dos funerales, dos rendiciones. Desde el título, la crónica de Crane del entierro de un soldado en Ponce se inscribe en un imaginario imperial que acentúa la diferencia entre civilización y barbarie. La muerte, cosa sagrada, se torna en un día de fiesta para los “nativos”. En la distribución actancial, los norteamericanos son el foco de interés para los puertorriqueños que se congregan a su acreedor para empezar “their comic, goodnatured pantomime” (Stallman y Hagemann 190-191). La imitación es reino del niño o de pocas especies animales como los monos o las cotorras. De ahí que haya insinuaciones de inferioridad mental y deficiencias culturales en los que tratan de parecerse. Como los positivistas decimonónicos en Puerto Rico señalaron a menudo, las masas son particularmente ruidosas y desordenadas. La crónica de Crane es fuertemente onomatopéyica: “from them arose a high-


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pitched babble of gossip”; “the crowd still babbled”. Todo es vocinglería del lado “nativo” mientras los norteamericanos se aprestan a enterrar al soldado caído: “They remained calm, stoical, superior, wearing the curious, grim dignity of people who are burying the dead…” (191). El contraste es, por decirlo así, una cuestión de especie: “The little band of Americans seemed like beings of another world, with their gently mournful, impassive faces, during this display of monkeyish interest” (191). El ruido, condenación de la barbarie, quiere apropiarse del acto funerario: “All these sounds beat like waves upon the hearse, the invulnerable slip of the indifferent dead men. And the Americans moving along behind it, were still calm, stoical, superior” (192). Ni siquiera el responso del sacerdote aplaca la cháchara: “they shrilled like parrots” (192). El trompeta tocó a muerto: “The sad, sad, slow voice of the bugle called out over the grave, a soul appealing to the sky, a call of earthly anguish and heavenly tranquility, a solemn heartbreaking song” (192-193). A todos, menos a los nativos que parecían llegar “from a combined baseball game and clambake” (192-193). El relato sobre la rendición de Juana Díaz resulta ser —a pesar de su tono de farsa— un amargo drama alegórico sobre la condición colonial. Sin encomendarse a nadie, Crane llegó a Juana Díaz, un pueblo que estaba ubicado en una zona gris que no controlaba ninguno de los contendientes8. Como él mismo señala: “Americanism was here elective” (193). Se encontró con el colmado principal frente al cual estaban cerca de treinta hombres, ninguno de los cuales mostró señal alguna de verlo. Era como si Crane no existiera: “We remained in the road and grouped in front of the store was the crowd, with their strange foreign eyes moving in shiftly glances” (195). El sentimiento de extrañeza resulta insoportable para Crane: “they were a sulky, shifty bad lot, with the odds strongly in favor of Spanish leanings. They had nothing but distrust in their eyes, and nothing but dislike in their ways” (195). Entonces elucubra un plan: miraría fijamente a uno de los hombres del lugar y hablaría sólo de él: “We would concentrate our glance on one man and talk about him in English, ominously” (195). Se divirtieron un rato ridiculizando al pobre hombre: “Look at that brute on the barrel there. He certainly is glad to see us” (195), hasta que llegaron las tropas.


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Entonces todo cambió: “The Porto Ricans looked happy. By the time the general clattered forward with his staff they were happy, excessively polite, overwhelming every one with attentions and shyly confessing their everlasting devotion to the United States. The proprietor of the store dug up a new English and Spanish lexicon and proudly semaphored his desire to learn the new language of Porto Rico. There was not a scowl anywhere; all were suffused with joy” (196). Años más tarde, apareció otra versión del suceso que le añade un grado mayor de patetismo a la escena. En ella Crane habría dividido a los habitantes del lugar, aleatoriamente, en “suspects” y “good fellows”. Con ese acto, se instituyó una nueva legalidad: “Far from that night dates an aristocracy. It is founded on the fact that in the eyes of the conquering American while some were chosen, many were found wanting. To this day in Juana Dias [sic], the hardest rock you can fling at a man is the word ‘suspect’. But the ‘good fellows’ are still the first families” (198).

CARNE EMBALSAMADA Carl Sandburg estaba en cubierta al atardecer del 17de julio leyendo una novela de moda, Called Back, de Hugo Conway, cuando el carguero Rita ancló en la bahía de Guantánamo. Un grupo de oficiales bajó a tierra y volvió raudo con dos noticias: que Santiago de Cuba se había rendido y que la fiebre amarilla estaba haciendo estragos en la tropa. Sin haber desembarcado, el 6to de Illinois agarró rumbo a Puerto Rico. El general Miles había tomado una decisión importante: invadiría al objetivo número dos con tropas frescas para evitar el contagio y para colmar las expectativas de participación de determinados estados, algo muy conveniente para las elecciones de 1900 (Picó 52-53). En alta mar, el general, ávido de guerra, tomó otra decisión: desembarcaría por el sur. Sobre su motivación se tejieron entonces y luego varias versiones: “There were those who said afterward that to attack the fortified harbor of San Juan would have required the navy and the guns of the fleet and General Miles as an army man preferred to land on the south coast and have the army take over the island from the south so that in time San Juan wouldn’t have much of an island to govern” (Sandburg 413). Ya era suficiente


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con las victorias navales en Manila y Santiago. Ni el presidente McKinley ni el Secretario de la Guerra se enteraron hasta que desembarcó. Y menos los chicos del 6to de Illinois: “Of this we, the men and officers of the Sixth Illinois, know no more than the nakedest Zulu in the African jungles” (412). Apenas clareaba el día 25 de julio, fiesta de Santiago, santo patrono de España, cuando arribaron a la isla. Con los rifles en alto y el agua hasta la cintura vadearon la ensenada hasta llegar a tierra: “We were in Guánica, a one-street town with palm and coconut trees new to us” (413). Pasaron la tarde y la noche esperando una batalla, de vez en cuando oían disparos: “This was the one time on that island when most of us expected to go into battle, to shoot and be shot at. And it didn’t happen” (413-414). De Guánica avanzaron al pueblo de Yauco que ya se había rendido y donde oyeron el discurso del alcalde Francisco Mejía, agradeciendo al Dios de los justos por la intervención milagrosa que había devuelto a Puerto Rico al seno de América. Ponce también se había rendido (recordemos que Davis dice que se rindió cuatro veces) y luego de varios días acampados allí, se dirigieron a Utuado donde recibieron la noticia del cese al fuego. A lo largo del recorrido, recuerda Sandburg, hombres y mujeres descalzos les gritaban “Puerto Rico Americano”. Las imágenes de niños con vientre inflado, o de hombres a la vera del camino comiendo una mazorca de maíz casi seca, “told of something wrong with their food, not enough food and not the right kind” (415). Por lo demás, Sandburg y sus compañeros no tuvieron problemas con los “nativos”. Hasta aprendieron algo de español: “My favorite was cinco centavos, meaning ‘five cents,’ a nickel. Yet then and now cinco centavos sound to me more than a nickel. If a Spanish scholar should tell me that Señorita, cinco centavos, has an ancient meaning, ‘Lady, I love you ever and ever,’ I might believe him” (415). En todas esas semanas sus únicos enemigos fueron: el calor (“Men fell out, worn-out, and there were sunstroke cases”), los mosquitos (“One could kill a dog, two could kill a man”) y la comida. Todos habían bajado de peso. Sandburg, que pesaba 152 libras al salir de Estados Unidos, había perdido veinte. Las raciones consistían de las duras y sosas galletas de mar, frijoles y salmón enlatado y algo


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terrible y misterioso llamado Red Horse, una carne deshebrada, “like boiled shoestrings flavored with wall-paper” (Sandburg 416) también enlatada, que los soldados pronto apodaron “carne embalsamada”. Ya rumbo al puerto de Nueva York, los del 6to de Illinois celebraron una peculiar ceremonia en alta mar. Así lo recuerda Sandburg: A tin of ‘Red Horse’ would be handed to one man who opened it. He put it to his nose, smelled it, wrinkled up his face, and took a spit. The next man did the same and the next till the eight men. Then that tin of ‘Red Horse’ was thrown overboard for any of the fishes of the Atlantic Ocean who might like it… What we called ‘Red Horse’ soon had all of our country scandalized with its new name of ‘Embalmed Beef.’ It was embalmed. We buried it at sea because it was so duly embalmed with all flavor of life and every suck of nourishment gone from it though having nevertheless a putridity of odor more pungent than ever reaches the nostrils from a properly embalmed cadaver (417).

Upton Sinclair denunció en su novela La jungla, publicada en 1906, que más tropas murieron durante la Guerra Hispanoamericana por comer carne enlatada contaminada que por las balas de los españoles. Al año siguiente el presidente Teodoro Roosevelt firmó la ley federal de inspección de carnes. Si la campaña de Puerto Rico fue un picnic, Carl Sandburg nunca se dio por enterado porque “as picnics go, the war in Porto Rico, while not bloody, was a dirty and lousy affair while it lasted” (418). Pensó entonces en la frase fête de fleurs con la que Richard Harding Davis había descrito la campaña de Puerto Rico: “If you look it up in a French dictionary you will find fête de fleurs as a feast of flowers and Dicky Davis was the king of a fine-haired dandy who would rather write fête de fleurs than “feast of flowers” because though it meant the same it sounded more classy” (418). De todas maneras, “Few are the picnics where they eat from baskets holding canned beans, hardtack and ‘Red Horse’” (418).

ARMISTICIOS I. Al concluir la guerra, Stephen Crane regresó a Inglaterra. Se compró una casa muy fastuosa para vivir con Cora y donde ofrecía grandes fiestas que lo fueron endeudando cada vez más. De la Guerra Hispanoamericana, en la que por poco se ahoga y donde también le


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hirieron, quedó muy quebrantado de salud, pero siguió escribiendo. En 1899 produjo una novela, Active Service, sobre la guerra turcogriega que había cubierto como corresponsal y un poemario que tomó el nombre de su primer poema: War is Kind. Sus breves estrofas parecen replicar la mezcla extraña que es toda guerra: melodrama, ironía, mucho de morbo y algo de sublime. Swift blazing flag of the regiment, Eagle with crest of red and gold, These men were born to drill and die. Point for them the virtue of slaughter, Make plain to them the excellence of killing And a field where a thousand corpses lie. Mother whose heart hung humble as a button On the bright splendid shroud of your son, Do not weep. War is kind.

Stephen Crane falleció a los 29 años en junio de 1900, el último año de un siglo o el primero de otro, según se cuente. Abatido por la tuberculosis, pero también por las deudas, murió dictando una novela. II. Cuando acabó la guerra de 1898, Richard Harding Davis decidió abandonar su cotizada soltería. Se casó con una Gibson Girl a quien nunca se le vio con un guante manchado, pero con la cual fue muy infeliz. Siguió siendo el corresponsal de guerra por excelencia: cubrió la Guerra Boer, la Ruso-Japonesa y los primeros dos años de la Primera Guerra Mundial. Poco antes de que estallara el conflicto en 1914, se dio cuenta de que la Guerra Hispanoamericana había sido la última en que los corresponsales de guerra habían sido los verdaderos protagonistas, y profetizó que en una próxima contienda los periodistas serían poco menos que prisioneros de guerra, sofocados por la censura. Sin embargo, fue sobre la guerra que se luchó “para terminar con todas las guerras” que escribió algunas de sus mejores páginas, All through the night, like the tumult of a river when it races between the cliffs of a canyon, in my sleep I could hear the steady roar of the


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passing army.... This was a machine, endless, tireless, with the delicate organization of a watch and the brute power of a steam-roller. And for three days and three nights through Brussels it roared and rumbled, a cataract of molten lead... the column of gray, with fifty thousand bayonets and fifty thousand lances, with gray transport wagons, gray ammunition-carts, gray ambulances, gray cannon, like a river of steel cut Brussels in two.

Perennemente joven, Richard Harding Davis vivió hasta el año más terrible de la Primera Guerra Mundial, 1916, cuando la flor de la juventud europea fue borrada en los campos de Francia, finalizando así un largo siglo XIX. III. Carl Sandburg tendría una larga vida como uno de los grandes poetas del siglo XX y como el gran biógrafo de Abraham Lincoln, el presidente de un país desgarrado por la guerra. A su regreso de Puerto Rico, estudió literatura y se convirtió en corresponsal de guerra por algún tiempo. Estuvo cubriendo la Primera Guerra Mundial y en 1916 publicó sus famosos Chicago Poems. De ese poemario, tres son poemas de guerra; sus imágenes inquietantemente cercanas, como pesadillas reiteradas, como la guerra misma. Con un fragmento de uno de ellos termino este ensayo, apropiadamente el poema se titula WARS. In the old wars clutches of short swords and jabs into faces with spears. In the new wars long range guns and smashed walls, guns running a spit of metal and men falling in tens and twenties. In the wars to come new silent deaths, new silent hurlers not yet dreamed out in the heads of men. In the old wars kings quarreling and thousands of men following. In the new wars kings quarreling and millions of men following. In the wars to come kings kicked under the dust and millions of men following great causes not yet dreamed out in the heads of men.


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NOTAS 1 En su ya clásica descripción, Charles Baudelaire señala que la modernidad

es lo fugitivo, cuya otra mitad es lo eterno. Lubow piensa que en Harding Davis lo efímero es esencial. 2 Así le llama Barbara W. Tuchman a la Europa de la Belle Époque, destinada a la tragedia de la Primera Guerra Mundial. Ver su libro The Proud Tower. A Portrait of the World Before the War, 1890-1914. 3 En el capítulo 19 de su libro Always the Young Strangers, Carl Sandburg relata ese viaje iniciático en tren y sus peripecias. 4 John B. L. Soule, un periodista de Indiana, acuñó la frase en 1851 en un editorial para el Terre-Haute Express. En su versión original leía: “Go West, young man, and grow up with the country” y condensaba la expansión hacia el oeste que caracterizó a Estados Unidos a mediados del siglo XIX. 5 George Bronson Rea, enviado del World, viajaba con el Almirante Sampson. Desde su escotilla, tomó fotos de las fortificaciones y reportó que la ciudad estaba en caos por la falta de alimentos y los altos precios. Añadía que en los periódicos de la capital se reimprimían noticias sobre los linchamientos de negros en los Estados Unidos: “The object is to convince the native Negro that his race is badly treated under American rule”. 6 El attaché inglés adujo que si aceptaba la capitulación podría entenderse como una intervención de Gran Bretaña. 7 Una tercera nota de Crane titulada “Grand Rapids and Ponce”, fechada el 7 de agosto, no se encuentra en la antología de despachos de guerra editada por Stallman y Hagemann, utilizada para este trabajo. Sin embargo, Arcadio Díaz Quiñones la analiza en detalle en “Stephen Crane o la sospecha del imperio” en su libro El arte de bregar. 8 Fernando Picó señala en 1898: La guerra después de la guerra que el hombre fuerte del pueblo negociaba con los norteamericanos la venta de ganado para aprovisionarse mientras su hijo, en perfecto entendimiento, negociaba con las fuerzas norteamericanas.


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REFERENCIAS Brown, Charles H. The Correspondents’ War: Journalists in the Spanish-American War. New York: Charles Scribner’s Sons, 1967. Davis, Richard Harding. The Cuban and Porto Rican Campaigns. New York: Charles Scribner’s Sons, 1898. . Notes of a War Correspondent. New York: Charles Scribner’s Sons, 1911. Díaz Quiñones, Arcadio. El arte de bregar. San Juan: Callejón, 2000. Gay, Peter. The Cultivation of Hatred. The Bourgeois Experience Victoria to Freud. Londron: W. W. Norton & Company, 1993. Knightley, Phillip. The First Casualty. From the Crimea to Vietman: The War Correspondent as Hero, Propagandist, and Myth Maker. New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1975. Lubow, Arthur. The Reporter Who Would Be King. New York: Scribner’s Sons, 1992. Mathews, Joseph. Reporting the Wars. Connecticut: Greenwood P, 1957. Milton, Joyce. The Yellow Kids: Foreign Correspondents in the Heyday of Yellow Journalism. New York: Harper & Row Publishers, 1989. Picó, Fernando. 1898: La guerra después de la guerra. San Juan: Ediciones Huracán, 1987. Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica, 1989. Sandburg, Carl. Always the Young Strangers. New York: Harcourt Brace Jovanovich, 1953. Stallman, R.W. y E.R. Hagemann, eds. The War Dispatches of Stephen Crane. New York: New York UP, 1964. Tuchman, Barbara W. The Proud Tower. A Portrait of the World Before the War, 1890-1914. New York: Macmillan Company, 1965.


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EL OTRO ES UNO: PUERTO RICO EN LA MIRADA NORTEAMERICANA DE 18981 GERVASIO LUIS GARCÍA

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primera vista el 98 pareció el momento perfecto para la complicidad entre el conquistador y el conquistado. Mas luego se escucharon las voces discordantes y entonces las ilusiones de un futuro compartido dieron paso a los antagonismos y las alianzas basadas en las conveniencias políticas. El debate sobre el colonialismo y el imperialismo, nosotros vs. ellos, ha ocultado el hecho de que la élite puertorriqueña preparó el camino para la dominación norteamericana a la vez que compartía intereses con las élites yanquis. Cuando en el curso de la guerra y su confuso desenlace las bandas armadas criollas atacan propiedades de hacendados y comerciantes españoles, la clase propietaria criolla y peninsular descubre que sus intereses de clase los acercaba más a Estados Unidos que a los obreros y los campesinos del país. Esta semejanza en la diferencia entre dominador y subalterno resulta en que el otro es uno, como lee el título de este ensayo. Al mirar el 98 como el año de la liberación y la dominación, considero los aspectos negativos y positivos del imperialismo norteamericano. Intento abundar no sólo en un aspecto importante de la historia de Puerto Rico sino también en los esfuerzos contradictorios de Estados Unidos por construir un imperio sin colonias. En la lucha por entender el territorio recién adquirido, y justificar su sometimiento, se escuchó una pluralidad de voces. Estaban los antimperialistas que se oponían a las metas coloniales, y los que las favorecían. Algunos de estos últimos eran racistas pero otros, sin cuestionar la empresa 203


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expansionista, defienden el respeto a la lengua autóctona, a las costumbres puertorriqueñas y a la americanización “democrática” del pueblo invadido.

Antes de que le sea confiado el autogobierno, el pueblo de Puerto Rico tiene que aprender la lección del autocontrol y el respeto a los principios del gobierno constitucional, que requiere la aceptación de sus pacíficas decisiones... Elihu Root, Secretario de la Guerra de Estados Unidos Como el tiempo solamente puede modificar las costumbres, acaso hubiera sido conveniente la prolongación del régimen militar [norteamericano] para moderar la brusca transición del viejo régimen colonial a los amplios métodos democráticos, acostumbrando así a la masa popular a no confundir las prácticas de la libertad con el desenfreno de la licencia... Salvador Brau, historiador puertorriqueño

Conquistador y conquistado se miran y se hacen cómplices en el 98 puertorriqueño. Después vienen las voces discordantes, y los polos opuestos unidos se separan y se tocan intermitentemente, al vaivén de las conveniencias y las necesidades inmediatas. Las afinidades de Elihu Root, ejecutor de la política militar y colonial de los Estados Unidos a fin de siglo, y de Salvador Brau, ilustrado criollo autonomista y el intelectual más sobresaliente de su generación, sugieren que los significados de la invasión norteamericana –y de nuestra larga relación con otros grandes centros de atracción como Inglaterra y Francia– no pueden precisarse en toda su espesura si nos quedamos atrapados en la creencia de que el Otro (o la Otra) y yo son antípodas con miradas e intereses irreconciliables que, además, hablan, cada uno, con una sola voz. La coincidencia de Root y Brau en que lo moral es el principal obstáculo a la democratización del país, como dicen en los epígrafes anteriores, apunta en otra dirección.


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CIVILIZACIÓN Y BARBARIE A LA ROOT Elihu Root (1845-1937), exitoso abogado corporacionista de Nueva York, Secretario de la Guerra (1899-1904) y posteriormente Secretario de Estado (1905-1909), fue el principal defensor de la política del patrician tutelage y la “asimilación benevolente” de los nativos2. Se asentaba en la ocurrencia de que los puertorriqueños no fueron educados en el “arte del autogobierno o del gobierno verdaderamente honesto”. Según Root, en la tradición y la experiencia puertorriqueñas la ley y la libertad estuvieron encontradas y divorciadas. Por lo tanto, “...es imposible que una gente con esta historia –sólo el diez por ciento sabe leer y escribir–´˙ pueda tener una comprensión real de la manera de conducir un gobierno popular” (163-164)3. El Secretario de la Guerra no cuestionaba la capacidad de aprendizaje de los boricuas, atestiguada por la minoría masculina bien educada y capaz, con conciencia pública y política. Pero creía que el pequeño grupo era insuficiente para integrar un gobierno y, por consiguiente, actuaría como una oligarquía. El problema no era únicamente el desconocimiento de los métodos y prácticas de gobierno (algunos sólo con un mero conocimiento teórico) sino la tara moral de que los puertorriqueños, como pueblo, “nunca aprendieron a obedecer la decisión de la mayoría”. La experiencia fresca de las primeras elecciones municipales bajo el gobierno norteamericano le mostró al propulsor de la Enmienda Platt que la minoría derrotada se negaba siempre a continuar participando en los asuntos de gobierno. Es decir, éramos malos perdedores, defecto que compartíamos con los antillanos y los centroamericanos –todos en la “misma latitud”– sumidos en continuas revoluciones (Root 164-165). Por lo tanto, los puertorriqueños estaban en una etapa rudimentaria del desarrollo político y necesitaban un periodo de lento aprendizaje para lograr el autocontrol y el respeto a los principios constitucionales. En esencia, no era una cuestión de falta de talento intelectual sino de “carácter y de hábitos de pensar y sentir”. Disminuidos a la escala de subdesarrollados políticos y morales, se justificaba entonces una tutoría colonial de “mano fuerte y orientadora” (Root 164-165).


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EL SUAVE PATERNALISMO CRIOLLO Tal vez Salvador Brau (1842-1912) nunca leyó el Report de 1899 de Mr. Root y seguramente no compartió los extremos de su visión imperialista, pero coincidió con él en la poca fe en los “elementos insulares” para el gobierno propio a corto plazo. De ahí su exaltación del gobierno militar norteamericano (1898-1900) por el “espíritu expansivo y los respetos individuales que honran a la Constitución de los Estados Unidos” (Brau 305). Al hacer el balance positivo del interregno castrense, Brau destaca en primer plano la enseñanza obligatoria, impresionado por el esparcimiento de las escuelas “por todas partes”. Su esperanza era que el régimen militar suavizara, mediante la educación, el salto del viejo régimen al sistema democrático, “acostumbrando así a la masa popular a no confundir las prácticas de la libertad con el desenfreno de la licencia” (309-310). Para el historiador caborrojeño, los militares yanquis implantaron una reforma “trascendental”: El derecho de reunión, asociación y manifestación, la libertad de imprenta y el ejercicio de todos los cultos no tuvieron cortapisas. Suprimióse con la Diputación Provincial la lotería, lo mismo que el papel sellado de toda clase, las cédulas de vecindad y las riñas de gallos, que constituían arbitrios; establecióse la jornada de ocho horas para el trabajo obrero; reorganizóse la administración judicial, simplificando procedimientos, aboliendo la prisión por sospechas y suprimiendo cepos, grillos y cadenas en los establecimientos penales; creóse un cuerpo de policía insular, para servicios urbanos y rurales, cuyas plazas y oficialidad se confiaron a hijos del país; formáronse dos regimientos, uno de infantería y otro de caballería, con oficialidad americana, en que se demostraron una vez más las aptitudes militares de los puertorriqueños... (305-306)

Sensible a estos progresos (a los que sumó la reorganización de los servicios, la sanidad en particular), Brau lamentó la partida de los gobernantes militares porque los efectos de sus reformas “necesitan tiempo para manifestarse en toda su plenitud y como el tiempo solamente puede modificar las costumbres, acaso hubiera sido conveniente la prolongación del régimen militar...” (309-310). Al convenir Brau con Root, no estamos ante el caso del vulgar traidor de las historias nacionalistas que reducen el valor individual


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y colectivo a la concentración de patriotismo en la sangre, otra manera equivocada de recurrir a la moral para explicar realidades complejas y variables. Es, en realidad, el dilema del hijo de la colonia entre imperios, estudiado por Arcadio Díaz Quiñones: “El sujeto subalterno colonial está dominado por el discurso del Otro, y en su imaginario la autonomía requiere la referencia al poder externo, a la Ley de la Historia. Quizás por ello para muchos autonomistas los orígenes civilizados españoles fueron perfectamente compatibles con el nuevo poder norteamericano” (414). En la legitimación de ambas dominaciones, Brau no sólo apuesta a las bondades civilizadoras de los norteamericanos sino que revela que su mirada (como la del resto de la élite propietaria, profesional e intelectual, empeñada en retener o escalar el menguado poder político y social) estaba más en sintonía con la de los poderosos invasores que con los peones y campesinos y los trabajadores urbanos. Disipado el humo de los cañones y callados los ruidos de la retórica ibérica después de la derrota, el conquistador se torna en aliado del criollo frente a las clases peligrosas que pueden confundir la libertad con el “desenfreno de la licencia”. Si lo anterior es cierto, entonces el estudio comparado de retóricas y visiones imperiales y subalternas es legítimo si toma en cuenta, por lo menos: 1. el original imperialismo de marca norteamericana; 2. la pluralidad de voces de los dominadores; 3. el país real, es decir, la guerra antes de la guerra del 98, que lleva a los grupos sociales a distanciarse entre sí y a alinearse de antemano con el futuro dominador;4 4. la semejanza en la diferencia y la complicidad en la dominación son caras de una misma realidad, pero no niegan la capacidad liberadora de los súbditos. En otras palabras, el adversario superior nos contamina al imponernos los temas del debate o del combate, pero a la vez nos impulsa a superar sus imposiciones.


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UN IMPERIO SIN COLONIAS Hacia 1900 los proyectos colonizadores no estaban lastrados por una aureola desfavorable... Uno llevaba el progreso y la civilización a las poblaciones más o menos atrasadas, desalojándolas o subordinándolas... Maxime Rodinson

Entre siglos, la expansión colonial todavía no estaba desprestigiada. De 1870 a 1890 Gran Bretaña amasó 4,7 millones de millas cuadradas; Francia controló 3,5 millones, y Alemania, la última en llegar a la carrera imperialista, se resignó a poseer sólo un millón de millas cuadradas. Los Estados Unidos apenas sumaron 125,000 millas cuadradas. En 1901 existían en el planeta 140 colonias, llamadas también “protectorados”, “dependencias”, “territorios”, “posesiones” y después de la Primera Guerra Mundial, “mandatos”, sin contar las “áreas de influencia”. Todas ocupaban dos quintas partes de la superficie del globo en la que existía una tercera parte de la población mundial (unos 500 millones de habitantes). Tres cuartas partes de los colonizados vivían en los trópicos y todos los imperios tenían climas templados. Además, las tierras ocupadas compraban el 40 por ciento de los productos importados en sus madres patrias y otro tanto de su producción era exportado a las sedes imperiales (Austin 1464; Fieldhouse 126). Entonces “en el océano global todos los [grandes] estados eran tiburones y todos los estadistas lo sabían” (Hobsbawm 318). Frente a los escualos europeos, los Estados Unidos parecían rezagados antes del 98. Hasta esa fecha, todos sus territorios conquistados estaban en el continente norteamericano, salvo las islas Midway (1867) en el Pacífico, que servían de carboneras y de enlace de las comunicaciones telegráficas. En esa empresa, las experiencias acumuladas en las guerras de la segunda mitad del siglo XIX contra los native Americans (1870-1890) fueron decisivas. Así, el gobierno federal dejó de considerar a los diferentes grupos indígenas como naciones aparte y a partir de 1871 los expulsó de las tierras deseadas, los aisló en reservaciones y los trató como comunidades locales dependientes. En las últimas tres décadas del siglo, los blancos ocup-


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aron más tierras que en los trescientos años anteriores. Y lo lograron mediante la organización de un poderoso ejército, considerado como uno de los mejores de la época por sus éxitos militares contra los nativos americanos. En esos combates fue que el general Nelson A. Miles (jefe principal en la guerra del 98 contra España) afinó sus artes marciales y potenció su prestigio (Beede 454). Al estallar las primeras escaramuzas en Filipinas (1898-1902), el 87 por ciento de los generales norteamericanos que combatieron las guerrillas habían participado en las luchas contra los indígenas norteamericanos. Pero más importante para el desarrollo del imperio fue que “los nuevos términos legales inventados después de 1870 para controlar los nativos americanos y arrebatarles muchos de sus derechos fueron simplemente trasladados a los asuntos cubanos, filipinos y puertorriqueños después de 1898. Las guerras indias posteriores a 1870 fueron un eslabón clave entre la expansión territorial blanca hasta 1860 y su nuevo imperio ultramarino apropiado en 1898 y posteriormente” (LaFeber 158-161)5. A partir del 98, los Estados Unidos no pudieron retraerse de “la carrera internacional por la grandeza” y armaron su imperio colonial. La guerra de Cuba acabó con los escrúpulos aislacionistas prevalecientes en su política exterior, y los llevó a Filipinas, Guam y las islas Marianas. En el mismo 98, Hawaii fue incorporada a la Unión; la isla Wake (1899) fue anexada para unir a Honolulú con Guam, y se repartió las Samoa con Alemania. Las Tutuiles (1900) y otras islas también pasaron a su posesión. Además, proclamaron su política de puertas abiertas en la China (1899-1900) donde mediante un acuerdo de caballeros con Inglaterra, Francia y Alemania, se repartieron el territorio en áreas de influencias (Wilson 813). En los años siguientes, Estados Unidos ayudó a Panamá a acelerar su separación de Colombia; en 1904 los panameños les cedieron parte de su territorio para construir un canal y firmaron un tratado de protección. En ese mismo año Teodoro Roosevelt, a la sazón presidente de Estados Unidos, proclamó el derecho a intervenir “en cualquier estado política o económicamente inestable”. De segundo plato, mandaron sus soldados a enderezar las finanzas o a poner orden en Cuba (1906), República Dominicana (1904-1916), Haití (1915-1916) y Nicaragua (1911-1916). En 1917 redondearon el


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imperio comprando las Islas Vírgenes a Dinamarca. En un abrir y cerrar de ojos histórico, “los Estados Unidos habían adquirido... un imperio que se extendía por dos océanos y estaba formado en parte por verdaderas posesiones y en parte por estados protegidos” (Fieldhouse 277-279). Los Estados Unidos construyeron constitucional y semánticamente un imperio sin colonias. Sus conquistas eran “territorio incorporado” en vías de ser estado (Hawaii) o “no incorporado” (Puerto Rico) cobijados por los principios de la Constitución. Estos territorios fueron integrados sin cortapisas al mercado norteamericano. De la misma manera que España juró que no tenía colonias sino provincias, los Estados Unidos confeccionaron un imperio sin objetos ni sujetos coloniales en el que Puerto Rico encajó incómodamente, obligándolos a crear la pudorosa ficción jurídica de “territorio no incorporado”, poseído pero separado del lecho del tutor imperial. Embrollados en el desbocado frenesí expansionista de fines de siglo, los Estados Unidos exhibieron incertidumbres y tribulaciones imperiales. Saltaba a la vista que los principios democráticos (la igualdad y el derecho a la felicidad, por ejemplo) no casaban con la captura de territorios y la sujeción de sus moradores (Fieldhouse 277). La tensión entre las ideas republicanas y la práctica imperial obligó a los responsables de la política exterior norteamericana –con el presidente William McKinley (1843-1901) a la cabeza, y otros grupos opinantes– a sopesar sus dudas sobre las grandes consecuencias de la conquista de territorios no contiguos. Antes del 98, McKinley favorecía la expansión y el imperio sin guerras y el fin del conflicto de Cuba (1895-1898) sin la intervención militar norteamericana (Wilson 197-198). Al principio se negó a pelear con España porque el pleito podía desembocar en la anexión de Cuba, es decir, en la incorporación de un pueblo con grandes capas negras. Además, temía que la Constitución se desgarraría si se extendía fuera de las costas norteamericanas (LaFeber 185). Pero los tenaces independentistas cubanos y los testarudos españoles agudizaron la guerra (perjudicando de paso las grandes inversiones azucareras de los norteamericanos) y los Estados Unidos recurrieron a la intervención militar. Cuba, Filipinas y Puerto Rico alimentaron ondas cavilaciones políticas, raciales y constitucionales. Frente a Cuba, McKinley barajó


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tres alternativas: independencia, anexión o control informal. De entrada descartó la independencia inmediata por su desconfianza de los revolucionarios cubanos, rechazó la anexión por los peligros insospechados de sumar nuevos sectores negros a la Unión y, finalmente, favoreció el dominio indirecto a través de la Enmienda Platt (que le daba derecho a intervenir en Cuba para asegurar la estabilidad interna), incorporada a la Constitución cubana (LaFeber 185). En Filipinas, la guerra no cesó con la derrota de España (mayo 1898) pues los filipinos no aceptaron la democracia forzada de los norteamericanos. Por consiguiente, los Estados Unidos enfrentaron una sangrienta guerra de guerrillas que nunca previeron. Los relatos de estremecedoras masacres perpetradas contra la población civil, por los soldados yanquis, dividieron agriamente la opinión oficial y general norteamericanas. En mayo del 98, el presidente McKinley –político de profundas creencias religiosas– no sabía qué hacer y, ante la indecisión, rezó en busca de “luz y orientación del Señor de las naciones”. Inspirado, concluyó que los Estados Unidos debían tomar las islas y educar y cristianizar a los filipinos. Pero la resistencia de los isleños no cesó, y 19 años después, el Acta Jones (1917) les prometió la independencia si lograban un gobierno estable (Wilson 782-799).

PUERTO RICO, WHAT’S IN A NAME? En Puerto Rico, los norteamericanos pasaron más trabajo definiéndonos y organizándonos política y culturalmente que derrotando a los españoles y sus simpatizantes en el campo de batalla. El general Miles fue víctima de su sagacidad militar, pues al despachar sin grandes retos el asunto bélico, un mes después del desembarco, perdió la oportunidad de alcanzar la gloria que sólo se logra en difíciles y sangrientos combates (Beede 454). Pero sus coterráneos, más inclinados a redactar el menú colonial, en círculos oficiales y extraoficiales, debatieron sin cuartel hasta sobre cómo llamarnos: ¿Porto Rico o Puerto Rico? A primera vista parecía una insignificante refriega verbal iniciada en 1899 por el geólogo Robert T. Hill al utilizar “Porto Rico” en un artículo publicado en el National Geographic, a pesar de los


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consejos y la política editorial de la revista, expresados en una coletilla añadida al escrito de marras (Hill, “Porto Rico” 112). Los editores de la revista accedieron a regañadientes ante su insistencia “in this trifling matter”, pero aclararon que ello no sentaría precedente. Su posición era clara: Puerto Rico es “utilizada por la gente de la isla y por otros países de lengua española y es buen español”. Además, suscribieron la directriz del U.S. Board on Geographic Names (creado por el presidente Benjamin Harrison en 1890) de “adoptar para otros países los nombres por los que los conocen sus habitantes”. La discusión del tema en tres números de la revista sugiere que no se trataba de una excentricidad nórdica cualquiera. Hill, funcionario del United States Geological Service, se defendió rechazando la autoridad del U. S. Board on Geographic Names en materia de ortografía. Subrayó que cuando el Board tomó la decisión de usar “Puerto Rico”, en los mapas y documentos oficiales, la isla era territorio extranjero y su nombre no aparecía con frecuencia en los documentos del gobierno y en la literatura. Mas su argumento central residía en que “Porto Rico” se usó internacionalmente por trescientos años, amén de ser de uso común desde la conquista de América por los mejores escritores ingleses y por los mejores geógrafos de los principales países europeos. Además, recurrió a las “Leyes de la evolución lingüística”: “Porto” estaba en sintonía con la escritura fonética mientras “Puerto” es “impronunciable en inglés” (Hill, “Porto Rico or...”). El National Geographic ripostó con ironía universal: fue a “Puerto Rico” donde el Departamento de Estado despachó sus mensajes al estallar la guerra con España. Fue un mapa de “Puerto Rico” el divulgado por la división militar del Departamento de la Guerra, y un boletín sobre el comercio con “Puerto Rico” fue publicado por el Departamento de Agricultura seis semanas antes de que España aceptara los términos del tratado de paz dictado por el presidente McKinley. Para evitar la confusión y la inconsistencia, los editores reafirmaron el uso de los nombres autóctonos en vista de que la razón de ser de la revista era la divulgación del conocimiento geográfico con precisión y consistencia, sobre todo en los artículos que hablaban de las “regiones menos conocidas del mundo cuyos nombres geográficos todavía estaban en etapa formativa” (J. H., “The National Geographic...” 517-519).


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Más alarmado por las consecuencias culturales y políticas de los argumentos de Mr. Hill, E. W. Hilgard, de la Universidad de California, terció en el duelo. Para Hilgard la cuestión debía resolverse rápidamente a partir de unos criterios “racionales y permanentes”, antes de que fuera moneda común entre los turistas y los periódicos que hacían las veces de la autoridad en la pronunciación de nombres geográficos de países “cobijados últimamente por la bandera norteamericana”. Rechazó, para empezar, que “Puerto” era antifonético e impronunciable, pues le parecía un contratiempo imaginario en vista de que, por ejemplo, California tenía nombres más complicados que eran pronunciados correctamente por los norteamericanos. Si alguno se confundía al expresar nombres en español, ello mostraba la necesidad de reformar el “English spelling” en vez de enunciarlos mal. En “nuestras posesiones”, argumentaba Hilgard, no debe cometerse el mismo error de los ingleses en la India, donde mutilaron los nombres autóctonos; por el contrario, debe imitarse la práctica de los misioneros de Nueva Inglaterra en Hawaii. De manera “sencilla y sensible” estos adoptaron para los sonidos de las vocales las letras que los representaban consistentemente en los diferentes idiomas. Así se fomentó la comprensión popular de la pronunciación fonética. Abogó entonces por una postura lingüística a la par con las necesidades imperiales, pero sin llegar al nacionalismo desbocado. Con la enseñanza de más idiomas en nuestras escuelas, para estar a tono con los requisitos de nuestras adquisiciones territoriales e, igualmente, del comercio panamericano, nuestra gente pronto utilizará su sentido común práctico... y descubrirá que lo que ha sido posible en California y Hawaii puede serlo en toda la Nación... Confío en que... la política del Geographic Board de conservar hasta donde sea posible la pronunciación y la ortografía nativa de los nombres, sea sostenida como el único medio de evitar la desacreditada y chocante mescolanza de nuestros mapas y documentos oficiales y el agravamiento indefinido que el mal del unprogressive jingoism, inglés o americano, nos impondría y, especialmente a la posteridad. (Hilgard 36-37)6

Ese temor fue confirmado un año antes (algo seguramente desconocido por Hilgard) en las páginas del libro Our Islands and Their People, por José de Olivares, oriundo de California.


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There are but few historical instances wherein the language of the vanquished nation was adopted by the conqueror. Puerto Rico is unAmerican as well as harsh and affected when the effort is made to pronounce it by anyone unfamiliar with the Spanish tongue. Moreover, we prefer all things American without the least taint or coloring of Spanish, and therefore in spite of the Honorable Society and the Government Printers at Washington, we shall adhere to the plain American style in spelling the name of this beautiful insular possession. (Bryan 265)

Nombrar era una forma de dominar, de apropiarse hasta del nombre de la isla para una mejor digestión imperial. En 1928 Antonio S. Pedreira retomó la controversia. Recordó que ocho años antes el Geographic Board revocó su posición original y prefirió Porto Rico a Puerto Rico y que, al igual que cuando el exabrupto de Hill (1899), los puertorriqueños “no tomaron cartas en el asunto, ni se contó con ellos luego para sancionar o rechazar esa forma arbitraria e injustificada...” (Pedreira, “De los nombres...” 135)7.

UN IMPERIO MODELO Tan vacilantes y polémicos eran los norteamericanos en la ortografía colonial como inexpertos en el arte de dominar gentes de etnias distintas, en territorios alejados de su plataforma continental. Por lo tanto, tantearon, inventaron e improvisaron sistemas de gobierno y prácticas económicas, a la vez que afirmaron y afinaron su derecho a mandar y disponer de tierras y poblaciones ajenas. Enfrentados a esa inmensa tarea, saltó a primera vista que tenían en sus manos un imperio sin modelo. Ante ese molestoso problema, necesitado de apremiantes soluciones, O. P. Austin publicó su Colonial Administration... (1901), una impresionante recopilación de las experiencias comparadas en el dominio a distancia de España, Holanda, Inglaterra y Francia (Austin 1199). La obra de Austin, jefe del Negociado de Estadísticas del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, es, en verdad, un gran catálogo del buen imperialista, en el que se exponen las causas de los éxitos y los fracasos coloniales y los requisitos para tratar con provecho las gentes de “territorios no contiguos”. El autor aspiraba a aprovechar las discusiones derivadas de largos años de estudios y


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experiencia práctica en la colonización, es decir, presentar “in a single view what may be termed the world’s best judgement of today’s requirements in the government of a people differing in race, characteristics and climatic environment from that of the governing people...” (1199). En otras palabras, los colonial studies ya tenían un impresionante lugar propio, digno de ser respetado y aprovechado por los gobiernos. The methods by which colonies are and should be governed and developed are followed and studied with great interest not only by those charged with the government of colonies but by the people of the countries having colonies. [...] The result of this is both stimulating and enlightening to the officers whom the Government intrusts with the duty of developing and caring for the colonies. Colonial associations, colonial institutes, colonial periodicals, colonial books, and colonial libraries, and discussions of colonial matters, both in the deliberative and legislative bodies and in the public press, present the various phases of colonial policy and conditions in the world’s colonies in kaleidoscopic but ever instructive form. The literature of colonization is elaborate, and the students of this subject, in the countries having colonies, numerous, active and thoughtful. (Austin 1330-1331)8

No era, pues, un estudio dirigido a los académicos, sino una visión de conjunto que podía ser conveniente a “aquellos que desean llegar a sus propias conclusiones”. Uno de esos hipotéticos destinatarios fue William Howard Taft (1857-1930) –al que dedicó un ejemplar de su puño y letra “With the kind personal regards and best wishes”–, gobernador provisional de Filipinas, entonces ocupadas por los soldados norteamericanos. Luego fue Secretario de la Guerra (1904-1908), bajo el presidente Teodoro Roosevelt, al que sucedió en la presidencia de los Estados Unidos (1907-1913). No sé si Taft leyó el grueso volumen, pero se le atribuye ser el gestor de la diplomacia del dólar, hermana gemela de la diplomacia de las cañoneras, prácticas afines a las escuetas premisas imperiales de Austin. Taft creía que el capital norteamericano era el mejor vehículo de progreso. Estaba convencido de que las instituciones y las inversiones norteamericanas traerían la ilustración a las áreas no industrializadas del mundo. Bajo su presidencia, Estados Unidos intervino en la República Dominicana, Honduras y Nicaragua9.


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Sin rodeos, Austin alertó sobre la dependencia de Estados Unidos de los trópicos para conseguir el 40 por ciento del total de sus importaciones. De éstas dependían en gran medida la alimentación y las industrias manufactureras, dada la demanda continua de una población con un consumo creciente. Por eso destacó las ventajas de controlar gobiernos y economías tropicales. 1. Asegura la provisión estable y segura de los productos, hijos del capital invertido por la madre patria. El capitalista “invertiría su dinero... más fácilmente en un territorio controlado por su propio gobierno que en otra parte. La cuestión de la permanencia del gobierno y por ende de la seguridad de la inversión es una de las primeras a ser considerada par el capitalista inversionista, y esto es ilustrado por el lento desarrollo de la producción a través del capital invertido en las áreas tropicales de Centro y Sur América, donde frecuentes revoluciones y cambios de gobierno tornan inseguras tales inversiones e inciertas las ganancias”. 2. Garantiza más, mejores y confiables comunicaciones. Además, los artículos producidos con capital metropolitano van directos del productor al consumidor, sin intermediarios locales que encarecen el precio final. 3. Inyecta “empeño, energía e inventiva”, típicas de los ciudadanos de zonas templadas, tal como se constata en las colonias británicas del Lejano Oriente y las Antillas. 4. La colonia tropical será una consumidora permanente de alimentos y manufacturas de la economía septentrional. Austin no vislumbraba grandes inversiones industriales en los trópicos porque no era fácil conseguir mano de obra estable y diestra; además, creía que el clima deterioraría las maquinas (Austin 1391-1392).

AUTONOMÍA PARA LA DEPENDENCIA Esas cuentas galanas sobre las ventajas de las colonias directas dependían de la aplicación del mejor método de gobernar y desa-


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rrollar las colonias y sus gentes. Austin lo encontró en el sistema colonial británico porque ofrecía un amplio autogobierno. El gobernador era nombrado por la metrópoli, pero las leyes y el poder legislativo quedaban en manos de los habitantes de las colonias, aunque en determinados casos algunos funcionarios eran electos y otros designados por la Corona (Austin 1464). Los detalles quedaban en manos de los nativos bajo la supervisión de los representantes metropolitanos. Esta nueva maquinaria no pesaría sobre las áreas de la metrópoli porque los fondos para sostenerla surgirían de las aduanas, o de la tierra dada en usufructo. Lo fundamental era que las colonias enjugaran todos sus gastos (1408). En el plano económico, la clave residía en el fomento de las comunicaciones de todo tipo, facilitadoras del intercambio económico con el exterior y el país dominador, sin tarifas onerosas. Así se acrecentaba el poder adquisitivo de los habitantes autóctonos y, por consiguiente, “el deseo de las comodidades y las conveniencias de la civilización”, como mejores viviendas, educación, periódicos, escuelas, iglesias y mayores poderes para autogobernarse. El colono adquiría nuevos hábitos de industriosidad y frugalidad y la mano de obra local sería suficiente para satisfacer las necesidades de la colonia. La autonomía política garantizaría su rentabilidad económica.

MIRAR PARA DOMINAR Toda ciencia sería superflua si la forma de las apariencias de las cosas coincidiera directamente con su esencia. Marx

En el afán de clasificarnos, de asignarnos un nivel en la escala de la evolución humana, política, social y cultural, compitieron varias visiones. El espectro es demasiado amplio para examinarlo en este espacio, pero se extendió desde los crudos prejuicios del general George W. Davis hasta el anexionismo ilustrado de Henry K. Carroll10. Algunos, la mayoría, mostraron un genuino interés científico y sinceras simpatías por la geografía, los recursos naturales, el potencial económico y por los candidatos a ciudadanos americanos del territorio añadido.


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Otros, por el contrario, buscaban lo picturesque y lo diferente, pues sus escritos estaban destinados al público norteño, ávido de fotos y aventuras inéditas de la nueva frontera colonial. No les interesaba lo normal, es decir, las semejanzas con los estilos de vida norteamericanos, sino magnificar lo chocante y lo bizarre. Entre los que cayeron en esta tentación destacó Our Islands and their People (Bryan 265). Por eso es preocupante tomarla como representativa de la construcción del otro puertorriqueño y del discurso colonial norteamericano11. Los norteamericanos nunca hablaron con una sola voz, aunque todas las voces hablaron con un solo propósito: el máximo aprovechamiento de la pintoresca posesión. Resulta confuso, por ahistórico, aislar una visión y tomarla como representativa de un abanico de mentalidades y sensibilidades. Si los intereses envueltos (comerciales, financieros, religiosos, navieros, azucareros, militares, científicos, entre otros) eran diversos, complejos y contradictorios, así debió ser también el proceso de estructurar una política colonial y una definición del colono. La hoja profesional de los participantes del proyecto de Our Islands..., militares de carrera y funcionarios de gobierno durante buena parte de sus vidas, revela el trasfondo de sus miradas. José De Olivares, el redactor principal, nació en la California norteamericana (1867) y sirvió en la Marina y la Reserva Naval de los Estados Unidos (1886-1898). Posteriormente fue cónsul americano en varios países (Bryan 10 y 64). El texto general es precedido de la bendición marcial contenida en la introducción del mayor general Joseph “Fighting Joe” Wheeler (1836-1906). Este se graduó de West Point (1858), e ingresó al ejército, del que renunció al estallar la guerra civil (1861) para unirse a la caballería del ejército sureño confederado, en el que ascendió a teniente general. Al terminar la guerra se dedicó al comercio, a la siembra de algodón y a la abogacía. Fue electo al Congreso de los Estados Unidos (18851900) y al reventar la guerra hispano-cubano-norteamericana se ofreció de voluntario y fue nombrado mayor general. En Cuba presidió exitosamente la batalla de las Guásimas y luego pasó a las Filipinas (1899-1900) (Beede 595-596; Webster’s... 475). “Fighting Joe” nunca estuvo en Puerto Rico. El editor tal vez pensó que sus credenciales militares y políticas le daban autoridad para opinar


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sobre las buenas intenciones de la política exterior norteamericana y, de paso, prestigiaba su publicación. Las mentalidades de estos dos socios de la pluma las delatan dos muestras de su refulgente repertorio retórico. Por ejemplo, el mayor general Wheeler recalca que la “raza” americana se caracteriza por el espíritu de libertad, el amor a la justicia y el trato justo y fue este espíritu el que los lanzó a la guerra contra España, “la guerra por la humanidad”. Para consuelo de los conquistados, “este mismo espíritu guiará nuestros tratos con las tribus y las gentes que han recibido la libertad como consecuencia del último conflicto” (Bryan 1). De Olivares fue más terrenal, pero no menos prepotente. Recordemos que, junto al geólogo Hill, nos renombró “Porto Rico” como para asegurar por el rebautizo lo logrado por las armas. En esa vena, su recuerdo de “un día en San Juan” lo llevó a concluir que el rasgo saliente de la ciudad y sus habitantes era –en palabras del caballero criollo que lo acompañaba– la “excelsa indolencia” o, en su propia traducción, la “sublime vagancia”: A todo lo largo y ancho de la ciudad se recalca y personifica el elemento lánguido y sedentario... Es inescapable encontrar los mismos tipos invariables de una laxitud inherente –las mismas costumbres y condiciones apáticas cristalizadas siglo tras siglo de observancia inviolable. El ciudadano promedio de San Juan es un silencioso pero elocuente exponente del sonambulismo habitual. Parece estar envuelto perpetuamente en un sueño. A veces pienso que sus horas ambulatorias son más relajadas porque entonces no necesita ni soñar que tiene que trabajar. En el curso de mi visita tuve la ocasión de preguntar a un cierto descendiente de esta aristocracia despreocupada, cuál era el costo más violento de sus esfuerzos, y me comentó con un toque de genuina tristeza: “acostarme en la noche y levantarme en la mañana”. (Bryan 257-258 y 260)

Según él, las masas empobrecidas trabajaban más, pero se conformaban con el menor esfuerzo, recordándonos la estampa idílica del “indolente” campesino puertorriqueño descrita por fray Íñigo Abbad en el siglo XVIII. Es evidente que lo que para el californiano era una tara moral (prueba de la inferioridad de los súbditos de las antiguas colonias españo-


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las), no era más que el contraste entre el ritmo de trabajo y de la vida en pueblos tropicales, de economías agrarias pre-capitalistas, y el tempo febril de la existencia cotidiana en la ciudad industrial moderna. Ahora bien, esta aclaración es insuficiente si olvidamos que la distorsión del visitante no era privativa del “otro” imperialista, porque la clase propietaria criolla y peninsular solía ver con esos mismos ojos a la mayoría de los jornaleros del país. Las quejas –y las leyes– contra la vagancia fueron una constante de la retórica y la acción de los hacendados y de los que miran a los campesinos desde la ciudad. Para muestra basta la opinión de Fernando López Tuero circulada en 1891: El temperamento del obrero y del jíbaro es rebelde al trabajo y se presta poco al progreso, el clima le hace indolente y como no tiene necesidades, ni se afana, ni se esmera; es calmoso, abandonado, exigente, y con una idiosincrasia tan singular que es preciso tomar bien el pulso a cualquier negocio antes de emprenderlo. (22)

El discurso imperial sencillamente cabalgó sobre el discurso criollo para recordar la inferioridad del “desganado” puertorriqueño frente al industrioso y pujante norteamericano y, por añadidura, legitimar su doble sujeción. Es decir, la hegemonía del dominador de turno fue preparada de antemano por los mismos subalternos (propietarios o educados) de las capas superiores criollas. Es desmayante, por mencionar una de tantas expresiones derrotistas y elitistas, que Luis Muñoz Rivera proclamara en 1891 la indefensión absoluta de los puertorriqueños frente a España, al señalar “las causas del mal” del país: “carecemos de fuerzas populares, por la ignorancia de la población campesina; carecemos de juventud militante por la apatía y el laissez faire de nuestros jóvenes; carecemos de personalidades ricas, porque esos temen mucho a la política romántica y se inspiran en un egoísmo imperdonable” (Muñoz Rivera, “Las causas...” 39). Al año siguiente de la invasión, Manuel Fernández Juncos le confesó al comisionado Carroll que la principal falta de los puertorriqueños era la “ausencia de voluntad” (Carroll 36). El invasor no tuvo que devaluarnos para dominarnos porque ya estábamos desmerecidos por los grupos dirigentes y pensantes del país. En ese, como en otros terrenos, los


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norteamericanos ganaron la guerra antes de la guerra. Es peligroso, por consiguiente, construir la identidad del colono a través de la diferencia porque no toma en cuenta las semejanzas entre los otros y nosotros, antes y después de “la llegada”. Sería exagerado concluir que los norteamericanos no tomaron a Puerto Rico porque simplemente se lo dimos. Pero es claro que le facilitamos la ingestión. Ante el apabullante poder de los Estados Unidos –y la ridícula e irresponsable resistencia española– muy poco podía hacer el liderato del país que aun bajo el viejo régimen desconfiaba de la capacidad combativa del pueblo. Desvalidos ideológica y militarmente, jugaron la carta del realismo político. Muñoz Rivera no perdió tiempo y les sugirió el “método más sencillo y más fácil para americanizar a Puerto Rico”, cuando un periodista le preguntó si la isla era capaz de autogobernarse como los estados de la Unión americana: Opino que mi país puede gobernarse y administrarse a sí propio, y que a eso aspira la totalidad de los criollos. Hay elementos directores competentísimos y hay pueblo dócil y sensato que le secunda. El deseo general puede condensarse en esta fórmula: la ocupación militar, breve, muy breve, prolongándose mientras se reúne el parlamento en Washington: durante la ocupación militar las leyes que hoy rigen y los organismos que hoy funcionan deben respetarse: después, enseguida, la declaración de territorio, con una legislación adaptable a la legislación nacional; pero nunca menos autonómica y libre que la que poseemos: más tarde, en un corto plazo, la declaración de Estado que colmaría los anhelos del país y le identificaría por completo con la nueva patria. Tal es el método más sencillo y más fácil para americanizar a Puerto Rico. (“Interview...” 342-345; subrayado en el original)

EL PAÍS REAL No se trata de una sociedad que domina a otra preexistente, sino de una sociedad que se relaciona con otra en constitución. En cierta forma... el nexo colonial es creado al mismo tiempo que por la metrópoli por la sociedad implantada... Germán Carrera Damas

El análisis del colonialismo a partir de “los símbolos y las narrativas del imperialismo estadounidense”, reforzado por las fotografías,


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como agentes del “contraste entre lo primitivo y la civilización”, es necesario y fructífero (Thompson 5, 13, 61). Mas, en ausencia de otra evidencia, privilegia la representación (el discurso o las fotos) sobre otras actividades humanas. Al no compararse lo que se dice con lo existente, las realidades discursivas acaparan la atención, y se olvidan o pasan a un plano insignificante las realidades no discursivas (Ahmad 132). Tal vez una foto y una explicación, entre las muchas encontradas en el ensayo de Thompson, ilustran lo anterior. La foto de “Girls Assorting Coffee at Yauco” presenta a veinte muchachas sentadas en el piso de un almacén de café. Esta posición sentada muestra “sumisión y falta de civilización”, de acuerdo a Thompson. Pero si la foto es el texto, la evidencia, podemos intentar otra explicación, es decir, que parte de la práctica concreta de escoger café es en el piso, sin sillas, como se acostumbraba en las sociedades cafetaleras, libres o coloniales. Si intentamos tomar una foto posada de más de una docena de personas hay que agruparlas de la manera más conveniente, sin que sea necesariamente la representación del “otro puertorriqueño como un noble salvaje en el paraíso”. Esa lectura es cuestionada por otras fotos en el texto de Thompson, que muestra a las mujeres orgullosamente de pie12. El puertorriqueño, antes de ser súbdito norteamericano o tema de sus representaciones escritas y gráficas, era peón explotado, negro discriminado, artesano censurado, criollo vigilado, exiliado o privado de derechos parejos al del español. La sociedad que el invasor encontró en el 98 era monárquica, racista y colonial, condicionada por el sistema capitalista internacional. Por lo tanto, sería un error “...ver el nexo colonial como algo existente fuera de las propias sociedades implantadas latinoamericanas” (Carrera Damas 38). El Puerto Rico de fines de siglo era el resultado de la larga y honda articulación de imposiciones y dominaciones que desembocaron en unas estructuras económicas y sociales desiguales e injustas, y en la inferioridad política de los isleños ante la Corona española. Las luchas por superar estos escollos le imprimieron movimiento a la historia del país, pero el forcejeo por lo alto, por conquistar derechos políticos secuestrados, expresado ordinariamente como un choque entre el criollo y el peninsular, era sólo un ángulo del rostro


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colonial. El otro perfil mostraba el ingenio, las tretas y los sacrificios de los campesinos y los artesanos para aliviar y burlar el dominio indiscriminado de criollos y españoles en la hacienda y el taller. En la patria del criollo, esbozada en las producciones literarias y en los escritos políticos, los trabajadores del campo y la ciudad jugaban papeles secundarios como recipientes obedientes y agradecidos del ilustrado paternalismo de hacendados e intelectuales13. El paradigma civilización y barbarie de Wheeler, Bryan, De Olivares y otros no vino del frío, pues los tropicales señores de la tierra, el comercio y las letras, lo habían estrenado antes y lo perpetuaron después del 98. Muñoz Rivera lo expresó sin dobleces frente al comisionado Carroll al oponerse a rebajar la edad de votar a 21 años: “en vista de que la raza latina es exitable e irreflexiva... sería extremadamente peligroso colocar nuestro futuro en manos de las masas que carecen de educación cívica y que pueden ser erróneamente dirigidas por agitadores audaces que los convertirán en sus títeres” (Carroll 235-236). Esta apreciación es casi un calco de la expresada por el general George W. Davis, uno de los gobernadores militares, al favorecer el sufragio restringido de los puertorriqueños. If universal or manhood sufrage be given to the Puerto Ricans, bad results are almost certain to follow. The vast majority of the people are no more fit to take part in selfgovernment than are, our reservation Indians, from whom the suffrage is withheld unless they pay taxes. They certainly are far inferior in the social, intellectual, and industrial scale to the Chinese, who for very good reasons are forbidden to land on our shores. The ignorant masses will be manipulated and controlled and corrupted by the political bosses. (Davis 114-116)

TERRITORIO Y AUTOCRÍTICA COLONIALES Lo que el realismo crítico exigía era que la crítica de los otros (el anticolonialismo) se hiciera desde la perspectiva de la crítica de nosotros, más comprensiva y multifacética: nuestra estructura de clases, nuestras ideologías familiares, nuestros manejos de los cuerpos y las sexualidades, nuestros idealismos, nuestros silencios. Aijaz Ahmad

La premisa de que los norteamericanos nos inventan les niega su capacidad para conocernos, para añadir conocimiento. Este es el


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caso de la crítica de Thompson a la imprecisión y la ambigüedad de los juicios y las fotos del redactor turista De Olivares, sobre los criollos y los peninsulares, los indígenas y los mulatos. En primer lugar, se trata de zonas de conflicto, endemoniadamente borrosas de nuestro pasado y nuestro presente. El que un recién llegado concluya que había “dos clases de españoles” no obedecía necesariamente al deseo de borrar al criollo. Los puertorriqueños eran ciudadanos españoles y el modelo de la élite autóctona blanca era el señor español con el que muchos deseaban confundirse, por prestigio y afinidad cultural. Olivares, un ave de paso, parece identificar lo español con lo superior, pues da la impresión de que usa el gentilicio “español” como categoría racial y clasista para identificar la clase alta blanca y no como un recurso para sacar al criollo de la historia14. Por otro lado, si éramos y somos un revolú étnico, social y político, una sociedad de inmigrantes que se mezclan incesantemente, en una colonia que era oficialmente una “provincia”, ¿por qué sorprendernos que en Our Islands... “la identidad de los puertorriqueños no se presenta de forma unitaria o coherente sino que expresa diferentes perspectivas, tensiones, dudas y contradicciones”? (Thompson 30). En una Isla donde se violenta el lenguaje y se tuerce la razón, al tratar de distinguir entre mulato, trigueño, pardo y moreno, no es extraordinario que un visitante llegue a conclusiones imprecisas y contradictorias, sin que concluyamos que nos inventa para inferiorizarnos. De la misma manera, si en las fotos y el texto “se presenta a los puertorriqueños como mulatos a la vez que se desplaza la negritud de la población a través de un énfasis en el pasado indígena y un posible blanqueamiento” (Thompson 45-46) eso no significa, inequívocamente, una negación de la cultura puertorriqueña o de nuestra negritud, sino el reconocimiento de que los negros y sus mezclas eran centrales en nuestra cultura. Sin decirlo, ¿no será una de las cosas que quiere recalcar el visitante y que quería ocultar el criollo blanco? La impresión fotográfica de que éramos un país mestizo debió quemar las delicadas retinas de los encopetados de la época. El intento de muchos negros y mestizos puertorriqueños de aindiarse, para salvar el humillante prejuicio racial, no es más que la confirmación de cuán traumática fue la aceptación de la identidad propia,


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y cuán difícil debió ser su comprensión para el extranjero recién desembarcado. Por otro lado, la profusión de fotos de negros y mulatos, mujeres y niños, en vez de disminuir la cultura puertorriqueña la amplía –a pesar de los indiscutibles prejuicios de los autores– al incluir los sectores subordinados que constituían la mayoría de la población. Además, representaban lo diferente, la heterogeneidad real frente a la ilusoria homogeneidad. Lo representativo no eran los blancos sino los mestizos. Esa era nuestra originalidad respecto a la sociedad norteamericana, de la que procedía el redactor y para la que escribía sus reportajes.

RECAPITULACIÓN: EL 98 NO EXPLICA EL 98 Las historias y, por lo tanto, las subjetividades, no las constituyen los “momentos” sino los incesantes procesos de sedimentación y germinación. Aijaz Ahmad

Las conmemoraciones siempre nos tientan a congelar el momento recordado y a olvidar su pasado. El 98 no es una excepción y más si el presente nos lo recuerda a cada paso. Por lo tanto, es inescapable y debemos lidiar con él. Pero nunca podremos exorcisarlo si seguimos atrapados en la rígida dicotomía del vencedor y el vencido, sin terrenos compartidos. De ahí la importancia de desvelar nuestros silencios a la vez que criticamos las imposiciones coloniales. Así, el criollo no sólo es víctima sino también victimario y cómplice, autónomo e insubordinado ante los extremos del poder imperial. Ese desplazamiento constante entre la complicidad y la resistencia es la contradicción dinámica, problemática y creadora de nuestra existencia isleña. La guerra del 98 nos colocó en el duro dilema de pelear junto a España contra el primer mercado consumidor de nuestro azúcar, del que importábamos buena parte de las manufacturas y los comestibles. Al interés comercial se sumó el estratégico-militar, por lo que no sorprende que los Estados Unidos jugaran un papel decisivo en los dos éxitos principales del liberalismo puertorriqueño del siglo XIX: la abolición de la esclavitud (1873) y la concesión de


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la autonomía (1897). En ambas coyunturas, los norteamericanos forzaron el desenlace con el fin de sofocar sendos focos de intranquilidad que atentaban contra la estabilidad política y económica norteña. El comercio de mercancías fue también de la mano del comercio de ideas. Igual que en el resto de América Latina, los Estados Unidos fueron un modelo económico, político y social. En algunos casos, como en el de Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana, la admiración se tornó en deseo de anexión. La historia del anexionismo en Puerto Rico ha sido tan difícil de rastrear como la de los obreros, las mujeres y los negros. A la dificultad de la falta de documentos fáciles, a flor de tierra, se suma el temperamento de algunos historiadores nacionalistas y autonomistas que prefieren pesquisar lo patriótico en desmedro de lo “claudicante”. Pero la realidad, en este caso, la estrecha relación económica con Estados Unidos y la torpe política colonial española, es terca y termina por imponerse. Así, Alexandre Lafont de la Vernese, cónsul de Francia en Puerto Rico, le comunicó al Ministerio de Relaciones Extranjeras de París, en 1865: Me crucé hace algunos días con comerciantes honorables y ricos hacendados. Están convencidos de que las colonias españolas serán anexadas a Estados Unidos y lejos de temer esa anexión la consideran como una fuente de prosperidad para Puerto Rico. Esa es la opinión dominante en el país; se está convencido de que el gobierno debe organizarse para el bienestar general y la prosperidad del comercio, y que un gobierno equitativo que asegure a los ciudadanos la igualdad ante la ley, debe ser el fin de sus deseos.15

Ocho años después, el cónsul Le Brun confirmó la persistencia de la corriente anexionista: “...Si me preguntan mi opinión diría que Puerto Rico no parece en estado de oponer una seria resistencia a los Estados Unidos y que si los norteamericanos desembarcaran en la isla encontrarían amigos muy dispuestos a acogerlos”16. Perseguido como el independentismo, el anexionismo se hizo clandestino o emigró al Norte donde a fines de siglo germinó en la Sección Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano. Del sedimento que quedó en la isla brotaron en 1898 varias cuadrillas anexionistas con nombres chillones como “Porto Rican Scouts” y “Porto Rican


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Guard” que se dedicaron a ocupar municipios y a hostigar a los soldados españoles en varios pueblos del centro y el oeste del país. “En todos estos lugares –señala Mariano Negrón Portillo– las mismas actuaron como representantes de los Estados Unidos y trataron de asumir control de los pueblos para facilitarles a las tropas norteamericanas la consolidación de su poder, con el mínimo de problemas” (Las turbas... 34). Derrotados los españoles y consolidado el nuevo poder norteamericano, los dos partidos políticos autonomistas se hicieron anexionistas y proclamaron la esperanza de ser estado de la Unión. Hasta los inconformes con el prolongado régimen militar le comunicaron al Congreso norteamericano en 1900: “Puerto Rico, antes la joya de la Corona de España, será una estrella prometedora y acaso en día futuro fija permanentemente en el azul de la bandera que vino a traerle la libertad y protección y los leales puertorriqueños bajo ella, vivirán satisfechos y si necesario fuese morirían orgullosos” (“Memorial de protesta...” 80)17. En los albores de la nueva dominación, cuando el deseo entusiasmado de la mayoría era disfrutar las ideas democráticas del gobierno norteamericano, parecía que Puerto Rico no era un problema, como creía el Secretario de la Guerra Root. Para él era indiscutible la potestad plenaria de los Estados Unidos porque era una nación con todos los derechos sobre el territorio. Pero sus habitantes no podían reclamar ser tratados como miembros de los estados o de los territorios previamente tomados por la nación norteamericana. Sin embargo, tenían el derecho moral a ser tratados de acuerdo a los principios de justicia y libertad de la Constitución estadounidense (Root 161-162). Root confundió la esperanzada aceptación popular de los invasores con la simpleza del caso puertorriqueño. Nunca imaginó que la pronta insatisfacción de los isleños, espoleada por el deterioro de la economía y por la negación de poderes que a regañadientes España había cedido en 1897 –sumada al fuerte mestizaje boricua– desataría una enredada discusión y una trabajosa “construcción legal” de Puerto Rico y los puertorriqueños (Rivera). Por un lado, el Congreso norteamericano armó un gobierno colonial amparado en la Ley Foraker (1900), con gobernador y Consejo Ejecutivo nombrados por el presidente de los Estados


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Unidos, y reclamó la última palabra respecto a los asuntos del país conquistado. Al poder congresional se sumó el judicial, pues la Corte Suprema de los Estados Unidos era también la de la colonia. Artillada con vastas prerrogativas legales, la Corte Suprema trazó las líneas políticas centrales del territorio tropical. A través de los famosos “casos insulares” (1901-1922) la Corte Suprema norteamericana terció en el debate entre los imperialistas y las dos versiones antianexionistas (la racista, que se negaba a incorporar gentes inferiores, y los que creían que una vez obtenidos los territorios no habría más remedio que extender a sus habitantes la protección de la Constitución). El arreglo final, el invento que no frustró otros artefactos jurídicos imperialistas, fue sancionar el proyecto colonial mediante la legalización del dominio sobre la preciada presa y, paralelamente, conceder a los nativos los típicos derechos constitucionales. Ante el cuestionamiento de la legitimidad del proyecto colonial, los jueces del Supremo confeccionaron una doctrina legal que justificó el ejercicio de poderes casi irrestrictos sobre los territorios y las gentes adquiridos en la guerra del 98. En el proceso, hornearon una diferencia, desconocida hasta entonces, entre territorios incorporados (los llamados “estados infantiles”) y territorios no-incorporados (propiedad de, pero no parte de los Estados Unidos) y dieron al Congreso y al presidente la mayor laxitud para confeccionar e implantar sus cambiantes políticas expansionistas (Rivera 326-327). Es decir, desde el inicio, Puerto Rico fue un problema que provocó miradas cruzadas y contradictorias. Por eso, a la óptica de Our Islands se sumaron otras más equilibradas. Robert T. Hill, por ejemplo, apuntó que la geografía y la gente de la Isla no podían verse a través de las costumbres y el medio ambiente tradicionales. Reconoció que su país no era un adecuado criterio de comparación con las gentes y los territorios del Mediterráneo americano. Proponía que en vez de amalgamar a todos los pueblos del Caribe en una clasificación uniforme e indiscriminada, se debía destacar su singularidad (Cuba and Porto Rico… XXII-XXIII). Hill tampoco “elimina a la clase dominante criolla”18. Por el contrario, destaca su abolengo, su orgullo étnico y su opulencia, y señala que son diferentes a sus pares de las islas francesas y británicas (Cuba and Porto Rico… 166).


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Mas ninguno de los testimonios elogiosos del momento comparan en amplitud, inteligencia y sensibilidad con el de Henry K. Carroll. En dos largas visitas, hechas a fines del 98 y comienzos del 99, recogió testimonios y vio con sus propios ojos algunas de las zonas más críticas y relevantes de la sociedad puertorriqueña. Hizo un inventario del clima y la agricultura, la tolerancia religiosa y el anticlericalismo, la indefinida frontera entre la propiedad pública y la eclesiástica, el analfabetismo, las comunicaciones, el concubinato y los hijos ilegítimos, las condiciones de vida de los trabajadores y el carácter y las aspiraciones de los puertorriqueños. Armado con un sólido conocimiento del país, Carroll nunca puso en duda los atributos y la capacidad de los puertorriqueños para estar a la altura de los norteamericanos. En la defensa del derecho de los nativos al “self-government”, no ocultó el analfabetismo dominante y la inexperiencia en las prácticas políticas democráticas. Pero insistió en que la educación y la experiencia no hacen, necesariamente, buenos ciudadanos. Además, estaba convencido de que nadie tiene el derecho a decidir quién da la talla para autogobernarse (Carroll 56-58). Por consiguiente, recomienda sin reservas que Puerto Rico se convierta en un territorio con gobierno propio, similar al de Oklahoma, con el gobernador y los miembros de la rama ejecutiva nombrados por el presidente de los Estados Unidos, y una rama legislativa bicameral electa por el voto popular. Este sistema descansaría sobre la educación obligatoria y el respeto a la lengua y los usos y costumbres de los puertorriqueños, así como en el sufragio masculino, sin requisitos de literacia o propiedad (Carroll 56-65). Esta receta reflejaba, según Carroll, las esperanzas de los puertorriqueños respecto a los norteamericanos. Ellos esperan que bajo la soberanía norteamericana se corrijan los males centenarios; que tengan un gobierno honesto y eficiente; la más amplia libertad como ciudadanos de la gran República bajo la Constitución; gobierno propio provisto por el sistema territorial; libre acceso a los mercados de los Estados Unidos; la adopción del idioma inglés a su debido momento y la adaptación general de la isla a todas las instituciones que han contribuido a la prosperidad, el progreso y la felicidad del pueblo americano. (56; traducción mía)


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Algunas de estas aspiraciones se han logrado y otras han cambiado de tono o han sido redefinidas, pero la relación cercana con los Estados Unidos es todavía el vivo anhelo de la mayoría de los puertorriqueños. El anexionismo de las dos caras (autonomista y estadista, una distinción sin una diferencia) sigue valorando la ciudadanía y el mercado común e insiste en la identidad criolla y en la dignidad compartida con los estadounidenses. Esa relación íntima, cada vez más próxima, similar a la que tuvimos con España, tiene una “historia de encuentros y desencuentros, de opresión y resistencia, de apropiaciones mutuas, de negociación de espacio” (Díaz Quiñones 147). En la confusión de la derrota española y el remolino de esperanzas de la victoria americana –sobre todo la oportunidad de volver a ser gente– los niveles inferiores se desatan y se aúpan, asustando a los propietarios y los profesionales. El miedo a las capas populares dislocadas los une y los concita y hacen causa común con el enemigo extranjero (al que le habían declarado la guerra de palabras antes del desembarco), aliado útil para frenar a los licenciosos, a los de abajo, y ponerlos en su sitio. En la coyuntura del 98, los intereses de clase son más fuertes que los de la nacionalidad y la identidad. Dominador y dominado se funden y se confunden. Los obreros aprovechan la brecha y ven en la anexión la segura subordinación de los propietarios criollos y peninsulares al poder norteamericano, más democrático, laico e igualador. Los propietarios y los profesionales, por su parte, no vieron contradicción entre la autonomía –y el acceso libre al mercado yanqui– y la búsqueda del gobierno propio de la región dentro de la Unión americana. Por caminos y motivos diferentes, el anexionismo proletario y el anexionismo autonomista imitan al invasor. Nuestro pasado español, lastrado de coloniaje, racismo e ignorancia y de una paradójica dependencia del mercado norteamericano, nos hizo un país pret-a-porter, listo para llevar, pero no una nación a la medida americana. Celebramos la derrota del imperio decadente, mas exigimos libertades y poderes, desde los anexionistas molestos, disminuidos por una ciudadanía de caricatura, hasta los nacionalistas y los socialistas rebeldes, enemigos de la colonia moderna presidida por grandes compañías azucareras y gobernadores nombrados desde la cornisa del imperio.


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Hoy sería anacrónico concluir que el interés primordial de los Estados Unidos es inferiorizarnos a través de la dominación cultural, porque el capital norteño se ha criollizado y la mayoría de los puertorriqueños se sienten iguales y distintos a los norteamericanos. La identidad puertorriqueña, como todas las identidades, no es algo acabado e inmutable sino una vivencia inconclusa, en constante transformación, contradictoria y compleja, como la vida misma19. En fin, el 98 fue el año de la liberación y la dominación. En la medida en que logremos lidiar con esta incómoda conclusión, reconocer lo positivo en lo negativo del poder avasallador de los Estados Unidos, estrenado un siglo atrás, podremos superar las visiones históricas que nos proyectan como víctimas inermes de la superioridad material y militar, y de las construcciones discursivas imperiales. El viejo dicho de que uno es lo que uno hace, aplicado al tremendo 98, servirá para calibrar el alcance de la responsabilidad criolla en la entronización pasada y la persistencia presente del gobierno americano sin los americanos. Y valorar críticamente los singulares y desiguales combates boricuas por la justicia social y económica, la cultura y la libertad política. Repensar el 98, desde ese mirador, quizás ayude modestamente a lograr, algún día, otra liberación.

NOTAS 1 Agradezco profundamente las sugerencias bibliográficas de Juan A. Giusti Cordero y las lecturas críticas de María de los Ángeles Castro Arroyo, Arcadio Díaz Quiñones y Georg H. Fromm. 2 En su hoja de vida destaca, además, la autoría de la Enmienda Platt (1902), que hizo de Cuba un “protectorado” norteamericano, y de la Guardia Nacional (1903). (Ver Thomas G. Paterson et al. 224-225, 227 y Julius W. Pratt 27). 3 La traducción es mía. 4 Ver la versión desmitificadora del conflicto posterior a la guerra en Fernando Picó, 1898: La guerra después de la guerra. 5 Beede llega a una conclusión similar (IX). 6 A renglón seguido, uno de los editores de la revista notificó, ingenuamen-


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te, que la controversia fue cerrada por el mismo presidente de los Estados Unidos, quien decidió que “Puerto Rico” era el nombre oficial, por ser utilizado “por el mismo pueblo de la isla”. Jubiloso, exaltó el “rico legado de los nombres españoles tan ‘euphonius’ y tan llenos de sentido...” (J. H., “Puerto Rico...”, 37-38). 7 El artículo se publicó por primera vez en 1928. Según Pedreira, la única oposición conocida fue la de José Julio Henna, Manuel Zeno Gandía y Eugenio María de Hostos en 1899 cuando repudiaron las “formas híbridas Porto Rico y Porto Rican”. En 1930 el Senado y la Cámara de Representantes de Puerto Rico aprobaron una resolución que le pedía al Congreso norteamericano “la restitución oficial del verdadero nombre de esta isla” (138-139). 8 Los historiadores y testimonios citados, así como la larga y variada bibliografía final en diferentes idiomas, atestiguan el extraordinario ímpetu de este educador imperialista. 9 El libro pionero sobre el tema es de Joseph Freeman y Scott Nearing, Dollar Diplomacy (Wilson 815). 10 Ver la larga lista de artículos y libros publicados durante los primeros años de la dominación norteamericana en Antonio S. Pedreira, Bibliografía Puertorriqueña (1493-1930) (10-17 y 449-468). 11 Ver el libro de Lanny Thompson, Nuestra Isla y su gente. La construcción del «otro» puertorriqueño en Our Islands and Their People. 12 Ver Thompson 24, 26, 36 y 44-45. 13 Al respecto ver los comentarios de Mariano M. Negrón al texto de Thompson en “Reseña: Nuestra isla y su gente: : la construcción del otro puertorriqueño en Our Islands and Their People, 1899”. 14 Es lo que hace Robert T. Hill al referirse a “The Porto Rican Spaniards, this class of white blood and Spanish feelings” como sinónimo de la capa dominante criolla (Cuba and Porto Rico... 166). C. H. Rector, otro de los tantos visitantes, concluyó también que “the Spanish and native Porto Rican are not distinguishable to an American eye” (46-50). 15 Correspondencia consular de Francia. Centro de Investigaciones Históricas, rollo 3, tomo 6, 25 de septiembre de 1865, folios 253-254. La traducción es mía. 16 Correspondencia consular de Francia. Centro de Investigaciones Históricas, rollo 4, tomo 8, 12 de diciembre de 1873, folio 370 (reverso). La traducción es mía. 17 Entre los firmantes de esta declaración sobresalen Manuel Fernández Juncos, José Julio Henna, Tulio Larrínaga y Luis Sánchez Morales. 18 Es la omisión que Thompson le reprocha, equivocadamente, a Our Islands (27). 19 Ver el replanteamiento de la identidad como un proceso, como una lucha contra sí misma en el ensayo de Perry Anderson, “Fernand Braudel and National Identities”.


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a guerra hispanoamericana y la subsiguiente invasión estadounidense de la isla de Puerto Rico en 1898 parecen haber tenido un efecto traumático en la memoria colectiva puertorriqueña: poco nos acordamos de los norteamericanos que, de alguna manera, establecieron un vínculo con la isla antes del 98. Pero es sabido que la dependencia económica de Puerto Rico con los EE.UU. no comenzó con la invasión estadounidense. Desde que la Real Cédula de Gracia de 1815 abrió los puertos de la isla al comercio internacional, EE.UU. no perdió tiempo en lograr el dominio del mercado puertorriqueño. Entre 1840 y 1897, EE.UU. fue el principal mercado de exportación del azúcar y otros productos del país, así como una de las más importantes fuentes de productos de importación (Bender 4-5; Scarano 460). La Real Cédula de Gracia de 1815 también facilitó la inmigración de extranjeros a suelo puertorriqueño, inmigración que había comenzado con la oleada de exiliados y refugiados de las revoluciones de finales del siglo anterior. A la isla llegaron “franceses, alemanes, italianos, corsos, holandeses, ingleses y escoceses, españoles y criollos de Venezuela, canarios, españoles peninsulares y muchos más” (Scarano 467). Con la intensificación del comercio estadounidense, es natural que se establecieran en Puerto Rico un buen número de comerciantes, nuevos hacendados y enviados oficiales de los EE.UU (Bender). También era de esperarse la presencia en la isla de artistas y personas que de 237


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algún modo estaban ligadas a las artes, de procedencia estadounidense. Sin embargo, las noticias que se tienen al respecto para el siglo XIX son prácticamente inexistentes, sobre todo en relación al tema que nos ocupa aquí, el de la música (ver Thompson, “The Arts” 108-134). La gran excepción es la tan sonada visita a la isla del famoso pianista Louis Moreau Gottschalk en 1857. Indudablemente, los conciertos de Gottschalk causaron sensación en el mundo musical puertorriqueño de la época. Así comenzó lo que habría que llamar “la leyenda de Gottschalk” en la historia musical puertorriqueña, leyenda que al día de hoy todavía necesita de una reevaluación en términos de la contribución e influencia de Gottschalk al desarrollo de la música puertorriqueña. Después de 1898, la presencia musical estadounidense en la isla será paulatinamente más marcada, culminando tal vez en la década de 1960, con las necesidades –reales, imaginadas o impuestas, según se interprete la historia– creadas por el establecimiento del Festival Casals, la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico, el Conservatorio de Música de Puerto Rico y la renovación del Departamento de Música de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Dicha presencia se ha manifestado de distintas maneras, desde las aves de paso, como el escritor y compositor Paul Bowles, cuyas breves visitas a la isla en 1933 y 1934 parecen haber pasado totalmente desapercibidas, hasta aquellos compositores, instrumentistas y académicos de la música que se establecieron en Puerto Rico permanentemente, o casi, en parte por las razones antes mencionadas, y cuya contribución a la vida musical puertorriqueña ha sido más duradera1. En este artículo reseñaremos brevemente algunas noticias sobre cuatro compositores estadounidenses que han tenido algún tipo de relación con Puerto Rico: los ya mencionados Louis Moreau Gottschalk y Paul Bowles, ambos visitantes pasajeros, pero de muy distinta impronta en la vida musical puertorriqueña, así como otros dos compositores que se establecieron permanentemente en la isla, y cuyo paso ha calado más hondo en la historia musical de Puerto Rico, Jack Delano y Francis Schwartz.


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LOUIS MOREAU GOTTSCHALK (1829-1866) En la Gaceta del Gobierno de Puerto Rico, del 14 de julio de 1858, se anuncia la presencia del famoso pianista Louis Moreau Gottschalk en la ciudad de San Juan, acompañado de la soprano Adelina Patti y del padre de ésta, Salvatore. En realidad, Gottschalk y los Patti llevaban casi un año en Puerto Rico. Habían llegado a San Juan en septiembre de 1857 y ahora regresaban de un recorrido que los había llevado por casi toda la isla, desde Barceloneta hasta Ponce, pasando por Mayagüez. Pero, se preguntarían los desconocedores del ambiente musical internacional, ¿quién era este “americano” que hablaba más francés que inglés, y que andaba para arriba y para abajo con una niña cantante de catorce años acompañada de su padre, un italiano de barbas blancas? Louis Moreau Gottschalk fue el primer pianista concertista y compositor estadounidense de renombre internacional. Nacido en Nueva Orleáns en 1829, Moreau era hijo de Edward Gottschalk, comerciante inglés que llegó a buscar suerte a la ciudad que Napoleón había vendido a los EE.UU. apenas unos veintiséis años antes. Su madre, Aimée Bruslé, era una criolla nacida en Nueva Orleáns de padres franceses emigrados de la sublevada colonia de Saint-Domingue (Haití). Si fue de su madre que Moreau heredó el interés por la música, fueron su abuela materna y su niñera Sally –una vieja esclava que los Bruslé habían traído de Saint-Domingue– quienes plantaron en el niño lo que luego él mismo llamó una “misteriosa afinidad” por el mundo afrocaribeño de Saint-Domingue (Gottschalk 10). Las canciones que la “négresse congo” Sally susurraba al oído de Moreau dejaron una huella indeleble en el futuro compositor de Bamboula y Le bananier, chanson nègre (Starr 30-31). Llegado a París a los doce años con intenciones de completar sus estudios musicales en el famoso Conservatorio de la capital francesa, Gottschalk fue rechazado por el director del departamento de piano de la institución, Pierre Zimmerman, quien, invocando un antiguo y desusado estatuto del Conservatorio, que prohibía la admisión de extranjeros, se negó rotundamente a escucharlo, diciendo que “L’Amérique n’était qu’un pays de machines à vapeur” (cit. en Starr 50). A pesar de este percance, poco tiempo después Gottschalk


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fue aceptado como alumno privado de Camille Stamaty, discípulo estrella de Fréderic-Guillaume Kalkbrenner, uno de los forjadores de la escuela pianística francesa. Eventualmente, su extraordinario talento lo llevó a la cúspide del mundo musical parisino, llegando a trabar amistad con figuras como Liszt, Chopin y Thalberg. Siguiendo la pauta de estos pianistas compositores, y obedeciendo a sus propias inclinaciones, Gottschalk también se dedicó a la composición, sobre todo de esas piezas de salón que eran tan del gusto del público parisino: fantasías y paráfrasis operísticas, valses, polkas y mazurkas formaban el núcleo del repertorio de todos ellos. En esta misma categoría se encontrarán las primeras cuatro piezas “americanas” de Gottschalk inspiradas en canciones afrocaribeñas y criollas: Bamboula, La Savane, Le Bananier y La Mancenillier, escritas entre 1846 y 18502. El exotismo musical no era nada nuevo en Europa, pero hay una diferencia cualitativa enorme entre el orientalismo superficial de, por ejemplo, la ópera-ballet Les Indes Galantes (1735) de Jean Philippe Rameau –cuyos cuatro actos yuxtaponen ingenuamente a turcos, incas del Perú, persas e indígenas norteamericanos, y cuyo contenido musical nada tiene que ver con las músicas tradicionales de estos pueblos– y, por otro lado, el proceso de interiorización del folklore musical o la asimilación del elemento folklórico al lenguaje musical del compositor que se da, para citar un ejemplo que sin duda sirvió de modelo a Gottschalk, en las polonesas y mazurcas de Frédéric Chopin3. Podría decirse que en la creciente oleada nacionalista del romanticismo musical decimonónico, al exotismo aristocrático del ancien régime se le añade el nacionalismo burgués postrevolucionario. Por otro lado, no se puede pasar por alto el poder adquisitivo de esa nueva burguesía ávida de música ligera, de fácil digestión, y que sustituía la antigua tradición musical aristocrática por una nueva música que se inspiraba en las melodías del pueblo, pero que a la misma vez se alejaba de las formas puramente populares. El mismo Beethoven había confeccionado cientos de armonizaciones de melodías escocesas para este mercado, con evidente propósito comercial. De la misma manera, Gottschalk dio con una fórmula musical en que se conjugaron el interés por lo exótico, el nacionalismo y el gusto burgués por una música ligera y brillante: la “pieza característica” inspirada en temas folklóricos, ya


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fueran éstos citas directas de melodías tradicionales, adaptaciones o melodías originales del compositor. Al igual que su amigo Franz Liszt, Gottschalk se dedicó a una carrera de concertista itinerante, a poco convirtiéndose en el nuevo ídolo musical de Francia, la Suiza francófona y España. En este último país, Gottschalk escribió varias piezas españolas, entre las cuales se encuentra la primera adaptación de la música gitana al piano4. Así comienza la práctica de Gottschalk de componer y ejecutar piezas basadas en la música tradicional del país en que se encontraba de gira. Y fueron muchos los lugares que visitó. Abandonando su carrera europea en el apogeo de su fama, por razones que aún no han sido aclaradas satisfactoriamente por sus biógrafos, Gottschalk regresa a EE.UU. en 1853 (Starr 118). Para esta época, el negocio de la música estaba en plena expansión, sobre todo en el norte y noroeste del país, gracias a la expansión del ferrocarril y al auge en la construcción de salas de concierto y de ópera que la industrialización del norte comenzaba a hacer posible. La pieza clave en este negocio no eran los músicos, sino los empresarios, aves de rapiña dispuestas a explotar tanto el mal gusto del público como las necesidades de los músicos. Para ilustrar la actitud, basta mencionar la anécdota de Bernard Ullmann, quizá el más sincero de los empresarios del momento, quien, al preguntársele qué tipo de música tocaban sus artistas, respondió sin ambages, “financial music” (Starr 123). A este mundo, el polo opuesto de la refinada París, llegó Gottschalk. A pesar de su posterior opinión negativa de los empresarios, de quienes llegó a decir que compraban al artista como piezas de mercancía que se convertían en su propiedad, el pianista de Nueva Orleáns se entregó al circuito de conciertos con gran afán y dedicación, logrando en poco tiempo un éxito sin precedentes, desde Nueva York hasta San Francisco. Su ajetreado itinerario le llevará a Cuba en 1854. En La Habana se hace amigo de Nicolás Ruiz Espadero e Ignacio Cervantes, pioneros de la música nacionalista cubana, quienes recibirán un fecundo estímulo del pianista estadounidense y que, a su vez, estimularán a Gottschalk en su insaciable búsqueda de nuevo material para sus composiciones. El segundo viaje de Gottschalk al Caribe en 1857 comenzará nuevamente por Cuba. Originalmente Gottschalk tenía la intención de


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hacer una gira relativamente breve junto a los Patti, que culminaría en Venezuela, para regresar con nuevos bríos al circuito de conciertos estadounidense. Sin embargo, dada la situación políticamente inestable de Venezuela, que desembocó en la Guerra Federal de 1859, Gottschalk tuvo que seguir posponiendo su llegada al país sudamericano. Al final, su travesía caribeña se prolongó por cinco años, e incluyó, además de Cuba y una breve parada en Puerto Príncipe, estadías más prolongadas en Santomas, Puerto Rico, Jamaica, Barbados, Trinidad, la Guyana francesa, Surinam, Guadalupe y Martinica, terminando de nuevo en Cuba. La familia Patti había emigrado a EE.UU. en 1845 y, luego de un desastroso intento de convertirse en empresario, papá Salvatore puso sus esperanzas en sus cuatro hijos, todos talentosísimos músicos. Adelina, la menor, comenzó a cantar desde los siete años y para esta fecha era ya muy conocida por el público norteamericano. La gira con el famoso pianista de Nueva Orleáns representaba una oportunidad para dar a conocer a Adelina fuera de los EE.UU. y obtener provecho económico. De hecho, debido a la situación en Venezuela y la consiguiente indecisión de Gottschalk, los Patti abandonaron la gira al finalizar los conciertos en Puerto Rico. Gottschalk y los Patti llegaron a San Juan a principios de septiembre de 1857, procedentes de la vecina isla de Santomas5. Fue probablemente en Santomas que Gottschalk conoció a Carlos Allard, flautista puertorriqueño educado en el Conservatorio de París, quien, uniéndose al grupo, continuó viajando con Gottschalk por más de un año. Luego de presentar dos conciertos iniciales en San Juan, de los cuales no se tienen mayores noticias, los músicos se dirigieron a la Hacienda Plazuela, cerca de Barceloneta, por invitación del dueño de la hacienda, el inglés Cornelio Kortright. Mientras Allard regresaba a su ciudad natal de Ponce, probablemente para gestionar los conciertos que presentarían allí, Gottschalk permaneció cuatro semanas en Plazuela descansando del extenuante trajín de los conciertos, pausa que le permitió dedicarse más concentradamente a la composición. Entre las obras que compuso Gottschalk en Plazuela se encuentra el Souvenir de Porto Rico, Marche de Gibaros, op. 31, sin dudas una de las mejores piezas para piano que hayan brotado de la pluma del


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compositor. Continuando con su práctica de incorporar la música autóctona en sus composiciones, Gottschalk utiliza la melodía de Si me dan pasteles, documentando de una vez la antigüedad de ese aguinaldo puertorriqueño. Una de las características de la música de Gottschalk es su afán descriptivo, y la Marcha de los Jíbaros no es una excepción: la forma de la pieza evoca una parranda de músicos itinerantes que se acercan cantando, pasan y se van. Primero se escuchan notas punteadas en el bajo, sobre las cuales surge la melodía del aguinaldo, en terceras, en el registro medio-bajo del piano y en la oscura tonalidad de mi bemol menor. A la melodía del aguinaldo, Gottschalk le añade una melancólica frase de transición con notas más largas, contrastando con el movimiento de marcha anterior. La pieza se compone de una serie de repeticiones de la tonada jíbara conectadas por la frase de transición, cada sección más ornamentada y de mayor virtuosismo pianístico, utilizando los ritmos sincopados afrocaribeños y llegando a un clímax central, fortísimo, en la inusual tonalidad de fa sostenido mayor, que representa a la banda cantando estrepitosamente frente al oyente, para luego desaparecer en la lejanía, con un retorno a las sonoridades del comienzo. A su salida de Plazuela, los artistas tocaron varios conciertos en Mayagüez y Cabo Rojo, antes de proseguir a Ponce, donde presentaron una serie de conciertos que fue anunciada y reseñada en la prensa local (ver Pasarell). Haría falta un estudio detallado de la recepción de Gottschalk en Puerto Rico y el Caribe para determinar más claramente hasta qué punto y de qué manera la presencia del pianista influyó en el desarrollo de la música puertorriqueña. El musicólogo Donald Thompson, en un importante artículo de 1990, demostró que, contrario a las suposiciones anteriores, Gottschalk no pudo haber sido el móvil de la decisión del padre de Manuel Gregorio Tavárez de enviar a su hijo a proseguir estudios musicales en París, pues el joven pianista puertorriqueño ya se había establecido en la capital francesa tres meses antes de la llegada de Gottschalk a la isla (Thompson, “El joven Tavárez...” 71). Por supuesto, Tavárez es una de las figuras clave en el desarrollo de la danza puertorriqueña y, aunque no haya conocido a Gottschalk personalmente, es poco probable que no haya conocido la música del famoso pianista de Nueva Orleáns. Por otro lado, el impacto de la presencia de Gottschalk en la


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isla no se limitó al público de sus conciertos. Como había hecho ya en Cuba y continuaría haciendo a lo largo de su carrera, Gottschalk, dondequiera que iba de gira, organizaba, usualmente como cierre de la serie, conciertos gigantescos (el nombre en inglés es más pintoresco: “monster concert”) en los cuales participaban cientos de músicos locales: bandas militares, orquestas, cantantes, pianistas, lo que estuviera disponible. El concierto gigantesco había sido puesto de moda por Héctor Berlioz en París durante la década de 1840, precisamente cuando Gottschalk estaba estudiando en la ciudad; de hecho, ambos se hicieron buenos amigos. Gottschalk tomó la idea de Berlioz y comenzó a organizar festivales colosales tanto en EE.UU. como en sus giras por el Caribe y América Latina. En ese extravagante despliegue de recursos, tanto humanos como materiales, que suponía un extraordinario esfuerzo para organizar y coordinar a cientos de personas, algunos de los conciertos de Gottschalk llegaron a reunir a más de mil ejecutantes en un escenario; se representaba el nuevo capitalismo industrial, con su inagotable productividad y su deslumbrante capacidad para reunir medios y esfuerzos dirigidos a una acción común. Gottschalk sería la encarnación del “Destino Manifiesto” estadounidense avant la lettre, como quedó claramente demostrado en una serie de conciertos que el pianista organizó en Santiago de Chile en agosto de 1866, con la participación de 350 músicos. El programa culminó con su Gran marcha solemne, especie de pieza matriz en la que el compositor insertaba el himno nacional del país que estuviera visitando. En esta ocasión, cuando sonó la sección de la pieza en que se representaba una batalla, el público santiaguino – entre el cual se encontraban el presidente y sus ministros, el cuerpo diplomático de la república y hasta el arzobispo de Santiago– revivió el reciente bombardeo de Valparaíso, saltando a sus pies cuando de momento se oyó el himno nacional chileno, “como si un rayo hubiese recorrido el teatro” (Starr 395). A todo esto, Gottschalk, ciudadano estadounidense, dirigió la orquesta desde un podio sobre el cual estaban entrelazadas las banderas de Chile y EE.UU. Las implicaciones son obvias. Si el concierto gigantesco organizado por Gottschalk en Ponce, el 7 de enero de 1858, no llegó a los extremos del de Santiago, aún así


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no puede haber dejado de causar un gran impacto en la población. La prensa local anunciaba: Gran Festival. Concierto de ¡Adiós! del señor Gottschalk. Gran función dramático-musical […] Para completar la solemnidad se ejecutará la gran marcha triunfal La Porto-Riqueña compuesta por el Sr. Gottschalk para la banda militar que se compondrá cuando menos de 40 músicos, a los cuales se agregarán cinco cajas militares, ocho maracas, ocho güiros, dos contrabajos, tres violines y dos grandes pianos tocados a ocho manos, de los cuales uno será desempeñado por la Srta. Patti. (cit. en Pasarell 53-54)

Difícil es imaginarse el estrépito producido por tan heterogéneo grupo. De lo que no cabe la menor duda es de que en Ponce, y en el resto de la isla, se siguió hablando de la visita de Gottschalk por mucho tiempo. En cierto sentido, tanto el Souvenir de Porto Rico como la hermosa Danza, op. 33, también compuesta en Plazuela, pueden considerarse parte del repertorio musical puertorriqueño. Como bien dijo el Jornal da tarde de Río de Janeiro, anunciando la muerte del compositor en esa ciudad el 18 de diciembre del 1866, Gottschalk fue la primera figura panamericana en las artes (cit. en Starr 5).

PAUL BOWLES (1910-1999) Paul Bowles es más conocido hoy día como escritor que como compositor. Sin embargo, Bowles comenzó su carrera artística dedicado sobre todo al arte musical. Huyendo de un hogar de clase media en Jamaica, Queens, en que su padre, dentista de profesión, intentaba reprimir toda manifestación artística de su hijo, a pesar de la protección de una madre que había estimulado los primeros esfuerzos tanto literarios como musicales del precoz niño, Bowles se traslada a Manhattan en 1928, a los diecinueve años, donde asiste a la New York School of Design and Liberal Arts. Pero la inquieta, inconforme y un tanto indisciplinada personalidad de Bowles no le permite quedarse en un solo sitio por mucho tiempo. Pronto ingresa a la Universidad de Virginia, para escaparse de inmediato a París por una temporada, donde le publican algunos poemas en varias revistas de vanguardia literaria y, según relata en su autobiografía,


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tiene sus primeros encuentros sexuales, primero en una gira de acampamento con una mujer húngara que había conocido el día anterior en el Café du Dôme, y luego con Billy Hubert, un antiguo amigo de la familia. Ambos encuentros fueron, según Bowles, igualmente fríos y ridículos (Without Stopping... 93). De regreso a EE.UU. a finales de 1929, Bowles comienza a moverse en el mundo de los músicos importantes de vanguardia: conoce a Henry Cowell quien, a pesar de que encuentra su música “frívola”, le da una carta de presentación a Aaron Copland. La relación con Copland será determinante; ambos llegarán a ser buenos amigos y Bowles se convertirá en alumno, un tanto informal, del discípulo de Nadia Boulanger. Copland y Bowles viajan juntos a Europa y el Magreb: París, Berlín, Marruecos. En París conoce a Gertude Stein, Jean Cocteau, Virgil Thomson, Ezra Pound y Sergei Prokofieff, a quien deja plantado en una cita por temor a tener que mostrarle su música. De hecho, el adiestramiento teórico musical de Bowles siempre fue relativamente limitado; el suyo era un genio natural que se manifestaba más bien intuitivamente, sin preocuparse demasiado por el dominio de los medios técnicos de la composición musical. Sin embargo, será durante estos primeros años de la década de 1930 que Bowles decida abandonar, al menos temporeramente, la poesía –las duras críticas de Gertrude Stein parecen haber contribuido a ello– para dedicarse de lleno a la composición. De esta época datan sus primeras piezas importantes –la Sonata para oboe y clarinete, la Sonata núm. 1 para flauta y piano y la Sonatina para piano–, obras en que ya puede apreciarse lo que serán rasgos característicos de su estilo: el humor, la ironía y un lirismo de tono ligero. Desde este momento hasta su traslado definitivo a Tánger en 1947, Bowles se convertirá en una figura prominente del paisaje musical neoyorkino, destacándose sobre todo en la música incidental para el teatro literario –sus colaboraciones con William Saroyan y Tennesee Williams fueron notables– así como en el ballet y la música para el cine. Un momento importante de esta etapa fue el estreno de su ópera corta The Wind Remains, basada en la pieza teatral de García Lorca, Así que pasen cinco años, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, en marzo de 1943, bajo la dirección de Leonard Bernstein y con coreografía de Merce Cunningham.


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En estos años Bowles también se destaca como crítico musical del New York Herald Tribune, donde trabaja bajo la dirección de su amigo y mentor, el compositor y crítico musical Virgil Thomson. Curiosamente, el 7 de julio de 1943 se publica en el mencionado periódico una crítica de Bowles de un concierto al que asistió un público de más de 20,000 personas en el hoy desaparecido Lewisohn Stadium del City College de Nueva York. Dirigida por Alexander Smallens, la Philharmonic-Symphony Orchestra interpretó un programa dedicado exPaul Bowles clusivamente a obras de George Gershwin que incluyó, entre otras, An American in Paris, Rhapsody in Blue y el Concierto en fa para piano y orquesta. El solista era el pianista puertorriqueño Jesús María Sanromá. Si Bowles no tuvo nada bueno que decir de An American in Paris, obra que consideraba “desprovista de forma, alternando pasajes bulliciosos y nostálgicos, pero sin mostrar en ningún momento un sentido de continuidad o desarrollo”, para Sanromá fue todo elogios, alabando su “admirable sentimiento y eficiencia” y diciendo, sobre su actuación en el Concierto en fa, que “no podría imaginarse mejor interpretación que la lectura clara, lírica y rítmica de Sanromá” (Bowles, Paul Bowles... 118-120). Durante estos años Bowles no cesa de viajar. Además de Europa y África del Norte, el compositor visita Guatemala y México en 1937, donde conoce a Silvestre Revueltas, quien ejercerá una influencia musical importante en el estilo de Bowles. Desde sus primeras visitas al norte de África, el compositor había desarrollado un interés serio por la música folklórica magrebí, comenzando una de las primeras y más importantes colecciones de grabaciones autóctonas de la música nordafricana. Ese interés se extenderá a la música latinoamericana y Bowles incorporará de inmediato los resultados en su propia música, escribiendo una Suite de danzas mexicanas para pequeña


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orquesta (1937), una serie de piezas para piano solo con títulos como Huapango núm. 1 (1937), El bejuco (1943) y La cuelga (1943), y la ópera-ballet Pastorela (1941), basada en melodías mexicanas. Pero la presencia latinoamericana en la música de Bowles se remonta a unos años antes, y guarda alguna relación con sus visitas a Puerto Rico. En la primavera de 1933, después de un período extenso de viajes por el norte de África, Bowles decide regresar a EE.UU., embarcándose en el puerto de Cádiz en el Juan Sebastián Elcano rumbo a Puerto Rico. Sobre esta primera visita a la isla, lo único que se sabe es lo que Bowles mismo relata en su autobiografía: llegado a San Juan, después de depositar su equipaje en un hotel, el compositor se dirigió en un viejo autobús desvencijado al pueblo de Barranquitas, donde permaneció una semana. Exactamente qué hizo Bowles en Barranquitas, además de comer “fried bananas, habichuelas, eggs, and rice”, dónde se alojó, a quién vio, no lo sabemos. Pero más adelante informa que, de regreso a Nueva York, le entregó al pianista John Kirkpatrick su sonatina para piano, “así como algunas piezas para piano que escribí en Barranquitas” (Without Stopping... 167-168). Una de éstas es seguramente la que lleva por título Guayanilla, aunque el autógrafo está firmado en “San Juan, mayo de 1933”. Si el autor visitó el pueblo de la costa sur de la isla, o sólo utilizó el nombre por su valor exótico, es un dato desconocido hasta el momento. La pieza es representativa del primer estilo de Bowles, es decir, un lirismo marcado por el neoclasicismo francés y ruso de la época que, como en ciertos pasajes de Prokofieff, por ejemplo, nunca desmiente su inspiración netamente romántica. Guayanilla es una pieza breve, de carácter libre y rapsódico –el compositor no indica medida de compás– que comienza con una introducción de siete compases que sugiere paulatinamente el contorno de lo que será el tema principal de la obra, una melodía de tono melancólico, que expresa una especie de nostalgia de algún lugar que se recuerda sólo vagamente, porque es más imaginario que real. La sección culmina en un accelerando y sforzato que se detiene súbitamente, para continuar con un material melódico derivado del tema principal, que retorna luego de una breve transición. Una coda de cinco compases pone punto final a la pieza con una melodía de carácter despreocupado, que desemboca en una nota aguda acompañada de una enigmática armonía,


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como si terminara la pieza con un signo de interrogación. La armonía de Bowles es libre y colorista, con un toque de ingenuidad que le añade carisma a la música, mientras que el acompañamiento un tanto crudo, de constantes arpegios ascendentes en la mano izquierda, denota una falta de sofisticación que, sin embargo, contribuye en cierta medida al encanto de Guayanilla. Si lo único “folklórico” de Guayanilla es el título, otra de las piezas que comenzó en Puerto Rico, la Suite para pequeña orquesta, representa un paso adelante. Dividida en tres movimientos, “Pastorale”, “Habanera” y “Divertissement”, es ésta la primera pieza de Bowles que incorpora ritmos latinos, en un contexto neoclásico lleno de humor e ironía. Al año siguiente, después de otra temporada en Marruecos, Bowles vuelve a embarcarse en la misma nave, el Juan Sebastián Elcano, pero esta vez con pasaje hasta Puerto Colombia, haciendo escala en San Juan, Santo Domingo, Curaçao y La Guaira. El barco se detuvo en San Juan por lo menos lo suficiente como para que le diera tiempo a Bowles de dar un paseo por la ciudad, según relata en una carta a su amigo Bruce Morrisette, fechada el 7 de noviembre de 1934 y escrita en el barco un día antes de llegar a La Guaira (Bowles, In Touch... 142). El incidente más significativo del viaje lo cuenta Bowles en su autobiografía. En San Juan se embarcaron una mujer y su hijo adolescente, con destino a Venezuela. El joven puertorriqueño le enseñó a fumar marihuana a Bowles, convidándole sus “grifas”. Bowles describe la “extraña sensación de estar irreparablemente ahí en ese lugar, inundado por el sonido de los ubicuos sapos e insectos” (Without Stopping... 179). Aunque, según Bowles, la experiencia le resultó desagradable y él rechazó las posteriores invitaciones del muchacho, éste, temeroso de ser arrestado en La Guaira, le dejó todo su cargamento de grifas a Bowles, quien lo aceptó sin reparos. Aparentemente Bowles llegó a apreciar los efectos de la marihuana, según lo sugiere su posterior, pública y notoria afición al kif marroquí. Este es el alcance de la relación de Bowles con Puerto Rico. Sus dos visitas a la isla fueron breves y, si su efecto musical en el compositor estadounidense no parece haber sido muy profundo, limitándose al título de Guayanilla y, tal vez, a algunos ritmos y giros de frase en la Suite para pequeña orquesta; mucho menos lo fue, para la música puertorriqueña, la presencia de Bowles en la isla, que pare-


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ce haber pasado totalmente desapercibida. Sin embargo, no deja de ser interesante para nosotros esta figura que, después de establecerse como un compositor de modesta pero considerable importancia, abandona su carrera musical para instalarse definitivamente en Marruecos, donde encontrará la inspiración para producir una obra literaria de enorme importancia. La influencia de Bowles en la generación Beat de escritores estadounidenses es conocida. William Borroughs, Allen Ginsberg, Brion Gysin y Jack Kerouac son algunos de los que visitaron a Bowles con frecuencia en su casa en Tánger. Su primera novela, The Sheltering Sky (1949) le procuró la fama internacional, y sus colecciones de cuentos cortos, The Delicate Prey and Other Stories (1950) y A Hundred Camels in the Courtyard (1962), lo llevaron a ser considerado uno de los grandes maestros del género. A pesar de que la importancia de su obra literaria ha llegado a opacar su legado musical, la música de Bowles no deja de mostrar originalidad en el manejo y la asimilación de las tradiciones folklóricas. No se le puede llamar nacionalista, porque las tradiciones musicales que Bowles utiliza son ajenas a su cultura, pero su música va más allá del mero exotismo. Su intensa investigación etnomusicológica demuestra la seriedad de Bowles para con las músicas tradicionales del mundo.

JACK DELANO (1914-1997) No estaría lejos de la verdad describir a Jack Delano como compositor puertorriqueño aunque, como es sabido, Delano nació en Ucrania en 1914 y su familia emigró a EE.UU. en 1923, estableciéndose en la ciudad de Filadelfia, donde Delano, que todavía llevaba su nombre de pila –Jacob Ovcharov– se formó en la Settlement Music School y la Academia de Bellas Artes de Pensilvania (Cabán-Vales). A pesar de su educación en la música, Delano se dedicó a la fotografía, obteniendo eventualmente un puesto como fotógrafo en la división de documentación histórica de la Farm Security Administration. Como bien ha señalado el historiador y sociólogo Ángel G. Quintero Rivera, Delano, fiel creyente en la política del Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt –tanto, que se cambió el nombre en honor del presidente estadounidense–, se unió a ese grupo de fotógra-


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fos que “se lanzaron por todos los Estados Unidos a documentar los avatares del norteamericano común, en la cotidianidad de sus trabajos y la vida doméstica” (Quintero). Esa documentación fotográfica, claro está, era guiada por la ideología novotratista del “hombre común”, mito sin igual del populismo democrático norteamericano, que pretendía crear una imagen idealizada de la “familia promedio” como modelo para un proletariado llevado a la miseria por la gran crisis capitalista de la década del 1930. El Nuevo Trato acabaría con la miseria documentada por la FSA, para así “modernizar” una población que en la posguerra se convertiría en esa gran masa de consumidores llamada “la clase media”. Su trabajo con la FSA había traído a Jack Delano, junto a su esposa Irene, a Puerto Rico en 1941. Después de la Segunda Guerra Mundial, Delano le propone exitosamente a la Fundación Guggenheim un proyecto de fotografía sobre Puerto Rico (Cabán-Vales). Como apunta Quintero Rivera, la atracción de Delano hacia Puerto Rico guarda relación con la muerte de Roosevelt en los EE.UU. en 1945, que representaba el final de la era del Nuevo Trato, y con el proyecto de transformación ideado por Luis Muñoz Marín, que se podía ver como una continuación de la política populista norteamericana: “Jack Delano se identificó de inmediato con las posibilidades hacedoras de ese proyecto transformador, con ese intento modernizador dirigido a mejorar las condiciones de trabajo y de vida del hombre y la mujer común” (Quintero). En cierto modo, entonces, Jack Delano representa el vínculo entre el Nuevo Trato norteamericano y la ideología populista de Muñoz Marín. Con el lanzamiento de la Operación Manos a la Obra en 1947, y la elección de Muñoz Marín a la gobernación del país en 1948, se pondrá en marcha un programa de mejoramiento social a través de la División de Educación de la Comunidad (DIVEDCO). En este proyecto participarán los más importantes artistas puertorriqueños de la época, René Marqués, Lorenzo Homar y Rafael Tufiño, entre otros. Jack Delano tendrá a su cargo la producción y dirección de una serie de documentales y filmes educativos que serán musicalizados por él mismo y que serán proyectados al aire libre a lo largo de la isla. A tono con el carácter populista del proyecto, Delano crea una música basada en las melodías, armonías y ritmos de la música popular puer-


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torriqueña, en la mejor tradición folklorista europea de raigambre romántica, con un toque neoclásico. Así comienza la carrera de compositor de Jack Delano. Pronto se unirán otros compositores jóvenes puertorriqueños al proyecto –Amaury Veray, Héctor Campos Parsi y Luis Antonio Ramírez– quienes comparten el interés de Delano por una música de arte puertorriqueña basada en la tradición popular, formando así la llamada “escuela nacionalista puertorriqueña”. Después de su labor en DIVEDCO, Delano continúa componiendo en la vena nacionalista para distintas instituciones culturales del país, tales como la WIPR, los Ballets de San Juan, la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico, el Coro de Niños de San Juan, la Coral Filarmónica y el conjunto de vientos y piano Camerata Caribe (Quintero). La Sonata para viola y piano (1953) es un buen ejemplo de las virtudes y las limitaciones del estilo folkloristsa de Delano6. Esta es una de las primeras obras en que se utiliza la música tradicional puertorriqueña adaptada a la forma sonata, aunque Delano no cita directamente melodías tradicionales, sino que utiliza ritmos que se asemejan a los de la música folklórica puertorriqueña y giros melódicos que recuerdan las melodías tradicionales de la música autóctona. Por ejemplo, el primer movimiento, marcado Allegro vivace, combina ritmos típicos de las danzas costeras con la llamada “cadencia andaluza” típica de la música jíbara puertorriqueña. Sin embargo, a pesar de la gracia y el ingenio melódico de Delano, el movimiento sufre de una repetitividad que se torna monótona; la virtud de la simplicidad tiene un límite. La sonata es por su propia naturaleza una forma compleja que exige un desarrollo temático coherente, no la simple repetición rítmica y melódica típica de la música popular. Además, una sonata con piano debe ser un ejemplo de música de cámara, es decir, una obra en que la relación entre solista y piano es de iguales, donde ambos contribuyen al diálogo musical. En la sonata de Delano, el piano se reduce demasiado frecuentemente a un mero acompañante armónico, con ritmos repetidos hasta la saciedad. Por eso mismo, tal vez sea en las formas libres, de menor extensión y menos pretenciosas, en que mejor funcione la simbiosis entre música de arte y música popular. Ejemplo de ello es la encantadora suite para piano solo de Jack Delano titulada Aves (1987), una colección de diez miniaturas descriptivas de los pájaros autóctonos puertorrique-


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ños. Por supuesto, la descripción musical de las aves ha fascinado a la música europea (y no sólo a ésta) desde por lo menos el siglo XIV, en que aparecen las primeras referencias musicales a las aves en ciertas canciones francesas, hasta el notable y complejo papel que juega el canto de los pájaros en la música de Olivier Messiaen, pasando por el conocido cuclillo de la sinfonía pastoral de Beethoven. La suite de Delano, cuyo estilo y rasgos formales se acercan al Prokofieff de las Visions Fugitives, comienza con el canto madrugador del “Gallo quiquiriquí”, perfectamente imitado en una inquieta figura disonante que da paso a ritmos sincopados, para luego retornar con el canto del gallo en el registro agudo del piano. “El múcaro”, marcado misterioso, suena en acordes paralelos en posición cerrada en el registro bajo, pianísimo, interrumpidos por un trino agudo, contrastando con la ligereza saltarina del “Zumbador”, todo trinos, trémolos y escalas rápidas en el registro agudo. Las “Reinitas” es una danza alegre y juguetona en compás de 3/4. La picardía de los “Changos” se representa en el constante cambio de métrica con figuras arpegiadas en combinaciones cromáticas de acordes. El alto vuelo de “Un guaraguao en el cielo” se describe con una melodía de grandes intervalos, mientras que un estudio de notas repetidas rápidamente, alternadas entre las dos manos, imita el repiqueteo del “Pájaro carpintero”. “El pelícano” se lanza al mar desde la altura con escalas pentatónicas descendentes que terminan en acordes que parecen evocar el movimiento del ave engullendo su presa. Pequeñas escalas cromáticas ascendentes y descendentes susurran el sensual canto de las “Palomas”. La obra culmina con el enérgico y vibrante vuelo del “Pitirre”, la pieza más virtuosista del grupo, con octavas paralelas y en movimiento contrario, y una sección central en ritmos sincopados. Dedicada a Jesús María Sanromá, esta divertida suite es una significativa contribución al repertorio pianístico puertorriqueño, escrita por un compositor de indudable identidad puertorriqueña.

FRANCIS SCHWARTZ (N. 1940) Es una ironía de la historia que, por un lado, un artista estadounidense –Jack Delano– haya sido uno de los impulsores del estilo nacionalista en la música puertorriqueña, un estilo que, cuando se comienza a


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practicar en Puerto Rico, era ya un anacronismo en el escenario internacional; y, por otro lado, que otro compositor estadounidense –Francis Schwartz– haya sido una figura clave en la introducción de los estilos de vanguardia al ambiente musical puertorriqueño. Aunque Schwartz siempre mostró un especial interés por la experimentación musical, su formación musical fue completamente tradicional: estudió piano y composición en la escuela Juilliard de Nueva York, bajo Lonny Epstein, Vittorio Giannini y Louis Persinger. Antes de establecerse en 1965 en Puerto Rico junto a su esposa, la bailarina y coreógrafa puertorriqueña Carmen Biascoechea, a quien conoció en Juilliard, Schwartz había visitado la isla en varias ocasiones como pianista. En 1965 Schwartz obtiene un puesto como miembro de la facultad del Departamento de Música de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras y un año después comienza su labor como crítico musical del periódico The San Juan Star. En una columna publicada en ese periódico el 7 de agosto de 1966, bajo el título “How Long can Puerto Rico Ignore Twentieth-Century Music?”, Schwartz lanza lo que será una incansable campaña para promover la apreciación de la música contemporánea en la isla (Thompson y Schwartz). Pero esa campaña no se queda sólo en papel. En 1967 Schwartz conoce a Rafael Aponte Ledée, compositor puertorriqueño recién llegado del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) del Instituto Torcuato Di Tella de Buenos Aires, con quien traba una amistad que tendrá importantes repercusiones en la historia de la música en Puerto Rico. Schwartz y Aponte Ledée fundan en 1968 el grupo Fluxus, que presentará en Puerto Rico una serie de memorables conciertos de música contemporánea que reunirán a músicos puertorriqueños y extranjeros residentes en la isla, así como a destacados compositores e instrumentistas invitados del extranjero. Conscientes de la diversidad de estilos musicales del siglo XX, Schwartz y Aponte Ledée presentan programas representativos de muchas corrientes contemporáneas, incluyendo compositores tan diversos como Iannis Xenakis, John Cage, Edgar Varèse, Anton Webern, Antonio Tauriello y los propios Aponte y Schwartz. El nombre del grupo se deriva de un movimiento internacional que promovía el concepto de “arte total”, que integraba los distintos campos del arte –plástica, danza, música, teatro– en


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una nueva forma de experiencia abarcadora. Hacia este tipo de teatro musical experimental es que se inclina la obra de Schwartz. Tal vez el mejor ejemplo de este arte multisensorial sea Auschwitz, obra estrenada en un concierto de Fluxus en el Ateneo Puertorriqueño en marzo de 1968, y que presenta de forma gráfica los crímenes cometidos en el notorio campo de concentración nazi. Descrita por Schwartz como un succès de scandale, la obra causó sensación entre el público, por su uso de cabello humano y carne quemados en escena para evocar el horror de las cámaras de gas. En su segunda representación, dos años más tarde, en la Casa Blanca en el Viejo San Juan, los ejecutantes se paseaban con latas en que quemaban los materiales, produciendo un intenso humo, como si fuesen incensarios de iglesia, mientras una bailarina (Carmen Biascoechea) danzaba detrás de una estructura de alambre de púas, acompañada de música electrónica grabada en cinta magnetofónica. En dicha ocasión, un grupo de estudiantes de Schwartz impidió la salida del público, obstaculizando las puertas de la sala. El efecto –repugnancia, indignación y desesperación– formaba parte integral de la obra, una especie de recreación de lo que debieron sentir las víctimas del Holocausto. La provocación, no siempre bien recibida por el público, ha sido una constante en la obra de Schwartz. Como director del programa de actividades culturales de la Universidad de Puerto Rico, entre 1981 y 1986, Schwartz continuó la promoción de la música contemporánea en el país. Un evento fundamental de este esfuerzo fue la celebración de la Semana John Cage, una serie de conciertos, presentaciones y conferencias que tuvieron lugar en marzo de 1982 en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. En el evento participaron, además de John Cage, el bailarín y coreógrafo Merce Cunningham; Yasunao Tone, artista japonés que desde la década del sesenta formó parte del movimiento internacional Fluxus; el pianista y compositor David Tudor, que fue uno de los más importantes intérpretes de la música de vanguardia y que en esta ocasión presentó, junto a Merce Cunningham, su composición electrónica Fonemas; el musicólogo francés Daniel Charles, quien fuera el director de tesis de Schwartz en la Universidad de París, donde este último obtuvo un doctorado en estética musical en 1981; el “poliartista” estadounidense Richard Kostelanetz; y el grupo Nú-


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mero Tres, conjunto que presentó el concierto inaugural de la semana y que estaba formado por los artistas puertorriqueños Nelson Rivera Rosario (piano y percusión), Sunshine Logroño (voz y sonido electrónico), Iván Martínez (percusión) y, como artista invitada, la pianista Diana Nieves. La gestión de Francis Schwartz como director de actividades culturales de la Universidad de Puerto Rico no se limitó a la música contemporánea, sino que, continuando una tradición que lamentablemente ha desaparecido hoy día, incluyó la presentación de artistas convencionales de gran renombre, como el guitarrista Julian Bream y la afamada pianista española Alicia de Larrocha. Aún más que en su obra musical en sí, el legado de Francis Schwartz a Puerto Rico se encuentra en su trascendental labor, junto a Rafael Aponte Ledée y otros, a favor de la apreciación de la música contemporánea en la isla. Gracias a la presencia de su música, Schwartz confrontó al público y a los músicos puertorriqueños con formas no convencionales, de vanguardia, del arte musical. Un momento emblemático sería el estreno de su Plegaria para Puerto Rico en 1972, con la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico, que se enfrentaba por primera vez, al igual que el público, a las técnicas de vanguardia como el uso no convencional de los instrumentos y de sonidos vocales y gestos faciales producidos por los instrumentistas. En el año 2002 Schwartz abandona la isla, trasladándose a Sarasota, Florida. Su música se sigue interpretando, cada día más, en los escenarios internacionales. Indudablemente, el legado de Francis Schwartz forma una parte integral de la historia de la música contemporánea en Puerto Rico y se ha convertido en un importante modelo seguido por posteriores generaciones de artistas puertorriqueños7.

NOTAS 1

La lista es larga. Ver el ensayo, ya citado, de Thompson, “The Arts”. La cronología de las obras de Gottschalk se puede consultar en James E. Perone, Louis Moreau Gottschalk: A Bio-Bibliography. 3 Sobre el exotismo musical, ver el comentario de André Jolivet, “Musique et exotisme”. 2


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La Chanson du gitano (Cf. Starr 113). Thompson describe la estadía de Gottschalk en Santomas. 6 Una grabación de la obra se encuentra en el CD, Música de Puerto Rico para viola y piano, Emanuel Olivieri, viola y piano, OER-101, 2000. 7 El autor desea expresar su agradecimiento a los profesores Humberto García, Margarita Mergal, Ángel G. Quintero Rivera, Nelson Rivera Rosario y Edgardo Rodríguez Juliá, por sus valiosas sugerencias bibliográficas. 5


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REFERENCIAS Bender, Lynn-Darrell. “Nineteen [sic] Century Historical Background”. Ed. Lynn-Darrell Bender. The American Presence in Puerto Rico. San Juan: Puerto Rico USA Centennial Commission, Instituto de Cultura Puertorriqueña, Publicaciones Puertorriqueñas, 1988. 1-29. Bowles, Paul. In Touch: The Letters of Paul Bowles. Ed. Jeffrey Miller. New York: Farrar, Straus and Giroux, 1994. . Paul Bowles on Music. Eds. Timothy Mangan e Irene Herrmann. Berkeley and Los Angeles: U of California P, 2003. . Without Stopping: An Autobiography. Hopewell, New Jersey: The Ecco Press, 1985. Cabán-Vales, Francisco. “Retrato de un artista: Jack Délano”. Musiké, Revista del Conservatorio de Música de Puerto Rico 1 (septiembre 2008). También en http://musike.cmpr.edu/v001.html. Gottschalk, Louis Moreau. Notes of a Pianist: The Chronicles of a New Orleans Music Legend. Ed. Jeanne Behrend. With a new foreword by S. Frederick Starr. Princeton and Oxford: Princeton UP, 2006. Jolivet, André. “Musique et exotisme”. Ed. Roger Bezombes. L’exotisme dans l’art et la pensée. Paris: Elzevier, 1953. 159-160. Pasarell, Emilio J. “El centenario de los conciertos de Adelina Patti y Luis Moreau Gottschalk en Puerto Rico”. Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña 2 (Enero-Marzo 1959): 52-55. Perone, James E. Louis Moreau Gottschalk: A Bio-Bibliography. Westport, Connecticut: Greenwood P, 2002. Pulliza, Denisse. “Azúcar en Puerto Rico, Central Plazuela, La Plazuela”. Tesis de Maestría, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. San Juan: s.f. Quintero Rivera, Ángel G. “Jack nuestro: el arte de Jack Delano”. Cartel/catálogo de la exhibición Jack nuestro: el arte de Jack Delano. Sala de Exhibiciones Rafael Carrión Pacheco, Banco Popular, Viejo San Juan. Octubre 1997 a mayo 1998. Sawyer-Lauçanno, Christopher. An Invisible Spectator: A Biography of Paul Bowles. New York: Grove Press, 1989.


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Scarano, Francisco. Puerto Rico: cinco siglos de historia. McGraw-Hill, 1993. Starr, S. Frederick. Louis Moreau Gottschalk. Urbana and Chicago: U of Illinois P, 2000. Thompson, Donald. “Gottschalk in the Virgin Islands”. Anuario: Yearbook of Interamerican Musical Research 6 (1970): 95-103. . “The Arts”. Ed. Lynn-Darrell Bender. The American Presence in Puerto Rico. San Juan: Puerto Rico, USA Centennial Commission, Instituto de Cultura Puertorriqueña, Publicaciones Puertorriqueñas, Inc., 1988. 108-134. . “El joven Tavárez: Nuevos documentos y nuevas perspectivas”. La Revista del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe 11 (Julio-Diciembre 1990): 64-74. y Francis Schwartz. Concert Life in Puerto Rico, 1957-1992: Views and Reviews. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1998.


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EVERETT REIMER: DE LA INGENIERÍA SOCIAL EN PUERTO RICO A LA DECONSTRUCCIÓN Y LA UTOPÍA RAFAEL L. IRIZARRY My grandmother wanted me to have an education, so she kept me out of school. Margaret Mead Reimer, “Introduction”, School is Dead

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olaborador apreciado de Iván Illich, y su mayor interlocutor en los diálogos y debates sobre la educación, Reimer y su prolífica y reconocida obra en el campo de la planificación social es virtualmente desconocida en Puerto Rico. Everett Reimer llegó a Puerto Rico en el año 1954, por invitación del gobernador Luis Muñoz Marín para asumir la encomienda de Secretario Ejecutivo del Comité (Interagencial) de Recursos Humanos. Este Comité fue creado por el Gobernador en 1952, para coordinar los esfuerzos de diversas agencias públicas en identificar las necesidades de recursos humanos requeridos para el crecimiento económico del país. Residió y laboró profesionalmente en la academia en Puerto Rico hasta la década del 1970. Oriundo del estado de Minnesota, estudió sicología en la Universidad de California en Los Angeles. Se desempeñó en puestos de administración y asesoría sobre recursos humanos en agencias como la Administración de Precios y la Comisión de Energía Atómica. En el campo de la investigación fue Director de Proyecto en el Survey Research Center de la Universidad 261


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de Michigan, y en el Washington Research Center del Maxwell School de la Universidad de Syracuse. A mediados de la década del setenta se establece en California, donde fallece en el año 1998.

SCHOOL IS DEAD: OBRA EMBLEMÁTICA DE LA DECONSTRUCCIÓN ESCOLAR Reimer ostenta un reconocimiento a escala mundial por el libro School is Dead: An Essay on Alternatives in Education, publicado en inglés por tres editoriales prestigiosas: Anchor en 1970, Penguin en 1971 y Doubleday en 1971, 1972 y 2000. Además fue publicada en francés con el título Mort de l’école por Editions Fleurus en 1972 y en español con el título La escuela ha muerto por la Editorial Barral de Barcelona en 1973 y por Barral-Corregidor Editores de Argentina en 1976. Del historial de las ediciones merece destacarse que en el año 2000, treinta años después de su primera edición y dos años posterior a su fallecimiento, Doubleday publica su tercera edición, lo que da fe de la vigencia de esta obra en el debate presente sobre la educación. Así mismo su vigencia se refleja en los pasados diez años, cuando aparecen numerosos ensayos y comentarios en el Internet sobre sus ideas y datos expuestos en el libro. Incluso, los movimientos actuales anti-escuela, como el homeschooling, atribuyen sus raíces intelectuales a las ideas de Reimer (Hegener). Pero quizás el mayor reconocimiento y valoración de este desconocido es el testimonio de Iván Illich, quien es considerado como uno de los grandes pensadores del siglo XX (Quintero; Todd y Franco). El itinerario intelectual y la obra publicada de Reimer están muy entrelazados con los de Illich. En su libro más conocido sobre educación, Deschooling Society (1971), Illich expresa lo siguiente: Debo mi interés en la educación pública a Everett Reimer. Hasta que lo conocí en Puerto Rico en 1958, nunca había cuestionado el valor de extender la escolarización obligatoria a todo el mundo. Juntos hemos venido a entender que para la mayoría de los seres humanos el derecho de aprender se ve limitado por la obligación de ir a la escuela. Los ensayos que se distribuyeron en CIDOC y que se recogen en este libro surgieron de un memorando que le sometí, y el cual discutimos durante el 1970, el décimo tercer año de nuestro diálogo. (cit. en Quintero 279-280)


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En apuntes biográficos en Internet se menciona a Reimer como uno de los cinco pensadores que más han influido en la formación del pensamiento de Illich. De los relatos de Eduardo Rivera Medina sobre los seminarios en el Centro Interamericano de Documentación (CIDOC), Ana H. Quintero recoge que Illich, en varias ocasiones, se refería a Reimer como “Maestro” (280). Las primeras palabras de Reimer en la introducción a su libro testimonian este diálogo de quince años: “This book is the result of a conversation with Ivan Illich which has continued for fifteen years. We have talked of many things but increasingly about education and school and, eventually, about alternatives to schools (School is Dead... 7). En los seminarios sobre los temas del libro en el CIDOC en Cuernavaca, México, y que eran dirigidos por Reimer, participaban importantes pensadores y educadores como Erich Fromm, Paulo Freire y John Holt. De Puerto Rico participaron Ángel G. Quintero Alfaro, Eduardo Rivera Medina y el chileno residente en Puerto Rico José María Bulnes Aldunate (Quintero 280). El libro es una obra paralela y complementaria al libro de Iván Illich, Deschooling Society. Al igual que en ésta se expone una deconstrucción de la escuela como el principal agente educador en la sociedad moderna. En ese sentido se aplican los comentarios de Silvia Álvarez Curbelo sobre Illich: Adelantándose a la crítica posmoderna de las grandes utopías Illich aboga... por que la educación descanse en la capacidad de cada quien para inventarse a sí mismo (cit. en Quintero 283).

Reimer, al igual que Illich, es un precursor de la deconstrucción posmodernista precisamente de las instituciones más preciadas y emblemáticas de la modernidad: las tecnologías y la escuela, que es el agente primordial de adaptación a la racionalidad moderna y sus tecnologías. Los países más pobres, en su afán de crecimiento económico para alcanzar los niveles de mayor prosperidad y bienestar para sus pueblos, adoptaron los postulados de los paradigmas de desarrollo económico. Uno de los postulados centrales es la educación escolar universal de toda la población, como un requerimiento para el crecimiento económico sostenido y la elevación de las niveles de bienestar. School is Dead desvela, como


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un mito, este postulado y creencia generalizada de que la escuela fomenta y facilita la educación y el aprendizaje, que éstos le aseguran a la persona el ascenso social en un mundo de igualdad de oportunidades. Él argumenta que la escuela de hoy se desempeña como el único agente educador para una sociedad organizada, cada vez más, por las tecnologías de la era industrial y postindustrial, que se fundamentan en la aplicación de los conocimientos de la ciencia. Las estrategias de crecimiento económico, motivadas por los paradigmas de desarrollo económico y social de las décadas del cincuenta y sesenta, prescribían la adopción de las tecnologías modernas de producción industrial y agrícola y de servicios. En la actualidad el conocimiento y la tecnología no sólo son factores o componentes de la producción, sino que son la principal materia prima y el producto con el más alto valor de venta en el mercado. Según las historias o narrativas de Reimer, la escuela que conocemos y hemos vivido es una creación de la era industrial, organizada con la función de capacitar a la población para el efectivo manejo de las tecnologías con base de las ciencias materiales y las sociales (como la gerencia de la economía). Además, llevan a cabo el adoctrinamiento dirigido a la aceptación de los valores subyacentes al empleo de estas tecnologías, y adopción de los estilos de vida y de consumo que sostienen este sistema de producción. Este credo y prácticas de la escuela las describe como “la teología de una iglesia universal que incorpora esta ideología, y se dedica a la formación de las mentes para aceptar esta ideología. Y proporciona un status social según el grado de aceptación” (School is Dead 19). La escuela constituye la ruta universal de todos para alcanzar el disfrute de la prosperidad que no tiene límites, y que proviene del progreso traído por las tecnologías. La escuela es la promesa de ascenso social seguro en un mundo de igualdad de oportunidades, sujeto a la conformidad con los valores de esta sociedad, y el aprendizaje de las competencias requeridas para el efectivo desempeño como recurso humano. La escuela, en efecto, constituye un apoyo indispensable para una sociedad tecnológica, adoctrinando en la fe de prosperidad y bienestar universal que se persigue con el desarrollo económico basado en estas tecnologías.


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La escuela, para cumplir con esta tarea de capacitación y adoctrinamiento para el sistema industrial, se ha organizado con un currículo de secuencia progresiva de conocimientos y destrezas en niveles de gradación, que es estandardizado y uniforme a escala mundial. Su función principal no es la educación para la plenitud humana, sino la certificación de las competencias requeridas para los puestos de trabajo, y la conformidad con los papeles políticos y sociales. Cumple, además, un papel mistificador en la promesa de igualdad de oportunidades para el ascenso social, condicionado a la aprobación de los requisitos escolares curriculares y de comportamiento. En Puerto Rico, y luego en otros países de América Latina, Reimer comprueba la ilusión de esta promesa. En Puerto Rico hubo una expansión del sistema escolar de 1940 a 1965 para lograr la incorporación universal de la población de edad escolar. Sin embargo, ha persistido la deserción o abandono escolar, de modo que en 1965 menos de la mitad de los alumnos terminaba el noveno grado (Reimer, School is Dead... 16)1. Al igual que hoy, la capacitación prometida no se cumple, según se ha demostrado por los bajos resultados en las pruebas de aprovechamiento. Hoy día las pruebas de lenguas y matemáticas, administradas a los jóvenes de escuela secundaria pública, rinden tasas de aprobación de 20 a 40 por ciento (El Vocero 29 octubre de 2009, portada). La incorporación universal de la población joven a la escuela, y su retención hasta su graduación, requiere una expansión escolar irrealizable debido a los continuos incrementos en los costos del sistema. “Además en Puerto Rico al igual que en los países en desarrollo el incremento de la matrícula escolar iba incorporando a los niños de las clases sociales menos privilegiadas quienes estaban marginados de la escuela. Las escuelas no estaban adaptadas a estos niños, y los niños no estaban adaptados al proceso de escolarización [schooling]” (Reimer, Lauria y Santiago 8). Este desfase o brecha cultural entre escuela y niños redundaba en tasas de deserción más altas, menos retención, más casos de rezago escolar y bajos niveles de aprovechamiento, y menor capacidad de lectura. Todo abona a un incremento en los costos del sistema escolar por una tasa 2.5 veces mayor que el crecimiento de los recursos del ingreso nacional.


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Eventualmente la economía no podía subvencionar un sistema escolar en expansión con la calidad y eficiencia adecuada, y que frustraba la promesa de educación universal (Reimer, School is Dead... 16). La creencia generalizada, que es parte del credo social, es que en cualquier sistema, político, de libre mercado o socialista, todos tienen las mismas oportunidades de ascenso social mediante el éxito escolar, siendo éste necesario y posible, tanto para el pudiente como para el pobre. Pero esta creencia es desmentida por el fracaso escolar de los más pobres y el éxito de los más privilegiados. Sobre los pobres inciden las mayores tasas de rezago y deserción y bajos niveles de aprovechamiento. En contraste, los privilegiados tienen mayor éxito escolar y acceden a los mejores empleos de mayores ingresos, y a las posiciones sociales de prestigio y poder. Así la escuela legitima este sistema de reproducción social. El éxito escolar y el acceso a mejores niveles socio-económicos de algunos pobres refuerza la legitimización del credo de iguales oportunidades. Esto sirve de muestra de la promesa de ascenso social por vía de la escuela, lo cual asegura el consenso respecto a quién le corresponden los puestos de privilegio y poder. Esta correlación de clase social y éxito escolar lo atribuye Reimer a que los sectores sociales más privilegiados cuentan, en sus ambientes hogareños, con la riqueza de recursos educativos que les socializa al ambiente y cultura escolar, así como a su orden disciplinario. Paradójicamente, con los recursos educativos del hogar podrían aprender mejor, por su cuenta, que con aquellos que la escuela les intenta enseñar. Al someterse a la disciplina pedagógica, tornan su preferencia por los recursos escolares y desechan la posibilidad de un aprendizaje automotivado para la realización personal (Reimer, School is Dead 33). En contraste, los que provienen de hogares más pobres carecen de los recursos didácticos y no cuentan con las destrezas escolares, ni con las afinidades y disciplinas de la cultura escolar, jerárquica y estructurada. Su eventual abandono de la escuela va marcado por la creencia de que tiene deficiencias, lo que justifica su fracaso (36). La escuela, por lo demás, no educa. Realiza múltiples funciones ajenas a la educación, que son el cuido diurno y custodia, selección y asignación de los papeles sociales del ciudadano, certificación para


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los empleos y puestos de privilegio, de adoctrinamiento en los valores sociales y las ideologías que sostienen el empleo de las tecnologías; todo esto en menoscabo de la enseñanza y el aprendizaje. Según un estudio de Anthony Lauria sobre las escuelas en Puerto Rico, sólo el 20 por ciento del tiempo de trabajo de un maestro se dedica a las actividades instruccionales. Anticipando a los posmodernistas, Reimer denomina la escuela como una institución total, al igual que los ejércitos, prisiones y asilos siquiátricos. La enseñanza se caracteriza por un currículo estructurado y uniforme, escalonado en secuencias progresivas de conocimientos y destrezas, que se ha estandardizado internacionalmente. Como institución total impide la libertad de escoger sus rutas temáticas de estudio y aprendizaje que propendan a su desarrollo personal, e inhibe la libertad para la determinación de sus valores. No hay espacio para la diversidad curricular ni responde a las inquietudes y afanes de conocimiento de los jóvenes (School is Dead 25).

UNA NUEVA UTOPÍA Las tecnologías imperantes de producción, basadas en las fuentes fósiles de energía, en una economía de consumo exagerado y de organización social basada en la búsqueda de la prosperidad individual, están abocadas al desastre ecológico y el colapso social. Esta proyección de Reimer se ha ido confirmando con la extensión de este modelo industrial, y de exagerado consumo, a los países en desarrollo, destruyendo los recursos naturales, agravando la escasez de materias primas y competencia entre países, y provocando guerras y conflictos sociales e incrementando el ritmo del calentamiento global. En su libro posterior, Futuros alternativos, editado por la Escuela Graduada de Planificación de la Universidad de Puerto Rico, y publicado en el año 1976 por la editorial de esta universidad, Reimer elabora estos escenarios catastróficos y hace un llamado a la acción que evite una dictadura a nivel mundial, por una élite de los países industrializados: “Obviamente no podemos seguir incrementando por mucho tiempo las tasas presentes de nuestra población, nuestra utilización de energía por persona y nuestro empleo


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irresponsable de nuevas tecnologías que no han sido evaluadas” (Futuros alternativos 2). La pregunta que él plantea es: ¿cómo? La escuela ha sido el principal agente de socialización y adoctrinamiento de las ideologías que sostienen estos sistemas de producción y organización social. Propone una reinvención de la escuela para una educación que transforme la sociedad y el orden mundial vigente. A grandes rasgos, este nuevo orden social y económico es de consumo controlado, de tecnologías de escala humana y uso reducido de energía, políticamente organizado en grupos comunitarios con autonomía, sobre las bases de igualdad y solidaridad, con participación justa, colaboración entre los diferentes grupos, y que valore y promueva la capacidad de cada individuo para expresarse (Futuros alternativos 55-56). Hacia este futuro es que se debe dirigir la educación en la escuela. La educación es aprendizaje con un propósito, y éste se refiere al futuro. La escuela es de los pocos instrumentos de los cuales se dispone para moldear el futuro (99-101). En el marco de rehacer este futuro, la escuela tiene por misión elevar e igualar la capacidad de todas las personas para hacer aportaciones en la vida. Para esto tiene que compensar las deficiencias educativas del hogar y de la comunidad, y allegar los recursos educativos para aquellos que carecen de ellos en el hogar (52). La educación desarrollada en la escuela consistirá en un proceso que prepare a las personas para ejercer autocontrol, para definirse, re-crearse y re-crear las instituciones, incluso las del gobierno. No debe estar acuartelada dentro de los muros escolares, sino vinculada con el trabajo, el juego, con los problemas reales, y para lo cual se integren las disciplinas curriculares (School is Dead 104). Reimer fue fraguando este pensamiento mientras residía y laboraba en Puerto Rico y dirigía los seminarios sobre educación con Illich en CIDOC, en Cuernavaca. Durante el periodo de 1954 a 1970 trabajó en los estudios y planes de recursos humanos, educación y necesidades y problemas sociales en Puerto Rico y, por los años 1961 al 1963, en países de América Latina. Comenzó esta etapa con los paradigmas intelectuales de desarrollo económico que proponían replicar, en los países en desarrollo, el modelo industrial y las tecnologías de los países avanzados y sus modelos escolares. Puer-


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to Rico fue un precursor del ensayo de los modelos desarrollistas y de modernización, a los que contribuyó Reimer con gran optimismo. Pero en sus informes técnicos, y otros escritos monográficos y publicaciones, se va gestando, durante este periodo, la visión del fracaso de estos modelos desarrollistas y su deconstrucción, la cual relata en School is Dead y Futuros alternativos. Ésta fue la etapa de ingeniería social, disciplina a la que Reimer hizo contribuciones metodológicas originales de gran relieve.

LA INGENIERÍA SOCIAL PARA EL DESARROLLO ECONÓMICO: EL CASO DE PUERTO RICO La deconstrucción de la escuela, y su rearticulación en una nueva utopía, tiene sus raíces en su labor pionera en la planificación social en Puerto Rico durante las décadas de 1950 y 1960. Como estudiante de Reimer, en el programa de Maestría en Planificación en la Universidad de Puerto Rico, pude conocer las diversas versiones de planificación social que él había aplicado en sus trabajos técnicos en Puerto Rico. Desde 1954 dirigió los trabajos del estudio “Proyección de los Recursos Humanos de Puerto Rico” publicado en 1957. Es un trabajo técnico ejemplar y pionero de ingeniería social, enmarcado en el paradigma e ideología del desarrollismo optimista de la época. Puerto Rico, con las tasas más altas de crecimiento en la región y en el mundo, se presentaba como un modelo exitoso de desarrollo económico. Reimer tenía entonces una visión optimista de la experiencia en Puerto Rico, y proponía que fuera un modelo y ejemplo a extender a otros países pobres para su desarrollo. Así lo comunica al gobernador Muñoz Marín en una carta oficial el 7 de septiembre de 1956, en que afirma, entre otras cosas: A new challenge —Puerto Rico’s mission to other peoples and regions— has stated but so far, with a modesty which may not fully exploit what Puerto Ricans have to offer the world and have to live up to… We can help Latin America to: 1a) realize the potentialities of her poor... 3b) mobilize their spiritual resources in the solution of material problems. Puerto Rico and India are the world’s outstanding examples of successful, constructive and non-coercive efforts along this line. Perhaps continuing the example is the most fruitful thing we can do.


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En la carta aparecen unos comentarios escritos a mano por Muñoz, que dicen: “Posible tema de discurso en E.U.” y “Hablar con Reimer”. (Éste y otro documento, citado más adelante, demuestran los estrechos lazos de confianza y aprecio personal entre ambos.) Según el gobierno y Reimer, el factor clave para sostener el crecimiento económico exitoso eran los recursos humanos con las destrezas ocupacionales de niveles de productividad, en una economía con las tecnologías de países avanzados. Los parámetros de la estructura de la economía y niveles de productividad, en un plazo de veinte años, era la estructura de la economía de los Estados Unidos en el año 1975. Con estos parámetros se hicieron los estimados de los puestos de trabajo en varios sectores de la economía, por niveles de productividad durante ese periodo de tiempo. Las destrezas requeridas para cada nivel de productividad correspondían a los diferentes niveles escolares: primaria, intermedia, superior y postsecundaria. El cuadro final del estudio eran los estimados de egresados por cada nivel escolar (la oferta de recursos humanos) comparado con las necesidades de personal con ese nivel de preparación en los puestos de trabajo (la demanda). Con los datos estimados se proyectaba una insuficiencia de recursos humanos de los niveles escolares intermedio y superior (Reimer, Social Planning... 1; 161167; y Knowles 134-135). Sobre la base de estos resultados de los estimados se recomendaron una serie de medidas para aumentar la retención escolar. Estas recomendaciones se tradujeron en decisiones de políticas, y de implantación de programas educacionales: incremento en las asignaciones presupuestarias, expansión de la matrícula doble, el reclutamiento de maestros provisionales y el desarrollo de programas educativos alternativos para aumentar la retención y la calidad de la enseñanza (Reimer, Lauria y Santiago 13-16). Sobre el estudio de recursos humanos hay que destacar la creatividad metodológica de Reimer, quien diseñó la metodología usada en dicho estudio. En la literatura académica de la década de los sesenta sobre el tema se informa de los numerosos estudios de recursos humanos en los países miembros de la OECD (mayormente de Europa), algunos de los cuales utilizan esta metodología. Aunque en la literatura no se reconoce la autoría de Reimer (o del gobierno de Puerto Rico que auspicia el estudio), el primer estudio que aparece


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usando esa metodología es el de Puerto Rico (Knowles 134; Harbison y Myers 198). En el periodo de 1965 a 1968, Reimer completa el ciclo de ingeniería social, comenzado con el estudio de recursos humanos, con sus trabajos en el Departamento de Instrucción Pública, en el interfase del sistema educativo con las necesidades proyectadas de recursos humanos. Pero en esta fase Reimer incorpora enfoques novedosos de análisis de clientela a sus modelos sistémicos de producción (input-output), aplicados al sistema educativo, y que se describen más adelante. En el periodo de 1958 a 1961, Reimer colabora con Thomas Reiner y Janet Scheff Reiner en el diseño y organización de la División de Planificación Social de la Junta de Planificación2. Ésta fue una iniciativa pionera en el campo de la planificación, en que la Junta de Planificación aborda, de forma comprensiva, el desarrollo del país con la integración del componente de bienestar social, el crecimiento económico y el uso de suelos. En esta misma época, Reimer dirige la preparación de tres informes que tratan sobre los problemas sociales de Puerto Rico: el desempleo y el ingreso familiar (1959), los problemas sociales asociados al desarrollo económico (1960) y el Primer Informe Social al Gobernador (1961) (Social Planning... capítulos 2, 3 y 4). En estos informes se atenúa el optimismo con el desarrollo económico. Dice en el Informe Social de 1961: While improvements in health, income, education, and other benefits have been widely distributed among the people of Puerto Rico there remain large numbers of persons who have achieved only a bare minimum of these values and wide differences remain in the relative value position of various sectors of the population. (Social Planning 4.1)

Reimer advierte una degradación en los modos de vida, en los valores tradicionales y el deterioro en las instituciones como la familia, las pequeñas comunidades y la producción agrícola y artesanal (4.2). “La superación de la miseria, la hambruna, las enfermedades, la desigualdad. La desesperanza conlleva el precio de la pérdida de los valores y modos tradicionales preciados” (3.4).


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Su creatividad metodológica se expresa en un nuevo enfoque de planificación social más sensible a las condiciones y necesidades de las personas. En vez de enfocar el sistema con sus insumos y productos, se enfoca en las necesidades que deben ser atendidas por los programas de servicios, como lo hace la educación. El ensayo “Client Analysis and the Planning of Public Programs”, publicado en el Journal of the American Institute of Planners en el año 1963, es al día de hoy uno de los clásicos en la literatura académica sobre la planificación social. En el Primer Informe Social al Gobernador, de 1961, Reimer aplica esta metodología para el análisis de problemas sociales, necesidades y recomendaciones sobre las siguientes áreas: escuelas, salud, bienestar, vivienda y sectores rurales. En los años de 1961 a 1963 sirvió como Asesor en Desarrollo Social de la Alianza para el Progreso, establecida por la administración de Kennedy para fomentar el desarrollo en los países latinoamericanos. Su coordinador fue Teodoro Moscoso, quien dirigió la Administración de Fomento Económico en Puerto Rico. En los informes publicados en los años 1963 y 1964 Reimer identifica los difíciles escollos para lograr los propósitos de la Alianza. Sus estudios de los sistemas escolares en Venezuela y Argentina comprueban que la educación secundaria universal es irrealizable porque los nuevos alumnos que provienen de los sectores pobres no pueden aprender con los procesos escolares existentes. Todos estos datos y observaciones en Puerto Rico y América Latina van a ir abonando a sus planteamientos en School is Dead.

CONFERENCIA MUNDIAL SOBRE PLANIFICACIÓN SOCIAL: EL DESARROLLO FRUSTRADO Y LA CATÁSTROFE SOCIAL

En el año 1966, junto con el Dr. Salvador M. Padilla, Director-Fundador de la Escuela Graduada de Planificación (establecida en 1965), y con el auspicio de la Fundación Ford, se organizó una conferencia sobre Planificación Social que se celebró en el Hotel Barranquitas de Puerto Rico (ver Reimer, Social Planning...). El motivo de esta conferencia fue la inauguración de un currículo en planificación social en el Programa de Maestría en Planificación de la Escuela Graduada de Planificación, posiblemente el primero en el mundo. Se-


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gún Reimer, “no hay un cuerpo de conocimiento ni de prácticas que puedan designarse como planificación social” (8). La conferencia reunió a los pensadores y funcionarios gubernamentales de mayor reconocimiento mundial en las disciplinas y prácticas de la gestión pública relacionadas con la planificación social. Algunos de los ponentes fueron: Carlos M. Cipolla, Octavio Ianni, J. A. Ponsoien y Celso Furtado. La conferencia abordó la definición de la planificación social en sus múltiples facetas. En la Introducción, Reimer, de entrada, plantea: “Social Planning, in its current incarnation, is scarcely out of swaddling clothes; almost too young for its cry to be heard in a noisy world. And yet, like the babe of the New Year, this infant is being thrown the baton which economic planning can apparently carry no further” (7). Citando a uno de los ponentes, Asoka Mehta, Ministro de Planificación y Bienestar Social de India, dice: “The most decisive change in this period (the last fifty years) is the establishment of social control over the economic system” (7). En contraste con su optimismo con el desarrollo económico de la década de los cincuenta, según se estaba implantando en Puerto Rico, Reimer cita a expertos en economía de la ONU que aseveran que, según la experiencia, la anunciada década del desarrollo puede considerarse como la década del no-desarrollo. Este fracaso lo atribuyen a factores sociales como la sobrepoblación, falta de educación y la inestabilidad política (7). Reimer no sólo visualiza el fracaso, sino que eventualmente anticipa una catástrofe cuando los billones de pobres del mundo, huyendo de la miseria rural a las urbes, reclamen su parte de los bienes de consumo de los países ricos, lo cual no es ecológicamente sostenible. Ante estos reclamos, se confrontarán dos fuerzas antagónicas: una que promueve hacerlos partícipes de estos estilos de consumo y otra que se aferra a la conservación del ordenamiento actual o del pasado. Su confrontación puede conllevar la destrucción física o de valores preciados, como la libertad, la belleza y la tranquilidad. Sobre esta eventual catástrofe, y el caso de Puerto Rico, comenta lo siguiente: Probably it [the catastrophe] will result from the failure to reconcile these two opposing tendencies: one trying to conserve, the other to


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multiply and to share in existing values. There are places in the world, and Puerto Rico is one of them, where it appears that both of these purposes are being realized simultaneously. This is by no means the unanimous opinion, but it is widely shared. It is appropriate, therefore that these surprisingly hopeful papers come out of Puerto Rico. (9)

La planificación social constituirá la tercera opción entre el pasar hambre y luchar (“starve or struggle”) (19).

LA PLANIFICACIÓN EDUCATIVA COMPRENSIVA EN PUERTO RICO Antes de partir de Puerto Rico a América Latina, en 1961, Reimer tiene una conversación telefónica con Muñoz, resumida en una transcripción de un dictado grabado que lee como sigue: Hablé anoche, julio 28, con Reimer. Le sugerí se quedara en Puerto Rico en alguna posición que tuviera satisfacción para él y utilidad para el gobierno de Puerto Rico. Le dije a su sugerencia, que él podría aceptar una invitación que le han hecho de Argentina para seis o siete meses de un estudio allá; pero que después sea su sitio aquí, en el Departamento de Educación o en cualquier otra agencia del gobierno para seguir sirviéndole al programa del pueblo de Puerto Rico3.

Efectivamente, Reimer se unió al Departamento de Instrucción Pública en 1965 bajo la dirección del entonces Secretario, Ángel G. Quintero Alfaro. Reimer dirige el proyecto de Comprehensive Educational Planning, que establece un sistema de planificación bajo la Secretaría Auxiliar de Planificación que dirigió al final del cuatrienio Eduardo Rivera Medina. Esta Secretaría fue la primera establecida en esta área entre las agencias del gobierno. Con recursos de fondos federales, se desarrolló el sistema de planificación comprensiva (ver Reimer, Lauria y Santiago). Con sus enfoques sistémicos se proponía evaluar los efectos de las diferentes estrategias con sus respectivas combinaciones de técnicas de enseñanza, de currículos, instalaciones físicas, organización escolar y personal de apoyo, y los resultados logrados en el aprendizaje y retención escolar (19). Además, incorpora los métodos de análisis sensibles a las necesidades de la clientela: los alumnos y la población de edad escolar


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fuera de la escuela. Con este acercamiento identifica los factores sociales y culturales asociados a los rezagos escolares, los bajos niveles de aprovechamiento y el abandono de la escuela por los jóvenes. El desfase de la escuela con estos jóvenes de las clases menos privilegiadas provoca las brechas que redundan en el fracaso escolar (8-9). Se diseñaron soluciones mediante programas que atienden las estrategias de enseñanza: escuelas ejemplares, programas especiales de escuela superior, mejoras al currículo y la calidad de la preparación de los maestros (13-16).

REIMER Y PUERTO RICO Reimer fue parte de los ideólogos del desarrollismo ensayado en Puerto Rico que impulsó su crecimiento económico y mejoras, en alguna medida, de los niveles de vida y bienestar social. Como muchos otros, creyó, en sus etapas iniciales, que era el modelo a seguir por los países pobres para su propio desarrollo. Contrario a los muchos expertos del patio y del exterior, que persistieron en su convicción del éxito del modelo, Reimer pronto se percató, en Puerto Rico y en América Latina, de que el modelo eventualmente desembocaría en una catástrofe ecológica y social. Éste es el tema central de los escritos por los que ha tenido reconocimiento internacional hasta el día de hoy. Sus argumentos se sostienen con los datos y observaciones en Puerto Rico. En cuanto a las escuelas, institución adoptada con currículos estandardizados en todo el mundo, afirma que éstas ni enseñan ni los estudiantes aprenden. En el año 1972 participé en un seminario sobre Planificación Educativa que ofrecían Ángel G. Quintero Alfaro y Everett Reimer. En una álgida discusión sobre los métodos de planificación educativa y de los recursos humanos que fueron sus creaciones, Reimer renegaba de ellos y de los trabajos realizados con sus aplicaciones. Al repasar la obra de Reimer y recordar las conversaciones con él, reconozco su inspiración sobre mi propio ideario intelectual y mi dedicación a la enseñanza de la planificación social y a la investigación de los desfases de los sistemas educativos. Su visión de alternativas educativas no-escolares, en buena medida, motivó mi trabajo para la tesis de maestría en planificación, sobre la expansión del


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programa de adiestramiento de aprendiz (apprenticeship) como alternativa a las escuelas vocacionales. En mis clases de métodos de planificación social no falta la lectura sobre análisis de clientela. Cuarenta años después sus ideas tienen vigencia en los debates actuales sobre la educación de nivel escolar y universitario, y sobre las estrategias de desarrollo económico. En la educación se buscan y se experimenta con alternativas no-escolares; y en la diversidad curricular, opciones de selección en las escuelas y universidades. Las estrategias de desarrollo económico se orientan cada vez más a las modalidades verdes y fuentes energéticas renovables, ante la inminencia de un colapso de los sistemas ecológicos. Crece la afirmación de las comunidades vecinales locales, como base de la organización social, y de la gobernanza a escala nacional y mundial. Merece que las generaciones de hoy retomen la lectura de sus escritos, puesto que aún nos iluminan el entendimiento de los complejos procesos del mundo de hoy.

NOTAS 1

En el año 2000, en Puerto Rico, un 21.3 por ciento de los jóvenes no completan la escuela superior (Collins, Bosworth y Soto-Class 196; Irizarry, Quintero y Pérez-Prado 33). Por la inflación escolar, el duodécimo grado escolar de hoy es equivalente al noveno grado de 1965. 2 Para una descripción de los propósitos y funciones de la División, ver Gans 84-94. 3 La transcripción se encuentra en los archivos de la Fundación Luis Muñoz Marín.


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REFERENCIAS Collins, Susan M., Barry P. Bosworth y Miguel A. Soto-Class, eds. The economy of Puerto Rico: Restoring growth. Washington D.C.: Center for the New Economy and the Brookings Institution, 2006. Gans, Herbert. People and Plans: Essays on Urban Problems and Solutions. New York: Basic Books, 1968. Irizarry, Rafael L., Ana H. Quintero y Zinia M. Pérez Prado. “Modelo escolar para la paz, la convivencia armónica y el éxito educativo”. Revista Pedagogía 41.1 (diciembre 2008): 25-60. Knowles, William H. “Manpower and Education in Puerto Rico”. Eds. Frederick Harbison and Charles A. Myers. Manpower and Education: Country Studies in Economic Development. New York: McGraw-Hill 1965. 108-139. Harbison, Frederick y Charles A. Myers. Education, Manpower and Economic Growth: Strategies of Human Resource Development. New York: McGraw-Hill, 1964. Hegener, Helen. “The Golden Age of Homeschooling”. Home Education Family Times 10.2 (May-June 2002). Lauria, Anthony. The Public School: An Illustrated Report. Hato Rey: Departamento de Instrucción Pública de Puerto Rico, 1967. Quintero, Ana H. “Iván Illich y Puerto Rico”. La Torre XIV.51-52 (enerojunio 2009): 275-287. Reimer, Everett. Carta a Luis Muñoz Marín. 7 de septiembre de 1956. Archivo de la Fundación Luis Muñoz Marín. San Juan, Puerto Rico. . Futuros alternativos. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1976. . School is Dead: An Essay on Alternatives in Education. Middlesex: Penguin, 1971. . Social Planning: Collected Papers 1957-1968. Cuernavaca: CIDOC 1968. , ed. Social Planning: Puerto Rican Papers. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1968. , Anthony Lauria Jr., y José Santiago de Jesús. Comprehensive Educational Planning in Puerto Rico. Hato Rey: Departamento de Educación, 1968.


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, Thomas Reiner y Janet Reiner. “Client Analysis and the Planning of Public Programs”. Journal of the American Institute of Planners (November 1963). Todd, Andrew y Franco La Cecla. “Ivan Illich - Obituary”. The Guardian December 9, 2002. El Vocero 29 de octubre de 2009.


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VIEJOS CAÑAVERALES, CASAS NUEVAS: MUÑOZ VERSUS EL SÍNDROME LONG* ANÍBAL SEPÚLVEDA RIVERA

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sta es la historia de un conflicto que determinó la evolución del urbanismo puertorriqueño en la segunda mitad del siglo XX. Los personajes del relato son reales, los hechos son los componentes básicos al inicio de una fórmula que continúa vigente. Luis Muñoz Marín tenía 50 años cuando la mañana del domingo 2 de enero de 1949 juró, ante más de cien mil personas, su cargo como el primer gobernador electo en Puerto Rico. Un hombre maduro se aprestaba a ser la figura hegemónica de un país en construcción. Gobernó por los próximos 16 años, hasta otra mañana de un 2 de enero, cuando a los 66 años, en 1965, entregó el cargo a su sucesor Roberto Sánchez Vilella. En ese lapso transcurrieron sus años más significativos como figura pública. Durante su gobernación ocurrieron eventos sin duda determinantes para todo el país, incluida la transformación del paisaje construido de la Isla. Muchos de estos eventos fueron pensados, planeados y gestionados por él y su gobierno, otros evolucionaron espontáneamente de la propia energía de cambio generada durante su administración. Pocas veces se ha escrito sobre Muñoz y su influencia sobre el urbanismo; casi siempre se le asocia con el mundo campesino que * Este artículo ha sido publicado antes en Fernando Picó, ed. Luis Muñoz Marín: perfiles de su gobernación (1948-1964) (San Juan: Fundación LMM, 2003) y en Héctor Luis Acevedo, ed. Jesús T. Piñero: el hombre, el político, el gobernador (San Juan: Universidad Interamericana de Puerto Rico, 2005).

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siempre estuvo presente en su pensamiento y sus gestiones. No obstante, fue durante su gobernación que el mundo bipolar rural-urbano, del Puerto Rico de la primera mitad del siglo XX, se transformó para siempre. Sus discursos, algunos de sus escritos personales, y también sus artículos de prensa, son punto de partida para acercarnos a esta historia, a sus miradas al mundo urbano, sus aprensiones y sus gestiones sobre el cambio que advertía. En su discurso inaugural Muñoz describe la angustiosa situación del país y deja establecida su voluntad de dirigir, desde su nueva posición, cambios fundamentales cimentados en las cualidades de espíritu de un Puerto Rico que conoce a fondo. Se trataba de unos valores eminentemente agrícolas y rurales, donde se anidaba la sabiduría del buen vivir. La situación de este pueblo creciendo en su pequeña Isla es seria. Pero este pueblo es más serio que la situación en que se encuentra. El dolor de este pueblo es grande; su valor es mayor. Sus cualidades de espíritu son magníficas, y apenas si empieza a saber usar sus magníficas cualidades de espíritu. Ningún plan de gobierno o de iniciativa privada puede dar pleno fruto si no se ponen en uso corriente esas magníficas cualidades de espíritu... ...un gobierno que no les ha ofrecido dulces ni maravillas, sino conducirlos honradamente por el difícil camino de la jalda arriba. (Discurso inaugural, 2 de enero de 1949)

Ese día el periódico El Mundo publicó un número especial dedicado a su inauguración, y en ese número aparecen dos anuncios que barruntan el paisaje futuro del país. El primero es un anuncio de página completa pagado por tres empresas dirigidas por Leonard Darlington Long (Long Costruction Company, Everlasting Development Corporation y Borinquen Home Corporation), un constructor de viviendas que poco antes había iniciado negocios en Puerto Rico. El anuncio incluye una foto aérea de una urbanización en construcción y su calce lee: “Urbanización de Puerto Nuevo, el proyecto de viviendas más grande del mundo y una obra que contribuye a la creación de un Puerto Rico mejor”. El segundo anuncio es de automóviles, de una marca ya desaparecida llamada Nash. Utiliza una caricatura de Muñoz sobre un mapa


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de la isla y su texto lee: “Nash Airflyte 1949. Saluda al primer gobernador electo por el pueblo de Puerto Rico”. Desde la escalinata sur del Capitolio, donde se instaló la tarima de los actos inaugurales, se podía divisar la urbanización que se levantaba al otro lado de la bahía. Muy cerca del antiguo puerto de la villa fundacional de Caparra, se efectuaba una nueva fundación de San Juan. La nueva urbanización tomó el sugerente nombre del Puerto Nuevo de la antigua Caparra. Al nuevo Puerto Nuevo solamente se podía llegar en automóvil. Los anuncios de la urbanización y del automóvil, en el número especial de su inauguración, fueron signos inequívocos que auguraban una extraordinaria metamorfosis del paisaje construido en el Puerto Rico por venir. Utilizo estos anuncios de prensa como punto de partida para relatar lo que a mi juicio detonó la transformación del urbanismo puertorriqueño. Muñoz, el político humanista, de puro pensamiento creador, constructor de cambios fundamentales para el país, estaba por protagonizar una batalla de titanes frente a un negociante, constructor de viviendas de hormigón, llamado Leonard Darlington Long. Se trataba de un binomio tenso: un político que mira al campo y un negociante que invierte en el pueblo.

UN BREVE MARCO PARA EL RELATO El Partido Popular Democrático ganó las elecciones en noviembre de 1940 con Muñoz a la cabeza del senado. En agosto del próximo año el presidente Franklin Delano Roosevelt nombró a Rexford G. Tugwell gobernador de Puerto Rico. En marzo de 1943 el propio presidente le pidió al Congreso de los Estados Unidos una enmienda a la Ley Jones para permitirles a los puertorriqueños elegir a su gobernador. La muerte de Roosevelt dislocó, de cierta manera, el proceso. En 1940 el 70% de la población en el país era rural y vivía dispersa. La ciudad tenía poca prioridad en las agendas de trabajo para remediar la miseria, que prevalecía en el campo. Existía una clara diferenciación entre el mundo rural y el urbano. La inmensa mayoría de las familias campesinas no eran dueñas de sus viviendas y menos aún del terreno donde vivían. El partido de Muñoz enfocó


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sus prioridades en atender las necesidades de la mayoría de la población. Por su parte, las ciudades eran pequeñas y compactas, no habían cambiado mucho desde el comienzo del siglo XX. Terminada la Segunda Guerra Mundial, en julio de 1946, el nuevo presidente Harry Truman, menos afín con Puerto Rico que su predecesor, nombró, sin embargo, al entonces Comisionado Residente en Washington, Jesús T. Piñero, como el primer gobernador puertorriqueño. Este sería un primer paso de transición para atender la situación política de Puerto Rico. Como en el resto del Caribe de la postguerra, las metrópolis se aprestaban a iniciar cambios en sus relaciones con las islas. La toma de posesión de Piñero se llevó a cabo en septiembre de 1946. Durante su breve gobernación se aprobó la ley que permitía que los puertorriqueños eligieran a su gobernador, y en noviembre de 1948 el pueblo de Puerto Rico eligió a Luis Muñoz Marín.

SOBRE LEONARD DARLIGTON LONG Aún en su cargo de Comisionado Residente en Washington, Piñero conoce de la existencia de Long, personaje estelar de este relato, por medio de una carta del propio Muñoz fechada el 23 de agosto de 1946. La carta hace referencia a las gestiones para que el Senado de los Estados Unidos nombre Comisionado de Educación de Puerto Rico a Mariano Villaronga, y a los servicios de cabildeo que Long promete hacer en favor de dicho nombramiento, a través de su amigo Olin Johnston, senador por Carolina del Sur. Johnston integraba en ese momento el Comité de Educación y Trabajo del Senado de los Estados Unidos. Muñoz dice en la carta a Piñero que Long “está haciendo un proyecto privado de construcción en Puerto Rico [la urbanización Bay View en Cataño], a quien he podido prestarle alguna ayuda en acelerar los trámites de planes, sanidad, etcétera...”. Probablemente, Muñoz nunca imaginó que ese pago aparentemente desinteresado del desarrollador por su ayuda en la aceleración de trámites de construcción fuera a traer tantas consecuencias. Un asunto tan antiguo como la venta de influencias adquiere relevancia en este relato, toda vez que se trata de las influencias del desarrollador vis à vis las del político.


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Leonard D. Long vino a Puerto Rico a comienzos de 1946 a instancias de los oficiales de la Federal Housing Administration. Nació en 1896 e hizo su capital como empresario constructor de casas en Tampa y Pensacola alrededor de la época de la Primera Guerra Mundial. Durante la Segunda Guerra consolidó su fortuna y se convirtió en uno de los constructores de viviendas más grande de los Estados Unidos. Sus proyectos se concentraron en las ciudades sureñas de Atlanta, en Georgia y Charleston, en Carolina del Sur. Long se radicó en Carolina del Sur e hizo de éste su Estado de residencia permanente. Un detalle que añade sabor al relato es el lugar de nacimiento de Long: Orlando, Florida. Ese lugar es hoy la meca suburbana donde van a vacacionar y viven muchos puertorriqueños; sus urbanizaciones son un modelo que se replica sin parar en Puerto Rico. Un constructor visionario, con capital propio y de gran experiencia, vio en Puerto Rico el territorio perfecto. Además, no es de extrañar que fuese bien recibido por un Puerto Rico pobre y necesitado de viviendas. Bay View en Cataño, y poco después Caparra Heights en Río Piedras, fueron los “campos de práctica” de Long en el país. En poco tiempo construyó 786 casas para la venta de entre $8,000 y $10,000, un mercado enteramente privado y todavía inasequible para la inmensa mayoría de los puertorriqueños. A pesar del carácter privado de los proyectos, ambos recibieron amplia cooperación de parte del Gobierno de Puerto Rico bajo la gobernación de Tugwell. Con la experiencia adquirida, Long pudo calibrar las capacidades locales de producción, hacer las conexiones personales pertinentes y establecer su propio sistema de producción. Llegaba a Puerto Rico un elemento prácticamente desconocido de una nueva industria, el empresario de la construcción.

JESÚS T. PIÑERO ENTRA EN ESCENA El 3 de septiembre de 1946 se realiza la ceremonia de investidura de Jesús T. Piñero como gobernador de Puerto Rico. Long establece contacto y poco después, el 2 de abril de 1947, le somete a Piñero la propuesta de construir un mínimo de 20,000 casas bajo el programa de vivienda para veteranos en Puerto Rico. En ese momento se estimaba que había unos 64,000 veteranos en toda la Isla. Long había


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hecho sus cálculos y tenía asegurado el mercado. Sin embargo, necesitaba abaratar al máximo su producto, pues se trataba de un mercado con niveles de ingreso inferiores a los estados en donde él había hecho su fortuna. La experiencia adquirida previamente en la pequeña Bay View, le permitió hacer los reajustes necesarios. La nueva industria de construcción masiva de viviendas, con capital privado, requería de un apoyo significativo por parte del capital social. Dada la enorme necesidad de su producto, y la naturaleza de su proyecto, avalado y subsidiado por el Gobierno Federal, Long gestionó con éxito y logró un significativo subsidio por parte del Gobierno de Puerto Rico. Este es el primer elemento que comienza a delinear lo que llamaré en esta historia el síndrome Long. Otro de sus elementos es la práctica de negociación del desarrollador para darle la vuelta a los reglamentos de ciertas agencias, y a los recién establecidos por la Junta de Planificación creada en 1942 durante la administración de Tugwell. Sin llegar a violentarlos, el desarrollador aduce que debido a la importancia de su proyecto, y a las necesidades del país, se pueden relajar las normas y hacerlas más favorables a sus intereses. El poder de negociación del empresario se agranda, logrando extraer ganancias adicionales mediante concesiones especiales. En el caso de Long, siguiendo los planteamientos en sus anuncios de prensa, la naturaleza de su proyecto resulta cónsona con hacer un Puerto Rico mejor. Con la aprobación del propio Piñero, ansioso de comenzar a producir viviendas para los veteranos que llegaban con grandes expectativas, Long consiguió financiamiento del Banco de Desarrollo (casi $4 millones) y pidió exención contributiva para todas sus empresas, aún antes de aprobarse la Ley de Exención Contributiva para Fábricas en Puerto Rico, del 12 de mayo de 1947. El proyecto de Long fue prontamente aprobado por la FHA y la Administración de Veteranos, y tuvo el visto bueno de todas las agencias del gobierno de la isla. Sólo el asunto de la exención quedaba por resolver, pero a pesar de ello Long comenzó la construcción de Puerto Nuevo y de otra urbanización parecida, aunque de menor escala, en Caguas. El día 20 de marzo de 1948, fecha de comienzo de la construcción, se retrataron orondos el gobernador Jesus T. Piñero, el desarrollador Leonard D. Long y el director de la FHA para


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Jesús T. Piñero, Leonard D. Long y el director de la FHA para Puerto Rico e Islas Vírgenes, Frederick Carpenter, 20 de marzo de 1948.

Puerto Rico e Islas Vírgenes, Frederick Carpenter. Esa imagen de los tres personajes es quizás una de las que mejor representan la naturaleza del urbanismo. Se trata de personajes que encarnan los clásicos agentes de producción del espacio. Son actores de carne y hueso que en la construcción de ciudades no pueden operar individualmente; pero el que tiene mayor poder de negociación impone sus intereses sobre los demás.

LA EXENCIÓN DE CONTRIBUCIONES DE LONG ¿Cuál era la justificación que utilizaba Long para ser merecedor de la exención contributiva? El empresario estaba consciente de los eventos que ocurrían en los Estados Unidos y sabía que estaba a la cabeza de la industria. Long construía en Puerto Rico, territorio bajo la bandera americana, lo que pocos desarrolladores habían logrado en su tierra. Sólo un puñado de ellos lideraban el proceso y Long era uno de ellos. Sin embargo, el más notorio de los casos del urbanismo americano no es el de Long, sino el de otro de sus colegas de Nueva York, Abraham Levitt y su hijo William Levitt. En 1947 estos dos abogados revolucionaban la industria de la construcción de viviendas con su famoso Levittown de Long Island. En el


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otoño de 1948 Levitt and Sons habían realizado el sueño americano para 6,000 familias de veteranos que obtenían su casa con rentas de $60 al mes. La firma Levitt tuvo en ese periodo ganancias de cerca de $1,000 por cada casa. Por su parte las empresas Long construían en Puerto Rico las primeras 3,000 casas en Puerto Nuevo, donde las familias de veteranos serían dueñas de sus hogares, a un costo de $4,000, sin pronto pago y con hipotecas de $23 al mes. Para lograr esas cifras se aducía el método industrializado de construcción en masa. De aquí la insistencia de Long en obtener la exención. Si otras fábricas ensamblaban mercancías, él ensamblaba casas. Él era el inventor de una metodología fordiana de construcción de viviendas en Puerto Rico. Además, era dueño de muchas de las compañías que se encargaban de la producción y manejo de las piezas en esa línea de producción. Dos ejemplos de estas piezas son las ventanas de celosías de aluminio (cuyo nombre genérico de ventanas Miami aún no se generalizaba) y los paneles de madera prensada que él fabricaba en Monacillos y llamaba Longwood. En artículos de periódico y en múltiples ocasiones, Long recalcó el aspecto de ensamblaje de su gestión. Antes de Long ningún desarrollador creyó posible la construcción de viviendas privadas por el precio de las casas de Puerto Nuevo. Fue él quien logró abaratar asombrosamente el producto. Pero aún con esos precios, ese tipo de vivienda era inasequible para la mayoría de las familias puertorriqueñas. El gobierno tendría que recurrir a la construcción de vivienda pública para aliviar el terrible déficit de vivienda urbana en el país. Pero en ese momento, el campo tenía prioridad, y era allí donde se necesitaban con urgencia las intervenciones gubernamentales.

ARQUITECTURA, DISEÑO URBANO Y PLANIFICACIÓN La firma privada de Long no sólo diseñó las casas producidas en serie, sino que también fue responsable de trazar las calles y todo el diseño urbano de la nueva urbanización. Se trataba de un enorme sector, en donde vivirían 50,000 personas, como una enorme isla de cemento aislada y construida en medio de viejos cañaverales y fincas de ganado. La isla de cemento crecía y la Junta de Planificación


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no tenía un plan de ordenación. Valdría la pena investigar qué personas diseñaron las estructuras y el trazado de la urbanización, toda vez que ese proyecto determinó las formas y el diseño que, con pocas variaciones, se ha seguido utilizando en el país hasta el comienzo del siglo XXI. El diseño de Puerto Nuevo siguió el esquema de unidad vecinal diseñado dos décadas antes por Clarence Pery en Estados Unidos. Por ahora basta decir que se trataba de estructuras muy simples y austeras. Las paredes, gracias a las formaletas de aluminio utilizadas y patentizadas por Long, no estaban empañetadas ni en el exterior ni en el interior. El piso era de cemento pulido sin losetas, el equipo de baño constaba solamente de un lavamanos y un inodoro. Las instalaciones eléctricas se redujeron al mínimo y la altura se redujo para economizar materiales. En cuanto al diseño de las calles, Long logró que se le permitiese angostarlas. También se redujo el tamaño promedio de los solares y la dimensión de las manzanas permitidas en los reglamentos. El vistoso folleto que se repartía como propaganda de venta (y del cual sólo quedan pocos en manos de coleccionistas), incluía los croquis y las sugerencias de ampliación del modelo básico de $4,000 a la venta. Así se le daba la oportunidad a cada familia, según sus posibilidades, de hacerle modificaciones o ampliaciones a la casa producida en masa. El diseño flexible que permitía ese tipo de intervenciones, para darle un carácter personal a cada unidad, era un atractivo de esta urbanización. Comenzó así la práctica, ahora generalizada, de individualizar las viviendas producidas en serie. A partir de Long fue la industria privada la que propuso y diseñó los trazados de las urbanizaciones. La Junta de Planificación se limitó a reaccionar y a garantizar ciertos requisitos, casi siempre dando prioridad a los cruciales aspectos de la infraestructura. Ni los municipios ni el estado contaban aún con planes de ordenación. Para cuando pudieron comenzar a prepararlos, sobre todo en las décadas del 1960 y 1970, ya el síndrome Long había establecido su propia inercia y la fórmula estaba entronizada. De forma espectacular, Puerto Nuevo inició dicha tendencia que con el tiempo se convirtió en la norma. El crecimiento a saltos de los espacios construidos, la construcción de urbanizaciones, allí donde


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el desarrollador encontrase las fincas más convenientes a sus intereses, se inició con el éxito de Puerto Nuevo. No fue hasta el 1956 que se publicó el primer plan regional, basado en las normas internacionales del urbanismo zonificado con separación de usos. ¿Intuyó Muñoz que ese estilo, a pesar de su éxito inmediato, llegaría a generalizarse hasta el punto de cubrir, por completo, con urbanizaciones, los terrenos agrícolas del país?

LA MODERNIDAD DEL EMPRESARIO / MERCADEO DEL PRODUCTO Leonard Darlington Long manejaba su negocio como nadie antes lo había hecho en Puerto Rico. Se trataba de un fenómeno que asombró a muchos. Long utilizó técnicas de mercadeo avanzadas, con artículos de encargo en periódicos locales, que aun así no dejaban de ser noticia en un país poco acostumbrado a la escala de su empresa de construcción. Con una foto panorámica de Puerto Nuevo en construcción, la edición del lunes 28 de junio de 1948 de El Mundo incluye un extenso artículo (sin autor) que anuncia en múltiples titulares: “Primeras 500 casas de Puerto Nuevo estarán listas dentro de 60 días; Preparan allí servicios para población de 50,000 personas; Método de producción en masa desarrollado por empresa Long permite rápida construcción de hogares; Vivienda para Ponce y Arecibo”. Originalmente, asegura el artículo, el plan era para 3,000 casas que se ubicarían en una finca de 700 acres. Pero añadía: “Long ha comprado otros 300 acres y agregará 1,700 casas al proyecto [...] Bajo el estímulo personal del gobernador Jesús T. Piñero, Long expandirá sus operaciones y construirá urbanizaciones similares en otras partes de la Isla”. La petición formal al Consejo Ejecutivo del gobierno de parte de las empresas Long para obtener exención contributiva se hizo dos días después de la aparición de ese extenso artículo, el 30 de junio de 1948.

LAS APORTACIONES DE LOS DESARROLLADORES Otra práctica que también parece haberse iniciado, y que se añade al síndrome Long, es la costumbre, cada vez vista con más natu-


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ralidad, de que los desarrolladores aporten a las campañas políticas como medio de influenciar las decisiones futuras de los que tendrán que pasar juicio sobre sus proyectos. En nuestro relato, Long parece haber tratado de institucionalizar, a gran escala, esa indeseable práctica. Pasaron los meses, Puerto Nuevo continuaba en plena construcción, se acercaron las elecciones y el empresario estaba ansioso por que se aprobara su exención de contribuciones. Unos días antes de las elecciones de noviembre de 1948, el propio Long se presentó en casa de Muñoz con $25,000 en efectivo, como donación para la campaña electoral. Probablemente esta sería la primera vez que un desarrollador aportara tan ingente cantidad de dinero en espera de futuros favores. Muñoz se negó a aceptar el dinero de Long, pero luego de mucha insistencia para no ofenderlo, le dijo que hiciera un cheque, no a su nombre sino al del secretario del partido. Ese cheque se depositó en una cuenta especial manejada por Julio Torres, el tesorero del partido. Poco después de las elecciones el cheque se le devolvió a Long con una carta de agradecimiento, que decía que su dinero no había sido necesario. Fue en ese momento que Long debió entender perfectamente el temple del nuevo gobernador, y que su lucha por obtener las ganancias adicionales, a través de exenciones contributivas, iba a ser una batalla de grandes proporciones. Pasadas las elecciones, en los últimos días de la gobernación de Piñero, el 20 de diciembre de 1948, el vice-presidente de las Empresas de Long, Juan Rodríguez de Jesús, le escribe una carta a Piñero pidiéndole que ratifique sus compromisos con el proyecto y aclare su aprobación verbal de extenderle la exención contributiva. Piñero ratifica los acuerdos el 28 de diciembre (cinco días antes del cambio de gobierno), pero en cuanto a la exención le responde lo siguiente: “Although not granted by the Government to date, I expressed to you [Rodríguez de Jesús] my belief that, taking into account your method of mass production, wages distributed into the building program, and the use of all local materials, the lowcost housing program operations should be tax exempt. I have used my efforts to bring this about under the existing law and the case is still pending”.


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Luego de haberse construido 4,458 unidades de vivienda en Puerto Nuevo, y otras 369 en Caguas, el 28 de enero de 1949 se daba por terminado, de forma mutua, el contrato entre las empresas Long y el Banco de Desarrollo. A partir de entonces el Banco no estaba en la obligación de financiar ninguna otra unidad adicional. Mientras tanto, la deuda contributiva de Long seguía engrosándose y el gobierno se negaba a conceder la exención. Se trataba de casi un millón de dólares. Confrontación Muñoz-Long Sabiendo que sus posibilidades se reducían en San Juan, Long utilizó sus contactos en Washington y comenzó una sistemática campaña para desprestigiar a Muñoz en la capital federal, incluyendo el Congreso y la Casa Blanca. Se inició un periodo de lucha en varios frentes, en donde ambos personajes midieron los alcances y el calibre de sus influencias. El 6 de junio de 1949 Muñoz escribe a James P. Davis, director de la División de Territorios del Departamento del Interior: I enclose clipping from El Mundo in which Mr. E.D. Long, the contractor who is building the Puerto Nuevo Housing Development (private but financed by the Banco Gubernamental) improperly uses a visit which he made to the President to criticize the insular administration and appears threatening through his presumed influence at the White House. As this kind of things cannot be encouraged, nor even ignored, because it is obviously fuel for nationalist and communist propaganda here, I have made a stiff answer, copy of which I enclose... Long does, so far as I know, a pretty good job, but he has a tendency to wish to do it unhampered by certain regulations necessary to the public interest. We hope he will continue to work here, but on the basis of a contract, now being negotiated by the Banco Gubernamental that will make his work as useful as possible, compelling him to spread as far as possible to smaller towns —within, of course, the economic limits of not less than 200 houses per project— and that the profit shall not be too unreasonable. I believe Long’s contact at the White House must be the Carolina Senators or Congressmen.

El conflicto entre el político y el desarrollador se hizo más complejo y comenzó a tener otros giros. La guerra fría y el nacionalismo estaban en el fondo del conflicto, y el futuro mismo de la agenda de


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Muñoz estaba de por medio. Por un lado, Long sabía de las negociaciones de Muñoz en Washington, y atacó por donde creyó que su opositor era vulnerable; comenzó una larga serie de acusaciones de dictador al estilo latinoamericano. A pesar de que Muñoz necesitaba la construcción urgente de vivienda, no estuvo dispuesto a tolerar las prácticas de Long y utilizó sus efectivos poderes hegemónicos en el gobierno. El síndrome Long está nítidamente retratado en los documentos que tuve la oportunidad de examinar. Sólo faltan en este relato pocas de las prácticas que el paso del tiempo iría develando habituales. Otro dato revelador de las prácticas de Long, que no dejaba de tenderle trampas mortales al gobernador, ocurrió en octubre de 1949. Tiene que ver con un inciso del contrato original del proyecto firmado entre Long y el Banco de Desarrollo en 1947. En ese inciso se especificaba que el costo por acre de la tierra sin desarrollar (“raw land”) de la finca de Puerto Nuevo era de $2,000; cada solar costaba $180. El precio de venta de las casas en todo el proyecto no sería mayor de $4,000. Con estos números se armó todo el esquema de financiación para la totalidad del proyecto, que incluía las 20,000 unidades en toda la Isla. Long había llegado a un acuerdo con Piñero, que para entonces era el gobernador. El acuerdo estipulaba que Long devolvería al Banco de Desarrollo la diferencia en costo de las tierras que en cualquiera otra de las localizaciones de su proyecto fuese menor de $180 por solar. El lunes 3 de octubre de 1949 Long le envió a Muñoz un cheque por la cantidad de $4,931.04, por concepto del ahorro del costo de la tierra en el proyecto de Caguas. El detalle crucial era que el cheque estaba a nombre del gobernador. Ese mismo día Muñoz le devolvió el cheque indicándole que el cheque debía hacerse a nombre del Banco Gubernamental de Fomento, según el contrato firmado. Si Muñoz hubiese cambiado ese cheque, la trampa habría resultado, y otra sería la historia de este relato.

UNA CRONOLOGÍA INDISPENSABLE Para ese periodo se inició un larguísimo proceso en corte entre Long y el gobierno de Puerto Rico por obtener la exención.


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El resto del año de 1949 la batalla Muñoz-Long transcurrió entre opiniones legales y referencias a los jefes de agencia, que una y otra vez reiteraron los beneficios de los proyectos de Long para la Isla, pero no lo pusieron por encima de las leyes que le obligaban a pagar contribuciones. El 23 de noviembre el Consejo Ejecutivo finalmente denegó la exención a Long. El entonces ex-gobernador Piñero reiteró que no le prometió la exención a Long sino que sólo la endosó, basándose en la ley que en esos momentos estaba vigente. Sin embargo, pocos días antes de la denegación oficial el propio Piñero “ratificó su creencia de que el señor Long debiera gozar de los beneficios de la exención por virtud de la ley y no por compromiso, porque él nunca hizo tal promesa” (El Mundo, 23 de noviembre de 1949).

PIÑERO, DE FUNCIONARIO PÚBLICO A EMPRESARIO PRIVADO Con esas declaraciones públicas se hizo evidente que el ex-gobernador tomaba partido a favor del contrincante de Muñoz. Sus relaciones comenzaron a enfriarse hasta que en marzo del año siguiente Piñero anunció, desde Washington, su incorporación al sector privado, como presidente de 24 compañías asociadas a Long en Puerto Rico. El periódico El Mundo, del 21 de marzo de 1950 traduce un artículo de Prensa Unida firmado por Paul Harrison desde la capital federal. El título lee: “Piñero trae plan para 4,928 casas. Ex gobernador se une a empresa particular. Proyecto a cargo de Long”. Jesús T. Piñero, ex gobernador de Puerto Rico, anunció hoy que ha accedido encabezar una empresa privada que se propone construir 4,928 modernas unidades de vivienda en Puerto Rico a un costo de $35,000,000.

El artículo reseña que la FHA aseguraría las hipotecas, que los proyectos eran de las Empresas Long y que estarían localizados en San Juan, Río Piedras, Ponce y Mayagüez. Se trataba, entre otros, de los edificios Darlington. El tiempo de construcción sería de 18 meses y se esperaba que las operaciones comenzarían después que terminase la zafra cañera. Esa aclaración parece hoy sacada de una historia remota, y, sin embargo, es una confirmación de la comple-


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mentariedad de una economía a caballo entre dos mundos. El mundo agrario y rural de Puerto Rico en 1950 aún determinaba los ciclos de producción en el mundo industrial y urbano. En el artículo de marzo de 1950 se dice lo siguiente: Su participación en la aventura, dijo Piñero, será como presidente de 24 corporaciones separadas que seguirán siendo creadas para: 1. Construir cuatro casas de apartamentos de doce pisos cada una... 2. Construir 2,125 casas tipo duplex. He accedido hoy a encabezar 24 corporaciones, que están siendo creadas para iniciar bajo hipotecas aprobadas por la FHA, el mayor programa de unidades privadas de viviendas jamás intentado en Puerto Rico.

Una nota en puño y letra de Muñoz, fechada el 18 de agosto de 1950, enumera su agenda en el caso Long y deja ver claramente cómo estaban, en ese momento, las relaciones entre él y su contrincante, y también con Piñero, su antiguo correligionario y ahora presidente de las empresas de Long: - Devolver a Long dinero de acciones Diario Puerto Rico. - Llamar a Jesús T. Pinero para decirle de la campaña contra el gobierno y partido que hace Long en Washington. - Indicarle que se desconecte de Long porque voy a atacar a Long y Jesús no se debe encontrar en compinche con tal persona. -Si no se desconecta (que sospecho no se desconectará) no habrá más remedio que denunciar el caso. Hasta este momento Piñero es el “front man” de un hombre que por razones innobles (querer ganar por premio un caso de $800,000 que está en la Corte Federal) está atacando al gobierno popular en Washington. Poniendo en riesgo las magníficas relaciones logradas con Washington.

La guerra entre el desarrollador y el gobernador se hacía cada vez más encarnizada. El asunto se tornaba cada vez más serio, y se ramificaba a las esferas políticas, afectándose las mismísimas relaciones entre el gobierno de Puerto Rico y el de los Estados Unidos en un momento crucial para éstas.

ALIADOS CON AGENDA PROPIA, LAS EMPRESAS DE CONSTRUCCIÓN MULTINACIONALES En el borrador (sin fechar) de una carta confidencial al presidente Truman, Muñoz revela la magnitud del conflicto. En esa carta


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Muñoz incluye un dato extraordinario relacionado a otra empresa que más tarde vendría a operar en Puerto Rico: la Organización de Rockefeller, IBEC. El conflicto comenzaba a tomar nuevos giros e incluía a otros personajes. El juego de intereses por la industria de la construcción en Puerto Rico se estaba dilucidando paralelamente, y a niveles muy altos. El síndrome Long seguía su evolución natural en el mundo de la post-guerra. I have reluctantly concluded that I must write you this personal and confidential communication concerning Mr. Leonard D. Long, a resident of South Carolina who has been as is now engaged in extensive housing operations in Puerto Rico. ...Mister Long, who claims extensive and powerful connections, has been extremely successful in securing approval of his projects for the Federal Housing Administration. We are grateful for that since Puerto Rico badly needs housing. On the other hand, other considerations, including the Rockefeller organization IBEC, have not been able to obtain this agency’s approval of their proposals despite the fact that some of them would save the people of Puerto Rico as much as $500 per housing unit.

Muñoz utiliza el arma pesada de Rockefeller, y su poderosa empresa constructora, como aliado en contra de Long. ¿Estaría Muñoz consciente de las consecuencias de esta acción? Atraer como aliada a la Empresa IBEC, competidora de Long en el negocio de la construcción de viviendas, fue una certera, pero riesgosa, estrategia. Muñoz apostó por un seguro ganador que terminaría por desbancar localmente a Long y dominar el lucrativo negocio en Puerto Rico.

EL CAMPO DE GUERRA EN EL ESCENARIO DE LA POLÍTICA Muñoz contaba, además, con otro poderoso aliado en Washington, Oscar L. Chapman, Secretario del Interior. Las negociaciones para establecer la constituyente y el futuro político de las relaciones entre Puerto Rico y los Estados Unidos continuaban. Los nacionalistas atacaron en Washington, y en Puerto Rico la situación se complicaba. Junto con la papeleta del primer referéndum, a los habitantes de Río Piedras (incluidos los nuevos residentes de Puerto Nuevo) se


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les consultaba, por separado, si deseaban abolir su antiguo municipio y autorizar su fusión con el de San Juan. El referéndum lo ganó Muñoz abrumadoramente. En cuanto a Río Piedras, al otro día de la consulta el titular del periódico El Mundo leía: “La mayoría anexionista fue de 1,309” (5 de junio de 1951). Por una escasa mayoría, la primera víctima del urbanismo al estilo Long fue el propio municipio de Río Piedras, que dejó de existir como entidad administrativa. Los recién llegados residentes de Puerto Nuevo votaron en masa a favor de la fusión, pues no se identificaban con el municipio tradicional y, además, estaban desilusionados por la pésima calidad o la falta de los servicios del municipio de Río Piedras. Esta actitud comenzó en Puerto Nuevo; pero no ha cesado de reproducirse hasta hoy con los residentes de las urbanizaciones suburbanas contemporáneas, en la periferia de las áreas metropolitanas. Así, la falta de identificación de una creciente población con lo local puede considerarse otro asunto derivado del síndrome Long. Muñoz no tomó una posición pública oficial en cuanto a la anexión de Río Piedras a la capital. En un discurso pronunciado en Río Piedras expresó su postura: “Quiero decirles una vez más, antes de la votación del lunes, a todos los amigos de Río Piedras, que yo no estoy favoreciendo públicamente ni una parte ni la otra en la campaña sobre la propuesta fusión entre los municipios de San Juan y Río Piedras” (1ro de junio de 1951). Su compromiso estaba fuertemente ligado a obtener la mayor victoria posible en cuanto a la Constitución.

LA CONSTITUCIÓN EN JUEGO Luego del referéndum que ganó Muñoz, el caso Long desaparece de la prensa por unos meses, para resurgir violentamente en septiembre de 1951. Y es que en ese mes se reunía la Asamblea Constituyente para comenzar a redactar en San Juan lo que sería la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Long aprovechaba la sensible coyuntura para atacar a Muñoz. En medio de semejante ocasión, tanto el propio Long como sus aliados en los Estados Unidos repetían las acusaciones que tildaban a Muñoz de dictador. Uno de los amigos de Long, llamado Chester M. Wright, tomó notoriedad en la prensa al afirmar, a nombre de una


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asociación de hombres de negocios, que “el gobernador de Puerto Rico mantiene una dictadura bajo la bandera de Estados Unidos” (El Mundo, 15 de septiembre de 1951). El mismo día en que comenzaba a reunirse la Asamblea Constituyente en San Juan, Wright reiteró que “Muñoz ha establecido una dictadura tipo ruso” (El Mundo, 18 de septiembre de 1951). Por supuesto, estas manifestaciones estaban dirigidas a Washington y aprovechaban la cresta de la onda de la guerra fría. Pocas semanas después la Unión Soviética detonaba su primera bomba atómica. Paralelamente el escenario bélico en Corea se cubría de sangre puertorriqueña. En esos cruciales días, aparecieron extensos artículos en The Miami Herald, firmados por el periodista Jack Thale, quien había visitado la isla poco antes.

LA PRENSA COMO CAMPO DE GUERRA Son pocas las veces que, como en esta ocasión, se ha utilizado la prensa como campo de guerra. La lucha tenía múltiples frentes y la opinión pública tenía mucho peso. Las miradas de todos estaban en el proceso de la Asamblea Constituyente y el affair Muñoz-Long añadía pasión e intriga a la vez que abonaba la venta de las ediciones. Los artículos de Jack Thale en The Miami Herald fueron traducidos y publicados íntegramente por el periódico El Mundo en San Juan. Jack Thale resumió la controversia en una frase: “A finish fight between a Baron of Business and a Prince of Peasants” (The Miami Herald, 26 de septiembre de 1951). Thale describe al barón de los negocios como un hombre “bien parecido, de quijada cuadrada, ojos azules, y por cierto buen peleador, que da el nombre de su mamá a los rascacielos que construye [se refiere a los cuatro edificios Darlington]”.

UNA ESTRATEGIA BIEN ESTRUCTURADA Los cuatro artículos de Jack Thale dejaron ver nítidamente la estrategia de Long. En Washington su estrategia estaba dirigida a los representantes de la comunidad de industriales de Nueva Inglaterra (puesto que el caso de sus exenciones se estaría dilucidando en la


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Corte de Circuito de Boston). También estaba dirigida a llamar la atención de los intereses locales del estado de Florida. Los argumentos escritos para la audiencia del Congreso se concentraron en minar la confianza en Muñoz, acusándolo de ser dictador de corte socialista. Había pasado ya la era de Roosevelt con sus grandes experimentos de corte liberal y la nueva administración en Washington era mucho más conservadora. El argumento dirigido a los industriales denunciaba los peligros que para las textileras de Nueva Inglaterra (y por extensión al resto de las industrias manufactureras americanas) representaría la política contributiva ofrecida por Puerto Rico bajo la Constitución que se estaba redactando. Paradójicamente, Long atacaba a uno de los pilares fundamentales en los que se apoyaría la economía de Puerto Rico. El otro argumento se enfocó en asuntos locales de la Florida, pues amenazaba con que, de no resolverse a su favor el asunto del millón de dólares en Puerto Rico, se verían perjudicados sus planes para construir un enorme complejo turístico orientado al mercado latinoamericano en Miami. La sofisticación, visión y astucia de Long no podían subestimarse. El futuro mismo de la gestión muñocista estaba en juego por la avaricia del barón de los negocios sureño que recordaba a los legendarios barones del caucho. Muñoz, el príncipe de los campesinos, se enfrentó a un proceso aparentemente contradictorio: diseñar la construcción política del país, a la vez que destruir al constructor de sus viviendas de hormigón. La batalla se perfilaba encarnizada. Por su parte, Long sentenció: “I don’t give a damn who is governor of Puerto Rico. I’m not in politics. But they are also not going to run me out from under the American flag” (The Miami Herald, 26 de septiembre de 1951). Además de los asuntos expresamente dilucidados, un subtexto adicional deja ver sus prejuicios.

MUÑOZ CONTRAATACA A los artículos de Jack Thale, Muñoz enfrentó otros tantos, firmados por su aliada Helen Tooker. La periodista es la primera mujer heroína en el relato que sale al rescate del príncipe de los campesinos. Los artículos de Helen Tooker se publicaron en noviembre de


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1951 en El Mundo. Los archivos de Fortaleza estuvieron a la disposición de la hábil periodista, que mostró los datos y demolió los argumentos del barón de los negocios. Se trataba de probar ante la opinión pública, y también ante los tribunales, que el gobierno tenía la razón en negarles la exención contributiva a las empresas del desarrollador, y que las tácticas de Long eran inadmisibles y sus intenciones eran puramente avaras. Helen Tooker le añadió a sus artículos un elemento picante, que incluye intrigas amorosas y corrupción en las filas de la FHA. Involucró a Long con manejos turbios del director de la FHA para Puerto Rico e Islas Vírgenes. Se trataba de Frederick Carpenter, personaje directamente relacionado con Puerto Nuevo. La periodista señaló que tanto Long como Carpenter utilizaron los servicios de una amiga de Carpenter, quien resultó ser la madre de su hija, como un frente para ocultar sus negocios de compra-venta de propiedades comerciales en la nueva urbanización. A los pocos días de publicados los artículos de Helen Tooker, destituyeron fulminantemente a Carpenter. La política partidista norteamericana estuvo involucrada en el asunto. Como en muchas otras ocasiones en la vida política de Puerto Rico, los intereses republicanos en los Estados Unidos se aliaban con el gobierno pro-demócrata en la isla. En esta ocasión, el senador republicano por California, Richard Nixon, se inmiscuyó personalmente en la controversia, y prometió una investigación sobre corrupción en las filas del gobierno demócrata del presidente Harry Truman.

UN IMPORTANTE ERROR DE CÁLCULO Long se solidarizó en San Juan con Carpenter, el desafortunado funcionario con quien aparece orondo, junto a Piñero, en una foto tomada el día del inicio de la construcción de Puerto Nuevo. Acusó a Muñoz de estar detrás de la destitución y de usar su caso para “distraer la mente del pueblo del hecho que se le está imponiendo una dictadura socialista” (El Mundo, 10 de diciembre de 1951) Esta declaración probó ser el primer gran error de Long, ya que inmiscuía a los electores que abrumadoramente habían elegido a Muñoz. Una cosa eran los foros de Washington y otra muy dife-


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rente era entrar en el ruedo político puertorriqueño, enfrentando a Muñoz. El resto de sus declaraciones, hechas el mismo día bajo la influencia del coraje por la destitución de su socio, terminaron por derrotarlo en el frente local. Dijo que los edificios Darlington ya estaban casi terminados, “pero tengo otros proyectos y no estoy dispuesto a retirarme de Puerto Rico [...] No permitiré que nadie me expulse de un sitio donde flota la bandera americana, ni por Muñoz ni por ninguna otra persona”. Long alegó que Muñoz resiente el que se hayan construido hogares en Puerto Rico por valor de $54,000,000 porque esto divorcia al gobernador de su control sobre los electores. Muñoz desea caseríos públicos. No desea que los puertorriqueños posean sus propios hogares. Esto les hace sentirse independientes y les hará actuar y exigir como verdaderos contribuyentes...

En esos días Long inundó los periódicos con grandes anuncios de sus proyectos que, a la vez, contenían mensajes directos retratando la casa privada como metáfora de la dignidad del hombre. Se montaba a su vez en la efectiva retórica anticomunista que dominaba el ambiente durante la guerra de Corea, y que seguiría brindando frutos hasta hoy entre las derechas del país. Su mercado estaba dirigido a las familias jóvenes de la post-guerra que comenzaban a tener hijos. Estos serían los hijos de la post-guerra, los que más tarde se podrían llamar los hijos del ELA.

UN PARTIDO OBRERO ENFRENTADO A UN JÍBARO CON PAVA Aunque lo negó categóricamente, en febrero del año de las elecciones de 1952, Long creyó posible incursionar en la política local formando un partido llamado Partido Libertador Obrero (El Mundo, 21 de febrero de 1952). ¿Habría Long intuido la magnitud de los cambios que estaban por venir? La astucia del barón de los negocios se adelantaba a las transformaciones profundas de una economía agrícola con valores campesinos que comenzaba a cambiar. Las empresas de Long manejaban una abultada nómina de salarios para


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obreros en la industria de la construcción, fuertemente subsidiada por el gobierno federal. Este nuevo tipo de peones no eran ya los jíbaros de la caña. Se trataba de un creciente número de obreros (incluidos también los de las industrias promovidas por Muñoz) que representaban un mundo proletario en ascenso, ávido por consumir y cuyos valores inevitablemente se desvinculaban de la tierra. Long apostaba por el consumo, los subsidios federales y el paquete de clase media urbanizada, corolario de sus viviendas de urbanización. Cualquier semejanza con la actualidad no es pura coincidencia. Es posible que el propio Long, o alguno de sus colaboradores cercanos, tuviera la visión de enfrentar a Muñoz y a su electorado rural y campesino con un nuevo y creciente electorado urbano y obrero. ¿Fue capaz Long, o alguno de sus colegas, de prever esos cambios y adelantarse a Muñoz en el mismísimo año de la Constitución? Por su parte, Muñoz no estaba de ninguna manera ajeno a la situación. En su discurso a la Asamblea Legislativa como gobernador recién electo, el 23 de febrero de 1950, habla de los ingresos federales y los enumera, incluyendo los pagos que por varios conceptos tienen los veteranos. Pero aboga por “hacer que nuestro pueblo necesite cada día menos de gastos y ayudas federales, que no dependen ni de nuestro esfuerzo ni de nuestra voluntad”. Al año siguiente, en su discurso a la Asamblea Legislativa del 14 de marzo de 1951, Muñoz hace un recuento de los logros obtenidos a diez años de la victoria. Entre los logros y objetivos para el futuro, atiende un asunto crucial para el porvenir del urbanismo. Se trata de la tasación científica de las propiedades, es decir, la necesidad de modernizar el sistema de contribuciones de la propiedad para permitir que los puertorriqueños pagaran menos contribuciones por sus viviendas. De esta forma, el estado subsidiaría la construcción de viviendas. Ampliando la exención se garantizaba que más familias pudiesen adquirir hogares seguros. Esta medida, y las enmiendas subsecuentes, potenciaron de forma exponencial la accesibilidad a vivienda de la población. ¿De qué tipo de viviendas se trataba?, de los hogares seguros que Long estaba poniendo en el mercado de forma masiva. Con la mejor intención, el gobierno estaba creando un incentivo


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crucial para el desarrollo de una tipología edificatoria de viviendas unifamiliares de urbanización en Puerto Rico. A pesar del conflicto, el síndrome Long iba afianzándose como una fórmula ganadora en el urbanismo isleño. El 3 de marzo de 1952 el pueblo puertorriqueño aprobó abrumadoramente el convenio de la Constitución del ELA. A partir de entonces fue enviada al Congreso en Washington para su aprobación. Tras la contundente victoria, Leonard D. Long se aplacó en el escenario local y en abril confesó que ...el gobierno de la isla no se presta a robo o soborno. Dice que aunque se le ha tratado mal nunca se le pidió dinero directa o indirectamente por funcionarios... Una cosa debo decir en justicia al buen nombre de los puertorriqueños: Exigen que no se robe en el gobierno y esa exigencia se cumple. Ningún funcionario gubernamental me ha pedido nunca ‘cojioquería’, ni ha sugerido que necesita “cash”, o en cualquier otra forma ha intentado darme una “mordida”... (El Mundo, 14 de abril de 1952).

EL SERENO BUEN VIVIR Mientras tanto, el proceso de suburbanización avanzaba irremediablemente. Muñoz demostró, sin lugar a dudas, su preocupación respecto a la forma que iban adoptando las urbanizaciones desparramadas en su tercer mensaje a la Asamblea Legislativa, leído el 20 de marzo de 1952. Con cierta melancolía, advierte los peligros del consumo desmedido que comenzaba a organizar las vidas de los puertorriqueños, quienes iban conformando la clase media que él mismo estaba potenciando. Las viejas fincas de caña iban dejando vacantes las tierras planas y se hacían fértiles, apetecibles y disponibles para la construcción. En su discurso hace un llamado a entender los objetivos de la cumbre de la jalda. Comienza por desmaterializar los objetivos, o al menos a definirlos como modestos, adecuados a la realidad isleña. Prioriza la producción en vez del consumo, algo muy difícil de predicar en un pueblo ávido por consumir. No es que haya dos tiendas donde antes había una, repartiéndose el mismo volumen de ventas; es que haya dos fábricas donde antes había


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una, duplicando el volumen de riqueza y trabajo disponible para la vida del pueblo. No es que uno le compre una finca de caña a otro, y siga produciendo la misma caña, y el otro se compre con el precio de la finca un automóvil o se mande a hacer una vivienda de lujo. Es que se haga producir más la misma tierra, para bien de su dueño, de quienes la trabajan y del gran esfuerzo de todo Puerto Rico. (20 de marzo de 1952)

Aboga por depender menos de las transferencias federales que en ese año no sumaron a más de 17 millones de dólares. Veo en la cumbre un pueblo albergado en viviendas, muy pocas de extremo lujo, ninguna de arrabal o de choza destartalada. Veo la oportunidad de trabajo honroso, a remuneración modesta pero adecuada a un sereno buen vivir... Según Puerto Rico crece en sus ciudades y se disminuyen los campos, ¡que la preservación del básico buen saber sea uno de los grandes logros de la urbanización en vez de ser una de sus primeras víctimas! (20 de marzo de 1952; énfasis nuestro)

WASHINGTON, ESCENARIO DE LUCHA Después de tener que aceptar que los intentos de comprar al gobierno fueron infructuosos, la lucha de Long se trasladó fundamentalmente a Washignton. Allí utilizó al senador Olin Johnston como portavoz de las voces reticentes a ofrecer a Puerto Rico el gobierno autonómico. El 5 de mayo de 1952 el periódico El Mundo publica en su editorial lo siguiente: Urge por lo tanto que el Congreso apruebe el proyecto de Constitución cuanto antes. Esa aprobación, hasta ahora, sólo ha encontrado un obstáculo. Un sólo senador de los EU, el señor O. Johnston, por las particularidades de los trámites de los asuntos del Senado, para tener en sus manos el poder de asfixia… Con frecuencia se ha señalado su amistad con el señor Leonard D. Long, que es de su mismo estado y quien ha tenido discrepancias con el gobierno de Puerto Rico. Repetidamente se ha achacado directa o indirectamente, al señor Long, las dificultades encontradas por el proyecto de la constitución. Sin embargo no parece que sea el mejor interés del señor Long el aparecer como opositor a la voluntad del país en el que él realiza voluminosos negocios….


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Jesús T. Pinero, [...] ha sido franco y limpio en confesar que él creía personalmente que las actividades de Long tenían derecho a exención contributiva, pero que él no había hecho promesa alguna en su carácter oficial de gobernador. Creemos que el señor Piñero debiera ser el primero en asumir la iniciativa para que las discrepancias del señor Long y las actitudes de su amigo el señor Johnston no figuren en la historia puertorriqueña en el papel que se les ha atribuido en estos momentos. ¿No lo cree así don Jesús?

En el mismo cartapacio, en la Fundación Luis Muñoz Marín, aparece un cablegrama del Procurador General, Víctor Gutiérrez Franqui, al Comisionado Residente en Washington, Fernós Isern, con la versión en inglés de dicho editorial.

UNA MUERTE REPENTINA Muñoz prevaleció y la Constitución fue aprobada en el verano de 1952. En noviembre revalida su mandato en las elecciones locales. La celebración oficial de la victoria se llevó a cabo en la plaza pública de Río Piedras, ahora parte del municipio de San Juan. Jesús T. Piñero, antiguo correligionario, no asistió a la actividad que se celebró el 16 de noviembre. Murió repentinamente en su casa de Canóvanas dos días después, en la madrugada del 18 de noviembre. A partir de entonces, las empresas Long, aunque activas, van palideciendo y pierden protagonismo en la escena puertorriqueña.

LA ACELERACIÓN DEL CAMBIO El affair Muñoz-Long perdía relevancia a medida que el síndrome Long se consolidaba. Muñoz presagiaba las nuevas precariedades del nuevo Puerto Rico que él mismo estaba construyendo. En la inauguración de su segundo término como gobernador, el 2 de enero de 1953, esta vez con amargura a pesar de su victoria, Muñoz hizo patente como nunca antes su preocupación por la aceleración del cambio. El mundo rural y campesino comenzaba a desvanecerse, demasiado pronto, frente al avance arrollador de una nueva sociedad urbanizada que amenazaba con trastornar los valores que él


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entendía bien. ¿Cómo adaptar el buen saber del campo a la nueva realidad? Esa némesis le acompañó para el resto de sus días. Algo de lo dicho sobre el ideal económico colinda con los temas del ideal cultural. Nos industrializamos, ¿para qué? Ensanchamos y mejoramos el uso de la tierra, ¿para qué? Adquirimos oficios, técnicas, profesiones, ¿para qué? Nos libertamos de la pobreza, ¿para qué? Hacemos en el curso de nuestra expansión económica, crecer las ciudades y disminuir los campos, ¿para qué? ...Estamos inexorablemente disminuyendo el campo y agrandando las ciudades, en el tránsito, necesario a nuestra supervivencia, de una economía agrícola a una economía industrial. No se puede preservar la manera rural en la vida urbana, pero será noble el esfuerzo… Veo éste como un objetivo digno en nuestro ideal cultural.

Poco más de un mes después, en su mensaje a la Legislatura del 26 de febrero de 1953, Muñoz reitera su visión, aún bipolar, de un Puerto Rico rural-urbano en donde comienzan a borrarse las fronteras entre ambos mundos. ¿Cómo hacer que ambos mundos se comuniquen y se influencien mutuamente? Apuesta por la educación como la mejor inversión que puede hacer el país. Deja ver sus miedos acerca de las nuevas realidades que enfrenta el país. La educación, claro está, es más que la escuela... En la ciudad, si se descuida, produce más error en valores humanos aunque menos en conocimiento; en el campo, más acierto en relación humana, más error en conocimiento. Tiene su buena calidad de vida en nuestras ciudades. Y no hemos de pretender que ciertas características inevitables de la urbe moderna puedan de milagro evadirse por completo en Puerto Rico. No podemos resignarnos, sin embargo, a que un pueblo creador como el nuestro se le escapen maneras de aprender a no repetir en toda su magnitud histórica los males que en el pasado acompañaron al industrialismo, al crecimiento de las ciudades.

Muñoz se refería a las nuevas realidades urbanas y sus males, pero se refugiaba en un imaginario rural que se iba diluyendo a medida que el país se transformaba en urbano. Vinculaba los males con el hacinamiento y las extremas condiciones de pobreza en los crecientes arrabales. El problema de los arrabales y la falta de vivienda para las familias pobres estaban muy presentes en la mente del gobierno.


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Los paliativos, siempre vistos por Muñoz como estrictamente temporeros, fueron los caseríos o residenciales públicos. Para ello contaba con el apoyo de fondos del gobierno federal que, paradójicamente, él quería minimizar. En Estados Unidos la clase media emigraba en masa de los centros urbanos hacia los suburbios, y los centros deteriorados se convertían en guetos. Las políticas de vivienda pública y de renovación urbana para los centros deteriorados de las ciudades americanas se adaptaban medianamente mal a Puerto Rico. Siguiendo las políticas en boga, se construyeron enormes caseríos, sobre todo en el área metropolitana de San Juan. Pero pronto su localización, cercana a las nuevas urbanizaciones privadas, trajo serios problemas. Se acrecentaban los conflictos que acompañan la segregación social del espacio. En 1954, una niña de la urbanización Dos Pinos en Río Piedras escribe una carta a Muñoz en la que lo acusa de haber cometido un error al construir un caserío adyacente a su urbanización. Según la niña, los vecinos del caserío no saben comportarse, son irrespetuosos y se apropian de lo ajeno. Muñoz le contesta una extensa carta en donde manifiesta su visión de un Puerto Rico armónico y solidario, que descansaba en la educación como el mejor paliativo para armonizar los conflictos. Muñoz reitera, en esa carta, su política de ubicar la vivienda pública en lugares accesibles y de no estimular con ello la segregación. Precisamente la proximidad del Caserío a la Urbanización Dos Pinos, donde viven maestros, funcionarios públicos, personas que han tenido ventajas de la educación, podría servir para mejorar el entendimiento de los que en el Caserío no lo tengan claro, en vez de para ahondar un sentido de separación entre criaturas de Dios por razones de diferencia en oportunidad económica que generalmente conlleva diferencia en medios para educación. (25 de mayo de 1954)

UN TRIUNFO LEGAL PARA LONG En septiembre de 1954 Long obtuvo un triunfo, aunque tardío, sobre Muñoz. El tribunal federal en Puerto Rico declaró no-culpables a Long y a Carpenter por los cargos de corrupción. Long apro-


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vechó para decir que no odiaba a Muñoz; aún tenía pendiente el pago de su contribución. El barón de los negocios prefirió mantener un perfil bajo a pesar de la creciente competencia de otras compañías constructoras. Las Empresas Fullana habían adquirido notoriedad y construían urbanizaciones en toda la isla. También lograron contratos con el Pentágono para construir nuevas viviendas en la base Ramey en Aguadilla. Las circunstancias habían cambiado para Long; ahora era él quien se quejaba de discrimen viendo que inclusive el Pentágono favorecía a las empresas locales. Por su parte la empresa IBEC, de Rockefeller, construía urbanizaciones y supermercados, se inauguraban drive-ins y nuevas carreteras, signos inequívocos del Puerto Rico suburbano, en el cual Muñoz se sentía incómodo. Long seguía haciendo negocios en Puerto Rico a pesar de no haber pagado aún su deuda contributiva. A partir del segundo cuatrienio de Muñoz la fórmula ganadora de Long estimuló el surgimiento de numerosos desarrolladores locales que abonaban, aunque en menor escala, al crecimiento y propagación de las urbanizaciones en toda la isla. La prensa está llena de anuncios de nuevas urbanizaciones privadas que vendían su porción de sueños al creciente mercado de clase media que se agolpaba, sobre todo, en el área de San Juan.

LA PLANIFICACIÓN URBANA Y EL PROPÓSITO DE PUERTO RICO A partir del segundo cuatrienio, uno tras otro de los discursos de Muñoz evidencian su disgusto por lo que acontecía en materia de urbanismo. A medida que la situación se hacía más compleja, anunciaba medidas que el gobierno adoptaba para intentar manejar las nuevas circunstancias. En Arecibo, el 10 de septiembre de 1954, inaugura el primer organismo de planificación municipal. La extrema centralización concebida por Tugwell en 1942 había probado su ineficacia. Con su poético saber de explicar sencillamente los asuntos más complejos, Muñoz aboga por la descentralización en la toma de decisiones sobre la ordenación territorial. Esas competencias tardaron varias décadas en plantearse legalmente (Ley de Municipios Autónomos de 1992) a los municipios, y aún hoy la autonomía municipal en materia de planificación no se ha puesto en práctica en su totalidad.


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La planificación busca darle método, precisión, orden, al uso de la inteligencia aplicada, a buscarle soluciones a los problemas del pueblo. La planificación fortalece el hábito democrático, por intercambio de ideas, datos, enfoques entre los ciudadanos y su gobierno. La planificación ayuda a informar la conciencia de los que tienen que tomar decisiones de interés público. Hay que decidir qué va antes y qué va después. (10 de septiembre de 1954)

Los cambios acelerados en los hábitos de consumo de una sociedad que añoraba sin necesidades extremas, pero sin lujos innecesarios, le hacían insistir en las bondades de la buena civilización, asentada en valores que no eran otra cosa que la moderación y la serenidad. En la falta de valores se habría desvirtuado la trivial motivación de imitarse los vecinos unos a otros en cuanto a posesiones sin gran significado. Mientras esta motivación no sea hondamente sustituida por otra de más originalidad, de mejor semejanza, a la parte creadora del espíritu del hombre, no tendremos plenamente lo que a buena conciencia podemos llamar buena civilización... El ritmo de desarrollo no es sencillamente, ni siempre, que los lujos de ayer se conviertan en las necesidades de hoy ni los lujos de hoy en las necesidades de mañana.

A medida que va envejeciendo en el poder, crece en Muñoz un hondo pesar por la imagen del futuro. Es un futuro que comienza a ser radicalmente diferente al futuro que había pensado tan sólo pocos años antes. Puerto Rico ha alcanzado sus más altas tasas de crecimiento económico. A partir de ese periodo los temas de planificación y urbanismo, en sus discursos, se ven más influenciados por los datos que le proveen los técnicos e incluyen listas de logros de proyectos de infraestructura que van homogeneizando al país y haciendo las diferencias entre el campo y la ciudad cada vez más sutiles. Ese era precisamente uno de los grandes objetivos de sus programas de gobierno; pero al irlo logrando el asunto se tornaba más complejo. No se trataba ya solamente del desarrollo en sí mismo. Se advierte un nuevo giro en las actitudes del gobernador. El 19 de enero de 1960, comenzando su último cuatrienio como gobernador, Muñoz declara ante la Asamblea Legislativa que “el


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desarrollo económico no es un fin en sí mismo, sino la base para una buena civilización”. En la década que ahora comienza propongo que le demos especial atención a qué clase de civilización, qué clase de cultura, qué manera honda y buena de vida quiere el pueblo de Puerto Rico hacerse sobre la base de su creciente prosperidad económica. La buena civilización, me parece a mí, es aquella que satisface ciertas necesidades y comodidades fundamentales para todos, continúa trabajando enérgicamente en crear mayor riqueza, pero la canaliza hacia valores más hondos, hacia satisfacciones más significativas y duraderas que la mera posesión y consumo de mercancías.

Pero aún el déficit de vivienda urbana en el país era enorme. En 1950 la proporción de viviendas inadecuadas en las zonas urbanas rondaba el 52%. A pesar de los esfuerzos realizados en la construcción de vivienda pública, en 1960 la misma proporción seguía intolerablemente alta con cerca de un 40% de las viviendas. Los estilos de construcción en el sector privado de vivienda seguían invariablemente la fórmula Long. La clase media, aún en ascenso, exigía su sueño de casa propia en urbanizaciones. Mientras tanto, los pobres se tenían que conformar con los residenciales públicos. La Junta de Planificación y las agencias de vivienda seguían las normas establecidas por las políticas públicas que asignaban los fondos federales. Las agencias gubernamentales, sobre todo la Junta de Planificación, comenzaban a dar indicios de su incapacidad para proponer alternativas. El año siguiente, de nuevo ante la Asamblea Legislativa, Muñoz vuelve a proponer una medida que estimularía la construcción de vivienda en el sector privado. Esa medida sigue vigente aún hoy. Es objetivo de este gobierno, como parte de su política pública de facilitarles a las familias los medios de adquirir y retener sus propios hogares, el eliminar en los próximos dos años la contribución sobre los primeros $15,000 del valor tasado de las viviendas ocupadas por sus propios dueños.

La mayoría de las viviendas de urbanización se construían en la periferia de San Juan, que no paraba de crecer y ha seguido crecien-


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do hasta el presente. El Área Metropolitana de San Juan se expandía sin control, sin transportes colectivos adecuados y sin que se hubiese implantado el plan regional de 1956, que fue el primer plan de ordenación hecho durante el siglo XX. El gobierno comenzó a tomar medidas ante los dolores de crecimiento aunque de manera tardía e insuficiente. El síndrome Long había infectado el país de manera irreversible. En su mensaje a la Legislatura de 1962 Muñoz incluye, por primera vez en sus discursos, un renglón denominado: problemas de crecimiento urbano. …El progreso en la manufactura ha continuado con una tendencia hacia la concentración en el área metropolitana de San Juan a pesar de las medidas en vigor para proveer incentivos a las industrias que se establezcan en otros puntos de la Isla. Además de ser indeseable para un crecimiento balanceado en todo Puerto Rico, esto agrava los problemas que usualmente acompañan a una gran concentración poblacional en las zonas metropolitanas, además de propiciar la especulación de los terrenos que debido a estas condiciones aumentan en valor día a día. Para bregar con los problemas creados por el desarrollo extraordinario del área metropolitana de San Juan hemos tenido que hacer una evaluación de ese crecimiento que requirió detener la aprobación de proyectos preliminares para la urbanización de terrenos sometidos a la consideración de la Junta de Planificación. De no haberlo hecho así se le hubiera causado grave perjuicio a los muchos miles de familias que ya han adquirido hogares en el área metropolitana y a miles más que han de adquirirlos en el futuro, además de causarles serios perjuicios a todos los habitantes del área. Esperamos que en breve la Junta pueda adoptar medidas que ayuden al encauzamiento de ese crecimiento manteniendo los altos niveles de la industria de la construcción que tanto ha contribuido al auge económico de nuestro país.

Ese mensaje fue el preámbulo para anunciar, en abril de ese año, la creación de la Corporación de Terrenos de Puerto Rico. Ante la especulación de terrenos, que se había generalizado, Muñoz recurrió a una medida que recuerda la ley de los 500 acres pensada en los comienzos de su gestión. La inflación en el precio de los terrenos en San Juan, en otras zonas urbanas y en algunas otras partes del país constituye un grave pro-


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blema para las familias de escasos y moderados recursos, para la industrialización, para el desarrollo de obras públicas, para el ordenado crecimiento de ciudades y pueblos. Este problema nos reta a buscarle solución. …si los terrenos disponibles, además de ser escasos, están sujetos a la retención deliberada de sus propietarios para fines especulativos, es evidente la necesidad de imperativa acción social encaminada a corregir tan peligrosa inflación. Baste decir que durante los últimos años el precio de terrenos en el área metropolitana de San Juan, por ejemplo, ha aumentado hasta en un 30% al año: se duplica prácticamente el precio en tres años. Para encarar este problema se han explorado diversos medios: medidas contributivas, control de precios, control del uso de los terrenos, y compra de terrenos. Me limito hoy, por creer que puede ser suficiente para lograr los fines deseables, a esta última medida: la adquisición de terrenos; y para instrumentarla es que recomiendo la creación de la Corporación de Terrenos de Puerto Rico...

Muñoz enumera los objetivos de la Corporación: La Corporación que recomiendo adquiriría tierras mediante compra en el mercado normal o a través de expropiación, y podría retenerlas, venderlas o arrendarlas... El ahorro a las familias, los atractivos al establecimiento de industrias nuevas, los beneficios en el desarrollo ordenado de las ciudades, serán de dimensión incalculable.

Esta fue su última gran gestión como gobernador relacionada con el control del urbanismo desparramado que había visto proliferar ante sus propios ojos. Aunque no había transcurrido mucho tiempo, lejos parecían ya los proyectos del barón de los negocios, su antiguo contrincante. El proyecto de Long, que en su momento se anunciaba como la urbanización más grande del mundo, parecía empequeñecido ante las nuevas circunstancias. Baste decir que en 1940 el área construida de lo que para entonces difícilmente podía llamarse área metropolitana de San Juan era de cerca de 6,000 cuerdas. En 1950, al comienzo de su gobernación, el área construida alcanzaba unas 10,000 cuerdas y al final de su mandato había crecido desparramadamente y alcanzaba cerca de 22,000 cuerdas. El viejo contrincante de Muñoz, el iniciador del proceso de suburbanización en Puerto Nuevo, aparentemente se marchó del país a


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finales de la década del cincuenta. Aún no está claro si llegó a pagar su deuda contributiva. Una deuda que costó muy cara al país. En un escueto reportaje, el periódico El Mundo reseñó la muerte de Leonard Darligton Long. Murió en Charleston, Carolina del Sur, el domingo 20 de diciembre de 1970. Muñoz le sobrevivió por una década. El príncipe de los campesinos le ganó a Long la batalla en el Congreso; pero a largo plazo perdió la guerra contra el barón de los negocios. El último mensaje de Muñoz a la Legislatura como gobernador fue el día 11 de febrero de 1964. El tema principal está centrado en su mayor preocupación; en el discurso acuña una de sus frases célebres: “Tenemos que señalarnos lo que debo llamar con letra mayúscula el PROPÓSITO DE PUERTO RICO y determinarnos a realizarlo”. El gobernador, que comenzó su gestión en un Puerto Rico rural, ya no se dirigía a los campesinos en quienes se apoyó siempre. En su último mensaje a la Legislatura tenía ante sí un país totalmente transformado en sólo 16 años. Queremos ciudades vivibles, no gigantescos almacenes de gente. Queremos ciudades que sean hogares de convivencia y no meros mecanismos de producción y comercio durante el día y meros dormitorios durante la noche. De los planos reguladores que está haciendo ahora la Junta de Planificación debemos derivar lo más aproximadamente posible la ciudad que le sirva al espíritu de Puerto Rico… Nuestra legislación y planificación deben encaminarse a estimular diversidad y descentralización... ...No queremos convertir a nuestro país en una enorme ciudad de piedra con algunas manchas verdes de parques y de sembrados, ni en una jungla de hormigón... (énfasis nuestro)

Estas palabras de Muñoz, en las que se percibe un tono melancólico, otearon el horizonte, a la vez que parecen una reafirmación de la posibilidad de un futuro para el que se habían sentado las bases incorrectas. En la víspera de las elecciones de 1964, en las cuales ya no era candidato, su mensaje radial terminó con las siguientes palabras: “Pronto estaré otra vez con ustedes en los pueblos y en los campos, y en las urbanizaciones y en las ciudades. ¡Libértenme hacia mi retorno a ustedes con sus votos buenos, generosos y arrolladores!”


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REFERENCIAS Baxandall, Rosalyn y Elizabeth Ewen. Picture Windows. How the Suburbs Happened. New York: Basic Books, 2000. “Diálogo con Roberto Sánchez Vilella”. Cinta #4. Fundación LMM, San Juan, PR. 1965. Editorial. El Mundo 5 de mayo de 1952. Sección V LMM, Gob. PR, Serie 1, Correspondencia General, cartapacio 288, Doc. 1. Fundación LMM, San Juan, PR. El Mundo 28 de junio de 1948; 2 de enero de 1949; 23 de noviembre de 1949; “Piñero trae plan para 4,928 casas”, 21 de marzo de 1950; “La mayoría anexionista fue de 1,309”, 5 de junio de 1951; 15 de septiembre de 1951; 18 de septiembre de 1951; 21 de noviembre de 1951; 10 de diciembre de 1951; 21 de febrero de 1952; 14 de abril de 1952. Muñoz Marín, Luis. Borrador carta confidencial a Harry S Truman. Sin fecha. Fundación LMM, San Juan, PR. . Carta a James P. Davis. 6 de junio de 1949. Fundación LMM, San Juan, PR. . Carta. 25 de mayo de 1954. Fundación LMM, San Juan, PR. . Discurso en Río Piedras. 1ro. de junio de 1951. Fundación LMM, San Juan, PR. . Discurso inaugural. 2 de enero de 1953. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 23 de febrero de 1950. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 20 de marzo de 1952. Fundación Luis Muñoz Marín, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 26 de febrero de 1953. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 7 de marzo de 1956. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 19 de enero de 1960. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 12 de enero de 1961. Fundación LMM, San Juan, PR.


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. Mensaje a la Asamblea Legislativa. 6 de febrero de 1962. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. Abril de 1962. Fundación LMM, San Juan, PR. . Mensaje a la Asamblea Legislativa. 11 de febrero de 1964. Fundación LMM, San Juan, PR. . Nota manuscrita. 18 de agosto de 1950. Fundación LMM, San Juan, PR. . Seminario de Planificación. 27 de octubre de 1958. Fundación LMM, San Juan, PR. Piñero, Jesús T. Carta a Juan Rodríguez de Jesús. 28 de diciembre de 1948. Archivo General de Puerto Rico. Fondo: Oficina Gobernador, Tarea: 96-20, Caja 995. Thale, Jack. The Miami Herald 26 de septiembre de 1951.


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n 1960, justo concluyendo la década cuando Puerto Rico experimentaba las más altas tasas de crecimiento económico en América Latina, y entre las primeras a nivel global mundial, década cuando el país recibía numerosos visitantes del “subdesarrollo” a través del “Programa del Punto Cuarto”, ávidos de aprender nuestras lecciones de progreso y desarrollo institucional, y mientras –en plena “Guerra Fría”– expresiones y “estudios” publicitaban sus logros como “la mejor respuesta estadounidense al comunismo”1, “un americano intranquilo”2, Richard Morse, hamaqueó el ambiente intelectual de celebración publicando en la Revista de Ciencias Sociales de la UPR un ensayo titulado “La transformación ilusoria de Puerto Rico”. En éste, más que cuestionar cifras u otras evidencias de los reclamos de la supuesta ejemplaridad de lo que comenzó a denominarse la “industrialización por invitación” del “modelo puertorriqueño de desarrollo”, Morse analizaba y rebatía los supuestos sobre los cuales se asentaba la argumentación. En las décadas postguerra, de los años cincuenta y sesenta principalmente, los estudios sobre “el Desarrollo” ejercieron una clara hegemonía temática en las Ciencias Sociales sobre América Latina y muchas otras regiones del Tercer Mundo. La vertiginosa transferencia de la industria bélica a la producción industrial masiva para el consumo, en la única de las potencias industriales que no fue devastada por la Segunda Guerra, generó, en la economía de postguerra estadounidense, una necesidad de exportación de capitales indus315


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triales para evitar una sobresaturación de producción interna. La modernidad de los países llamados “periféricos” vino a identificarse crecientemente con su participación en la industrialización o el desarrollo. El análisis del cambio social y cultural experimentó en dicha literatura unos complejos intercambios conceptuales, entre modernidad y progreso, que se habían ido gestando en “occidente” desde el Iluminismo. La mayor parte de esta nueva literatura, redefiniendo los trabajos ya “clásicos” de Max Weber sobre la relación entre capitalismo y protestantismo, se basaban en la premisa de que los procesos de modernización requieren de unos patrones culturales que predisponen al cambio y la racionalidad. Atravesados de lo que podría denominarse “una falacia de determinismo retrospectivo” (lo que pasó, pasó, porque si no, no estuviera pasando lo que pasa), la cultura anglosajona del país iniciador de la Revolución Industrial, Inglaterra, y del que lo sustituyó tras la Segunda Guerra en el liderato industrial, los Estados Unidos, se planteó como modelo valorativo a seguir: como la cultura para el desarrollo, o la única vía posible de estos tiempos hacia la modernidad. La distinción dicotómica entre “valores hispanos” y “valores anglosajones”, de largo abolengo histórico en los debates intelectuales en América Latina, colocaba, en la literatura desarrollista, los anhelos modernos latinoamericanos de la postguerra en una encrucijada de perplejidades. ¿Cómo romper el cerco de un subdesarrollo que se auto-reproducía por la propia identidad cultural, por su hispanismo supuestamente arcaizante? La modernización desarrollista del único país latinoamericano bajo la órbita político-económica directa de los Estados Unidos se presentó entonces, en una dimensión de “hibridez” cultural, como laboratorio ejemplarizante. De hecho, casi cuarenta años antes de que el antropólogo y crítico cultural Néstor García Canclini (1995) empezara a popularizar para el análisis social el concepto biológico de la hibridez (con referencia, en su caso, a las culturas que se incorporan parcial y ambivalentemente a la modernidad), la metáfora había comenzado a utilizarse, por primera vez con connotaciones positivas, para el análisis del desarrollo modernizante puertorriqueño3. La supuesta tensión bicultural de la sociedad puertorriqueña era tema predilecto de las


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emergentes Ciencias Sociales en y sobre Puerto Rico, en los años cuando Morse analizó su “transformación ilusoria”. Morse explícitamente señala que no dedicará su artículo a los problemas conceptuales de la transferencia al ámbito de lo social de la analogía biológica de la hibridez, sino a cuestionar, a través de la experiencia histórica, la supuesta dicotomía de las “especies-madre”: lo anglosajón como lo modernizante versus el supuesto tradicionalismo hispánico. La formación cultural, en su visión, requería una consideración temporal mucho más amplia que la década de crecimiento industrial que precedía su escrito. En la biografía de su formación cultural, la historia de Puerto Rico, durante los siglos de dominación colonial española, exhibía, según su análisis, unos procederes culturales marcadamente distintos –en ocasiones, incluso opuestos– a “las características más señaladas de la vida española” (Morse, “La transformación ilusoria...” 361), como su cultura urbana dominante, su ceremonial burocrático, su sentido penetrante de jerarquías, la prepotencia de la Iglesia y, añadiría yo de mis investigaciones posteriores (Vírgenes, magos y escapularios...), la estimación del sufrimiento como forjador del carácter de su religiosidad. Añado este elemento que me parece sumamente ilustrativo, siguiendo precisamente las recomendaciones posteriores de Morse a la ciencia social latinoamericana de sus contemporáneos: “escuchar los mensajes de la literatura (ampliándolo, en general, al arte) y consultando las prácticas populares” (New World Soundings... 95-130 y 147). Pues, dice tanto de la cultura el hecho de que mientras la iconografía religiosa española enfatizaba el gesto doloroso o sobrio, los santos tallados puertorriqueños “nunca ensalzan el martirio, ni dirigen la mirada al cielo en señal de obediencia pasiva” (Curbelo 181) sino, frecuentemente sonrientes, expresan un “tono festivo, y ocasionalmente irreverente” (162) con su mirada dirigida siempre al espectador mundano. Con fina ironía respecto a la analogía biológica, Morse afirma que la cultura hispánica en la historia puertorriqueña no podía caracterizarse como “tronco” de su cultura “tradicional”; “era más una enredadera que un árbol, señala, contextura y no estructura” (“La transformación ilusoria...” 364), por lo que resulta erróneo concebir al Puerto Rico colonial como “una esquina tropical de la vieja Castilla” (366). En lugar de visualizar a la sociedad puertorriqueña como re-


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sultado de entrecruces de procesos ajenos, como cultura hispana hibridizada por lo anglosajón, Morse postula la importancia del estudio histórico específico de su trayectoria particular; “cobran importancia entonces el tiempo, el lugar y la lógica interna de instituciones particulares y actitudes culturales” (366), lo que no invalida el hecho, aclara, de que su trayectoria en considerable medida responda a la constante violencia sufrida desde las potencias marítimas mayores del mundo. Por otro lado, la segunda “especie-madre” en el análisis del vigor híbrido del “desarrollismo” puertorriqueño de la década del 1950, la cultura norteamericana, tampoco podría representarse como “unitaria”, argumenta Morse. Toda cultura exhibe en su historia complejidades y contradicciones4. Al igual que la historia ibérica evidencia muchos momentos de modernización5, la cultura estadounidense encierra también fuertes tendencias conservadoras. Y habría que examinar, con más cautela, cuáles de sus elementos podrían haberse “hibridizado” en Puerto Rico, y el significado adquirido en el contexto de su proceso de “hibridación”. Es significativo, por ejemplo, que en el abarcador estudio antropológico del país dirigido por Julian Steward (The People of Puerto Rico...) al cual Morse rerefiere con respeto (“the only team of American social scientists to have contributed significantly to our knowledge of the island” [“The Sociology of San Juan...” 54]) sea la subcultura de las prominentes familias de Miramar la que aparezca como la más americanizada y, a su vez, como la más conservadora en términos políticos y sociales. A nivel popular, las inhibiciones emocionales, a las cuales hacen referencia numerosos estudios que se llevaban a cabo sobre lo que hoy llamaríamos “relaciones de género”, y que entonces se denominaban “patrones de noviazgo, fecundidad y familia” (e.g. Hill, Back y Stycos; Hill; Rosario), podrían nutrir, más que un ethos de racionalidad como presentaban los “Development Studies”, patrones esquizofrénicos en una cultura caracterizada por la expresividad; patrones sólo “canalizables” por un tipo de religiosidad poco asociada a la “modernidad”, como encontraron varios estudios sobre el espiritismo, cuyos primeros hallazgos Morse menciona en “La transformación ilusoria...”, y que aparecieron como publicaciones propias poco después (e.g. Rogler y Hollingshead; Koss).


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Para un lector del siglo XXI, “La transformación ilusoria...” le producirá, seguramente, lo que en inglés denominan “sentimientos mixtos”. Ante la fuerte tendencia dominante entonces de forzar la realidad social a categorías analíticas de algún esquema conceptual preconcebido (como la aplicación mecánica de las “teorías del desarrollo”), Morse antepone la complejidad (contradicciones e incongruencias, incluidas) de la historia cultural. Sin embargo, las investigaciones de sociología histórica en Puerto Rico eran entonces todavía pocas y limitadas. Sus críticas agudas y comentarios sugerentes debían estimular su desarrollo, como más adelante discutiremos que propició, de hecho, el giro que Morse ayudó a imprimir a los estudios caribeños en el país y el clima intelectual que fomentó. Pero numerosas hipótesis y señalamientos históricos de su artículo han quedado ya muy superados por un notable enriquecimiento de la investigación histórica en Puerto Rico en las cuatro décadas subsiguientes. Más que por los procesos que analiza y la información que incorpora, “La transformación ilusoria...” es importante en la historia intelectual puertorriqueña y latinoamericana por su manera de reformular las preguntas. ¿De cuáles transformaciones hablamos en la consideración de la modernización? ¿Cuál teleología valorativa subyace la interpretación del desarrollismo en América Latina como una “superación” por valores anglos de valores (tradicionalistas) hispánicos? ¿Por qué centrar la mira en el desarrollo (unilineal, para colmo), en lugar de en la vida, necesariamente heterogénea y múltiple? Con tono evidentemente provocador, por su (soslayado) desdén ante los grandes poderes, grandes sucesos o grandes personajes u obras de una Historia (con mayúsculas), sin explicitar base teórica alguna que no fuera el profundo humanismo del valor de la relación social por sí misma, de la convivencia histórica (en minúscula, y por ende, comúnmente desordenada), Morse concluye su primer escrito abarcador sobre Puerto Rico6 redefiniendo su ejemplaridad. Más que en aquella supuesta hibridación de las grandes culturas enfrentadas, la ejemplaridad puertorriqueña se encuentra, argumenta, en patrones relacionales absolutamente ajenos a la hibridación y a sus especies-madres: “Sus rasgos subyacentes de cordialidad, generosidad, buen humor y tolerancia –aunque no sean de los que hacen imperios o producen Shakespeares– son cualida-


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des que necesitan enormemente sus contrapartidas en la comunidad mundial” (375). En la manera de redefinir y afrontar las preguntas, “La transformación ilusoria…” adelantó muchos de los temas principales que habrían de abordar sus trabajos posteriores (algunos de los cuales había comenzado a desarrollar en su obra principal antes de vivir en Puerto Rico, De Comunidade a metrópole: biografia de São Paulo, 1954). Sin pretender evaluar la totalidad de sus escritos, pues este ensayo se concentra en la presencia de su obra en Puerto Rico, entre los muchos temas que el aludido artículo adelanta, quisiera destacar, sobre todo, dos. En primer lugar, su propósito central, según hemos ido examinando: transferir el foco de preocupación principal del desarrollo a la cultura. En la introducción a su libro más discutido y polémico, El espejo de Próspero, expresa su intención de examinar y mostrar las lecciones de Iberoamérica a Norteamérica, “no como estudio de caso de desarrollo frustrado, sino como la vivencia de una opción cultural” (7-8). La segunda aportación de “La transformación ilusoria…” que seguirá Morse elaborando en su obra posterior y que, a mi juicio, merecería destacarse de manera especial, remite a la propia praxis intelectual, a las maneras de abordar, de mirar, de detenerse ante lo social-humano. Frente a simplificadores arquetipos de cierta sociología más interesada en afrontar conceptos que en entender procesos, Morse aboga, como adelantamos, por el carácter aleccionador de la complejidad de la historia. Pero tampoco de cualquier historia. Sugiere transferir la mirada de una dominación sistémica “racional” –fuera, por ejemplo, añadiría yo, tanto el entramado (Parsonsiano) del estructural-funcionalismo conservador, como “la lógica del capital” (Althusser-iana) que se popularizaba entre intelectuales de declaradas intenciones “críticas”–, a la des-ordenada vitalidad de la convivencia cotidiana. En palabras del mejor estudioso de su obra, especialista en Brasil y de origen puertorriqueño, Dain Borges: “he encourages historians to look beyond the realm of rationalized systemic domination… to the popular realm of ‘disorder’ that can be rich in ideological messages” (3). Este tipo de aporte (a-metodológicamente) metodológico conforma los argumentos básicos de su segundo escrito importante sobre


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Puerto Rico: “The Sociology of San Juan: An Exegesis of Urban Mythology” (1965). Se trata de una reseña (“review article”) devastadora del estudio de los sociólogos Caplow et al., The Urban Ambience, a Study of San Juan, Puerto Rico (1964). Aparte de los numerosos errores en los datos presentados, y de las inconsistencias e incongruencias internas de sus argumentos, que Morse les señala a los autores con humor, ironía y sin piedad, las críticas metodológicas centrales podrían agruparse básicamente en dos asuntos. Veamos la primera. Caplow y demás colaboradores, interesados en comparaciones internacionales sobre los crecientes niveles de anomie en las urbes, “aplican” a los vecindarios sanjuaneros una escala de sociabilidad (“neighborhood interaction scale”) desarrollada en Minnesota, que jerarquiza distintas interacciones entre vecinos de acuerdo al nivel de intensidad de la relación que los distintos tipos de interacción supuestamente representan. El análisis impone –como universal– una escala valorativa, sin tomar en cuenta diferencias culturales nacionales, de clase y género. Así, por ejemplo, invitar a cenar a un vecino a la casa constituye la sociabilidad máxima, mientras saludarlo en la calle se considera un nivel medio-bajo en la escala, privilegiando la interacción privada sobre aquellas en la esfera pública. Como estudioso de las ciudades latinoamericanas, Morse bien conocía que en los barrios populares, de hogares con muy modesto equipamiento doméstico, la sociabilidad transcurría principalmente en la esfera pública: en las esquinas (intersecciones de calles) por ejemplo. O, como extraordinariamente demuestra el estudio del arquitecto Edwin Quiles recientemente publicado por la editorial de la Universidad de Puerto Rico (2009), en ese umbral entre la calle y la privacidad familiar que representa el balcón. Todo buen observador en aquella época podía fácilmente percibir que mucha de la sociabilidad barrial masculina transcurría en los cafetines que, sin embargo, eran poco frecuentados por las mujeres entonces. Para una escala que no tomara en cuenta las diferencias de género, como la de Caplow y sus colegas, podría aparecer en promedio como de importancia “intermedia” para encuentros interpersonales, lo que no era cierto para nadie: ni para hombres (cuando era mucha), ni para mujeres (que era poca). El valor mínimo en la escala de Caplow lo constituía no saber el nombre de los vecinos,


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pasando por alto –añado yo, pues no lo incluye Morse en su crítica– la generalización e importancia del uso de apodos en las barriadas populares del país; apreciación comunal respondiendo a un historial de interacción que generalmente dice más sobre una persona que el nombre con el cual lo bautizaron sus padres al nacer. ¿Cuántos sabrían el nombre “oficial” de aquel que en el barrio llamaban y conocían todos como “el colorao”? ¿O, incluso, de personajes muy importantes en el vecindario –y luego el país– como el gran bailador y tocador de bomba cangrejero “Bobó”, inmortalizado en numerosas canciones de Ismael Rivera?7 Con dicho instrumental analítico, tan atravesado de deficiencias, prejuicios y concepciones sencillamente erróneas, Caplow y sus colegas elaboran unos esquemas sociológicos complicadísimos de la red de interacciones en cada vecindario entrevistado, muy sofisticados en apariencia, pero que en realidad poco explicaban sobre la vida en San Juan, sobre su “ambiente urbano”. El epígrafe con el cual inicia Morse su reseña, lo resume de manera fantástica (tomado de Alicia en el país de las maravillas): The shop seemed to be full of all manner of curious things, but the oddest part of it was that whenever she looked hard at any shelf, to make out exactly what it had on it, that particular shelf was always quite empty; though the others round it were crowded as full as they could hold.

O su referencia más adelante en el texto al poema de Coleridge: Water, water, everywhere, Nor any drop to drink.

La segunda gran crítica metodológica que formula Morse a The Urban Ambience está precisamente en su manera de definir los ambientes urbanos que analizará, los vecindarios cuya sociabilidad habrá de inquirir a través de las entrevistas que usará para la susodicha escala. Con un muy escaso conocimiento de la historia urbana, donde un sector culturalmente tan importante como CangrejosSanturce es visualizado meramente como lugar de tránsito entre los núcleos de San Juan y Río Piedras, el diseño de la investigación de Caplow sencillamente decidió administrar la entrevista en veinte


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hogares contiguos (iniciando al azar) de la mitad de los barrios en que se dividía administrativa u oficialmente la ciudad. ¿Qué elementos comunitarios podrían aparecer, se pregunta Morse, en una “comunidad” arbitrariamente definida en aras de una pretendida “objetividad”, por seguir idéntico procedimiento para cada “vecindario” en el estudio, cuando en realidad los vecindarios pueden ser morfológicamente muy diferentes respondiendo a la comunidad “natural” que fueron conformando históricamente sus interrelaciones? Frente a esta prisión de su propio instrumental de investigación, Morse contrasta la riqueza analítica de la sociología urbana latinoamericana y sus estudios sobre comunidades reales, no arbitrariamente definidas: Pearse, Matos Mar, Oscar Lewis… y, sobre todo, el estudio de Calderón Alvarado sobre Bogotá, al cual dedica varios párrafos enteros. Agudamente critica que estos estudios no fueran mencionados siquiera en alguna nota al pie en The Urban Ambience. Ello me lleva a otro aporte de Richard Morse que no puedo dejar de mencionar; un aporte también a las ideas, pero que trasciende ese ámbito, modelando su propia práctica como académico. Una parte fundamental de su formación intelectual como latinoamericanista fue su preocupación por aprender de los latinoamericanos, por dialogar con sus intelectuales, por participar en sus preocupaciones, sus proyectos y debates. En la introducción de El espejo de Próspero (significativamente publicado en México), abiertamente declara que su trabajo pretende “ver si la civilización iberoamericana, que evidentemente posee una identidad histórica, tiene algún mensaje para nuestro mundo moderno” (11). Richard M. Morse, de joven escritor de ficción para la revista Esquire, y descendiente de las más “distinguidas” familias del noreste de los Estados Unidos, cuya genealogía podría trazarse incluso hasta los founding fathers de las trece colonias originales, estudió –“como correspondía”– en una de las exclusivas universidades del Ivy League. En 1948 se radicó en São Paulo para trabajar la investigación de su tesis doctoral en historia para la Universidad de Princeton. Encontró en Brasil un estimulante ambiente de debates intelectuales, en el cual insertó sus estudios. Publicó en sus periódicos y en sus revistas profesionales (a la vez que se mantenía publicando sobre temas brasileños en los Estados Unidos). Y el libro en que se


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convirtió su tesis salió publicado en Brasil (1954), en portugués, cuatro años antes de que se publicara en los Estados Unidos. Mantuvo este respeto e integración al mundo intelectual latinoamericano durante toda su vida. Una de las principales aportaciones académicas de su trayectoria fue la amplia producción bibliográfica, y de seminarios de intercambio y discusión, que generó su estrecha colaboración con estudiosos latinoamericanos del fenómeno urbano, especialmente con la comisión de Estudios Urbanos del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), por muchos años dirigida por el eminente urbanista argentino Jorge Enrique Hardoy. Habiendo completado y publicado en Brasil su Biografía de São Paulo, Richard Morse aparece editando antologías en la Universidad de Columbia, entre 1954 y 1955, para los cursos, muy en boga entonces, sobre “la civilización occidental”. Me imagino que esa combinación de erudición “occidentalista” y vocación ibero-americanista propiciaron que la Universidad de Puerto Rico lo invitara a colaborar con su programa de educación general. Según la investigación que pude realizar en el Archivo Central de la UPR, Morse fue invitado en el primer semestre del año académico 1955-56 para dictar charlas en el Seminario de Educación General, que era entonces un hervidero de ideas poco convencionales bajo el liderato de Ángel Quintero Alfaro, decano de aquella facultad (documento del 22 de octubre de 1955). El año siguiente se le invita como profesor visitante de Humanidades en Estudios Generales. En 1958 aparece contratado como consultor del Rector “con el propósito de asesorarlo sobre la posibilidad de establecer un Instituto del Caribe” (documento del 29 de octubre de 1958). Dicho Instituto se establece, de hecho, en 1959 con el apoyo de la OEA y se nombra a Morse como su primer director, posición que ocupa hasta 1961 cuando, ante una invitación de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), decide renunciar para proseguir su carrera académica como ibero-americanista en las universidades norteamericanas –después de SUNY pasa a Yale, y finalmente a Stanford. Concluye su carrera en Washington como Secretario del Programa Latinoamericano del Woodrow Wilson Center, al cual imprimió un gran dinamismo y prominencia, teniendo como sus objetivos centrales propiciar el diálogo académico intera-


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mericano y contribuir a dar a conocer internacionalmente la diversa y valiosa producción intelectual de Iberoamérica. Nunca sabremos exactamente las motivaciones de Morse para venir a vivir a Puerto Rico en la década de los cincuenta; como tampoco las razones de Quintero Alfaro para invitarlo. La apreciación de su colega y amigo Harry Hoetink, en la semblanza que escribió a su muerte, nos proporciona una pista: “lo que alimentaba su fuerza intelectual –y estilística–, su brillo y su inventiva, fue su inclinación por lo no convencional, algo que, quizá, fue un impulso vital en él” (11). Así fue, en algún grado, la trayectoria de otros intelectuales extranjeros que Quintero Alfaro invitó o contribuyó a que visitaran o se establecieran en el país: Illich, Lander, Silva Michelena, Ahumada, Bulnes, entre otros. Tampoco sabremos por qué aparece en la UPR contratado para asesorar y luego directamente establecer el Instituto de Estudios del Caribe, siendo la especialidad de su formación y sus escritos previos el Brasil, o la historia ibero-americana. Sólo podemos imaginarnos que su amor, fascinación y respeto por su esposa haitiana, seguramente, avivaron su interés por la región; así como las múltiples semejanzas entre el Caribe y Brasil: la marca histórica de la plantación esclavista, la difundida presencia cultural de herencias africanas, su compleja “cordialidad” entre “razas” y su mezcla “racial”. Por otro lado, tampoco sabremos en qué medida su nombramiento, por parte de las autoridades de la UPR, respondió a lo que Arcadio Díaz Quiñones muy lúcidamente ha descrito como “el arte de bregar”. En otro trabajo (“Hibridez, modernidad y desarrollo...”) discutí la posible relación entre el establecimiento del Instituto y la política exterior de los Estados Unidos, la amenaza a su hegemonía caribeña que representaba la revolución cubana (el interés e ingerencia de la OEA, por ejemplo, están ampliamente evidenciados). Nombrar a Morse significaba otorgarle el liderato a un anglo descendiente de los founding fathers, con credenciales de y buenas relaciones con su establishment académico aunque, por otro lado, no un economista ni cientista social desarrollista, sino un humanista poco convencional, con libertad de criterio y pasiones iberoamericanas. Sospechas hipotéticas aparte, lo cierto es que bajo el liderato de Morse, en menos de tres años que fue su Director, el Instituto de


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Estudios del Caribe de la UPR iría adquiriendo un cariz propio que lo acompañaría por décadas: unos estudios caribeños con importante presencia del Caribe Hispano y de la perspectiva históricocultural, que visualizaba la región en el marco de las relaciones interamericanas más amplias. Como prueba de su interés en desarrollar ese cariz, uno de los primeros académicos internacionales que Morse incorporó al Instituto fue Harry Hoetink, un holandés que investigaba sobre ¡y vivía! en ese crisol cultural interamericano que es Curazao, casado con una dominicana (Ligia Espinal) y formado en la sociología histórica (quien luego publicaría sobre la República Dominicana y sobre las relaciones “raciales” en las Américas). Morse hamaqueó a la intelectualidad desarrollista de un Puerto Rico en plena euforia de la celebración de sus logros, tanto con sus escritos como por sus prácticas cotidianas de trabajo y de vida. Por “su inclinación por lo no-convencional”, que antes citamos de Hoetink, tendía a ser intencionalmente provocador; y por la obsesión de esa intención, sus propuestas interpretativas (estimulantes, sin duda) no tienen siempre la solidez de sus observaciones críticas. Tanto en sus escritos como en sus conversaciones combinaba la erudición con el humor, la investigación rigurosa con cierto desenfreno imaginativo en la formulación de sus hipótesis (algunas, francamente, débilmente fundamentadas). Llegó al país casado con una bailarina haitiana, negra, discípula de Martha Graham, quien iría a conocerse en la bohemia sanjuanera por sus presentaciones (de baile y canto) en lugares como El Ocho Puertas, con acompañamiento de un virtuoso tamborero de su país natal y un pianista procedente de Curazao, el propio Hoetink, nada menos. En una época todavía muy marcada por discriminaciones de raza y género, tanto en Puerto Rico como en sus nombramientos académicos posteriores, Morse exigió siempre posibilidades para la expresión artística de Emérante de Pradines (Krauze 96), quien quedaría inmortalizada en las artes plásticas puertorriqueñas como modelo para el célebre óleo de Francisco Rodón conocido como “Desnudo con paragua”, hoy parte de la colección del Museo de Arte de Ponce, el principal museo del país. Mis primeros recuerdos de los Morse, como amigos de mis padres, se centran, naturalmente, en aquellos detalles que impresio-


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nan en la niñez. De él recuerdo que parecía disfrutar conversar conmigo, es decir, con un niño. También, que gustaba “darse el palo” y cómo mantenía –casi ebrio– su serenidad y su sonrisa afable. De Emérante recuerdo que se comentaba que acostumbraba caminar desnuda en su casa. Transcurrieron cerca de dos décadas con sólo noticias muy esporádicas de ellos, hasta que me invitó, como joven sociólogo “prometedor”, a dictar una conferencia en su programa iberoamericano de Stanford. Pocos años después, ya más “establecido” como académico, me llamó a invitarme a uno de los célebres seminarios de estudios urbanos que organizaba con Hardoy (y CLACSO): el IX Seminario Internacional sobre Urbanización en las Américas. Hacía sólo meses que había caído el dictador Duvalier, y Morse quería que este seminario, que concentraría en las ciudades caribeñas, se celebrara en Haití, intentando comenzar a reestablecer el intercambio académico del cual el país hermano había estado aislado por años. Recuerdo haberle recomendado a otros colegas que entendía estaban mejor preparados en el tema (Aníbal Sepúlveda, entre otros); recomendaciones que aceptó, pero insistiendo en que participara también. Fue una insistencia que le agradezco, pues para dicho seminario –con la inspiración suya y de Hardoy– produje la primera versión de uno de mis trabajos más apreciados, que, mucho más elaborado y ampliado, se publicó como libro bajo el título Ponce, la capital alterna (2003), cuyo largo subtítulo reza: sociología de la sociedad civil y la cultura urbana en la historia de la relación entre clase, “raza” y nación en Puerto Rico8. Poco después, ya dirigiendo la sección latinoamericana del Wilson Center, me invitó a participar en otro de esos estupendos encuentros entre académicos latinoamericanos que reunía en Washington, para el cual preparé un ensayo muy influenciado por su espíritu libre de creativas búsquedas de innovación epistemológica, que el centro publicó como “working paper” (Music, Social Classes, and the National Question...) y que constituyó el primer esbozo de ¡Salsa, sabor y control!, mi libro hasta hoy más difundido. Además de las contribuciones de Richard Morse a la historia intelectual de Puerto Rico e Iberoamérica, quisiera concluir testimoniando acá las deudas de mi propio trabajo a la consideración crítica de su legado.


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NOTAS 1

Frase de E. P. Hanson, en Transformation, The Story of Modern Puerto Rico, 403. También en Hancock, Puerto Rico: A Success Story, 3. Ver detalles (y así limito las repeticiones) en un artículo que publiqué recientemente, “Hibridez, modernidad y desarrollo: la política de la Guerra Fría, la Academia y la cultura” (2009). 2 Así titula un grupo de intelectuales brasileños un dossier dedicado a Richard Morse años después (Cándido, de Campos, DaMatta, et al.). 3 Morse discute sobre todo el manuscrito del planificador económico Richard L. Meier, “Vigor híbrido en aculturación: la transformación puertorriqueña” (c.1958). Meier había completado un importante estudio sobre el Puerto Rico de los comienzos de su programa de industrialización (1952), en el cual se inició como “profesional” del desarrollo, y elaboraba investigaciones que vinieron a ser consideradas como contribuciones importantes a la literatura desarrollista internacional: Science and Economic Development: New Patterns of Living (1956), Developmental Planning (1965), Planning for an Urban World (1975), entre otras. 4 Harry Hoetink destaca como una de las contribuciones más importantes de la obra de Morse su análisis de las continuas readaptaciones a lo largo de la historia iberoamericana de una vieja tensión entre tendencias contrapuestas (medievales y renacentistas) en la formación inicial del estado unitario español (10). 5 Así como diferencias regionales y por clases, respecto a “las características más señaladas de la vida española” discutidas antes. 6 Antes de “La transformación ilusoria…”, en 1958, Morse había escrito sobre Puerto Rico sólo un artículo examinando las innovaciones que se introducían desde los Estudios Generales a la educación universitaria. 7 Aprovecho para referir al lector interesado a mi personal intento de contribuir con la sociología histórica urbana, sobre Santurce en “Saoco, o el swing del soneo del Sonero Mayor” (2009). Buenos ejemplos ilustrativos de la importancia de los apodos, en el mundo barrial de entonces, pueden saborearse en el libro de Jaime Córdova sobre el béisbol, recientemente publicado (2008). 8 En la dedicatoria del libro se consigna la inspiración que ellos ejercieron. La primera versión se incluyó en el libro que recopila las ponencias del seminario, editadas por Morse y Hardoy, Nuevas perspectivas en los estudios sobre historia urbana latinoamericana.


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REFERENCIAS Borges, Dain. “A Field Guide to Richard Morse’s Brazil”. Introducción a Cohen y Borges, eds. 3-14. Cándido, Antonio, Haroldo de Campos, Roberto DaMatta, et al. Um Americano intranquilo. Río de Janeiro: CPDOC/FGV, 1992. Cohen, Thomas M. y Dain Borges eds. Culture and Ideology in the Americas: Essays in Honor of Richard M. Morse. Número especial del Luso-Brazilian Review 32.2 (Invierno de 1995). Córdova, Jaime. Béisbol de corazón. San Juan: Callejón, 2008. Curbelo, Irene. The Expressive Other: Understanding and Enjoying Puerto Rican Santos / La expresividad en el otro: cómo entender y gozar los santos de Puerto Rico. Diomedes Press, 2003. Díaz Quiñones, Arcadio. El arte de bregar. San Juan: Callejón, 2000. García Canclini, Néstor. Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad. México DF: Grijalbo, 1995. Hancock, Ralph. Puerto Rico: A Success Story. Princeton: Van Nostrand & Co., 1960. Hanson, Earl Parker. Transformation, The Story of Modern Puerto Rico. New York: Simon & Shuster, 1955. Hill, Reuben. “El noviazgo en Puerto Rico: período de transición”. Revista de Ciencias Sociales II.1 (1958): 87-103. , Kurt W. Black y J. Mayone Stycos. “La estructura de la familia y la fertilidad en Puerto Rico”. Revista de Ciencias Sociales I.1 (1957): 37-66. Hoetink, Harry. “En memoria de Richard M. Morse”. Caribbean Studies 30.31 (2002): 8-15. Koss, Joan D. “El porqué de los cultos religiosos: el caso del espiritismo en Puerto Rico”. Revista de Ciencias Sociales XVI.1 (1972): 61-72. Krauze, Enrique. “Claves de Morse”. Luso-Brazilian Review 32.2 (1995): 93-97; 1ra ed. en revista Vuelta (México) 220 (marzo 1995) 20-22. Meier, Richard L. The Socio-economic Requirements for a Stable Industrial Society in Puerto Rico: A Study of the Dangers Threatening Progress in Industrialization. San Juan: Puerto Rico Planning Board, 1952.


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. Science and Economic Development: New Patterns of Living. Boston: MIT Press, 1956. . Developmental Planning. New York: McGraw-Hill, 1965. . Planning for an Urban World. Boston: MIT Press, 1974. Morse, Richard M. De Comunidade a metrópole: biografia de São Paulo. [1954]. São Paulo: DIFEL, 1970. Versión anglófona: From Community to Metropolis: A Biography of São Paulo. [1958]. Brazil, N.Y.: Octagon Books. Morse, Richard M. “The Higher Learning in Puerto Rico”. Journal of General Education XI.2 (1958): 83-96. . “La transformación ilusoria de Puerto Rico”. Revista de Ciencias Sociales IV.2 (1960): 357-376. . “The Sociology of San Juan, An Exegesis of Urban Mythology”. Caribbean Studies 5.2 (1965): 45-55. . El espejo de Próspero, un estudio dialéctico del Nuevo Mundo. México: Siglo XXI, 1982. . New World Soundings, Culture and Ideology in the Americas. Baltimore: The John Hopkins UP, 1989. y Jorge Enrique Hardoy, eds. Nuevas perspectivas en los estudios sobre historia urbana latinoamericana. Buenos Aires: IIED, 1989. Quiles Rodríguez, Edwin R. La ciudad de los balcones. San Juan: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2009. Quintero Rivera, Ángel G. Music, Social Classes, and the National Question of Puerto Rico. Washington DC: Wilson Center working papers, 1989. . ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música ‘tropical’. México: Siglo XXI, 1998. . Ponce, la capital alterna; sociología de la sociedad civil y la cultura urbana en la historia de la relación entre clase, “raza” y nación en Puerto Rico, Ponce: Ponceños de verdad y UPR-CIS, 2003. . Ed. Vírgenes, magos y escapularios, Imaginería, etnicidad y religiosidad popular en Puerto Rico. [1998]. 2da ed. San Juan: CIS-UPR, 2004.


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. “Hibridez, modernidad y desarrollo; la política de la Guerra Fría, la Academia y la cultura”. Crítica y Emancipación (Buenos Aires: CLACSO) 2 (primer semestre 2009): 187-208. . “Saoco, o el swing del soneo del Sonero Mayor”. Cuerpo y cultura. Las músicas ‘mulatas’ y la subversión del baile. FrankfurtMadrid: Iberoamericana Vervuert, 2009. 275-326. Rogler, Lloyd H. y August B Hollingshead. “Algunas observaciones sobre el espiritismo y las enfermedades mentales entre puertorriqueños de clase baja”. Revista de Ciencias Sociales IV.3 (1960): 141-150. Rosario, Charles. “Dos tipos de amor romántico: Estados Unidos y Puerto Rico”. Revista de Ciencias Sociales II.3 (1958): 349-367. Steward, Julian H., et al. The People of Puerto Rico: A Study in Social Anthropology. Urbana: U of Illinois P, 1956.


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ome forty-three years have now passed since, in 1966, the American anthropologist Oscar Lewis (1914-1970) first published La Vida: A Puerto Rican Family in the Culture of Poverty—San Juan and New York. Regarded by the eminent political sociologist Barrington Moore, along with many other scholars and intellectuals, media pundits and opinion makers of the day as “the foremost anthropological student of those who are wretched,” Lewis was then arguably at the height and pinnacle of his professional repute, broad-ranging public celebrity, and general influence. He was, perhaps, the most popularly well-known anthropologist of the period. One of Lewis’s earlier studies, The Children of Sánchez (1961), had indeed served as inspiration and subject of a Hollywood movie with none other than Anthony Quinn in the starring role. Chiefly concerned with the experience of poverty in what was then euphemistically called “the developing world,” his on-going work’s promotion of that “culture of poverty” notion, his major theoretical contribution to the anthropological and social sciences, would nonetheless prove more broadly enticing and have a palpable effect and impact on the then current social discourse and, in particular, on the American “War on Poverty” public policy works and “The Great Society” politicians. Scion of Jewish émigrés from Poland, whose own childhood poverty and witness to the Depression era’s social wreckage and upheavals surely contributed to his persevering interest in the dramatic lives and struggles of the dispossessed, socially marginal 333


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and poor, Lewis had been early influenced by the Marxist labor historian Philip Foner as an undergraduate at The City College of New York. Later going on to become a student of the distinguished anthropologists Ruth Benedict1, Ralph Linton, and Margaret Mead at Columbia University. Lewis would bring to his own ethnographic studies an informing conviction in and stress upon the critical significance of economic conditions, class stratification, and the social distribution of wealth and political power to any realistic assessment of a culture, community, or individual personality’s unfolding and overall development. Devotee of no particular single school of thought or theory, he would finally emerge, in his own and Susan Rigdon’s apt and fitting description, an “eclectic materialist” (Rigdon 2), who otherwise consistently regarded himself as a man of the left and a person of generally socialist sympathies who, as Rigdon also duly notes, “did not use socialism to chart his course, only to specify its general direction” (16). That, in the years after publication of La Vida and leading up to his death in 1970, his work would meet with an increasing distrust, disfavor and discredit from that quarter, and that his theoretical model likewise should give, however unwittingly, an abetting aid and support to “blame the victim” conservatives and emergent neocons is consequently one of the more striking and unhappy ironies of his public intellectual career. In his earliest work among Mexico’s rural peasantry of the 1950s, Life in a Mexican Village: Tepoztlán Restudied (1951), Lewis began by rejecting as analytically insufficient traditional anthropology’s more customary concentration on “folk societies”, (tacitly “exotic”) myth, ritual and religion, overdependence on a small number of “native” informants and associated propensity for descriptions of the “cultural personality” of its subjects as if this were an effectively homogeneous, abstractly idealized or communally undifferentiated single totality, in favor of a more sustained and systematic accent on the materially concrete configuration of the community’s economic, social and political order —and how it, in particular, demonstrably effected, was ordinarily manifest, experienced and replicated in the daily living of its least favored members2. Coming increasingly to regard it as the vital linchpin and pivot of the link between the public and private spheres, between communal character, collective


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and individual psychology, Lewis’s signal shift of emphasis ultimately drew him to the family unit, and family case studies, as the essential hub of what eventually became his own most privileged research and investigative procedure, signature anthropological method and narrative modality. “It is in the context of the family that” he maintained “the interrelationships between cultural and individual factors in the formation of personality can best be seen. Family case studies can therefore enable us to better distinguish between and give proper weight to those factors which are cultural and those which are situational or the result of individual idiosyncrasy” (“An Anthropological Approach...” 468). Moving away from the unambiguously rural setting of that earlier work to the comparatively more urban and metropolitan locations of his follow-up Mexican studies —Five Families: Mexican Case Studies in the Culture of Poverty (1959), The Children of Sánchez: Autobiography of a Mexican Family (1961), and Pedro Martínez: A Mexican Peasant and his Family (1964)— Lewis’s calculated focal swing from traditional ethnography to the composite biographical chronicle and testimonial family autobiography consequently emerged as the decisive, identifying cornerstone of his own growing aspiration to an anthropology of the wretched. The guiding precept and central tenet of that anthropology was his thesis that, in developing modern capitalist and colonial societies experiencing rapid, uneven transition and disruptive transformation, it was possible to speak of the autonomous emergence of a differentiated culture of the poor whose cluster of identifiable characteristics and behaviors (of which he ultimately advanced a very questionable list of well over sixty) was also arguably shared “across regional, rural-urban, and even national boundaries” (Five Families... 2). This anthropology’s predominant aim and final justification was, as Lewis would later write in his introduction to La Vida, his continuing effort “to understand poverty and its associated traits as a culture or, more accurately, as a subculture with its own structure and rationale, as a way of life which is passed down from generation to generation along family lines” (xliii)3. It was immediately to signal and to convey the existence of this “way of life” that Lewis coined and, in Five Families and the works


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which followed, momentum and a growing analytic weight to that synthesizing shorthand and catchy summary phrase, “the culture of poverty,” which became the theoretical and conceptual trademark of his mixed, still controversial legacy. His anthropology’s novel and striking use of all the dramatic possibilities, compelling authority and persuasive power of edited tape-transcript, first person oral testimony, which Lewis joined to a strategic regular employment of some of the structural and narrative techniques more typical of literature (another of the distinguishing features of his family case studies) gave his periodic presentation of them an uncommonly engaging immediacy, an undeniable human intimacy. This made them, and their regular promotion of Lewis’s central idea, all the more broadly accessible, sentimentally credible and voyeuristically seductive to a wide audience of general readers, and well beyond the headier, more select scholarly precincts of the academy. By the end of the conformist Father Knows Best, Man in the Gray Flannel Suit, and Mad Men, McCarthyite fifties and well into the considerably more urgent and, for The Status Seekers and The Lonely Crowd, all too disquietingly volatile “Change Gonna Come”, Look Out Whitey, Black Power Gonna Get Your Momma, The Fire Next Time, Battle of Algiers and The Wretched of the Earth activist sixties just before and contemporary with La Vida’s publication, Lewis’s succinct formulation had effectively achieved a variously amenable, sinuously adaptive general currency as an ever more familiar idiom of the era’s social, political, and popular culture discourse and vocabulary. The uneasy mood created (among whites particularly) by a growing black militancy, the mounting anti-colonial agitation and insurrectionary temper around the globe, assumed a daily more apprehensive grip on the more traditional mainstream and, most especially, on the official public imagination. The years immediately preceding or after passage of the 1964 Civil Rights Bill, President Lyndon Johnson’s call for “total victory in a national War on Poverty,” the Watts Riots, the Black Panther Party for Self Defense, Stokely Carmichael’s “Black Power’,” as well as the Kerner Commission’s ominous warning that “Our nation is moving toward two societies, one black, one white —separate and unequal,” (Kerner Report 1)


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These were also the years of the Tonkin Gulf Resolution and escalation of the Viet-Nam War, of Nelson Mandela’s protest and arrest in South Africa, of Kwame Nkruma’s Ghana, Julius Nyerere’s Tanzania, and Mao Zedong’s China; of U.S. intervention in the Dominican Republic, of dependency and foco theorists, and of gathering guerrilla wars and counter insurgency across Latin America. In Puerto Rico, the peaking disenchantment with Luis Muñoz Marín’s project of industrialization by invitation (of capital) and emigration (of the island’s purportedly “excess” working class and jíbaro population) was effectively shattering his Partido Popular Democrático’s initially cross-class, populist alliance. Continuing failure to deliver on all the social and economic promises of Operation Bootstrap’s “modernization”, eroding the party’s once reliable base of popular support, was on the threshold of abruptly bringing to an end its longstanding political dominance, from which it has yet to recover, which its subsequent general electoral defeat of 1968 merely publicly dramatized and more generally exposed for all to see. As the political resentments and Republican proclivities of La Vida’s major protagonists bear some material witness to 4 , pro-statehood Republicans were the immediate beneficiaries of the unraveling of that historic coalition. The impact of the Cuban Revolution simultaneously gave new impetus and vitality, a younger constituency, new party names and suitably socialist inflections to what was a no less populist and, in many ways, still fundamentally patrician Creole nationalist insular pro-independence and anti-colonial activism. A cohort of comparatively more independently radical left historians, sociologists, writers and poets, gathered around venues such as La Escalera (1966-73) and the Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (1970). The editors and collaborators later formed Mester (1967-70) and Guajana (1962- ) among others, and brought a similarly revitalizing spirit to its critical probing, new analysis and interpretations of Puerto Rican history, a bolder, more provocatively irreverent, critically revealing and original sensibility to bear on the island’s social, cultural and literary landscape. In El Barrio, Loisaida, and the Bronx, New York, an even more clearly unprecedented generation of stateside-located-and-formed


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Boricuas5, the historic product, heirs and unanticipated harvest of The Great Migration fostered and promoted by insular development planners, was likewise emerging, achieving its mainland passage maturity and restively rising to demand its proper place and to make its own distinctive mark, a trote y moche, on both sides of the dividing waters6. American metropolitans and island social and intellectual elites knew very little, if anything at all, of the concrete lives and daily existence of these barrio Boricuas beyond their respective locales. From their distinct vantage points —with varying emphasis— each most often still spoke of this emerging populace and its communities in the remote, marginalizing language of discomfited alarm, of growing civil hazard, unsettling cultural peril, or social menace. Regarded and differentially defined as intractable or inchoately troubling “problem,” only the reasons why, causal attribution, and particular stress changed, with the locale —mainland or insular— context of reference. This (metro) Puerto Rican or (insular) Neo-Rican problem signposts were the presumptive relative success or failure acceptably to assimilate —on the one side, too little or not enough; denationalizingly too much, on the other—; a variance of particular language, or idiomatic inflection, emblematic racial code protocols; obvious or presumed membership in the dismissible under- or “subaltern” classes. Both would nonetheless ultimately have to deal with the doubly anomalous character, socio-political significance, and self-consciousnesses of this ever more challenging, and effective “New Creole” presence. Against the dynamic sweep and looming portents of this all-inclusive epochal canvas, Lewis’s work appeared, especially to those in official and public policy circles, timely and opportune. Offering a fresh nomenclature and methodical inflection, his guiding concept seemed also to avoid the pitfalls of any transparent echoes of a patently suspect but still lingeringly powerful tradition of pseudoscience and racial profiling, from the old phrenology and the new eugenics to a habitually anti-(im)migrant nativist discourse. It looked rather strategically to shift the key emphasis of debate from the lethal legacies of segregation and civil order then daily under assault, to that of the differential conditions of “culture,” “the poor,” and


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“poverty” more generally. Giving material encouragement to the emerging analytical primacy of cultural and values studies over those of economic class and the practice of an enduring structural inequity, it thus came to pass that, as Laura Briggs so cogently notes, “at precisely the moment when the labor department, the media, and some social scientists were saying that ‘the [white American] working class’ was being absorbed into the ‘middle’ through improved wages and a greater access to consumer goods, another class, largely nonwhite, [the one labeled and championed by Lewis] emerged: ‘the poor’” (84)7. The pithy concision of Lewis’s “culture of poverty” conceptual and obliquely racialized thesis of “the poor,” could, intentionally or not, also effectively conceal an elastic ambiguity and the elusive fluidity of the term’s otherwise all-encompassing simplicity. The apparent transparency of its terse cogency actually allowed for a range of possible content and precise meanings: as merely apt or memorable rhetorical expedient, as circumstantially indicative empirical descriptor, as cautiously advanced general hypothesis, as presumptive source and setting of particular values, as fully causal explanatory principle or, as in Lewis’s own inconsistent use, as all of the above. Varying the specific sense, stress and inflection necessarily varied, too, the corresponding implications. Allowing each and all, consequently, to see in it what they would or principally required it hence emerged a term that in the end proved equally serviceable to the different purposes of liberal, moderate and conservative alike8. Far from avoiding or offering any antidote to that potentiality and effect, Lewis’s new Puerto Rican family case study more firmly confirmed and even further fueled it. Eagerly anticipated, La Vida’s eventual appearance met with no little fanfare and a more than passing general interest. It was widely, if not always without reservation, favorably reviewed in some of the country’s most prestigious and influential venues, including the cover page of The New Times Book Review, The New Yorker, The Nation, and The New York Review of Books. It was equally welcomed by the more popular mainstream American media, with its accustomed sensationalist accent, the occasionally scandalized shock or offended sensibilities of some but, on the whole, also with an otherwise largely admiring critical praise and acclaim. Even as he thought it made for


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distasteful, “both suffocating and ugly” reading, the critic for Time, for example, was in summary finally impressed, conceding the “overwhelming strength” of Lewis’s harrowing portrait of the culture of poverty which, drawn by its victims, evidently “no one can doubt” (“Books: The Culture...”). It all culminated in La Vida’s being officially hailed as “one of the most important books published in the United States this year” (Harrington 1) and, further confirming the zenith of Lewis’s star and public stature, in its winning of the 1967 National Book Award for non-fiction. It is, for all that, the ultimately more enduring force of that discordant, critique, fury and offense —most pointed, if not exclusively, from the stateside and insular Puerto Rican communities it purported to portray— which accompanied this reception that, from this vantage point, seems ultimately to have carried the day. Certainly the most striking fact about La Vida, these several decades on, is the vague limbo of oblivion into which, not without warrant, it has since fallen and still languishes. What could seem then culminating apex looks, in retrospect, arguably to be the signal defining moment of a precipitous and irreversible plunge. La Vida’s sprawling, intimidating mass of nearly seven hundred dense pages presents readers with the lives of just a single family of residents of La Perla, the almost legendary slum on old San Juan’s seaside slopes, discreetly but recognizably dubbed La Esmeralda. Preceded by Lewis’s general introduction and prefatory descriptions of a typical day in its five main protagonists’ daily routines, different members of the Ríos family relate, each in turn, their story and particular experience as individual branches of the family saga. Taped in 1963-64, their (and their relations’) testimony, concentrated on the three decades immediately preceding, indirectly extends as far back as the years just before and just after the turn of the twentieth century9. Fernanda (b. 1924), the clan’s presiding matriarch and initial matrifocal center, begins and sets the common tone for this autobiographical rotation. She is “a good-looking, dark Negro woman of about forty with a stocky, youthful figure” (Lewis, La Vida... 4). Like nearly everyone else in La Vida, she “never knew a father’s love” (32) and, like nearly all, expresses herself with an unassuming openness, easy erotic candor and casual obscenity. Like them too, she deeply yearns, without much hope or much remaining illusion,


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for that love and security, respectability and possibility to depend on those entrusted with her welfare, hopes, or affection which her own childhood and a life in which “I went hungry… [felt] weak and angry all the time” (59) repeatedly refuses her. Childhood, as depicted in La Vida, almost invariably is more often evocative of Charles Dickens than of J.M. Barrie. Children are regularly fostered out, as Fernanda, her children, and grandchildren all intermittently are. Periodically locked in while their mothers go to work, they are early left wholly to their own devices. Beatings and whippings by worn out, harassed, abruptly exasperated or merely callous adults, as well as by otherwise manifestly loving and caring parents, are an equally habitual occurrence and common recollection. “Working as a servant from the time I was eight,” Fernanda is already the mother of four children when, in her early twenties and hard pressed by her economic condition, she turns to prostitution. “I worked and worked,” she says frankly and matter-of-factly of this decision, “but I saw that I never got ahead. I needed a lot of things that I couldn’t afford to get. So I thought about what I could do to improve my situation and I decided to become a whore” (52). This neither results in a solution to her problems nor gives her any lasting respite from a relentless anxiety as, among other things, she learns “A whore’s life is insecure. You’re afraid all the time and you can’t manage too well. …It’s a dog’s life. You have to be paying fines and serving jail sentences all the time. It’s really terribly inconvenient” (57). Living for varying periods of time with six different husbands and a revolving string of lovers, she is living with Junior, her sixth and current husband of two years’ standing, a nineteen year-old teenager. Free unions and liaisons all of provisional consent and finally only temporary benefit, behind which most often lies a basic calculation of relative material, survival, or support, only two of her marriages are ever legally sanctioned by church or state. Soledad (b. 1939) and Felícita (b. 1941), the two eldest of Fernanda’s three daughters, also become prostitutes. Cruz, her youngest (b. 1945), crippled by a fall after a stepmother’s beating before she was two, and then asthmatic, already “knew all about such things” by the time she was eight. Only a year later she alternates “sell[ing]” numbers behind my mother’s back” (577) with going to school, where


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“people would point at me and make fun of me, imitating the way I limped” (573). By fifteen, she’s already been “ruined by force” (601), suffered a miscarriage, and entered into an in effect shotgun marriage that, for more than three years, sees her suffering the repeated beatings and abuse of her otherwise generally absent, inattentive first husband and turning with only irregular success to successive lovers and husbands for an ephemeral material support and temporary solace. Not surprisingly, she too finds that, in the end, “Everything makes me angry” (659). When the men don’t die before they disappoint or disappear, they all too often turn out to be folk who either “played [or drank] away the rent money and the money for the installment furniture.” Fernanda’s only son, Simplicio (b. 1942), runs away from home at six, to go hungry for a time, daily hustling and scuffling on the city’s streets. Regarding himself as “already a grown man” (462) by the age of twelve, he similarly has a child by fourteen, a son he’s left with its mother in St. Croix. Though certainly not without moments of touching affection, real delight and an authentic, momentary joy, the tale told here, individually and collectively, is a vast, deeply forlorn and repetitive tapestry of sex, violence, “immorality” and petty crime. A reiterative tableau of chronic personal, domestic and social insecurity, of a generally shared corrosive distrust and resentful hostility, unresolved anger, volatile aggression, and a general dysfunction are the ambient air of its enveloping atmosphere. As Lewis intended it should, La Vida laudably “give[s] voice to people who are rarely heard… unknown, ignored or inaccessible to most middle class readers” (xii). This is its single most obvious and compassionate strength. The upshot, for all that, is an overarching narrative of interpretative claims for it that, not withstanding its daunting bulk, begs for a more broadly nuanced textured backdrop of fuller (social and historical) comprehension. The criticism to which Lewis’s study was originally subjected has, if anything, since acquired even more commanding weight and authority. The absence of any wider contextual, explanatory frame does, as his critics then surmised, tend largely to the unsustainably reductive. That deficiency inclines further to encourage rather than knowledgably put in critical perspective, those prejudices and stereotypes already abroad among


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that American middle class Lewis envisioned as his primary readership. The limits inherent in generalizing beyond the reach allowable by a very narrow, single-family sample of any social group, especially one as generally and indistinctly defined as “the poor,” only compounds the problem. It simultaneously undercuts the methodological and general credibility of the Ríos’s putatively “representative” standing and legitimately illustrative reach, even within their own orbit, as “typical” exemplars of “Puerto Rican slum life”10. It is on the dependable reliability of that position that the whole thing finally hinges, analytically stands or falls. La Vida’s testimonial chronicle is ultimately unable to sustain the larger emblematic ambition, theoretical aspiration and paradigmatic claims of Lewis’s broader aims and objectives for it. Merely putting those voices “out there” as it were, La Vida offers us, in the end, less an interpretative breakthrough, tenable analysis or actually demonstrated argument, than its narratives’ cumulative swell of individual memory, weight of overwhelming quotidian talk and unsituated detail and their vividly dramatic combined effect. It is that effect’s overall impact — revelatory or shocking, titillating or voyeuristic, whether sympathetic or not— on which Lewis finally leans most heavily, the more notably and forcefully to advance his more general claims and purpose. The assertion, made in his introductory remarks, that the culture of poverty as portrayed in La Vida points to “a tenacious cultural pattern...” (xxvii), “may also reflect something of [Puerto Rico’s] national character… something that is distinctive of [its] people as a whole” (xv), and that, to the degree it does, “one might argue,” as he appears to in a 1966 letter to psychiatrist Nathan Ackerman, “that all of Puerto Rico has a poverty of culture” (qtd. in Rigdon 82) is certainly among the most rashly and sweepingly, not to say presumptuously, unfounded of those larger claims. Even granting that his material undoubtedly reveals something about the outlook and attitude of certain specific individuals, a particular family and possibly, though this is more uncertain, about a selected slice of lower class life as a whole, Lewis’s text offers absolutely no basis of evidence to extrapolate from these to the larger terrain of Puerto Rican history, society or culture, his familiarity with which he acknowledges to be slim and comparatively shallow; or to impute its “national character”


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from the people La Vida presents. Despite his own appropriate warning and disclaimer to the effect that “this study deals with only one segment of the Puerto Rican population and that the data should not be generalized to Puerto Rican society as a whole” (xiii) both tacitly and explicitly that is precisely what Lewis himself is here clearly repeatedly doing. Taking that doubtful leap, he goes on to venture what has all the earmarks of his own variant of El puertorriqueño dócil. Puerto Rico, Lewis avers, never succeeded in developing a great revolutionary tradition. Compared to Mexico, it suffered a more long-enduring and spirit-crushing history of conquest, colonialism, and slavery. This, he argues, inhibited and frustrated growth in the island’s masses of any comparably deep sense of national struggle, identification, or pride, encouraging instead that larger quotient of popular apathy and political passivity Lewis ascribes to the Rioses as their national inheritance and own continuing legacy. It is, indeed, through the remoter prism of that Mexico with whose history, landscape, and people he seems manifestly much more comfortable —having spent the better part of his field research and anthropological career there— that, with some apparent puzzlement and perplexity, Lewis inexactly sees and ultimately engages Puerto Rico. His sojourn on the island was as brief, by comparison, as it was more intermittent, detached, relatively unembedded. Less a field worker and actual interviewer here than project administrating coordinator and archival focal point, Lewis, in addition, “essentially processed all the [project’s] data in his head. No attempt was made to do a content analysis of the inter views —more than 30,000 transcript pages…Working in this manner there was virtually no way to produce generalizations about the material that were anything more than impressions or intuitions” (Rigdon 76). The language of psychopathology so often accompanies and informs those impressions and speculations in which they frequently come wrapped, that it makes them all the more suspect and dubious. Thus lured past that concrete and tangible human ambit of the family he initially began with, Lewis with La Vida ironically himself falls prey to that series of empirically unanchored abstractions and ideal types that he began his career by doubting and discarding.


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Lewis’s likewise blanket affirmation that “there was little important change in customs and language among lower-income Puerto Ricans in New York,” similarly reveals that his perception and comprehension of the complexities of the New York scene and context was no better informed, nor less superficial, than his grasp of island history. Puerto Rican New York, in consequence, emerges less as a living communal cultural complex than a mere location, not much more than a spot of temporary flight, detached refuge, or convenient transition for his sample of primarily transients and sojourners of brief and, it also seems, fairly cut off and isolated stays. Simplicio’s combined five year’s residence in the United States is, by far, the longest. Not surprisingly, his account of it is also the most layered and textured in what fleeting glimpses of his social landscape and wider surroundings it offers. Focused as he was on this particular sample of solitary migrants, Lewis, it appears, had no point of adequate independent entry with which more fully to engage and connect with the New York context, save in the limited terms their —and his— relative isolation from it afforded. By the 1960s in which Lewis writes, our “small islands in the city” were already fully developed, dynamic and independent communities and had so appreciably grown as to be, and not merely demographically, something more than just passably different from what would have earlier greeted the pioneers and sojourners of a generation before. Such change as Lewis erroneously marks as either negligible or absent and the newly emerging language(s) of its reality and evolving cultural inflections —of which Spanglish and a novel vocabulary of emerging identifications (Neo-Rican, Nuyorican, Amerícan) were only two embodiments— was precisely what Puerto Rican New York was then increasingly all about. The aguinaldos, décimas, romantic boleros, rent and house parties of an earlier era’s solace had become part of, been transformed or displaced by the irreversible commingling of Boricua, Caribbean, American and, particularly, Afro-American traditions of music and song, for example. La voz hispana del aire was already for some time competing for attention with radio disk jockey Allen Freed’s rock and roll. Do wop stoop and tenement hallway harmonizing in English blended casually in with that regular listening and dancing to the popular


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masters of guaracha, son, and mambo. Of such daily comminglings, which had already produced a tradition Latin Jazz that had put its stamp on the city, came the Spanish, English, and bilingual bugaloos and salsa that were then equally rising to their prominence, along with, only a very few years after publication of La Vida, the defiance, communal and self-affirming audacity of, for example, The Young Lords. Making no discernible effort to engage directly or connect to the significance or possible impact of this internal Boricua community dynamic, Lewis’s text also gives no evidence of any awareness on his part of its existence. Lewis is on only slightly less shaky ground when he affirms that the island never developed an interest or specialization comparable to that of other regions “in the field of Negro studies or in the African cultural background of some of its people” (La Vida... xvi-xvii). Though once again much too sweepingly categorical and absolute, there is nonetheless some element of truth in this statement. It is not, however, that such an insular interest never developed. For, on the contrary, race and especially the continuing anxiety of race have in fact arguably been, from the very beginnings of colonial insular history, one of our most recurring, indeed obsessive preoccupations. It is not, then, any actual absence so much as the peculiar style of our recurrent engagement with and general treatment of the subject that is, at heart, the real issue. Until at least the end of the sixties, a firm Hispanofile denial or politic patrician evasion of “the Africa within” held sway with the putatively more congregational ideology of mestizaje, and historically self-congratulatory paeans to the islands presumably more benign insular experience —for the slave?— of slavery, as tacitly or explicitly compared to the United States. The spectrum, with only variations of relative stress or particular shading, was that effectively represented, among others, by Antonio S. Pedreira, Tomás Blanco, and Luis Díaz Soler, on the one hand, and Luis Palés Matos, say, on the other. “El elemento español [sólo se entiende] funda nuestro pueblo,” the first would emphatically declare in his seminally influential essay Insularismo (1934). Regarding racial miscegenation as the essential cause of what he dubbed our national “con-fusión,” a mulatto, he further proposed, “es hombre de grupo que colabora y


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no crea, que sigue y no inicia, que marcha en fila y no es puntero. Por lo general, carece de fervores para ser capitán” (Pedreira 24). Eight years later, Tomás Blanco was insisting “nuestra población de color está completamente hispanizada culturalmente y son muy escasas las aportaciones africanas a nuestro ambiente, salvo en el folklore musical” (132) and that “nunca podría considerarse seriamente a nuestro pueblo como una comunidad negra… nuestra cultura general es blanca, occidental, con muy pocas y ligerísmas influencias no españolas” (133). Palés’ variant of the discourse of mestizaje and his figurative “Mulata Antilla,” increasingly generalized and by the fifties ideologically dominant, did not necessarily preclude the purveyance of questionable racial stereotypes in which “La negra canta/su… vida de animal doméstico/…que huele a tierra, a salvajina, a sexo” (532) and “África gruñe: Ñam Ñam” (518). Arguing, for his part, that it was miscegenation and a proportionately smaller population of slaves was responsible for that “milder” form of slavery and racial animus he alleged the island had experienced, Díaz Soler’s Historia de la esclavitud negra en Puerto Rico (1952), almost immediately regarded as a classic, was still in 1966 widely and popularly regarded as the standard authority on the subject, and was reprinted in a fourth edition for the 1973 centenary celebrations of abolition. It is, indeed, not until the decade of the seventies that we see the beginnings of both a revival of interest and new rise to prominence of the theme and era of slavery, as well as the first real demolitions of the previously traditional consensus. It was not until 1974 that Isabelo Zenón Cruz’s extended scrutiny of the racialist assumptions and protocols informing the work of a representative majority of the island’s canonical and not so canonical poets and writers, Narciso descubre su trasero: el negro en la cultura puertorriqueña, a critical and attitudinal milestone, finally appeared —to, one might add, a general succés de scandale. “El dato más omnisciente y original del racismo puertorriqueño,” it bluntly declared, “es la absurda y obstinada negación de su existencia” (Zenón 24). That same year saw Edgardo Rodríguez Juliá’s fictional scholar’s investigation of La renuncia del héroe Baltasar, with its craftily presented and vivid proposition that race and the unreconciled legacies of slavery lie at


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the vital core of the national history and civic experience. Thus coming out of the shadows of traditional evasion, denial and invisibility, the 80s and 90s would see a full fledged revisionist revival, (re)discovery, and scholarly, cultural and artistic attention to Puerto Rico’s black heritage, cultural and historical inheritance that is, happily, still in full swing11. But this, of course, all comes after the publication of La Vida. One is all the more disappointed and laments that Lewis and his commentators did not do more to mine and draw out what the raw material of these autobiographies have to offer. In light of the times and now against the still further relief given the theme by this revival, it is, these forty years on, among the more striking dimensions — and interpretative absences— of La Vida. Certainly, it is obvious that race and the island’s —no less than its different protagonists’— anxiety of race, its often decisive role in the latters’ lives, outlook, and personality, is something of more than merely incidental or coincidental significance to the Ríos’s economic and social condition and experience. Race is, in no little measure, a centrally defining aspect and constituent element of their wounded —spiritual and material— deprivations, of their deeper hurts and gnawing poverty. It also obliquely suggests an arc of confirmation stretching back into at least that second half of the 19th century in which Juan Pozas, Fernanda’s great-grandfather, lived. Her black grandfather worked first in the cane fields, then “in a sugar mill, carrying the sacks of sugar up from the boilers” (Lewis, La Vida... 45). Amparo, Fernanda’s aunt, remembers not only hearing their mother’s stories of “the slaves, the dark people…[being] tied to a horse’s tail and dragged” but also being “brought up so that we couldn’t even give anybody a dirty look. If a person came to ask for water, we had to lower our heads and sometimes even kiss their hands” (44). Decades later she also remembers, not without still pained sorrow, that though “in our house we were all different colors, …just because she [Luisa, Fernanda’s mother] was lighter-skinned and her hair was finer than ours, she thought she was better than us” (46). Fernanda herself considers that the precipitating cause of her failure to get more than a third grade education was that moment when a fellow student “called me ‘dirty black’ and we started to fight” and, apparently


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unfairly judged and taken home by the teacher, “I never went back to school” (34). The scene appears almost to be repeated when later she tells us her biggest and worst quarrel with her husband Erasmo “was… when he called me a dirty Negro… I shit on his mother and he answered that my mother was a dirty Negro” (68). Soledad, for her part, finds herself “angry with Felícita because she ought not to look down on her own mother” because she is black (155) and notes that a half-brother, Mariano, “has always been indifferent [to me] because he is white” (300). She ultimately does not further pursue her otherwise promising relationship with her lover Ángel because his mother “began to say that I was a Negro, that my family was a disgrace and that she didn’t want her son to marry me” (312). These are but a few random nuggets from what, all in all, is a fairly rich and variously grained thematic vein well worth further exploration. La Vida begins with an entirely praiseworthy and hopeful purpose. It will no doubt retain and continue to command some occasionally recurrent historical interest and periodic notice. Like those earlier works, it will undoubtedly bear witness to a moment, a time and an attitude. Product of a well-meaning attention, it is as well the outcome of an ultimately misfired intent and, alas, lost opportunity. It finally reveals more tellingly the corollary effects of that disappointed promise and its author’s more conventional American and comparative lack of local grounding and outlook than about its subject.

NOTAS 1

Whose characteristic description of human cultures as “personality writ large” seems distantly to linger in Lewis’s own distinctive emphasis on the family unit, and the particular personality, “cultural traits” and psychology of individuals within it. 2 That Lewis would himself later and particularly with La Vida, be subject, as further on noted, to analogous criticisms appears, in retrospect, all the more paradoxically ironic and contradictory.


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Stemming from the survival strategies necessary for dealing with and adapting to the economic realities of a chronic deprivation and the psychological stresses of an unrelenting poverty and socially marginal condition, this way of life’s general patterns, common practices, and identifying symptoms, though not themselves the primary source or first cause of poverty, nonetheless by this process of generational transmission, Lewis argued, did tend to reproduce it and thereby to contribute to its abiding, endemic character. 4 Fernanda Ríos and all but one of her four children, acerbic in their regular criticisms of the Muñocistas, openly and regularly declare themselves to be pro-statehood Republicans. 5 For whom the neologism nuyorican, then only gradually emerging was not yet of exclusively positive intent or universal currency. It is a generation, experience and city milieu of which La Vida makes no mention, is fairly oblivious, and seems unaware. Conceptualizations such as The diaspora, Commuter Nation, and La Guagua Aérea had also yet to emerge as fraternally acknowledging common coin among the island’s intellectual and political elites, who, when they thought of this (im)migrant community at all, inclined generally to perceive it with somewhat haughtily dismissive, self-serving condescension. 6 The publications, in 1961, of Jesus Colón’s A Puerto Rican in New York and Other Sketches and, in 1967, of Piri Thomas’ Down These Mean Streets were, in their different ways, textual signs of that emergence. A reader in my early twenties, I remember then being struck by the peculiar inversion by which, in the press and commentary then devoted to Down These Mean Streets and La Vida, respectively, the American scholar’s anthropological text oftentimes appeared to be read less as the “anthropology” it declared itself properly to be than as unmediated –and usually-stereotype-confirming– memoir, while Thomas’s actual memoir was similarly almost invariably approached as if it were nothing more than anthropology in disguise or an essay in ethnographic sociology. Puerto Ricans’ particularities and individuality, in both cases, were effectively reduced to generalized “social problem”, no more than the merely “anthropological subject” they were thus presumed to be: a community and caste whose experience others were evidently better placed to interpret. 7 Briggs’ essay is an excellent in depth review of this process of emergence. 8 Social Democratic Liberals like Michael Harrington, who would employ and use Lewis’s notion to best-selling and popularizing effect in his persuasive survey of The Other America: Poverty in the United States (1962), would thus mobilize it as a call in support of more generally equitable social policies and affirmative action. Daniel Patrick Moynihan would similarly draw on it, three years later, in his more notorious report on The Negro Family: The Case for National Action. Taking what Lewis generally viewed as symptoms and coping strategies for poverty’s primary causes, Moynihan ultimately pointed to its victims, a typically “matrifocal” family structure and subcultural patterns of dysfunctional pathology, sexual promiscuity and immorality as explanations for its intractable persistence. Seeing in it yet one more confirmation of their own “blame of the victim” outlook, this heavier reliance on “The Culture of


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Poverty” idea as fully causal explanatory principle progressively emerged as a staple stress and inflection of the even more traditionally conservative and, after La Vida, of their later neo-con ideological brethren. 9 Fernanda’s mother, Luisa, and aunt Amparo, were born, respectively, in 1905 and 1900. Her maternal great-grandfather, Juan Pozas, born at some unspecified time in the 19th century, dies in 1907; while her maternal grandmother, Clotilde Pozas, also born in the prior century and into whose care Fernanda is given when her parents’ marriage breaks up in the early twenties, is evidently still alive well into the thirties. 10 A pool of approximately 100 families made up Lewis’s beginning base of data and initial informants. Of this number, he seems to have focused primarily on 50 for still further and closer study. Only 16% of these 50 families, it turns out, were female-headed households. La Vida’s families, by contrast, are all female-headed and matrifocal. 11 Beginning with, for example, José Luis González’s El país de cuatro pisos (1980) whose argument that “the first Puerto Ricans were black Puerto Ricans” did not merely strike many as scandalously heretical but directly called into question a long “whitening” tradition of patrician nationalist historiography, among some of the other works representative of this historiographic revisionism appearing in the 80s are: José Curet, From Slave to Liberto: A Study on Slavery and its Abolition in Puerto Rico (1840-1880); Andrés Ramos Mattei, La hacienda azucarera: su crecimiento y crisis en Puerto Rico; Guillermo A. Baralt, Esclavos rebeldes: conspiraciones y sublevaciones de esclavos en Puerto Rico (1795-1873); Benjamin Nistal-Moret, Esclavos, prófugos y cimarrones, 1770-1870; Francisco A. Scarano, Sugar and Slavery in Puerto Rico. The Plantation Economy of Ponce, 1800-1850; Jalil Sued Badillo and Ángel López Cantos, Puerto Rico Negro; José Curet, Los amos hablan: conversaciones entre un esclavo y su amo publicadas en “El Ponceño” 1852-1853; Andrés Ramos Mattei, La sociedad del azúcar en Puerto Rico, 1870-1910; Elinor Des Verney Sinnette, Arthur Alfonso Schomburg: Black Bibliophile and Collector, A Biography.


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REFERENCIAS Blanco, Tomás. El prejuicio racial en Puerto Rico. Río Piedras: Ediciones Huracán, 1984. “Books: The Culture of Poverty”. Review. Time Magazine 88.25 (November 25, 1966). Briggs, Laura. “La Vida, Moynihan and Other Libels: Migration, Social Science, and the making of the Puerto Rican Welfare Queen”. Centro Journal XIV.1(spring 2002): 3-24. Díaz Soler, Luis. Historia de la esclavitud negra en Puerto Rico. 1952. Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1970. Harrington, Michael. Review. New York Times Book Review, November 20, 1966: 1. The Kerner Report. New York: Pantheon, 1968. Lewis, Oscar. “An Anthropological Approach to Family Studies”. American Journal of Sociology 55.5 (March 1950): 468-475. Lewis, Oscar. Five Families: Mexican Case Studies in the Culture of Poverty. New York: Basic Books, 1959. Lewis, Oscar. La Vida: A Puerto Rican Family in the Culture of Poverty— San Juan and New York. New York: Random House, 1966. Moore, Barrington. Review. La Vida: a Puerto Rican Family in the Culture of Poverty, by Oscar Lewis. The New York Review of Books 8.11 (June 1967): 3. Palés Matos, Luis. La poesía de Luis Palés Matos. Edición crítica. Ed. Mercedes López-Baralt. Río Piedras: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 1995. Pedreira, Antonio S. Insularismo. San Juan: Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1984. Rigdon, Susan M. The Culture Façade: Art, Science, and Politics in the Work of Oscar Lewis. Urbana & Chicago: U of Illinois P, 1988. Zenón Cruz, Isabelo. Narciso descubre su trasero: el negro en la cultura puertorriqueña. Humacao: Editorial Furidi, 1974.


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e resisto a llamarlos americanos aunque vengan de Estados Unidos de América. Ya en el nombre se atisba la sospecha de monopolizar para sí a todo el continente. Prefiero llamarlos estadounidenses, aunque haya otros dos en las Américas; pero ni los brasileños ni los mexicanos requieren de más connotación para nominar su identidad de pueblo. La relación de los puertorriqueños con los estadounidenses recorre una gama amplia que va desde la postración aduladora del colonizado hasta el desdén nacionalista que siempre prefirió llamarlos yanquis, con una explosión de la palabra, como cuando se escupe algo desagradable. Es que ha habido de todo, y de todo ha llegado a estas playas. Nos han tocado desde los “ugly” –como Winship y Riggs–, hasta los excelentes. Me toca el privilegio de escribir acerca de uno de este último grupo. Debo decir de entrada que nunca tuve una relación estrecha con Richard Levins, pero tuve el placer de conocerlo en varias actividades que compartimos. El ojo del recuerdo lo busca en la memoria, tratando de ubicar cuándo fue la primera vez que me topé con él. Tengo dos posibles momentos, los dos, a comienzos de la década de los sesenta. Uno, en compañía de otro de los excelentes, don Leonardo Schlaffer, judío y comunista, casado con una boricua negra, que se estableció en la isla para rápidamente integrarse a nuestros reclamos nacionales y sociales. El otro fue en ocasión de una visita que le hice una noche a un joven miembro de la Misión Hugo Margenat del Movimiento Pro Independencia. Allí encontré a un grupo de 353


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estudiantes reunidos para estudiar algún texto marxista: guiaba la discusión Richard Levins. Tal vez tengo un tercer punto de partida: el día que lo vi con Bernardo Vega. El viejo Vega era una memoria lúcida de la larga historia de tabacaleros, sindicalistas y las primeras emigraciones boricuas a Estados Unidos. Lo escuchábamos hablar de sus recuerdos. Richard Levins, a su lado, tomaba notas en un cuaderno, tal vez por aquello de que quien es maestro también tiene que saber ser estudiante. No importa el punto de partida, el caso es que Levins había regresado a Puerto Rico después de cuatro años de ausencia mientras estudiaba. Durante su primera estancia, en los cincuenta, según nos cuenta en una apretada memoria (A Permanent and Personal Commitment), se instaló con su esposa e hijos en el centro de la isla como agricultor y activista del Partido Comunista. A su regreso, la Universidad de Puerto Rico lo reclutó como profesor e investigador en la Facultad de Ciencias Naturales en Río Piedras. Corrían los años sesenta y el clima político se caldeaba al calor de una nueva generación que superaba ya los viejos paradigmas del independentismo. La Federación de Universitarios Pro Independencia se había fundado en 1956, y desde su nacimiento cuestionaba el clima de pasividad política que reinaba en la universidad, impuesto por el rector Jaime Benítez tras la huelga estudiantil de 1948. En el plano nacional, se había fundado el Movimiento Pro Independencia en 1959 como punto de convergencia de disidentes del Partido Independentista, viejos militantes nacionalistas, y comunistas, que se unía a otras nuevas agrupaciones independentistas y socialistas dispuestas todas a rebasar las fórmulas electoralistas del Partido Independentista Puertorriqueño. Para consolidar toda esa ebullición, por toda Latinoamérica se propagaba la onda expansiva de la Revolución Cubana mientras que las fórmulas económicas exitosas del Estado Libre Asociado de Muñoz comenzaban a mostrar sus contradicciones internas. En el país, por lo tanto, se perfilaba una nueva fase. Es a esa coyuntura que se asoma Levins. Reclutado por César Andreu Iglesias, trabaja en el MPI en tareas de educación política a la cual hace una importantísima contribución. Dada su formación marxista, Levins se da a la tarea de esclarecer el significado de un programa social que pudiese rebasar las limitaciones que la ideología


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nacionalista le imponía al independentismo. No se trataba de una tarea fácil. La gesta nacionalista, tan importante y vital en su momento, le ha impuesto al independentismo radical un tributo: entre otras cosas, poca atención a los conflictos sociales de clase, la acción armada sacrificial como máxima expresión del combate, repudio a las elecciones como forma de lucha, una teoría social donde el dominio de la metrópolis se percibe esencialmente como producto de la coerción, y los actores políticos son básicamente las naciones y no las clases sociales. Todavía al día de hoy, ese tributo sigue lastrando, de diversas formas, a varias organizaciones de la izquierda. Es para esta época que Levins escribe un importante, y todavía muy vigente, artículo “De rebelde a revolucionario”, en el cual trata cuidadosamente de tender un puente entre el legado nacionalista y el universo político del marxismo muy desconocido en Puerto Rico, tanto por la satanización del comunismo como por la endeblez histórica del propio Partido Comunista Puertorriqueño. En dicho artículo, entre muchas otras cosas, Levins destaca la necesidad de pasar del voluntarismo, sin renegar de la pasión, a la acción guiada por una teoría de la sociedad. Dirá, “la carrera del revolucionario no empieza afilando machetes sino estudiando economía política”. Su labor militante no se limitaba a ese papel didáctico. La universidad se convirtió en un campo de batallas furibundas por causa del militarismo encarnado en la presencia del ROTC y la guerra de Vietnam, que reclamaba el tributo de sangre que Estados Unidos le ha impuesto a Puerto Rico. El movimiento estudiantil encuentra su voz y acude a la acción. Junto a éste, un grupo de profesores, entre los que se encontraba Levins, también alza su voz. Asediada la universidad por las fuerzas represivas del régimen, en algunas de las concentraciones, en octubre de 1965, los profesores se ven forzados a utilizar una escalera para levantarse por encima de las bardas universitarias y leer sus discursos. La estratagema se convirtió en metáfora, y la metáfora se convirtió en una revista de análisis de la situación puertorriqueña editada, entre otros, por Georg Fromm, Gervasio García, Samuel Aponte y el propio Levins. La escalera vino a llenar un espacio de análisis con las voces de una nueva izquierda en el país. Lamentablemente, para aquella nueva etapa de las luchas sociales, cuyas bases había ayudado a establecer, Levins no pudo tener


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una participación más activa. La Universidad de Puerto Rico no renovó su contrato y se vio obligado a buscar trabajo fuera del país. Nuestra pérdida de Levins como académico fue la ganancia de otras universidades, como Chicago y Harvard. Por otro lado, no sería apropiado soslayar el trabajo de Levins como científico, sobre todo por la multidimensionalidad y calidad que exhibe. Como es sabido, desde que las ciencias se apropiaron de su propio espacio, a partir de la era de la Ilustración, se fue creando una fisura que poco a poco se ha convertido en abismo entre las ciencias naturales y las humanas. La relación entre ambas se ha convertido en un espacio conflictivo y de descalificaciones, tanto de un lado como de otro. No se trata de una división sencilla, pues se da en el interior mismo de los agentes de la ciencia. Ha sido la tendencia, durante la mayor parte del siglo pasado y lo que va de este, a ver las ciencias naturales como un edificio conceptual neutral, con sus agentes como seres al margen del compromiso social. Recuerdo haber asistido una vez, en México, a la conferencia de un famoso científico estadounidense de cuyo nombre no quiero acordarme, que, tal vez alertado por las autoridades universitarias del grado de politización que existía en el estudiantado de la Facultad de Ciencias de la UNAM, comenzó diciendo “Yo no soy un animal social, ni un animal político. Yo soy un animal científico”. El hombre, no dudo, establecía con claridad los linderos de su concepción de mundo, muy difundidos en ese entonces en gran parte del mundo occidental. (Por cierto, escuché de alguna parte a un estudiante comentar “este lo que es, es un científico animal”. O sea, la respuesta de una nueva generación de científicos mexicanos.) En Puerto Rico, sin embargo, la participación de los científicos, y particularmente de los profesores de ciencias, en las luchas sociales, con excepciones que se han venido dando en los últimos años, ha sido muy escasa. Como colectivo, es notoria la ausencia de la Facultad de Ciencias Naturales en el debate social que tantas implicaciones tiene por los propios productos de la ciencia que vulneran a la comunidad. Por la vía del ejemplo, Levins se lanzó en contra de esa neutralidad. No se trata, como él mismo apunta, de preguntarse si la ciencia habrá de dominar la naturaleza, sino con qué propósito


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o fines lo habrá de hacer. ¿Con el estrecho interés de la burguesía, o para toda la comunidad humana, principalmente para los más desprovistos? Dirá: “Scholarship that is indifferent to human suffering is immoral” (Talking about Trees...). Duras son las palabras, pero al que le caiga el sayo que se lo ponga. El propio Marx ya había alertado sobre esta fractura entre la ciencia y la clase obrera. En El capital dirá de la gran industria, que “la ciencia es separada del trabajo como potencia independiente de producción y aherrojada al servicio del capital”. Seguidamente cita con beneplácito a W. Thompson: “Entre el hombre de cultura y el obrero productor se interpone un abismo y la ciencia, que puesta en manos del obrero serviría para intensificar sus propias fuerzas productivas, se coloca casi siempre enfrente de él” (294). Es para superar esa contradicción que se impone una acción política por parte de los científicos, advertidos de esa función del capital que cumple la ciencia. Visto, sin embargo, desde cierta óptica, esa intervención en la ciencia, para abordar las consecuencias negativas de su práctica sobre la sociedad, sigue siendo una intervención externa sobre la ciencia misma. Existe otro tipo de intervención que, por afectar el propio discurso de elaboración del ideario de una disciplina científica, le resulta interna. Se trata del propio aparato ideológico que guía la producción conceptual científica. Es este, me parece, un territorio preñado de riesgos y abismos, pues, para empezar, supone que no se hace ciencia al margen de cierta ideología. Los ejemplos pretéritos abundan y podemos citar la imbricación de la ideología religiosa en el desarrollo de la ciencia renacentista. Pero también podemos citar la intromisión disruptiva de cierto discurso voluntarista, adornado con ropajes marxistas, en el desarrollo de la biología en la época estaliniana, que condujo al conocido asunto Lysenko1. El científico natural, materialista consecuente al interior de su laboratorio, una vez traspone los linderos de éste, cae presa de las diversas ideologías que circulan en la sociedad. Evidenciando el hecho de que no estamos hechos de una misma pieza, su geografía mental se fractura en compartimentos muchas veces irreconciliables entre sí, pero que coexisten casi siguiendo la máxima de que su


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mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Particularmente es presa de ideologías pre o anti científicas, y sin embargo, tan pronto se pone la batola del laboratorio, regresa a su concepción materialista práctica y espontánea. Levins se alzó contra esa esquizofrenia ideológica, atacando lo que concebía como la intromisión de las ideologías anticientíficas. A la vez, en trabajos que alcanzaron su madurez, ya cuando estaba fuera de Puerto Rico, fue construyendo una concepción de la biología que se guiaba por el Materialismo Dialéctico; una continuación de los trabajos iniciados por el propio Marx, y también por Engels en su Dialéctica de la naturaleza. Significativamente, se trata también de una intervención en el marxismo mismo, pues no han sido pocos los marxistas que limitan la aplicación de éste al terreno social y excluyen el territorio de lo natural2. De todas formas, el aporte a la biología que hace Levins representaba un avance respecto del materialismo espontáneo del científico usual, más bien dirigido por lo que él ha llamado el reduccionismo cartesiano, una concepción lineal que ve los cambios como un proceso acumulativo de lo pequeño, sin tomar en cuenta que lo ya cambiado a su vez modifica los propios agentes del cambio3. La concepción de Marx va por otro camino y se exhibe, por ejemplo, en su análisis de la mercancía. Donde alguien vería la mercancía como el “átomo” de la economía capitalista a partir del cual, como cosa manejable, se debería construir el modo de producción capitalista, Marx veía dicha concreción como punto de partida y de llegada; foco donde ya se anudaban un conjunto de relaciones sociales y lo crucial sería descubrir esa madeja de relaciones. Lo concreto lo era porque era el punto de confluencia de diversas determinaciones, expresión que va al núcleo del método de análisis marxista. El método de Marx, lúcidamente expuesto casi al comienzo de los Fundamentos de la crítica de la economía política (los famosos Grundrisse), indica el movimiento que va de lo concreto a lo concreto pensado y de vuelta a lo real. A esto, Levins le añade un conjunto de instancias de la dialéctica, entre las cuales se destaca su afirmación de que la categoría de contradicción no sólo opera como principio epistémico, sino también como elemento dinámico al interior de la naturaleza misma; recupera así un viejo planteamiento engelsiano (The Dialectical Biologist...)4.


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Levins ha trasladado fecundamente dicha concepción a la biología, y concretamente a la teoría de la evolución, en trabajos de una profundidad y un potencial que, a mi modo de ver, aún no han sido plenamente aquilatados en todo su enorme valor. Resulta irónico que quienes presionaron para sacar a Levins de la UPR fueron precisamente los defensores de la presencia de Estados Unidos en el país. Fracasaron si creyeron que eso lo habría de callar. Continuó sus trabajos como biólogo y ecologista matemático, alcanzando importantes reconocimientos del mundo de la academia. Desde diversas trincheras en Estados Unidos continuó ligado a la lucha por la independencia y el socialismo, y amplió su marco de actividades en otras organizaciones que se oponían tanto al empleo de la ciencia en lo militar como a la expansión imperialista de Estados Unidos. Es este pues mi recuerdo sobre Richard Levins. Pensándolo bien, creo que lo puedo llamar americano con toda legitimidad. Se ha ganado con creces ser ciudadano de esta América porque como Martí es de los que con los pobres de esta tierra ha querido su suerte echar.

NOTAS 1 Por cierto, junto a Richard Lewontin, Levins ha escrito uno de los análisis más lúcidos y muldimensionales del lysenkoísmo. Ver Lewontin y Levins, “El problema del lysenkoísmo”. 2 Para una breve discusión sobre este particular, ver el estudio de J.B. Foster, Marx’s Ecology: Materialism and Nature. 3 Ver el último capítulo de The Dialectical Biologist. 4 Sospecho que la dedicatoria a Engels de esta colección de ensayos —“To Frederick Engels, who got it wrong a lot of the time but who got it right where it counted”— tiene mucho que ver con este punto tan crucial.


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REFERENCIAS Foster, John B. Marx’s Ecology: Materialism and Nature. New York: Monthly Review P, 2000. Levins, Richard. “A Permanent and Personal Commitment”. Voices for Independence: In the Spirit of Valor and Sacrifice. White Star Press. www.peacehost.net/WhiteStar/Voices/ levins.html. . Preface. Talking about Trees: Science, Ecology and Agriculture in Cuba. New Delhi: LeftWord Books, 2008. . “De rebelde a revolucionario”. La escalera I (abril-mayo 1966): 3-18. Lewontin, Richard y Richard Levins. “El problema del lysenkoísmo”. Eds. H. Rose y S. Rose. La radicalización de la ciencia. México: Editorial Nueva Imagen, 1980; también en The Dialectical Biologist. Cambridge: Harvard UP, 1985. Marx, Karl. El capital: crítica de la economía política. I. México: Fondo de Cultura Económica, 1999.


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DESDE EL OBSERVATORIO DE LAS INDIAS OCCIDENTALES: GORDON K. LEWIS Y LOS ESTUDIOS DEL CARIBE AARÓN GAMALIEL RAMOS

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a primera visita de Gordon K. Lewis a Puerto Rico en 1949 concurrió con la sacudida que sufrió el Caribe después de la Segunda Guerra Mundial. En las posesiones británicas, holandesas, francesas y estadounidenses del Caribe se consideraban los rumbos que habrían de tomar las posesiones coloniales del Caribe en la nueva cartografía poscolonial que se dibujaba. En Puerto Rico se debatía la propuesta para acabar con las viejas formas coloniales, con las cuales Estados Unidos manejó su principal territorio en el Caribe durante medio siglo. Lewis era entonces invitado de Pedro Muñoz Amato, quien era decano de la Facultad de Ciencias Sociales y director de la escuela de Administración Pública de la Universidad de Puerto Rico, y también dirigía el equipo de expertos a cargo de realizar las pesquisas en apoyo de la labor de la Convención Constituyente. Era entonces estudiante en el Departamento de Gobierno de la Universidad de Harvard, que dirigía Rupert Emerson, quien había sido director de la División de Territorios y Posesiones Insulares del Departamento del Interior a comienzos de la década del cuarenta, y también era un autor reconocido sobre el tema del colonialismo. En ese entorno académico laboraba, además, Carl J. Friedrich, especialista en federalismo con estrechas ligaduras con Puerto Rico. Ambos académicos se vincularon a las transiciones políticas que ocurrían en Puerto Rico como resultado de la propuesta de Estados Unidos de convertir el territorio en un commonwealth dentro del sistema federal estadounidense. Fueron primeramente 361


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consejeros de la Asamblea Constituyente de Puerto Rico en la preparación de la constitución de Puerto Rico, y luego figurarían como fervientes creyentes en el nuevo arreglo político1. Más adelante, el joven Lewis se unió al grupo de intelectuales que asesoraba a la Asamblea Constituyente que plasmaría el commonwealth a comienzos de los años cincuenta (Maingot, “The Passionate Advocate...” 2). A mediados de esa década, Lewis regresó de nuevo a la Isla para integrarse como profesor a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, donde trabajaría el resto de su vida. Desde su residencia en Puerto Rico, que consideraba su “strategically located perch”, fue poco a poco afinando su papel como figura clave en los estudios sobre Puerto Rico y el Caribe. Su primer texto, Puerto Rico: Freedom and Power in the Caribbean, que publicó en 1963, tuvo fuertes resonancias en círculos universitarios y políticos de Puerto Rico y el Caribe. Desde su nueva casa construyó también su propio observatorio del Caribe, viajando intensamente por aquellos países cuyas realidades pensaba que habían sido soslayadas o incomprendidas, conversando con sus líderes y sus gentes, y observando los acontecimientos en la región de la cual pasó a ser uno de sus principales intelectuales. Sobre estas tierras escribió varios trabajos que lo lanzaron a la cima de lo que entonces era un campo de estudios sobre el Caribe en formación, como fueron: The Growth of the Modern West Indies, de 1968, The Virgin Islands: A Caribbean Lilliput, de 1972, y Main Currents in Caribbean Thought: The Historical Evolution of Caribbean Society in its Ideological Aspects, 1492-1900, que publicó en 1983, consolidando con ese texto su prestigio como estudioso de esta región. Al final de cuentas, este galés, quien en sus años de estudiante estuvo atraído por el estudio del socialismo cristiano en la Inglaterra decimonónica, acabó siendo una de las figuras más insignes en los estudios del Caribe, campo en torno del cual sostuvo una postura crítica a lo largo de su vida intelectual.

EL MEDIOAMBIENTE DE POSGUERRA Los estudios del Caribe fueron estimulados, inicialmente, desde el escenario de transiciones geopolíticas que ocurrieron en esta región durante la segunda posguerra. Con el desmantelamiento del


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imperio colonial británico y el neerlandés, Estados Unidos se fue convirtiendo en la potencia hegemónica en esta zona, lo que incrementó su interés por conocer la naturaleza de las intensas transformaciones sociales y económicas por las que atravesaron las sociedades del Caribe durante la guerra y la posguerra. Ello, sin lugar a dudas, contribuyó al interés desplegado por Estados Unidos para aumentar su conocimiento sobre un área que había sido zona de predominio europeo por siglos, y que veía amenazada por la Guerra Fría. Los fundamentos de los estudios regionales fueron primeramente trazados por la sección de investigación de la Comisión Angloamericana, que se edificó con la finalidad de proporcionar información sobre los problemas sociales que afectaban a los territorios de Gran Bretaña, Holanda, Francia y sobre sus propias posesiones. Cuando se revisa la agenda de trabajo en las ciencias sociales, a lo largo de los años cuarenta, es evidente la preocupación que tenían los científicos sociales de ese período con el conjunto de problemas que emanaban de las transformaciones sociales y económicas dramáticas que emergían durante ese período2. Como resultado de ello, Estados Unidos estimuló la creación de variadas estructuras internacionales para incrementar el intercambio técnico e intelectual en el Caribe durante la guerra y la posguerra, tales como la Administración de Cooperación Internacional, y la Sección de Investigación de la Comisión Angloamericana3. Esta última unidad incitó la mirada de la academia estadounidense hacia el mundo colonial que se derrumbaba4. La segunda posguerra dejó al descubierto la ausencia de instituciones educativas que sirvieran de apoyo en la edificación de las nuevas naciones que se forjarían como producto de la descolonización, por lo que entre la intelectualidad caribeña, principalmente el Caribe británico, se debatía la importancia de organizar instituciones educativas y centros de investigación con el objetivo de transitar de la colonia al país, lo que se denominaba entonces nation building. En ese entorno, convergió el interés de la intelectualidad en el Caribe por ampliar el conocimiento sobre las sociedades del Caribe, con el interés de la academia estadounidense por los estudios regionales, o area studies. De esa confluencia derivaron dos importantes centros de investigación académica de la región: el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de


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Puerto Rico, en 1945, y el Institute of Social and Economic Research de la University of the West Indies, en 1948. Estos dos centros de pesquisa establecieron, por así decirlo, la zapata de los estudios del Caribe5. Los intelectuales, en este período inicial, estaban menos preocupados con el establecimiento de estudios del Caribe que con la elaboración de una red de información con el fin de promover el intercambio de pesquisas que se llevaban a cabo en diferentes países de la región. En esta fase inicial, no eran aún estudios realizados por “caribeñistas”, como la próxima generación de estudiosos se llamaría a sí misma, sino más bien un esfuerzo por recabar información de las diferentes áreas del Caribe para fines de formulación de políticas, esfuerzo del cual formó parte Eric Williams, quien luego se destacaría como el principal dirigente de la emergente nación de Trinidad. Un campo académico formal para estudiar el Caribe se fue creando años después, cuando algunas instituciones de educación superior de Estados Unidos tomaron interés en el estudio de esta región, que había sido históricamente una zona reservada para la mirada de la intelectualidad europea. En el mundo académico estadounidense se manifestaba una creciente expresión de preocupación por definir una agenda de estudios sobre una región que era cada vez más importante para Estados Unidos y sobre la cual existía poca literatura disponible6. Como resultado de ello, durante la década de 1950, algunas universidades estadounidenses fomentaron la transición, de los estudios separados sobre países y territorios, a los estudios de la región en su conjunto, aprovechando el empuje de los estudios de área durante la década del cincuenta. En esa visión, el Caribe era concebido como una región cultural con rasgos comunes propios, donde se destacaba la historia común de la esclavitud, la herencia africana, la configuración étnica y racial, y las formas particulares de organización social diferentes a las que definieron los estudios sobre la América Latina. En la reunión anual de 1956 de la American Association for the Advancement of Science, se llevó a cabo una discusión en torno a la importancia de la zona que animó la celebración de uno de los primeros simposios sobre estudios del Caribe. El mismo se celebró un año más tarde, en 1957, con la participación de autores de la talla de Edgar T. Thompson, Elena Padilla, Eric Williams, Frank Tannenbaum, Lloyd Braithwaite, M.G.


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Smith, Raymond T. Smith y Robert Manners, y Vera Rubin, quien editaría la colección de ensayos presentados en el mismo7. El programa de investigaciones de los primeros estudiosos del Caribe fue tan diverso como sus orígenes intelectuales. Algunos de ellos estaban interesados en explorar los rasgos distintivos de las sociedades caribeñas, que las distinguían de otras áreas de investigación, como los estudios de América Latina, las continuidades en el desarrollo histórico de las sociedades de la región, tales como los sistemas agrarios de haciendas y plantaciones, las particularidades culturales y la diversidad étnica y racial, entre otros temas que dominaron la agenda de los estudios nacientes. Esta orientación regional caracterizó los estudios sobre el Caribe realizados por investigadores como Sidney Mintz y Harry Hoetink, entre otros. Fue además determinante en la organización del Instituto de Estudios del Caribe de la Universidad de Puerto Rico en 1958 (Crassweller 238). Con el anuncio de la independencia de las posesiones británicas en el Caribe, las élites intelectuales, próximas a desempeñarse como líderes de la vida política y de la educación en sus países, manifestaron un interés por construir un centro de estudios sobre el Caribe que apoyara el objetivo de conducir investigaciones sobre la zona y que sirviera asimismo de agente de la descolonización y de la integración regional (Maingot, “Introduction” xiii). Sobre ello Maingot narra el intento que hizo el académico trinidario Eric Williams, a comienzos de la década del cincuenta, para organizar un programa de estudios del Caribe en la región. Williams habría tratado de que el dirigente jamaicano Norman Manley estableciera un programa de estudios del Caribe en el recientemente creado University College of the West Indies, en Jamaica, pero que Manley “was not encouraging about Jamaica, but was high on Puerto Rico” debido a su atmósfera agradable, el respeto a la libertad académica y “the appreciation of ‘pure research’ for concrete programs of action”8. Sin embargo, las colonias británicas no disponían de recursos para ese objetivo, por lo que su establecimiento en el territorio estadounidense tomaría ventaja del interés que había en el mundo académico de Estados Unidos por los estudios del Caribe, la disponibilidad de fondos en las instituciones de educación superior


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de ese país, durante la posguerra, y la idea prevaleciente en la clase política puertorriqueña sobre el papel que Puerto Rico debía cumplir como enlace entre Estados Unidos y sus vecinos del Caribe9.

LOS ESTUDIOS DEL CARIBE Lewis repasaría los rasgos del período fundacional cuando ofreció su conferencia autobiográfica “The Making of a Caribbeanist”, en uno de los seminarios auspiciados por el Caribbean Institute and Study Center for Latin America (CISCLA) y la Universidad Interamericana de Puerto Rico en 1983. En ese seminario evocaba el hecho que se trataba de un campo de interés académico poco concurrido, y agradecía la suerte que tuvo al estar presente en su nacimiento, junto a otros intelectuales como Sidney Mintz, Robert Manners, Paul Blanshard, Eric Wolf, Eric Williams, quienes, como él, “may properly claim to be pioneers in the systematic and scholarly study of the region” (“The Making of...” 5). Sin embargo, Gordon K. Lewis no fue un intelectual prominente de la comunidad de caribeñistas que floreció durante los años cincuenta. Si bien Lewis fue parte de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico durante los años sesenta, cuando se comienzan a desplegar los cursos en torno a la temática del Caribe, no fue un actor intelectual prominente durante los primeros años de vida del Instituto de Estudios del Caribe de la Universidad de Puerto Rico10 . Además, como se percata Maingot, Lewis no figura como autor en ninguna de las dos compilaciones que revelan los orígenes de los estudios del Caribe: el simposio sobre estudios del Caribe organizado por Vera Rubin en 1960, en el cual se evaluaba el desarrollo de ese campo de estudios, y el Número Especial sobre el Caribe, publicado ese mismo año por la Revista de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, en el cual escribieron, entre otros ensayistas, figuras del mundo académico que habrían de ser reconocidas más tarde como importantes “caribeñistas”: Sidney Mintz, Elsa Goveia, Thomas Mathews y Harry Hoetink. Además, advierte que Lewis no fue parte del “vibrant scholarship emanating from UWI [The University of the West Indies], Jamaica” durante esos años (Maingot, “Introduction” xxx).


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Una de las claves para explicar su falta de relieve en los foros iniciales la propone el propio Lewis, en su conferencia autobiográfica, cuando alude al suplicio por el que atraviesa un autor para producir una gran obra de importancia para el Caribe, como aquellas que fueron creadas por autores como C.L.R James, Elsa Goveia, Fernando Ortiz, Gabriel Debien, Jean Fouchard, Jean Price Mars, Lowell Joseph Ragatz y Manuel Moreno Fraginals. Lewis propone que, como ellos, el caribeñista, “...must be prepared to face the loneliness of the long distance runner. He must, in a way, be the Puritan in Babilón, so that he can put aside all of the distractions that beset him in the kind of pagan, acquisitive society in which he lives; that might even mean —and it is a hard saying— putting aside even wife or husband, children and friends; for he or she, if worth their salt, will be possessed of a demonio urge to write that nothing else will satisfy or allay” (“The Making of...” 13). Aunque la concepción que tenía Lewis acerca de la disciplina del escritor puede explicar su falta de disposición para estar presente en los varios eventos de esa época, ella sola no esclarece la relación de Lewis con ese campo de estudios. Lewis fue precursor de los estudios del Caribe de otro modo. A diferencia de muchos de los caribeñistas del período fundacional, quienes fueron estimulados por el desarrollo de los estudios regionales durante la posguerra, Lewis fue espoleado en esa ruta por el escenario de sus primeros años en Puerto Rico, donde se topó por primera vez con las grandes interrogantes que habrían de definir su trabajo comparado en la región, como lo fue el peso de los colonialismos en la configuración del Caribe poscolonial, los obstáculos en la ruta de la unidad de la región y la proliferación de estudios de espaldas a los intereses de los pueblos en la zona. Desde sus primeros escritos Lewis muestra su desconfianza hacia el papel del intelectual colonizador en los estudios sobre las sociedades de la región, siempre presto a defender el proyecto colonial, dado que “if trade follows the flag, so does intellectual enterprise” (“The Making of...” 10). Su examen de las sociedades caribeñas se enmarca en una labor de crítica intelectual que impregna todos sus escritos, escudriñando las fuentes históricas de cada una de las sociedades del Caribe por las que se interesó, y desmenuzando


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los trabajos que sobre ellas publicaban los intelectuales de su época. Lewis consideraba que esa literatura era reflejo de la persistencia del conocimiento ausentista, o absentee scholarship, que estuvo presente a lo largo de la historia del colonialismo, la cual juzgaba tan perverso como el ausentismo económico y el político (Puerto Rico: Freedom... vii). Lewis expresa su crítica feroz a la escisión que hacían muchos científicos sociales de su época entre el conocimiento y el contexto social del cual eran parte. Argumentaba que la más importante de las obligaciones de un caribeñista era la de asumir una postura crítica frente a la idea de objetividad prevaleciente en las ciencias sociales de su época. En su lugar, proponía que el estudioso del Caribe debía enmarcar su trabajo en su compromiso con el destino de la región: Most of us study the Caribbean —or at least ought to— because we are affectionately attached to the Caribbean and believe deeply in the cause of its vital and handsome folk-people. For in the long run without them we are nothing (for who would we study?), and in the long run with them we can be everything. (“The Caribbean in the 1980s...” 48)

Estas preocupaciones se desbordaban también hacia la crítica de los estudios del Caribe, por el rumbo que estos tomaban en su paso hacia su conversión en un campo especializado de estudios.

PUERTO RICO Y EL CARIBE Una buena parte de la obra de Lewis se ubica en el escenario que produjo el fin del colonialismo británico, y la conversión del Caribe en zona de influencia de Estados Unidos. En sus primeros trabajos se muestra interesado en comprender el Caribe a fin de contribuir a enfrentar los desafíos que ello representaba para los pueblos de la región. Se aproximaba al estudio del Caribe a partir de varios ejes temáticos que hilvanan su obra: las diferentes modalidades de dominación colonial que configuraron las sociedades de la región, el legado cultural conflictivo del colonialismo, manifestado en las segmentaciones sociales, étnicas, raciales, lingüísticas, y religiosas, y los obstáculos a la unidad del Caribe. Sin embargo, a pesar de esa amplitud, su interés


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investigativo se centró en aquellas sociedades que fueron conmovidas durante la era de la descolonización. Fuera de referencias necesarias a Haití y a Cuba, sobre todo al impacto de la Revolución Cubana en el Caribe, su obra se circunscribe a Puerto Rico y el Caribe anglófono; y, en menor escala, las Antillas francesas y neerlandesas. Sus escritos revelan su convicción acerca de su papel como intelectual orgánico de la incesante lucha por la emancipación de los pueblos del Caribe. En sus primeros trabajos, enmarcados en el derrumbe de las estructuras tradicionales del colonialismo, Lewis se coloca a sí mismo como el estudioso capaz de influir con su conocimiento sobre las mentes de la clase política en la región. Aunque Lewis se reconocía como extranjero en el Caribe, formó una familia que se movía entre el mundo criollo puertorriqueño y el trinidario; tuvo también acceso a la clase política de Puerto Rico y el Caribe anglófono, a la cual consideraba como audiencia clave para sus ideas11. En cierta medida, son obras dirigidas al liderato político naciente en el Caribe de posguerra, como advierte Franklin Knight cuando dice que el libro The Growth of the Modern West Indies era un intento de Lewis de ofrecer un diagnóstico y una prescripción de la sociedad en el Caribe inglés, “for the new leaders emerging in the newly independent states” (Knight xxii). Este parece ser también un objetivo en sus libros sobre Puerto Rico y las Islas Vírgenes12. Si bien conocía de primera mano el colonialismo británico, tanto su estancia en Estados Unidos como su residencia en Puerto Rico lo alertaron sobre las particularidades del dominio colonial estadounidense, que, a diferencia del europeo, veía como un colonialismo de “cadenas de seda”, distante de los modos de opresión clásica que se llevaron a cabo en la Indonesia holandesa o la Algeria francesa (Puerto Rico: Freedom... 565). A las colonias estadounidenses en el Caribe les dedicó dos libros importantes: Puerto Rico: Freedom and Power in the Caribbean, en el cual considera a Puerto Rico como prototipo de los problemas relacionados con la confrontación entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado; y The Virgin Islands: A Caribbean Lilliput, las cuales Lewis consideraba islas americanas en lo político, pero culturalmente vinculadas a las Indias Occidentales británicas.


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En el libro sobre Puerto Rico, Lewis realiza su ruptura con el grupo asesor de la Convención Constituyente. Es también una impugnación de las posiciones del grupo encomiástico de asesores, dirigido por su antiguo maestro, Carl Friedrich, a quien acusa de invocar una analogía con el Commonwealth británico como modo de soslayar el problema de subordinación contenido en el arreglo político del Commonwealth (Puerto Rico: Freedom... 421-423). Dos temas hilvanan el libro: el peso de los dos colonialismos, el de España y el de Estados Unidos, sobre economía y sociedad, y la ausencia de una conciencia regional entre los puertorriqueños. Para Lewis, el hecho de que el colonialismo español y el estadounidense obstaculizaran las relaciones íntimas con el Caribe explica la conciencia insular de los puertorriqueños, manifestada en su desinterés histórico hacia el Caribe. El título mismo del libro resume la propuesta que hace Lewis para la inserción del territorio en el flujo descolonizador británico, el cual le sirve de ejemplo, a fin de lograr que el territorio estadounidense asuma el papel en el Caribe al cual la ubicación geográfica les da derecho (Puerto Rico: Freedom... 492). El libro es también un adelanto del trabajo comparativo acerca del legado del colonialismo que llevaría a cabo en sus próximos trabajos. The Growth of the Modern West Indies sale a la luz apenas un lustro más tarde, en medio de la transición hacia la independencia de las Indias Occidentales británicas, justo cuando las antiguas potencias europeas van cediendo el paso a la presencia imponente de Estados Unidos sobre el Caribe. En él Lewis revela una cierta ansiedad con la nueva geopolítica regional cuando dice que, The grant of independence, frankly, merely signalizes the fact that Caribbean societies have passed from the older British protective umbrella to the new American hemispheric power-system. The implications of that transfer, to say the least, are ominous. It means that the American presence —which by geographical location and historical interest alone will always be there— will shape, for good or ill, the region’s future development unless countering forces make themselves felt. (The Growth of the Modern... 441)

En este trabajo manifiesta también su inquietud con la fragmentación regional gestada por el colonialismo, y el papel de la


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clase política del Caribe frente a ese desafío. Para Lewis la sustitución del imperio británico por la hegemonía de Estados Unidos no se manifestaba apenas como un hecho externo, sino que las presiones americanas que le acompañaban tendían a exacerbar las luchas políticas internas de sociedades fragmentadas a través de sus historias coloniales (The Growth of the Modern... 442).

SUS ÚLTIMOS AÑOS En los últimos años de su vida, Lewis fue perdiendo la confianza en la capacidad de las clases políticas en el Caribe de dirigir la región hacia su unificación como región toda vez que el impacto de Estados Unidos sobre la zona ha intensificado el espíritu de la alienación en el Caribe. Las transformaciones en la arena política de Puerto Rico, con el auge anexionista de los setenta, los eventos en Guyana en 1978, y la crisis política en Grenada en 1983, impactaron a Lewis y su visión acerca del futuro del Caribe13. Si Freedom and Power in the Caribbean y The Growth of the Modern West Indies fueron obras dirigidas a una audiencia de líderes de Puerto Rico y el Caribe, en Notes on the Puerto Rican Revolution y Grenada: The Jewel Despoiled, Lewis muestra su pérdida de confianza en las clases políticas caribeñas fracasadas y el debilitamiento de su apuesta a la conciencia regional para superar el insularismo histórico de los pueblos del Caribe14. Al final de su vida Lewis también se mostró inconforme con el rumbo que tomaban los estudios del Caribe, sobre todo el peligro de la americanización de este campo de estudios15. Consideraba que su dependencia de las ricas fundaciones filantrópicas constreñían la investigación al “quick, grant-aided research trip from some North American or European campus”, que producía conocimiento desconectado del cuadro histórico en que éste se llevaba a cabo (Puerto Rico: Freedom... 19). En 1981, en su discurso ante la Sexta Reunión Anual de la Asociación de Estudios del Caribe, celebrada en St. Thomas, Gordon K. Lewis tuvo la oportunidad de esbozar su visión acerca de los estudios del Caribe. Hizo un llamado a forjar una nueva agenda de estudios del Caribe para enfrentar los nuevos problemas de la región. Lewis comenzó por reconocer que tres


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escuelas de pensamiento han dado forma a los estudios del Caribe: la tesis de la sociedad plural, la tesis del Poder Negro, y la escuela de la dependencia. Después de revisar la contribución y las dificultades de cada una de estas escuelas, Lewis trazó lo que él creía que sería el programa de investigación para la década siguiente. Le preocupaban las nuevas formas de gobierno que se manifestaban en la región, y lo que le parecía era una nueva década en la cual el autoritarismo extendería sus alcances por toda la región. Propuso una agenda de estudios sociales que tuviera como centro a los pobres urbanos, las clases trabajadoras, y la difusión de los grupos urbanos de clase media orientada por los medios masivos de comunicación estadounidenses. En su presentación, Lewis advertía que el Caribe se había convertido en un feudo económico controlado por las multinacionales, repleto de paraísos fiscales, y propuso que se examinara a estos nuevos amos, los nuevos capitalistas financieros globales, como parte de la nueva agenda de estudios del Caribe. Propuso, además, una agenda de estudios de la política en la región dirigida a explorar la alianza entre las grandes empresas y los grandes gobiernos, proponiendo la mirada al modo en que estas élites gerenciales toman decisiones y de cómo el ejercicio del poder del Estado ha afectado las libertades individuales. Finalmente, esbozó una agenda de estudios culturales que prestara atención a las religiones populares y la criollización de las fuentes religiosas norteamericanas, y por unos estudios que hicieran balance del nacionalismo caribeño, del manejo de la soberanía en la región, y de los supuestos básicos del desarrollo. Por último, hizo un llamado a seguir lo que llamó principio de la obligación, basado en un “less the look at structures than the handsome folk people affected by them, through more research based on oral history, oral sociology, oral anthropology16. A pesar de su aislamiento del mainstream de los estudios del Caribe, Lewis acabó dirigiendo el Instituto de Estudios del Caribe entre los años 1983 y 1987, tres décadas después de haber ingresado a la Facultad que lo acogía y casi al final de su vida. Tanto sus años de vida, como su falta de interés en las cuestiones administrativas asociadas a la dirección de una unidad académica en la universidad, lo llevaron a concluir su breve lapso en el servicio administrativo de


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la Universidad de Puerto Rico. Al concluir su gestión dejó un escrito de su autoría que tituló “Testimony”, en el cual, además de dejar constancia de las dificultades por las que atravesaba esa unidad de investigaciones, recalcaba la necesidad de continuar mirando al Caribe como un ámbito de estudios separado de los Estudios Latinoamericanos, vinculación que se asomaba con fuerza por los corredores universitarios, debido, sobre todo, a la cercanía histórica de Puerto Rico con Cuba y República Dominicana.

NOTAS 1 Las visiones de estos y otros académicos favorecedores del commonwealth

fueron incluidas en un número especial de la revista The Annals of the American Academy of Political and Social Science en enero de 1953. En 1959, Friedrich publicaría el libro Puerto Rico: Middle Road to Freedom, en apoyo del nuevo arreglo político. 2 A partir de 1951, se publicó la serie bibliográfica, Current Caribbean Bibliography / Bibliographie Courante de la Caraïbe, que comprendía las reseñas de las publicaciones de la Comisión del Caribe. 3 La sección de investigación de la Comisión Angloamericana fue creada con el fin de fomentar y fortalecer la cooperación social y económica en el Caribe. A través de esta filial, la Comisión acopió información sobre los territorios británicos y estadounidenses. A partir de 1946, cuando Francia se incorporó a los trabajos de la Comisión, fueron incluidas las posesiones francesas. 4 Ver el artículo de Leslie Manigat, “From 1950 to 1975: The Emergence of the Caribbean in the International Scene”, en el libro The Caribbean Yearbook in International Relations, editado por Manigat. 5 A finales de la década del cincuenta Lloyd Braithwaite, quien era investigador en el ISER del University College of the West Indies, había manifestado su preocupación por la creación de centros de estudios del Caribe con una agenda de estudios distinta del tipo de trabajo realizado para los gobiernos coloniales: “Such a recogniton of social science within the area is reinforced by the concern which many North American universities are now taking in the Caribbean. It is highly desirable, under the circumstances, that the older, more estabished institutions, appreciate that with little effort their work can be so organized as to help establish not merely a social science of the area, but in the area as well” (107).


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6 La inquietud con el vacío bibliográfico la resumió la antropóloga Vera Rubin, al destacar el contraste manifiesto en aquellos tiempos entre la importancia histórica de la región y los escasos escritos sobre la misma: “Since the voyages of Columbus, the Caribbean has played a strategic role in world history, economics, and politics. The production of sugar, the “white gold” of the New World, brought in its wake migrations to the Caribbean from many parts of the world. The confluence of races, social classes, and variant cultural traditions in a relatively small, fertile, tropical area has led to the formation of a distinctive West Indian society. But, aside from the writings of chroniclers and travellers, few systematic studies of the Caribbean society have been undertaken until recently” (Prefacio a la primera edición de Caribbean Studies... 1). 7 Rubin conducía un seminario sobre el Caribe junto al antropólogo Charles Wagley, especialista en estudios latinoamericanos, del cual surgió su interés por el Caribe. 8 Según Maingot, Williams procuró el apoyo de Luis Muñoz Marín para que la sede del programa se ubicara en Puerto Rico. 9 En 1960, Richard Morse, director del Instituto de Estudios del Caribe de la Universidad de Puerto Rico anunciaba que, “This balance of speculation, ‘pure’ research and applied knowledge is one which we shall maintain as our plans for training, research and publication materialize. So far as the social sciences is concerned, the point of departure for these plans is the Inter-American Program for Advanced Studies in Social Sciences in the Caribbean Area, to be established within the Institute of Caribbean Studies in January, 1961, in cooperation with the Organization of American States” (7). 10 Su esposa, la trinidaria Sybil Farell, fue editora del Caribbean Monthly Bulletin, fascículo que contenía noticias de los países del Caribe, reseñas de libros y notas sobre la agenda de trabajo del Instituto de Estudios del Caribe. 11 Sobre esto Sydney Mintz escribió lo siguiente: “By what may look to an outsider like an act of will, Professor Gordon Lewis has so firmly identified himself with the Caribbean region that many of his readers think he is West Indian. In fact, his extraordinary acuity as an observer of things Caribbean seems to come precisely from his being a ‘foreigner’ and not a ‘native.’ His view has consistently been pan-Caribbean, and rare indeed is the Caribbean native who can rise more than briefly above a rooted identity in, and with, some particular insular society” (29). 12 Y probablemente el de un volumen sobre el Caribe después de la independencia titulado, Politics and Society in the West Indies, que se propuso escribir como secuela a The Growth of the Modern West Indies (The Growth... ix). 13 Lewis le dedicó un libro a la crisis en Grenada: Grenada: The Jewel Despoiled. 14 “All those who rely upon dubious psychological assumptions about Caribbean human nature, or dream of a Common Economic Community or even a revival of some sort of political federalism like that of the old West Indies Federation, are engaged, it seems to me, in utopia-mongering. Continuing


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research must start off from this recognition of the myth of Caribbean homogeneity” (Lewis, “The Caribbean in the 1980s...” 48). 15 “As an ‘old hand’ in the field, I am tempted to view this growing ‘Americanization” of Caribbean studies as a clear and present danger. I do not mean this in a silly anti-American spirit, for American scholars as much as any others belong to the international learning fraternity“ (“The Making of...” 10). 16 Faye Harrison entiende que Lewis fue influyente porque escribía “against conventional conceptions of culture and engaging in modes of cultural criticism and sociopolitical analysis informed by the knowledges and lived experiences of ordinary folk” (52).


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DESDE EL OBSERVATORIO DE LAS INDIAS OCCIDENTALES

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LA HUELLA DE WILLIAM DORVILLIER EN PUERTO RICO LUIS FERNANDO COSS INTRODUCCIÓN

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illiam J. Dorvillier pertenece a una interesante camada de periodistas estadounidenses1 que se ubican en Puerto Rico en la segunda mitad del siglo veinte. Unos vienen y se van; otros se quedan y se establecen. En el año 1959, Andrew Viglucci y William Kennedy constituyen, bajo la dirección de Dorvillier, el excepcional trío de editores jefes del diario The San Juan Star. En su extensa carrera, Viglucci demostraría ser un editor comprensivo y capaz, valiente como lo fue en el caso Maravilla entre 1978-1983, y de gran resistencia al completar en el 2008 casi cincuenta años de relación con el diario. Kennedy, en una estadía de sólo tres años en Puerto Rico, encarna la idea de cuán primordial era para el entonces nuevo diario la calidad de la escritura y la edición. Autor nominado para un Pulitzer de periodismo en 1965, Kennedy recibe un Pulitzer en Literatura tras publicar Ironweed en 1983. El Star mismo podría considerarse un fenómeno, pues nació a contrapelo de una sociedad cuyo idioma principal es el español, por lo cual le pronosticaron una vida corta, y en cambio prevaleció por 49 años consecutivos. Los estadounidenses ocuparon casi siempre las plazas de dirección editorial y empresarial en el Star. Esta fue una norma fija por muchos años. El contacto directo con el público quedaba en manos de un grupo de periodistas jóvenes, por lo general con dominio del español, cuyos talentos, sumados, hacen pensar que una de las 379


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mejores virtudes de Dorvillier como editor-jefe era su capacidad para identificar y reclutar gente excepcional (Mohr 195). En sus primeros años el Star tiene en su nómina a Eddie López, columnista y humorista de primera; Alex W. Maldonado, quien se distinguió rápidamente como reportero investigativo; Harold Lidin, de gran cultura e increíble olfato periodístico; Manny Suárez y Tomás Stella, capaces de armar noticias y reportajes de gran calidad, seguidos de Dimas Planas, Betsy López, Joel Magruder, Ismaro Velázquez y Enid Routté. Todos ellos periodistas de cualidades sobresalientes (“En inglés”)2. Fundado en el año 1959, el San Juan Star nace en una sociedad de signos contradictorios. Los años cincuenta pertenecen a “la década tranquila”, según la designa Fernando Picó. Se vive una “paz social resultado de las nuevas oportunidades de empleo”. …una economía en plena expansión y señales positivas de movilidad social (…) salarios relativamente altos en la manufactura… oportunidades para obtener una educación superior y de ascender socialmente; el logro de aspiraciones materiales y la experiencia del éxito. (260)

Bayrón Toro describe el ambiente político como “otro de los pocos periodos electorales tranquilos de la historia política de Puerto Rico” (229). Pero algo comenzaba a quebrarse. La Revolución Cubana de enero 1959 alcanzaría una notoriedad sin precedentes en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, en consecuencia de lo cual se aviva una ola de anticomunismo feroz. Entre la “guerra fría” y los rezagos del “macartismo” se cuecen nuevas políticas de control y represión en Puerto Rico (Bosque y Colón). En estos mismos años, el país se presentaba ante el mundo como una “vitrina de la democracia”, un ejemplo de progreso económico “milagroso”, paradigma que obreros y estudiantes cuestionarán pronto. Mientras, en la zona de las lealtades atávicas, la Iglesia Católica se colocará al centro de una agria disputa electoral en las elecciones de 1960. El año 1959 anuncia cambios para el periodismo puertorriqueño. Además del Star se funda Claridad, un semanario político de izquierdas que aún sobrevive. Ambos aportan de inmediato nuevos enfoques al periodismo tradicional que se practica en Puerto


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Rico, dominado entonces por un duopolio de horizontes culturales bastante limitados3. En 1962 nace TeVe Guía, la primera revista de circulación general especializada en farándula, seguida de Vea en 1969, ambas de éxito comercial inmediato. En 1964 se lanza la primera edición de San Juan Review, revista mensual de política y cultura, en inglés, que ofrece artículos y reportajes extensos, muy bien escritos, algunos de ellos con agudo sentido del humor, y un montaje de gran calidad. Ante la parálisis intelectual que alimenta la “guerra fría”, San Juan Review puntualiza en algunas temáticas soslayadas por los diarios: las artes plásticas, la literatura y el pensamiento político crítico. Este desplazamiento hacia nuevas opciones en el periodismo culmina, hasta cierto punto, con la fundación de El Nuevo Día en mayo de 1970. En esta nueva década, en muy corto tiempo, son desplazados los dos periódicos históricos, El Imparcial (1918) y El Mundo (1919), predominantes por unos prolongados cincuenta años. Ese gran cambio parece haberse gestado a partir del año 1959.

TRAYECTORIA Tras una visita casual a Puerto Rico, William Dorvillier comenzó un extenso recorrido por la historia del periodismo puertorriqueño. Su contacto directo con el país se extendió desde una luna de miel que lo trajo en 1939 hasta cuarenta años más tarde cuando traslada su residencia permanente de Puerto Rico a Concord, New Hampshire4. En el camino fue fundador y director de los primeros y únicos dos diarios en inglés de gran circulación. Su carrera comenzó como corresponsal de varios periódicos. Trabajó para Associated Press y United Press, y fue su corresponsal en el Caribe. En 1940, luego de un encuentro con Ángel Ramos, propietario de El Mundo, el diario de mayor circulación en Puerto Rico, funda el World Journal. En el marco de las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, este diario llegó a circular sobre 10,000 ejemplares, nutriendo principalmente las necesidades de soldados y personal vinculado a la entonces creciente presencia militar en Puerto Rico. Sus lectores provenían también de los funcionarios recién llegados a propósito de la expansión de los servicios sociales que prestaba el gobierno de Estados Unidos.


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Terminada la Segunda Guerra Mundial, Ángel Ramos liquida el joven diario en inglés y envía a Dorvillier como corresponsal de El Mundo a Washington. Allí permanecerá hasta 1953, cuando regresa a Puerto Rico con la intención de fundar una segunda etapa del World Journal. Ya de regreso, inicia la publicación del Dorvillier Newsletter, un boletín semanal sobre asuntos de negocios dirigido principalmente a empresarios norteamericanos establecidos en Puerto Rico, o interesados en invertir en su economía. El Journal tuvo una brevísima reaparición en 1956. Su corta vida se extendió por sólo nueve meses, cuando Ramos le retira su apoyo económico y decide cerrarlo, aún contra la voluntad de Dorvillier. El San Juan Star, a diferencia de otros intentos que incluyen formatos bilingües o ediciones especiales, se anticipa como un “periódico local” o “community newspaper” (Mohr 188-197). Su principal agenda noticiosa e informativa gravita en Puerto Rico, según puede constatarse desde los primeros días de circulación. El primero de mayo de 1961, a poco menos de dos años de vida, el Star recibe el Premio Pulitzer, el más alto reconocimiento institucional del periodismo norteamericano. Se reconoce así el valor de los editoriales escritos por Dorvillier en contra de la intervención político-partidista de la alta jerarquía de la Iglesia Católica en Puerto Rico durante los procesos electorales de 1960. La revista Time, a propósito del premio, distingue un rasgo importante del carácter de Dorvillier como periodista: William J. Dorvillier, 53, editor and publisher of Puerto Rico’s San Juan Star, is a Roman Catholic. But last fall, during the Puerto Rican elections, he had angry words for three bishops of the island’s Roman Catholic Church. Said Dorvillier in a front-page editorial: “The Catholic bishops who signed the pastoral letter forbidding Catholics from voting for the Popular Democratic Party have transgressed grievously against the people of Puerto Rico, against their country and against the Catholic Church.” Last week Dorvillier’s uncompromising fight for separation of church and state won him the Pulitzer Prize for editorial writing. (…) Even though the Star is one of the youngest (18 months) and smallest (circ. 12,300) dailies ever to win a Pulitzer, the award was well earned. ... While San Juan’s Spanish dailies, El Mundo (circ. 58,586) and El Impartial (51,720) dropped out after protesting the


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pastoral letter, the Star persisted boldly with 20 editorials that drew a stinging answer from the church. (“The Press...”)

Tras echar las raíces del primer diario en inglés de larga duración, abandona el Star en 1967, al mismo tiempo que continúa la publicación del Dorvillier Newsletter, publicación que finalmente desaparece en 1979. Varias fuentes indican que a su salida del Star, Dorvillier intentó reunir capital –sin éxito– para lanzar un nuevo diario en inglés (Hernández 46; “En inglés”). En estos cuarenta años dedicados al periodismo puertorriqueño, Dorvillier tuvo responsabilidades de gran envergadura. Como corresponsal de El Mundo en Washington sirvió de puente de información entre Estados Unidos y Puerto Rico en el periodo crítico que va de 1945 a 1953, años de profundas reformas gubernamentales, el inicio de la Operación Manos a la Obra y la fundación del Estado Libre Asociado. Viglucci describe a Dorvillier como un “lifelong journalist”, abrazado a la idea “obsesiva” de que Puerto Rico era “a place for an English language paper” (“En inglés”). Así, pues, la dedicación de Dorvillier en mantener y desarrollar un periódico en inglés, y el relativo éxito inmediato del Star, ocurren en un momento propicio, justo cuando Estados Unidos ha resuelto echar a andar un nuevo modelo de desarrollo para Puerto Rico.

¿SERÁ VIABLE UN PERIÓDICO EN INGLÉS… A LARGO PLAZO? En Puerto Rico no había capital para una aventura como la del San Juan Star. La inversión principal proviene de Gardner Cowels, Jr., propietario y editor de la conocida revista Look –que competía con Life– y los diarios Des Moines Register y Des Moines Tribune, así como de otros periódicos regionales o locales entre Florida, Montana, Minnesota y ahora Puerto Rico. La relación de la familia Cowels con la prensa se remonta a 1903 cuando fundaron su primer diario. Las notas biográficas de Cowels, Jr, a quien conocían como Mike, y su hermano John, destacan el carácter “profesional” de sus empresas, en particular, su adhesión al principio de la independencia editorial. Así lo hace un extenso reportaje del Time (“The Cowles...”). Se recuerda también, por ejemplo, que para la familia Cowles:


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Two avenues of popularity are open to the newspaper. The first is to yield to flatter, to cajole. The second is to stand for the right things unflinchingly and win respect... A strong and fearless newspaper will have readers and a newspaper that has readers will have advertisements. That is the only newspaper formula worth working to... After making all allowances the only newspaper popularity that counts in the long run is bottomed on public respect. (Strentz)

Otros apuntes biográficos indican que Mike Cowles hizo su inversión en Puerto Rico fascinado con la idea de anticiparse a la anexión del país (“En inglés”; Hernández 30). El líder ascendente del movimiento anexionista, Luis A. Ferré, formó parte del conjunto de inversionistas menores de la nueva empresa y eso hace pensar en otro eslabón de la cadena que vincula al Star con una orientación política proclive al anexionismo. De hecho, Luis A. Ferré celebra la fundación del diario en los siguientes términos: As an advocate of statehood… I am happy to welcome an English speaking newspaper, which will increase understanding between us and our continental fellow citizens and will help to do away with prejudice and ignorance, thus opening the way to our admission as a state of the Union… At the same time, it will help to expand the use of the English language in Puerto Rico… (“A Salute...”)

Ferré se retira a los pocos meses de la empresa, pero la asociación política siempre queda bajo sospecha, sobre todo del movimiento independentista. A eso se añade que el alto mando militar de las tres ramas marciales, el gobernador Nelson Rockefeller y hasta el mismo presidente Eisenhower saludan el nacimiento del Star5. En realidad, puede tratarse de un ritual de relaciones públicas común en cualquier otra parte de Estados Unidos y, hasta predecible, tratándose de un propietario del nivel de importancia de la familia Cowles6. En nuestros periódicos de principios del siglo veinte puede constatarse la influencia que ejerce la prensa estadounidense. Ello quedaría plasmado de manera inequívoca con la fundación de El Mundo, en 1919, diario que copió al pie de la letra el formato del New


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York Times. Poco más adelante, en la segunda etapa de El Imparcial a partir de 1933, éste copia al dedillo el estilo del escandaloso Daily News de Nueva York. A ello se suma la experiencia universitaria de la élite profesional puertorriqueña que, a diferencia del siglo diecinueve, se orienta más hacia los centros educativos de Estados Unidos. En la década de 1940 comienzan a llegar también los primeros graduados de sus escuelas de periodismo. La fundación y la vigencia del San Juan Star desde 1959 comprueban, en alguna medida, el cambio poblacional que se ha registrado en Puerto Rico. José Luis Vázquez Calzada estima la presencia de poco más de 6,000 estadounidenses para 1940; en 1950, se calculan 13,176, y 50,910 para 1960. Esta cifra casi se cuadruplica en 1970 cuando aumenta a 196,244. Aunque se admite un margen de error significativo por el regreso de boricuas de Estados Unidos, el estudio de Vázquez identifica 111,000 personas de ambos padres estadounidenses para 1970 (3-6). Es una población potencialmente apta para un diario en inglés, sin contar el turismo “continental” y las comunidades flotantes que representan tanto el personal militar como el de las agencias federales. Se trata también de un cambio de paradigma económico. Puerto Rico se encuentra en plena ebullición industrial. Como se ha demostrado en distintos estudios, a partir de 1947 el gobierno de Puerto Rico favorece el establecimiento de industrias de capital proveniente de Estados Unidos (Dietz; Meléndez). En los años de 1950, en su momento culminante, inauguraba sus puertas una fábrica cada día. Entre 1950 y 1973, el ingreso per cápita se cuadriplicó. Para 1970, el 90 por ciento de los fondos de inversión provenían de Estados Unidos (Calem 89-95). Tras ese enorme capital en tránsito hacia el país es de esperarse que la población estadounidense en Puerto Rico se encuentre ligada sobre un 35 por ciento al sector industrial, un sector demográfico usualmente vinculado a la lectoría de periódicos (Vázquez 23). Y todo esto, en el marco de una nueva y estrecha relación vital con el “continente” en la medida en que, en sólo veinte años, entre 1950 y 1970, aproximadamente 600,000 puertorriqueños habían ubicado su residencia en Estados Unidos (Calem 95). La imagen de Puerto Rico cambió también en Estados Unidos.


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Long known as the “poorhouse of the Caribbean” and a disgrace to the American flag, Puerto Rico acquired a reputation as the “showcase of democracy”… now Puerto Rico was known as a place where “things were happening”. Many young American college graduates came and settled, as did businessmen, insurance agents and economists. (Calem 90)

Al cambio poblacional debe añadirse un factor inherente a la coherencia del Star como una publicación en inglés, pero afincada en Puerto Rico desde el punto de vista temático y operacional. Me refiero a la diferencia que marcó su propuesta editorial y su estilo. Eugene Mohr lo sintetiza así: The most obvious reason for the Star’s success was Dorvillier’s ability to attract talented editors and writers (…) A judicious blend of local, national, and international news; use of the major news services; editing down of news stories to quickly readable essentials; striking photography; popular syndicated columnists; sophisticated comic strips; and generous coverage of television, arts, and local interest events have all contributed to the paper’s popularity among both the Spanish and the English speaking residents of the island. (95)

LAS HUELLAS DE DORVILLIER Si bien Dorvillier tuvo enfrentamientos puntuales y frecuentes con los poderes políticos e institucionales “locales”, como veremos más adelante, lo cierto es que resulta evidente la total ausencia de perspectiva crítica respecto a Estados Unidos. En su único libro publicado, Workshop, USA: The Challenge of Puerto Rico, examina la condición social y económica de Puerto Rico entre 1948 y 1962. En esta oportunidad para una reflexión de orden más complejo del que ofrece el género periodístico del editorial o la noticia, su visión de los puertorriqueños se perfila, no obstante, paternalista, condescendiente, a veces arrogante. Fuera de algunas descripciones de la vida cotidiana, que no parecen nunca construidas desde una experiencia personal sino más bien relatos tomados de la prensa, su aproximación al país es esencialmente racional-instrumental. Sin el más mínimo cuestionamiento, prevalece la política oficial de los poderes metropolitanos, que pasan –casi invariable– por la pretendida supe-


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rioridad moral y política de Estados Unidos sobre el pueblo puertorriqueño. El empleo de un concepto como “workshop” para representar a Puerto Rico, emparenta con la noción del país como “showcase”, concepto clave de la estrategia diseñada para proyectar a Puerto Rico como un “milagro” económico del capitalismo y la democracia USA. Como señala Grosfoguel, Estados Unidos le asigna un importante papel simbólico a Puerto Rico en su disputa internacional con la Unión Soviética y los movimientos de liberación nacional. El derecho a elegir gobernador, aprobar una constitución propia y recibir cuantiosos fondos federales, alejaba supuestamente a Puerto Rico de la imagen de país invadido y colonial, y a Estados Unidos de la acusación de “imperio opresor” (56-58). Así puede explicarse que Dorvillier destine su libro únicamente al público “continental”, al que supone ajeno a los asuntos “locales”, y con un posible resentimiento dada la creciente asistencia económica que reciben los puertorriqueños sin pagar impuestos (formalmente). De ahí el cuidado del autor en presentarnos como un pueblo atrasado, sí, pero trabajador. Los capítulos llevan títulos que comprueban, sin duda alguna, la orientación del texto: “The People go to Work”, “The Spirit of SelfHelp”, “Farmers join the Team”, “Something from Nothing”, “Bringing the Challenge to Us”. Es entre los puertorriqueños donde Dorvillier se luce como crítico, periodista lince y sagaz. En su primer editorial promete guiarse por convicciones muy estrictas. Sus palabras evocan el canon del periodismo profesional inmortalizado por el New York Times y adoptado también por la familia Cowles. En términos muy parecidos a los de Adolph Ochs en 1890, y su lema “without fear or favor”, Dorvillier declara: That you deserve honest reporting. That your newspaper should inform, protect, and entertain. That the staff must have a conscientious devotion to its professional duty. That you have the right to know what your government is doing, how it is conducting your affairs… That we must be unafraid and strongly independent… That we must be fair… that in the final analysis your Star must have guts and integrity. It is strongly determined to have both. (“Editorial Policy”)


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Al menos dos trabajos de investigación académica puntualizan el carácter “profesional” del San Juan Star: la tesis de Israel Rodríguez Sánchez, El escándalo político y el periodismo de investigación (2005), y la tesis de Yanira Hernández Cabilla, Instancias histórico-testimoniales sobre los primeros 35 años de The San Juan Star 1959-1995 (2003). Alex W. Maldonado, por su parte, identifica a sus jefes de redacción como “tres grandes editores”. En sus palabras, Viglucci, Kennedy y Dorvillier constituían un trío excepcional (Coss 258-259). El diario entró a la “historia” cuando Dorvillier tomó la decisión de enfrentarse a la Iglesia Católica, institución que había incursionado en la política al promover la creación del Partido Acción Cristiana y amenazar con la excomunión de los feligreses que votaran por el Parido Popular Democrático en las elecciones de 1960. Entre octubre y noviembre de este año, el Star publica una serie de veinte editoriales reclamando con vehemencia la norma constitucional de separación iglesia-estado, al mismo tiempo que indirectamente se enfrenta al Partido Republicano y a Ferré, quienes guardan una conveniente distancia de la polémica. El riesgo de provocar la antipatía pública de sus lectores –la mayoría eran estadounidenses de otras denominaciones o que no votaban– y perder anunciantes, era mínimo. La decisión, sin embargo, los colocaba de frente a un poder simbólico nada despreciable y afectaba los intereses de un aliado concreto: los estadistas. El Star y Dorvillier se mantuvieron firmes en la crítica y poco más adelante esos editoriales le ganaron un gran reconocimiento. Maldonado asegura que lo más “doloroso” para Dorvillier en este proceso fue el enfrentamiento que esto significaba con Ferré, con quien simpatizaba, y alinearse con Muñoz Marín, por quien no sentía el mismo afecto (“En inglés”). Los editoriales, por otra parte, daban una lección de vigor periodístico desde una zona venida a menos: el análisis independiente de la realidad del momento. El caso tuvo repercusiones. El New York Times y la revista Life publicaron editoriales al respecto. En cambio, en Puerto Rico, según José Romeu, “ningún periódico prestó tanta atención ni discutió el asunto con tanta resonancia como The San Juan Star” (209). Posterior a este proceso, el Partido Acción Cristina desapareció y la sociedad superó


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una prueba propia de modernidad política al deslindar el campo entre estado e iglesia. Todo esto nos hace pensar en el peso relativo que pudo tener en el San Juan Star la noción de un “periodismo profesional”, en tanto práctica e ideología ocupacional, más allá de la recitación de “principios” acostumbrada por los diarios dominantes de la época. Dorvillier aspira a representar los valores del periodista ideal estadounidense, según lo trazan sus códigos de ética profesional: “watchdog” de los poderes políticos, compromiso con la “verdad” y lealtad al país, claro está, con las limitaciones que supone una perspectiva acomodaticia a los intereses de Estados Unidos como país dominante. Al Star se le reconoce haber sido precursor en el periodismo investigativo (Rodríguez; Hernández). El reportaje pionero de esta modalidad es la denuncia que hace este diario de los manejos impropios de fondos públicos en la Cámara de Representantes y el Senado de Puerto Rico, en donde figuraban decenas de empleados fantasmas que cobraban por rendir labores al partido de gobierno y no a la legislatura7. Según explica Maldonado, los otros diarios se habían acostumbrado a estas prácticas, o habían establecido una “familiaridad” tan íntima con los políticos y sus ayudantes que les impedía remover las aguas sucias. El Star lo hizo (Coss 263; “En inglés”). Con un simple cotejo de la nómina y varios días de observación ocular en las oficinas de algunos legisladores, y sobre todo, con la voluntad de mirar si se atentaba contra una sana administración y el interés público, se logró componer un gran reportaje que tuvo repercusiones inmediatas: una reorganización de la legislatura, cambios en el presupuesto de gobierno y la aprobación de varias medidas legislativas destinadas a frenar el nepotismo y el partidismo (Rodríguez; “En inglés”). Estas dos experiencias, los editoriales contra la intervención indebida de la iglesia católica y el reportaje sobre la legislatura, culminaron ambos en ciertos ajustes del espacio público. Tuvieron, además, el efecto fundamental de actualizar varios compromisos profesionales del periodismo: primero, la independencia editorial respecto a los poderes políticos y religiosos; segundo, el compromiso de defender una sociedad laica y de consenso cívico, y, tercero, el vigilar


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más rigurosamente por los intereses generales de los ciudadanos. En sólo tres años, de 1959 a 1962, el Star alteraba el ambiente. Y quizá también comenzaba el fin de “la década tranquila”.

NOTAS 1

Adoptamos la nomenclatura que usa Donald Thompson para referirnos a los nacidos en Estados Unidos como “estadounidenses”, de padres “continentales”, en fin, de una cultura distinta a la que llamaríamos “puertorriqueños”, en aras de evitar reducciones y estereotipos. Ver su ensayo “The Arts” (108109). 2 “En inglés” se refiere a “Periodismo en inglés: más allá de la noticia”, una serie de tres documentales de media hora producido por Prohibido Olvidar para TUTV-UPR, en la que Andreu Viglucci y Alex W. Maldonado, entre otros, ofrecen testimonios muy valiosos sobre la trayectoria del San Juan Star. 3 José Enamorado Cuesta describe este panorama de un modo muy singular: “es una prensa que se reprime a sí misma y que no necesita represión del gobierno porque ella misma se encarga de practicar una censura que mantiene al ciudadano ignorante y al país aislado de lo que realmente acontece en el mundo…” (Coss 253). 4 Parte de los datos de la trayectoria de Dorvillier han sido obtenidos de Heinz-Dietrich Fischer, Complete Biographical Encyclopedia of Pulitzer Prize Winners 1917-2000 (59). Otros datos provienen de obras que serán citadas oportunamente. 5 En la edición inaugural del Star (2 de noviembre de 1959) aparecen en forma dispersa la mayoría de estos datos. 6 El imperio periodístico de la familia Cowles apoyó a Eisenhower en las elecciones presidenciales de 1952 y 1956 (“The Cowles...”). 7 El reportaje de Maldonado se compone de una serie de artículos a partir de “Public Funds Used by Island Parties to Pay Own Workers”, publicado en el San Juan Star el 24 de mayo de 1962.


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MARTIN LUTHER KING JR.: UNA MEMORIA ENTRE PRAGA Y SAN JUAN LUIS N. RIVERA PAGÁN “The Bible is… an incendiary device: who knows what we’d make of it, if we ever got our hands on it?” Margaret Atwood, The Handmaid’s Tale

A William Fred Santiago, en gratitud por sus muchos aportes

PRAGA, ABRIL DE 1968

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l jueves 4 de abril de 1968 me encontraba en Praga, ciudad capital de la entonces Checoslovaquia, en calidad de delegado latinoamericano de la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes en una asamblea de la Conferencia Cristiana por la Paz (CCP). El objetivo principal de esa entidad era forjar alianzas entre iglesias cristianas de Occidente y del Este socialista en la ardua y compleja tarea de evitar un conflicto bélico, potencialmente catastrófico, entre los dos grandes ejes geopolíticos armados hasta los dientes con armas nucleares, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), encabezada por los Estados Unidos, y el Pacto de Varsovia, dirigido por la Unión Soviética. Ese, al menos, era el objetivo primordial de los jerarcas eclesiásticos de Europa y América del Norte allí presentes —metropolitanos ortodoxos, obispos protestantes y cardenales católicos— con la memoria todavía fresca y lacerada por dos guerras mundiales que 393


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habían devastado buena parte del continente europeo. Quienes veníamos de sectores del planeta menos poderosos y prepotentes (América Latina, África y Asia) teníamos otros intereses, denunciar el traslado de las sangrientas confrontaciones militares al Tercer Mundo (Indochina en primer plano) y proseguir los proyectos de descolonización que ponían fin al dominio imperial de buena parte de los países del Sur. Nos animaban urgencias de movimientos de liberación y descolonización. No siempre nuestras voces recibían la misma atención que la de los jerarcas de las naciones noratlánticas, pero eso no nos amilanaba un ápice. A la sazón proseguía estudios doctorales en la Universidad de Yale y mi viaje a Checoslovaquia era el primero que hacía a la Europa socialista. Providencialmente parecía hallarme en el lugar indicado y en el momento histórico preciso. El mundo entero contemplaba la “primavera de Praga”, la fascinante posibilidad de transformar desde adentro el “socialismo realmente existente”. Dos eran las metas principales del movimiento para renovar el socialismo checo: 1) humanizar el áspero régimen comunista, permitiendo florecer el reprimido debate social y el diálogo plural; 2) erradicar todo vestigio de dependencia colonial con Moscú. Las aspiraciones populares parecían conjugar bien con la hermosa primavera que recién dejaba atrás, libre de toda nostalgia, al gélido invierno. Los estudiantes checos publicaban periódicos recién ideados, libres por vez primera de la censura y el control del estado1, a la vez que distribuían simbólicas y hermosas flores. Me sentía entusiasmado al ser testigo de un proceso que parecía inevitablemente destinado a cristalizar la tan ansiada utopía: un socialismo democrático, popular, no autoritario. Eran tiempos de ilusiones y esperanzas. Jamás había presenciado debates y diálogos tan abiertos, intensos y audaces. Se leía y citaba con entusiasmo a Frantz Fanon, Herbert Marcuse, Ernst Bloch, Bertolt Brecht y el Che Guevara. Todo ello combinado con una aguda crítica al imperialismo occidental en todas sus expresiones, sobre todo la devastación con que las fuerzas militares estadounidenses intentaban atajar el proceso de liberación y unificación nacional en Vietnam. “Sé realista, aspira a lo imposible”, una frase atribuida a Marcuse, era el lema preferido de nuestra generación.


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En Praga vimos y oímos por televisión, esa primera semana de abril de 1968, el discurso del presidente Johnson renunciando a la nominación demócrata a la presidencia y convocando a negociaciones de paz para concluir el abismo letal insondable de la guerra en Indochina. Festejamos alegremente lo que parecía ser la victoria inminente del Frente de Liberación Nacional de Vietnam (en realidad habría que esperar siete años adicionales; no sería sino hasta la primavera de 1975 que Saigón sería liberada por las tropas vietnamitas). Las resonancias de ese optimismo utópico pronto se sentirían muy sonoramente en las calles de París y México. No estábamos, hay que confesarlo, preparados para las respuestas violentas de quienes se negaban a compartir sus presunciones de dominio y hegemonía. Pronto llegaría el verano, con las calles de Tlatelolco llenas de sangre de jóvenes y estudiantes rebeldes2 y la seductora y hechicera Praga invadida por los tanques soviéticos. En América Latina, oligarcas y fuerzas armadas, asesorados por eminencias grises imperiales, Henry Kissinger en primera fila, se preparaban para silenciar las múltiples voces de protesta y esperanzas solidarias. En las sombras de sus cuarteles castrenses, los Pinochet y Videla se aprestaban a clausurar violentamente muchas ilusiones primaverales. Pero tales desenlaces nefastos estaban muy lejos de mi mente aquella mañana de abril de 1968, cuando tomé un taxi, junto a otros estudiantes extranjeros, que nos conduciría, del seminario teológico Juan Huss, donde pernoctábamos, a la asamblea de la CCP. Nunca olvidaré el lacónico e inesperado anuncio con que el taciturno taxista checo nos recibió, en un magullado inglés: “Asesinaron a Martin Luther King”. No dijo más. Quedamos atónitos, anhelando que tal lapidaria afirmación fuese una invención trasnochada, fruto de una francachela nocturna con embriagadoras cervezas. Pero al llegar a la asamblea, se desvanecieron las dudas. Las actividades programadas se habían cancelado y todos los delegados nos reunimos en una amplia sala para escuchar al más eminente teólogo reformado checo de su generación, Josef Hromádka. Hromádka había fundado la CCP en 1958, como un organismo ecuménico dedicado a promover la paz, sobre todo entre las potencias nucleares. Al verlo recordé su muy sonado debate con John Foster


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Dulles al fundarse el Consejo Mundial de Iglesias en 1948. Dulles, importante laico calvinista y futuro secretario de estado en el gobierno del presidente Eisenhower, veía al movimiento ecuménico como un baluarte eclesiástico en la disputa contra el bloque comunista. Hromádka, por el contrario, propiciaba el diálogo entre el cristianismo y el marxismo, las iglesias y los partidos comunistas, que conduciría —era su esperanza— a un mayor entendimiento mutuo y a un relajamiento de tensiones y hostilidades3. Ante una audiencia sobrecogida y en absoluto silencio, Hromádka hizo una elocuente elegía de su amigo personal, colega en el ministerio eclesiástico protestante y compañero en la lucha por la paz entre los pueblos. Habló de cómo Martin Luther King Jr. había encarnado, en su difícil vida y en trágico martirio, las evocaciones de paz y sacrificio inscritas en los profetas y los evangelios bíblicos. Fue una espléndida e inolvidable endecha que aspiraba a enfrentar a sus oyentes, a partir de las vicisitudes de la existencia del gran predicador afroamericano y Premio Nobel de la Paz, con los desafíos y dilemas implícitos en la lucha por la paz. (No podía yo saber en esos instantes que Hromádka estaba inserto en un debate crucial e intenso, el cual eventualmente perdería, por lograr que la poderosa Iglesia Ortodoxa Rusa interpretase de forma positiva las incipientes transformaciones del socialismo checo). No era King el primer mártir del insurrecto pueblo afroamericano, hastiado de siglos de esclavitud, discrimen y segregación. Tres años antes, Malcolm X, la carismática contrafigura de Martin Luther King, había sido asesinado, justo en el momento en que su fe islámica, tras su sonada peregrinación a la Meca, parecía girar hacia una actitud integracionista no muy lejana a la encarnada por el predicador bautista negro4. Pero este nuevo homicidio, acontecido en medio de turbulentos conflictos en Memphis, Tennessee, presagiaba la precariedad y fragilidad de nuestras ilusiones primaverales. No iba a ser fácil dejar atrás las tragedias históricas causadas por la avaricia, la violencia y las ansias de poder y dominio que han maculado perennemente la historia humana. El panegírico de Hromádka en honor al martirizado predicador afroamericano trajo a mi memoria dos visitas de King a Puerto Rico. La primera fue en febrero de 1962, la segunda en agosto de 1965. Ambas,


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es lo que deseo recalcar en este breve recordatorio, constituyeron momentos importantes, aunque descuidados por los historiadores, en la formación del pensamiento y la práctica social de King5.

UNA VOZ QUE ASALTA AL CIELO Lo primero que llamaba la atención en King era su voz, vigorosa y sonora, formada y cultivada en las tradiciones litúrgicas y homiléticas de las iglesias negras norteamericanas. King encarnaba las mejores tradiciones rebeldes de las iglesias afroamericanas. El momento de mayor segregación en Estados Unidos, han afirmado con razón estudiosos de la vida social norteamericana, ocurre los domingos por la mañana, en el interior de las iglesias protestantes norteamericanas. Los blancos adoran entre blancos y los negros entre negros. Históricamente, las iglesias negras han constituido el refugio de los cuerpos cansados y los espíritus atribulados de la comunidad afroamericana6. En sus iglesias, libres de la panóptica supervisión de los amos blancos, los afroamericanos han cristalizado, en angustiada pero esperanzada himnología, sus dolores e ilusiones de libertad. Es lo primero que llama la atención al entrar a una iglesia negra norteamericana: la cadencia de sus himnos, entonados colectivamente con voces que intentan asaltar al cielo, al compás de cuerpos corales que danzan con ritmos peculiares, vestigios de espiritualidades africanas reprimidas (Cone). Son cánticos que cultivan una voz vigorosa y firme, que obstinadamente se niega a acatar los misteriosos silencios de Dios7. “We Shall Overcome”, el gran himno del movimiento por los derechos civiles, tiene un largo y prestigioso linaje en la música de las iglesias negras del Sur estadounidense. De ahí la impresionante voz profunda, que parece surgir de las capas más subterráneas y profundas del dolor humano, que frecuentemente caracteriza al canto litúrgico afroamericano y, por extensión, a los líderes eclesiásticos negros estadounidenses8. King se había criado al son de los spirituals, cantados de manera tal que ni el Dios más apático pudiese evadirlos. Pero King era además un predicador e hijo de predicador. La tradición homilética afroamericana es una mezcla peculiar e inimitable


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de templo y teatro. Exige del predicador una enorme capacidad de modular en diversos tonos su voz, a fin de incorporar, mediante las cadencias de su oratoria, a toda la audiencia en un drama cósmico de contrición y redención. King era un predicador educado, con un doctorado en teología de la Universidad de Boston. Pero sus sermones y discursos se nutrían del dramatismo y la teatralidad rítmica de la oratoria religiosa afroamericana. Ello requería el adiestramiento cuidadoso y disciplinado de la voz, que podía sobrecoger, seducir, persuadir o intimidar, dependiendo del contexto (Harris). Su famoso discurso de 1963, “Tengo un sueño”, es una muestra, en un ambiente no eclesiástico, de la fortaleza de su voz. Nunca olvidaré esa voz, resonando por todos los ámbitos de la capilla del Seminario Evangélico de Puerto Rico. No era una voz que solicitaba, sino que exigía igualdad y justicia; no reclamaba atención magnánima, más bien demandaba el cumplimiento de la equidad y la rectitud ciudadana prometidas, de acuerdo a la visión de King, en los documentos fundamentales religiosos y seculares de la nación. Cada predicador negro, de generación en generación, parecía un nuevo Moisés anunciando al pueblo esclavo en Egipto la inminencia de su emancipación. Paradójicamente, la segregación en iglesias negras, expresión máxima del racismo blanco norteamericano, que ni en los lugares y momentos sagrados toleraba la presencia perturbadora de la raza menospreciada, permitía a los negros escudriñar, con una mirada de velada rebeldía y esperanza, los textos clásicos de la liberación y el éxodo de la comunidad hebrea esclavizada y oprimida en Egipto. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó nuestra voz. Él vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra opresión, y nos hizo salir de Egipto con el poder de su mano y la fuerza de su brazo, en medio de un gran terror, de signos y prodigios. (Deuteronomio 26: 6s)

Esta afirmación de fe, que anualmente el pueblo israelita declamaba en la fiesta de las cosechas, se proclamaba en esas iglesias afroamericanas, pero marcada por insinuaciones más contemporáneas y cercanas.


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KING EN PUERTO RICO, FEBRERO DE 1962 En febrero de 1962 King fue invitado a dar varias charlas por el capítulo puertorriqueño del Fellowship of Reconciliation (FOR). El FOR es una organización fundada en los inicios de la Primera Guerra Mundial como expresión de la corriente pacifista de algunas iglesias cristianas (Dekar). Durante casi un siglo se ha dedicado con tesón, y a pesar de todos los pesares, a promover procesos de entendimiento y reconciliación para resolver agudos conflictos internacionales. Una somera ojeada al sanguinario y belicoso siglo veinte basta para medir los exiguos resultados de tal pacifismo, pero la FOR sigue tozudamente su obra como si de ella dependiese el destino de la humanidad. Su capítulo puertorriqueño había protestado contra la imposición del servicio militar obligatorio a los jóvenes de la Isla, y fue de los primeros en denunciar las actividades bélicas estadounidenses en Vietnam. Desde los inicios del reto frontal dirigido por King al sistema de segregación social racial, entronizado por la legalidad sureña, recibió el apoyo constante de la FOR9. Las conferencias de King en Puerto Rico se centraron en la noviolencia como la estrategia adecuada para lidiar con la arraigada tradición racista en los Estados Unidos. Como era habitual en él, King fundamentó esa resistencia civil pacífica, primero, en su manera de entender el evangelio cristiano y, segundo, en la tradición, que tanto valoraba, de León Tolstoi y Mahatma Gandhi. Defendió la desobediencia civil como instrumento para apelar a la conciencia civil sobre las injusticias registradas en ciertos códigos legales, y la necesidad de abrogar las leyes discriminatorias. Además, recalcó la apertura constante a la posibilidad de la reconciliación, otro tema fundamental en su concepción ética. Ya iba cristalizando en su espíritu el famoso discurso de 1963 y su sueño de solidaridad social que superase para siempre los discrímenes raciales. Su pensamiento giraba alrededor de dos ejes principales: las escrituras sagradas judeocristianas y los documentos fundantes de su nación. Como ministro y teólogo cristiano, sus charlas resonaban con referencias bíblicas. King citaba continuamente desafiantes textos de profetas y de los evangelios. Algunos procedían del caudal profético de denuncia social ante la injusticia (Houston); como aquél


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de Jeremías, quien a un monarca explotador le dice en nombre del Dios todopoderoso: “Juzgar la causa del pobre y del indigente... ¿No es eso conocerme? Pero tú no tienes ojos ni corazón más que para tus ganancias… para practicar la opresión y la violencia” (Jeremías 22: 16-17) o la filípica airada de otro profeta, Isaías, que con vigor exclamó ante los gobernantes de su país, “¡Ay de los que promulgan decretos inicuos y redactan prescripciones onerosas, para impedir que se haga justicia a los débiles y privar de su derecho a los pobres de mi pueblo… ¿Qué harán ustedes el día del castigo, cuando llegue de lejos la tormenta? ¿Hacia quién huirán en busca de auxilio y dónde depositarán sus riquezas?” (Isaías 10: 1-3). Otras referencias bíblicas aludían al ideal del amor universal, pacífico y reconciliador, promulgado por Jesús en el sermón del monte narrado en el quinto capítulo del evangelio según Mateo (el cual impresionó tanto a Tolstoi que concluye citándolo en su novela Resurrección). Uno de sus textos bíblicos predilectos, que citó en varios de sus más famosos discursos, proviene de Isaías: “Todo valle sea alzado y bájese todo monte y collado! ¡Que lo torcido se enderece y lo áspero se allane! Entonces se manifestará la gloria de Dios y toda carne juntamente la verá” (Isaías 40: 4s). En la palabra de sucesivas generaciones de predicadores negros, ese texto connotaba veladas insinuaciones subversivas, de humillación de los poderosos y exaltación de los menospreciados. La insinuación era obligatoriamente sutil y disimulada, en un lenguaje ambiguo, entendible únicamente por quienes sufrían las injusticias de la esclavitud o el racismo, pero no por los siempre recelosos oídos blancos10. En los discursos y sermones de King, paradójicamente, la utopía de la equidad social se despojaba de todo disimulo, pero a la vez se enlazaba con el llamado evangélico a la hermandad universal del amor. Por otro lado, King se refugiaba, para ampliar el horizonte social secular de sus reclamos, en los documentos fundantes de los Estados Unidos: la declaración de independencia y la constitución. El objetivo era crear un puente entre los reclamos éticos de la tradición judeocristiana y la teórica igualdad jurídica de todos los ciudadanos. Intentaba así forjar cierta armonía desafiante entre dos lealtades diversas, lo cual, empero, no alcanzaba a ocultar ni eliminar las tensiones a flor de piel entre los reclamos de un nacionalismo a


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ultranza y un cristianismo receloso de la mundanalidad política patriotera. Esas charlas de King pasaron bastante desapercibidas por la prensa puertorriqueña, pero son significativas para calibrar su desarrollo personal, ya que presagiaron el inicio de un cambio en la conciencia social del líder integracionista afroamericano. Mientras lograba victorias importantes en el desmantelamiento del segregacionismo social sureño legalmente validado, y era apoyado por la administración del presidente Kennedy, King, lenta y gradualmente, dirigía su atención al contexto internacional de los conflictos entre movimientos de liberación anticolonial y la represión imperial. El momento no podía ser más pertinente ni arriesgado: ocurría justo cuando el gobierno de Kennedy comenzaba a diseñar una política anti-insurreccional, bajo la peculiar teoría de la “caída de los dominós”, y que conduciría fatalmente a la catástrofe de Vietnam (Secunda y Moran 92-119). En sus conferencias de 1962 se vislumbraba ya la disposición de King a asumir posturas críticas contra la inclinación de naciones como la suya a resolver militarmente difíciles conflictos políticos internacionales. Al buen observador, o más bien oidor atento, no podían escapárseles los despuntes en el pensamiento de King de una censura radical a la militarización de la política exterior norteamericana. Quienes se sorprendieron, pocos años después, al King desarrollar con vigor y madurez conceptual esa crítica, evidentemente no habían prestado atención a las señales que la presagiaban. Algunas de ellas comenzaron a mostrarse en Puerto Rico. El teólogo cubano-americano Justo L. González, a la sazón profesor del Seminario Evangélico de Puerto Rico, fue traductor de esas charlas y ha escrito un hermoso ensayo sobre esa experiencia en el cual afirma lo siguiente: …el sueño [de King] era mucho más vasto que lo que yo había imaginado y su lucha mucho mayor que lo reconocido por la prensa. El sueño no versaba únicamente sobre la muy merecida vindicación del esclavizado pueblo africano norteamericano. El sueño era también sobre la liberación de todos los pueblos esclavizados y oprimidos en cualquier lugar del mundo… El sueño era sobre justicia, justicia para todos, justicia que se funda sobre el amor y abraza la paz. (70; traducción mía)


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KING EN PUERTO RICO, AGOSTO DE 1965 La segunda visita de King a Puerto Rico tuvo lugar en agosto de 196511. Se celebraba en San Juan la séptima asamblea de la convención mundial de las Iglesias de Cristo (Discípulos de Cristo)12. Fue invitado a predicar en uno de los actos finales del evento, un culto mayor, el sábado 15 de agosto en uno de los estadios deportivos principales del país13. Gracias a su reconocimiento, en 1964, con el Premio Nobel de la Paz, se había convertido en una figura de reconocimiento internacional. En esos momentos iniciaba una campaña, cónsona con el llamado “evangelio social” del protestantismo liberal norteamericano, dirigida a aliviar la creciente disparidad entre ricos y pobres en los Estados Unidos. King se había convencido de que el cumplimiento de su sueño de una nación igualitaria y solidaria exigía superar, además de la segregación racial, la fragmentación social entre quienes disfrutan de todo tipo de abundancia y quienes a duras penas se esfuerzan por sobrevivir14. Su lucha por la integración racial se convertía en una más ardua y compleja: superar las enormes desigualdades socioeconómicas que marcan las distancias al interior de la ciudadanía. No se le ocultaban a King las frecuentes coincidencias entre quienes padecen ambos discrímenes, el racial y el económico, pero era también evidente su deseo de crear alianzas multiétnicas en la aspiración de un orden social de mayor equidad y solidaridad. Tampoco se le escapaba el malestar que ese giro provocaba en ciertas capas dirigentes de su nación. Una cosa, pensaban éstas, es el esfuerzo integracionista, otra es una agitación que fácilmente podía confundirse con la temida lucha de clases preconizada por los marxistas. King no era ingenuo; víctima de diversos atentados a su vida y encarcelado en varias ocasiones, conocía muy bien los repudios violentos que en ciertos corazones provocaban sus palabras y acciones. Ese fue el Martin Luther King Jr., inclaudicable ante el peligro, que predicó, con su acostumbrado vigor profético, ante un estadio sanjuanero el sábado 14 de agosto de 1965. Otra de las actividades de King en agosto de 1965, en Puerto Rico, comenzó a marcar una decisiva y definitiva ruptura con las autoridades políticas de su país, la cual inflamaría el encono y la hostilidad de


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los sectores más nacionalistas de los Estados Unidos y culminaría, desde la perspectiva del 4 de abril de 1968, en su martirio. Me refiero a una charla que dictó esa segunda semana de agosto de 1965 en el Seminario Evangélico de Puerto Rico. Esa plática fue una de las primeras ocasiones en que King comenzó a tejer una crítica honda y radical a las acciones militares norteamericanas en Vietnam, cuando todavía la mayor parte del pueblo estadounidense las apoyaba. Para la mayoría de quienes estuvimos presentes esa mañana, en la capilla del Seminario Evangélico, las palabras de King fueron una sorpresa. Esperábamos que hablase sobre la lucha de los derechos civiles de los afroamericanos, de las hondas desigualdades socioeconómicas en el interior de su nación y de la desobediencia civil como estrategia de resistencia y lucha. El tema eje, sin embargo, fue otro: Vietnam. Esbozó unos argumentos críticos que madurarían posteriormente en su famoso discurso del 4 de abril de 1967 en la Iglesia Riverside de Nueva York (en mi opinión, su discurso/sermón de mayor profundidad y alcance). A saber: en la guerra de Vietnam los Estados Unidos se aliaban con los sectores más represivos y reaccionarios de esa nación asiática, sus acciones militares infligían un gran daño a la población civil vietnamita, laceraban el prestigio norteamericano y conllevaban un sacrificio humano considerable, precisamente de los sectores sociales estadounidenses que preocupaban prioritariamente a King: los negros y los pobres. Cuestionado y disputado fuertemente en la sesión de preguntas y respuestas, King respondió con mucho ánimo, revelando, al menos para el oyente alerta, que en el agudo conflicto vietnamita sus simpatías se inclinaban a la lucha de ese pueblo por su reunificación nacional y liberación de todo dominio imperial foráneo15. Ya no había vuelta atrás. El gran predicador afroamericano se convertiría en uno de los portavoces de la resistencia de diversos sectores de la nación norteamericana a las acciones militares de su nación en Vietnam. Y uno de los primeros lugares donde se asomó públicamente esa postura crítica fue en agosto de 1965, en San Juan de Puerto Rico. De ahí en adelante no habría tregua. En su último sermón dominical, predicado el domingo previo a su asesinato en la prestigiosa Catedral Nacional de la Iglesia Episcopal en Washington, D.C., santuario predilecto de presidentes, senadores y congresistas, afirmó


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tajantemente sobre la guerra de su nación en Vietnam: “Estoy convencido de que es una de las guerras más injustas en la historia del mundo” (“Remaining Awake...” 275). Después de la derrota de los Estados Unidos en Vietnam, en la primavera de 1975, proliferaron las auto-críticas publicadas a posteriori por algunos de los arquitectos de la trágica intervención militar norteamericana en Indochina y sus falaces legitimaciones ideológicas. Prominente en este renglón de contrición fuera de tiempo es el libro de Robert S. McNamara, In Retrospect: The Tragedy and Lessons of Vietnam. Sin embargo, la apología de McNamara, como la de muchos de sus colegas, tiene que ver más bien con las aflicciones estadounidenses en la infortunada guerra de Vietnam, dejando a un lado las víctimas principales de ese conflicto: los vietnamitas. Es notable la diferencia con King, quien, primero en agosto de 1965 en la capilla del Seminario Evangélico de Puerto Rico, y luego en su famoso discurso del 4 de abril de 1967 en la iglesia neoyorquina de Riverside, prestó especial atención a los inmensos daños que la devastación militar norteamericana causaba al pueblo vietnamita. Insistió, en ambos contextos, en su responsabilidad, como ministro cristiano, como ser humano y como persona galardonada por el Premio Nobel de la Paz, de procurar el bienestar de los más débiles y vulnerables, en este caso, los hombres y mujeres de una pobre y pequeña nación que aspiraba a su independencia y unidad16. King hizo claro que no podía mantener silencio ante las devastadoras acciones militares de su propia nación —la principal potencia militar de su época— contra el pueblo vietnamita. Es significativo notar que en sus discursos y sermones sobre Vietnam, entre 1965 y 1968, hace afirmaciones sobre su deber ético como ministro cristiano, que pronto serían claves para la futura teología latinoamericana de liberación: ser la voz de los débiles, los humildes, los pobres, los discriminados, las víctimas de la injusticia, los que no tienen voz (“voiceless”), y ello no por decisión propia sino por opción preferencial divina (Carson y Shepard 145s). La suerte estaba echada. El profeta decidió el sendero tortuoso y peligroso a seguir. Y en buena medida, como tantas veces sucede en los laberínticos quehaceres humanos, la, a veces, áspera discusión que sostuvo sobre Vietnam, esa mañana de agosto de 1965 en el


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Seminario Evangélico de Puerto Rico, fortaleció su ánimo y disposición para recorrer la azarosa senda de la denuncia profética profunda y radical. Esa determinación lo condujo fatalmente al 4 de abril de 1968, cuando el intenso odio acumulado en el alma de racistas y nacionalistas estadounidenses lo inmoló en el altar del martirio. Ese fue el día en que la primavera de Praga comenzó a marchitarse en el corazón y la mente de quien escribe este sentido memorial y homenaje a un predicador, digno sucesor de Isaías y Jeremías, seguidor, como tantas veces afirmó, de aquel Jesús de Nazaret, quien también en su tiempo y lugar sufrió las amargas consecuencias de sus convicciones, palabras y acciones17. Y, sin embargo, su sueño perdura aún…

NOTAS 1

José Luis González escribió una sátira deliciosa sobre sus experiencias como corresponsal de prensa en la Praga comunista, titulada “Historia con irlandeses”, en su libro Caricias del tigre. 2 Ver Poniatowska, La noche de Tlatelolco. 3 Las ponencias de Dulles y Hromádka pueden leerse en Man’s Disorder and God’s Design: The Amsterdam Assembly Series, IV: The Church and the International Disorder (73-142). 4 Todavía el mejor texto para evaluar las convergencias y divergencias entre Malcolm X y Martin Luther King Jr. es la brillante obra del arquitecto de la teología negra de liberación James H. Cone, Martin & Malcolm & America: A Dream or a Nightmare. 5 Para el estudio de King es importante la publicación en progreso de sus papeles y escritos, tarea que lleva a cabo el Martin Luther King, Jr. Research & Education Institute, en Stanford, California. Hasta ahora se han publicado seis volúmenes, por la editorial de la Universidad de California, bajo el título general de The Papers of Martin Luther King, Jr., a saber: Vol. I, Called to Serve, January 1929-June 1951 (1992); Vol. II: Rediscovering Precious Values, July 1951November 1955 (1994); Vol. III, Birth of a New Age, December 1955–December 1956 (1997); Vol. IV, Symbol of the Movement, January 1957–December 1958 (2000); Vol. V, Threshold of a New Decade, January 1959-December 1960 (2005); Vol. VI, Advocate of the Social Gospel, September 1948-March 1963 (2007). La biografía más detallada e históricamente contextualizada es la obra en tres volúmenes de Taylor Branch, Parting the Waters: America in the King Years,


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1954-63 (1988); Pillar of Fire: America in the King Years, 1963-65 (1998); y, At Canaan’s Edge: America in the King Years, 1965-68 (2006). 6 Ver los libros de Albert Raboteau, Slave Religion: The “Invisible Institution” in the Antebellum South y A Fire in the Bones: Reflections on African-American Religious History. 7 According to Cornel West, “the spirituals… embody the creativity of courageous human beings who engaged the world of pain and trouble with faith, hope, spirit –and a kind of existential freedom even in slavery… The spirituals not only reveal the underside of America– in all of its stark nakedness; they also disclose the night side of the human condition –in all its terror and horror. But they do so through an unequivocal Christian lens. So we often leap to the religious consolation of the spirituals without lingering for long on sadness and melancholia” (463s). 8 Compárese, por ejemplo, la poderosa y vigorosa voz de Paul Robeson, cantando el spiritual clásico “No more auction block for me”, con la suave, casi dulce, entonación de ese mismo himno negro por Bob Dylan. 9 La edición de mayo de 1956 de Fellowship, la revista de FOR, tiene en la portada a King, cuando éste todavía era relativamente desconocido. 10 Ver, al respecto, el libro de James C. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance. 11 Ver mi ensayo “Ágape y resistencia no-violenta en Martin Luther King, hijo”, publicado en el Puerto Rico Evangélico en agosto de 1965. 12 Esta iglesia, surgida en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo diecinueve, es una de las denominaciones protestantes más importantes en Puerto Rico. Sobre su historia en nuestro país pueden consultarse los siguientes libros: Joaquín Vargas, Los Discípulos de Cristo en Puerto Rico: albores, crecimiento y madurez de un peregrinar de fe, constancia y esperanza, 18991987, y Juan Figueroa y Luis F. Del Pilar, Los Discípulos de Cristo en Puerto Rico: nuestro perfil histórico. 13 No fue el único clérigo mundialmente eminente invitado a esa asamblea. También estuvo presente Martin Niemöller, distinguido líder de las iglesias protestantes alemanas y del movimiento ecuménico internacional. 14 Ese fue tema destacado de su último sermón dominical, predicado el domingo 31 de marzo de 1968, “Remaining Awake Through a Great Revolution”. 15 Aludo a esa discusión en mi libro Senderos teológicos: el pensamiento evangélico puertorriqueño (99). 16 El discurso del 4 de abril de 1967 en la Iglesia de Riverside puede leerse en diversas ediciones de los escritos de King, entre ellas A Call to Conscience: The Landmark Speeches of Dr. Martin Luther King, Jr., editada por Clayborne Carson y Kris Shepard (139-164). 17 El puertorriqueño William Fred Santiago es autor de una hermosa elegía en honor a King, en la que sutilmente evoca la analogía entre su vida y muerte y las de Jesús. A William dedico estas líneas.


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ENTREVISTA DEL DECANO DE LA ESCUELA DE ARQUITECTURA DE LA UNIVERSIDAD DE PUERTO RICO, FRANCISCO JAVIER RODRÍGUEZ, AL ARQUITECTO THOMAS MARVEL Francisco Javier Rodríguez: Cuando llegaste a Puerto Rico, ¿en qué estado estaba la arquitectura aquí? Thomas Marvel: Bueno, llegué en 1959. Y la verdad es que la profesión de la arquitectura era un poco escasa. Había pocas firmas, Toro y Ferrer, Horacio Díaz, Carlos Sanz, Henry Klumb, por supuesto, y algunas oficinas como Amaral y Morales. Y la verdad es que la arquitectura era muy rudimentaria. Obviamente no había ninguna escuela aquí, todo el mundo tenía que estudiar afuera. Había buena arquitectura, pero muy poca. FJR: ¿Cómo decidiste llegar a San Juan? TM: Vine con IBEC, International Basic Economy Corporation, una corporación de Nelson Rockefeller en Nueva York. Él estableció la compañía para invertir en el tercer mundo, ayudar al país y ganar dinero a la vez. FJR: ¿Ese era el Rockefeller del Dorado Beach? TM: No, los resorts eran de Lawrence Rockefeller y los negocios eran de Nelson. Por ejemplo, la industria de tela y seda de Tailandia, que conocemos en este momento, esa industria fue desarrollada por esta compañía IBEC. Ellos querían ayudar al país de Tailandia y a la vez crear un mercado mundial de seda. Otra industria era la de los supermercados en Sur América. La industria del ganado también era parte de sus inversiones. También tenían un departamento de vivienda, e hicimos vivienda en Irak, Santiago de Chile y aquí en Puerto Rico. Eran las urbanizaciones 411


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nuevas como Las Lomas, Lomas Verdes, Altamesa, Bairoa. Eran bastante activos. Pero lo interesante era que ellos utilizaron un sistema de prefabricación de hormigón nuevo para la época. No era como hacemos hoy, que construimos con tiros de hormigón y formaletas. Ellos hacían las casas completamente de paneles de hormigón prefabricados, que ya tenían las instalaciones de tuberías. Era increíble. Podían hacer una casa en dos días. Era muy económico, muy rápido y me interesó mucho. La prefabricación y la utilización de tecnologías me interesó mucho y por eso estaba trabajando con ellos. Hoy día se hacen las casas como se hacían hace 50 ó 60 años, todo a mano. No sé qué pasó con esa industria de prefabricados. Yo estaba ahí con ellos por mi interés en la prefabricación, y por el interés que siempre tuve en la tecnología aplicada a la arquitectura. FJR: Estuviste con Buckminster Fuller en North Carolina. ¿Qué recuerdas de esa experiencia? TM: ¡Tremenda! Hicimos un par de proyectos. Uno de ellos en Baton Rouge, Louisiana y fue una experiencia buenísima. Primero que nada Bucky era una persona muy interesante, un pensador que todavía se reconoce por ser adelantado… Bucky fue probablemente de las primeras personas que hablaron de sustentabilidad. FJR: Y cuando terminaste con IBEC ¿por qué decidiste quedarte? TM: (riendo) ¡Me encantó! Primero que nada, yo no había terminado mis estudios todavía. Yo llegué aquí después de un año y medio de escuela de arquitectura… Aunque mi padre era arquitecto, así que no era que yo no sabía de la profesión. FJR: Ya estabas en Harvard para este tiempo, ¿estaban allí Walter Gropius y Josep Lluis Sert? TM: Sí. Pero Sert daba clases de maestría y los que estaban debajo de él como profesores no valían la pena. Yo me fui de allí muy desilusionado. Porque Sert era el jefe, el cacique, pero los demás no valían la pena. Así que me fui por unos años. FJR: ¿Había algún puertorriqueño estudiando arquitectura en Harvard en aquel momento?


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TM: Javier Blanco. FJR: Cuando estabas en Puerto Rico, ¿reconociste una arquitectura hecha en y para Puerto Rico? TM: Por supuesto. Y eso me interesó mucho. Primero que nada descubrí a Antonin Nechodoma. Yo me quedé una semana en el Hilton antes de conseguir un apartamentito. Recuerdo que estaba caminando la Ponce de León y vi una de sus casas y pensé ¿cómo es posible que esto esté aquí? Yo tuve varios compañeros de estudio que eran de Chicago y fuimos a ver los trabajos de Frank Lloyd Wright. Por eso conocía los trabajos de Wright íntimamente antes de llegar aquí. Cuando vi la Sinagoga en Miramar me quedé asombrado. La vi y pensé ¿cómo es posible? Comencé a hacer preguntas y me dijeron “es un arquitecto alemán-checo, o algo así, y no recuerdo su nombre” y luego poco a poco encontré el nombre de Antonin Nechodoma, y después de 30 años por fin entendí un poco su trayectoria. Después conocí a Henry Klumb y a Toro y Ferrer. Había muy pocos arquitectos aquí en esa época y todavía no había tal cosa como un instituto de arquitectura. FJR: ¿Y cómo fue tu relación con Henry Klumb? TM: Éramos colegas y compañeros arquitectos. Yo era joven y él un poco mayor, pero siempre quería que fuéramos a su casa. Un par de veces fuimos allá y hablamos sobre arquitectura y organizamos unas exposiciones. Henry estaba en la cumbre de su obra. A pesar de ser un arquitecto muy conocido en los años sesenta, Henry era muy abierto. FJR: Es interesante que en esa época tú pudiste diseñar edificios en los recintos de Río Piedras y Mayagüez, en Ciencias Médicas y en el Colegio San Ignacio, todos lugares donde Klumb había hecho obras. ¿Cómo te sentías? TM: Un poco mal, la verdad, porque Henry estaba activo todavía en su práctica y yo estaba haciendo obras en sus recintos. Pero nada, yo nunca traté de competir con él. Siempre utilicé los principios de arquitectura tropical, de ventilación sin aires acondicionados, protección de ventanas y espacios abiertos. Utilicé los mismos principios suyos porque la verdad es que yo también diseñaba para el trópico.


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FJM: Hablando de eso, ¿qué elementos de la arquitectura autóctona pudiste integrar en tus diseños? TM: En el principio, muy pocos. Porque con la excepción de algunos casos, como el de Henry, no había demasiada arquitectura tropical. Había ingenieros haciendo muchas casas de hormigón que no eran en nada tropical. Sin embargo, había unos cuantos que decían “vamos a hacer un edificio tropical” y yo me integré a ellos, como Amaral y Morales. Cabe mencionar que había contacto entre los arquitectos en ese momento. Hicimos exposiciones en la Universidad y en el Coliseo hacia finales de los sesenta. Había una actividad interesante sobre la profesión. Todavía no había una Escuela, pero había un familiarismo. FJR: ¿Cómo ha cambiado la arquitectura en todo este tiempo en Puerto Rico? TM: Yo creo que antes que nada, y perdón que se lo digo a ustedes, que están enseñando, pero creo que los parámetros de la arquitectura han cambiado. Mucho cristal y mucha moda, pero poco pensamiento sobre la comodidad y sobre la adaptación a nuestro clima. Yo entiendo que todavía el sol, el viento, las lluvias y las vistas son nuestros amigos. Los cristales bloquean los vientos y hacen que tengamos que poner aires acondicionados y creo que, francamente, ha sido muy triste para la arquitectura en general. FJR: Y tu propio trabajo ¿cómo se ha desarrollado en este tiempo? TM: Bueno, más o menos igual. Obviamente, hay que adaptarse un poco a la realidad, y a lo que piden los clientes, pero en general sigo los mismos principios, cuando puedo, porque los edificios de las universidades y oficinas requieren aire acondicionado. Pero en general cuando diseño una residencia, aunque me pidan aire acondicionado, yo la diseño para ventilación natural, y si quieren utilizar aire acondicionado, muy bien, buena suerte. Y para las escuelas también lo hago mucho. Baldwin, Robinson y San Ignacio me piden aire acondicionado, pero yo sigo diseñando como si fuera un edificio tropical, porque cuando se vaya el aire acondicionado, porque seguro que se va, siempre se va, podrían abrir las ventanas y sentir la comodidad natural. Siempre pongo abanicos de plafón, para que en el momento que falla, por-


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Edificio de Ciencias Naturales. Universidad de Puerto Rico, Río Piedras.

que siempre falla, todo siga funcionando de forma natural, que es para mí la mejor manera. FJR: ¿Qué diseños te han producido a ti la mayor satisfacción? TM: (riendo) El próximo proyecto. Siempre que uno termina un proyecto piensa “Bueno… pude haber hecho esto distinto”. Uno pasa tres a cuatro años tratando de alzar un edificio y eso te da mucho tiempo para pensar y analizar las cosas. Uno al fin de todo termina 80 por ciento satisfecho y piensa que el otro 20 por ciento es una pena porque lo pude haber hecho mejor. FJR: Un proyecto muy importante para Puerto Rico, que estuvo a punto de ser demolido, es el hotel La Concha, y se dio una dura batalla para preservarlo. TM: La verdad es que yo creo que fue un milagro que se pudo conservar. Pero ahora tengo el hotel Dorado Beach, donde también tengo un edificio que están a punto de tumbar. Es una obra que me gustó mucho. Y es una pena, porque no creo que vayan a hacer algo mucho mejor. Uno espera que hagan algo, pero, no sé. FJR: ¿Qué recuerdas de los esfuerzos de hacer una Escuela de Arquitectura en Puerto Rico y un Colegio de Arquitectos en Puerto Rico?


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TM: Son dos cosas distintas, por supuesto. Desde que llegué a Puerto Rico, uno de los temas más discutidos por los arquitectos de esa época era el de hacer una escuela de arquitectura, y Don Jaime Benítez estaba muy interesado en el tema. Había mucha discusión para ver dónde se ponía, si en Mayagüez o en Río Piedras. Y yo no sé quién tomó la decisión de hacerla en Río Piedras; me imagino que fue el mismo Jaime Benítez, y me alegro mucho, porque en Mayagüez lo que querían era integrarla a la escuela de ingeniería. Eso fue un tema continuo realmente. Había un comité especial de la AIA. Había visitantes de otras escuelas y, si no me equivoco, Cornell siempre estaba a la vanguardia de hacer el programa junto con nosotros. Y por fin convencimos a Don Jaime de que tenía que ser ya. Y eso era una lucha en los años sesenta. El Colegio era otra cosa. FJR: Pero Klumb no quería que se hiciera una escuela de arquitectura, ¿no? TM: Henry Klumb, ¡no! Henry Klumb estaba bien opuesto. Decía que la mejor manera de educar a un arquitecto era a través de atelieres. De un arquitecto enseñando a jóvenes. FJR: Como él hizo con Wright… TM: Sí, sí… como él hizo con Wright. Al estilo europeo. FJR: Y entonces ¿realmente la Escuela de Arquitectura de la UPR se moldeó al currículo de Cornell? TM: Bueno, Amaral, el fundador y primer Decano estudió en Cornell. El Decano de Cornell era una persona muy simpática, que ayudó mucho a la Escuela y fomentó a que vinieran profesores de visita para enseñar por uno o dos años. FJR: ¿Y el Colegio de Arquitectos? Mencionaste que fue una batalla distinta. TM: Eso fue mayormente Luis Torres, que montó una campaña para desligarse del Colegio de Ingenieros. FJR: Porque ¿antes el Colegio de Arquitectos era parte del Colegio de Ingenieros? TM: Sí. Y no había ningún tipo de voz para los arquitectos en el Colegio de Ingenieros. En esa época había aproximadamente seis o siete mil ingenieros y muy pocos arquitectos.


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Alcaldía de Bayamón.

FJR: Pero el arquitecto Horacio Díaz llegó a ser presidente del Colegio de Ingenieros. TM: Sí. Pero había aproximadamente trescientos arquitectos contra seis o siete mil ingenieros. No había forma de continuar allí. FJR: ¿Cuáles son los próximos retos para la academia y para el Colegio? TM: Para la academia creo que tenemos que empezar a reforzar una conciencia de urbanismo. Creo que el urbanismo es el gran problema nuestro. Debemos controlar, diseñar y promover la vida urbana. Creo que la arquitectura, el urbanismo y la planificación urbana tienen que empezar a unirse y tener un efecto positivo sobre el desarrollo de Puerto Rico. Yo creo que la labor que tú estás realizando en la Universidad de Puerto Rico está muy bien, porque yo creo que la arquitectura es mucho más que diseño. Arquitectura también es administración, es desarrollo, es negocio, es tecnología, y hay muchas ramas de la arquitectura que pueden desarrollarse. No debemos esperar que todo el que se gradúa entre a diseñar. FJR: Claro, no esperamos graduar a todo el mundo con el mismo sombrero de diseñador.


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TM: Hacen falta muchas más personas en la misma industria, pero con la preparación de arquitectura. Hay una gran cantidad de educadores que dicen que el sistema de los talleres de la escuela es un buen ejemplo de la educación, para el público en general, porque está basado en la creación, la experimentación, en el diseño, y se hacen decisiones entre varias alternativas para llegar a decisiones concretas. En fin, un proceso. Y ese proceso para mí es valiosísimo. FJR: Eso nos remonta a lo que estábamos hablando antes de los atelieres renacentistas. Y de la pertinencia del atelier, y que no es tan lejano de lo que decía Klumb. Entonces uno como arquitecto, puede enseñar en un taller en la universidad y tener su práctica, simultáneamente. O sea, pueden coexistir el mundo universitario y el mundo del atelier. TM: Sí, pero desafortunadamente el proceso de ser arquitecto ya está burocratizado. Ahora uno tiene que cumplir con grados y un sinnúmero de requisitos, que la posibilidad de un atelier simplemente no funcionaría. Hay una condición especial. Henry nunca creyó en poner la escuela, pero no creo que él haya sido una persona muy fácil como arquitecto. En su taller él dictaba lo que quería y los demás calcaban, como probablemente le pasó a él con Frank Lloyd Wright. Como mencioné antes, yo visité el taller de Wright. Estaba cruzando los Estados Unidos y decidí pasar por Wisconsin para ver su casa y su taller. Yo entré allí como uno más de sus aprendices y caminamos alrededor del taller. Wright estaba allí con tres o cuatro personas enseñándoles, y diciéndoles qué hacer, como un dictador de diseño. Cuando yo lo vi tenía 85 ó 86 años. A esa edad, me imagino que ya se puede ser un dictador (riéndose). FJR: (riendo)Y tú ¿eres dictador en tu oficina? TM: (riéndose) Siempre. Cuando yo visité el taller de Wright estaban diseñando un edificio de una milla de altura. Había un dibujo de 20-25 pies de altura, hecho por sus aprendices, obviamente. Era un rascacielos, que en ese momento estaban muy de moda. Wright era un arquitecto totalmente anti-ciudad. Para él, la ciudad era una molestia. Yo creo que para crear un poco de antagonismo con los otros arquitectos y el resto del mundo, Wright decidió diseñar el edificio más alto de todo el mundo... ¡de una


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milla de altura! Y aunque creo que eso es una locura, lo estamos viendo hoy día en Dubai. Pero nada, esa fue mi experiencia con Frank Lloyd Wright. FJR: En los años sesenta, dicen que las personas en el gobierno de Singapur veían a Puerto Rico como el ejemplo a seguir. Mira lo que ha pasado en los últimos 45 años en Singapur, y míranos a nosotros. ¿Tú dirías que en este momento Singapur es el modelo a seguir? TM: Cuando me gradué, yo tenía un gran interés en viajar y conocer el mundo. Pasé por Singapur en 1953. Ellos tenían un programa de vivienda muy interesante. Estaban sumamente activos en ese momento. Simplemente tenían un dictador. Obviamente han podido hacer lo que les da la gana en ese sentido. Es muy distinto a nuestra situación. Nosotros tenemos una democracia, y cambiamos de gobierno cada cuatro años y, desafortunadamente, se bota a la basura todo lo que se hizo durante el gobierno anterior. FJR: Le hice la misma pregunta a Lars Lerup, el Decano de Arquitectura de Rice, y dijo que él también había estado en Singapur y me contestó que él prefería nuestro estancamiento democrático al progreso dictatorial de Singapur. TM: No hay duda de que tienen éxito, pero sacrificando la libertad que tenemos nosotros. FJR: Cuando haces una mirada retrospectiva a los años que han pasado, desde que llegaste, ¿qué conclusiones tienes? TM: Bueno, sobre todo, que nos hemos beneficiado del progreso. La cultura está mucho mejor desarrollada, no hay duda. La arquitectura es una profesión que ha crecido, se ha profesionalizado y se ha beneficiado mucho del progreso. Tanto Puerto Rico como la profesión están bastante sofisticados. Por otra parte, lamento la suburbanización de la ciudad. FJR: ¿El desparramamiento? TM: Muy triste. Cuando yo veo los cascos urbanos vacíos, las callecitas que se caminaban hace treinta o cuarenta años y ahora están inhóspitas, y lo que hemos hecho después de la Segunda Guerra Mundial, me parece que es muy triste. En todas las ciudades, pero especialmente en San Juan. FJR: Y ¿estamos a tiempo?


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TM: No, no creo. La suburbia ya existe. Lo que tenemos que hacer es enfocarnos en las áreas como Santurce, Hato Rey y Río Piedras y concentrarnos en los cascos urbanos de nuevo. Yo creo que ahí debemos concentrar los esfuerzos. FJR: ¿Tienes fe en la próxima generación? TM: Sí, definitivamente. Creo que ellos están conscientes de este problema. Me parece que esta pausa en el crecimiento de la Isla, en la economía mundial, nos provee el tiempo necesario para evaluar el desarrollo, el mercado y el futuro. Estamos aprendiendo las lecciones del mal desarrollo de los edificios fuera de escala. Espero que podamos empezar a ver mejoras en el transporte colectivo, movilidad en torno a las ciudades y, sobre todo, mucha gente caminando por nuestras calles.


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na historia –dice Graham Greene en El fin de la aventura– no tiene principio ni fin; uno elige arbitrariamente ese momento desde que decide mirar hacia atrás, o hacia delante. Las ciudades corren la misma suerte que esas historias novelescas a las que se refiere Greene, pues sólo comienzan o terminan cuando son escritas en el mapa fracasado de la tinta, cuando son nombradas por los fantasmas imperfectos de la memoria y el olvido, o cuando aguardan diáfanas bajo la perfección de la mentira. Pero San Juan, a diferencia de esas ciudades que han abandonado la barbarie de las guías turísticas y se acogen a la eternidad literaria –la única eternidad posible– no ha tenido la suerte de esas otras ciudades que cualquier lector puede encontrar en los clásicos de la literatura. No quiero decir que San Juan no existe como hecho geográfico, o como accidente historiográfico; pero al menos no ha sido narrada bajo los modelos en los que, al menos yo, encontré en las ciudades literarias por las que pululan las historias con principio y fin. Buscar un porqué sería tan fácil como inútil; quizás atender sus aparentes fines bajo un impulso escatológico resulte algo más entretenido. Es hora entonces de mirar hacia delante y hacia atrás, como le gustaba a Greene, y asumir la tradición marginal de San Juan como moneda de cambio, como un país a medio hacer, como una colonia feliz de espaldas a la novela y por ende a la ciudad.

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2. No importa cómo se comience la evolución de la novela siempre se llegará al mismo lugar: la novela ha probado, durante mucho tiempo, ser hija ilegítima de la ciudad. Es harto conocido que la novela –aquel género nacido de las revoluciones permanentes de la burguesía– y la ciudad nacieron bajo un mismo duelo. Uno de sus primeros papeles fueron los papeles sueltos que encuentra uno de los tantos narradores de El Quijote y que contienen, en un lenguaje cifrado y algo prohibido, la historia del Caballero de la Triste Figura. Es desde los campos de La Mancha que la novela va haciendo su recorrido. Una de sus primeras paradas de ese viaje del campo a la ciudad lo podemos encontrar en la Inglaterra dieciochesca de Fielding, con su Tom Jones, hasta llegar al pleno alumbramiento de la novela en el siglo XIX, donde nacieron tantas ciudades bajo el bastión de lo real y la inconformidad. ¿Dónde localizar a San Juan en ese gran mapa? El caso del nacimiento literario de San Juan es de un doble fracaso: por un lado la novela no ha logrado afincarse en Puerto Rico como un género dominante y, por otro, San Juan parece haber gozado de una larga existencia iletrada. Quisiera pensar que Eduardo Lalo no tiene razón cuando dice que “San Juan no existe porque no posee aún sus palabras, porque su población no tiene aún su literatura”. Pero ¿de qué otra forma se puede pensar San Juan que no sea desde sus ninguneos, desde su nihilismo citadino? Incluso el cine ha preferido ponerle otro nombre a San Juan, como lo fue el caso de La chica del lunes, del director argentino Leopoldo Torres-Nilsson, que convirtió al San Juan de finales de los cincuenta en una ciudad inexistente en el mapa: ciudad Fonseca. ¿Por qué no podía llamarse San Juan? Si bien las ciudades replican la misma promesa del fuego, del hambre y del amor: el deseo, ¿por qué San Juan tiene tan pocos amantes? 3. La literatura guarda dos versiones de la inexistencia de San Juan. La primera dice que aún no ha logrado su existencia bajo los parámetros burgueses de la novela decimonónica, y la segunda, que San Juan se ha desbordado las veces en que repite las metáforas de


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su propio fin. Me explico. Por mucho que he buscado aún no logro encontrar San Juan bajo la tinta de narraciones novelescas parecidas a las que hizo Dickens sobre Londres, Víctor Hugo, Hemingway o Miller sobre París, los hermanos Mann sobre Alemania, Robert Musil sobre Viena, Chandler sobre Los Ángeles. Mucho menos existe un San Juan como el San Petersburgo de Los apuntes del subsuelo de Dostoievsky, la Praga kafkiana de El proceso, alguna reminiscencia de Ana Karenina (Tolstoi) bajo los rieles de un tren aliviando su criminal adulterio, ni Rastingnacs (Balzac) diciendo “Ahora nos veremos las caras tu y yo” San Juan. ¿Dónde y cómo hallar un San Juan bajo los naufragios aventureros de un Conrad tan acostumbrado a encontrar ciudades bajo las tempestades? Confieso que mi crimen, que mi pretensión es fáustica. ¿Acaso no lo es todo ejercicio estético? Tampoco he podido encontrar un San Juan en ciernes bajo la invención latinoamericana que se percibe en La Habana de Tres tristes tigres de Cabrera Infante, el Miraflores de Mario Vargas Llosa, en la Lima sucia de Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro, o en la Lima nostálgica de Bryce Echenique, en alguna transparencia del D.F. de Carlos Fuentes en la Región más transparente, ni un San Juan como el Santiago tenebroso de Donoso, el París de Cortázar, la Buenos Aires de Sábato y, mucho menos, tropecé con las ruinas necesarias para sostener historias cursis de amor como hizo Gabriel García Márquez con Cartagena de Indias. Parecería ser que San Juan se ha negado a sí misma hasta engendrar su propia condición inédita. Pero creo que es más y menos que eso, pues desde que decidí entrar en el terreno malogrado de la escritura me ha dado con pensar que San Juan no tiene principio porque tiene demasiados finales. Al menos, esa fue mi impresión cuando me mudé de un campo de Dorado al viejo San Juan a los diecinueve años con el propósito de escribir una novela. Era innegable que la ciudad estaba allí para narrarla. Incluso aún recuerdo cuando bajé mis maletas, mis sueños rotos, mis ilusiones gastadas y mis libros en la calle Sol. Los primeros días preparé mi libreta de apuntes y mi guía: Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa y caminé la ciudad de arriba abajo; de principio a fin. Tenía un lema que le había plagiado a Vargas Llosa: si las religiones fundan la poesía y el teatro, los mitos la tragedia: la ciudad hace lo


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mismo con la novela. La novela se funda en el escepticismo, en el fracaso, en la sustitución de religiones, en la búsqueda de antihéroes… ¿por qué entonces no usar ese fracaso para escribir San Juan? Durante meses leí literatura puertorriqueña buscando modelos. No dudo que los encontré, pero bajo el breve y directo género del cuento: “Una ciudad llamada San Juan” o “La purificación en la calle del Cristo” de René Marqués, los cuentos de Emilio S. Belaval y José Luis González sobresalían con maestría. Las novelas eran pocas y buenas, pero no lo que buscaba: Los derrotados de César Andreu Iglesias, Felices días, tío Sergio… y La guaracha del Macho Camacho, que la leí casi sin luz en la Plaza de Armas interrumpido innumerables veces por deambulantes. Para ser justo, aún no habían llegado a mis manos Sol de medianoche de Edgardo Rodríguez Juliá, Exquisito cadáver de Rafael Acevedo ni las novelas policíacas de Wilfredo Mattos Cintrón. Pero hasta aquel momento la crónica, con El entierro de Cortijo, parecía llevarle cierta ventaja a la novela: a San Juan le iba muy bien la metáfora del funeral, del entierro, del cadáver aún insepulto, que se sabe sin regreso. Entonces ya era tarde: sin restarle méritos a los escritores que leía, no había encontrado lo que buscaba y me había dado con fundar mi fracaso en una teoría –el mal de los que estudiamos literatura–: San Juan tenía más fines que comienzos. Bastaba con leer el fin de una ciudad en el tapón de las cinco de la tarde en La guaracha del Macho Camacho o comenzar desde el funeral con El entierro de Cortijo. San Juan me pareció una ciudad fin, una no-ciudad que había sido enterrada por el proyecto muñocista y sepultada por mi generación, acostumbrada a renegar la ciudad y a borrar las huellas de lo que pudo haber sido –requisito necesario de una ciudad para existir. Para mi generación –yo que no creo en generaciones– San Juan es una ciudad iletrada, es el fin de la aventura, una Casablanca de estudio, una ciudad que se sabe para la despedida, una ciudad para gastar el tiempo y esperar la llamada de altavoz que anuncia el vuelo a otro lugar, un amasijo de calles negadas donde es preferible embriagar el fracaso de no poder ir a otro lugar, una ciudad para negar cualquier nacionalidad, como dijo Humphrey Bogart en Casablanca cuando le preguntaron su nacionalidad: “I’m a drunkard”. Pero fue precisamente en uno de esos bares, donde tendía a hacer mis apuntes de novelista


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novato, donde escuché a un amigo recomendarme una novela que había dormido el sueño de los justos hasta 1998, de Hunter Thompson, escrita en San Juan en los años cincuenta y que parecía ser, muy a su pesar, el Malcom Lowry del Caribe. Recuerdo que apuré el trago de un sorbo y fui a la librería más cercana a comprar aquel libro inexistente. Digo inexistente porque tardé unas cuantas semanas en encontrarlo. Semanas después lo confirmé: Hunter Thompson había sido periodista para el San Juan Star y había odiado esta ciudad con toda su alma. Fue entonces que comprendí que las ciudades no existen hasta que uno comienza a odiarlas. 4. Lograr el fracaso. Al parecer, la única forma de encontrar una ciudad no es la nostalgia, sino esa adolescencia que sabe fracasar la niñez y la adultez. Hunter Thompson había logrado esta terrible ambigüedad en su novela The Rum Diary. Pero el fracaso de esta novela también es doble: por un lado Thompson quería hacer lo mismo que hizo Hemingway con el París de los años veinte en The Sun Also Rises y, por otro, nunca llegó, como hizo Hemingway, a traducir el fracaso en nostalgia. Lejos de esto, Thompson creyó comprender San Juan bajo la paleta de colores de la embriaguez, el sexo, el periodismo gonzo y la misantropía caribeña. Sólo me admito una curiosidad entre Hunter y Hemingway: ambos suicidiarios, ambas novelas-memorias, escritas con el mismo calibre; una escopeta de doble cañón. ¿Por qué entonces fracasó Hunter en su intención de escribir la versión caribeña de The Sun Also Rises del Caribe? Lo sé; San Juan no es París, mucho menos la Pamplona a la que se escapa Hemingway buscando la bella barbaridad de las corridas de toros. Pero San Juan no tiene que ser París para convertirse en él. Existe una condición que va más allá de la geografía y de la arquitectura de una ciudad: las historias con principio y fin. Hemigway dice en una de sus novelas póstumas, A Moveable Feast, que París es la ciudad a la que todos vuelven aunque nunca hayan regresado… que París es una fiesta que nos sigue no importa a dónde vayamos, que París no se acaba nunca. Pero el San Juan de Hunter es el final de una fiesta, una ciudad acabada por sus propios edificios,


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una ciudad vista desde el fin: San Juan no se acaba nunca, porque en realidad nunca ha comenzado. No es casualidad que la novela tenga un mapa en las primeras páginas (¿para asegurarle al lector que sí existe?) y, a su vez, el periodista Kemp, el alter ego de Thompson, comience con la descripción de un bar desde donde no se ve la lejanía necesaria del mar: In the early Fifties, when San Juan first became a tourist town, an exjockey named Al Arbonito built a bar in the patio behind his house on Calle O’Leary. He called it Al’s Backyard and hung a sign above his doorway on the street, with an arrow pointing between ramshackle buildings to the patio in back. […] It was a pleasant place to drink, especially in the mornings… Sometimes there would be a breeze and Al’s would usually catch it because of the fine location –at the very top of Calle O’Leary hill, so high that if the patio had window you could look down on the whole city.

En The Rum Diary son vastos los fracasos de la ciudad, las ocasiones en que la ciudad se niega a sí misma y termina en lo que pudo haber sido, como el bar sin ventanas de Al. Para Kemp, San Juan es una mezcla de Tampa y un asilo medieval, además de parecer un estudio cinematográfico, quizás como la Casablanca de Bogart e Ingrid Bergman, llena de exiliados, viajeros, polizontes y actores de mal agüero: Here I was, living in a luxury hotel, racing around a half-Latin city in a toy car that looked like a cockroach and sounded like a jet fighter, sneaking down alleys and humping on the beach, scavenging for food in shark-infested waters, hounded by mobs yelling in a foreign tongue –and the whole thing was taking place in quaint old Spanish Puerto Rico, where everybody spent American dollars and drove American cars and sat around roulette wheels pretending they were in Casablanca. One part of the city looked like Tampa and the other part looked like a medieval asylum. Everybody I met acted as if they had just come back from a crucial screen test.

Pero Hunter Thompson, a pesar de que quería escribir la versión caribeña de The Sun Also Rises, no tiene la madurez de un Hemingway cuando se le escucha decir a su alter ego, en esa misma novela: “Cheer up. […] All countries look just like the moving pictures”. Existe en Hunter una costumbre de juzgar más allá de la contemplación


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necesaria, más allá de coleccionar las experiencias y las historias que necesita un escritor joven, como les sucede a los personajes de The Sun Also Rises. No hay en Hemigway esa manía de negar el lugar en el que se habita, como podemos encontrar en The Rum Diary: “This isn’t the Caribbean –you should have kept on going south”. Pero es aquí donde encontramos el habla del ron, según Kemp; todas las sandeces sobre el lugar, todos los odios vertidos sobre San Juan –que a veces parecen más cerca de la realidad– caben en una botella de ron: This is a hell of a place to go broke, I said. […] That’s the last place I’ll go. […] No, when I abandon this place I think I’ll head south to the islands and look around for a cheap freighter to Europe. […] Who needs this place. […] I knew it was the rum talking… (énfasis mío).

¿Cuántas veces no hemos dicho lo mismo caminando o guiando por las calles de San Juan? Soy un escribiente confeso en esto. Sólo que en vez de dejar que hable el ron hablan los complejos de país inacabado, quizás el mal banal del genocidio sanjuanero. Habrá que asumir la escritura de San Juan bajo la inconformidad religiosa de la novela, o dejar que la pluma se llene de la triste conformidad en la que Thomas Bernhard se hace confeso: escribir es como hacer agua, pero como no podemos hacer agua hay que conformarse con el orín. ¿Hasta qué punto Hunter Thompson se adelantó al fin de la ciudad, a la invisibilidad con que las letras puertorriqueñas han recibido a San Juan? 5. Todo el que ha escrito o haya intentado escribir San Juan se ha peleado con la ciudad, con las ciudades de la escritura. Incluso hay quienes, como yo, que se han asumido como escritores sin ciudad, pues siete años después de que me mudara del viejo San Juan y regresara a los campos de Dorado, terminé mi primera novela sobre una ciudad a la que nunca había visitado: Berlín. Aún guardo las guías, las películas y las novelas en las que consulté calles, avenidas e historias con principio y fin. Pero lo curioso es que una vez terminada La velocidad de lo perdido logré incluso engañar a algunos lectores, haciéndoles creer que había estado en Berlín. De alguna forma había logrado que el lector asumiera el frío gélido que yo sólo


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conseguí con el refrigerador abierto, y coloqué allí una ciudad real en el sentido de Hemigway: “lo único que tienes que hacer es escribir una frase real. Escribe la frase más real que sepas”. Fue entonces que me pregunté por qué no había podido escribir de esa misma forma sobre San Juan. Esto me hizo volver sobre Hunter Thompson y mi complejo compartido de escribiente sin ciudad. A los veintidós años –edad que tenía Hunter cuando estuvo por San Juan– Thompson era escritor con ciudad, que tenía ciudades entre las que escoger para sus ejercicios de escritura. Pero decidió buscar un país sin ciudad. ¿Quería Hunter Thompson ser el primero en hacer nacer una ciudad? Esto sólo lo podemos saber de una forma: oteando las metáforas de ciudad que crea. Pero más allá de lograr la invisibilidad de San Juan –algo que hace con cierta maestría– Thompson fracasó en su intento, o más bien estuvo a punto de lograr una metáfora de San Juan que fuera más allá de la geografía y la historia de la ciudad. En The Rum Diary, Kemp llega a hacer las pases con San Juan. Al menos eso le hace creer al lector. En ese momento, se encuentra en un apartamento del Condado y con la mujer de un amigo como amante. Es entonces cuando Kemp se permite una amnistía internacional, un alto al fuego para recoger los muertos, una amable despedida de amante que gasta los últimos cartuchos de placer y nos permite la distancia para inventar la soledad: But I knew I was coming to a point where I would have to make up my mind about Puerto Rico. I had been there three months and it seemed like three weeks. So far, there was nothing to get hold of, none of the real pros and cons I had found in other places. All the while I had been in San Juan I’d condemned it without really disliking it. I felt that sooner or later I would see that third dimension, that depth that makes a city real and that you never see until you’ve been there awhile. But the longer I stayed, the more I came to suspect that for the first time in my life I had come to a place where this vital dimension didn’t exist, or was too nebulous to make any difference. Maybe, God forbid, the place was what it appeared to be –a melange of Okies and thieves and bewildered jíbaros. (énfasis mío)

Cuando creía que Hunter había encontrado la metáfora justa que necesitaba San Juan, el moralismo citadino lo venció. Entonces San Juan perdía su tercera dimensión: estaba muy al norte para ser el


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Caribe, muy al sur para ser una ciudad. Pero más allá de la tercera dimensión de la que carece San Juan, según Thompson, lo que me pareció curioso aquí es la mención de Dios: San Juan como un olvido de Dios, San Juan como el lugar donde se espera un milagro de ciudad. Esto me hizo pensar en El fin de la aventura de Graham Greene y en sus historias con principio y fin. En aquélla, su obra maestra, Greene encontró, a diferencia de Thompson, la metáfora que necesita una ciudad: el milagro. En aquel Londres bombardeado por los nazis, una mujer, Sarah, busca un milagro para su nueva fe: acabar con su aventura (affair), con su pequeño pecado. Saltan a la vista en esta novela las escenas de amor con bombardeo de fondo. Pero triunfa el milagro: Sarah se arrodilla a rezar y Bendix, su antiguo amante y escritor mediocre, termina bajo los escombros de un edificio bombardeado. ¿Cuántas veces no hemos pedido en San Juan un milagro de ciudad? ¿Cuántas veces no ha sido la propia ciudad la que ha rezado por un milagro literario? En fin, ¿cuántas veces San Juan no ha sido el final de una aventura? ¿Había traicionado yo mi propia ciudad al escribir sobre otra ciudad a la que nunca había visitado? ¿Me había dejado llevar por el complejo de que ni siquiera un escritor como Hunter Thompson había encontrado San Juan? 6. Las novelas, al igual que las ciudades, tienen principio y fin. Y es que los fines y los comienzos no forman parte de la vida, sino de la ficción. Pero la ficción, como las novelas y las ciudades, traicionan la vida. Esta traición no es gratuita, pero tampoco es banal. La traición que le ofrece la literatura a la ciudad es dulce, inconforme y necesaria. San Juan ha sido traicionada en otro sentido, en el sentido de la inexistencia. San Juan necesita ser el San Juan que nunca se acaba, necesita entonces nacer traicionada, pero bajo la traición que sólo sabe lograr la literatura. Pues la literatura, como dice Vargas Llosa, impregna las ciudades y las recubre de imágenes, recuerdos y pasos que resisten el paso de los años, de la arquitectura y de la historia.


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ara los comienzos, o mediados, de los años cincuenta el auge en las escuelas de arquitectura era el “International Style”, un movimiento necesario para contrarrestar una arquitectura tradicionalista, que con sus copias de copias de copias había llegado a un estado de inercia. Los maestros que surgieron de este movimiento crearon, en Europa, varias obras que todavía influencian el tono de la arquitectura contemporánea. En nuestra parte del mundo, este estilo se comprometió y se adulteró, convirtiéndose en excusa para proyectos de poca integridad y/o imaginación, que le dieron validez a una arquitectura al servicio de la codicia comercial. Para el año 1953 ó 54 vino un conferenciante a mi escuela, Georgia Tech; trajo un modelo, mal hecho y crudo, de un edificio en forma de “L”. Mi total desdén por el estilo que hasta ese momento la escuela había tratado de engullirme, a la fuerza, salió a relucir en la conferencia. Hice preguntas impertinentes y, probablemente, de ignorante insolencia, que causaron revuelo en el auditorio. El conferenciante debió pensar: “¿Quién carajo trajo a este incordio al auditorio?” El modelo, descubrí más tarde, era del “Bauhaus” y probablemente hecho a la carrera. El conferenciante era Walter Gropius, a quien después de la conferencia estudié mucho más a fondo y luego de descubrir sus logros, sus luchas y pormenores, le tengo un inmenso respeto. A veces la Historia se aprende a la fuerza. Esa experiencia canceló mi momento de comentarios radicales, y me convirtió en observador que, aunque intenso, algo más cauteloso. 431


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En Puerto Rico trabajé en las oficinas de gobierno y con uno que otro arquitecto o desarrollista. El único arquitecto local cuyo trabajo me interesaba era Henry Klumb. Enseñándole varios dibujos, logré que me empleara. La oficina era ordenaba y eficiente con varios empleados perennes. En ocasiones aumentada con el influjo de arquitectos y estudiantes del extranjero, que venían a adquirir experiencia en arquitectura tropical, bajo la tutela de un verdadero maestro. El empleo demandaba cierta dedicación, pues tenía que coger guagua muy temprano en la mañana, en la parada #10, hasta la plaza de Río Piedras; de ahí seguía en “pisicorre”, que me llevaba hasta cerca de la oficina, un trayecto de hora y media, más o menos. Aunque trabajé en varios proyectos, mi primer trabajo principal fue para una pequeña casa en Miramar, para un matrimonio de fondos limitados que siempre había querido vivir en una casa de Henry Klumb. El señor trabajaba para el National Park Service y admiraba cómo Klumb adaptaba su arquitectura al ambiente tropical. Me dieron un plano muy básico, al cual le hice unos pequeños cambios que a Klumb le gustaron mucho. Hubiese hecho unos cambios más drásticos, pero mi timidez al comienzo de un nuevo empleo me lo impidió. Klumb siempre hacía una perspectiva del proyecto que se usaba como portada de los planos de construcción, en un estilo muy particular que había desarrollado cuando trabajaba para Frank Lloyd Wright. En aquel entonces, los delineantes, para demostrar nuestra “individualidad”, desarrollábamos cada cual distintos modos de delinear las letras. Me dieron la perspectiva dibujada por Klumb y delineé el título y el índice a mi manera, que, por supuesto –y estoy de acuerdo–, no armonizaba con el estilo de letras simples, y mucho más apropiado, que se usaba en la oficina. Los dibujos eran todos en lino y yo dibujaba con lápices durísimos; no importaba cómo se trataran de borrar, era imposible, pues en el lino quedaba siempre una indentación, como un grabado. Esto causó mucho revuelo y estoy seguro de que a Klumb no le gustó. No sabía qué hacer. Ese día, cuando la oficina cerró, me quedé casi hasta la madrugada y copié la perspectiva de Klumb, repitiéndola con meticulosa exactitud en su estilo, con matas, sombras, etc. Al día siguiente se la di al administrador, que, creyendo que era el original de Klumb, me preguntó cómo pude “borrar” mi previo error. Se la llevó a Klumb, quien la


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Louis Kahn (Cortesía de Harriet Pattison. Derechos reservados de Robert Lautner, fotógrafo)

aprobó con entusiasmo y sin escrúpulos. Ese “evento” estableció para mí una gran relación con Klumb. Más tarde, después de haber trabajado en otros proyectos, me invitó a su casa –casi al frente de la oficina–, un verdadero paraíso tropical rodeado de árboles y plantas de varias especies cultivadas por el dueño previo. La casa era tipo “hacienda”, construida años antes. Me explicó los cambios que había hecho; en esencia, remover paredes, haciendo la casa, excepto por los dormitorios y creo que la cocina, completamente abierta. Alguien le preguntó qué hacía cuando la lluvia entraba de un lado y él decía que entonces se sentaba al otro lado. Hoy día, dada la criminalidad, una casa abierta como ésta sería imposible. Mi relación con los otros empleados de la oficina – con una que otra excepción– nunca fue muy cordial, y culminó en varios encontronazos que decidieron mi partida. Me asocié a un ingeniero contratista, un señor ya establecido con una buena reputación y clientes. Esto me dio la oportunidad de diseñar y construir dos o tres proyectos que considero (para mí) importantes. Durante todo este tiempo estaba trabajando intensamente en mi pintura, que siempre ha sido una vocación paralela. En 1961 tuve


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una exposición en la Universidad de Puerto Rico junto a Rafael Ferrer, exposición que resultó muy controversial. Klumb me sorprendió con su visita a la apertura y volvió varias veces. Le interesó mucho cómo se transformó la galería –diseñada por él– con el uso de formaletas de construcción que crearon un laberinto, definiendo espacios pequeños, oscuros, que dirigían al espectador hacia espacios más “monumentales”. Me compró un cuadrito y yo le regalé otro, con una inscripción del poeta alemán Gottfried Benh que libremente traducida dice: “La vida es un construir de puentes sobre ríos que desaparecen”. Me invitó a volver a trabajar con él y, manteniendo mi relación con el contratista, logré trabajar con Klumb dos o tres días a la semana. Mi proyecto fue la pequeña casa de veraneo para R.G. Tugwell en El Yunque. La casa era en madera. Como no tenía mucha experiencia con ese material, tuve que “afilar el lápiz” y percatarme de las ventajas y pormenores de ese tipo de construcción. Klumb desarrolló un diseño simple y básico: casa abierta, muy adaptada al terreno, a la vista y a las brisas. Todo caminaba muy bien; “el único nudo en la soga” era que Tugwell quería un domo geodésico prefabricado como habitación-dormitorio. Klumb y yo estábamos de acuerdo en que esto no cuajaba muy bien en el diseño total. Se trató de convencer a Tugwell en varias ocasiones sin éxito; la testarudez del señor era legendaria. Se procedió haciendo una plataforma, donde iría el domo geodésico, que se podría usar como base para una construcción más apropiada en el futuro. Así resultó, unos dos o tres años más tarde, pues el domo era caluroso, no muy apropiado para la ventilación natural, aparte de que la combinación no era muy agraciada estéticamente. Se terminaron los planos de construcción y celebramos el comienzo de la obra con una jira en el lugar, con Tugwell, Klumb y esposas, y un fotógrafo de arquitectura muy conocido, Alexandre Georges. Tomó varias fotos que estoy seguro de que están en los archivos de Klumb1. Durante estos años –1957-1958 al 1962– comencé a ver en revistas de arquitectura diseños que me llamaron la atención, obras de una calidad poética completamente opuesta a la estéril arquitectura típica de aquel tiempo. El arquitecto era Louis Kahn. Las obras eran descritas desde una perspectiva pragmática y analítica, con una que


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otra metáfora o cita poética del arquitecto. Estos diseños no podrían nacer de una mente que “pone el coche antes del caballo”. Mi interés en trabajar con el señor Kahn era descubrir su método –si así se le puede llamar– de “creación”. Después de dos o tres visitas a Philadelphia –que comentaré más adelante– le informé a Mr. Klumb mi intención de trabajar con Kahn, y me dijo: “Louis is a very good man; we worked together during the Depression”, cosa que no sabía. Antes de mi partida final hacia los Estados Unidos, Mr. Klumb me invitó, a mí y a mi esposa, a un fin de semana en una pequeña casa que tenía en Caneel Bay, St. John, antes de que existiera el hotel. Me interesó mucho que su vecino más cercano fuera J. Robert Oppenheimer –uno de los principales creadores de la bomba atómica– con quien mantenía una relación muy amistosa. (Extraña e interesante confluencia de caracteres complejos y únicos). Mr. Klumb pasaba fines de semana, y en ocasiones semanas enteras, en ese otro pequeño paraíso. Siempre mantenía su tiempo y espacio privado, cer-


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cano a una pequeña mesa de dibujo. Visitas como éstas me ofrecían la oportunidad de la conversación informal. Le comenté que había visto una casa diseñada por él en la que la “decoración” dejaba mucho que desear. Aparte de no tener control sobre la indumentaria de la obra, me dijo: “the decoration goes, the architecture remains”. Le pregunté sobre el arquitecto Nechodoma. Si mal no recuerdo, me dijo que tenía dibujos de él. Se trataba de un caso muy extraño –y trágico–, de un arquitecto cuyo trabajo Klumb definió con igual grado de perplejidad y admiración. En mi vecindario inmediato había cuatro casas de Nechodoma: casas Behn, Korber, Benítez y otra más. Eran casas fascinantes y misteriosas que nunca pude explorar a fondo. De éstas queda sólo una, la Korber, convertida en Sinagoga. ¡Qué poca conciencia tiene el “progreso”! Klumb tuvo mucho que ver con la preservación y adaptación de esta Casa Korber. En su conversación Klumb desacreditaba la educación contemporánea en la arquitectura, comparándola con su educación, en que antes de tocar un lápiz para “diseñar” tuvo que aprender a ser carpintero, albañil, plomero, etc., conocimientos que no sólo le ayudaron mucho al principio de su estadía con Frank Lloyd Wright sino que, en sus diseños, siempre detallaba e imaginaba cómo se iba a construir. Aunque en ocasiones era necesario, no le gustaba mucho el uso del aire acondicionado. Siempre diseñaba considerando la brisa prevaleciente. Sé que en algunos edificios de la Universidad de Puerto Rico esto le causó conflictos con el “cliente”. La importancia del color en la obra terminada me impresionó: tonos grises y neutrales, los que usaba cuando eran necesarios, colores de tonos muy sutiles –hasta hoy día me refiero a ellos como “Klumb colors”. Hace unos años, de visita en Puerto Rico, vi, entre otras atrocidades, un pequeño edificio de Klumb que, en remodelación, lo habían pintado de verde y amarillo. ¡Qué poco respeto se le tiene a la arquitectura! La obra de Klumb siempre se acomodó a lo posible en términos de calidad, tiempo y presupuesto; dentro de esos parámetros creó obras de verdadero valor. Algunos libros y folletos que he visto recientemente describen mucho mejor que yo la importancia, métodos y genio de su obra. Siempre admiraré su carácter noble y profundo, su sencillez y genuina amistad, que forman parte de lo que soy. Hace muchos años me envió copia de un artículo que escribió


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sobre Frank Lloyd Wright. Incluyo los últimos párrafos, que son tan pertinentes hoy como hace treinta y cinco años: In 1974, 15 years after Frank Lloyd Wright’s death, we find ourselves deprived of architectural leadership and the voice of conscience. Ever since, on the whole, we have been in a void, we lack a guiding philosophy, a dedication to principles, ethics and a sense of dedication are absent. We have lost the emotional attachment to architecture, have taken the easy way out and made architecture a business. No one has voiced so vividly and so clearly the state of today’s architecture as Ada Louis Huxtable. Astutely she points out the causes of the dehumanization of architecture. We must stop being impressed by bigness. We must question the self-seeking architectural exhibitionism, the use of technology to do the impossible just because it is possible. We must end the ostentatious display of super wealth widening the gap between the poor and rich. But, more than anything else, we must put to work the piercing wit, the inexhaustible spiritual exuberance, the love and reverence for life of Frank Lloyd Wright that saturated his life, his writing, and his buildings. ‘In the Cause of Architecture’, essays long unheeded –now appearing as a timely publication– Frank Lloyd Wright goes to the source from which the basic ideas of organic architecture spring. They appear crystal clear, in simple terms, Frank Lloyd Wright’s genius is alive.

En el año 1959 fui a los Estados Unidos por razones personales y decidí ir a Philadelphia. Ya para este tiempo Kahn tenía una gran reputación y fama, por lo menos en círculos de la profesión. Visité la oficina, el cuarto y quinto piso de un pequeño edificio en el centro de la ciudad; expliqué que tenía interés en ver su trabajo reciente. Era una oficina muy sencilla, nada extravagante; al contrario, algo desordenada. Para mi asombro, Mr. Kahn salió y no sólo me ofreció un recorrido por la oficina sino que, al final, me sentó en su oficina privada y me enseñó dibujos recientes, y uno de sus libros favoritos. (Un libro de fotos espectaculares en blanco y negro de castillos de España2.) Tenía el entusiasmo de un niño enseñándome sus juguetes. Analizando las fotos en este libro se descubre la influencia


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que estas misteriosas, trágicas y vetustas estructuras ejercieron sobre la obra de Kahn. Siempre decía: “El final de una obra de arquitectura verdadera debe ser una ruina bella”. Le dije que en un futuro no muy lejano me interesaría trabajar con él. Me sugirió que, en una próxima visita, le trajera algo de mi trabajo. Al año siguiente así lo hice. Otra vez me recibió cordialmente. Le traje algunos dibujos y dos proyectos construidos en Puerto Rico con fotos no muy buenas. Nunca me preguntó a qué escuela fui, o cuál era mi educación. Tomaba sus decisiones con lo que veía frente a él. Le expliqué el problema de cerrar mi oficina y mudarme. Le pregunté si podía garantizarme trabajo en unos seis u ocho meses. Dada la situación presente no podía garantizarlo. Sugirió que le escribiera en uno o dos meses. Así lo hice, y la respuesta fue la misma. Si las cosas no mejoraban, no quería la responsabilidad de tener que emplearme. A fines de 1962 o comienzos de 1963 me casé, cerré mi oficina en Puerto Rico y me mudé a Philadelphia. Al día siguiente de llegar fui a la oficina; salió a saludarme y lo primero que le dije fue: “I now live in Philadelphia.” Y me contestó: “Okay. You start work tomorrow.” Al día siguiente, lo primero que me dijo el administrador –muy buena persona– y en un tono de disculpa, como salvándose en salud: “Here, all plans look like isometrics.” Los arquitectos que conocen la obra de Kahn de aquel tiempo saben a qué se refería. El edificio Salk estaba ya en construcción y mi primera asignación fue detallar una escalerilla en el cuarto de equipo mecánico. Durante este tiempo no estaba consciente de los traumas personales por los que estaba pasando Kahn. Su hijo acababa de nacer de una relación que a todos los involucrados les causó enormes sufrimientos. Mi próxima asignación fue para la Sinagoga Mikveh-Israel, en la que trabajé por buen tiempo. Mientras yo trabajaba en los dibujos del proyecto en general, otros trabajaban en modelos y detalles. Todos los dibujos eran en lino y tenían el problema previo de la perspectiva de Klumb, es decir, la dificultad para borrar. Hubo muchos cambios hasta la consolidación de la forma principal. Fue una gran obra que, desafortunadamente, dada la falta de visión de la junta directora de la sinagoga, nunca se realizó. El primer director fue un gran entusiasta de Kahn; a mitad de camino cambiaron de directores y la nueva directora insistió en una entrada común al santuario,


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Fachada Casa Tugwell (Colección Henry Klumb, Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico).

la escuela y la tienda. Kahn insistió en que no, diciendo: “How can you place the money-changers at the entrance to the temple?” Su insistencia en separar lo sagrado de lo secular causó su despedida. En la arquitectura siempre hay compromisos y ajustes en el desarrollo de un proyecto; pero no en los principios básicos de una arquitectura íntegra y fundamental. ¿Cuántos arquitectos de hoy día hubiesen hecho lo mismo? La sinagoga contrató a una firma de arquitectos corporativa, que produjo un edificio inocuo y estéril, por supuesto, con una entrada común. Philip Johnson lo dijo: “We architects are all whores.” Hablaba obviamente de sí mismo y de muchos de sus acólitos. Se trabajaba constantemente. Eran raros los fines de semana libres, o las noches en que se llegaba a casa a la hora de la comida. La paga era mínima, aunque democrática. Todos recibíamos el mismo sueldo, a excepción del administrador y la señora que llevaba los libros. Al fin de año, el único que recibía un bono ($25) era Ernie, el operador del ascensor. Cuando hacía falta un esfuerzo sobrehumano, para terminar un modelo o varios dibujos, venían algunos de sus


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estudiantes a ayudar, ¡pro bono! El problema financiero era crítico. En una ocasión tenía una presentación en New Haven y no tenía dinero para el tren. Se hizo una colecta en la oficina y con eso llegó. En otra ocasión, estando ya en su destino, se encontró sin dinero; le pidió a su asociado que llamara a la oficina y le enviaran el dinero por cable. Así se hizo. Cuando llegó el dinero a la Western Union no tenía identificación. No le querían dar el envío. El socio ofreció su nombre, pero tampoco. Por fin Kahn se acordó y sacó de su bolsillo una carta muy arrugada con manchas de café, dirigida a él: era una carta personal del Presidente Nixon, pidiéndole que fuera parte de un comité de algo que no recuerdo. Esta carta fue suficiente y le dieron el dinero. Anécdotas como éstas existen muchas. A los que trabajábamos allí describía sus intenciones con poesía, metáforas, pragmatismo y, en ocasiones, con bosquejos diminutos. La cordialidad que me extendió en mis visitas era más común de lo que creía. En ocasiones llegaba una visita inesperada; abandonaba la discusión sobre proyectos presentes para atender al visitante. Esto irritaba a los que necesitábamos su decisión y se resolvía con un tiempo empleado con mucha, mucha más intensidad, después. Cuando había una base dibujada, con espacios ya marcados, trabajaba en la misma mesa del delineante, con carboncillos sobre papel amarillo de calcar. El carboncillo a mí no me gusta, pero entendí bien por qué lo prefería. Mientras dibujaba podía borrar muy fácilmente, con la palma de la mano, y poco a poco, la forma, el plano y la situación se iban reforzando lógicamente. Era un proceso muy parecido al de las pinturas y dibujos del escultor Giacometti; reducía, cambiaba, y redibujaba hasta llegar a lo esencial. De estos bosquejos hacíamos dibujos más definitivos, presentábamos ideas diversas que se discutían a fondo y el proceso se repetía. Siempre se trabajaba a la misma vez con modelos. Al principio se establecía el local y los contornos en arcilla; después se hacían modelos de edificios en cartón y algunas presentaciones en madera. Los cambios eran constantes y hasta el último momento. Una búsqueda intensa hacia lo más fundamental e inevitable: “Let the building be what it wants to be.” Así él lo describía, comprobando lo que ya yo sospechaba: Kahn no tenía nada de analítico; era intuitivo y emocional, aunque siempre con una base racional, basada en la integridad de la estructura y las


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necesidades básicas de la obra. Antes de una presentación, cuando quería cambiar un modelo, que era obvio no se podía terminar en el tiempo previsto, siempre decía: “What would you rather do, the wrong thing well done or the inverse?” Con esto extraía un poco más de esfuerzo sobrehumano; sobre todo, con los estudiantes. Otra cosa que decía, cuando se enfrentaba a un súper-rompecabezas, dado su aspecto (su cara cicatrizada por quemaduras que sufrió en la niñez): “I wish I were smart instead of good-looking.” Todos se referían a Kahn como “Lou”. “Lou me dijo…” “Lou” esto o lo otro, etc. Yo siempre me referí y lo traté como “Mr. Kahn”, aunque alguna que otra vez me tomara mis libertades. Recuerdo una ocasión en que Kahn estaba enfrascado en un bosquejo, en mi mesa, y por largo rato nada le salía; de vez en cuando me daba un vistazo y nada; de momento, con unos dos o tres trazos del carboncillo, cambió totalmente el aspecto del plano, me miró y le dije: “Now you’re cooking!” Y ese encomio aparentemente le agradó mucho. No quiero sugerir, con lo dicho, que Kahn era un “ángel”. En momentos era brusco y abusivo, sobre todo con algunos de sus empleados, que ya llevaban ocho o diez años trabajando allí, y que se habían convertido en “acólitos” o esclavos, yes-men. Kahn no tenía la paciencia para tratar con estos, ni la fuerza de carácter para despedirlos. Ese maltrato le indicaba al afectado: es tiempo de que descubras tu propio ser y abras tu propio camino. Unos meses después de establecido en el trabajo me enfermé con unos cólicos y palpitaciones, que me llevaron a sala de emergencia un sinnúmero de veces. En los fines de semana el ascensor no funcionaba y había que subir los cinco pisos por la escalera. Yo no podía. Cuando me necesitaban, muy, muy a menudo, mandaban a dos de mis compañeros, hacían una sillita con los brazos y me cargaban hasta arriba. Aunque esto me hacía sentir “muy importante”, el reverso era más oneroso, pues después de la subida quedaba preso hasta que se terminara la sesión, no pudiendo hacer lo que a menudo hacíamos: salir, tomarnos un café, ir a un cine, cualquier cosa para aclarar la mente. Recuerdo una ocasión en que fui al cine a una hora extrañísima de la mañana y vi a Mr. Kahn también en el cine; me vio y creo que se sintió avergonzado y se fue. “El maestro” también necesitaba su pequeño receso.


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La oficina era pequeña comparada con las oficinas de las “estrellas” de hoy. Fluctuaba entre catorce y veinte arquitectos asistentes, la mayoría extranjeros: Japón, Turquía, India, Portugal, Bélgica, Finlandia, Francia. Eran estudiantes graduados que habían venido a la Universidad de Pennsylvania a adquirir su maestría bajo la tutela de Kahn, buena seña del prestigio internacional que Kahn estaba adquiriendo. El empleo de estos jóvenes reflejaba, de su parte, el aprecio y respeto que su obra adquiría en el extranjero en comparación con los Estados Unidos. En los tres años y pico que trabajé allí nunca vi un set de planos completos. Los proyectos más grandes se empezaban a construir sin desarrollo total, casi siempre por razones políticas. En el Complejo Gubernamental de Pakistán del Este –ahora Bangladesh3–, esta situación resultó muy problemática. Casi al final de los documentos de construcción, se descubrió que las torres tragaluces que daban iluminación natural a varios espacios principales y las estructuras que las sostenían, eran demasiado pesadas para los cimientos, ya fabricados. Hubo que aligerar toda esta construcción. Se comenzó por reducir la altura de las torres; estoy seguro de que esto no le gustó mucho a Kahn. En el edificio terminado se ve bien el porqué: las torres se ven claras y definidas desde bastante distancia; al acercarse, la perspectiva las hace desaparecer, quitándole la “corona” a la estructura. Hubo también que eliminar unas vigas inmensas que no sólo sostenían, sino que difundían la luz que entraba. Esto se resolvió después de muchos intentos, todos usando elementos de estructuras alambradas, “space-frames”; se terminó con un plafón en “thin-shell concrete” que definitivamente no está en la lista de estructuras favoritas de Kahn. En el complejo total y, sobre todo, en el edifico principal, consideré el India Institute of Management, Ahmenabad, una obra maestra. Desafortunadamente, aunque se completó buena parte del complejo, el edificio principal, en su construcción final –posiblemente debido a fondos limitados– fue desvestido de muchos de sus atributos; sobre todo en el patio central, en el que eliminaron un anfiteatro, una terraza-comedor principal, y varias otras estructuras pertinentes, que le daban vida a este importantísimo espacio. Fueron excluidas, también, unas bóvedas de ladrillo exquisitamente detalla-


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Dibujo de Louis Kahn (Colección William Biscombe, Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico).

das, que creaban sombra a los espacios entre los estudios. Es posible que en el futuro todo esto sea remediado. Pero en el momento estoy seguro de que causó mucha angustia a Kahn4. Trabajé solamente en los edificios dormitorios. En estos Kahn insistió en el uso puro del ladrillo, en combinación con el concreto, en los sitios donde el ladrillo no es apropiado. Esto necesitó el uso de contrafuertes, que se convirtieron en un elemento principal del diseño. Los contrafuertes se necesitaban donde había arcos que abrían el espacio. Esto ocurría en cada uno de los 18 edificios, excepto en la pared al final de muchos de ellos, donde no había aberturas. Le informé a Kahn que estas paredes, ya que no necesitaban arcos, no necesitaban contrafuertes. Si no se usaban contrafuertes en una sola pared de muchos de estos edificios, las paredes hubiesen parecido una sonrisa con la falta de un diente. Su insistencia en la total integridad de la estructura evitó una solución inmediata. Al día siguiente me dijo: “Esas paredes deben ser construidas iguales a las otras, con sus arcos, sus tirantes de concreto, sus contrafuertes. Los vacíos se rellenarán con ladrillos, y la pared dibujará en su cara termi-


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nada cómo se construyó. Ese ‘dibujo’ en ladrillo y concreto ‘decorará’ y le dará vida a esas paredes.” Y así fue, demostrando que las reglas se hacen para romperse, o para ser adaptadas a otro punto de vista totalmente inesperado. Para este tiempo los dos edificios laboratorios del Salk estaban construidos, pero no terminados. Hasta ese momento el espacio central, en todos los bosquejos y dibujos, era un jardín íntimo con muchos árboles dándole sombra, esto bajo la consulta del arquitecto-paisajista B. Halprin, si mal no recuerdo. Kahn aparentemente no estaba satisfecho con esta solución. En revistas y libros había visto, y se interesó mucho, en la obra del arquitecto mexicano Luis Barragán y quiso consultar con él. Siendo yo uno de dos que hablábamos español en la oficina, me tocó a mí hacer la primera llamada a Barragán. Con Kahn a mi lado conseguí a Barragán y le indiqué los deseos de Kahn. Lo primero que me preguntó Barragán fue: “¿Quién es Louis Kahn?” Se lo traduje a Mr. Kahn: “He wants to know who you are.” Kahn me miró un poco sorprendido y me dijo: “Tell him to ask a few of his friends, some of them will know who I am.” De ahí siguió la conversación y eventualmente hicieron cita para reunirse en el sitio del proyecto. Recuerdo muy bien cuando regresó de California, después de la consulta. Estaba tremendamente excitado y dijo: “Barragán is right, the space should be empty; it will be a façade to the sky!” Con esas palabras convirtió esa área, definida con el horizonte del Pacífico a la distancia, a un espacio “mítico, silencioso y meditativo que exalta la santidad del espíritu humano”5. En 1970 viajé a México y visité a Barragán. Vimos su famosa casa y estudio, con su azotea maravillosa y el increíble jardín, un verdadero aposento para el espíritu. Después su asistente nos contó –no lo sabía– que Kahn había visitado a Barragán y tuvieron una gran discusión en que Kahn propuso que los materiales deben usarse en su color natural, las paredes no se deben pintar. Por supuesto, Barragán usa el color muy efectivamente en toda su obra; en su propia azotea cambiaba los colores periódicamente. Por largo rato cada cual mantuvo su posición, al final Barragán dijo: “Usted tiene razón y gana la disputa, pero yo voy a seguir pintando mis paredes.” Otro ejemplo de colaboración de dos fuertes personalidades: Kahn y el escultor Noguchi. Aunque no trabajé en este proyecto, el


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Adele R. Levy Memorial Playground, sí observé y me interesé mucho en cómo se resolvería. Noguchi visitaba el proyecto por uno o dos días, cada tres o cuatro semanas. De vez en cuando lo veía en el ascensor, lo saludaba y le preguntaba cómo iba el proyecto; meneaba la cabeza de lado a lado. Al principio Noguchi presentó un conjunto de estructuras de recreo para niños, diseñadas por él, colocadas por todo el espacio. Kahn organizó el espacio y le dio forma al terreno. Noguchi enfatizó las formas y adaptó sus estructuras al conjunto total. En una de las paredes que bordeaban una de las rampas, fue que vi por primera vez aberturas en forma de círculos, que después aparecieron en muchos otros diseños. Creo que fue Noguchi el que introdujo este elemento, pues aparecía en algunas de sus “playground sculptures”, esta vez a una escala mucho menor. Aunque pequeño, fue otro gran proyecto que nunca se realizó. (No sé por qué razón.) A fines de 1964 se supo que Kahn iba a ser considerado para el diseño de la Kennedy Library, y que tendríamos la visita de Jacqueline Kennedy. Esto causó un poco de revuelo. La oficina era un espacio largo con ventanas a un lado y pared sólida al otro. La pared sólida tenía montones de bosquejos, dibujos, modelos en un estado de desorden total. Para este tiempo yo había trabajado en una extensión de oficinas que se le hizo a la Unitarian Church en Rochester. Había aún en la oficina unas muestras de tapices que se usaron en el salón de congregación, (razones de acústica y color). Estos se colgaron en la pared para encubrir el desorden existente. Se barrió el piso y se nos pidió que limpiáramos un poco las mesas de dibujo. La misma mañana de la visita, Kahn fue a un “5 y 10” cercano y compró unos veinte ceniceros de latón plateado y puso uno en cada mesa; si mal no recuerdo, nadie fumaba en la oficina. Esto dio un aspecto de orden que nunca había existido antes. Mi mesa quedaba justo a la entrada, de frente a las otras. (Esto no significaba un alarde de “autoridad”; fue pura casualidad que cuando comencé a trabajar era la única mesa desocupada). La voz se había corrido, y abajo, a la entrada del edificio, había cientos de personas. El agente del servicio secreto se estacionó a mi lado, pues era la posición mas ventajosa para observar el salón entero. Conversamos y después de unos minutos entró Jacqueline Kennedy con Mr. Kahn, en conversación


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muy animada. Ella, vestida de negro, más alta que Kahn por una cabeza, nada elegante; si algo, se veía un poco atareada. Dieron un recorrido por la oficina; desde mi punto de vista noté que nadie, nadie levantó la cabeza para observar la situación. Todos permanecían con lápiz en mano y el cenicero a la derecha. Al momento de irse, todos corrieron a las ventanas para ver a Kahn y a Jackie montarse en la limosina. El único comentario que oí fue de Louise, la secretaria perenne, que comentó: “She wears bandaids on her heels, just like I do.” Después oí rumores de que Jackie había dicho: “Kahn is a man I could hug.” Y que ella había recomendado a Kahn para el proyecto; fue Bobby Kennedy quien decidió que fuera I. M. Pei. Klumb visitaba Philadelphia una o dos veces al año. Tengo entendido que uno de sus dos hijos, debido a una condición de salud, vivía en una institución en New Jersey. (Una gran tristeza para Mr. Klumb; nunca hablaba de esto). Le mencioné a Kahn mi relación con Klumb y me dijo: “Henry is a very good man, we worked together during the Depression.” Qué curioso que ambos se refirieron al otro como un “very good man”, usando exactamente la misma frase. Cuando venía, Klumb llamaba, y de vez en cuando teníamos cortos encuentros. En una de estas ocasiones le dije a Mr. Kahn que Klumb estaba aquí e insistió en ir a almorzar juntos. Me sentí muy privilegiado, de ser testigo –silencioso, por supuesto– de esa reunión. Se dieron un abrazo y hablaron un poco del pasado y después Kahn siguió con sus teorías sobre el “silencio y la luz” y Klumb mucho más pragmático, menos poético, aunque sí fuerte y claro en sus ideas. Un gran momento para mí. Una pena que no tenía grabadora. Hoy no recuerdo cuál de los dos pagó el almuerzo. Con los recursos que suplementaban mi paga ya agotados, y dos hijos nacidos durante este tiempo, tuve que considerar seriamente un nuevo trabajo con mejor paga. Después de años de interesante e intensa labor, con dos arquitectos directos, sencillos, sin pretensiones o mezquindad, se me hizo muy difícil el cambio. En mi búsqueda de una oficina con algo de interés, integridad o dedicación, me enfrenté a un mundo donde estos atributos no sólo eran raros sino resentidos. En cuatro años, después de dejar la oficina de Kahn, trabajé en diecisiete oficinas distintas. Esta educación fundamental e íntegra creó problemas que me causaron mucha angustia. Estoy se-


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guro de que muchos de mis compañeros confrontaron situaciones similares. En oficinas que presentía algo de calidad, era imposible ver a los principales, siempre “protegidos” por una caterva de defensores –secretarias, asociados etc.– de su imaginada “importancia”. Entre éstos una que otra “estrella” de hoy día. Se quejaban de sus desilusiones, se creían incomprendidos, se daban crédito por ciertos cambios fundamentales que obviamente se les acreditaban a otros. Hoy muchos de estos señores se enfrentan al mundo con “la franca rectitud de cojo amargo”, para citar a César Vallejo. Desde que dejé la oficina, hasta su trágica muerte, mantuve mi relación con Mr. Kahn. Visitaba la oficina periódicamente, para ver los proyectos más recientes y saludar a los que todavía quedaban de mi tiempo. Conseguí que el Philadelphia College of Art –ahora University of the Arts–, donde estaba enseñando en 1970, invitara a Kahn a dar una conferencia. Kahn había desarrollado un proyecto para este colegio a finales de 1965, otro gran proyecto que terminó en los zafacones de la historia. La conferencia comenzó en el patio central de la escuela, Kahn en una tarima, con varios de mis estudiantes alrededor; poco a poco más estudiantes vinieron; la conferencia duró unas dos horas y media; al final, casi la escuela entera quedó incluida como público. Más tarde descubrí que la escuela le mandó un cheque a Kahn por $125. Un amigo me contó que en una ocasión, durante un concierto en que Leonard Bernstein habló de Beethoven, terminó diciendo que el genio de Beethoven consistía en la “inevitabilidad” de una nota tras la otra, y en la intensa lucha que llegar a esta “inevitabilidad” implicaba. De la misma manera veo la obra de Kahn. Mucha de la obra “importante” contemporánea que veo es, más veces que menos, frívola, arbitraria, superficial y “ruidosa”; mucho más difícil y raro es crear algo profundo, misterioso, imperecedero y silencioso.


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NOTAS 1

Esta casa está documentada parcialmente en una publicación de Josean Figueroa Jiménez y Edric Vivoni González para el Colegio de Arquitectos de Puerto Rico. 2 Era el libro España: castillos y alcázares, de José Ortiz Echagüe. 3 En este proyecto trabajé en el módulo de espacios al este del edificio principal, y en el desarrollo de los hostales para los miembros de la asamblea que bordean el lago artificial, al oeste. Este proyecto fue interrumpido por una guerra y se completó unos veinte años después de la muerte de Kahn, en uno de los países mas pobres del mundo, ¡qué milagro! 4 Regresando de visita a este proyecto fue que Kahn murió en la Pennsylvania Station en Nueva York, sin identificación o dirección apropiada. Se tardaron cuatro días –más o menos– en descubrir lo ocurrido e identificarlo. En muchas ocasiones, cuando regresaba de un viaje no iba directamente a su casa. Llamaba a alguno que otro de sus empleados y pedía “albergue” por esa noche. Esto contribuyó a la tardanza en descubrir lo ocurrido, pues de la oficina, antes de sonar la alarma, llamaron a unos cuantos de sus empleados y exempleados para ver si sabían dónde estaba Mr. Kahn. 5 Cita del arquitecto John Lobell.

REFERENCIAS Figueroa Jiménez, Josean y Edric Vivoni González. Henry Klumb: principios para una arquitectura de integración. San Juan: Colegio de Arquitectos de Puerto Rico, 2007. Ortiz Echagüe, José. España: castillos y alcázares. Prólogo de Fray Justo Pérez de Urbel. Madrid: Editorial Mayer, 1956.


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LOS ORÍGENES DE CONTRASTES: EL TRASFONDO HISTÓRICO DE LA FOTOGRAFÍA DE JACK DELANO* HÉCTOR MÉNDEZ CARATINI Yo no sabía que existían normas que regulaban el estilo de la fotografía documental. De hecho, no creo que el término sea muy preciso. En lo que a mí se refiere, la fotografía que yo realizaba para la FSA sigue siendo la misma que todavía practico. Está basada en un apasionado interés por la condición humana. Esa es la base filosófica de todo el trabajo que yo realizo. A mí me interesa la gente, no solo como imágenes fotográficas, sino como personas. Mientras los entrevistaba siempre escuchaba sus historias. Creía que era muy importante lo que me tenían que decir, lo que yo trataría de comunicarle a otros. Jack Delano, 1993

La condición humana y la nobleza del espíritu están estrechamente ligadas cuando uno observa las fotografías de Jack Delano. Sus imágenes, sean éstas las de personas afectadas por la imperante pobreza de la década del cuarenta, o las que reflejan el progreso económico de los ochenta, nos revelan un gran sentido de compasión por el ser humano. En las mismas podemos apreciar una honesta comunión entre el sujeto y el fotógrafo que intenta narrarnos visualmente la historia de sus personajes. Magistral ejemplo de este humanismo, poco antes visto en este medio artístico, es el calor humano o la amistad que desarrolla el fotógrafo con el sujeto fotografiado. Las íntimas fotografías de la vida de don Toli son ejemplos de este arte fotográfico. Este incansable * Fotografías de Jack Delano (Cortesía de Pablo Delano).

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trabajador, que arduamente picaba la caña de sol a sol desde que tenía doce años, es tema de reflexión por parte de Delano; que no solamente lo fotografió en Guayanilla, durante el 1946, sino que también lo volvió a visitar y entrevistar durante la década del ochenta. Acompañado del antropólogo Sidney Mintz, Delano compartió con este humilde personaje, que se encontraba enfermo en su hogar, localizado en la costa sur de la isla. Siguiendo un estilo fotográfico tradicional, mejor conocido como de documentación fotográfica, Delano crea un complejo ensayo visual donde aparecen ilustradas las múltiples facetas del cambiante Puerto Rico. Nos presenta una fuerte y elocuente crítica social de una nación en vías de desarrollo, la cual tuvo sus orígenes en una economía agraria y está contrastada con los logros obtenidos por el progreso. Durante el periodo de la década de 1980, Delano se concentra en explorar los temas relacionados con la industrialización y


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sus efectos en una sociedad urbana que peca de un desenfrenado consumismo, llegando en algunos casos hasta pervertirse con los vicios de la drogadicción. En estas fotografías se percibe un leve pesimismo que enfatiza la pérdida de la inocencia. Las mismas están contrastadas con las fotografías de los años cuarenta, en las cuales se percibe un romanticismo, donde a pesar de la pobreza teníamos dignidad humana. Reunida en una épica exhibición fotográfica, titulada Contrastes: Cuarenta años de cambio y continuidad en Puerto Rico (Museo de la Universidad de Puerto Rico, 1982 y Museo de Arte de Ponce, 19951996) y publicadas en el libro Puerto Rico mío: Cuatro décadas de cambio (Smithsonian Institution Press, 1990), Delano nos narra su visión filosófica de la historia visual del Puerto Rico contemporáneo. El que le tocó vivir cuando visitó Borinquen por primera vez, en noviembre de 1941, y en el cual inteligentemente observó el drástico cambio social y económico que le siguió. Apreciamos fotografías de la década del cuarenta contrastadas con las imágenes de la modernidad. Ejemplo de esto son los jíbaros tocando sus aguinaldos acompañados de cuatros, maracas y guitarras, en contraposición a los jóvenes de hoy, que tocan salsa, y los niños


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y niñas que aprenden el violín en el Conservatorio de Música, y bailan ballet. De igual forma, están presentes las imágenes que evidencian la transculturación del puertorriqueño, por ejemplo: los cambios en la dieta o la comida típica del país, como las nutritivas viandas campesinas, substituidas por el fast food, la comida rápida americana, el hamburger de Burger King. En lo que a la industria se refiere, vemos los efectos del cambio experimentado por una generación de puertorriqueños que trabaja de sol a sol en los cañaverales y campos, cultivando el café y el tabaco. Los trabajadores actuales aparecen más barrigones y menos robustos. En la educación se introduce el uso de la computadora. Es importante notar el cambiante rol de la mujer urbana, que en vez de tener una docena de hijos en la ruralía, ahora ocupa una posición gerencial en las industrias farmacéuticas. También se aprecian, en algunas de estas imágenes, la forma de posicionar las manos, al igual que la pose del cuerpo, características de nuestra idiosincrasia como pueblo. El nombre original de Jack Delano era Jacob Ovcharov y nació el 1ro de agosto de 1914, en Kiev, Ucrania. A los nueve años de edad, en 1923, emigró con su familia a América, residiendo en Filadelfia. De 1925 a 1933 estudió violín, viola y composición musical. En 1932 estudió arte en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania, donde conoció a Irene Esser, que luego sería su inspiradora esposa e inseparable compañera de toda la vida. Cuatro años mas tarde, se compró una cámara fotográfica y se fue a viajar por Europa. Al año siguiente, consiguió empleo en el Proyecto Federal de Arte, donde documentó las condiciones deplorables que existían en la minería clandestina de contrabando en Pottsville, Pensilvania. De este tema produjo una exhibición fotográfica y dos prototipos de publicaciones. Bajo la administración del Presidente Roosevelt se originó en Washington, D.C., en 1935, un importante proyecto de documentación fotográfica. Inicialmente se le conocía como la Sección Histórica de la Administración de Relocalización. Su fundador fue Rexford Tugwell, quien nombró al sociólogo y economista Roy E. Stryker como su director. El mismo tenía como propósito fundamental ayudar a los agricultores y agregados que habían sufrido los efectos de la Gran Depresión, y la terrible sequía que convirtió sus tierras en


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polvo estéril. La vida de este programa fue breve, pero continuó a través de una nueva agencia en el Departamento de Agricultura bajo el nombre de la Administración de Seguridad Agrícola (conocida en inglés como Farm Security Administration o FSA). El personal de esta agencia se encargaba de documentar fotográficamente todos los aspectos de la vida en ese país: cómo vivía la gente, en qué trabajaban los obreros, qué comían, dónde residían, dónde pasaban sus ratos de ocio, etc. En fin, eran imágenes tangibles de la vida cotidiana de una nación, de una época histórica que incluían la Gran Depresión económica de la década del treinta. Durante los ocho años que duró este magno proyecto, participaron él, Delano, y once destacados fotógrafos de la talla de Walker Evans, Dorothea Lange, Marion Post Walcott, Gordon Parks y Ben Shan –quien era primo segundo de Irene, la esposa de Delano–, entre otros. Al final crearon una monumental documentación visual de la vida norteamericana. Hoy en día existen 80,000 fotografías y más


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de 200,000 negativos fotográficos sin ampliar en la Biblioteca del Congreso en Washington, D.C. Stryker fue instrumental en ayudar a sus fotógrafos a crear un estilo fotográfico único y que caracterizó mucho del trabajo documental y periodístico de ese período de tiempo. Por ende, surgió el término de la “fotografía documental”, para describir esta nueva fotografía que documentaba la condición humana. En 1939 Delano le envió a Stryker un portafolio fotográfico sobre su serie minera, con la esperanza de conseguir trabajo en la FSA. Inicialmente le contestaron: “Lo siento. No hay vacante. No pierda la esperanza. Quizás en el futuro”. Recomendado por Paul Strand, uno de los fotógrafos norteamericanos mejor cotizados, y con la ayuda de sus compueblanos Edwin Rosskam y Marion Post Walcott, Delano se convirtió en uno de los últimos fotógrafos en ingresar a la FSA, substituyendo a Arthur Rothstein en mayo de 1940. Inmediatamente se le asignó la tarea de fotografiar la precaria situación de los obreros migrantes, y la labor de reubicación agrícola que estaba llevando a cabo el gobierno. En su búsqueda de impactantes imágenes recorrió la costa este de los Estados Unidos, desde el estado de Maine hasta la Florida, fotografiando numerosas plantaciones de algodón, fincas de tabaco, ceremonias religiosas, maestros, etc. Impresionado por el prejuicio racial en los estados del sur, y demostrando un particular interés por las condiciones infrahumanas en que vivían los negros en Georgia, permaneció allí varios meses, llegando hasta fotografiar dentro de las cárceles. A finales de noviembre de 1941 Delano fue enviado a las Islas Vírgenes americanas y a Puerto Rico para fotografiar los clientes de la FSA. Estalló la Segunda Guerra Mundial mientras recorría los setenta y seis municipios de la isla acompañado de Irene. Por espacio de tres meses realizó más de 2,000 fotografías que documentaban las condiciones de vida de nuestros campesinos. Nos cuenta que le fascinaba el exotismo de la “exuberante vegetación, los sonidos de los bosques, las noches tropicales, la cultura hispánica y la vibrante música folklórica”. Delano confiesa que ni siquiera en el sur de los Estados Unidos había visto tanta pobreza como en los campos puertorriqueños y arrabales urbanos. Impresionado por “la dignidad, la hospitalidad, la gentileza, la paciencia, el espíritu indomable y el inex-


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tinguible sentido del humor de la gente ante la adversidad más espantosa”, presiente que si se le presentara nuevamente la oportunidad, regresaría a Puerto Rico. Sin saberlo, éste fue su último trabajo para la FSA y el período de gestación de Contrastes: Cuarenta años de cambio y continuidad en Puerto Rico. Frente a una guerra mundial, la FSA se convirtió en la Oficina de Información de Guerra de los Estados Unidos y, por ende, se le cambió el énfasis de las fotografías a uno de carácter militar. En noviembre de 1942 se le encomendó a Delano ilustrar la eficiencia del tren como sistema de transportación militar. Viajó desde Chicago hasta Los Ángeles, documentando el sistema nacional ferroviario, ofreciéndole mayor atención al estado de Nuevo México. Durante esa época fue reclutado por el servicio militar obligatorio y se desempeñó como fotógrafo para la Fuerza Aérea. Mientras estaba estacionado en Guam, logró documentar los preparativos de los aviones B-29 que lanzaban sus bombas sobre Tokío, la capital del Japón. Cincuenta años más tarde, con motivo de las celebraciones del fin de la Segunda Guerra Mundial, esta inédita serie se publicó bajo el título de No Movie Tonight (1993). Mientras esperaba su licenciamiento del ejército, en 1946, recibió una beca de la Fundación John Simon Guggenheim para hacer un libro de fotografías sobre Puerto Rico. Cuando regresó a la isla se


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encontró con el gobernador Rexford Tugwell, su viejo amigo de Washington, D.C. Con la ayuda de Tugwell y Ed Rosskam —ambos lo habían ayudado en la FSA—, consigue empleo y se desempeña como fotógrafo para la Oficina de Información del Gobierno de Puerto Rico. Durante los meses subsiguientes documentó las escuelas, los hospitales, la gente y el tren. Los originales de estas fotografías se encuentran en el Archivo General del Instituto de Cultura Puertorriqueña. En 1990 la Editorial de la Universidad de Puerto Rico publicó el libro De San Juan a Ponce en tren, con las fotografías originales de Delano. Decidió permanecer en la isla y se integró de lleno a la vida cultural y artística caribeña, llegando a ocupar distintos puestos en el gobierno, ninguno directamente asociado con el quehacer fotográfico. Labora en la División de la Educación a la Comunidad, donde dirigió la sección de cine, y su esposa, el taller de serigrafía. Realizó varios documentales fílmicos y películas. Los Peloteros (1951) es su película más conocida. También fue Director de WIPR Radio y, posteriormente, Gerente General de la estación de televisión WIPR, donde supervisaba las transmisiones del Festival Casals. Escribió e ilustró varios libros para niños, como Los Aguinaldos del Infante (1954) basado en un cuento de su amigo Tomás Blanco. Durante los años cincuenta escribió el ballet La Bruja de Loíza y compuso música clásica, inspirada en temas populares del folklore puertorriqueño; por ejemplo, la composición para orquesta, coro y solistas inspirada en la poesía de Luis Palés Matos, y titulada Burundanga. Después de un interludio de más de tres décadas de inactividad fotográfica, este polifacético artista, e incansable estudioso de “lo nuestro” (la puertorriqueñidad), decide retomar y actualizar su documentación fotográfica. En 1979 recibe una beca del Fondo Nacional para las Humanidades (National Endownment for the Humanities, en inglés) y otra de la Fundación Puertorriqueña para las Humanidades, para poder llevar a cabo la segunda parte de su extenso proyecto. Lo inicialmente aprendido bajo la tutela de Stryker culminó exitosamente en Contrastes: Cuarenta años de cambio y continuidad en Puerto Rico. Esta seminal exhibición fotográfica fue originalmente


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exhibida en el Museo de la Universidad de Puerto Rico (1982). Más adelante, bajo el título de El arte de Jack Delano (1997-2000), la misma fue co-auspiciada por el Banco Popular de Puerto Rico y el programa SITES (Smithsonian Institution Travelling Exhibition Services, en Washington, D.C.). Esta muestra viaja por veintiséis centros educativos y museos en los Estados Unidos. Después de permanecer por espacio de medio siglo en nuestra isla, en 1994 Jack Delano decide donarle Contrastes: Cuarenta años de cambio y continuidad en Puerto Rico al pueblo puertorriqueño. Yo le recomendé que se las donara al Museo de Arte de Ponce, para que de esta forma dicha institución continuara coleccionando la fotografía como arte. (Ya que en 1978 yo le había donado a dicha institución un portafolio fotográfico de veinte imágenes mías representativas de los Petroglifos de Boriquén.) Un centenar de estas imágenes, que brillantemente ilustran nuestra formación como pueblo vistas a través del lente de este gran maestro, forman parte de la colección permanente de esta insigne institución cultural. Desde el principio de mi carrera profesional como fotógrafo y vídeo artista en la década del setenta, tuve el privilegio de pertenecer a su grupo íntimo de amigos. Recuerdo con mucho agrado las veces que le llevaba mis fotografías para que él las viera y me opinara al respecto. Considero que durante este periodo de tiempo mi trabajo fotográfico fue instrumental para motivarlo a que él retomara nuevamente su cámara y saliera a la calle a documentar, luego de un hiato de más de treinta y pico de años. En 1981 me pidió que lo llevara, para fotografiar, hasta Loíza Aldea, lugar donde yo estaba llevando a cabo una de mis extensas documentaciones fotográficas (1974-1997). Más tarde me solicitó que lo ayudara con la impresión de sus fotografías para su monumental exhibición, Contrastes. Mientras tanto, Irene cuidadosamente velaba por el diseño gráfico de los catálogos de mis exhibiciones. Para principios de la década del noventa, lo invité a promover su arte dentro de la colectiva Foto 92, actividad que yo había organizado. En la misma se incluía una serie de sus inéditas fotografías a color sobre Ballets de San Juan (ca. 1980) —evocativas del arte impresionista del pintor francés Edgar Degas—, las cuales habían sido tomadas tras bastidores en el Centro de Bellas Artes. Cinco años


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más tarde, el Consejo Puertorriqueño de Fotografía, entidad que yo dirigía, le rindió honores y le dedicamos nuestra exhibición colectiva, titulada Muestra de Fotografía Puertorriqueña. Para esa ocasión en particular, el maestro del lente nos deleitó con un puñado de sus poco conocidas fotografías en blanco y negro sobre los pescadores de las Islas Vírgenes americanas, tomadas en 1941. Durante las Navidades, Delano acostumbraba invitarme a su casa para festejar junto a su familia. Cuando sus dos hijos, Pablo y Laura, se mudaron a los Estados Unidos e Irene falleció, yo le correspondía invitándolo a mi casa, para celebrar la Epifanía, el Día de los Padres y otras festividades. De igual forma, las amistades mutuas me seleccionaron para participar en un comité especial que organizaba la celebración de sus ochenta años. Más tarde, cuando se enfermó, me encargué personalmente de atender y velar por sus numerosos problemas de salud. Luego de padecer una larga enfermedad, Jack Delano falleció el 12 de agosto de 1997 en el Hospital Auxilio Mutuo en Hato Rey. Nos dejó un extenso legado cultural y artístico, que todos apreciamos y valoramos. Como he reseñado anteriormente, sus numerosas fotografías se encuentran en varias colecciones, como: la Biblioteca del Congreso (Washington, D.C.), la Fundación Luis Muñoz Marín, el Archivo General de Puerto Rico y el Museo de Arte de Ponce, entre otras.


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i padre es el Dr. Herman Jacob Flax, tiene 92 años, reside con su esposa actual en Washington, D.C. y hace casi tres años que está prácticamente ciego. Por esa razón dejó de ejercer la medicina a mediados del 2006; tenía entonces 89 años. Conoció a mi madre, Josefina Guarch, cuando ambos estudiaban medicina en el Medical College of Virginia en Richmond. Nació en Richmond en 1917 y allí estudió hasta graduarse de médico a los 23 años en 1940 y terminar su internado en 1941. Mi madre hizo su internado en Nueva York y allí se casaron. En 1941 llegaron a Puerto Rico en barco de vapor. Él salía de su país por primera vez y ella regresaba al suyo después de cinco años de ausencia. Mis abuelos maternos, Abo y Aba para mí, conocieron a mi padre en persona cuando asistieron a la graduación de su hija, pero ya lo conocían por cartas que mi padre les escribía, algunas en español rudimentario, porque se propuso aprenderlo a pesar de que su futuro suegro hablaba y escribía perfectamente el inglés. Abo y Aba recibieron a mi padre con los brazos abiertos; no así a mi madre mis abuelos paternos. Se opusieron tenazmente al matrimonio sólo porque mi madre no era judía. Al casarse con mi madre, mi padre contravino la voluntad de sus padres, cosa muy seria en su situación familiar. En 1941 Abo y Aba vivían en Manatí, en unos altos al lado del cine Taboas. Allí fueron a tener mis padres cuando llegaron a Puerto Rico, a la casa de los abuelos donde también vivían las hermanas de mi madre. Había una terraza espaciosa donde mi abuelo hizo construir 459


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una casita de madera que fue dormitorio de mis padres hasta 1944 cuando se mudaron a San Juan. Mi padre es el hijo mayor de judíos ortodoxos que a principios del siglo pasado emigraron a Estados Unidos desde Letonia, adolescentes ambos, cada uno por su lado y fueron a parar a Richmond, Virginia. Allí se conocieron, se casaron, procrearon tres hijos, residieron y fallecieron. Cuando llegaron a Estados Unidos, mis abuelos paternos leían hebreo, hablaban yiddish, probablemente letón y quizás alemán. En Estados Unidos aprendieron inglés, lo escribían fonéticamente y lo hablaban con marcado acento “Fiddler on the Roof”. Desde que yo recuerdo y hasta el día de hoy, sobre la cómoda de mi padre, tanto en Puerto Rico como en Washington, están y han estado siempre a plena vista dos fotografías color sepia y enmarcadas, una de su padre y otra de su madre. Allí estuvieron sus fotos todos los años cuando no tuvieron contacto con mi padre por haberse casado con mi madre. Pienso en el quinto mandamiento. Seguramente mi padre era religioso antes de conocer a mi madre, pero durante el tiempo que estuvieron juntos lo suprimió. Mi madre era humanista, individualista, ética, bondadosa y atea. Para ella Dios, el que fuese, era un concepto administrado por instituciones religiosas y no siempre para beneficio de sus feligreses. Cuando se conocieron, mi padre observaba todas las reglas alimentarias del judaísmo ortodoxo; sin embargo, cuando lo conocí comía jamón, morcillas, pernil de cerdo, lechón asado, langostas, calamares, camarones, pulpos y crustáceos, manjares todos prohibidos por la ortodoxia judía. Bien podía terminar una cena con flan, con lo cual coronaba su apostasía. Me sorprendí un poco al verlo feliz dentro de la ortodoxia judía que practica su actual esposa. Me di cuenta de que su actitud demuestra sabiduría. Mi padre escribió un libro, Life to Years, publicado en 1995, donde narra elocuente y detalladamente el medio siglo que estuvo en Puerto Rico. Los primeros capítulos revelan su amor y admiración por mi madre, sus años iniciales en un Manatí ya inexistente, sus primeros años de médico en los hospitales de distrito de Bayamón y Arecibo, en su oficina en Morovis y en el Fondo del Seguro del Estado. Cuando trabajaba en “El Fondo” me dijo orgulloso que viajó por toda la isla en un Ford “indestructible” visitando dispensarios y que


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llegó a conocer todas las carreteras de Puerto Rico. En esos primeros capítulos se nota su amor por Puerto Rico y por su gente. Además, el libro trata del desarrollo en Puerto Rico de la fisiatría, la medicina física y de rehabilitación, rama de la medicina en que obtuvo su especialidad en 1951 en los Estados Unidos y Canadá. Mi padre trajo la fisiatría a Puerto Rico. Puerto Rico nunca fue obstáculo para mi padre, todo lo contrario; aquí se realizó como médico y atendió a miles de pacientes; aquí fue profesor de la Escuela de Medicina; aquí (en el Hospital de Veteranos donde dirigía el Servicio de Medicina de Rehabilitación) estableció una residencia en fisiatría donde por años entrenó a muchos médicos de Latinoamérica y el Caribe; aquí escribió sus trabajos científicos; aquí se hizo famoso; aquí tuvo a su familia y aquí vivió los mejores años de su vida casado con su gran amor. Enviudó en 1973 y no se volvió a casar hasta 1986. En 1991 se mudó a Washington, D.C., por insistencia y conveniencia de su nueva esposa. Mi padre es una eminencia mundial en su especialidad; ha recibido más de cincuenta premios y distinciones que incluyen: el Outstanding Alumnus Award del Medical College of Virginia, el Lifetime Achievement Award de la International Rehabilitation Medicine Association (IRMA), que presidió, y The Golden Key Award, la más alta distinción del American Congress of Rehabilitation Medicine. Además de haber sido profesor en la Escuela de Medicina de Puerto Rico, lo fue en el Medical College of Virginia (su alma mater). Ha escrito y publicado más de cien artículos médicos y científicos. No le interesó jubilarse. Ejerció su profesión por sesenta y seis años hasta perder la visión. Todavía es miembro, aunque inactivo, del Colegio de Médicos Cirujanos de Puerto Rico; su licencia es la 132. En 1950 fue uno de los tres fundadores de la Sociedad de Niños y Adultos Lisiados de Puerto Rico, en la actualidad la Sociedad de Educación y Rehabilitación de Puerto Rico (SER), cuyo nuevo centro de rehabilitación en Hato Rey llevará su nombre. A principios de los años cincuenta la reputación de mi padre como médico fisiatra había llegado a oídos de un señor de la burguesía haitiana, quien vino a Puerto Rico con su esposa y su niña, que padecía de perlesía cerebral. Interesaba que mi padre la examinara. Como resultado de esa visita se inició una amistad con la familia


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haitiana y mis padres comenzaron a viajar a Haití. Allí conocieron a una extraordinaria monja episcopal de Bastan, Sister Joan Margaret, que había establecido un orfelinato y centro de enseñanza llamado École St. Vincent, cerca de Puerto Príncipe, para el cuido de niños huérfanos y niños abandonados, todos muy pobres y casi todos discapacitados. Sin los oficios de Sister Joan esos niños no hubiesen tenido ninguna oportunidad en la vida. Sister Joan, por su obra y su persona, impresionó mucho a mis padres y él estuvo yendo a Haití todos los años, tres o cuatro veces al año, a llevar medicamentos, a evaluar y tratar a los huérfanos con impedimentos físicos de École St. Vincent y a entrenar personas que ayudaran en los tratamientos que él prescribía. Cuando yo tenía doce años lo acompañé en uno de esos viajes, me llevó al orfelinato de Sister Joan y recuerdo con asombro y pena lo que allí vi. Aunque continuó enviando medicamentos y siguió en contacto con Sister Joan, mi padre dejó de ir a Haití cuando subió al poder François Duvalier (Papa Doc); mi padre era amigo de personas perseguidas por Papa Doc, algunas de las cuales habían sido brutalizadas por los Tontons Macoutes. Su larga estadía en Puerto Rico transformó radicalmente a mi padre en un ser con dos patrias: Estados Unidos, la de su intelecto, y Puerto Rico, la de su corazón. Sé que más que ninguna otra somos “su gente”. Lo veo ahora en Estados Unidos, donde parece todo un americano, casado con una americana, residiendo en Washington, D.C., pero sé que hubiese preferido quedarse en Puerto Rico y que está “por allá” porque así lo prefiere su actual esposa, Melanie, quien lo quiere, lo admira y lo cuida. Mi padre también escribe poemas como pasatiempo. Comenzó a escribir poesía en la adolescencia pero no publicó hasta los 67 años. Ha publicado tres poemarios en inglés: September Song” (1984), “Songs of my Sixties” (1987) y Four Score and Five – Songs of my Eighties (2002). Los poemas de mi padre son sencillos, cultos, y de emoción contenida. Un día me dijo, à propos de rien, que yo era “the poet in the family”. Se lo agradecí porque no fue un mero elogio; sé que lo cree de verdad. Mi padre nunca me dispensó meros elogios. En su madurez y la mía hemos comprendido que nos amamos y nos admiramos. Mis abuelos paternos tenían poca instrucción formal pero tenían mucho interés en que sus hijos se educaran y se hicieran profesio-


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Herman Flax y su esposa Josefina Guarch.

nales. Mi padre se hizo doctor en medicina, su hermano, economista, y su hermana, la menor de los tres, se graduó de universidad. Mi padre, sin embargo, sobrepasó las expectativas de los suyos porque, además de graduarse de médico donde se hizo famoso, se convirtió por su propio esfuerzo en un hombre cultísimo. Sus conocimientos abarcan mucho más que la medicina, son enciclopédicos. Cuando era estudiante, mi padre trabajaba de ujier en los teatros para tener acceso gratis a conciertos. Su conocimiento de música clásica es extenso, no sólo las obras y biografías de los compositores sino también las formas musicales. Desde que yo recuerdo tenía una nutrida discoteca. Vi la transición de 78 rpm a 33 rpm (primero alta fidelidad y luego estereofonía) y por último a los CD. Apoyó desde sus comienzos al Festival Casals y me llevaba a sus conciertos. Su biblioteca, en la casa donde crecí, tenía miles de libros y se los había leído todos. Recuerdo el gran tablillero de madera que llegaba hasta el techo, cubría dos paredes y tenía una escalera de madera que rodaba apoyada arriba en un tubo. Aparte de libros y revistas sobre


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medicina, lo que más leía era prosa en inglés: novelas, cuentos y ensayos. Lo recuerdo leyendo en su butaca y fumando pipa por las noches después de cenar. Un día llegó a casa André Kostelanetz, muy amigo de mis padres, con Lin Yutang. Subimos todos a la biblioteca, mi padre rodó la escalera, bajó seis o siete novelas del prolífico novelista chino y éste se las autografió. A menudo llegaba a la casa gente muy diversa invitada por mi padre. Mi madre y yo nos asombrábamos de oírlo conversar con alguno de esos extraños sobre temas que jamás se tocaban en casa y que nunca ni siquiera le habíamos escuchado mentar como, por ejemplo, economía, la bolsa de valores o deportes. Tenía una memoria envidiable. Digo tenía porque ya no tanto; se queja de que la está perdiendo pero se sonríe cuando lo dice. Desde que perdió la vista, “lee” escuchando grabaciones de libros, sin embargo echa de menos no poder leer a causa de su ceguera. Me ha dicho que no es lo mismo leer que escuchar. Mi padre fue un viajero empedernido hasta los 89 años cuando en Escocia, repentinamente, se quedó casi ciego de su mejor ojo. Me ha dicho que viajar es lo más que echa de menos. Tiene un mapa del mundo colgado en la pared donde ha clavado cientos de tachuelas de cabeza redonda y colores distintos para señalar los lugares donde ha estado. En Puerto Rico mi padre siempre fue “el americano”, pero fue un americano sui generis. Además de su vasta cultura, que de por sí lo coloca en minoría, me doy cuenta de su singularidad cuando considero que sus hermanos hablan con marcado acento sureño, pero su acento, aunque norteamericano, no responde a ninguna región de los Estados Unidos. Se enseñó a sí mismo a hablar de esa manera. También es único porque, a pesar de que llegó adulto a Puerto Rico, aprendió a hablar español casi perfectamente. Digo “casi” porque a veces tropieza con los tiempos compuestos del condicional y el subjuntivo, y comete algunos errores de género cuando una palabra tiene la desconsideración de no terminar en “a” o en “o”, por ejemplo: catedral. Si no se cuida, dice “el catedral”. Su conocimiento de nuestro idioma es profundo. Lo he comprobado muchas veces en las discusiones minuciosas que hemos tenido sobre alguna palabra o frase de las traducciones que he hecho de algunos de sus escritos y ponencias, que gusta salpicar de aforismos y frases idiomáticas, y que


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pretende que se las traduzca al español. También lo he comprobado por los acertadísimos comentarios que me ha hecho sobre mis poemas. Se ha leído todos mis poemarios. Ya no podrá leer el próximo. Espero poder leérselo. Jamás lo vi jugando dóminos, ni cartas, ni juego de mesa alguno, salvo cuando era niño que en contadas ocasiones jugó “monopolio” conmigo y mis amigos vecinos. Cuando yo era muy niño lo recuerdo jugando pelota con los padres de mis amigos en la calle de gravilla, sin salida, donde estaban enclavadas las siete casas del diminuto vecindario llamado Munet Court a donde nos mudamos en 1944. Entonces mi padre tenía 27 años de edad y hacía tres que ejercía la medicina. A mi padre nunca le interesó dar opiniones y no opina a menos que se vea obligado a hacerlo, pero cuando las da son claras, directas y bien fundamentadas. No “dora píldoras”, pero tampoco ofende. Nunca disfrutó de conversaciones banales ni del chisme y se cuida de hablar mal de los demás. Mi padre es y siempre ha sido muy sociable; de joven le gustaban las fiestas y salir a bailar con mi madre. (Mi madre decía que no


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sabía bailar.) Recuerdo fotos de ellos en el Jack’s Club y en el Normandie. Recuerdo las tres o cuatro fiestas anuales que por años mis padres celebraban en la casa de Munet Court, su primera casa, de dos plantas, con la sala abierta a un gran balcón y mucho patio. La gente llegaba “bien vestida”: los hombres con chaquetón y corbata o guayabera y las mujeres con trajes de fiesta. Mi padre usaba guayabera. Se bebía bastante y de vez en cuando alguien bebía demasiado. Recuerdo que al terminar una fiesta un invitado no aparecía por ningún sitio. Luego de registrar toda la casa, lo encontraron dormido dentro del clóset del recibidor. Mi padre tenía buena voz de tenor y, luego de haberse dado unos tragos de ron El Dorado, cantaba acompañado al piano por Ángel Luis Díaz, hijo del director de orquesta Carmelo Díaz Soler. Ángel Luis prefería Don Q Oro. Cuando se escuchaba a mi padre entonar “Un viejo amor” a dúo con Ángel Luis, la fiesta estaba en sus últimos aleteos. Ángel Luis y su esposa, Blanca, fueron grandes amigos de mis padres y nos visitaban con frecuencia. Cada vez que Ángel Luis llegaba a casa se armaba una pequeña fiesta; Ángel Luis tocaba el piano y era evidente lo bien que lo pasaban. Después de morir mi madre, las visitas terminaron porque exacerbaban su ausencia. Mi padre siempre fue un hombre ocupado. Durante parte de mi niñez estuvo fuera de Puerto Rico haciendo su especialidad en fisiatría y su maestría en medicina. De mis primeros años tengo pocos recuerdos de él; uno resalta: una noche, que estaba yo en mi cama, llegó y me puso al frente el enorme diccionario Webster que venía con mesita, y me dijo: “Para cuando aprendas a leer”. Años después recuerdo que nos llevaba los domingos a la playa de Palo Seco, hoy Levittown, donde pasábamos toda la mañana. A veces caminaba con nosotros por la playa; nos señalaba y decía los nombres de los animales y plantas que veíamos en los arrecifes pegados a la orilla y los de los caracoles que recogíamos en la arena. Pero mayormente lo recuerdo recostado a la sombra leyendo. Cuando regresábamos a casa, ya estaba listo el almuerzo dominguero. Mi padre fue mejor maestro que amigo. Cuando yo era adolescente resentía su insistencia en “sacar buenas notas”. Mi padre se graduó de escuela superior a los 15 años y fue becado para estudiar bachillerato. Se graduó de universidad con honores a los 19 años y a los


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23 años ya era médico. En la escuela de medicina fue el segundo estudiante más aprovechado de su clase; el estudiante más aprovechado de esa clase fue mi madre. Mis malas notas y mi apatía por los estudios dieron motivo a desasosiego de su parte y de la mía. Había un impasse entre mi padre y yo: él insistía en que había que cumplir con el deber de sacar buenas notas, y yo insistía en cumplir con lo que yo quería hacer, que no era estudiar. Mucho después me di cuenta de que gran parte del problema era la escuela donde estudié desde primero hasta Dr. Herman Jacob Flax décimo grado. En julio de 1957, a punto de cumplir quince años, acompañé a mi padre a Europa, en un viaje grupal relacionado con su especialidad; mi madre no pudo acompañarlo por compromisos profesionales. Nunca antes habíamos estado tan cerca. En un Lockheed Constellation de cuatro motores de hélice y pistón cruzamos el Atlántico desde Newfoundland hasta Glasgow con escala en Groenlandia. El cruce tomó 17 horas. Atravesamos Inglaterra en autobús desde Glasgow hasta Londres y nos detuvimos en varias ciudades (recuerdo a Stratford-on-Avon, cuna de Shakespeare, donde vimos uno de sus dramas históricos, King John). Luego volamos a Estocolmo, Oslo, Copenhague y, por último, París. Mientras él visitaba hospitales y centros de rehabilitación, yo campeaba por mis respetos. Pasaba el tiempo en zoológicos, acuarios y museos y en deambular; luego nos encontrábamos en lugares acordados o en el hotel. A uno de esos lugares, un restaurante en el Tivoli de Copenhague, me presenté con una muchacha que conocí en una guagua; como no cabíamos los dos en la mesa del grupo, nos acomodaron en una mesa aparte. A mi padre no le cabía la sonrisa en la cara. En París fuimos con el grupo a Le Moulin Rouge donde ingerí una considerable cantidad de escargots ordenados por una americana del grupo que, al verlos, ni los quiso probar.


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También fuimos con el grupo al Folies Bergère, donde por los ojos ingerí una enorme cantidad de desnudez femenina. Llegué al décimo grado con mucho que contar. Después que falleció mi madre ocurrió un acercamiento entre nosotros. Con el loable pretexto de hacer ejercicios nos reuníamos dos veces por semana en el gimnasio del Servicio de Medicina de Física y de Rehabilitación del Hospital de Veteranos, que él dirigía. El propósito explícito era hacer ejercicios; implícito estaba acercarse a su hijo. Conversamos mucho durante esa época y logramos un gran acercamiento, pero ya era demasiado tarde para convertirse en “pana” de su hijo y tampoco le iba a su personalidad. Cuando comencé a ejercer la abogacía, me decía que un profesional debe aspirar a la excelencia: a ser entre colegas primus inter pares. Durante esos años en el gimnasio, mientras corríamos alrededor de la piscina, le aclaré que mis pares no eran los abogados y que me importaba poco la opinión de los poetas de mi generación que había conocido porque los poetas a quienes admiraba estaban muertos. Ya yo tenía treinticinco años y había ejercido la abogacía por más de siete, casi todos como empleado del ELA. Acabó por aceptar que a mí me importaba poco mi profesión y que la abogacía era sólo un medio de ganarme la vida. Ya yo había publicado dos poemarios, hacía veinte años que escribía poesía y sabía que mi profesión era escribir. No volvió a plantear el tema. Mi padre es un excelente conferenciante y se expresa con inteligencia y soltura. Improvisa bien aunque no tanto en español; no porque desconozca las sutilezas del idioma, sino porque para él el español es el idioma de la emoción. Hace como cuatro años lo acompañé a una cena formal en San Juan celebrada en su honor, donde le hicieron un reconocimiento y le anunciaron que el nuevo centro de rehabilitación de SER llevaría su nombre. Se levantó “a decir unas palabras”. En contra de mis consejos decidió improvisar en español: los recuerdos lo abrumaron y se le cortó la voz; cesó de hablar por unos segundos; terminó su discurso en español y quedó bien. En casa se hablaba inglés y español pero no se mezclaban. Mi madre y yo siempre hablábamos en español. Con mi padre yo hablaba inglés casi todo el tiempo; había interés en que los hijos aprendieran ambos idiomas. Mi madre y mi padre hablaban usualmente


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en inglés, pero también en español: dependía del idioma que escogía el que iniciaba la conversación. Cuando el tema era la medicina casi siempre hablaban en inglés. Durante el viaje que hicimos a Europa, en París insistió en que habláramos solamente en español; no quería en ese momento ser un americano en París. Ya casi ha terminado el paso de mi padre por el mundo. (Ojalá que viva muchos años más). Cuando hablo con él por teléfono lo encuentro de buen humor; se queja un poco de que su ceguera le impide viajar: “I miss travelling”. También se queja otro poco de que está perdiendo la memoria: “My memory is not what it used to be”. No obstante, todos los días “lee” libros escuchándolos en un aparato, oye música y conversa con su esposa. Con ella va a la sinagoga los viernes al atardecer y los sábados por la mañana, y también a conciertos en la ciudad. Tres o cuatro tardes por semana va a un centro de envejecientes a hacer ejercicios y a correr en bicicleta estacionaria. Los allegados a mi padre lo llaman “Herman”. Su familia y sus primeros amigos puertorriqueños le decían “Jake”. Mi madre siempre lo llamó “Jake”, y él a ella “Pepita” por su apodo de Josefina. Para la familia y los amigos íntimos siempre fueron “Jake y Pepita”. “Herman” es la aproximación acústica en inglés de su nombre hebreo: “Jaim”. (La “J” es la castellana carraspeada.) Si hubiese sido un español castellano se hubiese llamado “Jaime”. Es una característica etimológica creada quizás por la diáspora: todo judío tiene dos nombres, uno en hebreo y otro en el idioma del país donde reside que “suena” como el nombre hebreo. “Jaim” (escrito “Chaim” en inglés) significa “Vida”. Mi padre se llama “vida”; su vida extraordinaria y ejemplar le hace honor a su nombre. Mi padre ha sido y sigue siendo, al máximo de sus capacidades, artífice de su vida. Además, con su vida honra a sus padres –recuerdo sus retratos encima de su cómoda– pues estudió lo que sus padres querían y sobrepasó por mucho sus expectativas. Honra también a sus raíces porque “la vida” es el valor judaico fundamental. Es conocido el brindis judío: “La Jaim”, que significa “A la Vida”. Papi, “La Jaim”. octubre de 2009 Miramar, San Juan, PR


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LUTO DEL PADRE Se sienta en su butaca de leer sin encender la luz ni el tocadiscos. Fuma en la oscuridad, el rostro en sombra, y nos llega el olor de su tabaco como recuerdos de niñez lejana. Aunque cerca, parece que está lejos como visto a la inversa por prismáticos. Aunque oye parece que no llega a oírnos cuando hablamos. Espero ... esperamos que regrese que no se aleje tanto que no pueda ... no podamos ver sus ojos por primera vez llorando.

HJALMAR FLAX Abrazos partidos y otros poemas 2003


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ad!” my mother shouted and dived, fully dressed, into the pool. My grandfather, who’d been swimming his daily laps, floated facedown in the water. My father emerged from the locker-room opposite the pool and shot into the water, still fumbling, adjusting his trunks. He had heard her cry. The clubhouse office was closed and locked –it housed the only nearby telephone. My grandmother, in her bathing suit, raced barefoot down Washington to the Presbyterian Hospital. The grownups present alternated pumping seawater from Grandpa’s lungs; my mother in a dripping wet flower print dress that clung to her slight body, her shoes, waterlogged. We all shivered in the sea breeze. All the adults were either wet or in swimsuits. None of us remembers what happened after the ambulance arrived. Grandpa had suffered a cerebro-vascular infarct. 1898. My grandfather, Charles Horton Terry, had completed his preparatory studies at the Mount Hermon School in Massachusetts, passed the entrance examinations and entered Wesleyan College; his course of studies, Classics. Always a Latinist, as a child he had practiced his declensions as he crossed Prospect Park en route to school. He had elected to attend Mount Hermon largely for the educational possibilities offered by the founder and headmaster, Dwight L. Moody, who had established two schools in Massachusetts, Northfield, for girls, and Mount Hermon, for boys; he had embraced an English Christian educational philosophy: muscular Christianity, or 471


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mens sana in corpore sano in a Christian context. The school’s application form read: “No lazy boy need apply.” Not only did the boys study hard, they also played hard and prayed hard. Acceptance to the school required a recommendation from the applicant’s church. Sports formed an integral part of schooling –to forge strong bodies and a vigorous approach to life, as did the dignity of (farm) chores– within a religious context. Peter Weis, archivist at Mount Hermon, writes, “Through the 1920s the amount of work required per week was approximately 10 hours at the boys’ school, and slightly less at the seminary”1. Character was also a determinant for acceptance. Terry’s choice had been rooted in pragmatism: his father would back his education if and only if he studied theology, with the goal of becoming a minister, thus, he submitted his application. But family history indicates that Grandpa did not intend to pursue this avenue. Instead, he saw a way to seek and acquire higher education and, with this preparation, he’d become independent while satisfying his wanderlust. Weis writes: “...As economic circumstance had denied him [Moody] education, and as he was always aware of the manner in which this lack handicapped him, he sought to provide it. This explains his interest in women’s education and why the schools were internationally and racially diverse from their beginnings.” Moody envisioned sports/chores/ schooling/religion as a means for building a sense of self-confidence in the individual and camaraderie as a group; and the net optimum result was developing mind, body, vigor, character and spirit. Historian Eric López elaborates: “Moody’s commitment to his philosophy led to his convening the ‘Northfield Conferences’, well received in New England. During the second year, several hundred students and teachers gathered at Northfield to participate in a tenday event that spelled out Moody’s values: mens sana in corpore sano within a Christian evangelical context. That year, Moody introduced a further innovation: he integrated a sports program (baseball, football, rowing, tennis and swimming) into the core religionacademic based agenda, instituted an ethos of organized games and sports –each with codified rules– as an integral part of education (57). Weis writes: “Evidence suggests that the river was a source of recreation, so… to cover sailing, rowing in canoes or small boats.”


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“Fair play” was intrinsic to the principle, as was building strong and vigorous youth, team spirit and school fealty. Key elements to Moody’s philosophy had their origins in the great English public schools which had instituted an ethos of organized physical activities. One must remember that, at the time, other New England schools had also integrated sports and “fair play” into a Christian context: St. Paul’s, Choate and Groton, for example, closely followed the English model initiated centuries earlier at Winchester, Harrow and Rugby, and refined that tradition in the last quarter of the nineteenth century. Weis, in answer to the author’s question regarding Terry’s personal goals, responds: Applicants were certainly asked about piety and family church affiliation, but there’s no evidence that those who proclaimed a desire to enter the ministry were given preference. The evangelical atmosphere which pervaded the schools in these years, combined with the encouraged athletics, certainly made it a paragon for those espousing muscular Christianity. No wonder that Theodore Roosevelt visited the schools as a sitting president in the fall of 1902.

Weis indicated that Terry necessarily did attend the lectures and study directly under Moody. However, Terry, whose application reads, in answer to a question as to his character traits: “Not to judge human nature.” Terry’s mother, in a letter to Mount Hermon, requests that her son be permitted to attend the church of his choice and that “he will not abuse the privilege.” Formed by Moody’s teachings, he had yet a mind of his own. Wesleyan’s history reads: The Methodist movement dated from the 1720s in England and was particularly important for its early emphasis on social service and education. From its inception, Wesleyan offered a liberal arts program rather than theological training. At Wesleyan, its first president, a prominent educator, set out an enduring theme in his inaugural address in September 1831, stating that education serves two purposes: ‘the good of the individual educated and the good of the world.’ Student and faculty involvement in a wide range of communityservice activities reflected President Fisk’s goals in the 19th century and continues to do so today.


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Wesleyan has been known for curricular innovations since its founding. At a time when classical studies dominated the American college curriculum, emulating the European model, President Fisk sought to put modern languages, literature, and natural sciences on an equal footing with the classics. One of the first American college buildings designed to be dedicated wholly to scientific study is at Wesleyan and its faculty’s commitment to research dates to the 1860s.

This then is the formation Terry received at Mount Hermon and Wesleyan College, and carried with him to the Greater Antilles. He was totally unaware that his was the perfect profile for an American colonial administrator, a man of his times. Theodore Roosevelt, in his autobiography, had enumerated ideal character traits, “the right stuff”: self-reliance, courage, energy, honed physical strength, the power of insisting on his own rights, sympathy regarding the rights of others, collective action, collective responsibility. Terry embodied precisely Roosevelt’s definition. 1902. The 1901 law stipulating English as the language of education in Puerto Rico created a demand for teachers and thus, Terry docked at Mayagüez to assume duties as a teacher in Maricao. He’d arrived aboard the coastal paddle steamer. Although he’d been lent a quilt to sleep –he was unaware that passengers carried their gear to spend a night in comfort– he did little sleeping. He spent most of the night on deck, watching the ocean and the stars as the land slipped by, to the rhythmic thump of the paddle wheel. The small vessel was akin to a small yacht, with brass fittings and teak decks. The island of Puerto Rico –or Porto Rico– was very different from the Eastern shore with its outer barrier islands that lay just off the coast. The small steamer kept the coastline in view: limestone and coral outcroppings and barrier reefs, jutting cliffs and gentle karst hillocks marked the coastline. 1902. Maricao. Terry, armed with only his diploma, his imperturbable character and a healthy dose of optimism, traveled with his guide from Mayagüez, up steep and slippery narrow mud trails replete with switchbacks. As they ascended, the air cooled and wafts of mist rose from pockets amidst the hills as the trees transpired, releasing moisture into the air. Sometimes trees sheltered the trail;


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Charles H. Terry en su despacho del Capitolio.

in other places great expanses of red soil, vines and creepers and scrub extended the length and breadth of the hillside, exposing the ravages of the 1899 hurricane, San Ciriaco. In many areas, Terry could see trees bent parallel to the ground and roots exposed, areas where all trees lay torn from their roots. The guide explained in Spanish and sign language that torrential rains plus the high winds contributed to destroy and uproot everything in their path and that torrents of water poured down the hillsides, carrying off everything in their path. Recovery could take from five to fifteen years, as not only the coffee plants had been uprooted, but so had the shade trees that sheltered the former. Maricao, totally dependent on the cultivation of coffee for its survival, had suffered devastating damage. If the coffee crop could not make it to harvest, the growers were ruined, as most were obligated to mortgage their crop to purchase necessities for the following year. The loan was sometimes held by Catalunyans, sometimes by a bank. The mortgage would be called in and payment exacted. That meant execution of property placed in collateral. Payment was to be made


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in American gold: Puerto Rico had suffered a 40% currency devaluation. American gold was 14k; the Spanish coinage, 18k. Coins had been minted, but not circulated inscribed with: “40% less.” Maricao was so isolated that it was forced to operate as a self sufficient, contained entity. The prevailing hacienda system was practically feudal in nature; the workers (jíbaros agregados) lived within the plantation, either in a miniscule hut provided by the hacendado or on a plot of land granted by the owner where the agregado was permitted to build and sometimes plant subsistence crops. The soil permitted subsistence crops and also a system of double crops, for example, the cultivation of the citron as a secondary export product. Lumber was also exploited, to the extent that ordenanzas were issued in the 1840s limiting the deforestation in kind and in quality. Distance and poor access to market towns imposed self-reliance, thus each hacienda housed a small store where the agregados were required to buy their meager foodstuffs, redeeming script for the staples. The American invasion had produced an interruption and thus, a contraction of the coffee market. Shipping laws now restricted exports to American vessels. The currency devaluation severely affected production capacity. San Ciriaco exacerbated the situation, decimating coffee production… The European market, the destination of most of the 40 million pounds exported in 1895, now became difficult to reach (Mathews 8). It was into this restricted world that Terry entered with the directive to learn Spanish and teach –in English. He immediately became friendly with the two families of teachers, and with the local priest, whose church had been completed in 1898. The priest became his close friend –their conversations held in Spanish and Latin– and he requested that Terry play the mandolin during Mass, as the priest had a tin ear and could not sing. Thus, the Methodist Episcopal teacher became the Catholic church’s musician. The young man lived on an hacienda that had produced a great amount of coffee and that now was severely affected by the decimated production. Despite their difficult circumstances, the household included relatives, plus an amanuensis who lived with the family; a laundress and cook completed the domestic staff. The motto was share and share alike. The family lived on the balconied second floor of the L-shaped structure


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while the ground floor was used for storage. The patriarch had come from Spain twenty years earlier; within five years he’d acquired property, the family was very proud –it had “peninsular” blood, evinced by the fiscal wisdom and domestic thrift observed. Under instruction to speak to Terry only in Spanish, at table, food was only passed to him if he asked for it using the proper words. Terry immediately riposted: food could not be passed to anyone unless he or she could name it –in English. Terry used mnemonics to remember his Spanish: “No hay de qué” became “Don’t hide the cake.” Terry heard tales of hurricanes and floods and earthquakes with aftershocks lasting five months and of fires that consumed entire cities. Terry taught in a rustic one room schoolhouse; he soon realized his students’ reticence to be shy and respectful. He improvised; the townspeople helped him with chores; he started a sports and games program for his students, stimulating the children to exercise, compete and learn to perform as a team. Soon, they worked and played with great enthusiasm. During his year in Maricao, Terry became ill. The townspeople, fearing for his life, strung a hammock onto bamboo poles, placed him on the improvised stretcher and carried him down the mountainside, slipping and sliding over tortuous trails, until they reached the hospital in Mayagüez. 1903. Ponce. Terry had returned to a city with all its amenities –a steam tramway, an aqueduct, hospitals, a public library and various private schools, some of which taught in English, four Roman Catholic schools, theaters, symphonic and operatic concerts, held in concert halls and outdoors on the Plaza, near Caribbean beaches– and a modern sewage system. Residents practiced a wide spectrum of professions; many had been educated in Spain, France or Germany. He lodged with Juanita Clavell in a large and comfortable house near the Plaza de las Delicias. He was to teach at the Ponce High School, a well equipped, spacious and comfortable building built in1901. He quickly discovered that the school had no athletic facilities nor did it have space to build them. After class, he instituted a modest on site sports program, but his goal was to establish a full program, so he walked the city again and again, scouring for a likely site on which to build the needed facilities for complete sports and


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athletic activity. According to family history, he located a suitable site: In 1904 he had found military land, once a barracks, and now in disuse. He took his request and plans to Mayor Manuel Domenech who sought and received permission from Governor Beekman Winthrop to built both a baseball field and a general athletic playing field, to be administered by a committee2. It was here that Terry’s Moody background flourished. Terry executed his plans for proper fields and grandstands. A full program, similar to those at Mount Hermon and Wesleyan, was initiated. The family album contained a set of professional photos taken at an early track meet and field day, evidencing the discipline of perfect form, tailored uniforms and well trained athletes –and a plethora of sports– that fulfilled Terry’s promise shown at Mount Hermon and exemplified Huizinga’s concept of joyful, disciplined play and sports. The grounds resonated in Ponce history, as Daliana Muratti, the Mayagüez historian, writes in La Liga del Castillo: El Estadio Charles H. Terry de Ponce, Puerto Rico (Conocido por los aficionados de los años 20 a los 50 como “La Liga del Castillo”, nombre de la calle principal donde se encontraba su entrada), fue el primer estadio de baseball profesional del sur de Puerto Rico. El antiguo hogar de los Leones de Ponce del baseball profesional invernal de Puerto Rico (hasta 1950), fue uno de los primeros lugares donde los primeros soldados americanos que llegaron a la isla en 1898 jugaron baseball. El cuartel general del ejército de Estados Unidos en Ponce, se encontraba al lado de este campo que luego se convirtió en un estadio de baseball. Grandes estrellas del baseball romántico de Puerto Rico, Estados Unidos, Cuba, República Dominicana, México, Venezuela y el resto de Latinoamérica vieron acción en ese estadio, del cual sólo quedan sus antiguas paredes y su entrada…

Terry’s work was key to creating an enduring sports framework, perhaps Hobsbawmian by definition. Puerto Rico passionately adopted baseball and track and field as national sports. The irony lies in that the original fields where Spanish soldiers drilled were also the fields where U.S. soldiers played baseball in 1898, and became the site of Terry’s 1904 playing fields. These became the stadium, then were relocated as the Parque Atlético. During this period, family history tells that Ponce honored Terry by presenting him with the key


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Looking out to sea (Colección Roberto Vaughn, AGPR-ICP).

to the city and making him a “ponceño”: He had felt “ponceño” since his arrival to the city. The people of Ponce awaited him in Juana Díaz and on foot, accompanied his car on its way into Ponce, where the family stayed with their beloved Juanita Clavell. Today’s Parque Atlético (or Complejo Deportivo) Charles H. Terry dates from the 1960s. In a personal letter Valerie Gillespie, archivist at Wesleyan University writes, “According to our Alumni Directory of 1931, your grandfather taught in Maricao, Puerto Rico, 1902-1903, then in the High School in Ponce, Puerto Rico, 1903-1904. He was Principal of the High School in Ponce from 1905-1908, and superintendent of schools in Ponce from 1908 to 1914. He was then General Superintendent of schools for Puerto Rico in 1915.” Sometime between the last two appointments, aboard the S.S. Ponce, on his way back to Puerto Rico, he met his future wife, who, having read about Puerto Rico’s need for teachers, had applied and was accepted, and was traveling south with a group of young women (with chaperone) to take up their duties. She played the piano, he, the mandolin. He had her assigned to the Ponce High School; suggested that she stay with Juanita Clavell. The following year he married Mary Schneider in Pennsylvania and they returned to Ponce, where he performed his duties on horseback, overseeing the schools. There were other educators in Ponce and other educational philosophies and methods: a 1913 guide to Ponce listed many, including Emeterio Colón Warens, Román Baldorioty de Castro, Isidoro Colón y Colón, Miguel Rosich, Eduardo Neumann and Ramón Marín. All had backed the Colegio Central Ponceño de Varones; the first three were founders and directors. Many had also contributed to


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the Liceo Ponceño de Niñas, run by the suffragette Ana Roqué de Duprey. The same guides lists 132 teachers; ten years earlier, there were approximately fifty. In 1912 Pedro Albizu Campos graduated with honors from Ponce High. The family history recalls, in fundamental agreement with Muratti’s statement: El estadio Charles H. Terry y él, la persona que le dio el nombre el Profesor Charles H. Terry, están llenos de curiosidades históricas. Charles H. Terry fue de los primeros norteamercanos [sic] que llegaron a Puerto Rico luego de la Guerra Hispanoamericana de 1898. Terry fue nombrado director de la High School de Ponce y fue de los primeros en traer el mundo del deporte a los puertorriqueños. Fue un hombre controversial, pues la historia cuenta que fue el que le consiguió una beca para ir a estudiar a Harvard al legendario político puertorriqueño Don Pedro Albizu Campos. (La Liga... and personal letter)

Juan Antonio Corretjer, a visitor to Terry’s home, wrote in Albizu Campos y la Masacre de Ponce, referring to the surprise impact of Terry’s court testimony on Albizu’s behalf: Estos testimonios incluyen el de un distinguido americano, que vivió en Puerto Rico desde los primeros años de su juventud hasta su muerte, acaecida hace sólo unos años. Como Principal de Escuelas en Ponce, este norteamericano fue una de las personas que obtuvo para Albizu la beca masónica que le permitió ir a estudiar a Vermont y fue su amigo hasta el último momento: el señor Charles H. Terry. (8)

Court records and the newspaper El Imparcial (1936) write that, during Albizu’s first trial for sedition, Terry, called as character witness, did not waver from his testimony that he had known Albizu for thirty years and regarded him to be a man of peace and order. John Driscoll, archivist at Wesleyan University, when asked if Terry could have often proposed students for scholarships (there is evidence that he did propose many candidates for Mount Hermon) answered: …can’t say anything about his possible provision of scholarships to his high school students in Ponce, but he did seem to have an impact


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on education… he rose through the ranks of education in Puerto Rico. After serving as principal of the high school in Ponce, he became the superintendent in the area and then served as general superintendent of education in Puerto Rico. He then helped found and lead the Civil Service Commission in Puerto Rico and, eventually, did the same thing in the Dominican Republic. (Personal letter)

Language was and today remains an issue, despite the relevance of Jürgen Habermas’ and Ludwig Wittgenstein’s postulates. The United States prints electoral ballots in the many languages of its people; Puerto Rico still struggles in “limbo”, as to status and language, the former, as referenced in the dissenting opinion of Downes vs. Bidwell (1901), one of the Insular Cases. Yet, our culture has endured even as our people adapt to the Internet revolution, cell phone cybernauts and “frequent fliers” ease of access to el exterior. In 1908, the Behn brothers planned the development of the Condado “finca,” 150 acres in North Santurce, its northern limits, the Atlantic Ocean. Terry was invited to purchase property and did so, just East of Borinquen Park. The purchase was prescient, as by 1915 he was President of the Civil Service Commission, modeled after the system created during Theodore Roosevelt’s administration, and would now work in Old San Juan, with offices close to La Fortaleza. One of the developers, upon deciding to develop east of the original purchase, asked Terry to participate. Terry demurred, wondering how a mangrove could become a “tramway suburb”. That mangrove is now Ocean Park, kept dry artificially by a system of pumps that, whenever they break down, cannot prevent the ensuing floods from submerging homes and cars. And, now, settled near Borinquen Park, he had the Atlantic in his backyard. The passion for the water that he’d enjoyed as a child, swimming in the Sound, the swimming teams in which he’d participated, all culminated in his daily ritual swim in the ocean. Early on, he and Bill O’Reilly swam to a small islet located perhaps half a mile north of the shore. O’Reilly had poor eyesight and, thus, his staying on course became a neighborhood spectator sport. People would gather and wager whether he’d make it to the islet and back safely. Terry had heard talk of shark attacks –and he had seen too many sharks. Shark attacks were common, as the innocent Americans en-


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tered infested waters. A slaughterhouse to the Northwest of Fort San Cristóbal, dating back to the 1840s3, had recently been closed. Evidently, the sharks continued prowling the shores, seeking alternate food sources. The plena from Ponce “Tintorera del mar/ tintorera del mar/ te comiste al americano/ de la Guánica Central” said it all (family history points out that barracudas might have caused some of the attacks). Whatever the origin, Terry sought an effective solution. He campaigned, organized and oversaw construction of a great safety net that extended East of Borinquen Park, giving the area a secure swimming beach in 1925 (Hostos). Storms and high seas destroyed the net; it was replaced annually for a period of several years. So Terry, with or without the net, learned the currents, tides, undertows and whirlpools offshore and turned to swimming the length of the coast. He’d walk to the mangroves of Machuchal, what today is Punta Las Marías, and wade into the ocean; then he’d swim back to Borinquen Park. When my mother, his eldest child, was six or seven years old he’d have her hold fast to a long bamboo pole, tethered at both ends to a length of rope which he’d hold clamped between his teeth, and off they’d swim. One day, as he checked her, he found her swimming beside him. Horace Mann Towner, governor from 1923-1929, called Terry to La Fortaleza as Executive Secretary. During these years, he’d take his daughter, my mother, to his office and, with Alice Butte, daughter of the Attorney General, the two girls roller-skated freely in what they called “the rainbow galleries” of La Fortaleza. “Rainbow,” because the fanlights held leaded stained glass. Mother’s playground was not limited to the ocean and the hallways of La Fortaleza. Terry had devised a way of conducting games on the beach; the neighborhood children impatiently waited expectantly for his return from work; one lookout would shout, “There he comes!” and soon nearly a dozen kids would be organized into teams and the afternoon daily games started. Races of all sorts, the broad jump, Indian clubs, gymnastics, diving and swimming, all formed part of the daily activities. A coral outcropping bordered a deep pool on the far side. Terry would spread his arms as the kids took turns div-


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ing over his arms into the water. And, in the morning, my mother joined him for their morning swim –leaving an auto full of carpooled kids waiting for my mother to emerge from the beach– to then shower and dress and depart for school. Terry published “Statistics of the Elections held in Puerto Rico on November 2, 1920 and Candidates Elected by Puerto Rico,” foretelling his future posting. During 1925, Terry resigned from the Civil Service Commission to become Under Commissioner of Education; the following year he accepted the double appointment as Chairman of the Insular Board of Elections and Superintendent of Elections, held concurrently with that of Executive Secretary to Gov. Towner. The beach games continued. As the children grew, Terry took them down to the shore at night where he taught them astronomy, locating and naming the constellations and telling the ancient myths associated with the stars. The Latinist teacher had grown roots in Puerto Rico.

NOTAS 1

This and all subsequent references to Peter Weis are from personal correspondence with the author of this essay in 2009. 2 Fondo Obras Públicas, Asuntos Varios, Legajo 173 Expediente 20, Caja 140, AGPR-ICP. 3 Fondo Obras Públicas, Serie Obras Municipales, San Juan, Legajo 62, Caja 324, AGPR-ICP.


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e crié con unos abuelos que crecieron en el siglo XIX y se mostraron indiferentes al fenómeno de la televisión, que llegó a Puerto Rico en 1954. De niño acompañaba a mi abuela a voltear la finca de Sauceo y supe lo que era un glacis, también la pepita rojiza del café esparcido a rastrillo en los bajos del caserón de Aguas Buenas frente a la plaza. A los once años me mudaron a la 65 de Infantería, a la urbanización El Alamein. El mobiliario cambió: mi padre, que hablaba todo el tiempo del “progreso” –mi madre prefería el vocablo “moderno”– compró todos los muebles para la nueva casa al estilo danés, a la usanza de aquellos años cincuenta. Lo más que recuerdo de aquella sala, además de la lámpara con la pantalla de mariposas, y la mesita esquinera con un enorme florero lleno de arena blanquísima de Tortuguero, era el tocadiscos hi fi. Era un mueble, también de diseño danés, que muy emblemáticamente sostenía, sobre la tapa brillosa, dos elepés de la música del Trío Los Panchos (Época de Oro) lo mismo que la colección de grandes hits de Frank Sinatra para Columbia, alrededor de 1957. Aquella encrucijada de lo criollo sentimental y corta venas con lo americano eufórico —I’ve got the world on a string— me pareció lo más normal. Ya hacia fines del primer lustro de los cincuenta, y subiendo por la carretera de Jagüeyes, había escuchado la orquesta de Duke Ellington, 487


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posiblemente en una de las estaciones de radio americanas de aquel entonces que escuchaba mi padre. Estoy casi seguro de que aquella orquesta de Ellington era la del 1952, y que ya contaba con los solos de Paul Gonsalves en el saxofón tenor. Me dije: esa será mi música de ahora en adelante, o algo así, quizás sin el énfasis. El llamado swing, el jaleo sincopado de aquel bandón, me cautivó. Atrás dejaba los boleros tangos de Felipe Rodríguez, escuchados en la vellonera del cafetín de la esquina. Eran los años de Cortijo y su combo y yo sostenía perfectamente —cual Grial— lo mismo la música sincopada afroantillana que la afroamericana. La curiosidad engordó al gato: cuando Ismael Rivera le cantaba al Sputnik ruso, yo escuchaba también el disco Ellington Jazz Party; corría el año 1957-1958. Comencé a recorrer la ciudad en la guagua número 1 de la A.M.A. En el cine Lorraine de Miramar —que aún no se había mudado a las apetencias porno— vi la película The Gene Krupa Story con Sal Mineo, decisiva en mi vocación de baterista adolescente. Tony Williams, quien nació también en 1946 y a los diecisiete años era el baterista de Miles Davis, sería la prueba definitiva de mi mediocridad como percusionista. Five Pennies, la vida del cornetista Red Nichols, interpretada por Danny Kaye, la vi en el Paramount, cercano al Restaurant Palace de Sylvia Rexach y José Luis Torregrosa, Diplo y Palés Matos. El jazz era mi música exótica, mi viaje a ese otro lugar que desea todo adolescente. Pero no hay verdadera adolescencia sin esa vaga neurastenia existencial que acompaña los primeros barros. Buscaba algún ambiente alterno a la predecible vida clasemedianera de mi familia, donde mi madre era ama de casa, mi padre trabajaba en la Farmer’s Home — ¡agencia federal!— y mi hermano mayor estudiaba ingeniería en Mayagüez. Quería bohemia, algo de perdición para mi mente aplicada a los estudios y estructurada por brothers americanos de ascendencia alemana. Añoraba la jornada al Viejo San Juan. Pero primero tendría que pasar por El Escambrón. Fines de los cincuenta, principios de los sesenta: estaba entre los trece y catorce años, indeciso entre la niñez y la pubertad, por lo


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que mi padre se mostraba renuente a dejarme ir solo a los ambientes bohemios sanjuaneros, donde se congregaban, según él, gringos zarrapastrosos de chancletas sicotudas y barbas desaliñadas, mis añorados beatniks. Fue por ello que fui casi de la mano de mi padre —quizás hacia el 1960— a un concierto del San Juan Jazz Workshop en horario té danzant, en el enorme salón de baile del viejo Escambrón Beach Club. Recuerdo la alta tarima donde tocaría el quinteto de Charlie Rodríguez: Ray Coén, piano, Charlie —no sabía ni jota de español aquel americano de supuesta ascendencia portuguesa con mostachón bolchevique— en el saxo tenor, Dale Wale en el tronante bass trumpet o aterciopelado flugelhorn, Joe Zambrana en el contrabajo y el bien parecido Monchito Muñoz —hijo de Rafael Muñoz— en la batería. Mi padre lucía algo ajeno al escaso público y a la música; él era hombre del Trío Los Panchos y a lo sumo Frank Sinatra. Tenía cincuenta años y me hablaba, en aquel salón polvoriento y algo desolado, con vista a la playa, de haber bailado ahí con la orquesta del padre de Monchito y la voz irrepetible por amanerada de José Luis Moneró. Para perplejidad suya, yo le explicaba lo que era el “rim shot” inventado por el baterista de Miles Davis, Jimmy Cobb. Ya nos mirábamos con cierta extrañeza; él era el pitiyanqui gallego y ya pronto yo sería el independentista americanizado. La segunda y última vez que me acompañó fue a un concierto en la terraza del First National Bank de la Avenida Muñoz Rivera en Río Piedras. Fue allí que noté, por primera vez, su soledad de mulato con corbata, en aquel crowd de gringos varados en el trópico. Aunque los conciertos eran siempre de tarde, a causa de que aquellos músicos tocaban por las noches en los hoteles, mi padre parecía perfectamente extraño a aquellos americanos con pinta —sobre todo Dale Wale— de vidas disipadas. Nada más lejano a mi padre que las ríspidas aristas duras del be-bop. Era hombre formado en el falsete de Vitín Avilés y Julito Rodríguez. Y aquella bohemia sanjuanera hubiese estado incompleta sin mi Viejo San Juan y los pintores aficionados al jazz como Rafael Tufiño, Domingo García y Lorenzo Homar. Solté finalmente la mano de mi padre y me interné en los adoquines sanjuaneros para frecuentar La


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Botella, frente al costado de la Iglesia San José. Allí tocaba con regularidad la pianista Nancy Johnson y los conciertos vespertinos, domingo en la tarde, estaban a cargo del San Juan Jazz Workshop. Rafael Tufiño pintó en 1961 el cuadro La Botella en las atmosféricas y visionarias tonalidades de rojos para mesas y taburetes, azules cenizos y blancos para las paredes y muros, lilas para los rincones y reflejos de luz exterior y un amarillo mortecino y cálido para el candil sobre el piano. Lo pintó al óleo y también en serigrafía que aún conservo. El mejor retrato de Dale Wale lo pintó Domingo García, quien por aquellos años era dueño y pontífice de la Galería Campeche. En una xilografía de 1963, titulada La Botella Jazz, Tufiño capta un gesto de Nancy Johnson al piano y, a la vez, mediante un cartel colocado en la pared detrás del piano, retrata a Dale Wale, el más carismático de aquellos jazzistas, semiescondido tras la enorme campana de su trompeta bajo. Ya estaba en escuela superior, tercer año. Recuerdo al Tefo sentado en La Botella, hacia los años en que ejecutó a fuerza de gurbia aquella linografía donde aparece, bajo un sol melancólico, en pose meditabunda, leyendo a Fromm cual intelectual de pipa al labio, extasiado en la plantita M, de mafufa, que tiene al lado. Eran tiempos inocentes si los comparamos con los actuales. La bruja de hoy no es tan benigna. Un cartel de Tufiño de 1963 anuncia un concierto del San Juan Jazz Workshop en el San Gerónimo Hilton, que luego fue Condado Plaza, escenografía para la tragedia de Karl Wallenda más adelante. Pero La Botella era el sitio funky. El pintor Rafael Ferrer cuenta de un grafito leído en el baño de aquel bar; pronto se convirtió en epifanía y tema de su vida: “fuck death”. Recuerdo a un Joe Zambrana blanco y gallegón como el bajista algo rezagado. Me había formado escuchando los pizzicatos melodiosos de Scott Lafaro y Eddie Gómez con Bill Evans y el estilo de Joe me parecía ramplón y estrictamente rítmico. El pianista mulato Ray Coén me lucía de temperamento repentino y con una particular inclinación a los guajeos del jazz latino; había sido pianista de Arsenio Rodríguez. En la época de La Botella, Monchito Muñoz casi se dormía, a veces, sobre el redoblante y los platillos. Ray y Monchito eran los temperamentos más cercanos a la nota generalizada del jazz de los cincuenta, el notable junky beat, la cadencia encabalgada en cámara lenta.


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(Tomado del libro Rafael Tufiño, pintor del pueblo, publicado por el Museo de Arte de Puerto Rico, 2001)

Los últimos años del San Juan Workshop tuvieron como sitio de poder el Timi’s, en la Calle Loíza. De esos años setenta, ya salseros, recuerdo el jazz latinizado de Ray Coén, la participación de un bajista extraordinario que a veces substituía a Joe Zambrana, y me refiero al también contrabajista clásico Freddy Silva. El ambiente de Timi’s era más parecido al de The Cellar, en el Condado de los sesenta, es decir, el sitio de americanos donde el turismo se cruzaba con la bohemia sanjuanera. Porque el Viejo San Juan sí era el sitio privilegiado para esa música del desarraigo gringo y mi añoranza juvenil. Nunca fui rockero. Aunque me identifiqué, ya en el mundo laboral, con los hippies del documental Woodstock —para mi período de


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fusión rock-jazz, elepé Bitches Brew de Miles Davis— más escuchaba al The Doors de aquellos años de la Guerra de Vietnam que al estridente Star Spangled de Jimi Hendrix. The Eagles en los ochenta, con su Hotel California, me convencieron sobre todo por el doliente solo de guitarra y porque muchos de mis amigos blanquitos de escuela superior que quisieron ser hippies ya tenían residencia extendida en aquel Hotel administrado por La Bestia, y que tenía entrada aunque no salida. Lo cierto es que me perdí a Los Beatles. En 1963 prefería la música de Charlie Parker, Eric Dolphy, Coltrane o Miles Davis. Llegué a conocer y apreciar a los cuatro de Liverpool cuando ya eran clásicos, a través de la afición de mis hijos, primero Pablo y después Alejandro. A Frank Sinatra, que lo detestaba en mi juventud por ser uno de los cantantes preferidos de la generación de mi padre, además de tener la actitud del mafioso fastrén, hoy lo considero la perfección vocal; su bella dicción ahí flota sobre la levedad del ser, esa euforia, ese optimismo que sólo los americanos piensan como clave única de su imperio.


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uerto Rico was only seven years into its unique status as an “Estado Libre Asociado” (Free Associated State) when the first edition of The San Juan Star came off the presses in November of 1959. That inaugural issue contained letters of congratulation from VIPs like President Eisenhower and Gov. Luis Muñoz Marín, the first elected governor of the Commonwealth of Puerto Rico. Yet, The Star was far from being the big story of the year. That ranking belonged to the triumph of Fidel Castro’s revolution over the Batista dictatorship. Although Castro’s revolution remains in place today, The Star went bankrupt last year, one year short of its 50th anniversary. Lost in the mist of memory were the years when The Star was the island’s best newspaper, bar none, and its reporters were Puerto Rico’s most trusted media professionals. Why The San Juan Star went down with barely a whimper from the island press, is a story waiting in the wings to be told, but the beginnings of the paper were auspicious. It began publication when Puerto Rico was involved in a remarkable economic conversion, engaged in a life-altering revolution called Operation Bootstrap. In contrast to the Cuban revolution, Puerto Rico’s transformation from an agricultural society to an industrial one was peaceful. Although planners would later fault Operation Bootstrap with having sown the seeds of disruption in the island’s social configuration —factories replaced farms, concrete flattened verdant hills and forests— it worked miracles in the island’s urban 493


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engineering and industrialization. Thanks to Teodoro Moscoso’s vision of economic development, a middle class was beginning to sprout. Indeed, impoverished Puerto Rico eventually came to be known as the “Showcase of the Caribbean.” The Star forged its own rebellion on the landscape of Puerto Rican journalism, bringing the brash, bold, independent flavor of North American newspapering. The Star took on the Roman Catholic hierarchy for meddling in the gubernatorial election of 1960. In 1961, the Star’s founding editor William Dorvillier won a Pulitzer Prize for a series of 20 editorials hammering the bishops for condemning gubernatorial candidate Muñoz and backing a Catholic poltical party. Nineteen-sixty-one was also the year I graduated from the University High School, when President Kennedy honored Muñoz at the White House with a concert by Pablo Casals; Kennedy also appointed Teodoro Moscoso ambassador to Venezuela. In ’61, Rita Moreno won an Oscar for her role as Anita in West Side Story, a role that Chita Rivera originated on Broadway. Both actors trace their roots to Puerto Rico. Years later, I interviewed both legends for The Star. The turbulence of the sixties also produced the intensity of the Bay of Pigs and the Cuban Missile Crisis —leading to the growth of the Cuban community in Puerto Rico—, the Civil Rights Movement, the Vietnam War, the assassinations of the Kennedys, Jack and Bobby; of Medgar Evans, Malcolm X and Martin Luther King, recipient of the Nobel Prize for Peace. “We have a paper to put out,” The Star news editor told me as news of King’s assassination clacked over the teletype machine spewing out reams of wire service news. “You can cry later.” I was the only woman on the copy desk and, after we put the paper to bed, I cried. The English-language daily stuck out like a third wheel. Before The Star came along, citizens could choose among the stolid El Mundo, the racy El Imparcial or the elegant weekly The Island Times whose editor was Luis Muñoz Lee, son of the patriarch Muñoz Marín. El Nuevo Día, the largest circulation newspaper today, came to San Juan from Ponce in the early 1970s. Dorvillier, 51, a crusty Yank better known as Bill, gave The Star a personality. He set his sights on publishing an independent daily, a newspaper beholden solely to reporting the facts without fear.


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Dorvillier’s obsession —for that is how he saw it— was backed by the Cowles media empire whose holdings included The Des Moines Register and Look magazine. Gardner “Mike” Cowles established Look in 1937 as a rival to Life owned by Time magazine founder Henry Luce. Both magazines emphasized photographs and were wildly successful. A picture was worth a thousand words, even then. It was that vision which attracted the best photographers to The Star: David Acevedo, Gunter Hett, Marvin Schwartz. José García was the first Puerto Rican to be hired as a photographer and his pay was less than his U.S. counterparts. A sense of fair play embedded in the early reporters on the staff resulted in the organization of a union at The Star in the early 1960s. The arrival of The Newspaper Guild leveled the playing field for new hires and put a wedge between the rank-and-file and management. Manny Suárez became the TNG’s first president of The Star chapter. He recalled the first strike. The ultimatum was to settle by midnight, but as the clock struck 12, staffers were aimlessly stuck in the city room. Dorvillier came out of his office, glared at us and shouted, “What are you waiting for? Get the hell out of here!” We shuffled out, heads down, like a chain gang. The San Juan Star was barely five years old when I was hired as a full-time employee by managing editor Andrew Viglucci. Before March 7, 1964, I was working part-time at the switchboard for a year of weekends and studying at the University of Puerto Rico in Río Piedras. The job as proofreader was a stepping-stone to an editor’s desk. Looking back, I realize my good fortune: serendipity was my shadow. Our next-door neighbor in Guaynabo, Víctor Manzano was a press operator at the paper. He tipped me off that The Star was looking for someone who spoke English to handle the switchboard on the weekends. Youth and a desire to work were in my favor. I applied and was accepted. Between answering the phone and sketching liberal politicians such as Adlai Stevenson, I came to see myself as the welcoming voice of the paper, at least on Saturdays and Sundays. My childhood dream was to be an opera singer so my speaking voice was smooth and dark. “San Juan Star. How may I help you,”


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was the mantra of my incipient contralto on weekends. I knew that I was not going to be at the switchboard forever. The Star switchboard was just another step into the newspaper business. My adventure had started years before. Newspapering was in my blood. My mother Maud Enid, a lawyer and real estate broker, was a columnist for the Pittsburgh Courier and my father Jesse Wayman, a minister and concert artist, was a good friend of the publisher of the Newhouse-owned Long Island Daily Press. In fact, when my father embarked on his controversial Turban Trip into the Deep South in 1947 to prove that racism was a matter of color not of character, publisher Norman Newhouse was his sole confidant. That story made front pages across the U.S. including the New York Times. Wearing a turban, my dark-skinned father sat in the Pullman coach reserved for whites, ate in restaurants that barred blacks, and was treated as royalty in Mobile, Alabama. As a kid in Jamaica, Long Island, where I was born in 1944, I delivered newspapers door-to-door in my neighborhood. I loved bringing the Pittsburgh Courier, the Long Island Daily Press and Jet magazine to the neighborhood in my little red wagon, a fourwheel delivery, predating the ribbons of my Royal typewriter and the cool calculation of my word processor. I loved reading newspapers, especially the headlines of the Daily News. How was it possible, I wondered, to fit three or four syllable words into one narrow newspaper column? The answer was simple. Thanks to journalese, the punchy language of tabloids, Eisenhower was “Ike” and Communism, “red.” The classic banner, “Ford to City: Drop Dead” was splashed across the front page of The Daily News when President Ford refused to bail out a New York City deep in debt. The Star, an offspring of the Puerto Rico World Journal, created its own revolution as a source of information for the growing North American community on the island. These writers and editors were usually white American males and a few females, still corseted in the pre-Friedan image of women wearing hats and dresses below the knee. The love of words was king at the paper, words fueled by basic accuracy, fairness and speed. Reporters had to get the story, return to the paper and write it by an afternoon deadline. In the age of the


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typewriter, deadlines always loomed. For the perfectionist, deadlines are pure hell. Dorvillier was no stranger to Puerto Rico. Before founding The Star, he was a correspondent for El Mundo whose publisher Ángel Ramos also published the Puerto Rico World Journal. Dorvillier became editor of the Journal, which provided English language news for U.S. troops, federal agency heads and the compact American community on the island from 1940-1945, World War II years. An offspring of the World Journal, The Star was published at first in the El Mundo building in Old San Juan before finding a permanent home in a dreary industrial complex off Kennedy Avenue. The city room was located on the second floor of an industrial building. Excepting the women’s department with some flowered curtains hanging against a windowless wall, the place was drab and cluttered. Despite my youth I carved out a cultural beat while working on the copy desk, volunteering to do theater reviews and coming back to the paper with great admiration for its actors. This was the golden age starring Madeline Willemsen, Lucy Boscana, Iris Martínez, Esther Sandoval, Myrna Vázquez, Félix Monclova and Rafael Enrique Saldaña, to name but a few. Myrna Casas and Luis Rafael Sánchez were at the dawn of celebrated careers as playwrights. The stirring drama of modern Puerto Rico was in its first dramatic act with protagonists like Muñoz, Moscoso, independence advocate Gilberto Concepción de Gracia, statehooder Miguel Ángel García Méndez, musician and politician Ernesto Ramos Antonini who drafted the laws creating the Conservatory of Music, Symphony Orchestra and Free School of Music; New Progressive Party founder Luis A. Ferré, culture czar Ricardo Alegría and San Juan Mayor Felisa Rincón de Gautier, known as doña Fela, striding across the stage. Operation Bootstrap was in full flower, transforming the island from farming to industry. This transformation and the migration of Puerto Ricans to the mainland in search of jobs were reflected in “La Carreta,” the iconic play by René Marqués. The Star played an important supporting role in that drama. The anarchic 1960s opened with existential lessons in justice, fairness, freedom and responsibility, in guidance from Sartre, Camus, Beckett and Marcel. The force of feminism of Simone de Beauvoir


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and Gloria Steinem also emerged in the sixties, as did the student movements throughout the world including Puerto Rico. A social and cultural battlefield was shaping up with every newspaper becoming a university classroom. When Cowles sold its tropical booty to the conservative ScrippsHoward chain in the early 1970s, The Star took the information lead without knowing where it was heading. “Give the people light and they will find their way,” was Scripps-Howard’s motto, which appeared on the paper’s masthead every day. Even so, in my view, we became less of an American newspaper and more aligned with the Puerto Rican community that we aimed to inform, educate and entertain. This sentiment was confirmed when, in an advertising campaign to boost circulation, The Star adopted the slogan “Ser puertorriqueño no es cuestión de idioma,” translated as language was not a question of cultural identity. It was a marketing bomb; circulation dropped. The Spanish language is as sacred to Puerto Ricans as the patria. The platform of our reporting was the First Amendment of the U.S. Constitution. Through our journalism and our actions as journalists, we defended the freedoms of expression and the press —a matter of journalistic integrity. That integrity required an alliance of personal and professional ethics and moral values. I realized that I could not defend free expression in public and remain silent about the same theme in the workplace. I became a union delegate and still believe that union membership is evidence of excellence. Throughout its lifetime, the Star was a refuge, a stopover for writers and editors, both aspiring and settled. Just think of gonzo journalist Hunter Thompson whose application for a job at the paper was nixed by then managing editor William Kennedy. Dorvillier, no slouch as a writer, recognized the discipline of writing. Dorvillier encouraged Kennedy to decide between journalism and fiction. Kennedy chose fiction and went on to win a Pulitzer Prize for Ironweed and a MacArthur Foundation Genius Grant, among other distinctions. Kennedy would often return to the paper and talk shop with the staff. The saga of Cerro Maravilla, which long occupied the minds and hearts of Puerto Rico, was, in a sense, an updated version of


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Dorvillier’s clash with the Catholic bishops more than two decades before. History’s habit of repeating itself was alive and well. In this case, the Star butt heads with the reigning political powers. The suspicious murders of two young pro-independence supporters by police on July 25, 1978, Constitution Day, would have been just another story if not for Manny Suárez and Tomás Stella whose investigative reporting recalled the Watergate era. Suárez and Stella followed their leads into sinister corners at the highest government levels. Gov. Romero Barceló even accused the Star of practicing yellow journalism, a charge quickly refuted by Editor Andrew Viglucci. All of us knew that without Viglucci’s support, the Star would not have published the Cerro Maravilla stories. Years later, to the sorrow of Suárez and colleagues, myself included, Viglucci reversed support allowing staff reporters to second-guess Suárez’s reports. The paper’s commitment to the original, documented narrative had taken a sharp turn to the right. During its glory days —from the 1960s to the early 1980s— readers looked to The Star for stories based on objectivity and fairness. Like the lighthouse on its Scripps Howard logo, The Star was a beacon, often revealing the muck below the surface. If a story appeared in The San Juan Star, that is, in English, some people believed, it had to be true. Further, if the story was not published in the paper, then it didn’t happen. Although initial readership was mostly North American, The Star began to gain local bilingual readers who preferred the sharp, wellwritten stories of the English-language tabloid to the long rambling coverage of events in the Spanish press. We were writers not stenographers. The Star staff separated news from gossip and kept opinion separate, allowing reporters to write columns as long as they did not opine on their beat stories. Reporters and editors looked for news under the radar. Having a nose for news has some merit. In fact, the Star was the first newspaper to take a serious look at legislative corruption, Alzheimer’s disease and the AIDs crisis. The Star was the first to champion Puerto Rican consumers. Every story had an angle hidden from view. I remember dressing up as a homeless beggar and writing about the indifference of the


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public to my situation. This was about a quarter century ago but I can still hear the clang of a coin thrown in the cup I held. Today, we are often blind to the many hostages to disease and drugs hovering on the corners of the metropolis. Reporters at The Star were given some leeway in writing columns, which were often peppered with humor. I recall writing one column, half tongue-in-cheek, that suggested turning San Juan into a red-light district to make the rampant prostitution decried by politicians easier to control. The Star’s human-interest stories touched people and won many journalism awards. We made readers see the toasted and burned slices of life that are often invisible to the naked eye. A sense of justice, and fun, fanned the multiple talents at the Star. Eddie López was renowned for his Candid Flowers columns and for turning his illness from cancer into a long-running play, which segued into the comedy group Los Rayos Gamma. Cartoonist Bob McCoy was a caustic critic of the casual North American tourist. Reporters such as Peggy Ann Bliss became advocates for animal rights and photographers such as Joel Magruder protected the environment. Martha Dreyer, the Star’s first female city editor, went on to found Caribbean Business. Maggie Bobb, Beatriz de la Torre and Manny Suárez kindled the flames of investigative journalism. Star critics were fearless in their reviews and led the pack. Francis Schwartz and Donald Thompson wrote thoughtful, critical music reviews about the Casals Festival and other concerts. Jim Collins and Tom Noel closely followed developing island theater, while Susan Homar, Max González and Lolita San Miguel covered ballet. Gerald Guinness wrote learned critiques of island literature. Vincent Jubilee cast a civilized eye on society and fashion. In speaking their minds through their reviews, each added huge value to the pages of the Star. Readers looked forward to columns by these experts, many professors at the University of Puerto Rico, Río Piedras campus. Working at The Star was in itself an education. Reaching the building in the early morning by taxi or by bus, walking up the steps to the second floor to my corner desk, setting down books and papers, revving up the word processor day after day, week after week, year after year to write and rewrite. It was my daily fare. For many of us, the act of journalism was a 24/7 affair, sometimes


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covering events without pay, always accessible by telephone. I took on voluntary assignments, reviewing plays and interviewing actors, reading books and interviewing Puerto Rico’s best artists and writers. Evenings at the literary salon of intellectual doyenne Nilita Vientós Gastón, lunches with Julio Rosado del Valle in Cataño, dinners with Francisco Rodón in Ocean Park added to the joy of cultural journalism. Conversations with Lorenzo Homar, Antonio Martorell, Myrna Báez, Rosario Ferré and Luis Rafael Sánchez increased and energized my cultural vocabulary. The Star was my springboard into the world. I have often said my purpose at The Star was to translate the wealth of Puerto Rican culture into English so our readers could know and understand the island’s cultural mosaic. Traveling the island with Teodoro Vidal looking for artifacts of past centuries was a lesson in patience. Visiting the countryside with Amílcar Tirado to film holiday traditions brought rituals to another level. Star journalism led me to China, Dubrovnik, Venice, Guatemala, Perú and the nations of the Caribbean as I became involved in global debates on women’s rights and feminism, freedom, race and culture. This was long before the Internet was established as a global highway. Part of the curriculum at the Star was being in the company of great reporters and writers, learning what they knew, how to ask questions and decipher answers, sharing information over coffee, or a drink. Lorelei Albanese, Harold Lidin, Manny Suárez, Luis Muñoz Lee, Samuel Aponte and Ismaro Velázquez, some were historians as well as journalists. They mentored young colleagues paddling the swamp of local politics and business. We were good students, proving our pens could cut sharper than the sword. On Dec. 4, 1994, three decades after I first answered a switchboard call, I published my last column in The Star. Three decades had passed since I swapped the switchboard for the proof desk and then the copydesk, and became a reporter, editor and columnist. “These past 30 years have been a ride on the tiger of time,” I wrote at the time, “a metaphor for journalism’s often rough-and-tumble world.” I had witnessed and recorded the transformation of Puerto Rico from a rural landscape to an urban community. As a journalist, a chronicler of events, I had the privilege of noting the island’s growth


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through the eyes of its elected governors, of many of its political leaders, writers, artists, poets, musicians, educators and through conversations with the anonymous folk who kept their faith with the patria. Years passed, often without my noticing, and I became an interpreter of a culture that welcomed me and learned to trust me. I had earned that trust. From my corner desk at The San Juan Star and with the support of the editors, I presided the island’s Overseas Press Club and led Puerto Rico’s first press delegation to the People’s Republic of China. For thirty-plus years, every day was a new story. Every day started another chapter in the island’s history. Every day I became more Puerto Rican. And, still am, 15 years after that last column.


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Lloyd H. Rogler, Barrio Professors: Tales of Naturalistic Research, Left Coast Press, 2008, 176 pp. This fascinating, gratifying and entertaining book is a tribute to Lloyd Rogler and his passion for his work and teaching. It is a tribute as well to the humanistic and empirical approach to the social sciences, placing value on the people who are the object of study. And it is a tribute to the people with whom Rogler worked in poverty stricken communities, the people who became his teachers, hence the title Barrio Professors. This book relates how the researcher/ professor became the student, learning from the people that he studied, resulting in an enriched, intertwined life for both parties. Barrio Professors is divided into two parts: the Puerto Rican experience and the New Haven, Connecticut experience. Both sections reveal how Rogler, the researcher and professor, changed his course by what he saw, observed, and learned in the field and through his interaction with people. He gives credit for this to serendipity: “Unexpected events played an important role in my research in the slums of San Juan and in the inner-city neighborhoods of New Haven” (120). The unexpected events happened because he became involved with the people’s lives, going into their homes, accompanying them on daily tasks, and going to meetings of their organizations or communities. In Puerto Rico he was surprised to discover the importance of spiritualism in mental health while he was conducting research on schizophrenia. Rogler subsequently dedicated himself to writing about the significance of spirituality in mental health, giving it credence as a topic for academic investigation. In New Haven he set out a research task to learn about the conditions that affected the way that the migrant Puerto Ricans organized themselves in their new milieu and why their organizations did not 503


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survive. He unexpectedly learned about the importance of the controlling role of the political boss that in effect stunted grass roots empowerment. In both places, his life’s work took a different tack because he was open to looking at and inquiring about cultural patterns and behavior and learning from the people whom he was studying. Lloyd Rogler was born in Puerto Rico in 1930, and left with his family when he was 11 years old. Having just finished graduate work at the University of Iowa for a doctoral degree in experimental sociology, Rogler returned to work here, at the age of 27 years, as a research assistant to Dr. August Hollingshead on a social psychiatry project of schizophrenia among impoverished people. This work resulted in a widely cited book, Trapped: Families and Schizophrenia. His father, Charlie Rogler, a sociologist, had come to Puerto Rico to accept a teaching position at the University of Puerto Rico in the mid 1920s. The senior Rogler fell in love with Carmen Canino, an undergraduate student, and married her. They lived with the Canino family in a big house fronting on the Río Piedras square where “family and street life were inextricably intertwined” (Rogler 167)1. These surroundings had a lasting effect on his father and on himself. The book reflects Rogler’s love for Puerto Rico and fellow Puerto Ricans and how he himself has been “inextricably” pulled back to his roots and his Puerto Rican beginnings. Writing a book as a combination of fiction and non-fiction allows him to show his affection for the idiosyncrasies of the people by telling their stories, trials and tribulations in an undampened and provocative fashion. The section of the book about Puerto Rico is set in the years 1957 to 1960. Those were the years in which Puerto Rico was known as a social sciences “laboratory” in the fields of sociology, anthropology and urban and economic studies. Rogler writes that when he returned to Puerto Rico in 1957: “It was a grand opportunity for a fresh Ph.D., such as I was, to learn how internationally famous researchers conducted their work. I found it a heady, exciting research environment” (36). The book reflects what resulted in inevitable tensions during Puerto Rico’s heyday as a laboratory. One was related to outsiders coming here to do their studies and then departing, with little time or interaction with locals. Another was the bias that the outside researchers brought with them in their methodologies


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and analytical tools. Rogler relates a “reconstructed” conversation with “Pedro”, a Puerto Rican anthropologist. Pedro was objecting to the arrival of a renowned North American “methodologist” coming to Puerto Rico to conduct studies on neighboring in the lower classes of Puerto Rico. Pedro criticized the questionnaire and use of the scale that would measure neighborliness in Puerto Rico, both based on neighboring customs of Minnesota and not crafted for the culture of Puerto Rico, particularly the lower classes. “Pedro” says: I could tell the professor that neighbors in rural Puerto Rico often even share an egg, or ten cents of lard, or a piece of hard bread, or a bucket of water from a hillside stream. I would tell him that in time of need, neighbors adopt and raise each other’s children as hijos de crianza. I would tell him to base the scale on how families cooperate for survival. (41)

Reading this dialogue made me think of one of the classic urban studies of that era, The Urban Ambience (Caplow, Stryker and Wallace), a valuable book for its focus on and description of San Juan’s neighborhoods, each one with its own “neighborhood interaction scale” and “ambience measures” but which did not have measures for “convivencia”. Rogler felt a pull in his own field of sociology between using prescribed and accepted methodologies and those that result from working “in the field” with the people who are the object of study. He describes Barrio Professors as relating his “voyage from an experimental to a naturalistic sociology” (10). Rogler’s work in Puerto Rico does coincide with the publication of other valuable and humanistic sociological and anthropological books that were the results of “going into the field.” The People of Puerto Rico: A Study in Social Anthropology, edited by Julian H. Steward was published in 1956 and contains chapters by eminent social scientists such as Eric Wolf, Elena Padilla Seda, Sidney Mintz, Raymond Scheele, Robert Manners and Steward, all Ph.D. faculty members of stateside universities. That book and much of the work of that time emanated from the University of Puerto Rico’s dynamic Social Science Research Center at Río Piedras. Barrio Professors is an important contribution to the validity and justification of the technique of participant observation, whereby


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the researcher or planner becomes part of the group that is being analyzed or planned with. The method of participant observation had originated earlier in the 20th century as a research tool in the social anthropology field and, in Puerto Rico in the 1950s and 1960s, was being applied in several disciplines. The method results in firsthand, direct learning from the people, and requires an openness to and acceptance of the people with whom one is working; the professional learns through participation and direct interaction. The people are the sources of information about their lives, their visions for themselves and their communities, and their needs. The technique presents a challenge to maintaining a balance between the role as participant and the role as observer. Rogler writes about the difficulties of achieving this balance. In telling of his experience in New Haven, he relates that he joined the Hispanic Confederation of New Haven in order to attend meetings. Rogler writes that he took a back seat and mostly observed as he did not want to “counteract the group’s instability.” However, this made Rogler unnaturally passive and overly concerned about not exerting his opinion. The group members knew that he was a professor at Yale University and that he was conducting research, but that in no way affected their acceptance of him. Finally at one meeting, he was urged by a leader to speak up and participate: “Profesor Rogler Canino, suelta la lengua!” As a result of Rogler’s participation, he became good friends with many of the leaders, godfather to babies, and the first person called when the community had problems. New Haven was facing minority riots at that time, directly affecting the Hispanic groups. Rogler’s participation and direct observation did lead to important breakthroughs for him in his research. He writes: After nine months of anomic inconclusive meetings, the group attained unprecedented solidarity through the vigorous condemnation of Don Diego. I was intrigued. Scholars and scientists such as Sigmund Freud and Emile Durkheim had speculated about the processes inducing group solidarity. But I did not need to speculate, I was observing the processes directly and in a natural setting, not in the contrived setting of a small-group human laboratory, the kind of a setting where I had planned, years before, to do my lifelong research. The processes were occurring in the real world of New Haven’s Puerto Ricans. (136)


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The technique of participant observation was, and is today, an invaluable tool, in all fields dealing with people. It was taught by the professors of the Social Planning courses at the Graduate School of Planning of the University of Puerto Rico at Río Piedras in the 1960s and 1970s. Professors such as Howard Stanton and Janet Scheff sent students out into the field to conduct first-hand observations and to prepare reports that required a three to four month involvement with a particular community. Professors on loan from other faculties, like Charles Rosario and Awilda Palau, reported on their investigations using the technique. We read En la calle estabas by Awilda Palau and Ernesto Ruiz Ortiz and Worker in the Cane, by Sidney W. Mintz, both books resulting from extended living with communities. Mintz remained a close friend of Don Taso, the cane worker from Santa Isabel, until Don Taso’s death, many years later. In the case of the planning profession, participant observation compels you to know who your client is, for whom and with whom you are planning, a link so often absent for the Planning Board of Puerto Rico. Rogler’s work as described in Barrio Professors is an example of the transactive process, where the answers or the solutions are not given, a two-way process in which everyone learns (Friedman). What did Rogler learn from the barrio professors? One vital lesson was how to ask questions, questions that people will understand. He describes several instances of this. In Puerto Rico, Rogler’s introduction into the neighborhoods of the Martín Peña Channel where he would conduct interviews was Don Paco, “the first of many barrio professors I was to meet in the slums of San Juan” (25). Rogler inquired of Don Paco about residents’ understanding of ‘social hierarchies’ in trying to determine problems of authoritarianism. Don Paco interpreted the questions as relating to the physical positions of the houses built on the land which were higher than the houses built on the water, and other problems attributed to the location differences of the squatter settlement. Rogler finally changed his approach, after realizing that there was something amiss when an intelligent, articulate man such as Don Paco didn’t understand the questions. This was for Rogler an experience which in turn “started the first phase of my lifelong concern with the troublesome


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assumptions in research. Truth could also be uncovered by encouraging the barrio professors to speak their own minds, according to their own life experiences, without the clutter of social sciences” (26). Rogler speaks of another lesson in questions, in an event in New Haven when he asks the political boss about possible role conflict, who in turn queries the professor about what he is trying to find out. Asking the question a different way, the political boss is able to give an enlightened answer and Rogler writes: “‘Thank you’, I replied, relieved to be rescued by his intelligence.” I think the same thing when I listen to barrio leaders speak today in any forum as they do such an eloquent job of expressing their needs, concerns and aspirations for their communities and for social justice in Puerto Rico. The barrio professors’ voices are authentic voices. Upon initiating his research on mental health among poverty stricken people in Puerto Rico, Rogler was introduced to the prevalence of spiritualism, becoming intrigued by it. He began to explore the phenomenon, giving it credence as a reality to learn about, especially within the studies of mental health. In Chapter 6, titled “Spiritualism Earns Academic Credentials,” Rogler describes a lecture he gave on “Spiritualism and Mental Health Illness in the Lower Classes in Puerto Rico” in October 1959 at the Social Sciences Research Center, attended by over 400 people, with Don Jaime Benítez, Chancellor of the University of Puerto Rico, and Doña Lulu, his wife, sitting in the front row. Also sitting in the front row were several of Rogler’s interviewees from the barrio, one who was “known for her defiance of psychiatrists at the outpatient clinic of the Manicomio” (92). Following Rogler’s lecture describing the usefulness of spiritualism and mediums for dealing with mental heath problems in the barrios and the lower income patients at the state insane asylum, the first question was from Don Jaime, who asked: “Mr. Rogler, are you saying that the spiritualist medium is the psychiatrist for the lower classes and the psychiatrist is the spiritualist for the higher classes?” (94). There ensued a lively discussion with a renowned psychiatrist taking issues with letting barrio people speak of spiritualism and giving “ponencias”. Rogler continued to observe and explore spiritualism among his subjects/friends in New Haven. One can only assume that his curiosity, knowledge, and acceptance


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of this phenomenon was the kind of quality that led to his great achievements and recognition in the field of cultural psychiatry and effective public service work. One of the intriguing aspects of this book is the intertwining of non-fiction and fiction. Barrio Professors is a successful weave of real events, places and people with imagined conversations and dreams of the barrio leaders and author’s friends. I suspect that most of what Rogler writes about did indeed occur; that names have been changed and perhaps some elaboration on real events. But there are so many of the descriptions that match reality, the settings ring true and the people’s emotions and reactions as well. What Rogler encountered and what he remembers, for these are “Tales of Naturalistic Research” written in 2008 from experiences occurring 40 years ago and earlier, probably did not need much embellishment, for we all know that “truth is stranger than fiction.” Writing the book as a combination of fiction and non-fiction did allow Rogler to protect the characters for whom he has great respect. Barrio Professors serves as a manual for any professional or academic today who works with people, helping them to transform their lives and communities. Rogler shows how we must be able to accept new roles and new rules of conducting work. We will be drawn into people’s lives and communities, achieving an interaction that will not distract from the official agenda and work plan but only add to the researcher or planner’s knowledge and life. Barrio Professors is a tribute to C. Wright Mills and The Sociological Imagination, a treatise that propelled sociologists to go out into the real world to seek knowledge about social reality, leaving “grand theory” and “abstracted empiricism” in the office. In fact, the last phrases of Rogler’s last chapter state: Later in my career, … my early commitment to experimental sociology had receded into memory and my interest in the study of natural events had grown vigorously. I no longer felt I had to go through complicated theoretical justifications in order to focus on a topic for research. Enjoy this feeling of freedom, I said to myself. Relish It. The important thing is to retain a sociological imagination. (156)

It is rewarding for us as readers that Rogler has chosen to write a


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tantalizing tale that sparks our imagination about his early life as he grows with and learns from his barrio professors. The epilogue about his father, “Conversations with Charlie,” is almost another small book in itself, about a father who challenged established sociological practices and his son, at all times. The book thus finishes with a testimonial to Charlie, Rogler’s first professor.

LUCILLA FULLER MARVEL

NOTAS 1

That statement is mindful of the recently published book La ciudad de los balcones by Edwin R. Quiles Rodríguez.

REFERENCIAS Caplow, Theodore, Sheldon Stryker and Samuel F. Wallace. The Urban Ambience: A Study of San Juan Puerto Rico. New Jersey: Bedminster P, 1964. Friedman, John. Retracking America: A Theory of Transactive Planning. Garden City, N.Y.: Anchor P, 1973. Mills, C. Wright. The Sociological Imagination. New York: Oxford UP, 1959. Mintz, Sidney W. Worker in the Cane. New Haven: Yale UP, 1960. Palau de López, Awilda and Ernesto Ruiz Ortiz. En la calle estabas. Río Piedras: Editorial Edil, 1969. Quiles Rodríguez, Edwin R. La ciudad de los balcones. Río Piedras: La Editorial, Universidad de Puerto Rico. 2009. Rogler, Lloyd H. Barrio Professors: Tales of Naturalistic Research. Walnut Creek, CA.: Left Coast Press, 2008. and Auguat B. Hollingshead. Trapped: Familes and Schizophrenia. New York: John Wiley & Sons, 1956. Steward, Julian H., ed. The People of Puerto Rico: A Study in Social Anthropology. U of Illinois P, 1956.


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Jim Cooper. Down on the Island. Cable, WI:994.,160 pp.

La mirada del “otro” es importante para los puertorriqueños. Diferentes, como somos, de los modelos normativos nacionales y también, a partir del siglo XIX, de los clásicos enclaves coloniales, esa “diferencia” ha sido siempre problemática. ¿Qué modelo representamos? ¿Dónde encajamos? ¿Qué imaginario predomina: el que se acerca al de un país autónomo o el de una sociedad que aspira a convertirse en parte de otra a la que toma de modelo? La ambigüedad nos ha asediado desde siempre. Para perfilarnos más nítidamente nos hace falta reforzar nuestro incierto imaginario mediante el reflejo de la mirada de afuera que pueda validar o corroborar el sesgo particular de nuestra imagen interna. También puede ser una medida del lugar cualitativo que nos corresponde en el concierto de las sociedades conocidas. Tales miradas han abundado a través de la historia. Los españoles –los europeos en general– nos miraban a través de la óptica que aplicaban a las Antillas. Sus miradas fueron comprensivas en casos como el de Fray Íñigo Abbad y Lasierra, y describieron con lujo de detalles las condiciones históricas, geográficas y sociales de nuestra isla, como señala el título mismo de su libro1. Otras tenían un enfoque más particular, como la consignada en el libro del naturalista francés André Pierre Ledrú, Viaje a la Isla de Puerto Rico (1797)2. De alcance más general había sido el libro de George Dawson Flinter, An Account on the Present State of the Island of Puerto Rico, publicado en 18343. Flinter, irlandés al servicio del rey de España en la lucha por la independencia venezolana, se radicó en Puerto Rico durante los dos primeros años de la tercera década del siglo XIX, poniéndose al servicio del gobernador don Miguel de La Torre. Su objetivo en esa obra era “To make known the great and growing importance of …the valuable and fertile island of Puerto Rico…” (v). Él presenta un panorama muy completo de la actualidad de varios sectores de la vida del país, especialmente la sociedad, la agricultura, el gobierno, el comercio y la demografía4. Aún antes de la Guerra Hispanoamericana hubo otras miradas, muchas procedentes de norteamericanos que, o vivían aquí, o tenían


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negocios de índole individual o nacional con la Isla. A ese efecto interesan las cartas de los cónsules norteamericanos, franceses e ingleses escritas desde la Isla durante los últimos treinta años del siglo XIX (García y Dávila). No pocas arrojan una opinión bastante desfavorable de los puertorriqueños, como la escrita por el cónsul norteamericano John D. Hull el 22 de abril de 1897, en la que dice: “The natives have no discipline, no arms, no spirit, no resources and no leaders…” (cit. en García y Dávila 253). Tras el 1898, lograda la posesión de la Isla por la guerra y sancionada por el Tratado de París, vino la contemplación más cercana por parte de los norteamericanos, el intento de entendernos que se tradujo en una oleada de libros, entre ellos Our Islands and Their People As Seen With Camera and Pencil, por William S. Bryan y José de Olivares (2 vols., 1899) y Our New Possessions, por Trumbull White (1898). Ambos se ocuparon no sólo de Puerto Rico, sino también de Cuba y las Filipinas. Otros se centraron únicamente en nuestra Isla, como The Porto Rico of To-Day (1899) por Albert Gardner Robinson, periodista que vino con las tropas del General Miles, o Puerto Rico. Its Conditions and Possibilities por William Dinwiddie. Ambos autores escribieron en términos generales sobre la Isla y su gente. Robinson decía de ésta, por ejemplo, que “The common people of the island are a mixture of all shades of color… Comfort and economy appear to be the chief ends to be served in the matter of wearing apparel. Neither style nor cleanliness seems to be of any consideration with the masses…” (39), mientras que Dinwiddie, enviado a Puerto Rico por la editorial Harper & Brothers, fue más positivo. De la hospitalidad puertorriqueña decía que: “It is a hospitality highly seasoned with garlic and sweet oil which the trueborn Puertoriqueno [sic] proffers to Americans, but it is no less beautiful in sentiment for all its odoriferousness” (145). Una curiosidad dentro de esos primeros informes sobre las posesiones que convirtieron a los Estados Unidos formalmente en un imperio fue la participación entre los periodistas de una mujer, Margherita Arlina Hamm, quizás la primera mujer en cubrir una guerra desde el frente mismo de batalla. Sobre las nuevas posesiones americanas –no sólo sobre las obtenidas en la Guerra Hispanoamericana– escribió el libro America’s New Possessions and Spheres


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of Influence (1899), en el cual le dedicó a nuestra isla un capítulo titulado “Porto Rico – The Carib Eden”. Durante los inicios del siglo XX proliferaron los libros de viajes –muchos de ellos escritos por mujeres– que intentaban poner de manifiesto nuestros encantos naturales. Marian M. George, escritora de libros de viaje cuyos títulos empezaban con la frase “A Little Journey to…”, publicó en el 1901 un libro didáctico “(For Home, School and Intermediate and Upper Grades)” y lo subtituló, llamádolo A Little Journey to Cuba and Porto Rico. Y en el 1927 Elizabeth Kneipple Van Deusen, casada con Richard James Van Deusen, quien fue ayudante de los gobernadores Arthur Yager y luego de Horace Towner, publicó Picturesque Porto Rico. Stories and Poems, mientras que Elizabeth B. K. Dooley publicó en el mismo año de 1927 una especie de historia/guía turística de nuestra ciudad capital titulada Old San Juan5. La bibliografía fue aumentando con toda suerte de análisis, investigaciones y descripciones que incluyeron, ya tan tarde como en el 1947, el lapidario The Stricken Land, escrito por el último gobernador norteamericano que tuvo Puerto Rico, Rexford G. Tugwell. Entre las primeras impresiones que tuvo de la Isla que gobernaría por cuatro años está la siguiente: “That is what colonialism was and did: it distorted all ordinary processes of the mind, made beggars of honest men, sycophants of cynics, Americanhaters of those who ought to have been working beside us for world betterment” (42). Otras miradas se han plasmado en medios diferentes, como el ensayo fotográfico de Jack Delano, hermoso y crítico de la situación socioeconómico de la Isla: Puerto Rico mío. Y proliferaron también, a lo largo del siglo XX, una serie de memorias –y aun de creaciones– que son también miradas sobre nuestra Isla. Entre éstas hay varias de los artistas e intelectuales españoles acogidos en la Universidad de Puerto Rico por Jaime Benítez6. Abundan asimismo recuerdos personales y profesionales de norteamericanos7. El libro de Jim Cooper es diferente de todos los demás en intención, alcance y contenido. La suya no es, para empezar, ni una mirada artística, ni una oficialista, ni una formal, ni una particularmente interesada en destacar algún aspecto de la cultura o del entorno


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puertorriqueño; ni siquiera de su propio quehacer. Tampoco se trata de un ajuste de cuentas de tipo alguno ni de un ejercicio literario. Son, sencillamente, unas memorias personales que inciden principalmente sobre los tres años –de 1951 a 1954– que el joven profesor pasó en el Recinto Universitario de Mayagüez de la UPR, entonces llamado sencillmente, “el Colegio”, ofreciendo clases de inglés a los estudiantes universitarios. Escritas en 1993, unos cuarenta años después de los hechos, con la ayuda de apuntes tomados entonces, las memorias son sumamente detalladas e iluminan aspectos que no se encuentran en ningún otro escrito de ese tipo. Lo primero que llama la atención es la aparente candidez con que el joven profesor se enfrenta a su nuevo entorno. Se trata, efectivamente, de una cultura nueva y diferente que se encuentra, sin embargo, bajo la cobertura de la bandera americana. Una y otra vez Jim Cooper habla de “culture shock”: de las diferencias fundamentales en las costumbres sociales y en las maneras de enfrentarse a la vida de los “continentales” –así llamaban a los profesores de procedencia estadounidense– y de los boricuas. La brecha entre los unos y los otros da pie, inevitablemente, a multitud de equívocos que aquí sientan la base para un relato divertido en su mayor parte, que llega a ser, en ocasiones, hilarante. Adelantándome a las consideraciones sobre la falta de dominio del inglés –sobre todo la pobre pronunciación de aquel idioma– que encontró Cooper entre los profesores y estudiantes puertorriqueños, reproduzco una anécdota graciosísima: “…this did not prepare me for what happened in a faculty meeting at the begining of my second year. A very staid and proper older Spanish teacher… said he wanted to bring up a problem he was sure we all had. ‘I’m talking about the students shitting on their tests’, he said. ‘What can we do,’ he continued, ‘to stop the students from shitting on their tests?’ I should have been able to figure out that he was talking about ‘cheating’, but that isn’t what I heard, and I had such a vivid image of what I thought he was saying that I had to pretend I was having a coughing fit and rush out of the room” (Cooper 79).

Cooper describe el pueblo de Mayagüez, su universidad, sus hospedajes, el talante de los estudiantes y, sobe todo, el nivel de competencia de éstos en la materia que le toca a él enseñar, (nivel


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ilustrado por la anécdota anterior y que él atribuye al hecho de que desde el 1949 la lengua de enseñanza en las escuelas públicas había sido, por ley, el español). Algunas descripciones de las clases de inglés según se llevaban a cabo en el Colegio de Mayagüez recuerdan las famosas escenas del Peyo Mercé de Abelardo Díaz Alfaro enseñando inglés, vistas desde la óptica justamente contraria, por supuesto. Con un tono que empieza siendo bastante burlón y que luego se torna un tanto sombrío, según se perfilan las consecuencias del desfase entre dos maneras de entender la vida, describe también las diferencias en actitudes hacia el sexo. Este renglón es el más relevante del libro en términos de lo que aporta de diferente respecto a las demás miradas extranjeras sobre Puerto Rico hasta la fecha en que se escribieron estas memorias (y aún después). A la altura de los años cincuenta, la sociedad era aún patriarcal y represiva respecto a las mujeres, que eran bien guardadas y vigiladas hasta el momento de su matrimonio. Todavía estaba en pleno vigor la costumbre de las chaperonas con todo lo que implicaba –y que Cooper resalta– de la supuesta inhabilidad de las jóvenes para guardar su castidad ante lo que serían, inevitablemente, los asedios sexuales de los varones. La línea que separaba a las “buenas” de las “perdidas” era una que se transgredía fácilmente, como ilustra aquí Cooper con el caso de una de sus estudiantes que deja la universidad para convertirse en la “mantenida” de un hombre rico. Su asombro es patente ante el alivio aparente de la familia de la muchacha, pobre y con varios hijos más que mantener. La ‘institución’ de la mujer mantenida y de la ‘segunda casa’ se describe aquí, así como también el asunto de la vestimenta femenina, que sorprende sobremanera al profesor, en especial en lo tocante al traje de baño, atuendo aparentemente prohibido a las niñas bien y que, en el caso de su novia americana, le trajo bastantes dolores de cabeza al joven profesor. Otro renglón que resulta, si cabe, aún más novedoso en estas memorias que retratan la vida en una ciudad puertorriqueña “de provincias”, en el momento de los albores de la modernidad inaugurada en la Isla por el Partido Popular Democrático bajo Luis Muñoz Marín, son sus reflexiones acerca del tema de la homosexualidad. El homosexualismo:


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…was giggled about, made fun of, brought into almost any conversation on any subject, but no one seemed shocked by it… It was a very complex situation, filled with hypocrisy and inconsistencies and extremely difficult to try to understand. Nobody tried to pretend that overt homosexuality did not commonly occur in Mayagüez, but it was always shrugged off as a joke. If you don’t take it seriously there’s no problem. Boys will be boys. They did not, as many mainlanders do, feel that homosexuality was a disease which can spread, which can be caught, and so boys and men must be protected from it. It is the loose women you must beware of… (124-125)

Al americano se le hacen muy claras las profundas contradicciones inherentes a ese tipo de sexualidad y la manera en que se consideraba y se practicaba. Condonada como una actividad episódica, no tenía mayor trascendencia siempre y cuando se salvaguardara la hombría del macho en vistas a un matrimonio presente o futuro. También se salvaguardaba tal hombría mediante el recurso de adscribírsele un rol “activo” y no “pasivo” en el asunto. Al efecto comenta Cooper: There was also the myth, clung to tenaciously, that your son or your husband or your brother always took the male role in any homosexual encounter. I assumed by this that they meant the active, as opposed to the passive, role. Nobody ever mentioned the embarrassing and disconcerting fact that the active and passive roles are very different depending upon whether you are discussing anal or oral sex… As long as you are acting the male role in the situation, whatever that may mean, your virility and manliness are not called into question… (127)

Otra cosa muy diferente –según supo luego el joven profesor, a su pesar– era el homosexualismo declarado y retante, practicado sin ambages, de manera grupal, apartada y escondida de los ojos del pueblo, en enclaves como el de “Ricardo”, que armaba en una casa de las afueras verdaderos espectáculos de travestis. Comenta Cooper de la gente del pueblo: They were not angry at Ricardo, we learned, because of what would be called today his sexual preference, but because he was not dealing with it the socially acceptable way. Why didn’t he marry one of their daughters and raise a family in downtown Mayagüez? He would be free to spend his evenings and weekends any way he wanted” (128).


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El error que cometió Cooper al llevar a vivir a su joven esposa a una casa aledaña al lugar en donde Ricardo reunía a sus amistades le costaría, al final, muy caro. Igualmente reveladores son los comentarios de Cooper respecto al racismo selectivo y soterrado que se practicaba en una Isla donde nadie parecía despreciar a otra persona por el color de su piel aunque la diferencia se marcaba abiertamente en los eventos sociales. Estos les estaban vedados a los negros, por lo menos a los que no eran aceptables en términos socioeconómicos. “It was obvious that as a whole the Puerto Ricans were not racists, so why did they make a fuss about there being no Negroes at a dance when all one had to do was look around the room and see that there were?” (61). El momento al que se refieren estas memorias es precisamente el de la primavera del ELA. En el 1951 Luis Muñoz Marín llevaba dos años en la gobernación, acababa de fracasar la insurrección nacionalista del 1950 y con ella toda esperanza de alcanzar, por de pronto, la independencia. Se había pasado la Ley 600 que proveía por que se organizara una Comisión Constituyente para escribir la Constitución que se proclamaría el 25 de julio de 1952. Era el momento de un nuevo comienzo. La industrialización se imponía triunfante bajo Teodoro Moscoso y se creaban nuevas agencias del gobierno que administraban lo que se quería que fuese un gobierno moderno y eficiente. Entre las condiciones del “progreso” –la palabra del día– estaba la esterilización de cientos de mujeres puertorriqueñas en aras de controlar la natalidad (cómo casaba eso con las actitudes socialmente represivas hacia ellas acentúa una de las muchas contradicciones referentes a las actitudes hacia el sexo) y el fomento de una emigración a la que se iba a ciegas, sin tener siquiera, como demuestra Cooper en este libro, ni la más mínima competencia en inglés. Todo ello, además, se llevaba a cabo en el contexto de la lucha sorda de la Guerra Fría, que intentaba contrapesar las posibilidades ilimitadas de una democracia con las insuficiencias y atrasos de los regímenes socialistas. El libro de Cooper demuestra a las claras cómo era el elemento humano que debía acceder a ese ‘progreso’ orquestado por el patriarca benévolo desde La Fortaleza. Si consideramos que Mayagüez, después de todo, era la tercera ciudad en importancia del país, después


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de San Juan y de Ponce, que había tenido una universidad desde el 1911, podemos entonces imaginar hasta qué punto los enclaves menos urbanos (en un país aún mayormente rural) estaban sumidos en tradiciones y costumbres pétreas, de horizontes pequeños. Es por todo ello que, a pesar de su tono informal, de su óptica personal, de su alcance limitado a un sector provinciano de la población y a un enfoque que tiene en cuenta sobre todo un enclave universitario, estas memorias son sumamente valiosas. Resultan reveladoras –como no lo son otras de más ambición y amplitud en los datos– del Puerto Rico común y corriente, del Puerto Rico cotidiano, doméstico y extraoficial que se enfrentaba a cambios demasiado rápidos como para ser asimilados fácilmente. Del Puerto Rico contradictorio, en una palabra. Resulta sorprendente, además, descubrir que, más que a cualquier otro ejercicio de recordación, estas memorias se asemejan a una de las novelas más irreverentes que se han escrito sobre Puerto Rico, la largamente perdida The Rum Diary de Hunter S. Thompson. Allí, en clave de la sociedad sanjuanera de finales de esa misma década de los cincuenta, el que luego fuera un periodista famoso descubre –como lo había descubierto Cooper en Mayagüez– la parte sórdida y misteriosa de una sociedad compleja, incierta y en transición. “There was a strange and unreal air about the whole world I’d come into,” dice el protagonista, Paul Kemp, un alter ego del propio Thompson. “It was amusing and vaguely depressing at the same time…” (Thompson 41). El sentimiento recoge el sentido de irrealidad que Cooper asocia insistentemente con su estadía en Mayagüez.

CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ

NOTAS 1

Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico por Íñigo Abbad y Lasierra (1788). Tan importante ha sido esa mirada que ha habido comentarios significativos al libro, constituyéndose, por sí, en historias paralelas que dialogan con el texto original. En 1866 José Julián Acosta


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disimuló su historia de Puerto Rico disfrazándola como unas notas al texto de Abbad y Lasierra. En el año 2002 el historiador Gervasio L. García publica el texto de Abbad y Lasierra anotado por Acosta añadiéndole un extenso estudio introductorio suyo. 2 Aunque las observaciones de Ledrú se limitaron en su mayor parte a la fauna y la flora puertorriqueñas, una adición posterior al texto, de M. Sannini, cita, a su vez, un libro de C.C. Robin, Voyage dans l’interieur de la Louisiana, de la Florida occidentale et dans les îles de la Martinique pendant les années 1802, 1803, 1804, 1805 et 1806. Tomo I. En esos pasajes, M. Robin hace comentarios no sólo sobre la naturaleza de la Isla sino también sobre sus condiciones políticas y sociales: “Le terrain de Porto Rico est trés fertile: tout y croît à souhait. Son port est commode; cependant cette colonie est restée dans l’enfance. M. Robin voit les causes de cet état de langueur dans l’éloignement des habitations entre elles, et dans le défaut des communications, tant par terre que par eau. L’indolence des administrateurs et des habitants ne leurs permet pas d’imiter les industrieux Américains des Etats-Unis…” (276-277). 3 Publicado en Londres por Longman, Rees, Orme, Brown, Green and Longman en 1834. La Academia Puertorriqueña de la Historia publicó una edición facsímil en 2002. 4 Uno de los comentarios nos devuelve una faz ya perdida para siempre de nuestra sociedad: “… in no country on the face of the globe is crime of an atrocious nature less frequent…” (69) y otro habla con admiración de las mujeres puertorriqueñas: “The women of Puerto Rico are… elegantly and delicately formed… Their manners are not only pleasing, but fascinating… they are possessed of great natural vivacity, and an ease of manners which in England is only to be found in the best society…” (81-82). 5 Tanto ella como su marido, Henry W. Dooley, fueron en varias ocasiones delegados alternos a la Convención Nacional Demócrata de los EE.UU. Henry Dooley fue el fundador del Partido Demócrata en Puerto Rico, incorporado al de los EE.UU. en 1904 (Trías Monge 77). 6 María Zambrano, Isla de Puerto Rico (nostalgia y esperanza de un mundo mejor) (1940); Pedro Salinas, El contemplado (1946); Juan Ramón Jiménez, Isla de la simpatía; Eugenio Fernández Granell, Isla, cofre mítico. (Estos dos últimos libros fueron escritos durante la estadía de sus autores en nuestra Isla pero no fueron publicados hasta muchos años después: el de Juan Ramón Jiménez en el 1981, con una reedición del 2008, y el de Fernández Granell en el 1995. 7 Entre ellos A Soldier in Science. The Autobiography of Bailey K. Ashford, publicada por primera vez en 1934 por William Morrow y reeditada en 1998 por la Editorial de la UPR; A Sojourn in Tropical Medicine: Francis O’Connor’s Diary of a Porto Rico Trip, editado por la UPR en 1998; Campus in Bondage: A Nineteen Forty Eight Microcosm of Puerto Rico in Bondage, por Ruth M. Reynolds (editado en 1989).


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REFERENCIAS Cooper, Jim. Down on the Island. Cable, WI: EDITORIAL, 1994. Delano, Jack. Puerto Rico mío. Smithsonian Institution P, 1990. Dinwiddie, William. Puerto Rico. Its Conditions and Possibilities. 1899. San Juan: Academia Puertorriqueña de la Historia, Fundación Puertorriqueña de las Humanidades, Oficina del Historiador de Puerto Rico, National Endowment for the Humanities, 2005. Dooley, Elizabeth B. K. Old San Juan. 1927. Santurce: Puerto Rico Almanacs, 2005. Flinter, George Dawson. An Account on the Present State of the Island of Puerto Rico. 1834. San Juan: Academia Puertorriqueña de la Historia, 2002. García, Gervasio Luis y Emma Dávila Cox. Puerto Rico en la mirada extranjera: la correspondencia de los cónsules norteamericanos, franceses e ingleses, 1869-1900. San Juan: Centro de Investigaciones Históricas, Decanato de Estudios Graduados e Investigación, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, 2005. George, Marian M. A Little Journey to Cuba and Porto Rico (For Home, School and Intermediate and Upper Grades). 1901. Kessinger Publishing, 2004. Hamm, Margherita Arlina. America’s New Possessions and Spheres of Influence. 1899. Montana: Kessinger Publishing, LLC, 2008. Robin, C.C. Voyage dans l’interieur de la Louisiana, de la Florida occidentale et dans les îles de la Martinique pendant les années 1802, 1803, 1804, 1805 et 1806. Tomo I. Paris: F. Buisson, 1807. Robinson, Albert Gardner. The Porto Rico of To-Day. 1899. San Juan: Academia Puertorriqueña de la Historia, Fundación Puertorriqueña de las Humanidades, Oficina del Historiador de Puerto Rico, National Endowment for the Humanities, 2005. Thompson, Hunter S. The Rum Diary. New York: Simon and Schuster, 1998. Trías Monge, José. Historia constitucional de Puerto Rico. V. San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994. Tugwell, Rexford G. The Stricken Land. New York: Doubleday, 1947. Van Deusen, Elizabeth Kneipple. Picturesque Porto Rico. Stories and Poems. New York: Silver, Burdett & Co., 1927.


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Hunter S. Thompson. The Rum Diary: The Long-Lost Novel. New York: Simon & Schuster, 1998. 204 pp. Con las ciento cincuenta libras del gringuito nuyorko spoiled que se apean del avión en Borinquen, justo después de escaparse del infierno nevado de Manhattan, también se bajan —en sicodélica comparsa, al ritmo desafinado de un tristísimo saxo de blues— su pose de machito cascarrabias que se lame las heridas del fracaso en silencio y el secreto deseo que lo carcome como si fuese gusano hundido en mezcal. El relajito postadolescente desplegado con voluble fanfarronería en los bares de las redacciones de Manhattan ha llegado a su fin, y al escritorcito con guille de bad boy no le queda otra que asentar cabeza por unos meses en algún “paraíso terrenal” donde nadie lo reconozca; tan siquiera él, otro blanquito intelectual con grandes ambiciones letradas que huye de sí mismo y permanece en negación a pesar de haber tocado fondo. De las miles de palabras que lo martillean durante el descenso —justo cuando se acomoda bien los huevos apretados en los mahones cortos y las gafas Ray Ban para enfrentar sus más valiosas esferas al cantazo de la ola de calor— la resaca bestial de la nota permanente que ratifica su “maldita” razón de ser le obliga a sintonizar, como quien dice, un arrullito subconsciente en cierto plan vocal, tipo Amy Whinehouse reposeída por Sylvia Rexach, que le da la bienvenida a Puerto Rico en un lenguaje detestable para sus oídos. Qué raro, en vez de un chachachá de conjunto de aeropuerto, a este visitante ingenuo y fanfarrón se le interpone un bolero cortavenas imaginario que dice así: “Kemp, abandona aquí toda esperanza”. En la novela The Rum Diary, engendro o bocadito postcolonial del etílico cronista norteamericano Hunter S. Thompson, ese sujeto se llama Paul Kemp. Periodista errante con “glorias” acumuladas en la punta de sus dedos —aún a su corta edad— debido a su osadía legendaria, soltero empedernido y buscón con aires de dandy en las cloacas de las bajas letras y las artes embarradas con la tinta de los todopoderosos diarios de los años cincuenta del siglo pasado, nuestro Kemp abandona su escritorio en la gran ciudad picado por el enigma de su posible semipuertorriqueñización. Empaca su maqui-


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nilla junto con un gran complejo de colono-turista-intelectual y sale del “centro del universo” para buscar fortuna pasajera en las minucias de la Isla del Encanto, pero en su horizonte nublado alcanza a ver sólo la puntita del escondite perfecto para su quejumbrosa situación: Old San Juan, Condado, Piñones, el lobby del recién inaugurado hotel Caribe Hilton, su sun deck particular o trampolín a la segunda etapa de su carrera profesional. El gringo renegado de la nieve, el rubio bravito hambriento de carne negra mezclada con ron y agua de sal, atisba de reojo aquel vivero sideral tipo brochure del capitalismo del pecado y el placer, un hoyo negro atrayente desde el que se pretendió relanzar la promesa tardía del Sueño Americano en pleno pre boom soviético. Helo aquí en la bahía manglaria sin saber lo que son palancas de jueyes. Mr. Kemp, un don nadie yanqui wannabe en busca de aventura exótica, aterriza estrepitosamente en el mine spot del último grito de la moda expansionista de la mafia propiamente colonial. Intención predecible: “Let’s take a look —de lejitos— at Miss. PR, USA, 1958”. Como gringo perdido sin esperanzas de ser hallado al fin, Kemp retoza de madrugada en las arenas de las playas locales —incluyendo las viequenses y extendiéndose hasta las de Saint Thomas— abrazado a cuantas mujeres puede, henchido de lujuria y ron en un carnaval que no le pertenece. Su condición de periodista, sorprendentemente para algunos, nada le sirve para evitar caer en el gran tourist trap de la blanca superioridad white trash. Al contrario, como su destino consiste en trabajar en un diario norteamericano publicado en inglés que está a punto de la quiebra, el Daily News, termina atrapado en el gueto de periodistas pesimistas, enajenados de la “realidad nacional”, desayunando hamburgers pisados con Palo Viejo en la cafetería de otro gringo quedado llamado Al, escupiendo al suelo cada vez que tiene que referirse a los negritos brutos, revoltosos, pillos y enfermos de tuberculosis que habitan el país. La trampa identitaria aquí consiste en una fiesta de clichés analizables por los estudiosos de la arrogancia y la enajenación racista de los colonizadores de todo el mundo frente a la otredad colonizada. Aún así, Kemp trata de distanciarse del montón. No puede. Nadie le cree. En su relato en primera persona, intenta dibujarse íntimo como un ser confundido que, como Karl Wallenda, camina por la cuerda floja


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entre dos extremos fijos. De un lado, siente un llamado anarquista y caótico hacia la errancia eterna porque en su fuero interno mordido por el delirium tremens cree que posee el don de la eterna juventud y, por otro, acaricia la ambición de asentarse en la sobria calma del burguesito hombre de bien. Contento y pasivo. A mi juicio, no logra ni lo uno ni lo otro. Paul Kemp no es más que un mediocre malhumorado y borracho, en el sentido estricto del término. El medio es su estado natural y de ahí no puede pasar. De nada le vale vaciarse en la garganta botella tras botella de ron, vivir en una buhardilla oscura y apestosa en plan hippie como si el Viejo San Juan fuese el barrio latino de París, ser arrestado tras haberse batido a los puños en plan justiciero con una tropa de alcohólicos abusadores, maldecir, insultar a cuanto ser viviente se le cruza o evadir las multitudes de sus compatriotas comemierdas en los casinos encopetados. Kemp nunca sería, por más que quiso imitarlos —consciente o inconscientemente—, uno de los maravillosos poetas malditos del Beat Generation. De nada le vale tampoco salir de la buhardilla, mudarse a un apartamento decente en el Condado, comprarse un volki convertible, echarse una sola novia que lo espera en la cama al anochecer o comprometerse a escribir por unos cuantos pesos un folleto publicitario para un mogul de los bienes raíces turísticos que planifica construir un megahotel a toda costa en Vieques. Kemp nunca sería un foreign correspondent oficial y responsable —un chota cultural serio a sueldo, reverenciado y con corbata— a lo Ryszard Kapuscinski. El autor logra ilustrar la mediocridad de Kemp resaltando dicho rasgo de carácter en situaciones particulares que acusan su pusilanimidad, cualidad poco común en colonizadores de envergadura o verdaderamente interesantes: el personaje es incapaz de protestar o “levantarse en armas” contra los abusos que presencia en contra de mujeres y maricones, y “nativos”, al tiempo que tampoco puede escribir gran cosa sobre “lo que verdaderamente está pasando en Puerto Rico”. ¿Qué es lo que pasa aquí, ah? Esa hubiese sido una pregunta indispensable para cualquier periodista excelso o degenerado en sus mismos pantaloncitos cortos pero, a falta de valentía para hacérsela sobre sí mismo, nunca le pasa por la mente. Quizás este prototipo de bocón con alma cobarde “enclosetada” es la efigie conmemorativa del gringo incapaz de dejarse penetrar por ese en-


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gendro imaginado que llamamos “lo puertorriqueño”. He aquí al gringo impuertorriqueñizable, cuatro pies izquierdos y perdido, siempre indeciso entre “quedarse dao” e irse del país. Un verdadero ascenso o descenso de la mediocridad de Kemp hubiese requerido un acto de contaminación con el revolú nacional profundo, un repliegue espectacular de sus prejuicios sobre el Puerto Rico profundo de la época, una verdadera orgía simbólica similar a la que celebró Madonna en el Hiram Bithorn. Acto de conclusión o consumación imposible, si se quiere, excepto en la escritura o en los escenarios, que es lo mismo, y no un simplista road trip en volki descapotado por al avenida Ashford y ya. Ante dicho cuadro patético, que acusa su penosa “expulsión del paraíso” en pleno desconocimiento de los porqué, es posible concluir que ni el ron, ni las picadas de los majes, ni las nalgas de las hembras “putas” de la patria fueron capaces de inspirar a nuestro hombre en San Juan para escribir el “Puerto Rico” que debió haberse llevado adentro con cada trago amargo. Por eso, quizás, tampoco le entraron al cuerpo los boleros, y las letras que le salían al teclear la maquinilla nunca le dieron significado al rico vacío patriótico de vellonera que no quiso y no alcanzó a interpretar. El colmo del patetismo de esta botada del yanqui expulsado: el poseur Kemp no supo escribir la historia de la supuesta no-historia de la que fue testigo, y que para él rescata el Dr. Hunter S. Thompson; en el fondo un moralista disfrazado de rock star inmoral, prácticamente un catedrático de periodismo aficionado del peyote que —quiero pensar por ahora— con esta novela “educa” a sus pupilos sobre cómo redactar la historia del fracaso del Sueño Americano tardío. ¿Y, a propósito, quién fue Miss. PR, USA, 1958? —Bien gracias, próximo. No es necesario pasar la molestia de contar aquí el abordaje del avión que lo devolvió a New York City. Se presume que Paul Kemp se fue de la isla tal y como vino.

MANUEL CLAVELL CARRASQUILLO


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Puerto Rico en la historiografía norteamericana en torno al 1898: El otro soy yo “We the People” Puerto Rican Series es un esfuerzo de la Academia Puertorriqueña de la Historia, la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades y el National Endowment for the Humanities que agrupa, en ediciones facsimilares, unas ocho obras que constituyen un intento de describir y explicar al pueblo de los Estados Unidos los elementos fundamentales y definitorios de la historia y la cultura puertorriqueñas, y el potencial de desarrollo de su recién adquirido territorio. Periodistas, funcionarios y estudiosos van contribuyendo, con sus obras, a propiciar un mejor entendimiento de nuestra realidad de pueblo después del cambio de soberanía el 18 de octubre de 1898. La publicación de la serie contribuye, además, para concienciar a estudiosos puertorriqueños y al público en general sobre esta vertiente de nuestra historiografía prácticamente ignorada. En estas breves pinceladas sobre las obras que integran la colección aspiramos a develar los aspectos más significativos de cada una de ellas. Las publicaciones son en su mayoría de 1899 a 1905 mientras que la última, publicada en 1926, nos ofrece la perspectiva de las condiciones generales de Puerto Rico casi tres décadas después del cambio de soberanía.

LUIS GONZÁLEZ VALES

Albert Gardner Robinson. The Porto Rico of To-Day: Pen Pictures of the People and the Country. New York: Charles Scribner’s Sons, 1899 La Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana de 1898 en Puerto Rico no tuvo las repercusiones ni acaparó la atención de la prensa y del pueblo de los Estados Unidos como lo hizo la guerra en Cuba. La campaña militar fue corta, hubo muy pocas bajas y poco más de una docena de corresponsales cubrieron las acciones militares. Richard Harding Davis y Stephen Crane fueron dos de los más notables reporteros de la campaña en Puerto Rico. Entre el escaso grupo de hombres de la prensa que acompañó las tropas del General Nelson


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A. Miles merece destacarse el autor de esta obra, quien luego de reseñar las operaciones militares, permaneció varios meses en la Isla, visitándola y compenetrándose de la situación existente, a la vez que se preocupó por conocer a los puertorriqueños. Robinson, en una corta nota que precede la obra, señala que la base del libro fue la serie de cartas, revisadas y ampliadas, que remitiera al periódico neoyorquino The Evening Post durante los meses de agosto a octubre de 1898. El propósito del libro, en palabras del autor, es brindar una imagen de la gente y del país, y arrojar luz sobre las posibilidades de comercio con la recién adquirida posesión. La obra está acompañada de fotografías, grabados y mapas de gran utilidad. Entre estos últimos se destacan un mapa de Puerto Rico y dos mapas plegadizos: el primero sobre el sistema telegráfico de la Isla y el otro sobre el sistema de faros construidos a lo largo de las costas. A través de los dieciséis capítulos que componen la obra, Robinson va develando la imagen de Puerto Rico y de los puertorriqueños. La obra incluye descripciones de algunas de las ciudades y pueblos como Ponce, Yauco, San Germán, Mayagüez y Adjuntas. Hay un capítulo que describe el viaje de Ponce a San Juan a través de la carretera central, así como otro dedicado al sistema de carreteras de la Isla. El ferrocarril y el telégrafo son también objeto de descripción. El desarrollo de industrias y el comercio no escapan su mirada y a ellos dedica sendos capítulos. Su visita a una hacienda cafetalera en Adjuntas perteneciente a un español, el “señor Mayol”, le sorprende por la hospitalidad que le brindan el dueño y su hijo, quien esa noche había escapado de la muerte a manos de una “partida sediciosa” (83-86). El capítulo, titulado “Olla podrida”, incluye no sólo algo de la gastronomía del campesino sino que habla sobre el clima, la educación, puntos de interés, cómo viajar por la Isla y la belleza de las mujeres. Como la típica olla podrida, un poco de todo.

L.G.V.


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Frederick A. Ober. Puerto Rico and its Resources. New York: D. Appleton and Company 1899. Frederick A. Ober tuvo su primer contacto con Puerto Rico en 1880, ocasión en que visitó todos los puntos importantes. Su interés en la Isla se renovó al designársele Comisionado de las Antillas Occidentales para la Exposición Colombina de 1893. La redacción de la obra se vio estimulada por el resultado de la guerra contra España, en virtud de la cual Puerto Rico pasó a ser posesión de los Estados Unidos. En la elaboración de la misma, según lo expresa el autor en el prólogo, se valió de las más importantes fuentes escritas disponibles. Al concluir el prólogo explica las razones que le indujeron a usar el nombre de Puerto Rico descartando el de Porto, nombre que no tiene cabida en ningún diccionario de español y cuyo uso no ha sido aceptado en el inglés. La obra consta de dieciséis capítulos, varios apéndices y un índice temático a la vez que incluye mapas e ilustraciones. No hay duda de que el objetivo cardinal del autor es ofrecer información que pueda resultar de valor para inversionistas potenciales. Es por esto que muchos de los capítulos están dedicados a describir los recursos naturales, la agricultura, la historia natural, así como a informar sobre las ciudades, los pueblos, las vías de comunicación, el gobierno y la gente. Los capítulos primero y último llaman particularmente la atención. En el caso del primero, el autor analiza el valor comercial y estratégico de la Isla. En cuanto a lo primero, el autor indica que con la adquisición de Puerto Rico, los Estados Unidos contará con un territorio en donde se producen los productos tropicales esenciales para la economía de la nación. Sobre el segundo aspecto, el estratégico, Ober enfatiza la posición geográfica de la Isla con referencia a puntos claves como La Habana, Cayo Hueso, el istmo de Panamá, Nicaragua y Nueva York. El capítulo final relata cómo Puerto Rico pasó a ser una posesión americana. Concluye la obra con un apéndice de información estadística tomada de varias publicaciones y el texto del Protocolo de Paz firmado en Washington el 12 de agosto de 1898, en virtud del cual España cede Puerto Rico y una isla en el grupo de las Ladrones en el Pacífico, entre otros territorios, a Estados Unidos. El libro tiene un índice onomástico y de materias que facilita la consulta.

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William Dinwiddie. Puerto Rico: Its Conditions and Possibilities. New York and London: Harper Brothers Publishers, 1899. La obra de Dinwiddie es particularmente relevante, pues en ella el autor tiene como propósito el presentar al lector el cuadro más completo de la situación prevaleciente en esa nueva posesión americana. En términos de contenido, la obra señala el estado en que se encuentra el comercio, la industria, la sociedad y la vida política de la Isla al momento de su publicación. Contiene, además, suficiente información y datos para que aquellos que se sientan particularmente atraídos por el desarrollo futuro de la Isla puedan tomar decisiones en cuanto a inversiones y negocios en Puerto Rico. Para elaborar la obra, la editorial Harper & Brothers envió al autor a Puerto Rico por dos meses luego de la evacuación española, con el fin de conocer de primera mano las condiciones prevalecientes en la Isla. Durante su estadía, Dinwiddie estuvo en contacto directo con los principales líderes de la colonia española en Puerto Rico y con puertorriqueños dedicados al comercio y la manufactura, terratenientes, abogados y políticos. Las ideas expresadas en la obra son el resultado del análisis de los datos y la información que obtuvo de esta experiencia. Gracias al apoyo que le brindaron los militares americanos, pudo visitar toda la Isla y estudiar con profundidad las condiciones agrícolas y la manufactura. Los generales John R. Brooke y Guy V. Henry pusieron a su disposición los archivos españoles. La obra consta de veinticuatro capítulos, un apéndice y fotografías. De todas sus obras, es la que más se ocupa de describir la vida familiar, la de los campesinos y sus costumbres, como las peleas de gallos, los entierros y los cementerios. También dedica un capítulo a las enfermedades más comunes. Los dos capítulos finales los dedica a un recuento de la vida política bajo el régimen español. La obra contiene observaciones del autor sobre el futuro político de la Isla bajo el gobierno americano. Las abundantes ilustraciones que acompañan esta obra, así como todas las que integran la colección, pueden muy bien servir para un estudio sociológico del Puerto Rico de fines del siglo XIX. Hay un índice onomástico y de materias que completan la obra.

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Henry K. Carroll. Report on the Island of Porto Rico: Its Population, Civil Government, Commerce, Industries, Productions, Roads, Traffic and Currency with Recommendations. Washington: Goverment Printing Office, 1899. El presidente William McKinley encomendó al reverendo Henry K. Carroll visitar la Isla, examinar su estado y hacerle recomendaciones para el gobierno del nuevo territorio. El comisionado Carroll, quien hablaba español, se trasladó a Puerto Rico y por varios meses celebró vistas, visitó casi todos los pueblos y recibió informes sobre la situación general de la Isla. Los hallazgos y recomendaciones quedaron recogidos en un voluminoso informe que es una importante fuente para el conocimiento de este período. Dicho informe, al igual que el elaborado por el General George W. Davis, Report of the Military Government of Puerto Rico on Civil Affairs (1902) y la Reseña del Estado Social, Económico e Industrial de la Isla de Puerto Rico al tomar posesión de ella los Estados Unidos (1899) del Dr. Cayetano Coll y Toste —estas dos últimas publicadas en ediciones facsimilares por la Academia de la Historia—, constituyen las fuentes más importantes para entender la situación general de Puerto Rico en la coyuntura del entre siglos. La publicación del Informe Carroll responde, pues, a la importancia que tiene el mismo como primer intento oficial de conocer a fondo a Puerto Rico y a los puertorriqueños y de orientar la política del gobierno de McKinley sobre su recién adquirida posesión. El reverendo Carroll hizo un esfuerzo genuino por entender a Puerto Rico y refleja una actitud de simpatía por la cultura puertorriqueña. El informe concluye con 24 recomendaciones, entre las que se destacan, en primer término, la extensión de la Constitución y las leyes de los Estados Unidos a la Isla, y la concesión de la ciudadanía americana a los habitantes de Puerto Rico que así lo desearan. Y la segunda recomendación, la organización de un gobierno territorial similar al existente en Oklahoma. No obstante, al momento de aprobar la Ley Foraker, primer ordenamiento constitucional de la Isla bajo el Gobierno de los Estados Unidos, se impuso “la política del tutelaje” esbozada por el General Davis, último gobernador militar y respaldada por el Departamento de la Guerra.

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First Annual Report of Charles H. Allen, Governor of Porto Rico covering the period from May 1, 1900 to May 1, 1901. Washington: Government Printing Office, 1901. Nos place publicar este informe anual del primer Gobernador Civil Norteamericano. Con ello, la Academia inicia un esfuerzo encaminado a publicar los informes anuales de todos los gobernadores norteamericanos de Puerto Rico. La obra recoge las experiencias del primer año de vigencia del gobierno civil organizado bajo las disposiciones de la Ley Foraker. Los informes anuales constituyen una fuente importante de información sobre la situación de la Isla en determinado momento. No sólo resulta valiosa la apreciación que hace el mandatario sobre el desempeño del Gobierno, sino que los apéndices que le acompañan, preparados por los funcionarios subalternos de la administración, contienen información estadística y tablas que reflejan las condiciones imperantes en la isla. Éste en particular incluye valiosa información en torno a las primeras elecciones generales y al retiro del Partido Federal, por lo que todos los puestos en la Cámara de Delegados los ocuparán los candidatos del Partido Republicano. De igual modo, nos brinda información sobre los devastadores efectos del huracán San Ciprián y las medidas adoptadas para la recuperación. Resume Allen las principales medidas aprobadas por la Cámara de Delegados en la Primera Sesión Legislativa. Este primer informe anual tiene además la virtud de sentar las bases sobre las cuales calibrar el desarrollo de Puerto Rico en años subsiguientes.

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R. A. Van Middeldyk. The History of Puerto Rico. New York: D. Appleton and Company, Maren, 1903. Un año antes de la publicación de la Historia de Puerto Rico de Salvador Brau, el Bibliotecario de San Juan, R. A. Van Middeldyk publicó, a instancias del Comisionado de Educación, Martín G. Brumbaugh, una historia de Puerto Rico en inglés. La obra abarca desde el descu-


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brimiento hasta la ocupación norteamericana. Merece destacarse el hecho de que el libro se publica como parte de la colección “The Expansion of the Republic Series”. Es obvio que el objetivo del autor es dar a conocer a los norteamericanos, especialmente a aquellos que han de guiar los destinos, la historia y la naturaleza de su recién adquirida posesión. La obra, que viene precedida de un prólogo del Comisionado Brumbaugh y otro del autor, consta de cuarenta y dos capítulos, bibliografía y un índice de materias. También contiene varias ilustraciones y en la página de título aparece reproducido el nuevo Escudo de Armas de Puerto Rico. Con la publicación de este libro rescatamos la memoria histórica, este primer intento de producir una Historia de Puerto Rico por un autor norteamericano. No será hasta 1931 que Richard Van Deusen y Elizabeth Knipple Van Deusen han de publicar otra historia bajo el título Porto Rico: A Caribbean Isle.

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Edward S. Wilson. Political Development of Porto Rico. Columbus, Ohio: Fred J. Heer, Publisher, 1905. El autor de esta obra fue un funcionario del Gobierno de Puerto Rico en esos primeros años del siglo XX. Ocupó la posición de Alguacil de la Corte del Tribunal Federal Provisional. Fue designado inicialmente por el presidente William McKinley en 1900 y vuelto a nombrar por el presidente Theodore Roosevelt en 1904. El presidente McKinley, al extenderle el nombramiento, le indicó que aunque éste representaba apartarse de los intereses familiares y de negocios, sería una experiencia grata, cosa que, según afirma Wilson, se cumplió. El autor considera la Isla muy bella, el clima delicioso y cataloga a su gente de interesante, hospitalaria y bondadosa. La obra la fue redactando durante sus años de estadía en la Isla y para ello dependió de la ayuda de muchos. Dice que puede atestiguar la veracidad de la información, pues la sometió al escrutinio de aquellos políticos de uno y otro bando, y no objetaron su contenido. Aun cuando el libro no es muy extenso (156 páginas) considera que ha incluido los desarrollos políticos esenciales. Como dato curioso


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concluye el prefacio afirmando que los Estados Unidos tiene una deuda con la Isla, deuda que él espera su país satisfaga pronto. Los diecinueve cortos capítulos que integran la obra se inician con una breve introducción sobre la Isla y el medioambiente, seguida de una apretada síntesis de algunos de los principales momentos de la historia de Puerto Rico bajo el régimen español. Es interesante señalar la importancia que le otorga a la Cédula de Gracias de 1815 y a la obra de Alejandro Ramírez como Intendente de Puerto Rico en el desarrollo económico de la Isla. El autor trazó el origen de los partidos políticos y las luchas por el logro de la autonomía, destacando el acuerdo entre las dos facciones autonomistas que desembocaron en el establecimiento del primer gobierno autonómico. Dicho acuerdo fue de corta duración, pues se rompió antes de las primeras elecciones autonómicas. Aproximadamente la mitad del libro está dedicada a describir el gobierno civil establecido bajo la Ley Foraker. De particular interés es el resumen de las posiciones asumidas por los representantes de los partidos y de la sociedad puertorriqueña cuando se discutió el proyecto Foraker. Tal vez la parte más interesante de esta obra es el capítulo de las conclusiones, pues en éste Wilson presenta una serie de propuestas para modificar la Ley Foraker que liberalizarían la misma, concediendo un mayor grado de gobierno propio a los puertorriqueños. Para el autor es inconcebible que Estados Unidos luche por el principio de gobierno propio para Cuba y se lo niegue a Puerto Rico. También advierte que la insatisfacción con la Ley Foraker no representa el sentir de unos radicales sino que es un deseo unánime que se introduzcan cambios significativos en la misma. Termina formulando cuatro propuestas concretas de cambio (154-156). El valor de esta breve obra radica en que es el testimonio de un funcionario que participó en el gobierno de la Isla en esos primeros años.

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Knowlton Mixer. Porto Rico History and Conditions: Social, Economic and Political. New York: The MacMillan Company, 1926 Esta obra, publicada casi tres décadas después del cambio de soberanía, tiene como objetivo, en palabras de su autor, exponer los aspectos más relevantes de la historia y de las condiciones sociales, económicas y políticas de Puerto Rico. El autor pretende ofrecer una información básica para que estudiantes, viajeros e inversores potenciales tengan una base sobre la cual ampliar y profundizar sus conocimientos en torno a la Isla. La obra, que consta de quince capítulos, cuatro apéndices, bibliografía e índices, aspira llenar un vacío existente entre los norteamericanos con referencia a Puerto Rico, parte integral de los Estados Unidos. El autor confía estimular el interés de los estudiantes por conocer la Isla y señala que si esto se logra, aun cuando sólo se trate de un grupo reducido de aquéllos, se sentirá satisfecho. La inclusión de la obra en la colección puertorriqueña de la serie “We the People” pretende rescatar, para las generaciones presentes de puertorriqueños, este esfuerzo por conocernos y darnos a conocer a los norteamericanos. Es importante señalar que el capítulo final de la obra pasa balance a los primeros veinticinco años de relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos. Para el autor el balance de esos veinticinco años es positivo, aunque reconoce que aún quedan problemas por resolver.

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Carmen DoloresHernández. A viva voz. Entrevistas a escritores puertorriqueños. Bogotá: Editorial Norma, 2007, 445 pp.

Este libro de entrevistas reúne de manera muy acertada a una gran diversidad de voces de escritores y escritoras de Puerto Rico. Consciente de que la entrevista cultural es un espacio que necesita


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abrirse a la diferencia y la diversidad de opiniones y pareceres, Carmen Dolores Hernández entabla un diálogo amplio sobre la literatura escrita en Puerto Rico en el cual alternan una serie de ejes o preocupaciones fundamentales, entre los cuales se encuentra la vida y formación de cada escritor o escritora, su relación con la lengua, con la tradición literaria puertorriqueña y con el legado literario más amplio. La diversidad de respuestas no sólo apunta a las diferencias que se pueden dar entre una y otra persona que escribe, sino también a la riqueza del campo literario puertorriqueño. En el transcurso de estas entrevistas se va armando, en cada caso, un relato vital que repercute en los modos en que se lleva a cabo el oficio de escribir. Más allá de lo que suele abundar en las entrevistas a los escritores y escritoras —el detenerse de manera excesiva en la pequeña historia personal— este libro recorre una diversidad de proyectos de escritores que van desde Pedro Juan Soto y Luis Rafael Sánchez hasta los más recientes, representados aquí por Pedro Cabiya, Mayra Santos Febres, Juan López Bauzá y Javier Ávila. Se reafirma un oficio escritural y las diversas etapas de aprendizaje y desarrollo que lo configuran. Con el desarrollo necesario de una crítica periodística, en la cual se ha destacado Hernández, y de una crítica y una teoría literaria universitaria que se ha producido en las últimas dos o tres décadas, no han abundado los proyectos amplios de historia literaria que se desarrollaron hacia el medio siglo. A viva voz es un proyecto del periodismo cultural que es solidario con el mejor quehacer cultural universitario. La historia literaria de las últimas dos décadas sin duda puede comenzar a desarrollarse a partir de los atisbos y observaciones tanto de los entrevistados como de la entrevistadora de este libro. Los escritores y escritoras exponen el modo en que se van constituyendo sus proyectos en diálogo con otros escritores: el núcleo importantísimo de la DIVEDCO (División de Educación de la Comunidad), en la cual se destacaron Pedro Juan Soto y Emilio Díaz Valcárcel, entre otros, la peña de escritores setentistas que aglutinó a figuras como Hjalmar Flax, Manuel Martínez Maldonado, Olga Nolla, Edgardo Rodríguez Juliá y José Luis Vega, las distintas revistas literarias tales como Zona de carga y descarga, dirigida por Rosario Ferré, Ventana de José Luis Vega y Filo de juego, en la cual participó


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Mayra Santos Febres. Los datos que se proveen acerca de los distintos grupos de escritores complementan el estudio detenido de las obras por parte de la crítica, tanto la periodística como la académica. En particular, podrán nutrir los proyectos de historia literaria que se generen en los próximos años: idealmente, una historia literaria pensada y escrita de manera colectiva. A estas alturas, y con el desarrollo de la crítica y la teoría literaria, es muy difícil volver al modelo anterior, según el cual una persona podía abarcar y organizar la totalidad de un devenir histórico en el campo de la literatura. Muy atinado es también el modo en que varios de estos escritores y escritoras han sabido matizar y problematizar los temas recurrentes u obsesivos que se han plasmado y debatido en el quehacer literario en Puerto Rico. En ese sentido, resultan lúcidas la observaciones de Luis Rafael Sánchez, Pedro Cabiya y Juan López Bauzá en torno a la temática de la identidad, ese elemento recurrente de nuestra literatura. Para el primero, la identidad obsesiva de nuestras letras es un peso muy pesado, mientras que para Cabiya y López Bauzá la identidad es algo que se asume y no tiene necesariamente que defenderse en la literatura. Muy acertadas son también las observaciones de Edgardo Rodríguez Juliá, para quien el lado contiguo de la obsesión por la identidad lo ocupa la insistencia en el cambio y las transformaciones que han recorrido nuestras letras. A diferencia de lo que solía postularse en otro momento acerca del carácter axial de la identidad, quienes se expresan en este libro, sin anularla como elemento constitutivo, parecen distanciarse de ella para observar otras posibilidades de escritura literaria. En la reconstrucción de la trayectoria de estos escritores y escritoras, hay momentos francamente divertidos. El relato picaresco que protagonizó Kalman Barsy por varios países latinoamericanos resulta semejante al viaje en motocicleta del Che Guevara. Se incluyen también el asombro de Magali García Ramis ante un premio literario que le mereció el primer cuento que escribió y la escritura clandestina de poesía que llevaba a cabo Mayra Santos Febres en las clases de gramática de la escuela secundaria. En la entrevista de ese maestro de la ironía que es Hjalmar Flax, se encuentra una anécdota insuperable: lo poco usual de su nombre y apellido por estas tierras,


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lo hizo merecedor, muy posiblemente, del primer premio de poesía femenina en un certamen literario. Se transparentan en este libro, de igual modo, las decisiones que toma todo escritor o escritora en los distintos momentos de su proceso de escritura. Luis López Nieves, por ejemplo, ha desarrollado un proceso que le permite escribir una historia trocada. Mayra Montero advierte la necesaria distancia que debe darse entre la escritora y los personajes que crea. Esta convicción la lleva a plantear que toda novela debería incluir una advertencia: “El autor no se solidariza con las expresiones de los personajes”. Sobre el fascinante tema de los procesos de ficcionalización, tanto Kalman Barsy como Javier Ávila destacan que quien escribe debe desarrollar la posibilidad de ser otro u otros, de inventarse identidades. Quien escribe debe tener la capacidad imaginativa de ser otro. Otro gran acierto de este libro de Carmen Dolores Hernández es la inclusión de entrevistas con dos escritores que se dedican a la crítica literaria y cultural: Arcadio Díaz Quiñones y Mercedes López-Baralt. Se respeta en este libro el diálogo necesario que puede darse con el sector especializado de la crítica. El campo literario puertorriqueño ha tenido grandes logros en quienes escriben ficción, poesía, teatro o ensayo, pero delata también su desarrollo y calidad con la presencia de estudiosas y estudiosos cuyo trabajo crítico tiene un innegable valor propio. Esa comunidad de lectores que ha superado las barreras geográficas le ha dado también una solvencia a nuestra literatura, al estudiarla con el cuidado y el rigor con que se han abordado las otras literaturas de América Latina. Señalo, por ejemplo, que hay, por lo menos, tres excelentes especialistas de literatura puertorriqueña en varias de las mejores universidades de la Argentina: Elsa Noya, Carolina Sancholuz y Gabriela Tineo. Carmen Dolores Hernández ha sabido entablar una serie de conversaciones que pueden ser de sumo interés para el público lector, así como para los especialistas que trabajan sobre la literatura y la cultura. Esta convergencia de proyectos y pareceres ocupa un lugar destacado en este libro.

JUAN G. GELPÍ


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Mario R. Cancel. Literatura y narrativa puertorriqueña, la escritura entre siglos. Colombia: Editorial Pasadizo, 2007. 235 pp. Cancel es narrador, historiador, poeta puertorriqueño nacido en Hormigueros. Es Catedrático Asociado de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez y Profesor Conferenciante en la Universidad del Sagrado Corazón, Santurce, Puerto Rico. Los trabajos reunidos en este libro son el producto de reflexiones personales, de discusiones y de diálogos compartidos por el autor con escritores de todas las edades. El libro pretende convertirse en un texto dialógico, a la vez que diferenciarse de una historia literaria tradicional. Su tratamiento es de gran significado actual e inmediato, por lo que logra llenar un vacío dentro de la producción literaria puertorriqueña. La densidad de su tratamiento de lo “intratado” lo sitúa como uno de esos textos únicos y disímiles que raramente se publican en el mundo. Estas cualidades lo convierten en un paso de avance y en un trabajo de gran riesgo. Es un paso de avance porque casi nunca se estudian las letras más inmediatas, las llamadas novísimas o recientes, con detenimiento y detalle. La persona que se interese en conocer sobre el estado actual del proceso creativo de cualquier país del mundo debe internarse en un mar de publicaciones limitadas, casi siempre, por razones económicas, de difícil acceso y de rápido consumo. El texto nos orienta ofreciendo nombres, portales y direcciones de la Red, junto a nombres de publicaciones periódicas, lo que nos hace más fácil la consulta y la investigación. Sin textos como el suyo las búsquedas actuales se nos vuelven muy limitadas porque los novísimos nombres se desconocen y el tiempo, el uso y la costumbre tiende a ignorarlos. Gracias a esta exposición reflexiva y detallada, el acopio, la selección y el juicio futuro se podrán realizar con mayor efectividad. Es riesgoso exponer datos, nombres y productos de lo inmediato. El tiempo se encarga de ir borrando muchos de estos expositores porque abandonan la producción, se dedican a otras disciplinas, destruyen las obras al renegar de ellas y se olvidan. Con el tiempo también desaparecen las obras en tablilleros de bibliotecas públicas y privadas, engavetadas y archivadas por la desidia, el prejuicio, la mala fe y la ignorancia. Por eso, cuando no existen obras que articulan la producción actual, la


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mayoría de estos nombres recientes se vuelven crasa información de volúmenes que sólo conocen los estudiosos y los curiosos de la historia literaria. El texto intenta romper con aquellos patrones. Cancel tiene argumentos válidos para ganar nuestra atención, también cuenta con un bagaje cultural que le da autoridad para opinar sobre las obras y su posición en el espacio de las letras. Demuestra que ha buscado con interés, que ha vivido experiencias enriquecedoras, tanto con las obras, como observador, como crítico y conocedor de los intereses de los autores. También ha reflexionado sobre los procesos históricos en que se han producido las obras. El volumen comienza con lo que llama “Una aclaración (in)necesaria”. Nos aclara que la universidad no es un foro que propicie la discusión de las obras recientes, por lo tanto entiende que su texto ayuda a rellenar este vacío, aunque reconoce que la universidad no es el único foro válido con el que se deba contar para este propósito. Su examen, necesita aclarar, no es un examen de tiempo autoritario, para el cual una ausencia es un juicio de valor. También prefiere abordar obras que no están escritas por las personalidades más discutidas en los medios académicos. Esta preferencia es de gran relevancia porque muchos de los textos, con nombres tan inclusivos como Literatura o Narrativa puertorriqueña, solamente incluyen dos o tres figuras, las que ya todo el mundo conoce, e ignoran el resto de la producción, la que muchísimas veces merece al menos el reconocimiento del esfuerzo realizado. Una vez hecha la aclaración, discurre sobre el contexto en que se manifestó originalmente la Generación del 80, sus diferencias y deudas con la del 70. Afirma que esta Generación del 80 se creó en medio de una crisis similar a la sufrida por las generaciones del 60 y 70. Su producción se da en una época post industrial que ocupa la mitad de la siguiente, la del 90. Los creadores del 80 pasaron por una etapa de transición que los hizo producir, de forma similar a los intereses de la anterior generación, una literatura testimonial, de ataque contra el capitalismo deformante y cosificador, de radicalización de procedimientos escriturales, de ataque a los medios y a la sociedad de consumo. Entre los nombres más destacados de tales cruces generacionales se destacaron Edgardo Rodríguez Juliá y Luis López Nieves, los que desarrollaron “una querella contra los procedimientos interpretativos del pasado” (12).


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Hacia 1985 hubo un retorno a la cultura “iconocéntrica” o de dominio de la imagen, resultado de la filosofía cuántica y relativista que desarrolló la inteligencia artificial. Esta etapa es de hiperconsumo extremo, que afectó toda producción inteligente en la época de la globalización (24-35). Tales interpretaciones se desarrollan en el apartado “De la tardomodernidad a la postmodernidad: una etapa de teoría cultural”. Los autores se transforman con la revolución de la Internet, circunstancia que reforzó la identidad generacional. Lo acaecido después de los ochenta se interpreta en otros apartados como: “Leer y escribir después del 1980”, “Del 1990 acá, ¿qué hay?”, los que se complementan con apéndices sobre las publicaciones en revistas, sobre la tecnociencia y sobre algunas antologías que le permiten avizorar lo que se espera en el siglo XXI: “La literatura puertorriqueña ante el siglo XXI: mito y promesa”. No deja de ser muy interesante y acertada su interpretación sobre la negritud en esta misma sección. Para él mucha de esta literatura se realizó de acuerdo con la visión del “darkest Africa cimentada en las preconcepciones del continente bárbaro, cargado de una sexualidad natural y de primitivismo”, de exotismo turístico que supone una “sexualidad innata de la raza negra” (171). Esta sección está conformada por conferencias diversas, la que incluye: “Enrique Laguerre: una reflexión desde los ochenta” (220). Cancel trata de agotar el panorama buceando por temas y tratamientos, con nombres de obras y de autores de una manera que merece encomio. Muchos de estos nombres ya son significativos en el panorama. Son los antologistas, los poetas, los novelistas, los prosistas, los que se han lanzado a la Internet, los grupos universitarios en todas las áreas cardinales, hasta las de menos difusión. Ante este panorama enorme, Cancel nos revela las razones que explican, según él, cierto gusto por lo irracional, por la violencia, la preferencia neopopulista, las asociaciones con el dadaísmo, el cubismo, el expresionismo y el surrealismo, mostrándonos una total heterogeneidad que merece nuestro cuidado. Las particularidades de estas argumentaciones de Cancel se dan dentro de una meditación relajada y seria sobre la genealogía del proceso literario, el que percibe como uno de resultados socioeconómicos más que unilateralmente culturales. Y con esta visión coloca el proceso actual de nuestras letras dentro del proceso global, no dentro de insularismo tardo e imitador.


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Lucilla Fuller Marvel. Listen to What They Say: Planning and Community Development in Puerto Rico. San Juan: La Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2008, 320 pp. ¡Escuchar y mirar!: para una planificación democrática

Caminando por algunos de los sobrevivientes callejones del Barrio Juan Domingo, “barriada ancestral” –como la llama nuestro más destacado escritor-cronista Edgardo Rodríguez Juliá en sus estupendos “Guaynabo City Blues”– “tan antigua como el cimarronaje”1, añade, y conversando con algunos de sus vecinos y líderes comunitarios, me impactó (sí, aquí es pertinente ese término bélico tan abusado para otros contextos) el persistente crecimiento de múltiples invisibilidades en plena ciudad capital. Se evidencia de manera chocante allí una proliferación de barreras –algunas simbólicas, otras concreta-mente físicas, ambas muy reales– entre clases sociales que habían compartido antes espacios en común, no obstante las desigualdades, discriminaciones e injusticias. En el recorrido zigzagueante entre estructuras contrastantes, justo detrás y a causa de los múltiples comercios que se han ido estableciendo en la Carretera 2 hacia Bayamón para consumidores en autos, ajenos a la comunidad, los vecinos me relataron que pocos años atrás se encontraron inundados por las aguas negras que sobrepasaron una “canalización informal” que el barrio había construido para un uso mucho más limitado, el doméstico. Un grupo de ellos se dirigió a las autoridades municipales para informarles y solicitar la intervención de su oficina de planificación. Los oficiales les contestaron que ni el callejón ni la doméstica “canalización” estaban registrados en los mapas. Por lo tanto: ¡no existían! No fue hasta que las aguas negras crecieron, tanto como para invadir una exclusiva “urbanización cerrada” circundante, que el Municipio reconoció su existencia y tomó cartas en el asunto. Tampoco estaba en los mapas del Municipio de Ponce la barriada Mameyes en 1985, cuando ocurrió el trágico deslizamiento de tierra que dejó sepultado en fango a más de la mitad de la comunidad y 1

“La Revista”, El Nuevo Día 7 diciembre 2008: 16.


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decenas de muertos, como bien analiza el Capítulo 6 de Listen to What They Say: Planning and Community Development in Puerto Rico. En éste, Lucilla Fuller Marvel examina las dificultades que su previa invisibilidad, su “inexistencia documental”, representó para los vecinos a la hora de tramitar las “ayudas de emergencia” y para ser incluidos en los planes de reubicación; así como la oposición de residentes en urbanizaciones del suburbio de clase media a que se reubicara la barriada “a su vista”. La invisibilidad marca nuestro desarrollo urbano contemporáneo en distintas direcciones. En las primeras décadas del siglo XX la enorme mayoría de los habitantes de San Juan sabían dónde estaba el Casino donde las clases “altas” celebraban sus más pomposos “encuentros sociales”: el impresionante edificio neo-clásico justo a la entrada por tierra de su recinto histórico, la primera de las edificaciones “institucionales” en la cadena de hitos arquitectónicos que van desde la Plaza Colón al Capitolio por su principal arteria hacia “la Isla”, es decir, hacia el resto del país. Jóvenes, parejas y chaperonas, con sus mejores galas, entraban a la vista de “todos” a sus exclusivos lugares ceremoniales que facilitan el “apareamiento” para la perpetuación de la clase entre familias de “bien”. Después de la Segunda Guerra Mundial –en la cual se “cedió” el tan estratégico edificio al ejército–, el Casino se re-establece en el Condado (uno de los dos primeros suburbios de clase alta en la expansión de San Juan). Aunque más “resguardado” –en el extremo este del Condado casi colindando con Ocean Park, aproximadamente frente a donde la Avenida De Diego muere en la Ashford–, seguía ocupando un hito urbano reconocible, ubicable tal vez por una quinta parte de los habitantes de la ciudad. Siguiendo los parámetros del real estate del “crecimiento urbano”, dicho edificio se demolió para dar paso a un condominio, refugiándose, el Casino invisibilizado desde hace unos veinticinco años, en Guaynabo. Seguramente, mucho más del 99% de los habitantes de la ciudad no saben hoy dónde se ubica el Casino; tampoco (aunque un poco menos) el Caparra Country Club, muy cerca de Juan Domingo (por si se argumentara que cumple más la función del viejo Casino este club “campestre”, ahora enclavado en el “Área Metropolitana”). Volviendo al caso dramático del Juan Domingo de Caparra y Guaynabo, con el crecimiento de la ciudad, la “ancestral barriada cima-


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rrona”, límite semi-rural de las que el libro examina en su Capítulo 4 como “The unplanned communities”, lleva décadas asediada por la codicia del real estate. Allí, nos recuerda Rodríguez Juliá en su ensayo antes aludido, en los años treinta se construyó (a pocos metros de los callejones de las aguas negras que recién relaté) la primera “urbanización cerrada”, Suchville, separada de la barriada por un imponente muro de piedra “ornamental”. Desde entonces, pero sobre todo a partir de nuestra “modernización” de los años cincuenta y sesenta, se ha ido desmembrando el tejido espacial de la comunidad con múltiples enclaves de dormitorios para adinerados en urbanizaciones cerradas y condominios cercados que para nada interactúan con la barriada cimarrona ancestral, despojándola incluso de sus lugares públicos, de sus sitios de reunión; el último, me relataron los vecinos, un parque al cual han perdido acceso al quedar enclavado en una de las nuevas urbanizaciones cerradas. Todo rasgo visual parecería indicar que no existiera ya allí, entre los dispersos callejones y callejuelas barriales sobrevivientes, una comunidad. No obstante, sigue arraigada en el imaginario de su cotidianidad, como evidencia su lucha continuada y decidida para retener su escuela pública Juan Ponce de León, significativamente, una de las mejores de todo el país. Para que la planificación social sea además comunitaria en barriadas invisibilizadas como Juan Domingo, no puede sino partir de lo que sus vecinos tienen que decir. “Listen to what they say”, relata Lucilla Marvel, fue lo que le aconsejó Doña Fela (Felisa Rincón de Gautier, la célebre alcaldesa populista de San Juan por cuatro términos entre los cuarenta y los sesenta) cuando se iniciaba perpleja en la difícil tarea de planificar con nuestro cimarronaje; y así titula el estupendo libro que reseñamos aquí. Listen to What They Say se mueve a medio camino entre el estudio, el testimonio y el alegato, con un excelente sentido de proporción y balance. Después de un “Prefacio” testimonial, particularmente valioso para este número de La Torre, en el que la autora relata vívidamente cuando llegó a Puerto Rico y cómo fue haciéndose puertorriqueña, el cuerpo del libro como tal comienza con todo el “aire” de un estudio de envergadura: una evaluación crítica de la historia de la planificación en Puerto Rico, sobre todo de la planificación del habitat o la vivienda. Se trata de una historia rica en sus muy diversas experiencias, muchas positivas, algunas desastrosas, todas


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aleccionadoras, tanto para el país, como para la profesión de planificador (en su amplia dimensión internacional): los orígenes novotratistas en el desarrollo de su marco institucional y los primeros planos reguladores (Capítulo 1); la División de Educación de la Comunidad, las parcelas de la Ley de Tierras y los Programas de “Ayuda mutua y esfuerzo propio” (Capítulo 2), por ejemplo. La aportación de su recuento y su análisis es notable; aunque con modestia ejemplar, la autora reconoce que su libro es sólo un comienzo al respecto, que la amplitud y alcance de la trayectoria de este arsenal de experiencias necesita de más estudios y de la aportación analítica de otros investigadores. Además de estudiosos, Lucilla Fuller y su esposo, el arquitecto Tom Marvel, han sido también, a partir de los años sesenta, actores de considerable importancia en esa historia de la planificación puertorriqueña de su habitat. Y es precisamente en el fino entretejido entre sus análisis y el testimonio de sus experiencias directas en los procesos (en todas las múltiples dimensiones de sus complejidades) donde, a mi juicio, radican las mayores aportaciones de este libro estupendo: sobre todo, sus experiencias en La Perla entre 1979 y 1992 (Capítulo 5), frente a la tragedia de Mameyes y la planificación de su reubicación entre mediados y finales de los ochenta (Capítulo 6), sus contribuciones al desarrollo de la Península de Cantera en los noventa y a las comunidades (G-8) agrupadas en el Proyecto ENLACE del Caño de Martín Peña en la primera década del siglo en curso (Capítulo 8), entre otros. Pero como buenos hacedores-estudiosos (o actores reflexivos), Lucilla y Tom Marvel se guían por (y proponen) una metodología, unas herramientas, unos principios, unas convicciones y unas utopías, que la mayor de las veces han ido a contra-corriente de las visiones y prácticas tradicionales o dominantes. Y este libro valioso y valiente es también un alegato –ante los estragos del neoliberalismo (herido pero) aún imperante en Puerto Rico– a favor, en primer lugar, de la planificación social: In writing about the history and process of planning in Puerto Rico in different settings and experiences, I hope to create awareness about the validity of social planning and the kinds of methods and tools that are available and effective (28).

Y en segundo lugar, porque dicha planificación sea comunitaria y participativa. En palabras de la autora a comienzos del libro:


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Planning is not only about what we want to do and why, it is also, in the long run, about how we do it and who does it. The bottom up approach, with the people, has yet to become the standard way of planning… (28).

Idea que recalca hacia el final, en la penúltima página del texto: The people who are the object of planning, for whom the planning is done, must be involved from the outset, not after decisions are made (286).

Por eso su llamado –ante una invisibilidad ancestral y creciente, por la subalternidad en el peor de los casos, y en el mejor, aunque no menos problemática, por su cimarronería– a ¡antes que nada!, escucharlos. Y un libro subtitulado como estudio –Planning and Community Development in Puerto Rico– lleva de título un alegato y mandato a los colegas y estudiantes de profesión: Listen to what they say. Justo su párrafo final concluye: Creating a better future is what planning is about… together with the people for and with whom they plan (28).

En los años cuarenta, Puerto Rico se convirtió en el último baluarte (¿o sería mejor decir “reducto”?) de la filosofía y acción político-social Rooseveltiana del Nuevo Trato, cimentada en devolver –frente a la crisis producida por la avaricia de los trusts– a través de la intervención gubernamental, la centralidad de la importancia del “hombre y la mujer común”. Muchos novotratistas, reformistas con ese tipo de sensibilidad democrática, emigraron a Puerto Rico atraídos por las posibilidades que hospitalariamente les brindaba esta tierra –su gobierno populista y su gente– de poner en práctica sus innovadores proyectos reformadores. Muchos se identificaron con el país al punto de hacerlo el suyo: Fred Wale, Dorothy Bourne, Jack e Irene Delano, Everett Reimer. Es significativo, por ejemplo, que Jack Delano titulara el más importante de sus libros (todos muy valiosos), precisamente Puerto Rico mío. Tom y Lucilla Marvel forman parte de una última camada de este tipo de inmigración, altamente enriquecedora para nuestro país y para el desarrollo de una “clase” profesional orientada al servicio. En un país y una época tan necesitados de “nuevos tratos”,


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de nuevos consensos democráticamente cimentados, las experiencias y reflexiones de alguien como Lucilla, que pudiera servir de enlace entre aquella generación reformista y las nuestras, revisten una especial significación e importancia. Aunque conocía vagamente sus contribuciones a la planificación y al urbanismo, empecé a conocer mejor a Lucilla Fuller, de hecho, a través de Jack Delano, teniendo ambos el privilegio y el placer de estar entre sus más cercanos amigos en sus últimos años. Ello sentó las bases para una empatía que crece (mientras más nos conocemos) en proyectos socio-políticos y comunitarios compartidos, como Alternativa Ciudadana y, sobre todo, la Junta de selección del Premio a la Solidaridad de la Fundación Miranda, en el marco de cuya labor –para conocer, evaluar y, eventualmente, distinguir organizaciones y procesos solidarios en el país– se dio la visita al Barrio Juan Domingo con cuyo recuento inicié esta reseña. A meses de celebrar Lucilla y Tom sus “bodas de oro” con Puerto Rico (en mayo del 2009 se cumplió medio siglo de su llegada al país), Lucilla nos legó este libro, este estudio-testimonio-alegato de lo que ha sido, profesionalmente, su compromiso, su pasión y su vida. Se trasluce en su libro el entusiasmo y la admiración que siente por lo mucho que la experiencia novotratista puertorriqueña tiene que enseñarle al mundo. Pero tampoco esconde sus desengaños y frustraciones: “Perhaps the biggest cause of frustration is witnessing the continuing prevailing attitudes of a society of ‘us’ and ‘them’, when ‘we’ is the avowed preference. There is still a society of haves and have-nots, and accompanying attitudes of discrimination and indifference… (286).

Por lo cual se declara militantemente aun “en la lucha”, en las líneas que adelantó –trascendiendo el novotratismo– nuestra Alternativa Ciudadana: Full participation in the decision-making process will only happen when a democratic representation… is set in place at the geographic community level. And this is another challenge and story (297).

Listen to What They Say es un libro fundamental para el conocimiento del Puerto Rico contemporáneo, de su historia


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reciente, su presente incierto y sus posibilidades en el porvenir. Podríamos discutir largamente sus relatos, análisis, interpretaciones, lagunas, presupuestos teóricos e implicaciones para la acción política ciudadana y comunitaria. Espero que eventualmente ese tipo de discusiones tan necesarias se dé. En esta reseña corta, en el marco de este número monográfico, quisiera más bien celebrar que podemos leerlo, y testimoniarle a Lucilla Fuller Marvel nuestra admiración y nuestro agradecimiento.

ÁNGEL G. QUINTERO RIVERA


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“UNA BRUJA QUE HABLA SOLA”: LA NARRATIVA DE MARTA APONTE ALSINA MALENA RODRÍGUEZ CASTRO A Juan Gelpí que me inició en su lectura Cerca de ti hay una bruja que habla sola. En un mundo sin aprendices perdió las ganas de sanar y el valor de poner fin al sufrimiento. Desde entonces habla sola. Cuando alguien se le acerca, calla igual que los fantasmas si un intruso enciende la luz. Ella, que fue una lectora voraz y desprendida, ya no se interesa en las palabras ajenas. Se dedica a revolcar la memoria propia como quien escarba en una gaveta desordenada… Por hábito de animal social deseoso de comprensión, entrega a la nieta una copia de cuanto escribe. Angélica furiosa, 1994

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omo el personaje de Angélica furiosa, la “bruja que habla sola” de su primera novela, la narrativa de Marta Aponte Alsina se ha dedicado a “revolcar la memoria propia” y (parece no poder evitarlo) a escarbar las ajenas. También, “por hábito de animal social”, escribe “voraz”. A Frasquitos, de 1984, una biografía novelada en el género infantil sobre Francisco Oller, le siguió Angélica furiosa (1994), El cuarto rey mago (1996), La casa de la loca y otros relatos (1998), Vampiresas (2004), Fúgate (2005) y Sexto sueño (2007). Dos décadas furiosas fueron borrando el ademán didáctico de Frasqui549


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tos, su escritura gentil y puntual, a favor de una escritura que conjura los delirios de la alucinación de la “vida buena” que anunció el populismo desarrollista con la terca mudez de una abuela encerrada en las paredes de nuestras urbanizaciones de clase media, murmurando códigos cifrados. A favor del manuscrito de una joven viuda que teje con su propio hilo su historia, la de otros, la del país adoptado. De la feria colonial hecha parque de diversiones e instantánea fotográfica, o reapropiada irónicamente en suelas de cartón o postres tropicales de intraducible confección. O, mejor aún, en cuenteros secuestrados como Jewell y Giacomo en una casona de Chicago que bien puede estar en Miramar o en Yauco, alimentando con tramas exóticas el apetito por el otro, por su relato, como las pasiones de los coleccionistas que viajan sin encontrar jamás el diseño del Universo: “Coleccionaría personas, o más bien los cuentos de las personas, los trazos de sus canciones. Suponía que cada cual es un hilo tramado en la red del universo, una línea melódica que discurría afinada en la frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros y descendientes. Desde su insignificancia, cada vida evoca la totalidad” (Aponte Alsina, “El trazo...” 170).

A favor de circular rumores que dan cuenta de la transfiguración en mendigo de un cuarto rey mago, o de una carta sin destinatario circulada por una vampiresa que se alimenta de memorias ajenas, o de la reflexión que suspende la exacta precisión de acto, tiempo y lugar que exige la disección de un cadáver. Aunque la narrativa de Aponte Alsina corresponde cronológicamente a los escritores del setenta, se distingue por aquello que Edgar Allan Poe llamó la singularidad en tanto estética de difícil subscripción a una moda, o a una generación en particular. Su afán es postular escenarios múltiples de voluntad poética transferidos a la búsqueda de eventos, tiempos, rostros y lenguajes perdidos. También, por urdir tramas en las cuales lo insólito se narra sin sobresaltos y lo reconocible en el asalto de lo ominoso, apostando a la heterotopía, fisura y apertura, tanto de las tendencias dominantes de nuestras letras desde el siglo XIX como de otras opciones de ficción que exploran escritores y críticos jóvenes1. Como el relato bíblico de la Torre de Babel en el cual la caída, lejos de condenar, liberó a la cultura del mito al potenciar la multiplicidad de hablas y tribus


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imposibilitando la hegemonía de un nombre sobre otro, cada relato de Aponte Alsina rehúsa el punto final, permanece abierto a saber que aún no sabe lo que vendrá (ver Derrida, El monolingüismo...). Escritura de umbral, de encrucijada entre restos de relatos verificables o ficcionales, de cuerpos en transición a un estado u otro, de biografías y ciudades irreducibles al dato y a los mapas, de contactos y contagios perniciosos entre culturas y éticas enemistadas, es apertura de sendas que adensan nuestra literatura. Sus textos nos trasladan de casas de urbanización a la espesura de bosques tropicales, de casonas castigadas por el tiempo a nuevos espacios y hábitos de la sociedad del consumo y del espectáculo. Del desorbitado rumbo de mendigos, santos y cuenteros a la ruta ruinosa de unas vampiresas que conocieron mejores tiempos. Del Chicago del jazz y de la prohibición a la Venecia de antiguas mansiones cortesanas volcadas al canal, antípodas del linaje occidental mandatado a estas islas del Caribe. Y, en Sexto sueño, desbordan los límites de la imaginación en el sistema de ecos y pasadizos laberínticos que inaugura el corte de un cuerpo, la costura de un vestido, el canto de un bolero o el cuento de no acabar. Como esos tiempos y espacios lanzados a la intemperie, sin lugar propio, sus personajes también caminan dispersos, inhabilitados a constituir una sola comunidad. Sin embargo, los afilia una desviación que va desde los códigos que la ley y la moral pueden legislar – la enfermedad, la delincuencia, la locura– hasta aquello que se le escapa: la monstruosidad (ver Foucault). Excedentes de las categorías sociales reconocibles, incluso de lo marginal que frecuentaron los escritores del setenta, no son los condenados de la tierra –pobres, negros, mujeres, homosexuales–; ni los exiliados del paraíso – errancia de los que emigran y los que inmigran–; ni los que purgan condena en los corredores amnésicos de las urbanizaciones de la clase media y sus centros comerciales. Y, aunque se presente la escena familiar –las de la sangre o las extendidas como los mundos hacendados–, no hay indagación visceral de sus virtudes y horrores, de sus lealtades y traiciones. De ellos, dan cuenta; dan cuentos. En ese cruce entre dar cuenta de algo que debe retenerse para la historia, contarlo para que cuente, y hacerlo como el que cuenta otra cosa, es que su narrativa muestra su filo constante. Para un lector urgido de grandes tramas, estos relatos aparentan


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ser intrascendentes, sin relieve social, moral o político. Sin embargo, como indica Walter Benjamin en sus “Tesis de filosofía de la historia”: “El cronista que numera los acontecimientos sin distinguir entre los pequeños y los grandes tiene en cuenta la verdad de que nada de lo que ha sido verificado está perdido para la historia” (44). Agazapada, pues, asoma una sociedad perturbada e inquietante. Una casa de mujeres que conviven en líneas paralelas y que apenas se cruzan palabras en vidas marcadas por un tiempo a tres, el suyo, el del siglo XX: el de la abuela, la madre y la nieta de Angélica furiosa. Otras memorias, otras islas y tierras imantadas por la loca de la casa, la imaginación que desconoce bordes territoriales, identidades sumisas. La pretendida rendición a la literatura “light” de Vampiresas, y su ensayo de combinar géneros menores y mercadeables como la novela rosa y la gótica, apunta a la imposición que la circulación de libros y su consumo ejercen sobre aquellos escritores que operan fuera, o interrumpidamente, de las instituciones docentes o culturales (como el caso de Aponte Alsina). Acusa el atrevimiento a incursionar sin remordimientos la cultura que asociamos con las artes menores y el espectáculo en escritoras de novelitas de mesas de descuento, cantantes de teatros de segunda, pintoras de talleres caseros. Se trata, diría la posmodernidad, de un arte efímero y complaciente, volcado a su propia exhibición narcisista. Pero estas mujeres delatan en la incandescencia de su decrepitud el intervalo entre la vida y la muerte. Siempre están en el umbral, como los mendigos y los fantasmas, como la propia escritura; siempre en camino a. Por ello, la reflexión sobre el acto mismo de escribir se repite sintomáticamente, acecha detrás de sus máscaras. Insiste en la boca que habla y el oído prestado a escuchar, como reclamara “El relator” de Walter Benjamin. Acusan que la nieta, para quien se vierten secretamente los relatos y conjuros de la abuela en Angélica furiosa, es cómplice de la viuda que escribe para consumo suyo y de sus muertos de La loca de la casa. Mientras, el secuestro del relato ajeno anticipa la carta diferida que nunca se descifra de Vampiresas y que se desdobla y multiplica en Sexto sueño.


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FICCIONALIZAR EL DOCUMENTO O LOS OTROS NOMBRES DE LA HISTORIA Que conoce de memoria y ruinas, de cosas perdidas sin remedio, de sueños renovados y vueltos a olvidar y de misterios sin descifrar, que son los otros nombres de la historia. Presentación a La loca de la casa, Silvia Álvarez Curbelo

Me detengo en Sexto sueño, una novela de aparente filiación historicista pero en la cual, justo en la provocación que suscita un cadáver, se activa la instancia misma de la escenificación de la escritura, cercenando la tersura prometida de la ilusión mimética a favor de una enunciación que se disfraza, se repliega, se ensimisma, altera y confunde sus referencias. En fin, que se exhibe sin pudor como un cuerpo abierto y supurante en un registro poco frecuente en nuestras letras. En ella, el recato de sus textos anteriores, la contención argumental y estética, se transborda a una escritura proliferante y renuente a las lógicas de la causalidad. En su secuencia inicial y en el teatro de la sala de disecciones de la Escuela de Medicina, el 30 de agosto de 1971, una joven de oficio anatomista y de aficción compositora de boleros y costurera de patrones Butterick, armada de bisturíes, serruchos, pinzas, sierras, escalpelos, taladros, agujas y sus propias manos, escarba interioridades, desprende tejidos, taladra fémures, rebana hígados y coloca sobre la bandeja una esponja encefálica, con “la misma apasionada precisión que impartía al masaje erótico y al aliño de platos suculentos” (14). Insepulto, atrapado como todo cadáver que se expone al ojo, entre lo visible y lo intangible, entre lo que aparece y desaparece, se trata del cuerpo de Nathan Leopold, última estancia del “crimen del siglo”, una historia trasladada a numerosos libros y filmes. Doy paso breve a la referencia. Dos jóvenes universitarios vinculados a la fortuna Sears Roebuck de Chicago deciden cometer un crimen perfecto en 1924; esto es, sin motivo y sin dejar evidencias2. Descubiertos, y permutadas sus sentencias de muerte a prisión perpetua por la extraordinaria defensa que hace de ellos el legendario abogado de derechos civiles Clarence Darrow, Richard Loeb es ejecutado por otro reo y Leopold sobrevive como reo ejemplar. En Stateville, Illinois, había organizado una escuela para presidiarios; tra-


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bajó como técnico de rayos X y enfermero pediátrico, y participó en los proyectos de malaria en los cuarenta. En 1958 se le otorga la libertad bajo palabra, pero su notoriedad le impide quedarse en suelo continental. Mediante la intervención de la Iglesia de los Brethren, con sede en Illinois, llega a las montañas más recónditas del país: a Castañer, un poblado cafetalero a 65 millas al suroeste de San Juan y al margen de los intensos procesos de modernización de esos años. En el marco del Nuevo Trato de Roosevelt y las movilizaciones de la guerra, a sectas protestantes objetoras por conciencia, como los cuáqueros y los menonitas, se les había dado la opción de rendir servicio social. A partir del cuarenta esos “buenos americanos” se establecieron en el interior rural y prácticamente inaccesible del centro oeste del país, en inversión análoga a la utopía modernizadora del estado populista y desarrollista que urbanizaba y transformaba la Isla (ver González López). Sus agendas de salud y educación, de higiene social y fisiológica emularon, en virtual desconocimiento una de la otra, la promesa hecha desde la ciudad capital y sus instituciones –el estado, la universidad– a los nuevos ciudadanos industriosos en ruta al progreso y a la modernidad que la Constitución de 1952 integraría en cuerpo cultural y jurídico3. En los próximos años la historia de esa secta, del poblado que los recibió y la de Leopold tejerán una trama alterna a la que se difundirá como memoria ejemplar o como programa de identidad y modernidad para aquel Puerto Rico. La propia biografía de Nathan Leopold articula otra cartografía que desafía las representaciones más visibles entre el imperio y su colonia, ya sea como polaridad enemiga o como complicidad sospechosa. De ambos, él es el otro americano: aquel que porta, simultáneamente, el rostro obsceno y amable. En 1971, cuando muere, ya es un mito urbano, del modo en que lo propuso Roland Barthes, no en la búsqueda de orígenes sino como modelización del presente. Para algunos sigue siendo la representación por excelencia del criminal aquel que, “just for the thrill of it”, ejerce su derecho a la voluntad, en la opción por el mal en su forma más pura: sin mortificación, en pleno gozo. Para otros es la representación por excelencia de las bondades de los valores humanistas y sus instituciones. Reeducado y reinsertado al cuerpo social, triunfan en él los privilegios de cuna y educación sobre la degeneración de su acto y su castigo.


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Incluso, se podría decir que antes de ser cadáver ya el mito de Leopold cargaba con la muerte de su propia biografía. Hay un Leopold, vitrina de una rehabilitación autorizada en la cuidada formación de sus primeros años y su interés posterior por la ciencia, en su buena conducta y trabajos en prisión y en tareas misioneras en Castañer, en su matrimonio con una viuda de Miramar dedicada a labores cívicas, en su integración a la vida universitaria y a la élite liberal política y cultural del Puerto Rico del Nuevo Trato y de la era muñocista. En fin, un Leopold ciudadano. Pero también es posible otro Leopold, aquel del que sospechamos nunca renunció del todo a su deseo y a sus urgencias sino que las domesticó para la complacencia vigilante, pero no siempre eficaz, del otro. Pero en Sexto sueño, Leopold ya es cadáver, cuerpo descarnado más allá de la putrefacción, sin aparente rastro del mal que lo llevó a prisión y el presunto bien que lo rescató. Y es que en esta novela ninguna frontera es estable. Como las vísceras expuestas al ojo indiscreto de la forense, el cadáver comparte con lo espectral la ambigüedad de lo que todavía es pero ya no es, cifrado en la pérdida y en la persistencia de un deseo que emplaza su objeto, como son los relatos, aun aquellos que se sostienen en las memorias engañosas de lo historizable (Agamben, Estancias...). Entonces, ¿cómo hacer ficción de una vida hecha documento?, ¿de un mito que trasvasa ínsulas y continentes? Recurro a la reflexión que de ello hace otra conspiradora de ficciones e historias: la mexicana Cristina Rivera Garza (“(Con)jurar el cuerpo...”). Frente al documento lo que compete es hacer como si se pudiera en efecto escucharlo, entrevistarlo como artificio. Pensar la referencia como un sarcófago donde yace el lenguaje en vez del cuerpo presente. Me atrevo a afirmar que si hay un fantasma que recorre la obra de Aponte Alsina, es el enigma siempre renovado de cómo urdir un relato. Por ello sus narraciones son, como el cuerpo cortado de Leopold, zona de resistencia a la trama lineal y reconocible, a los cierres precisos y a las resoluciones. Ficciones laberínticas y fragmentadas, una estética del ocultamiento que promete otra historia que la anunciada; de otros nombres de la historia puestos ahí, en el umbral. A partir de esa imagen inicial, del cuerpo “deshecho entre mis manos” (cómo no dar cuenta de esos versos de Sor Juana) me interesa


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explorar la trabazón entre esas dos lógicas narrativas: la del nombre, la de la historia. Ambas se obligan al cuerpo sobre la mesa, restos que aún portan el nombre propio y lo que responde a él, su permanencia en el momento de la muerte, como escribiera Jacques Derrida: “…a través de él podemos nombrar, llamar, invocar, designar… (pero) el portavoz de ese nombre y único polo de estos actos, estas referencias, nunca volverá a responder a él, nunca responderá él mismo, nunca más, excepto a través de lo que maliciosamente llamamos memoria (Memorias... 66).

Un cadáver y un nombre incitando la reflexión sobre la escritura en tanto otro que vive en nosotros, en las figuras y conjeturas con que poblamos su muerte. Adviene en la aparición furtiva del trazo de lo que fue un cuerpo, en su paso de prisa. Su sobrevivencia, asegurada en el nombre propio, acaece sólo en el terreno movedizo de la ficción. Su habla es un efecto a través de la voz del otro, eco de la suya, que reclama haberlo recibido. Como intervalo, un estar y no estar entre, en Sexto sueño su inscripción gramatical es una retórica de lo apenas, de lo intangible: signos de interrogación, preguntas retóricas, reticencias, frases a medio hacer, de un “Ya” categórico. Se manifiesta en la disyunción de tramas, en los juegos de doblez de la voz narrativa, en la reiteración de la duda y de interrogantes que arrestan, en el ejercicio de una memoria que falsifica y altera los recuerdos, toda pretensión de mimesis o transparencia. “Quién sabe”, exclama la narradora (Sexto sueño 19). Si lo anterior remite a la escena de la disección y a la complejidad del registro biográfico del que, ausentado el cuerpo, sólo le pertenece el nombre propio y sus adcripciones, esto es, el relato del criminal redimido o irredento, el otro teatro que se despliega ante el lector es el de una escritura piramidal, descosidos sus retazos, hilvanados sólo aquellos bordes indispensables, como reclama Violeta Cruz, la narradora: “ …una novela se construye como una pirámide… Con pedazos de papel y líneas de tinta armé una pirámide donde se conservan esencias de un día escogido al azar (es un decir), el 9 de enero de 1965” (64). Una pirámide que violentando cronologías y topografías prolifera en cámaras mortuorias, cámaras de escritura, acercando al azar la sala de disección, el cuarto a lo egipcio en el cual recuerda y borronea Violeta, las calles de Chicago y los cafetales de


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Castañer con el estudio de Miramar en el cual escribe el otro, Leopold, quien, a la vez que alimenta pasiones otoñales con Trudy, renueva el nunca menguado apetito por el cuerpo que ha quedado atrás, el de Loeb, su antiguo cómplice. Acerca, en contigüidad, el cuarto de hotel donde el criminal, judío sin fe, y el músico negro converso al judaísmo, Sammy Davis Junior, improvisan un duelo de taconeos, al leprosario que refugia a Carmen, y sus falsas lesiones, al bar de putas de Tursi en el que una momia egipcia, con sombrero y gafas, se apasiona por otra, Mrs. Bunning, la inolvidable cantante venida también, de lejos y a menos, del cuento de René Marqués. En fin, historias de vivos conversando, in(corporándose) con los muertos, transmutadas ambas escenas: la de la trama referencial y la ficcional. No olvidemos, como argumentara Walter Benjamin, que para transmitir la experiencia tiene que haber un testigo, un relator (“The Storyteller”), y éste sólo puede dar cuenta a partir de cierto vértigo, de cierta alteración, de un salirse de sí que sólo el lenguaje expresa: “Aprendí a vaciarme de mí, a salir de mí. …Sencillo: sueño que soy un hueco hecho de sueños, una vida plena de muertes llenas de vida” (Sexto sueño 235-236). En Violeta Cruz resucita Angélica, escribiendo furiosamente, levantando y socavando paredes y corredores comunicantes en guiño con un lector también fantasmal al que la novela convoca en diálogos y circunloquios impostados que la recorren, en su intercambio desenfadado de narradores, en el humor y la ironía que suspende la gravedad de lo solemne aunque de muertos se trate. Cito de las últimas páginas de la novela: Mis muertos saben dónde encontrarme… Me interesa todo lo último. El último objeto donde se posan los ojos, el último sonido que se oye, el último dolor que se siente, la bisagra que da vuelta a la última puerta en el momento de la huída… Que abandonen sin horror el cuerpo propio, que entren y salgan a gusto de la eternidad. Que no se conformen con morirse. (237)

Yo también poseo un nombre propio, parece reclamar la narradora, aquel que permanece en el instante siempre renovado de la escritura y la lectura, en ese acto desvanecido de sí. En ese “último” como pasaje a lo venidero que asegura el duelo que se sabe imposible. Aquel que, respetando al otro su alteridad, su infinito distanciamiento, rehúsa tomarlo en sí mismo, en la bóveda del narcicismo del es-


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critor que cree que puede relatar la verdadera historia, o en la tumba que supondría la cámara mortuoria, la sala de disección, o la cámara de la escritura, el cuarto a lo egipcio donde escribe Victoria Cruz. El texto es, pues, un cuerpo robado, un cuerpo recobrado en palabras: “Carmen y Leopold, Leopold y Davis, yo y la momia, un cuerpo robado que seguirá con ustedes cuando de mi cuerpo sensible no queden ni las cenizas” (161).

DOCUMENTAR LA FICCIÓN O LAS OTRAS HISTORIAS DEL NOMBRE Para bien y para mal, una isla es siempre la posibilidad de una utopía trastornada. En nuestro caso y en otras islas literarias, tanto las utopías como los espacios distópicos, secretos, se encuentran en las bases militares, en los laboratorios, en los hospitales, en las comunidades aisladas, en los lugares regidos por el recelo y la autoridad. Marta Aponte Alsina, Presentación a Puerto Rico en foto, 19401950: la colección menonita.

A partir de la experiencia traumática de la guerra, Walter Benjamin se lamentaba de la pérdida de la experiencia como la del relato, de su singularidad como acontecimiento (“The Storyteller” y “Tesis de filosofía de la historia”). En su relectura de Benjamin, Giorgio Agamben insiste en que la experiencia en la sociedad contemporánea sólo es posible en el arresto de sus propias carencias; esto es, potenciando al límite la imaginación y un lenguaje de la incomodidad y de la extrañeza (Infancia e historia). Pienso que es ese el riesgo de Sexto sueño. Tomar una trama demasiado sabida, la del criminal del siglo, desfigurar sus referencias, rumiar sus conjeturas, como hace un anatomista en la disección del cadáver. Contar, además, un relato como si no hubiera fronteras entre Chicago y Castañer, entre Castañer y Miramar; entre una lengua y otra, generando zonas de contacto, de hospitalidad, entre bordes aún muy custodiados de nuestra cultura: lo puertorriqueño y lo norteamericano, lo rural y lo urbano, lo culto y lo popular4. Hacerlo en la hibridez de un lenguaje propio cosido en la sutileza poética y en la frase hecha de un bolero o una expresión coloquial; entre lo verosímil y lo inverosímil; entre la bondad y la perversión.


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“Mis muertos saben donde encontrarme” es el desafío con que Violeta Cruz clausura Sexto sueño, como si los secretos que un sujeto o una cultura no contó en vida sólo pueden exponerse en las supuraciones de un cuerpo tajeado o envejecido o en el instante de su (des)vanescencia en patricio, santo o vampiro, o de un cadáver insepulto, pero presto a ser embalsamado, o de los vendajes de una momia; todos legados en palabras e imágenes: “Que no se conformen con morirse.” O, como se amonesta la narradora: “Eres terrible, Violeta. Dílo de una vez.” No sorprende, entonces, que la novela se inicia con un adverbio, imperativo: “Ya”. Tan impaciente como la decisión de la narradora: “Un día dije ya. Ya. Paré de leer… Y escribo aquí” (28)5. Entonces, Violeta, ¿de qué se trata? ¿Del morbo colectivo que nos provoca el relato del criminal irredento que nos persigue desde el Raskolnikoff de Dostoievsky? El crimen sin motivos, la de(generación) que reúne en el anormal los antiguos modelos de los que escribe Michel Foucault. Primero, el monstruo humano, cuya peligrosidad consiste en combinar lo imposible y lo prohibido, la violentación a la especie y a las leyes; Leopold, el asesino de un niño escogido al azar, aún arrobado en el cuerpo de Loeb y de los criollos sudorosos. Segundo, el individuo a corregir, reacio a los dispositivos que disciplinan el cuerpo y el comportamiento; Leopold, que finge su redención y cuya concesión a la ternura es imaginar regresar a la casa de Carmen, matar su hija, violar la madre. Tercero, el onanista, cuyo cuerpo se niega, en el secreto que no se comparte, a la reproducción de la especie, a la economía de lo útil; Leopold, secando con el pañuelo las gotas de semen, volteándose con pudor para no avergonzar a la momia. Es ese degenerado, la abyección que nos atrae y nos repele, el muerto que convoca Sexto sueño o lo que queda de él en todos nosotros, en las brumas del Puerto Rico que hemos heredado. Un país ensimismado en los cantos de sirena del desarrollismo, reinventándose en laberintos sin salida, en cámaras mortuorias de ecos. Un nombre, un hombre, Leopold o cualquiera de nosotros, volcado al bienestar de las ciencias y la cultura; el mismo hombre volcado a los seductores abismos del mal. Una lectora, la espía de los ojos verdes, volcada sobre otra, Violeta, a su vez volcada sobre el papel. Unos lectores, nosotros, volcados sobre la novela en la posición del voyeur, fisgoneando lo impropio, lo


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obs(ceno), lo que no debe mostrarse, el cadáver, cadere, caer diferido de nuestros muertos (Kristeva). Una escritura sin anterioridad, aún en el exceso de la referencia, aquella que sólo es en la hendidura de la tinta sobre el papel, en el instante de ese “ya” iniciático. Quizás en ello consiste el crimen perfecto. Lo cierto es que de la vida disoluta de Chicago a la prisión de Evanston, Illinois, a Castañer, a la élite intelectual sanjuanera, a la mesa de disección, el cuerpo de Leopold es una zona de derrumbe, lo que sólo es ya, instancia diferida de la repetición en el lenguaje, lo que queda murmurado en el nombre propio, en la imposibilidad de integración del fragmento y la conjetura que esta novela apropia como negatividad productiva. Como laberinto cerrado y comunicante a la vez, Castañer bien podría ser su alegoría, un lugar que, como la cámara egipcia, es contención y desborde. No hay un solo camino que conduzca a ese poblado entre el norte y el sur, el este y el oeste, repartido entre las alturas de Lares, Adjuntas, Maricao y Yauco. Sin ley ni fronteras propias, Castañer gravita entre el aroma centenario del café y las antiguas casonas hacendadas. Entre la casa natal de Lolita Lebrón, la cuna de la nacionalista que tiroteó el Congreso de Estados Unidos en 1954, hija de jornaleros protestantes que llegan con la Puerto Rico Reconstruction Authority (PRRA), y los operativos de modernización populista como las casitas de jornaleros del arquitecto Rafael Camoerga y los proyectos de autogestión de Inés Mendoza de Muñoz Marín y de la PRRA. Entre el gesto misionero del buen americano del Hospital de los Brethrens y del legado siniestro de dos criminales: el intelectual urbano Nathan Leopold y el bandido rural Toño Bicicleta, ese otro residual de la modernidad para quien el cuerpo del delito es también útil en cuanto condiciona sus ficciones de identidad, sus posibilidades de imaginar los sujetos legales del nuevo estado liberal6. Algo análogo sucede con esta novela y su juego laberíntico de salidas y entradas múltiples, de paredes porosas e intercambiables cuya textura no es tampoco lo que parece ser. Así, si en el laberinto habita el enigma, éste es portátil: cambia de forma, se extravía, erra en su juicio, exhibe sin prurito sus grietas y hendiduras en la voz de una narradora que postula obsesivamente su incapacidad, sus dudas, la vigilancia de otras voces que se disputan sus memorias. Del


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modo similar en que el laberinto se enrolla sobre sí mismo, aquí las historias se cruzan y se (con)funden, se tachan y borran (que no es lo mismo que desaparecer) para recomenzar sin resolución, excepto un epílogo que sospechamos de factura apócrifa. Como los cuentos de las abuelas o el manuscrito a cuatro plumas de Rosario –la viuda de Tapia–, disputando la pretendida autoridad masculina de dar cuenta de la historia. Como los relatos subalternos, insolentes y seductores, que se guiñan entre sí minando la ilusión hegemónica de los dispositivos de subjetivación insulares e imperiales. Como las divagaciones de los aparecidos en Carite y Guavate cuyo, “…mayor reclamo a la santidad es darse, como San Francisco, a sí mismos mediante el relato de sus vidas” en palabras de Luce López-Baralt (1). Como el vampirismo a la criolla, alternando su apetito por los tiempos siempre vivos de aquellos muertos devorados por la peligrosa aficción al arte con las nuevas tecnologías y espacios en un Puerto Rico hipnotizado por las nuevas promesas de un tiempo venidero en la era de la informática y la globalización. En fin, en las engañosas paredes del laberinto de la escritura que es Sexto sueño, las memorias también se disectan como el cuerpo de Leopold, van soltando sus tejidos como la momia Irenaki, ahuecan su cuerpo como la cuenca vacía del ojo de Sammy Davis, permutan sus densidades e intensidades como esas mujeres silenciosas, pero no menos memorables: Trudy/Carmen/Miss Bunning/Elvira.

SALA DE DISECCIONES Where now, my loves? ¿Qué queda de ellos, qué loca impregnación de sus auras? ¿Adónde se han ido los satélites de los planetas desorbitados que fueron sus cuerpos? ¿Qué cosas permanecen de las tantas escuchadas, devoradas, palpadas, observadas, olfateadas, descartadas, olvidadas, deseadas al ritmo feroz de un capricho? Sexto sueño

Cadáveres insepultos, memorias rarificadas. La escritura es llave y cerradura del laberinto. Sobre su propia poética escribe Aponte Alsina: Me identifico… con autores que han transportado la escritura a un plano casi suicida, que llevan el instrumento al límite, que digieren


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los horrores de la existencia y producen el esplendor de la belleza hiriente o exponen la fealdad cautivadora de los seres silenciados. (Entrevista con Eugenio García Cuevas)

Entonces, ¿qué puede dar un cadáver más allá de su nombre propio, qué nos puede importar la muerte infestando la vida, cayendo para que podamos quedar de pie? Para la sociedad moderna los muertos dejan de existir en cuanto arrojados de la circulación simbólica y de las lógicas del capital (ver: Baudrillard; Arias). Son menos que una excedencia, como serían los mendigos. Más bien son una delincuencia, un extravío impensable, el límite del laberinto. Hoy apenas los miramos de frente, acompañamos sus últimas horas, entonamos sus cánticos fúnebres. Pero, Violeta, como el Perseo que roba el ojo y el diente de las Grayas que protegen a la Gorgona, se enfrenta al cadáver, lo mira de soslayo para ver, en los restos de la carne, no el muerto, sino la imagen del muerto. No puedo evitar citar de Maurice Blanchot al respecto: La muerte, a primera vista, no se parece al cadáver, pero sería posible que la extrañeza cadavérica correspondiese también a la imagen… hay frente a nosotros algo que ni es el viviente en persona, ni una realidad cualquiera, ni el que estaba vivo, ni otro, ni ninguna otra cosa. (245)

Es, pues, la imagen quien produce al muerto y su nombre. Es ella, como las ruinas, lo que se derrumba dejando un polvillo residual, lo que incita al relato. Por eso la historia de Sexto sueño es más y es menos que la restitución del recuerdo turbio de una época y de unos personajes. Es, como los hilos de la memoria, la de la imposibilidad de su registro a menos que aceptemos la invitación de entrar al sexto sueño, a la singularidad de su aura transida entre el horror y la ternura: “Aquí estamos, yo escribiendo y ellos en el sexto sueño de un lenguaje cuyas palabras no comprenderán nunca” (236)7. O, de fisgonear los cuerpos descarnados de una historia singular o compartida en boca de una narradora que, como la Angélica furiosa, “cuando alguien se le acerca, calla igual que los fantasmas si un intruso enciende la luz”.


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NOTAS 1

Entre otros ver los trabajos de: Luce López-Baralt, “En torno a El Cuarto Rey Mago de Marta Aponte Alsina”; Juan Duchesne, “El Cuarto Rey Mago de Marta Aponte Alsina”; Silvia Alvarez Curbelo, “Locuras de la letra”; Manuel Clavell, Reseña de Sexto sueño. 2 Una extraordinaria compilación y análisis de los discursos jurídicos, médicos, intelectuales y políticos que se cruzaron en el juicio a Loeb y Leopold se puede leer en el libro de Simon Baatz, For the Thrill of It. 3 Sobre la complejidad de las relaciones entre las políticas culturales del estado colonial y la metrópolis ver, de Catherine Marsh Kennerley, Negociaciones culturales: los intelectuales y el proyecto pedagógico muñocista. También mis ensayos “Foro de 1940: las pasiones y los intereses se dan la mano”, “La década del cuarenta: de la Torre a las calles”, “Casas entrañables: la Finca de Trujillo Alto”, y “Cartas al padre: discursos pronunciados por Luis Muñoz Marín en el día de Luis Muñoz Marín en Barranquitas (1950-63)”. 4 “Lo cierto es que me atrajo poderosamente el asunto del asesino reformado que alcanza, ya hacia el final de su existencia, reputación de filántropo, en el Puerto Rico particular de los 50 y los 60, con Muñoz Marín, la Operación Serenidad, el Conser vatorio de Música y todos esos proyectos posteconomicistas del desarrollismo en la Isla. Leopold fue una figura paradigmática en un lugar de la montaña como Castañer, una especie de Shangrila, una suerte de utopía” (Aponte Alsina en Entrevista con Mario Alegre Barrios). 5 Una lectura que relaciona la fuerza imperativa de ese adverbio con el acto de lectura y escritura la desarrolla Juan Carlos Quiñones, uno de los narradores recientes más intensos y originales, en “El monumento invisible: ensalmos para conjurar el Sexto sueño”. 6 El cruce en Castañer, esa tierra de nadie, de esos tres sujetos fuera de ley o en ley propia como son Lolita Lebrón, Antonio López y Nathan Leopold condensa la existencia de otras islas fuera del ámbito del imaginario ciudadano. Dos anécdotas lo registran. Leopold inició en Castañer la tradición de regalar juguetes, notablemente bicicletas, a los niños el Día de Reyes. Adivinamos quién fue uno de los tocados por ese cuarto rey mago. Sin embargo, la muerte de ambos vuelve a reiterar la diferencia. Al campesino emboscado le estallan los testículos. Del sofisticado criminal converso a la ciudadanía se lega su cerebro para ser estudiado. 7 Refiero a la noción de sexto sueño al juicio que sobre la novela emite la escritora mexicana Cristina Rivera Garza: “Recordaba, por supuesto, que una de las definiciones del sexto sueño era aquel estado nebuloso, propicio para la escritura, que se encontraba después del quinto sueño (un lugar de por sí bastante alejado de la realidad)… Allá. Lo que no recordaba, no había manera, era que Marta Aponte había escrito hacia el final de la novela que ‘Si el sexto sueño fuera un lugar, sería tu casa, lector cómplice’” (“La idea del recipiente”).


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na de las atracciones turísticas más populares en Cuba es la participación en ritos santeros. Las manifestaciones religiosas afrocubanas han sido tradicionalmente percibidas como un rasgo más del exotismo caribeño. Lo cierto es que la santería convoca el interés de un gran número de curiosos y académicos y, siendo el turismo la más importante fuente de ingresos para el pueblo cubano, poco podrá sorprender la renuncia al secretismo asociado a ciertas prácticas religiosas. Podríamos situar el resurgimiento de este interés por los cultos afrocubanos en la década de los noventa del siglo pasado. En efecto, este renovado interés está presente en varias muestras del cine cubano de los últimos veinte años. Estas referencias a la Regla Ocha a menudo alimentan la identidad cubana desde uno de los elementos más sólidos de su hibridez cultural: el componente africano. En el conjunto de legados culturales de ese proceso violento y doloroso que fue la esclavitud, destaca la lectura de sus manifestaciones religiosas como la raigambre de la desbordante energía sexual (sensual, hipersexual e hipermasculina) que repica como un golpe de batá1 en los cimientos de la identidad nacional cubana. Las creencias religiosas de estos colectivos, como bien se sabe, fueron fundiéndose con referentes europeos e indígenas hasta convertirse en prácticas culturales sincréticas en constante transformación. Estos procesos de hibridación podrían ayudarnos a comprender las razones que han facilitado el distanciamiento de la santería de la serie de binarismos que ha traído consigo la Revolución (burguesía/pro567


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letariado, revolucionario/contrarrevolucionario, patriota/apátrida, exilio/ insularidad, etc.). La santería destacaría entre otras manifestaciones culturales por su carácter acogedor y cohesivo, enturbiando así las dinámicas polarizantes que se han producido desde el inicio del proceso revolucionario. En consecuencia, la santería indicaría la noción de un espacio propicio para la convivencia de diversas manifestaciones de la “cubanía”. En este sentido, este ensayo estudia diferentes “usos” de la santería en el cine cubano contemporáneo. Más particularmente, planteo el análisis de las representaciones de la santería a partir de la capacidad de acoger en su seno tanto afiliaciones como disidencias ideológicas y de ausentarse del discurso monolítico que se ha empeñado en identificar la Revolución como sinónimo de Patria. La santería inscribiría, de esta forma, la ética y la estética de la cubanía a través de dos de sus rasgos esenciales: por una parte, el carácter primigenio y ancestral vinculado a la presencia africana y, por la otra, el carácter sincrético de los procesos de hibridación sociocultural que se encuentran en la base de la identidad nacional.

CULTOS AFROCUBANOS DURANTE EL PERÍODO REVOLUCIONARIO Las primeras décadas de la Revolución se caracterizaron por un rechazo sistemático a las instituciones religiosas. La iglesia católica —predominante hasta el periodo revolucionario— planteaba un sistema de valores morales y culturales que atentaba contra el germen del “hombre nuevo” guevariano (Giulio Girardi 109). Percibido como un nefasto legado del periodo colonial, el catolicismo perdió buena parte de sus feligreses durante las primeras décadas del proceso. Por su parte, los cultos afrocubanos fueron asociados al oscurantismo y primitivismo que pretendían eliminar el nuevo sistema de adoctrinamiento ideológico. Esta percepción de la herencia cultural africana se enfrentó tanto con la tradición católica vigente como con el ateísmo del nuevo pensamiento revolucionario. Tal fue la suerte de las prácticas comúnmente aglutinadas bajo la etiqueta unificadora de “santería”, donde se incluyen la Regla de Ocha, la Sociedad Secreta Akakuá y, entre otras, la Regla de Palo.2 El nuevo aparato político también se encargó de excluir a estos grupos del proyecto social en


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construcción. Sin embargo, estos cultos religiosos siguieron practicándose, aunque amparados bajo un riguroso halo de secretismo. Por su parte, el nuevo arte revolucionario comenzó a abrazar impetuosamente el legado cultural que trajeron consigo los esclavos africanos. En consecuencia, la legitimación gradual de estas prácticas religiosas se afincó, en buena parte, en los trabajos fundacionales de intelectuales y de creadores como Lydia Cabrera, Fernando Ortiz, Walterio Carbonell, y de creadores como Nicolás Guillén, Emilio Ballagas, Alejo Carpentier y, entre otros, Wifredo Lam, producidos antes y durante el período revolucionario. Estos gestos, a todas luces contradictorios con los mecanismos de control de las prácticas religiosas, permitieron que la santería se convirtiera en un rasgo distintivo de la nueva sociedad cubana. Estas prácticas religiosas han evolucionado hasta convertirse, más recientemente, en un valor de cambio en la sociedad y cultura cubanas. Estas prácticas alcanzan altos niveles de cotización en el mercado internacional en tanto que sustentan unos de los más importantes valores asociados a la “moda cubana”, como lo son el exotismo y la sensualidad. Igualmente, podríamos situar el renovado interés por estos temas a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, cuando el cine y la literatura comienzan a sugerir acercamientos innovadores a diversos elementos provenientes de la santería o Regla de Ocha. Sin embargo, el tratamiento de estas prácticas religiosas ha sufrido varios giros ideoestéticos. En otras palabras, las referencias de la santería propician el abandono del ostracismo de las décadas anteriores para ocupar un lugar mucho más privilegiado en el concierto nacional. Al respecto, Martínez-Echazábal afirma que: The secularization process has transformed [Afro-Cuban] religious experiences into more sedate, nationalistic and above all, desacralized forms of popular expressions. In this climate, then, that which is claimed as Afro-Cuban has not only gained respectability and official acceptance but has become a source of revenue for a nation in desperate need of hard currency. (19)

Martínez-Echazábal vincula esta condición de “manifestación folclórica” a la popularidad de congresos, festivales, documentales y estudios sobre religiones, danza y artes plásticas vinculados a la herencia africana (19).


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Si anteriormente autores como Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, por ejemplo, abordaron en sus textos el tema de los cultos afrocubanos, podemos afirmar también que su incorporación a productos culturales más recientes sugiere una importante escisión en el antiguo modelo de representación de estas prácticas. Estos usos contemporáneos de la santería se distancian de la invocación del carácter mítico e inmaculado asociado al componente africano de la cubanía. Si bien las referencias a estas prácticas religiosas en la literatura y cine cubanos contemporáneos apuntan claramente a un elemento ineludible de la cotidianidad cubana, también aportan una herramienta para cuestionar la superioridad de los valores espirituales y morales de la Revolución. Convendrá recordar, por un instante, las repetidas denuncias de José Martí de un sistema capitalista que asociaba al imperio estadounidense: “Cierto que no me parece que sea buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí [Estados Unidos], o —pule sólo de un lado, las gentes,— y les da a la par aire de colosos y de niños” (316). Si la retórica revolucionaria ha alimentado durante décadas el rechazo al consumismo desmesurado del enemigo inmediato, no ha logrado, por tanto, controlar dinámicas sociales que persiguen a toda costa el acceso a “las fulas” (o divisas). Como se sabe, el dólar se ha convertido en el medio más privilegiado para asegurar la subsistencia en un sistema económico, qué duda cabe, precario. Al respecto, el ministro de comunicaciones e informática, Ramiro Valdés, ha manifestado públicamente su preocupación acerca del excesivo interés por la tenencia de dólares y el acceso a Internet: “sobre el ‘lobo consumista disfrazado con piel de oveja’ de las nuevas tecnologías y llamó a estar alertas para evitar el despilfarro y las limitaciones a la soberanía” (EFE). Lo cierto es que la cotidianidad cubana gira fundamentalmente en torno al arte de “resolver” o buscarse la vida. La santería, como valor de cambio, participa activamente en esta dinámica social y, a manera de resumen, las siguientes serían sus contribuciones más importantes a la gestión informal de la economía local e, incluso, transnacional: 1) Los orishas “asisten” desde el ámbito espiritual a los creyentes en sus dificultades materiales; 2) la oferta turística de


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los servicios de “las casas de santos” son un negocio rentable para babalaos (sacerdotes), babalochas (padrinos), iyalochas (madrinas) y acólitos; 3) la representación literaria y cinematográfica de la santería, junto con otros “cubatemas” atractivos (sexo, mulatas, balseros, pobreza, etc.), sitúan en un lugar privilegiado estos productos culturales en los mercados internacionales. Me gustaría mencionar brevemente que la oferta de ceremonias santeras a turistas es considerada, en buena medida, una conducta censurable por parte de muchos santeros. No obstante, la crisis económica que desencadenó el período especial propició este tipo de prácticas: A este rasgo transgresor del andamiaje moral de la santería se suma la participación de varios grupos marginales en las “casas de santos”. Tal sería el caso de mujeres, homosexuales y lesbianas afiliados a estas comunidades religiosas. Sin embargo, una revisión del sistema jerárquico de los diferentes grupos afrocubanos pondría al descubierto la compleja integración de identidades que, en su seno, serían consideradas subalternas. En el caso de las mujeres, si bien éstas pueden desempeñar roles importantes como iyalochas en las ceremonias religiosas, no se les permite el ejercicio de ciertas tareas tradicionalmente adjudicadas a los babalochas. Al respecto, Tomás Fernández Robaina afirma que: La pertenencia a un género, como se ha expresado, aporta posibilidades y limitaciones en las prácticas religiosas de los iyalochas, babalochas y babalaos […]. [Ellos] están aptos para recibir el cuchillo de Ogún, llamado también pinado, pero las mujeres no pueden usarlo en su función sacrificatoria, para matar animales de cuatro patas. (“Género y orientación sexual”)

De esta forma, la participación de homosexuales y lesbianas en estos rituales es, cuando menos, problemática y varía dependiendo de las doctrinas aplicadas en cada uno de los cultos. Mientras los homosexuales son objeto de discriminación por su orientación sexual, las lesbianas pueden llegar a sufrir una doble segregación (por sexualidad y género) y su condición es mucho más precaria en una sociedad que privilegia la supremacía masculina (Fernández Calderón).


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En cualquier caso, la expresión pública de las sexualidades alternativas encuentra varias limitaciones, incluso en los grupos más tolerantes, con respecto a homosexuales y lesbianas. Para unos y otras, la discreción sería una constante a observar con el fin de permanecer afiliados a estos grupos. El secretismo que ha amparado la homosexualidad de sus iniciados encuentra su réplica en los esfuerzos por ocultar estas afiliaciones religiosas hasta principio de los noventa, cuando el clima oficial comenzó a relajar el control hegemónico de estas prácticas (Wirtz 73). En este contexto, ambas situaciones (la comercialización de estos cultos y la participación de ciertas identidades “problemáticas”) desvelarían las contradicciones de las normas de conducta de las prácticas religiosas afrocubanas; igualmente podrían ser interpretadas como elementos desestabilizadores de un aparato político y social que se afianza en la heterocracia institucional y en los valores morales revolucionarios. A continuación planteo una revisión de las representaciones de estos cultos en varias muestras del cine cubano, con el fin de observar la participación (bien sea por adhesión o transgresión) de la “afrocubanía” en la (de)construcción discursiva de la identidad nacional revolucionaria. En otras palabras, estas lecturas persiguen estudiar la representación de la mitología afrocubana tanto como instrumento de exaltación de los procesos de hibridación cultural, así como una estrategia que permite cuestionar transversalmente el carácter monolítico de la identidad cubana, tal como ha sido alimentada por la máquina revolucionaria. Como se ha mencionado anteriormente, el tratamiento de los cultos afrocubanos en el cine de las primeras décadas de la Revolución respondía —a menudo— a una agenda ideológica que trataba de denunciar el “oscurantismo” entonces asociado a estas prácticas. De acuerdo con Lourdes Martínez Echazábal, tal sería el caso de películas de la década de los setenta. A manera de ejemplo, en De cierta manera (1977), Sara Gómez,3 movida por el ideal de progreso que prometía el nuevo modelo social, relaciona los cultos de la Sociedad Secreta Abakuá al todavía persistente subdesarrollo prerrevolucionario (Martínez Echazábal 17). En este largometraje, Yolanda, una maestra totalmente comprometida con la nueva sociedad, cuestiona a su pareja, Mario, por coquetear constantemente con la


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idea de convertirse en Abakuá, una secta que excluye a las mujeres por considerarlas traidoras.4 El didactismo de De cierta manera cuestiona aquellos colectivos marginales para quienes la pobreza y un difícil acceso a la educación postergan su integración a la nueva sociedad revolucionaria. Es en este contexto donde se representan los conflictos entre géneros y se denuncian las relaciones de poder basadas en la supremacía masculina. Para Catherine Davies, Mario funciona “como un individuo y como un tipo histórico” de la Cuba prerrevolucionaria: In De cierta manera, the blame for Cuban machismo is placed squarely with colonial history: on Efik belief which casts woman in the role of archetypal traitor (Sikan, in this case, not Eve), for having revealed the secret of creation, and on the Spanish (Andalusian) honour-shame code which translates into a ‘code of violence.’ Mario, through no fault of his own, is born into this clearly ‘retrogressive,’ misogynistic culture which he must ‘overcome,’ or demolish, at all costs. Modernization entails the deconstruction of class and gender differences and the reconstruction of recalcitrant cultural attitudes woven into the very fabric of society. (354)5

En efecto, este largometraje incorpora un subtexto que, siguiendo el lenguaje narrativo del documental, expone la tradición machista de los colonizadores y cómo ésta encuentra puntos de contacto con ciertas prácticas sociales y religiosas de grupos de esclavos africanos. Sara Gómez persigue, de esta forma, reivindicar el papel de la mujer (especialmente, como pareja, maestra y ciudadana) en la construcción de la nueva nación cubana. En De cierta manera el sistema educativo es el instrumento más poderoso para subvertir los viejos modelos sociales heredados del pasado colonial y prerrevolucionario para instalar, en cambio, un modelo igualitario. Yolanda aplica estos principios tanto en el aula de clase como en su vida personal. Así vemos cómo la protagonista reprende a un alumno irresponsable recordándole la deuda que tiene con el sistema y su consecuente cuota de responsabilidad: “La Revolución es buena, la Revolución te da cuadernos, te da lápices, te lo da todo…” (De cierta manera, el énfasis es mío). Por otra parte, Yolanda le advierte a Mario que todo su interés por la Sociedad Secreta Abakuá es un asunto “muy poco moderno” (De cierta manera).


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Otra estrategia para diluir el conflicto que suponía las referencias a estas prácticas religiosas consistía en inscribirlas en contextos anteriores a 1959, dándosele mayor preferencia al período colonial. La sociedad esclavista facilitaba, de alguna forma, esa distancia que suponía el tratamiento de estos temas. Ejemplo de esto son largometrajes como La última cena (1976) de Tomás Gutiérrez Alea , El otro Francisco (1974) y Maluala (1979) de Sergio Giral. En estas películas las representaciones de prácticas religiosas (católicas o afrocubanas) funcionan como referentes de un pasado colonial y, claro está, como una denuncia de los perjuicios del sistema imperialista. Bien es sabido que uno de los elementos más recurrentes en el discurso revolucionario es, precisamente, la identificación del Imperio (bien sea España en el período colonial o Estados Unidos en la actualidad) como el enemigo a resistir, desafiar o vencer, según sea el caso. Es en este escenario en el que se inscriben los diferentes usos de la “afrocubanía” en las producciones culturales de los primeros años de la Revolución. Las referencias a las prácticas religiosas y mitologías yorubas en el cine de género histórico a menudo apuntan a la exaltación del legado ancestral de las comunidades de esclavos y funcionan, también, como instrumento de resistencia cultural ante la opresión de los colonizadores españoles. En La última cena, Tomás Gutiérrez Alea documenta elocuentemente este fenómeno. Las acciones ocurren un Viernes de Dolores a finales del siglo XVIII y giran en torno a un conde propietario de una plantación de caña de azúcar. Movido por su afán de emular las enseñanzas de la fe católica, el conde invita a doce esclavos para celebrar la representación de la última cena de Jesucristo con sus apóstoles. Al invitarlos a compartir comida y bebida con su amo, el conde —cual Jesucristo— persigue tratarlos como iguales y adoctrinarlos en el cristianismo. Sin embargo, su misión se ve entorpecida por las múltiples barreras sociales y culturales que separan a los esclavos de su amo, e —incluso— a los esclavos entre ellos mismos. Como parte de su sermón, el conde trata de convencer a los esclavos de que el sufrimiento físico que el mayoral les infringe debe ser entendido como una fuente de regocijo y como la vía de entrada al paraíso. A medida que va avanzando la escena del banquete, va-


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rios esclavos intercambian historias (cantos y leyendas) sobre sus vidas en África y en la plantación. Varias de estas anécdotas están vinculadas al sistema de creencias de los pueblos yorubas y hacen referencias a varias de sus deidades. Posteriormente, uno de los esclavos advierte a sus compañeros acerca de la doble moral de su amo. Para ilustrarlo, cuenta la leyenda de la creación del mundo de acuerdo con las creencias yorubas: Cuando Olofi hizo lo mundo, la hizo completo. Hizo día, hizo noche. Olofi hizo lo cosa linda y lo cosa fea también hizo. Olofi hizo lo cosa buena y lo cosa malo. Hizo lo verdá y también hizo lo mentira. Lo verdá le salió bonito, bonito, bonito. Lo mentira no le salió bueno. Era feo y flaco, como si tenga enfermedad. Olofi le da lástima y le da un machete afilao pa’ que se defienda. Pasa la tiempo y toitico lo gente querer na’ más andar con lo verdá. Nadie querer andar con lo mentira. Hubo un día, verdá y mentira encontrase no lo camino y, como son enemigos, verdá y mentira se pelean. Lo verdá se más fuerte que lo mentira, pero lo mentira tengá machete afilao que Olofi le da y, cuando lo verdá se descuidá, lo mentira, ¡zaz!, corta lo cabeza de lo verdá. Lo verdá ya no tener cabeza, (…) busca con lo mano su cabeza hasta que tropezá con lo cabeza de lo mentira y ¡zaz! Arranca lo cabeza de lo mentira y lo pone donde mismo iba suyo. Y desde entonces anda por to la mundo engañando a to la gente, cuerpo de lo verdá, con lo cabeza de lo mentira. (La última cena)6

Acabada la cena y al constatar que las promesas del amo estaban más motivadas por el alcohol que por la buena fe, los esclavos se sublevan, asesinan al mayoral e incendian la plantación. En represalia, el conde ordena el ajusticiamiento de cada uno de los esclavos que asistieron a la cena. Todos mueren, menos uno. El cimarrón sobrevive gracias al poder de unos polvos mágicos que, de acuerdo con sus creencias, le permiten mimetizarse: convertirse en río, en piedra y en pájaro para escapar de sus captores. El asesino del mayoral se transforma, así, en un personaje heroico que no sólo alcanza a vengar los maltratos sufridos, sino que también logra burlar a los hombres blancos con la ayuda de sus dioses. tambalea, así, la estabilidad del sistema colonial de jerarquías culturales, sociales y religiosas.


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DEMASIADO MIEDO A LA VIDA O PLAFF A finales de la década de los ochenta, comienzan a aparecer nuevas representaciones de las prácticas religiosas afrocubanas en contextos mucho más vinculados a la vida cotidiana. Éste es el caso de Demasiado miedo a la vida o Plaff (Juan Carlos Tabío, 1988), donde el personaje protagónico de Concha (Daisy Granados), una mujer en la cincuentena, se enfrenta a varios temores: la soledad, la muerte, el amor y, sobre todo, a un personaje anónimo que arroja huevos a su casa. Concha es una mujer temerosa e insegura para quien sus creencias religiosas son su tabla de salvación. De tal forma que para protegerse del mundo exterior, del amor y de los huevos, Concha consulta a su madrina (iyalocha) para que convoque a los orishas y la resguarden. Para Edna Rodríguez-Mengual, las referencias a la santería en largometrajes como Plaff es un elemento de la narración de la cultura cubana (233). Me gustaría sugerir que la inscripción de la santería ofrece, además, claves para el estudio de la representación de los roles de género en el cine cubano, en directa relación con la construcción de la sociedad revolucionaria. En el caso de Plaff los dos únicos personajes afiliados a las prácticas afrocubanas son mujeres (Concha y la madrina). Mientras una de ellas, Concha, busca el consuelo y orientación de su guía espiritual, la madrina recoge y abriga a una ahijada extraviada entre la muchedumbre de sus temores. El paralelismo entre madrina/ahijada y madre/hija parece evocar la figura maternal de la tierra de origen (África) en oposición a la figura paterna del héroe revolucionario. Sin embargo, hay que agregar que la misma Concha hace gala de su condición de mujer revolucionaria ejemplar y recrimina severamente el desafuero capitalista de su nuera, Clarita (una investigadora de polímeros), quien reúne dinero para comprarse un ventilador. Pese a la mirada censuradora de su hijo (José Ramón) y su nuera (Clarita), Concha es profundamente creyente y procura observar atentamente las tradiciones religiosas afrocubanas: [Se oye en el fondo a José Ramón silbando] CONCHA. ¡Esto sí que no, esto ya es el colmo, José Ramón! JOSÉ RAMÓN. ¿Qué? ¿Tú estás aquí?


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CONCHA. José Ramón, una cosa es que Clarita no respete mis creencias, ¿pero que tú no lo hagas? Chico, ¿tú no sabes que donde hay un Elegguá no se puede silbar? JOSÉ RAMÓN. Ay, vieja, no te pongas así, si yo no lo estaba haciendo con ninguna intención. (Plaff)

A pesar de la actitud conciliadora de su hijo, Concha monta en cólera y acusa a Clarita de arrojarle los huevos para asustarle y quedarse con su casa. Casi al final de la película, vemos a la propia Concha conjurando un huevo para que Clarita se vaya de su casa. Luego vemos cómo Concha lo lanza contra José Ramón y Clarita, quienes no alcanzan a reconocer el autor del ataque. Después del incidente, José Ramón le propone a Clarita que se vayan a la casa de su familia, a lo que ella responde que prefiere quedarse en casa de su suegra y continuar con sus escarceos amorosos. En el marco de las supersticiones que asocia a los huevos, aunque asuma el rol activo, Concha no es capaz de salir victoriosa. Su contrincante, Clarita, representa todos los atributos de la nueva cubanía: educación, valentía, ateísmo y solvencia moral. Tanto la creencia religiosa como la actitud moralista de Concha marcan una escisión entre la “vieja guardia” (retrógrada, conservadora y supersticiosa) y la juventud como producto ‘mejorado’ de la máquina revolucionaria. Una generación que, sin duda, es más compatible con la antesala de los numerosos cambios sociales producidos en Cuba a partir de la década de los noventa.

FRESA Y CHOCOLATE Otra propuesta crítica de una nueva Cuba es el ya histórico largometraje Fresa y chocolate (1993) del tándem Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Mucho se ha estudiado el carácter de ruptura de este largometraje basado en el relato de Senel Paz, “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (1991). Y no es para menos, la representación literaria y cinematográfica de subjetividades homoeróticas había sido, hasta entonces.77 Alfredo Alonso Estenoz reflexiona acerca del impacto que ambos textos produjeron en la sociedad cubana: “La elección se justifica si tenemos en cuenta que, de cierta manera, ambas obras sintetizan el debate sobre la situación de los homo-


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sexuales en la Revolución Cubana. Dicho debate se centra en la pregunta de si estos tienen derecho a ejercer libremente su sexualidad dentro de una sociedad de nuevo tipo, o si su condición contradice los principios en los que esta busca asentars” (“Tema Homosexual”).

La favorable acogida de Fresa y chocolate situó en la palestra nacional varias cuestiones, entre ellas el problema de la visibilidad de las minorías sexuales y, particularmente, la necesidad de estos grupos de irrumpir estruendosamente para revertir el silencio impuesto por el discurso nacional hegemónico (Valladares 46-47). Fresa y chocolate narra el encuentro entre David (joven estudiante y miembro de la Juventud Comunista), Diego (artista homosexual y crítico del sistema político) y Nancy (vecina de Diego, contrabandista y prostituta a sus horas). Sobre todo, Fresa y chocolate es la historia de tres soledades, un llamado a la entonces imposible reconciliación nacional y la consecuente antesala del abandono de la isla. En este contexto, el carácter liminal de la representación de la santería permite la afirmación de dos identidades disidentes y discordantes en la sociedad revolucionaria de la década de los setenta del siglo pasado. Si bien las referencias a estas prácticas religiosas ocupan un lugar secundario en la narración, funcionan como un elemento primordial en la caracterización de los dos personajes marginales, Diego y Nancy. Ambos tienen pequeños altares en sus respectivas casas con figuras católicas. Nancy es devota de Santa Bárbara y Diego lo es de la Virgen de la Caridad del Cobre. Como es sabido, el sincretismo religioso ha asociado estas imágenes a orishas del panteón yoruba: Changó y Oshún, respectivamente. Siguiendo atentamente el sistema simbólico de estos orishas, parecería que Tabío y Gutiérrez Alea nos proponen un juego de inversión de roles en lo que respecta a la vinculación de estos personajes a sus respectivos orishas. En este sentido, Diego debería, en principio, venerar a Santa Bárbara/Changó, respondiendo así a la afinidad de muchos homosexuales con este orisha. Al respecto, Tomás Fernández explica el origen de este interés: “La tendencia popular que vincula a este orisha con los homosexuales está dada por la existencia de una historia que narra cómo Oyá le prestó su ropa a Changó para evitar una batalla con Ogún. El travestismo momentáneo de Changó lo hace atrayente a los homosexuales” (34). Por otra parte, la construcción sincrética de la Virgen


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de la Caridad del Cobre (y su correspondiente avatar en el panteón yoruba, Oshún) parecería facilitar su asociación con el personaje de Nancy. Recordemos la caracterización de este orisha propuesta por Antonio Benítez Rojo: A veces se muestra gentil y auxiliadora, sobre todo en asuntos de amor y de mujeres; otras veces se manifiesta como una entidad insensible, caprichosa, voluble, e incluso puede llegar a ser malvada y traicionera; en estos oscuros avatares también la vemos como una vieja hechicera que se alimenta de carroña y como la orisha de la muerte. (31)

A pesar de lo que parece ser una inversión de los usos de la simbología yoruba, tanto Nancy como Diego ofrecen rezos, flores, conjuros y amenazas con el mismo propósito, conquistar y retener a David. Una escena nos muestra a una Nancy desesperada que implora: “¡Ay, Santa Bárbara, no me dejes meter la pata!” (Fresa y chocolate). También la vemos invocando la ayuda espiritual mientras se hace un baño de yerbas: Ánima triste y sola métete en el corazón de David Álvarez, que no haya ni negra ni blanca ni china ni mulata que con él pueda estar. Con dos lomes y con tres lobatos la sangre de su corazón me bebo y su corazón le arrebato. Haz que llegue a mis pies rendido como llegó nuestro Señor Jesucristo a los pies de Poncio Pilatos. (Fresa y chocolate)

Este ruego, sin embargo, no va dirigido a Santa Bárbara ni a Changó, sino al “Ánima sola”. Esta entidad representa a una mujer encadenada que se quema eternamente en las llamas del purgatorio. El “Ánima sola”, el Santo Niño de Atocha y San Antonio de Padua (igualmente solicitado para asuntos amorosos) corresponderían a una de las representaciones del orisha Elegguá, también conocido como Eshu, Esu y, entre otros, Elegbara. (Dorsey 78; Torres 72). En El Monte, Lydia Cabrera estudia ampliamente los diferentes Elegguás, cuya entidad más extendida en las prácticas religiosas es representada como “un abridor de caminos”. Esta escena del conjuro del Ánima sola es, quizá, uno de los momentos del largometraje de mayor contenido erótico. En esta escena aparece Nancy completamente desnuda y de espaldas a la cáma-


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ra mientras derrama agua sobre su cuerpo. Si el objeto de su invocación es seducir a David, Nancy hace esto desde la sensualidad. El hecho de que esta imagen esté inscrita en el marco de una práctica religiosa revelaría la carga erótica que tradicionalmente se vincula a los cultos santeros. Al respecto Ercilla Argüelles asocia el erotismo de estas prácticas a la identidad nacional: El erotismo no es sólo una característica definitiva en la regla de Ocha, es un rasgo también decisivo de la idiosincrasia del cubano. Se dice que es alegre, musical, solidario, histriónico y tremendamente erótico; la constancia está en las miradas, en el andar, en la gestualidad, en el pensamiento y en la acción. En la regla de Ocha está la raíz de un núcleo de los valores que rebasan el argumento religioso para formularse en el universo socio-cultural, en esos valores está la sexualidad. (403)

A partir de esta concepción (hetero)sexual y voluptuosa de la cubanía, Tabío y Gutiérrez Alea sitúan el despojo y ofrenda del cuerpo de Nancy, primero al Ánima sola y, posteriormente, a David. Ante esto, las flores y conversaciones de Diego con Santa Bárbara no son suficientes para acercarlo a ese imposible objeto de deseo que es David. Una tercera devoción aludiría al carácter disipado y errático del personaje de Nancy. En una escena posterior, la vemos entrar a hurtadillas al apartamento de Diego. Antes de dirigirse a David, que está durmiendo en el sofá, Nancy se detiene ante la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre y le dice: “Ay, Virgencita, ayúdame a controlarlo y no le vayas con el chisme a la otra” (Fresa y Chocolate). Si en un principio parecería que Nancy “traiciona” su devoción por Santa Bárbara (y por el “Ánima sola”), también podríamos interpretarlo como el posible restablecimiento del “orden natural” de los fervores religiosos (Nancy/Oshún y Diego/Changó). Sin embargo, Diego no llega a participar en este intercambio. Por otra parte, una lectura de las creencias de Diego apuntaría a la recreación de un espacio íntimo donde puede expresar con libertad (y en la clandestinidad) su pasión por el arte, Cuba y los hombres. Convendrá recordar que las primeras escenas del largometraje caracterizan los personajes de Diego y David en una serie de dicotomías, en apariencia irreconciliables. Éstas son introducidas por un hecho tan anodino como la preferencia de Diego por los helados


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de fresa y de David por los de chocolate. La serie de aparentes oposiciones entre ambos personajes no se harán esperar: fresa/chocolate, homo/heterosexualidad, burguesía/proletariado, anti-/revolucionario, pragmatismo/sensibilidad, juventud/madurez, etc. A pesar de esta serie de binarismos, el encuentro entre David y Diego es posible gracias a la intervención de una serie de espacios comunes que pueden ser percibidos como islotes al interior de una isla homogenizadora. El primero de estos espacios es la heladería “Coppelia”, lugar de ineludible peregrinación para habaneros y turistas variopintos. El segundo espacio, esta vez íntimo, es el apartamento de Diego. Allí confluyen, justamente, el mencionado interés de ambos personajes por el arte y los artistas cubanos. En la soledad de ese apartamento, Diego manifiesta sus creencias religiosas como una manifestación más de su cubanía. Sin embargo, esta misma cubanía es confrontada por David cuando denuncia el aburguesamiento de Diego, materializado en sus ‘gustos imperialistas’. A manera de ejemplo, Diego prefiere el té al café, atesora una botella de whisky (“la bebida del imperio”), es aficionado a John Donne, Constantino Cavafis, Mario Vargas Llosa (cuyos textos fueron prohibidos en la isla) y, entre otras cosas, exhibe en el salón de su apartamento un afiche de Marilyn Monroe. No obstante, un barrido de cámara (panoramización) nos permite observar que en el salón de Diego, además de Monroe, también hay imágenes de Lezama Lima y Martí, además de otras figuras destacadas en el panorama cultural insular. Pese a todo, para David el apartamento (y el mundo) de Diego es una muestra alarmante de su disidencia ideológica. Sus iconos extranjeros, su homosexualidad y su altar regado de ofrendas florales son, en efecto, signos de una ruptura con los preceptos revolucionarios. Ante los argumentos de Diego y su necesidad de enfrentarse a un régimen que lo anula como individuo, David trata de convencerlo de que todo lo que dice forma parte de una campaña en contra del sistema: “Esa época ya pasó. Los errores no son la Revolución, son una parte de la Revolución que no es la Revolución, ¿entiendes?” (Fresa y Chocolate). Y, entre muchos de sus argumentos, Diego defiende el hedonismo lezamiano sobre las carestías impuestas rigurosamente por el gobierno.


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Más allá de sus críticas, la identidad nacional de Diego se alimenta de sus vínculos emocionales con el arte cubano y las creencias afrocubanas. A manera de ejemplo, otra imagen del salón de su apartamento muestra máscaras teatrales junto a máscaras africanas, anunciando la convivencia armoniosa entre su sensibilidad artística y las raíces de su cubanía. Incluso más importante es su caracterización como individuo tan cosmopolita como cubano, y para ello se esfuerza en demostrarle a David que ambas condiciones no son excluyentes y que, a fin de cuentas, se puede ser como Lezama: “un cubano universal”.

GUANTANAMERA Posteriormente, en Guantanamera (1995), Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea incorporan de nuevo elementos de la mitología afrocubana que funcionan como un andamiaje sobre el cual se asienta el discurso en torno a la precariedad de los servicios públicos y sus efectos en la sociedad cubana. Como lúcidamente lo ha señalado Solimar Otero, la inscripción de estas creencias evoca para los espectadores un pasado que entreteje lo real (el traslado de un cadáver a lo largo del territorio cubano) y lo imaginario (los orígenes míticos de la muerte a través de la leyenda de Ikú) (127). La alegoría de la realidad cubana que propone Guantanamera se plantea por medio del recurso de lo absurdo. De esta forma, Alea consigue desproblematizar elementos que subvierten el “orden social” y denuncian el fracaso de la retórica triunfalista de la Revolución. Un ejemplo de ello se presenta en una escena donde un grupo de funcionarios públicos intentan negociar el traslado del cadáver entre diferentes provincias y sus respectivas cuotas de responsabilidades: RIVERO. Si el hombre se muere en Baracoa, que lo entierren en Baracoa porque en definitiva, compañeros, la patria es una sola (…) FUNCIONARIA. Mira, Rivero, si yo me muero en Baracoa, a mí no hay quien me obligue a quedarme allí enterrada. (Guantanamera)

En clave de humor, Guantanamera gira en torno a los conflictos desencadenados por la intransigencia de las autoridades que des-


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atienden las necesidades de los ciudadanos. Como vía de escape a esta situación, la solidaridad y el ingenio atributos positivos asociados a la capacidad de resistencia del pueblo cubano- marcarán el trayecto del cadáver a lo largo del territorio nacional. El personaje de Alfredo, el antiguo amor de la difunta Yoyita, es el encargado de invocar la leyenda del Ikú en un esfuerzo por instaurar el orden en esta representación de la caótica cotidianidad cubana. Una segunda lectura de la función de esta leyenda sugeriría una alternativa a un sistema que se empeña en postergar la participación de las generaciones más jóvenes en la esfera política, como parecería señalar el siguiente pasaje extraído del monólogo donde Alfredo narra la leyenda yoruba: Tanto clamaron los más jóvenes que un día sus clamores llegaron a oídos de Oloffin, y Oloffin vio que el Mundo no era tan bueno como él lo había planeado. Y vio que el dolor se había adueñado de la tierra, y que todo se iba cayendo bajo del peso de tanto tiempo, y sintió que él también estaba viejo y cansado para volver a empezar lo que tan mal le había salido. (Guantanamera; Évora 57)

Esta estrategia discursiva nos remite a las producciones culturales de las primeras décadas de la Revolución. En ese periodo, las posibilidades de expresión de voces disonantes estaban fuertemente condicionadas por la capacidad de amalgamarlas a una serie de intrincados artificios narrativos. De esta forma, la exploración de subjetividades ajenas al sistema hegemónico quedaba relegada a segundos niveles de enunciación.8

MIEL PARA OSHÚN En Miel para Oshún (2001), Humberto Solás explora una temática que hasta hace pocos años también era considerada cuando menos problemática. Este largometraje aborda el fenómemo de la emigración cubana, de su regreso a Cuba y, particularmente, de una (esperada) reconciliación entre ambas comunidades (la diáspora y la isla), sólo posible bajo el amparo de ese vínculo común e indisociable que es la cubanía.


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Miel para Oshún narra la historia de Roberto, quien a los 8 años de edad es arrastrado por su padre al exilio en Florida. Desde ese momento, Roberto asume que su madre lo ha abandonado. Su regreso a la isla (treinta y dos años más tarde) es el pretexto para emprender una exploración de sus angustias y sus carencias. Este viaje supondrá, así, el enfrentamiento entre los valores materialistas (asociados a la sociedad estadounidense) y el humanismo y solidaridad (vinculados a la nueva sociedad revolucionaria). Desde esta perspectiva, Miel de Oshún no alcanzaría distanciarse de anteriores muestras del cine cubano donde el fenómeno de la emigración es utilizado para ensalzar, por una parte, los logros de la Revolución y, por la otra, denunciar la traición que supone el abandono de la isla. Convendrá recordar que la Revolución –y no el proceso revolucionario– se inscribe en el discurso nacional como un sinónimo de cubanía y, en consecuencia, “el (buen) revolucionario” es la categoría identitaria que pretende albergar los valores esenciales de “lo cubano” y “la patria” (Kapcia 243). Según Rafael Rojas, “se trata, pues, de una racionalidad emancipatoria o ‘revolucionaria’ que funda un ethos, cuya participación en la historia constituye la esencia de la cubanidad, el ‘verdadero espíritu de la nación’” (49). En su análisis de la representación del exilio en el cine cubano, María Cristina Saavedra destaca el tratamiento político de este fenómeno: Known as gusanos and vendepatrias [turncoats] during the first waves of migration, émigrés became outsiders from the moment the decision was made to leave the country. In addition, the historical vilification of the figure of the émigré condoned by the central government made the topic of emigration something of a “third rail” for filmmakers, and the ICAIC was an institution that had customarily exercised a great deal of self-censorship, so much so that the central government had rarely stepped in to censor its productions. (Saavedra 114)

Saavedra añade que la idea de un “otro entre nosotros” reclama la urgente solidificación del concepto de Nación (115). En el caso de Miel para Oshún, la llegada de Roberto (Jorge Perugorría) desde Estados Unidos provoca una serie de reflexiones acerca de su identidad. Para añadir más conflictos a su caótica situación, Roberto entra en contacto con ritos religiosos cuyo interés se resumía, previa-


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mente, al ámbito intelectual. En uno de sus tantos recorridos tras las huellas de su madre, entran a una iglesia donde Pilar (Isabel Santos) trata de explicarle a Roberto –con cierto didactismo– las connotaciones asociadas a la imagen que observa con tanto interés: PILAR. Tú sabes que ésta es Santa Bárbara, que para nosotros también es Changó. ROBERTO. Sí lo sé, he dado varios cursos en la universidad sobre el panteón yoruba. PILAR. ¿Cursos? Está bien, vamos. (Miel para Oshún, el énfasis es mío)

La incredulidad e ironía que imprime Pilar a su pregunta (“¿cursos?”) manifiesta su desaprobación a este interés “académico” acerca de una práctica religiosa tan arraigada en la cultura cubana. Según Pilar, Roberto no es lo suficientemente cubano para entender a plenitud la santería. Mientras Pilar vive estas creencias, Roberto sólo es capaz de estudiarlas. Posteriormente, veremos cómo Roberto se distancia del “exotismo” que asocia a estas prácticas religiosas: ROBERTO. Pilar, ¿esto qué cosa es? PILAR. Ay, Roberto, hazlo por mí. ROBERTO. Tú estás totalmente loca, mi prima, yo no creo en nada de esto. Mi interés por esto es puramente intelectual. Yo soy agnóstico, Pilar. PILAR. Yo te entiendo, a mí al inicio me pasó lo mismo. Pero entiéndeme a mí, algo me dice que Miriam nos va a ayudar a encontrarla. Tú verás. Hazlo por mí. (Miel para Oshún)

Esta sorpresiva visita a la “casa de santos” pondrá en tela de juicio el agnosticismo de Roberto. En efecto, Roberto asiste a una ceremonia donde ve a Miriam, la madrina de Pilar, en trance. El cuerpo de Miriam se convierte en un vehículo para contar la situación de la madre de Roberto y ofrecerle varias pistas acerca de su paradero. Esta escena sugiere una escisión en el hermetismo y frialdad del personaje de Roberto y marca su pasaje de observador a partícipe de la vida cubana. Su escepticismo colisiona con una serie de revelaciones, a su juicio, tan inexplicables como ciertas. Las instrucciones que reciben durante la ceremonia sólo pueden ser interpretadas desde la simbología yoruba. Comienza, entonces, el recorrido


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de Roberto -desprovisto de todas las comodidades de vida estadounidense- por la Cuba profunda. Es en ese viaje iniciático cuando un Roberto observador se transforma en partícipe tanto de un sistema de creencias (las afrocubanas) como de una forma de entender una identidad nacional disociada del omnipresente discurso revolucionario. Más recientemente, otras producciones cinematográficas como Barrio Cuba (Humberto Solás, 2005) y El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío 2008) han incorporado referencias a ritos afrocubanos. Esto permite exaltar la idea del sincretismo como núcleo de la identidad cubana e, igualmente, como símbolo de una sociedad tolerante y receptiva a la diversidad cultural. Pese a todo, el renovado interés por estas manifestaciones religiosas reproduce un sistema tradicional de distribución de roles de poder en directa relación con las identidades sexuales y de género de los personajes. La incómoda conciliación de estas identidades (nacional, sexual y religiosa) es un fenómeno que extiende puentes entre producciones culturales tanto de la isla como de la diáspora. En cualquier caso, la (re)utilización de la iconografía santera incorpora nuevos significados, mientras que atenta y cuestiona la presunción de estabilidad de la identidad nacional.

NOTAS 1

Instrumento de percusión utilizado en ceremonias religiosas en las culturas yorubas y en el Caribe. 2 Estos cultos están afiliados al conjunto de creencias religiosas que trajeron consigo los esclavos provenientes de las comunidades yorubas del oeste africano. Cabe acotar que el término “santería” sugiere connotaciones peyorativas en varios círculos y es, igualmente, desconocido por muchos de sus practicantes que prefieren adherirse a otras nomenclaturas, como las previamente mencionadas. 3 Sara Gómez fue la primera cubmujer afrodescendiente en dirigir un largometraje de ficción en Cuba. 4 Para una reflexión acerca de la presencia de homosexuales en la Sociedad Secreta Abakuá puede consultarse a Iam Lunsden (205-207).


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5 Los Efiks son un pueblo del África occidental, han estado particularmente afincados en Camerún y en el estado nigeriano de Cross River. Durante los siglos XVIII y XIX esta región fue un importante puerto para la trata de esclavos hacia América. Para mayor información sobre el pueblo Efik, ver Kannan K. Nair (1975). 6 Esta transcripción pretende reproducir fielmente el registro lingüístico del personaje de La última cena. 8 Tal sería el caso, según Rafael Rojas, de la vivencia oblicua lezamiana, reescrita a través de un relato alegórico donde la voz emerge metafóricamente, es decir: “narrar una fábula a través de la trama de otra” (196), como en los casos de El siglo de las luces (Alejo Carpentier), El mundo alucinante (Reinaldo Arenas) y Temporada de ángeles (Lisandro Otero).


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e propongo analizar dos textos ensayísticos de dos autores que desarrollan, en registros discursivos e inflexiones críticas diferentes, una verdadera revisión del pensamiento y de la tradición nacional, y asumen, en su desarrollo, aristas polémicas e irreverentes. Si bien los autores de los textos interrogados, a saber, Ignacio Braulio Anzoátegui y Ezequiel Martínez Estrada, se ubican política e ideológicamente distantes, trazan, ambos, una mirada crítica y de revisión del legado cultural y presuponen una nueva forma de escribir la historia intelectual, por fuera de los cánones previsibles y de los discursos coagulados históricamente, que legitimaron esa misma tradición nacional. Anzoátegui y Martínez Estrada representan un giro radical en sus sendas miradas al pasado, la negación despiadada del pasado cultural argentino, la repulsa de todas las tradiciones. En más de un sentido, los ensayos de Ignacio B. Anzoátegui convocan a la enjundia lapidaria y destructiva e implican un arte de la injuria (como estilo descalificador de personajes y adversarios ideológicos); y en sus golpes repentinos e inesperados, un arte de desenmascaramiento (nietzscheano si se quiere) del sistema de valores culturales aceptados mecánicamente o transmitidos por herencia y delegación. Ezequiel Martínez Estrada practicando el modo del ensayo hermenéutico –“llamado de “interpretación nacional”– y llevando a sus extremidades el carácter asistemático de su efectuación discursiva, descubre los engra591


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najes secretos de una civilización impostada y deja el vaticinio abierto de lo que en la cultura argentina aún resta pensar. Refutación, oxímoron, paradoja, insulto, injuria, sarcasmo son algunos de los andamiajes y motores del sostén argumentativo que desarrollan, como enclaves retóricos, nuestros dos autores. * Siguiendo la forma de un breve curriculum vitae, podemos decir que Ignacio Braulio Anzoátegui nació en La Plata, Provincia de Buenos Aires, el 25 de julio de 1905. Estudió en el Colegio San José de La Plata y, luego, en el Colegio de La Salle de Buenos Aires, donde egresó como bachiller en 1920. Abogado a los 22 años será Doctor en Jurisprudencia. En 1926, se vinculó con los Cursos de Cultura Católica, de los que fue alumno. A los cursos se integran un grupo de intelectuales nacionalistas dirigidos por Tomás Casares —que luego sería presidente de la Corte Suprema en el gobierno del General Perón— y César Pico. Entre otros cabe señalar la participación de Ignacio B. Anzoátegui, Marcelo Sánchez Sorondo, Hipólito J. Paz y Federico Ibarguren. Por esta vía, Anzoátegui llegará, años después, a vincularse al naciente peronismo. En junio de 1928, comienza a publicarse la revista Criterio, que si bien era independiente de los Cursos, se beneficiaba en gran medida con el aporte de alumnos y profesores de los mismos. El primer director de la revista fue el Dr. Atilio Dell’ Oro Maini y colaboraron en sus primeros números: Tomás D. Casares, Eduardo Mallea, Francisco L. Bernárdez, Ignacio B. Anzoátegui, Ernesto Palacio, Julio Irazusta, Ulises Petit de Murat, Manuel Gálvez, Juan Antonio Spotorno. El contacto con el grupo de amigos que formaban los redactores de Criterio y los alumnos de los Cursos de Cultura Católica, lo marcó para siempre: se fortalecieron sus inclinaciones ideológicas y aumentó su convicción religiosa. Frecuentó, además, asiduamente el Convivio desde su fundación y de allí saldrían sus mejores amigos: Casares, Pico, Amadeo, Spotorno, el Padre Castellani, Bernárdez, Marechal. Se puede definir a Ignacio Braulio Anzoátegui como un intelectual antisemita, esencialmente conservador, antiliberal, hispanizante, católico, militarista (“La gloria de la Argentina pertenece a los militares. Ellos trazaron sus límites y la aseguraron en el mundo... Por


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inconsciencia de levita nos perdimos con Rivadavia y por inconsciencia de jaquet nos perdimos nuevamente con Sáenz Peña” [...] “Las armas han sido y seguirán siendo la salvación del país”, leemos en la página 162 de Vidas de muertos) y admirador de los regímenes dictatoriales de Hitler y Mussolini (“Es verdad que en 1945 fuimos derrotados en los campos de batalla por las fuerzas combinadas del liberalismo y del comunismo, pero también es verdad que hoy en la derrotada Europa resurgen el fascismo y el nazismo con el mismo ritmo lento y audaz con que nacieron... en Europa” [96]) y del General Pétain (“el más grande de los franceses de estos últimos siglos” [Anzoátegui 104]). Más aún, el nuevo cine italiano y el sex appeal de las grandes divas son vistas como gérmenes vitalistas de la nueva cultura fascista de postguerra. Leemos en el prólogo de la cuarta edición de Vidas de muertos: “Pero un día, de aquel tronco imperial, surgió en la espantable Italia el Duce. Benito Mussolini, el Conductor. Y tras su asesinato, prendieron en la sede del imperio las hormonas fascistas, que dieron lugar al nacimiento de Gina Lollobrigida, de Sophia Loren y de Silvana Mangano con las que la romanidad ha recobrado sus derechos” (10). Escrito en los años treinta y en el contexto de la época llamada de la década infame, Vidas de muertos de Ignacio B. Anzoátegui es una variante de la práctica de adoctrinamiento nacionalista y es partícipe, junto al llamado grupo “revisionismo” (Ramón Doll, Rodolfo y Julio Irazusta, Ernesto Palacio, entre otros), de una reescritura de la historia a partir de la ruptura de las secuencias temporales1. Ya sea construyendo el pasado como mito (colonial e hispánico) o se concentre en la reivindicación de la figura de Juan Manuel Rosas, en tanto voluntad restauradora. El libro de Anzoátegui construido según un peculiar modo hagiográfico que contradice e invierte el modelo literario e historiográfico medieval, a partir de la escritura de biografías sobre figuras argentinas e hispanoamericanas de los siglo XIX y XX, desarrolla, a través de una retórica agresiva y belicosa, una suerte de contramemoria por fuera de la versión oficial de la historiografía liberal. Varios tonos y tópicos coexisten en Vidas de muertos de Anzoátegui: el furor bélico del investigador y revisionista de la historia, el estilo provocativo y ofensivo (la palabra usada para librar un combate y no


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como forma de indulgencia o concesión) de los oxímoron irónicos, la inscripción obscena y provocativa de su ideología nazi (y su claro antisemitismo) y la permanente xenofobia contra la inmigración italiana (“garibaldiana”) en la Argentina (“Benito Mussolini ha limpiado a Italia del garibaldismo, pero la inmigración italiana fue anterior a Benito Mussolini” [133]). La forma que adquiere su ensayo, decíamos, son las propias del polemos político. Si se quiere, más allá de su ortodoxia católica que lo convierten, a Anzoátegui, en un gendarme de la fe, Friedrich Nietzsche es su maestro, maestro de la retórica y el estilo. En este sentido, el ensayo se transforma en una praxis bélica y adquiere los tonos de un pathos agresivo que nos recuerda los ataques intempestivos de Friedrich Nietzsche, en Ecce Homo, contra la fe católica (“el evangelio de cervecería de la antigua y nueva fe”), que para el filósofo alemán escenificaba David Strauss (“el filisteo alemán de la cultura”) en sus libros La vida de Jesús (1835) y en La antigua y nueva fe (1872). Los párrafos que dedica Anzoátegui a Amado Nervo y José Enrique Rodó parecen, por momentos, transcripciones nietzscheanas literales. Así descalifica el miserabilismo beato, presente en la poesía de Amado Nervo, como “mariconería religiosa” y su teosofía poética como la construcción de un “Dios burgués”, hecho a su imagen y semejanza (113-115). Y sobre Enrique Rodó, descarga su ortodoxia furiosa, afirmando que su Ariel es “un libro de devoción, pero un libro de imbécil, con toda la imbecilidad de las famosas devociones laicas” (122). La figura de autor en Vidas de muertos no permanece en segundo plano, su ego se amplifica y se convierte en protagonista central del libro, a partir de un estilo belicoso e iracundo. Y los otros (las figuras de los “próceres” y escritores que transitan su texto como viñetas o biografías irónicas y desacralizadoras) son siempre rivales y enemigos, blancos para iniciar un combate. En sus ejercicios de crítica literaria (habría que pensar más bien en biografías irónicas y despiadadas), Anzoátegui no busca convencer a algún posible lector o destinatario; en sus ensayos no hay nunca una voluntad negociadora, ningún consenso, ningún acuerdo, ningún pacto. Sus argumentos no tratan de convencer o de persuadir, a través de movimientos concesivos, son siempre argumentos ad hominem. Y si es


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posible hablar en su libro de una hermenéutica del otro, los desplazamientos heterónimos de los adversarios van del otro como rival o enemigo, al otro como efigie falsa de la tradición (idola fori). La tradición nacional, para Anzoátegui, reconoce varios enemigos: el liberalismo, en la línea sarmientina, la élite ilustrada, la exteriorización fraudulenta y mediocre de la estética romántica, las proyecciones culturales de la herencia atávica del inmigrante italiano, presentes en el sencillismo poético y en el sentimentalismo barrial de Evaristo Carriego, junto a sus descendientes maximalistas de la escuela de Boedo y, finalmente, el positivismo, en la versión socialista de Ingenieros. Decíamos que Vidas de muertos desarrolla una retórica agresiva e iracunda, un estilo y una técnica argumentativa que tiende a descalificar sin concesiones, a personajes y adversarios ideológicos. Esa prosa irritante y por momentos brutal, por su belicosidad nietzscheana, muestra alguno de los modos en que los revisionistas, en los años treinta, buscaban una ofensiva crítica para desacralizar la historia oficial. Este conservador culto transforma al interpelado en un personaje frente a las cuerdas, cercano al knock out, frente a la artillería de golpes ingeniosos y certeros, no exentos de inteligente ironía, que propaga su enjundia lapidaria y destructiva. La prosa destructora y violenta tiene el mérito de bajar del bronce a los principales personajes de la historia nacional y de humanizarlos mediante su ridiculización. En sus golpes y martilleos inesperados y súbitos, leemos la virulenta impugnación a propósito de Rivadavia, visto como un patero anticlerical: “(...) emprendió hijaputezcamente una política contra la Iglesia” (99). O sobre Alberdi: “Dijo gobernar es poblar y se quedó soltero” (139). Y en el colmo de los desvaríos racistas y reaccionarios afirma que Sarmiento: “Introdujo tres plagas: el normalismo, los italianos y los gorriones” (129). En este sentido, la discusión con la tradición romántica propia de la llamada generación del 37 (Alberdi, Echeverría, Sarmiento, Mármol) adquiere la forma de libelo político y abunda sobre el tópico del extranjerismo, la impostura y la inmoralidad que deviene en la cultura nacional a partir de sus manifestaciones parasitarias y repetitivas. Ser romántico o adscribir a su estética es, en Anzoátegui, lisa y llanamente un insulto reiterado y descalificador; y funciona, en la mayoría de las veces, como un estigma bacterial de un prontuario


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criminal y delictivo. Así en el capítulo dedicado a Mármol se habla de “la asquerosidad” romántica, de “la cursilería que infestaba la época” o de “snobismo” o “la cursilería romántica” (Anzoátegui 1720). O en el capítulo que se ocupa del colombiano Jorge Isaacs, imputará al romanticismo de “degenerado”, a su estética de “exaltada” y “cursi” y a sus detractores, de “falsificadores del sufrimiento” y de “cornudismo por fidelidad literaria” a Byron o Víctor Hugo. Y a La cautiva de Echeverría, el poema romántico que inserta el llamado americanismo estético, lo tildará de “mamarracho” estético (“El paisaje está hecho con bambalinas, y la tragedia no alcanza siquiera a la categoría de mamarracho....” 30-31). Asimismo, la queja e imputación sobre el romanticismo deja ver que su inserción en Latinoamérica ha imposibilitado y coartado la secuencia cultural que unía nuestra literatura con la tradición hispánica y que sólo fue posible en el período rosista, en donde “los mazorqueros hacían más falta que los ensayistas”. De este modo, también Amalia es el epítome de la traición ilustrada y de la mala literatura: “Sin ella nos hubiéramos librado de la novela romántica y tal vez hubiéramos podido empezar por los romances” (20). Y más claramente, en el capítulo dedicado a la acusación de Francisco de Paula Bucarelli (la cuarta edición del libro de Anzoátegui lo incorporó como retratado junto a Bernardino Rivadavia y José Ingenieros), personaje visto como traidor y empleado de un Imperio en decadencia e italianizado, reivindica la Conquista española y la tarea de las misiones jesuíticas y afirma: “España no ocupaba América, sino que se ocupaba de América” (Anzoátegui: 107). Aquí es donde el autor entra en escena como gendarme de la fe católica. Y si bien, en todo el libro es posible reconocer el viento fuerte del pathos agresivo (quizá como Zaratustra, nuestro autor “todo lo esputa y escupe”), Ignacio B. Anzoátegui se reconoce más como un santo o un fanático de la fe que como un sátiro nietzscheano. De igual manera, muchas veces, en los retratos de los personajes históricos, es visible advertir la presencia del método descriptivo y la confección de verdaderos mapas corporales de raíces lombrosianas, descripciones, en donde el racismo científico y la teoría de la degeneración (propias de las teorías de la criminología positiva y de las huellas dactilares diseñadas por Juan Vucetich), no está exenta


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de sarcasmo burlón y de inflexión irónica. Así leemos a propósito de Bernardino Rivadavia: “No era mulato, pero todos los mulatos que salen de la Facultad de Derecho se parecen a él. Si la época se lo hubiera permitido, habría usado lentes... Según Mansilla, era más bien rubión. Pero eso no quita que tuviera los ojos saltones, la nariz de rábano y en lugar de boca un bife de lomo” (Anzoátegui 95). O sobre Olegario V. Andrade descarga su humor impío. Andrade: “Era más bien petizo y además un poco gordo; parecía un quebracho retacón” (73). Y de Almafuerte afirma: “Se parecía a Sarmiento, pero no tenía jeta de mulato... Usaba unos anteojos de cura que le hacían cara de apóstata (85). Se sabe, toda victoria sobre la muerte es efímera. La historia, en muchos casos, ha presupuesto la presencia de los muertos para organizar la experiencia del pasado. El título del libro de Ignacio Braulio Anzoátegui, Vidas de muertos, supone una paradoja; o al menos, parece articularse como la expresión lingüística de un oxímoron irónico. ¿Se puede dar vida a los muertos? ¿Se trata de exorcizar y desenterrar a los muertos para volver a darles voz? Pero si uno mira atentamente y recorre el libro de Anzoátegui, asistimos, más bien, a una sepultura definitiva, a una sepultura de cuerpo y alma, al entierro de una galería de personajes históricos y de una tradición cultural. Se trata, en definitiva, como programa ideológico, irreverente e implacable, de excavar bien el pozo para que la tierra cubra los cuerpos insepultos que todavía vagan, según Anzoátegui, como mitos o fantoches, gracias a la acción imaginaria de la versión liberal de nuestra cultura. Después de la muerte, dice la versión popular, nadie vuelve vivo. O mejor, la historia no resucita a nadie. Y si Anzoátegui, con su libro, hace entrar en escena, con su galería de retratos impiadosos, una población de muertos, es para que vuelvan a la tierra para podrirse (“Después de la muerte”, afirma Anzoátegui, “el hombre volvía a la tierra sin otra consecuencia que la de podrirse: éste era el término” [Anzoátegui 123-124]). ** Todo intento de reflexionar sobre la obra de Martínez Estrada se halla asediada, por lo menos, por dos atajos: su profusión y el carácter multiforme y variado de sus escritos. En efecto, Martínez Estra-


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da no sólo escribió una obra más o menos extensa, sino también ejercitó todas las modalidades y registros de escritura: poesía, cuentos, obras de teatro, ensayos políticos, literarios, histórico-sociológicos y antropológicos. Asimismo, pensar buena parte de los textos ensayísticos de Martínez Estrada presupone contextualizarlo sobre un campo de fuerzas históricas y un horizonte ideológico que dibujan, como un tejido o una red, una serie de conceptos, perspectivas y miradas sobre el campo cultural americano y, en especial, argentino. En este sentido, ya en Radiografía de la pampa (1933) se advierten ciertas marcas de pensamiento, cierta forma de mirar y resolver el enigma cultural argentino que predetermina una forma ideológica peculiar del ensayo, presente en los textos ulteriores del autor. El determinismo histórico y el llamado “fatalismo telúrico” sobre el drama cultural argentino, a partir de la adopción de los modos de lectura y de los préstamos conceptuales provenientes de intelectuales europeos intérpretes oficiosos del “ser nacional” –José Ortega y Gasset, Waldo Frank y el Conde de Keyserling–, su criterio de circularidad repetitiva de los fenómenos culturales y su visión esencialista de la historia nacional, que imposibilitaba ver cualquier forma de cambio o transformación y, finalmente, la presencia de ciertos residuos spenglerianos –y me refiero específicamente al texto de Oswald Spengler La decadencia de Occidente (1922)– sobre el destino y el fin de una civilización o una cultura, pensada como una naturaleza invariante y no desde una perspectiva dinámica e histórica que atienda a sus cambios, transformaciones, retrocesos o modificaciones, estos son algunos de los pliegues y nudos conceptuales que siempre retornan en su obra. Martínez Estrada desarrolla un pensamiento singular y atípico que comienza a formularse en los años treinta, en el contexto de dos crisis y sacudimientos históricos profundos: en la esfera mundial, la Primera Guerra Mundial; en la esfera local, el fracaso del proyecto liberal y el desmoronamiento del sistema constitucional. Sin embargo, más allá de cierto enfoque fatalista y de la inclinación por los fundamentos transhistóricos –una perspectiva que atiende a los fenómenos constantes e inmutables y no a sus mutaciones o variaciones– en el análisis de la cultura, hay un cuerpo de preguntas, una serie de interrogantes que formula Martínez Estrada a las cuales siempre es posible volver.


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A diferencia de la persistencia ideológica de Ignacio Anzoátegui, son conocidos los vaivenes y las contradicciones no resueltas en la obra ensayística de Ezequiel Martínez Estrada. Un pasaje que va desde la punta extrema del inconformismo liberal a posiciones de izquierda, y que recorre el período que va de los años treinta hasta los sesenta del siglo pasado: deslizamientos de “Sur” (Victoria Ocampo, Borges, Bianco, entre otros) a “Boedo” (presente en la polémica que mantiene con Borges, Mallea, Mujica Lainez y Bioy Casares sobre la invasión norteamericana a Cuba, en la Bahía de Cochinos, como también en su acercamiento al “Teatro del Pueblo” y a la revista Propósitos de Leónidas Barletta), y de sus impugnaciones al peronismo como fenómeno ético y cultural (“¿Qué es esto?”, de 1956) a su fe en Castro y la utopía de Guevara (basta pensar en dos libros escritos en La Habana, En Cuba y al servicio de la revolución y El nuevo mundo, la isla de utopía y la isla de Cuba, ambos de 1963). Me gustaría reflexionar brevemente sobre un escrito póstumo de Ezequiel Martínez Estrada que recoge una serie de conferencias y cursos que el autor dictó. El libro es Para una revisión de las letras argentinas, publicado en 1967, y, si bien distante en el tiempo de su publicación y alejado del uso de la hagiografía laica y sarcástica presente en el texto de Ignacio B. Anzoátegui, en algún punto se encuentra y se entrevera con algunos temas y postulados del autor de Vidas de muertos2. ¿Qué relación existe entre Estado, Nación y Literatura? ¿Cómo se arma una tradición cultural y cuáles son sus presupuestos políticos e ideológicos? ¿Cómo interviene una literatura en la formación de la conciencia nacional? ¿Qué relaciones entabla la literatura y la crítica literaria con las formas de consolidación y legitimación del Estado? ¿Qué se dice cuando se dice literatura nacional? ¿Qué dice la literatura acerca de la patria? ¿La cultura puede ser una forma encubierta de barbarie? ¿Dónde se aloja la patria? ¿Es posible trazar una frontera o una línea demarcatoria que escinda lo nacional de lo extranjero? Estos son algunos de los planteos e interrogantes que recorren y atraviesan Para una revisión de las letras argentinas, un texto radical que excede la crítica literaria convencional y que piensa la cultura y la literatura argentina a partir de sus presupuestos. Sin el auxilio de un agrimensor –nos dice Martínez Estrada– no sabemos en qué país vivimos, qué forma tiene, ni qué fronteras, ni


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qué relieves, sedimentos o capas asume. En este sentido, Para una revisión de las letras argentinas se propone el trazado de un nuevo mapa cultural, redefiniendo los límites y las fronteras literarias. A partir de la revisión de los presupuestos heredados de la cultura oficial y de los pares dicotómicos nacional/extranjero, literatura nacional/literatura patriótica, Martínez Estrada intenta descifrar algunos de los enigmas de nuestra literatura, asumida hasta ese momento, como una herencia natural y un legado cultural sin controversias, ni polémicas previsibles. En el ensayo, Martínez Estrada rearma la tradición cultural argentina pensando la historia y la política a contrapelo y en contraversión de los presupuestos heredados. El libro de Martínez Estrada no es solamente un trabajo de crítica literaria, ya que excede por todos lados los estrechos marcos del género, y señala en su carácter multiforme, las pretensiones de ahondar y revelar las claves ideológicas y culturales de nuestra sociedad. Preguntarse qué lugar ocupa la literatura frente al Estado, qué efectos promueve en el desarrollo de la conciencia nacional, si la literatura es representativa o no, o qué relaciones entabla con la política, son también formas de entender los mecanismos complejos de una cultura, o de advertir el desarrollo o el estancamiento de una cultura pensada desde sus inicios a partir de la oposición entre civilización y barbarie. Revisar, releer, volver a mirar implica asumir una postura siempre nueva y crítica frente a un objeto, la cultura argentina, que se considera cristalizada y sostenida por los factores de falsificación y deformación. Es por esto que en Ezequiel Martínez Estrada, la cultura está pensada como un enigma a descifrar; síntoma y clave de los disfraces que maquillan el verdadero rostro de un país, la realidad argentina que se oculta en una fisonomía cribada por medio de la inicua práctica del trasplante, por la importación de un cosmopolitismo o una universalidad que sólo se conforma con adoptar las poses de la civilización. Con un replanteo del panorama literario, Martínez Estrada vuelve a viajar por la cartografía de una Argentina dramática, repensando el territorio de la cultura a partir del cercenamiento de las leyes telúricas, conflicto fundante que ya había diagnosticado treinta años atrás con Radiografía de la pampa. En este sentido, las letras argentinas constituyen el objeto y, sin embargo, se vuelven a tomar los planteos que fueron el soporte de


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un texto construido con saberes y discursos heterogéneos (historia, antropología, literatura, psicoanálisis, filosofía), con intuiciones tan hiperbólicas como acertadas y con lecturas de procedencias disímiles (Freud, Nietzsche, Simmel, Spengler o Keyserling). Desde esta perspectiva, Martínez Estrada es categórico y obsesivo con un modo de leer circular, insistente e incisivo en lo que respecta a los efectos irreversibles de la Conquista Americana (y aquí la separación con el pensamiento de Anzoátegui es evidente); pero además entra en polémica con el proyecto que los intelectuales ilustrados instauraron a partir de ese condicionamiento primordial (estigmatizado en la generación romántica y en las discusiones del Salón Literario de Marcos Sastre). Así, con una cosmética antihispánica y con gestos independentistas, Echeverría y Sarmiento orientan la conciencia de lo nacional a través de la importación cultural, torciendo las procedencias ontológicas de las consignas y valores auténticamente patrióticos. Por lo tanto, la estrategia de enunciación de Martínez Estrada va a marcar un punto de viraje en lo que hace al canon literario, porque a partir de allí volverá a mirar la cepa ideológica, el perfil político de un territorio reconfigurado desde la tradición del vacío (desierto) y del margen. Su actitud característica será poner en debate las concepciones míticas y anquilosadas del discurso nacional, sacando, desde el fondo mismo del suelo y del tiempo, la cara real de la idiosincrasia argentina. En este sentido, el rasgo, al parecer, es la inmadurez que, paradójicamente nos viene de la Independencia, tal como habían podido advertirlo Marcos Sastre y Paul Groussac. Actitud ladina de “remedadores y plagiarios” que construyen una farsa de origen y que emerge en textos que circulan, falseando la realidad americana, la relación íntima entre historia y literatura. Nuestro autor lo dice claramente: su propósito “revisionista” es valorar la autenticidad y, correlativamente, resituar, desde una mirada crítica y distante, a la cultura de cenáculo cuyos juicios en procura de la civilización, en definitiva, no han hecho otra cosa que derivar en un potlach. Nuestra cultura, entonces, está valuada sobre la falsedad y la apariencia cuya legalidad jurídica convalida, sin embargo, sus símbolos y convenciones. Los pactos y las alianzas áulicas contaminan la verdadera naturaleza del sistema literario y definen, así, el lugar que las letras van a ocupar en instituciones que nacieron maleadas.


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Martínez Estrada adopta una perspectiva hermenéutica, la cual da forma a un modo de leer, ocupado en descifrar los sentidos oncebidos como enigmas de nuestra realidad social. De esto, precisamente, nos apartó el crédito y legado de Echeverría, Sarmiento, Alberdi y Mitre, a quienes tampoco les quita el mérito de ser grandes escritores (la distancia con Anzoátegui, ahora, se manifiesta en resoluciones paradojales). Por ello y más allá de la interpretación obsesiva, debemos tener en cuenta los vaivenes argumentativos, las inversiones analógicas, las paradojas y los oxímoron que sostienen su forma ensayística. Con la excepción de José Hernández, Guillermo Hudson, Horacio Quiroga, Florencio Sánchez y otros casos esporádicos, nuestra literatura sustituye a la realidad de la vida con autores consagrados y cuyos nombres fueron escritos con sabor a tinta de asuntos públicos. La generación del 37 signa el envés de la conciencia nacional, a la sombra de un narcisismo empedernido. Pero son estos mismos autores los que Martínez Estrada toma para describir el destierro, el desarraigo y la muerte, destacándose así la incidencia paradojal con que opera su reflexión y su lectura. Son ellos mismos quienes, desde otro extremo, en la otra orilla de Hernández y Hudson, dejan ver una grieta, la fisura que abre el “complejo de la ocultación”, entre el trauma de la Conquista y la Revolución emancipadora. Descubrir la verdad, con los documentos fehacientes de las letras y las palabras, se convierte en destino trágico, revelando así el vacío, la carencia, la falta de obras que hablen de la vida y de la cotidianeidad, sin la ominosa vergüenza de ser nosotros mismos. Desde Moreno, Rivadavia y San Martín hasta Echeverría, Sarmiento y Alberdi, se revela la condición material del destierro esencial. Nuestra vida y nuestra literatura componen un origen y un destino que evitan reflejar una historia manchada de sangre y destierro, suprimiendo así a nuestros personajes de frontera: el indio, el mestizo, el gaucho. Esas figuras que encarnan a las víctimas de la usurpación y el exterminio son, sin embargo, los verdaderos protagonistas en el drama de la Organización Nacional, de cuyo relato y composición se ocuparon las versiones apócrifas desarrolladas dentro del sistema colonial de obediencia. Esto es lo que soslaya un “poeta patriótico por antonomasia” como Bartolomé Hidalgo, cantando para una


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patria delimitada al dictado de España y la Corona. Según afirma Martínez Estrada, los diálogos de Hidalgo fueron ingresados por punción, ya que las gentes del interior no llegaron a absorber naturalmente el pensamiento revolucionario. La real existencia fue esquilmada, los hombres extirpados y los cantos festivos y celebraciones se realizan así sin conciencia ideológica. De este modo, la verdadera historia de la gente humillada se convirtió en tabú. La estrategia de la relectura en Martínez Estrada es diseñar un movimiento pendular y su objeto es trazar las líneas que configuren el mapa de una nueva tradición. Ese modo de leer va a permitirle cuestionar de manera contundente la figura política de Rosas (y la de Perón), por ejemplo, pero a la vez, los va a rescatar como síntomas inequívocos que dan cuenta de la realidad nacional. Asimismo, a Sarmiento, a quien devora con admiración, le atribuye una inconsciente filiación hispánica por su concepción barbárica de lo popular. Los itinerarios del pensamiento, en Martínez Estrada, se vuelven sinuosos por incurrir con frecuencia en una suerte de paradoja ideológica, permitiéndole cruzar canon y contracanon, al Facundo de Sarmiento y al Martín Fierro de Hernández, en lo que se refiere al alineamiento de los héroes prófugos. Si bien es cierto que fueron las “Leyes de Indias” las que con sus disposiciones políticas y eclesiásticas empobrecieron la vida espiritual en el Río de la Plata, la herencia hostil de este “suelo erial” (correlato de “la maldición pampeana” de Radiografía de la pampa) prolonga sus efectos no tanto en la epidermis de las obras producidas, sino en los síntomas y en el vacío persistente que pretenden ocultar. Desde este punto de vista, con la literatura de salón (el Salón Literario de Marcos Sastre como referencia) pero, aún antes, con la imposición inicial de las “Crónicas de Indias” (y con las “crónicas” del bávaro Ulrich Schmidel a la cabeza) se desvía la mirada que debería apuntar al hombre y a la tierra; y comienza a forjarse no la belleza de la verdad, sino la “verdad de la ficción”, concebida como una forma deliberada de imposición cultural fraudulenta . Si en general los escritores argentinos (Echeverría, Sarmiento, Lugones, Borges) se han definido por su relación con Europa y, en más de un sentido, han manifestado su forma de participación e intervención cultural como una forma de aclimatar en el Río de la Plata


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las ideas europeas, Martínez Estrada piensa otra serie cultural por fuera del influjo y los transplantes europeístas, a partir de un grupo de textos y autores que han sido pensados como exteriores al panteón oficial de la cultura. ¿Qué lugar asigna Martínez Estrada a Guillermo Enrique Hudson en la tradición nacional? ¿Habrá que considerar al autor de Tierra purpúrea y de Allá lejos y hace tiempo como un escritor europeo aclimatado en nuestras pampas? ¿Y cuál es el valor que le asigna al Martín Fierro de José Hernández? Martínez Estrada arremete contra la cultura letrada y postula la identidad cultural como un cruce entre lo propio y lo ajeno, un espacio entrelazado por fuera y por dentro de las fronteras. Los poemas gauchescos y los relatos de los viajeros ingleses (Guillermo Enrique Hudson) constituyen una gran tradición, una literatura marginal, fuera de los textos canonizados por la rutina crítica santificadora. Así es como Martínez Estrada piensa los textos de los gauchescos o los de Hudson como textos huérfanos o entenados de nuestra literatura, marginales y ajenos al estatuto oficial de la cultura: “Son los guachos, los hijos sin padre, los gauchos que no consiguen ingresar en la familia literaria argentina sino al precio de perder su personalidad y de ataviarse con máscaras decentes” (Martínez Estrada 37). Es entonces cuando Ezequiel Martínez Estrada arma la historia de la cultura argentina como un problema de la especialidad: la cultura nacional se funda en los textos que supieron leer los signos de un territorio abandonado. Los viajeros ingleses y los poetas gauchescos descubrieron en ese otro espacio cultural un lugar donde ensayar la diferenciación respecto de la cultura europea. La gauchesca será la literatura de la resistencia, la literatura que se impuso a pesar de las capas sedimentadas de falsa cultura que los intelectuales conformistas aceptaron. En este sentido, la serie rural –los textos gauchescos o los del hijo de ingleses Guillermo Enrique Hudson– formulan la invención de un nuevo lenguaje y un sistema de representación literario para hablar sobre aquello de lo que los otros textos callaron. Si bien estos textos operan como un cuerpo ajeno y exterior a nuestro sistema cultural, son los textos más propios, más auténticos de nuestra literatura, porque asumen una perspectiva y una mirada real sobre la Argentina. El círculo se cierra, los antagonismos se disuelven y la violenta paradoja que afirma Ezequiel Mar-


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tínez Estrada es que los textos exiliados o extranjeros son los textos más nacionales que tenemos. Guillermo Hudson representa un emblema paradojal, por cuanto encarna, desde la extranjería, la genuina comprensión de los valores en el mundo rioplatense. Así es como La tierra purpúrea y Allá lejos y hace tiempo no se conforman según las pautas de mitos y prototipos porque recogen lo que queda fuera de la literatura oficial, prescindiendo, justamente, de ornamentos artificiales. “Hudson es un escritor sin librea política, sin uniforme patriótico y sin moralina de sacristía. Un espíritu libre, lo más extranjero en su tierra” (139). En Hudson, Martínez Estrada encuentra no sólo una narración auténtica, la expresión veraz de un género de vida promovidos por la tierra y sus habitantes, sino las bases de una doctrina ideológica que funda los cimientos de una idiosincrasia fuera de la civilización ya desarrollada. Este escritor, que nació en Quilmes, en la Provincia de Buenos Aires, de origen familiar inglés y que vivió más de treinta años en la Argentina, supo reflejar, más que ningún otro escritor, la simplicidad primitiva del mundo natural de nuestras pampas, en contraposición de los artificios culturales de los cenáculos urbanos. Lo paradójico de la afirmación de Martínez Estrada es que este escritor “europeo” y trasplantado a nuestras pampas, que escribe en su lengua materna para lectores ingleses, es, sin embargo, el más argentino de nuestros escritores. El tono polémico del ensayo de Martínez Estrada afirma un nuevo modo de leer la literatura y la cultura argentina por fuera del canon, más allá de las convenciones y los criterios establecidos, ya sean institucionales, académicos o políticos. Leemos en un fragmento textual, que corresponde al capítulo “La literatura y la formación de una conciencia nacional” del ensayo, lo siguiente: “Para la tesis de este trabajo debo crear una definición ad hoc: nacional es lo que refleja la literatura culta, de cenáculo; patriótico es lo que expresa la literatura popular, campesina (los Viajeros y los gauchescos) repelida por las antologías y crestomatías” (Ezequiel Martínez Estrada 55-56). Lo que importa, más allá de cierto binarismo extremo que postula (literatura nacional/literatura patriótica o popular que encarnan valores positivos o negativos) y de cierto criterio esencialista (autenticidad, realidad, representación), es el trazado singular de un nuevo mapa literario. En este sentido, a lo largo de todo el ensayo,


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Martínez Estrada escinde y bifurca la literatura nacional asociada al Estado, a los mitos y ficciones que legitiman y consolidan el poder político –las deformaciones patrioteras, las supersticiones jurídicas, religiosas, heroicas, educacionales y económicas– y la literatura patriótica despojada de lo político y vinculada a la tierra, al espacio real y concreto, a la literatura rural, auténtica y representativa. La literatura patriótica establece un puente entre literatura y vida; y trabaja sobre los dramas reales del pueblo, transformando estéticamente el material social emergente.

NOTAS 1

En 1938, Julio Irazusta será uno de los miembros fundadores del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, dedicado a la literatura revisionista. Corriente historiográfica cuyo objetivo es denunciar el falseamiento de los hechos que postula la historiografía liberal y destacar a Rosas como el gran caudillo nacional. 2 Para una revisión de las letras argentinas, de Ezequiel Martínez Estrada, es un texto póstumo del autor que recoge una serie de conferencias y artículos publicados en diferentes revistas nacionales e internacionales. Los mismos trabajos del autor fueron compilados por Enrique Espinosa en la edición de la Editorial Sudamericana de 1967.

REFERENCIAS Anzoátegui, Ignacio Braulio. Vidas de muertos. Buenos Aires: Editorial Tor, 1934. Borges, Jorge Luis. “Arte de injuriar”. Historia de la eternidad. Buenos Aires: Emecé, 1953. 185-196. Martínez Estrada, Ezequiel. Para una revisión de las letras argentinas (prolegómenos). Buenos Aires: Losada, 1967. Nietzsche, Friedrich. Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Madrid: Alianza, 1979.


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l poeta habla el lenguaje de su mundo circunstancial, usando imágenes, tonalidades y significados que en este mundo aparecen. Habla, además, el lenguaje de la humanidad. Escapa del tiempo y el espacio para enfrentarse sin ceguera a aquellas cosas que constituyen los problemas de su persona en todo momento. Esto último hace o deshace al buen poeta. Serlo, requiere un hacerle frente a la realidad; y la realidad bien vista, vista sin velos ni resguardos, es ante todo dolorosa. Si hay pocos poetas, se debe quizás más a la cobardía que nos hace esquivar la realidad y ver tan sólo superficialidades, que a la falta de talento. No es que no podamos penetrar la superficie de las cosas, sino que tememos ver, sin cautela alguna, nuestro propio mundo y nuestras vidas. Pero si bien somos esquivos y vemos de nuestro mundo únicamente aquel síntoma o esta fiebre, a veces se nos ofrece la posibilidad de percibir, lejanamente, a través del ojo del poeta, la realidad verdadera. Esta visión es la que más acertadamente nos descubre la médula de las cosas que deseamos entender y afrontar. Es la mejor de las perspectivas porque no disfraza al hombre con política, ni economía, ni sociedad, ni psicología. Nos da al hombre como entidad —“persona”— frente a lo esencial de su mundo. Palés alcanza estos niveles de poesía y por eso para quienes sepan ver, más allá de la versificación, ayuda a entender al hombre y al

* Publicado en La Torre, Revista General de la Universidad de Puerto Rico. Homenaje a Luis Palés Matos VIII.29-30 (enero-junio 1960): 277-289.

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mundo de hoy. Nos habla de su contorno y de la realidad natural y humana que circunda al hombre en cada tiempo y lugar. De este modo nos lleva, paradójicamente, a la visión del hombre como tal y del mundo que configura su destino. Es falaz, no obstante lo antes dicho, suponer que Palés tiene en su obra esencial límites geográficos e históricos. Nada confundiría más nuestro entendimiento de su obra que el presuponer estrechez de tiempo y espacio en su visión. Y nada confundiría más nuestro entendimiento de Puerto Rico que el presuponer en esta isla condiciones históricas especiales y alejadas de la corriente viva de la humanidad. Si bien las imágenes que usa Palés, su vocabulario, y su estilo poético son, las más de las veces, Puerto Rico en un momento dado, el sentido de su poesía trasciende este marco. Palés se afianza no ya en la visión de Puerto Rico como entidad aparte —presuposición que ha destruido la obra de más de un poeta puertorriqueño— sino de Puerto Rico como segmento de la realidad y del género humano. La isla, es innegablemente, faz, estilo y variante de un drama mayor, pero para Palés siempre es parte de ese drama. Entonces, ¿cuál es, según él, la variante puertorriqueña? Es —y cito lo ya quizá demasiado conocido— burundanga, mezcla de cosas sin perfilada entidad. Toda adjetivación sinonímica y paralela acompaña esta línea de sus versos. El sinsabor de la vida lo inunda todo; la gente. “...toda desconocida...” los días “...—largos como caras sombrías...” las calles: “...anchas bajo el sol aturdidas.” el paisaje de su tierra, “...tierra estéril y madrastra…”

Puerto Rico es nada. Para los que tenemos memoria de la isla hace dos décadas, nos parece ver un cuadro en el cual se reproduce con exactitud nuestro recuerdo. Del 1930 al 1940, Puerto Rico era así. Jaime Benítez nos habla de esta pobreza de la circunstancia que era nuestro mundo no hace mucho.1 El hambre y la pobreza agobiaban en


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Puerto Rico a las masas campesinas y trabajadoras. El crecimiento poblacional amenazaba con ahogarnos. La falta de riqueza material no permitía vislumbre de solución. La agricultura iba al fracaso en consecuencia de dos huracanes y una gran depresión. La malaria, la gastroenteritis, la tuberculosis restaban al hombre ánimo de vida arrojándolo a la muerte prematura. El analfabetismo y una rígida jerarquización social no ofrecían posibilidad alguna de que surgiera un grupo dirigente capaz de salvar las vallas de la desesperación y la desesperanza que eran estas vidas. Así podía vernos Palés: “algún mendigo, algún caballo que atraviesa tiñoso, gris y flaco, por estas calles anchas;” y éramos, esta otra estampa: “El caserío inmundo (amontonado) en un rojo pegote miserable de andrajos y de ruinas, y sobre el viento lento cunden ásperos tufos de lodos y amoníacos, mientras entre la sombra, los sapos negros croan al fondo de la noche.”

Hay algo íntimo y profundo entre el sinsabor de la vida que Palés expresa continuamente, y la circunstancia histórica que lo rodea cuando escribe en torno a la modorra y el vacío que es Puerto Rico. ¿Pero será únicamente a las condiciones de miseria física a que se refiere Palés? Uno busca y rebusca en su poesía pero son contados los versos en que aparecen referencias a la pobreza material, la ignorancia y el hambre. Y donde aparecen son, además de comentario social, símbolo de degradación espiritual y vida hueca. El tema central no es la escasez de bienes y de condiciones favorables de vida, sino la modorra, el vacío y las cosas de poca entidad. Pesando una y otra cosa, Palés opta no por el cuadro de miseria, sino por el problema más agudo, general y permanente de las cosas que acontecen en el hombre y su mundo, y que son fundamento y antecedentes de su miseria. Debajo de la superficie, busca el vacío en los hombres y las cosas:


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“Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo, donde mi pobre gente se morirá de nada.”

La gente no se morirá de hambre ni de enfermedad, sino de nada, y ese nada, lo dice todo. Esta certeza de dirección, esta disposición de atravesar las cosas, cotidianas y transitorias, va más allá. ¿Quién en Puerto Rico no ha sufrido la tentación de politizar todos los problemas? ¿Quién en un momento u otro no lo ha visto todo a través de los lentes grises del status político de la isla? Nuestro mundo de literatura se ha estrechado y encogido radicalmente en consecuencia de la incapacidad para trascender este problema. Y si bien es problema presente, no es, ni ha sido nunca, la única contestación a nuestros males. Quizás ni siquiera sea el de mayor importancia.2 Palés siente la tentación, pero logra rechazarla. Habla, de “Tierra de hambre y saqueos y de poetas y azucareros… Antilla perfumada que arrastra su estómago vacío sobre el agua.”

Habla, además, de la “¡Pobre isla donde yo he nacido! el yanki, bull-dog negro, Te roe entre sus patas como un hueso.”

Pero intercala entre estos versos, los siguientes: “Jaula de loros tropicales politiqueando entre los árboles.”

Los poetas, los azucareros, y los loros tropicales no son víctimas, son causas y son hombres. El “bull-dog negro” es, en el peor de los casos, sólo un oportunista. No es la política la culpable, sino los hombres. Aparte de los versos ya citados, en toda la obra de Palés sólo aparecen una o dos líneas más que podrían interpretarse como de carácter político y aun éstas quedan intercaladas en poesías que


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le restan este sentido. Palés siempre dirige su atención a todo lo que queda después de la superficie. Esta radicalización de la visión de Palés, esta incapacidad de esquivar los problemas fundamentales, es lo que hace que el poeta reitere una y otra vez, el hastío de la vida, el vacío que existe en Puerto Rico, y la modorra que es la vida aquí —y en todos sitios. Cabe pensar que Palés fue de un momento dado en Puerto Rico, y que, pasado el momento, Palés también ya ha pasado. Sin embargo, hoy más que nunca, Palés es contemporáneo. La virtud que tiene el hábito de atravesar superficies es que no se pasa a la historia con la historia. A pesar de haber cambiado Puerto Rico en forma radical, a pesar de tener un futuro prometedor en las cosas que nuestra época busca, la dimensión última de la vida no ha quedado alterada, y la vida es, al fin y al cabo, lo que más vivimos, cosa que siempre se nos escapa de la mente. En Puerto Rico, y en el mundo entero, han llegado a prevalecer dos ideas: la ideología del igualitarismo y la fe en la abundancia. No quiero decir con esto que una cosa o la otra se hayan logrado y que no falte mucho por hacer. Tampoco quiero decir que, bien entendidas, no sean deseables. Más bien deseo indicar que hoy por hoy se da por sentado que los viejos sistemas de privilegios han de desaparecer y que al fin y a la postre todos hemos de gozar de una relativa abundancia. Aunque la escasez todavía agobia al mundo y los privilegios de jerarquía injustificada todavía andan con nosotros, la fe secular contemporánea señala a la desaparición de estos males. Puede añadirse a esto que a la larga la abundancia no parece ser cosa imposible de conseguir y que, si bien no será posible un igualitarismo completo, podrá crearse la ilusión de la igualdad y, por lo tanto, podrá reafirmarse aún más esta ideología. Por lo menos, ésta parece ser la situación por la cual atraviesan hoy día las tres grandes potencias del mundo, es decir, Estados Unidos, China y Rusia. Esta condición tiene, a pesar de todo, ciertas virtudes a la vez que ciertos peligros. En lo que a virtudes respecta, puede decirse que al resolverse, o al sentirse que se han resuelto, los problemas de injusticia social y de escasez, la distracción ideológica que representan, se habrá de reducir y se madurarán las circunstancias para que el hombre retorne a la consideración de preocupaciones más funda-


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mentales. Sin menospreciar nuestra época de ideologías, cabe señalar que los fines de justicia social y de abundancia sólo son cosa de los últimos dos siglos, y que sólo se han entendido en su sentido contemporáneo durante lo que va de este siglo. Lo que antes era el problema del hombre, su búsqueda del ser, había quedado relegado a los aspectos formales de las ideologías. Ahora, al quedar resueltas las distracciones que lo colocaron en un plano secundario, cabe la posibilidad de plantear nuevamente el problema del ser en un nivel insospechado de profundidad. Borradas las distracciones, es posible que el hombre tenga que enfrentarse nuevamente consigo mismo y localizar en el centro de sus preguntas, el asunto de su propia vida. Quiero reiterar que esto no es otra cosa que posibilidad. Nada tiene de certeza. Y en esto precisamente estriba el peligro. La época que se avecina también ofrece posibilidades inigualadas de distracciones nuevas y más cómodas que las anteriores. La capacidad del hombre para distraer la atención de las cosas importantes parece ser inagotable. De ahí que haya tan pocos poetas. Ellos son los que pueden atravesar el caparazón y la armadura con que vestimos la realidad. La tentación de evadir las cosas medulares de nuestro mundo es inmensa y con los soporíferos que ha creado la técnica moderna, estamos irremediablemente ante un dilema sin equivalencias históricas. Al librarnos del tullimiento de la humanidad que resulta de la injusticia social, y de la escasez, no nos queda más remedio que volver a los viejos asuntos y a las viejas opciones —o enfrentarnos a la vida o cegarnos ante ella. Ésta es la contemporaneidad de Palés. Nunca permitió que las ideologías lo desviaran de su visión más duradera y profunda. Vivió siempre confrontando la realidad: “…la fría y atrofiante modorra del domingo jugando en los casinos con billar y barajas, todo, todo el rebaño tedioso de estas vidas en este pueblo viejo donde no ocurre nada todo esto se muere, se cae, se desmorona, a fuerza de ser cómodo, y de estar a sus anchas,”

Su mundo es de


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“...Resolanas inmóviles, y rígidas tertulias de honorables señores de botica. ¿Pero cómo yo pude vivir aquí? ¿Qué línea sedentaria y monótona pudo tirar mi vida...?”

Un ansia de llorar, “…larga, eterna, profunda, me oprime el corazón, Pero ¡bah! esto no es nada. Doy un brusco empujón a mi amigo que gusta rodar por la veredas y allá voy, como siempre, en mi sillón de ruedas”.

Trunco el mundo y trunco él. “Existo, pero no soy ya en mí, ni seré quizás, bajo este cielo de hoy heterogéneo y total.”

Este no es cuadro del pasado sino del futuro. Algunas modificaciones de referencia y forma y queda descrito nuestro nuevo mundo, de ahora y de mañana, en el cual cada boca de cada ente igual, chupa de una inmensa e inagotable ubre. Palés no toleró nunca la tentación de la ceguera. Dada su visión opresiva y pesimista de la realidad, su única salida era la mirada hacia adentro en busca de razones y fundamentos de ser (hábito que hoy se ha desvanecido ante el sustituto científico del psicologismo que nos ofrece nuestras entrañas vitales como productos de segunda mano). Palés inicia su viaje hacia lo interior. “Hoy me he dado a pensar en el dolor lejano que sentirá mi carne, allá en sus aposentos y arrabales remotos que se quedan a oscuras en su mundo de sombras y de instintos espesos. ……………………………………………………….. Son mensajes que llegan desesperadamente del ignorado fondo de estos dramas secretos: gritos de auxilio, voces de socorro, gemidos...


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………………………………………………………. Quizás las más profundas tragedias interiores, los más graves sucesos, pasan en estos mudos arrabales de sombra sin que llegue a nosotros el más vago lamento...”

Esta búsqueda hacia adentro no la hace libre de temores: “Ay, pobre de mi alma que atraviesa estos yermos...!”

Y de repente, a pocos pasos de haber puesto pie en el camino hacia lo interior, se tropieza con la muerte, o más bien, con el impulso hacia la muerte. “…el sueño es el estado natural. Nuestras vidas sólo turban con leves, fugaces movimientos, ese ras de agua inmóvil perennemente mudo, muy allá de los límites del espacio y el tiempo,”

Palés sueña “…bajo la comba de la noche estrellada, con una ciudad llena de graves torres blancas. ……………………………………………………... No hay relojes, ni horas, ni días, ni semanas… ……………………………………………………. Yo anhelo, en el silencio de la noche estrellada, cuando las pesadillas de escarabajos bajan a roerme los sueños, tender mis fuertes alas hacia la ciudad lúcida de graves torres blancas.”

Ha cruzado la barrera del temor. La muerte ya, y así vista, no es reto, sino impulso fundamental interior, que es atractivo a este hombre cuyo mundo está muerto en vida y cuyo dolor le hace la vida intolerable. Las tres “poesías nórdicas” son una de las claves de Palés hombre, atrapado en su mundo. “¿Qué buscas; qué persiguen tus cálidos antojos? ¿Qué quiméricas Thules vislumbraron tus ojos?


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¿Qué palacio remoto quiere cuajar tu empeño en los vagos dominios de la bruma y el sueño?”

Exclama sus ansias por el “…tenebroso imperio, donde el fantasma rígido, la Noche, reina en un trono milenario y negro”

y donde habitan “formas blancas de amigos que sollozan y desaparecieron sin aparente causa de la vida…”

Al corazón en lucha “…con legiones de adversarios siniestros este es el paraje de reposo y sueño…

Le ha llegado a Palés el sentido de la muerte. Ha salvado el segundo obstáculo de la búsqueda interior, recostando su angustia en la negación de la vida. De repente nace la poesía negroide, quién sabe por qué transición. Sólo se puede decir de ella, que forma un fantástico contrapunto al ansia de muerte y que la siente más profundamente, y con más precisión y visión, de lo que sintió su poesía “nórdica”. “Culipandeando la Reina avanza y de su inmensa grupa resbalan meneos cachondos que el gongo cuaja”

Es otro mundo, no de sueño sino de voracidad. “Ñam-Ñam. África mastica en el silencio —ñam-ñam, su cena de exploradores y misioneros —ñam-ñam.”


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Entusiasma la vitalidad, el sentido absoluto de energía voraz, lo inagotable del ánimo. El animal habita aquí. Habiendo percibido la muerte, o mejor, el impulso hacia ella, Palés saca de su intimidad el impulso contrario, el de la vida. Esta dialéctica aparece en Palés vestida de lo negroide y lo nórdico, y no es, por supuesto, ni una cosa ni la otra, sino simplemente Palés. Pero él es, siempre y ante todo, desaliento ante la vida. No ante la vitalidad, sino ante la vida, que es el campo de combate de los impulsos de vitalidad y muerte y donde lo que triunfa, para Palés, es la nada. En resumen, como dice él mismo en los versos introductorios a su volumen de poesía negroide, tiempo perdido. Palés pasa al aburrimiento. El impulso vital es “algo imprevisto o presentido”, pero “poco realmente vivido” y hay “mucho de embuste y de cuento”. Ni lo nórdico ni lo negroide. Ni lo mortal ni lo vital. Tomás Blanco comenta la temprana creación por parte de Palés, de un país ilusorio llamado la Goglia.3 He aquí no una sino dos Goglias, la negroide y la nórdica opuestas en todo. Lo nórdico casi no se comenta. Lo negroide, sin embargo, llama más la atención, es más completo. Y es, como lo nórdico, fantasía, salvo en el sentido inmediato de imágenes y palabras y ritmos que Palés pudo recoger en el mundo cotidiano que lo rodeaba. El negro es de este mundo cotidiano, pero también es, según Margot Arce, “un negro exótico... negro teórico y abstracto que el poeta no ha visto…”4 Es la Goglia de la vitalidad. Pero aún como fantasía que nace de lo interior, no puede satisfacer a Palés. Su semejanza con la fantasía nórdica es que las dos quedan abandonadas a la orilla del camino que viaja el poeta. Ya que dentro de sí no se encuentra lo que busca, retorna al mundo brevemente y dirige sus punzadas al Duque de la Mermelada, y al Conde de la Limonada, a la vez que ofrece alguno que otro lamento: “hombre negro triste se ve... ya no baila su tu-cu-tú...”

En el poeta no puede haber razón para seguir. Ni el mundo ni lo interior parecen ofrecer salida alguna. Y, sin embargo, Palés no sabe dar vuelta atrás. Camina lo que quizás para cualquier ser humano sea el último trayecto. Si las


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verdades últimas son un mundo estéril, y unos impulsos de vida y muerte que ni a la una cosa ni a la otra llevan, una de dos: o se vive la vida con hiel en la boca, o se trasciende al plano del amor por nuestra existencia y del amor en ella. Gustavo Agrait dice que en los últimos años de su vida Palés produjo un ciclo de poemas “transidos por el más viejo y más nuevo tema de la lírica: el amor”.5 Es eso y es más que eso. Este amor le transforma mundo, vida, vitalidad e impulso de muerte. “Menú” es, más que aprecio de paisaje, muestra de amor por un mundo que por tanto tiempo había despreciado. Escribe, también, el amor a personas y cosas. Y este amor por y en la vida, lo resume en la siempre misteriosa Filí-Melé “…tan leve tu esencia, tan aérea tu pisada, que apenas ibas nube ya eras nieve, apenas ibas nieve ya eras nada.”

No hay contradicción entre su angustia de vida, y su amor. “Yo te maté, Filí-Melé… ……………………………. “…ahora, silencio, soledad, quietud que añora...

Pero “Zumbel, tú, yo peonza. Vuelva el tiro…” ………………………………………………… “vuelva, zumbel, el tiro, que mientras tires tú me dura el canto!”

El mundo no ha hecho más que transitar del extremo de los honorables señores de botica al extremo de los grupos nerviosos de jóvenes contemporáneos que, por dictamen del dogma secular de nuestros días, viven comprometidos a la residencia no en la botica, sino frente a ella. Tenemos ante nosotros la perspectiva de un mundo nuevo que, si se lo permitimos, nos sofocará con superabundancia y nos sepultará a cada uno en tumbas idénticas. Este mundo no


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es, salvo en sus superficies, distinto al mundo que desdeñaba Palés, el mundo de la nada y de la gente que de esa nada morirá. O mejor dicho, el mundo del pasado y del futuro difieren en un solo hecho, el que se habrán de radicalizar las opciones a que necesitamos enfrentarnos. Las desviaciones a la vez tan necesarias y tan ilusorias que han sido la democracia y la justicia social (vistas en su acepción vulgar de igualitarismo y abundancia), no habrá de perdurar por mucho tiempo. La visión del futuro obliga al reconocimiento de una condición vital en la cual, como nunca antes, el hombre habrá de ejercer su albedrío ante las opciones de ser y no ser. A esta condición de vida tendremos que enfrentarnos. Palés es las dos cosas. Es antídoto a la enfermedad de nuestro tiempo. Es, además, ejemplo, modalidad, y evidencia de que se puede ser.

NOTAS 1

Introducción a Luis Palés Matos, Tuntún de pasa y grifería, San Juan, Autores Puertorriqueños, 1950. 2 Juan Antonio Corretjer expresa un punto de vista exactamente opuesto a éste en su artículo, “Lo que no fue Palés” en la Revista del Instituto de Cultura, San Juan, abril-junio, 1959, p. 35. 3 Blanco, Tomás, Sobre Palés Matos, San Juan, Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1950, p. 22. 4 Arce de Vázquez, Margot, Impresiones, San Juan, Editorial Yaurel, 1950, p. 46. 5 Agrait, Gustavo, “Una posible explicación del ciclo negro en Palés”, Revista del Instituto de Cultura, op. cit., p. 39.


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LA CIUDAD DE LOS BALCONES Entrevista a Edwin Quiles, por Edgardo Rodríguez Juliá

1. Cuando escogiste como título para tu magnífico libro La ciudad de los balcones, ¿estabas pensando o evocando La ciudad de las columnas, de Alejo Carpentier? La ciudad de los balcones fue un proyecto que evolucionó a partir de un estudio y documentación de la vivienda vernácula de Villa Palmeras, que comencé en 1987. Ya conocía el barrio por mi vivencia allí hacía varios años. De primera intención quería consignar para la historia una arquitectura de una importancia innegable, amenazada con desaparecer para siempre. Los dibujos, trabajados a escala y a mano, son testigos fieles de esa expresión popular irrepetible. A medida que fuimos caminando el barrio, entrando a las viviendas, y conociendo la gente y la historia del sitio, el proyecto tomó otro rumbo. El barrio y la ciudad fueron convirtiéndose en protagonistas también. Cuando el proyecto de investigación se convirtió en libro, quise enfatizar esa relación casa-calle-ciudad a través del balcón, ese lugar de transición donde el espacio privado de la vivienda se encuentra con el espacio público de la calle, la pantalla donde la vivienda común se convierte en arquitectura. De la misma manera que las columnas son una metáfora de La Habana, los balcones lo son de Villa Palmeras. De ahí la referencia innegable al libro de Alejo Carpentier La ciudad de las columnas, un libro y un autor que tengo muy cerca de mi corazón. La Habana es una ciudad que siento mía desde hace mucho tiempo.

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2. ¿Qué importancia tiene para ti, como arquitecto y urbanista, el desarrollo de la barriada? Las barriadas son lugares creados por los pobres, por la gente del margen, para elaborar las estrategias económicas, sociales y espaciales que les permiten sobrevivir en la ciudad. Son lugares propios, desde donde generan poder para negociar su participación en el mundo de afuera. Por las condiciones adversas en que se desarrollan, y porque generalmente ocupan terrenos difíciles de urbanizar, las barriadas son lugares donde la estructura del espacio se desarrolla en el proceso de habitar el sitio. Por eso no se pueden conocer desde afuera; hay que caminarlas para entenderlas. 3. En el libro de Caplow, Str yker y Wallace, The Urban Ambience, hay un intento de medir la sociabilidad de los vecindarios santurcinos. ¿Es tu libro un cuestionamiento de esa sociología norteamericana aplicada aquí? El estudio de Caplow, Stryker y Wallace busca categorizar, conocer desde lo cuantitativo. Yo trato de entender desde la observación, los documentos históricos, la historia oral y la imaginación. 4. ¿Queda algo de los prototipos arquitectónicos diseñados para las urbanizaciones Barrio Obrero y San Juan Moderno? ¿Dónde se han conservado mejor esos prototipos? De la urbanización San Juan Moderno queda poco, apenas un par de estructuras alteradas en las calles Pérez y Diez de Andino, al norte del expreso Román Baldorioty de Castro. Cuando hicimos el trabajo de campo quedaban más, lo que nos permitió entender lo que había sido la transformación de la urbanización siguiendo criterios de modernización. En Barrio Obrero quedan algunas estructuras dispersas, en mal estado. Existe una buena información sobre la fundación y construcción de Barrio Obrero, incluyendo planos y documentos descriptivos, además de correspondencia, en el Archivo General de Puerto Rico. 5. ¿Es posible, a estas alturas, educar a los jóvenes arquitectos en una “arquitectura vernácula”? La arquitectura vernácula hay que verla no sólo como expresión de una forma de vida sino por las lecciones que ofrece sobre el


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manejo de la brisa y el sol, por la fluidez de los espacios interiores, y la relación entre lo público y el ámbito privado. Miramos esa arquitectura con admiración, además, por el manejo diestro y creativo de los materiales por parte de los artesanos, a quienes me refiero en el libro como “arquitectos sin nombre de una arquitectura anónima”. 6. Me interesa mucho la comparación que haces entre los balcones del San Juan Antiguo y los de Villa Palmeras. Ahora bien, ¿no es la esquina, con su rumbón, algo que también se podría localizar en ese San Juan proletario anterior al gentrification, con sus “casas de vecindad” y solares, callejones y tenderetes? El rumbón de esquina convoca, tiene connotaciones de afirmación cultural, de resistencia ante la pérdida de territorios ancestrales y de reclamo de territorios en la ciudad, espacio ajeno que debía ser apropiado. Esa necesaria apropiación de sus territorios la hicieron con lo que tenían a su alcance, sus voces, sus cuerpos y su cultura. 7. ¿Cómo podríamos comparar el tejido urbano actual de Villa Palmeras con el de Río Piedras, que también has estudiado? Río Piedras y Villa Palmeras–Barrio Obrero son centros urbanos vivos a pesar de sus pesares. Tienen plaza, iglesias, comercios, correo, escuelas, bancos y otros servicios. Son los únicos centros urbanos tradicionales vivos en la capital, fuera de la isleta de San Juan. Su vitalidad se debe en gran medida a la presencia de gente, mayormente migrantes de la República Dominicana, quienes, al habitar allí, sostienen el comercio y animan con su presencia el espacio público de las calles y la plaza. 8. ¿Cómo descubriste a ese Ismael Rivera maestro de obras que le diseñó la casa a Doña Margot? Desde hace tiempo conocía sobre el trasfondo de Ismael Rivera como albañil. Lo supe por un comentario de Doña Margot, su madre, por la casa que diseñó y construyó para ella y por una entrevista a Pedro Clemente, su amigo, quien me llevó a conocer algunas de las casas en que trabajó el Sonero Mayor. Sin embargo, fue en una entrevista que le hice a don Carmelo Miranda, antiguo maestro de


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obras, donde tuve una idea y pude imaginar lo que pudo haber sido la experiencia de trabajar en la construcción para él y sus compañeros, acompañados por la música. 9. Recuerdo el Club El Esquife no sólo como el sitio donde se vendía cierto tipo de pollo frito, sino también como un hito arquitectónico de Villa Palmeras. ¿Llegaste a ver fotos de esa edificación puesta sobre la laguna en zocos, donde hoy está el sector Playita? Lamento desilusionarte. Nunca visité El Esquife. Sí lo he oído mencionar mucho, por el pollo frito y la construcción encima del agua. He visto muchas fotos de los arrabales del Caño, palafitos de la modernidad boricua, precursoras tipológicas del famoso lugar. 10. Algo que no mencionas en tu libro son los cines de Villa Palmeras. ¿Qué nos dicen esos cines sobre la comunidad de ese sector de Santurce? Los cines cuentan dos historias: la de una comunidad tan viva, tan volcada hacia el espacio público, que pudo sostener tantos cines. Se cuenta que desde Loiza y Piñones venían y regresaban a pie, cantando bajito. Ahora son testigos mudos de su grandeza y de los cambios en las formas de vivir la ciudad. Algunas de las estructuras, a pesar de ser versiones empobrecidas de los teatros de la Ponce de León, son joyitas. Otros son francamente feos, sin remedio.


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ANTOLOGÍA PERSONAL CARLOS MONSIVÁIS Entrevista a Carlos Monsiváis, por Edgardo Rodríguez Juliá

1. Decía William Faulkner: traté de ser poeta y no pude; traté de escribir cuentos y no lo logré. Finalmente me hice novelista... ¿No será la crónica el último refugio para talentos literarios irresolutos entre los géneros? Cada fracaso es un mundo. Es muy probable que Faulkner hubiese querido ser guionista de cine y luego de vislumbrar lo que haría con Tierra de faraones de Howard Hawks se decidiese a escribir Mientras yo agonizo. Y recuerda que The Big Sleep, el film de Hawks lleva también guión de Faulkner y ésta es la fecha en que nadie descifra el sentido de esta maravillosa película. En cuanto a la crónica, si es una vocación subsidiaria o una estación de paso, se nota al punto de que los lectores consideran también un paréntesis inocuo la lectura de estos textos que debieron ser novelas. Si la crónica es el último refugio, como diría el doctor Johnson, sirve de muy poco. Tú eres cronista y novelista y nunca confundes los géneros porque requieren de ti estados de ánimo específicos, ninguno ligado con la frustración. 2. ¿Qué importancia tuvo para ti, como cronista urbano, esa novela de “voces” y clases que se titula La región más transparente? Para mí el libro de Fuentes fue y sigue siendo importantísimo. Si se quiere, Fuentes acude a lo que ya entonces eran lugares comunes de la tipificación de las clases sociales, pero lo central no es el collage de voces y clases sino la gran energía que busca ser el equivalente 627


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de la trepidación urbana. En esos años, de 1946 a 1954, aproximadamente, la Ciudad de México era un hervidero de sonidos y expectativas, de creación de cultura popular más allá de las industrias culturales, de darle al baile un significado sexual que siempre ha tenido pero que entonces se veía como conquista social. (No es fácil que el reprimido Anáhuac se mueva con estilo caribeño.) Fuentes captó una parte de esa movilización del cuerpo y la corrupción, de la aburrida prédica nacionalista y el ritmo del saqueo a cargo de los políticos, y lo hizo con la originalidad que provenía de su entusiasmo por descubrir la ciudad a través de su escritura. 3. Pienso que el libro de Salvador Novo Nueva grandeza mexicana es como una película muda de la Ciudad de México. Está todo menos esas voces que sí aparecen en tus crónicas y en la novela de Fuentes. ¿Qué importancia tuvo esa crónica en tu vocación como cronista de la actual ciudad? Novo es para mí, y uso el lenguaje de ahora para no sentirme disminuido por mi pedantería antigua, una figura icónica. Desafió a las buenas costumbres, a las nociones rígidas de la prosa, a los textos que se agotan en la primera lectura (a medias), a la imagen del escritor como un partidario obligado de las descripciones trágicas (algo que, por otra parte, nos ha dado las mejores novelas, con la excepción de Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia). Sólo en sus poemas se concentra, a través del fingimiento del patetismo (“los que tenemos unas manos que no nos pertenecen”), en el sentimiento trágico. En la prosa es la burla irónica, en el mejor nivel, y el juego con la prosa clásica mezclada con ráfagas de cultura norteamericana. El espanglish de los Siglos de Oro, por así decirlo. Imposible que no influyera en alguien a quien nadie le había dado a los 15 ó 16 años la dirección de la modernidad. 4. ¿Qué provoca más tu curiosidad, los íconos de la modernidad mexicana (Lara, María Félix, Mario Moreno) o esas atmósferas de la ciudad que describes con la maestría de un gran novelista? Las atmósferas de la ciudad me interesan más, desde luego, pero estoy al tanto de que esas atmósferas no existirían en su perfección desastrosa o en su catástrofe de armonía a ratos, como quieras, sin


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esos grandes personajes, a los que habría que añadir Pedro Infante, Tin Tan y José Alfredo Jiménez, y los boleristas, de Daniel Santos a Elvira Ríos. La modernidad se hizo en México aceptando la furia del arrasamiento urbano y la destrucción de las tradiciones, excepto la religiosa, porque se recibía a cambio nuevos “ecosistemas sentimentales”. Lara fomentó las evocaciones en el momento en que lo evocado ya no se adecuaba al ritmo de las migraciones del campo a la ciudad, del barrio urbano a un mejor hábitat. María Félix modernizó a su muy tiránica manera la perspectiva de la mujer como belleza cruel, o algo así. Y Cantinflas se trasladó íntegro al idioma de la política, el clero que argumenta a favor de la censura y un sector académico que considera que si se entiende lo que hace es porque se descuidaron. Más moderno que eso, no se concibe. Y José Alfredo Jiménez, en México el más vigente de todos, creó la poesía popular que si se publica es casi un lugar común, pero que si se oye tiene la entonación autobiográfica que emociona a los oyentes, y me incluyo no obstante mi penosa condición de abstemio. 5. No me había percatado de la extensión y profundidad de tu oído para el habla popular. No sólo comentas la ciudad sino que la escuchas. ¿Qué importancia tienen esos acentos para ti, esa prosodia profunda del hablar citadino? Te agradezco el comentario aunque mi autocrítica no lo acepte, y no por falsa modestia sino porque al compararme con Ricardo Garibay, por ejemplo, vuelvo al paraíso de los sordos al habla popular. En todo caso, mi oído depende de un hecho sencillo: mis orígenes sociales, de clase media-baja, me hicieron y me hacen vivir en un medio popular donde los vecinos me ponen al día de sus cada vez más horrendos gustos musicales que sin embargo se vuelven una adicción. Escuché la ciudad porque viajaba en camión o en tren, la sigo escuchando porque es la asociación de sonidos más genial posible y eso ocurre en cada país. Por lo demás, aunque se ha perdido gran parte del ritmo, de la prosodia profunda, del hablar citadino que llevan a su apogeo Cantinflas y Tin Tan, está surgiendo otra prosodia profunda como dices, que viene de la televisión, de las telenovelas, de los cómicos y muy especialmente de los anuncios comerciales (se incluyen los políticos). Basta con fijarse un poco y


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se advierte que ya todos hablamos con una carga adjetival enorme: “Qué formidable gusto encontrarte, hacía como dos días que no te veía, estás sensacional”, o, también, “Fui a una fiesta fantástica, única, un tremendo rumbón, sólo que apenas estuve diez minutos”. Ahora parece esta prosodia un viaje paródico por las costumbres auditivas, pero de allí va a salir algo distinto y probablemente original. De lo contrario todos nos transformaremos en jingles. 6. ¿Por qué la crónica en Latinoamérica? En América Latina el género de ahora es el reportaje de investigación, sobre eso no hay duda, aunque las consecuencias sólo de cuando en cuando son positivas. Se publica la denuncia documentada y no pasa nada, se sabe de las fortunas rápidas de los políticos y de las fortunas inconcebibles de los empresarios y no pasa nada, se está al tanto de las concupiscencias económicas del poder y no pasa nada. Y cuando pasa, la represión es muy intensa. Con todo, no sería posible leer de modo debido la realidad latinoamericana sin el reportaje de investigación, que devuelve semana a semana la salud mental posible (en esa tarea los caricaturistas de oposición son indispensables). La crónica tiene otras funciones: le da una sustentación literaria a los fenómenos que transcritos como noticia tienden a diluirse o apagarse; permite la experimentación verbal y la creación de personajes que mezclan la persona y el punto de vista del cronista; les otorga a la velocidad o a la morosidad prosísticas un filo noticioso. En América Latina se sigue escribiendo crónica porque la literatura nunca es ajena a la noticia no del día sino de lo esencial de la sociedad. 7. En México, ¿es la crónica un género cultivado entre la generación más joven de escritores? Sí, y con énfasis en fenómenos como el rock, el futbol soccer, la sociedad de consumo. ¿Cuántas crónicas habrá sobre Maradona o sobre Hugo Sánchez? (No sé nada de futbol, pero si pregunto me informan que no se escribe nada positivo sobre Hugo Sánchez, lo que ya es noticia.) En México hay excelentes cronistas femeninas y por lo menos dos profesionales: Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid.


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8. Nuestra generación testimonió la gran emigración al Norte. Si tu tuviste tus pachucos, yo tuve los men, esos dandys de la marginalidad y la pobreza. ¿Cuál es la figura comparable hoy por hoy? Iba a contestar simplemente: los wannabe, pero eso no es decir nada, porque de un modo u otro todos, desde el presidente de la República hacia arriba o hacia abajo todos somos wannabes. Entonces, llego a una conclusión, si hay en este momento doce millones de mexicanos viviendo en Estados Unidos, no de mexicano-americanos sino de mexicanos, ¿qué novedad de vestuario o de estilo se les puede agregar? Los cholos, una proletarización de la indumentaria y de las fealdades de la apariencia, duraron poco, y las modas llevan ya puestas sus fechas de caducidad. A lo mejor, la nueva especie es la de los antropólogos que redactan sus tesis sobre los nuevos estilos de vida en los esteits, y que no advierten que a su vez son observados por jóvenes que piensan redactar sus tesis de Ph.D. sobre los antropólogos que redactan sus tesis sobre las emergencias culturales en las comunidades. 9. Las buenas crónicas tuyas, como los grandes cuentos de Juan Rulfo, provocan una epifanía, un ramalazo de asentimiento, ese sí, las cosas del mundo y de la calle ¡son así! ¿Puedes ver cultivada, desarrollada en un escritor joven, esa veracidad suprema? Querido Edgardo, la respuesta se me hace imposible y me guardo las razones en el fondo de mi gratitud. 10. ¿Qué te pareció forcejear con el ángel de la escritura y seleccionar los textos para tu magnífica Antología personal? Me pareció un suplicio, agradable porque a fin de cuentas corrijo tanto los textos que al final los desconozco, pero angustioso porque cuando llega el momento de releerme quiero empezar la siguiente corrección.


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SILVIA ÁLVAREZ CURBELO

Es doctora en Historia. Se desempeña como Directora del Centro de Investigaciones en Comunicación de la Escuela de Comunicación del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico y dicta cursos en su Escuela Graduada. Se especializa en historia cultural y en el análisis del discurso político y del discurso mediático. Junto a Carmen Raffucci y Malena Rodríguez Castro editó el libro El ’98 de los pueblos puertorriqueños (1998), una mirada plural sobre el cambio de soberanía. Es autora de Un país del porvenir (2001) sobre el discurso de la modernidad en Puerto Rico.

EDGARDO H. BERG

Nació en Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires. Es docente e investigador en el área de Literatura Argentina Contemporánea del Centro de Letras Hispanoamericanas de la Universidad Nacional de Mar del Plata. La Fundación Antorchas le otorgó el subsidio a la creación artística por su libro Poéticas en suspenso. Migraciones narrativas en Ricardo Piglia, Andrés Rivera y Juan José Saer (2002). Es autor de Ricardo Piglia: un narrador de historias clandestinas (2003) y coautor de Itinerarios entre la ficción y la historia. Transdiscursividad en la literatura hispanoamericana y argentina (1993) y Supersticiones de linaje. Genealogías y reescrituras (1996).

ERIK CAMAYD-FREIXAS

Nació en Holguín, Cuba. Es catedrático asociado de estudios hispánicos en la Universidad Internacional de la Florida y autor de los libros Realismo mágico y primitivismo (1998), Primitivism and Identity in Latin America (2000), Postville: La criminalización de los migrantes (2009), La etno-

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grafía imaginaria: Historia y parodia en la literatura latinoamericana (2010) y U.S. Immigration Reform (2010). CEZANNE CARDONA MORALES Es escritor puertorriqueño. Cursó estudios en la Escuela Central de Artes Visuales y el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Obtuvo un Bachillerato en Artes con concentración en Historia y Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha colaborado con las editoriales Santillana, Océano, Norma y SM. Actualmente finaliza sus estudios graduados en Literatura Comparada en la misma institución. En el 2009 ganó el certamen de cuento de El Nuevo Día y en el 2010 será publicada su primera novela La velocidad de lo perdido (Terranova editores). MANUEL CLAVELL CARRASQUILLO

Es abogado-notario y periodista egresado de la Universidad de Puerto Rico. Sus reseñas literarias han sido publicadas en los periódicos Diálogo, El Nuevo Día y Primera Hora. Edita el blog literario Estruendomudo, donde publica sus escritos de creación literaria junto con los de otros autores colaboradores. Produjo un libro de entrevistas –auspiciado por la Beca Joel Magruder del Overseas Press Club– con artistas del transformismo que será publicado pronto bajo el título Dragas: Performeros de género en Puerto Rico.

MADELEINE COLÓN-TERRY

Ha editado y traducido libros de diversos temas como la vida y obra de Luis Muñoz Marín, la arqueología submarina y las leyes ambientales, planificación social y urbana, así como de antropología y gastronomía. Fue ganadora en 2005 del New York Latino Prize: Best Cookbook of the Year por su traducción de The Grand Cuisine of the Caribbean, del cual también fue investigadora y editora. Ha publicado ensayos breves y en la actualidad trabaja en un manuscrito.

LUIS FERNANDO COSS

Es periodista y profesor de Comunicación en la Universidad de Puerto Rico. Fue director de las revistas En Rojo, Claridad, Diálogo y Palique; colaborador de El Nuevo Día y gerente y productor en la televisión pública. Se desempeña también como asesor de Prensa Comunitaria y es productor de documentales del grupo Zona Franca.


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ALICE M. DEL TORO RUIZ

Es catedrática auxiliar en la Escuela de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad del Turabo. Ha publicado varios ensayos sobre historia, y actualmente lleva a cabo una investigación sobre la figura de don Roberto Sánchez Vilella, segundo gobernador electo por los puertorriqueños.

JORGE DUANY

Es catedrático de Antropología en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Sus intereses principales de investigación son la migración caribeña y los latinos en los Estados Unidos, así como la identidad étnica, nacional y transnacional. Sus libros más recientes son La nación en vaivén: Identidad, migración y cultura popular en Puerto Rico (2009) y, como coeditor, How the United States Racializes Latinos: White Hegemony and Its Consequences (2009).

ÁNGEL ENCARNACIÓN

Es catedrático en el Colegio Universitario del Este y autor de las novelas Noches ciegas y Las meninas de Avignon en Orgaz. También ha estado a cargo del estudio El Cancionero I de Francisco Matos Paoli, la colección Tentado por la palabra ajena, El crítico y otras blasfemias clownescas y de los poemarios Os esbeltos y Los dos ríos.

HJALMAR FLAX

Nació en Puerto Rico, donde reside. Ha realizado estudios de literatura en las universidades de Pensilvania y Puerto Rico. Es juris doctor por esta última (1969) y ejerció la abogacía desde 1970 hasta 1998. Ha sido crítico de cine y es autor de nueve poemarios publicados: 44 Poemas (1969); Los pequeños laberintos (1978 y 2003); Tiempo adverso (1982); Confines peligrosos (1987); Razones de envergadura (1995); Cuestión de oficio (1998); Poemas de la Bestia (1999); Abrazos partidos y otros poemas (2003) y Contraocaso (2007). ObraBreve (1969 poemarios 2007), publicado en 2009, es una agrupación de los nueve libros anteriores. Ha recibido premios del Instituto de Literatura Puertorriqueña, del PEN Club de Puerto Rico y del Instituto de Cultura Puertorriqueña.

GERVASIO GARCÍA RODRÍGUEZ Es catedrático de historia jubilado de la Universidad de Puerto Rico. Entre sus escritos destacan Historia crítica, historia sin coartadas (1989), Armar la historia (1989) y Puerto Rico en la mirada extranjera (2005) con Emma Dávila Cox.


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JUAN G. GELPÍ

Es catedrático de literatura hispanoamericana y teoría literaria en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Facultad de Humanidades, Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Es autor de los libros Enunciación y dependencia en José Gorostiza y Literatura y paternalismo en Puerto Rico. Próximamente publicará una colección de ensayos críticos titulada Ejercer la ciudad en el México moderno. Representaciones de la cultura urbana.

LUIS E. GONZÁLEZ VALES

Historiador Oficial de Puerto Rico, Director de la Academia Puertorriqueña de la Historia y Profesor Emérito del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Ha escrito varios libros, entre ellos: Alejandro Ramírez y su tiempo. Ha publicado múltiples ensayos sobre Historia de Puerto Rico, España e Hispanoamérica.

CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ Es doctora en literatura española por la Universidad de Puerto Rico. Desde el 1981 ejerce la crítica literaria en el diario El Nuevo Día. Es autora de varios libros, entre ellos Puerto Rican Voices in English. Interviews with Writers (1997) y A viva voz. Entrevistas a escritores puertorriqueños (2008) y del artículo “Puerto Rican Literature in the United States” (En Literary Cultures of Latin America. A Comparative History, editado por Mario J. Valdés y Djelal Kadir, Oxford UP, 2004, Vol. III). LUIS HERNÁNDEZ MERGAL

Estudió música en el Conservatorio de Música de Puerto Rico, el Conservatorio Luigi Cherubini de Florencia y la Universidad de California en Los Angeles, y filosofía en la Universidad de Puerto Rico. Actualmente es profesor del Conservatorio de Música de Puerto Rico y crítico de música del periódico El Nuevo Día.

RAFAEL L. IRIZARRY

Se doctoró en planificación educativa y política social de la Universidad de Harvard. Es catedrático de la Escuela Graduada de Planificación de la Universidad de Puerto Rico y fue su Director del 1987 al 1997. Tiene varias publicaciones en libros y revistas sobre la educación superior, los jóvenes y el desempleo, la deserción escolar, y la violencia.


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ROBERTO MÁRQUEZ

Puertorriqueño nacido y criado en el Barrio Hispano de Nueva York. Ejerce la cátedra de Profesor William R. Kenan, Jr. de Estudios Latino Americanos y Caribeños en Mount Holyoke College (South Hadley, Massachusetts). Además de ensayista y crítico literario, es el editor-traductor de Puerto Rican: An Anthology from Aboriginal to Contemporary Times, y el autor de la colección que publicará próximamente The University of Massachusetts Press, A World Among These Islands: Essays on Literature, Race and National Identity in Antillean America.

LUCILLA FULLER MARVEL

Es planificadora, cuenta con más de 38 años de experiencia en planificación social, urbana, y de vivienda y desarrollo comunitario en Puerto Rico. Ha sido autora de varios artículos y libros. Su libro más reciente es Listen to What they Say: Planning and Community Development in Puerto Rico, publicado por la Editorial Universidad de Puerto Rico en 2008.

WILFREDO MATTOS CINTRÓN Es profesor en la Universidad de Puerto Rico. Ha escrito novelas y ensayos. Su más reciente publicación es la novela Bailando al derecho y al revés. HÉCTOR MÉNDEZ CARATINI

Es un fotógrafo y video-artista puertorriqueño. Su arte se ha exhibido en más de cien exposiciones internacionales. Durante su carrera profesional ha realizado siete videos artísticos y tiene varios libros publicados sobre sus ensayos fotográficos. Su exhibición más reciente se titula Inkaterra: Una suite en tres movimientos.

CARLOS MONSIVÁIS

Nació en Ciudad de México en 1938. Es uno de los escritores más conocidos y celebrados en el México actual. Con su incisiva escritura ha logrado darle validez y prestigio literario al género de la crónica en Latinoamérica. Aunque gran parte de su obra ha sido publicada en periódicos, sus crónicas se han recopilado en los libros Principios y potestades (1969), Días de guardar (1971), Amor perdido (1976), Entrada libre, crónica de la sociedad que se organiza (1987), Escenas de pudor y liviandad (1988), y Los rituales del caos (1995). Además ha escrito el texto narrativo Nuevo catecismo para indios remisos (1982), biografías, ensayos, y ha estado a cargo de la antología La poesía mexi-


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cana del siglo XX (1966). Entre sus múltiples premios se encuentran el Premio Xavier Villaurrutia, el Premio Anagrama de Ensayo y el Premio FIL de Guadalajara. PABLO NAVARRO RIVERA

Se doctoró en Educación en la Universidad de Harvard y es profesor en la Universidad de Lesley en Cambridge, Massachusetts. Estudia la historia y sociología de la educación en Puerto Rico, Cuba y los Estados Unidos. Ha sido ponente en numerosas conferencias y sus publicaciones incluyen su libro Universidad de Puerto Rico: De control político a crisis permanente 1903-1952 (Ediciones Huracán, 2000) y el ensayo “The Imperial Enterprise and Educational Policies in Colonial Puerto Rico” (en Colonial Crucible: Empire in the making of the Modern American State, U of Wisconsin P, 2009).

MARIO PÉREZ MIRANDA

Es historiador y profesor del Departamento de Humanidades del Colegio Universitario de Humacao. Su disertación doctoral estuvo basada en la vida y obra de Muna Lee de Muñoz Marín. Fue becado por el Centro de Estudios Puertorriqueños de Hunter College (CUNY) de Nueva York para escribir la disertación (2008-2009). Ha sido profesor de Historia de Puerto Rico en Rutgers University, New Jersey.

EDWIN R. QUILES RODRÍGUEZ Es un arquitecto y urbanista puertorriqueño. Fue profesor de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico y fundador del Taller de Diseño Comunitario. Ha publicado libros y ensayos sobre el tema de la ciudad, los barrios y la vivienda popular. Su libro más reciente se titula La ciudad de los balcones (2009). ÁNGEL QUINTERO RIVERA

Dirige proyectos de Sociología de la cultura en el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico. Sus más recientes publicaciones son Cuerpo y cultura, las músicas “mulatas” y la subversión del baile (2009), Vírgenes, magos y escapularios, Imaginería, etnicidad y religiosidad popular en Puerto Rico (2da ed. 2004), Ponce: la capital alterna, Sociología de la sociedad civil y la cultura urbana (2003), y ¡Salsa, sabor y control! Sociología de la música “tropical” (1998, tercera ed, 2005) que recibió el Premio Casa de las Américas 1998 y el Premio Iberoamericano de LASA en el 2000.


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ANNETTE B. RAMÍREZ DE ARELLANO

Tiene un doctorado en salud pública y trabaja como investigadora en Public Citizen, organización sin fines de lucro en Washington, DC. Es autora de varios libros y numerosos artículos sobre políticas de salud e historia de la salud pública.

AARÓN GAMALIEL RAMOS

Es catedrático de Ciencias Sociales en la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico. Fue director del Instituto de Estudios del Caribe en esa institución. Es investigador de la cultura y política en Puerto Rico y el Caribe y autor de varias publicaciones en ese campo de estudios.

LUIS N. RIVERA PAGÁN

Es profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton. Ha publicado varios libros, entre ellos Evangelización y violencia: la conquista de América (1990), Entre el oro y la fe: el dilema de América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (1996), Fe y cultura en Puerto Rico (2002) y Teología y cultura en América Latina (2009).

MALENA RODRÍGUEZ CASTRO Es catedrática del Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Puerto Rico. Hizo estudios subgraduados en la Universidad de Puerto Rico, Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad de Princeton. Se especializa en teoría y crítica cultural y literaria. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: “Al envés de las incertidumbres: vanguardia y literatura en Puerto Rico” (en Literatura de vanguardia: contexto y pretextos de ruptura); “San Juan: rasgadura del espacio” (Revista Iberoamericana); “Gravitaciones: la ciudad que nos ciega” (en Escribir la ciudad); “Casas entrañables: la Finca de Trujillo Alto” (en Centenario Luis Muñoz Marín); y “De la Torre a las calles: la década del cuarenta” (en Ensayos del Centenario de la Universidad de Puerto Rico). IVETTE RODRÍGUEZ-SANTANA Ensayista, socióloga e investigadora cultural. Recibió su doctorado en sociología de la Universidad de Yale. Ha enseñado en las Universidades de Puerto Rico y Maryland, College Park. En 2007-2008 fue becaria posdoctoral del Museo Nacional de Historia, Institución Smithsonian y del Programa de Estudios Latinos de la misma institución. Trabaja en la actualidad en una investigación sobre fotografía norteamericana en Puerto Rico entre 1898 y 1950, además de ser la directora asociada de del


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Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Maryland, College Park. FRANCISCO JAVIER RODRÍGUEZ SUÁREZ

Estudió arquitectura en Georgia Tech, la Universidad de París y Harvard University, donde ganó la Beca Fulbright. Ha sido profesor en el Boston Architectural College, Northeastern University, Harvard, la Universidad de Cantabria en Suances y la Universidad de Sevilla. En el 2007 fue nombrado decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Puerto Rico. Su trayectoria académica y profesional lo ha llevado a dictar conferencias a Europa, Estados Unidos, América Latina y China. Ha publicado en numerosas revistas, libros y periódicos, y en el 2008, El Nuevo Día lo escogió como uno de los diez puertorriqueños del año.

CHARLES ROSARIO

Nació el 17 de marzo de 1924 en Santurce, Puerto Rico. Estudió su maestría en Sociología en la Universidad de Columbia. Fue auxiliar de investigaciones sociales de 1946 a 1949; participó, junto a Sidney Mintz, de quien fue asistente y amigo de toda la vida, en el clásico estudio sobre el obrero de la caña Worker in the Cane: A Puerto Rican Life History. Fue profesor de Ciencias Sociales y Sociología en el Recinto de Río Piedras y se distinguió por su visión crítica de la sociología norteamericana ejercida en Puerto Rico. Su libro de poesía Primer encuentro fue laureado por el Ateneo Puertorriqueño en su certamen de 1962 y publicado en 1965. Fue director del Programa de Honor del Recinto de Río Piedras a partir de 1964, donde ayudó a formar a muchos profesores que hoy prestigian nuestro primer centro docente. Murió el 9 de mayo de 1980.

ENEID ROUTTÉ

Eneid Routté Gómez Periodista que ha ganado varios premios entre los que se destaca la Medalla Eddie López al Servicio Público que otorga el Overseas Press Club de Puerto Rico. En 2007 la Asociación de Periodistas la honró como pionera en el periodismo puertorriqueño. Por más de tres décadas fue reportera, editora y columnista del The San Juan Star. Además, presidió el Overseas Press Club de Puerto Rico y en 1981 dirigió la primera delegación de periodistas a la China. Por alrededor de diez años enseñó el curso de redacción para los medios en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. En la actualidad escribe sus memorias


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ANÍBAL SEPÚLVEDA RIVERA

Es catedrático retirado de la Escuela Graduada de Planificación de la Universidad de Puerto Rico. Ha escrito varios libros y numerosos ensayos sobre historia del urbanismo en Puerto Rico. Su libro más reciente (cuatro tomos) se titula Puerto Rico Urbano: Atlas histórico de la ciudad puertorriqueña.

BENJAMÍN TORRES CABALLERO

Es catedrático de literatura hispanoamericana en Western Michigan University. Ha editado cuatro obras de Edgardo Rodríguez Juliá: Elogio de la fonda (2001), Mapa de una pasión literaria (2003), Musarañas de domingo (2004) y La renuncia del héroe Baltasar (2006). Más recientemente ha publicado Para llegar a la Isla Verde de Edgardo Rodríguez Juliá.

PATRICIA VALLADARES-RUIZ

Es doctora en literatura por la Universidad de Montreal (Canadá). Ha enseñado en varias universidades venezolanas y canadienses. Actualmente es profesora de literaturas caribeñas en la Universidad de Cincinnati. Su investigación académica gira en torno a la inscripción de subjetividades raciales, sexuales, religiosas y nacionales en prácticas culturales del Caribe hispano y francófono. Ha publicado varios artículos en revistas especializadas, tales como Hispania, Neophilologus, Letras Femeninas y Espéculo. Recientemente ha culminado un manuscrito sobre sexualidades periféricas en la nueva narrativa cubana. En la actualidad, prepara un libro sobre la representación de la esclavitud en la novela caribeña contemporánea y un volumen monográfico sobre identidades afrohispanas.

RAFAEL VILLAMIL

En Puerto Rico fue arquitecto-contratista. Luego trabajó para Henry Klumb, y también con Louis Khan por tres años. Fue profesor del City College of New York y The University of the Arts. Ganó el premio de la revista Progressive Architecture (PA Awards) por un proyecto de planificación basado en el balance ecológico. Recibió la Medalla de Oro del American Institute of Architects por su excelencia en diseño. Mantiene además una vocación paralela en la pintura. Su primera exposición fue en la Universidad de Puerto Rico en 1961 junto a Rafael Ferrer. Le siguieron otras exposiciones en Estados Unidos, entre éstas, una en la Unión Panamericana en Washington DC, que fue censurada, y


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una retrospectiva en la City University of New York en 1968. Recientemente, en el 2006, se expuso otra retrospectiva de su trabajo en el Museo de Arte Contemporรกneo de Puerto Rico.


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ÍNDICE EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Introducción. Los americanos .............. JORGE DUANY, Cómo representar a los nuevos sujetos colonizados: John Alden Mason y los comienzos de la antropología estadounidense en Puerto Rico..........................................................

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BENJAMÍN TORRES, Apuntes sobre An American Bride in Porto Rico de Marion Blythe: misioneros protestantes en Puerto Rico a principios de siglo veinte ...................................................................

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ANNETTE B. RAMÍREZ DE ARELLANO, La insólita historia de Cornelius P. Rhoads .............................................................................................

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LUIS GONZÁLEZ VALES, Paul G. Miller y su Historia de Puerto Rico ... ERIK CAMAYD-FREIXAS, Poeta en Nueva Gerona: la Cuba de Hart

75

Crane ....................................................................................................

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MARIO PÉREZ MIRANDA, Muna Lee de Muñoz Marín y la Universidad de Puerto Rico: síntesis biográfica – una historia no contada ........ 107 IVETTE RODRÍGUEZ SANTANA, Al principio fue una imagen. Fotografía, mimesis y zonas del contacto colonial ............................................. 123 PABLO NAVARRO RIVERA, Puerto Rico en la vida de Ruth M. Reynolds ..... 139 ALICE DEL TORO RUIZ, Rexford Guy Tugwell: el último administrador estadounidense de la Colonia (1941-1946) ...................................... 157 SILVIA ÁLVAREZ CURBELO, “A Splendid Little War”: Carl Sandburg, Stephen Crane, Richard Harding Davis en la invasión de Puerto Rico (1898) .......................................................................................... 181 GERVASIO LUIS GARCÍA, El otro es uno: Puerto Rico en la mirada norteamericana de 1898 ..................................................................... 203

LUIS HERNÁNDEZ MERGAL, Los compositores estadounidenses en Puerto Rico: del siglo XIX al XX .........................................................

237

RAFAEL L. IRIZARRY, Everett Reimer: de la ingeniería social en Puerto Rico a la deconstrucción y la utopía ................................................. 261 ANÍBAL SEPÚLVEDA, Viejos cañaverales, casas nuevas: Muñoz versus el síndrome Long ................................................................................. 279 ÁNGEL QUINTERO, La vivencia de una opción cultural: el iberoamericanismo de Richard Morse y Puerto Rico ...............................

315

ROBERTO MÁRQUEZ, Ah, de La vida.................................................... 333 643


644

ÍNDICE

LA TORRE (TE)

WILFREDO MATTOS CINTRÓN, Richard Levins: el biólogo dialéctico ....... 353 AARÓN GAMALIEL RAMOS, Desde el observatorio de las Indias Occidentales: Gordon K. Lewis y los estudios del Caribe ................

361

LUIS FERNANDO COSS, La huella de William Dorvillier en Puerto Rico ..... 379 LUIS N. RIVERA PAGÁN, Martin Luther King Jr. Una memoria entre Praga y San Juan ................................................................................. 393 Retazos y semblanzas

FRANCISCO JAVIER RODRÍGUEZ, Entrevista al arquitecto Thomas Marvel .. 411 CEZANNE CARDONA, San Juan nunca se acaba .................................. 421 RAFAEL VILLAMIL, Mr. Klumb y Mr. Kahn ............................................ 431 HÉCTOR MÉNDEZ CARATINI, Los orígenes de Contrastes: el trasfondo histórico de la fotografía de Jack Delano ......................................... 449

HJALMAR FLAX, Retrato de mi padre .................................................. 459 MADELEINE COLÓN-TERRY, Charles H. Terry, An Imperturbable Yankee: On Becoming Puerto Rican ................................................................ 471

EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Americanización ............................. 487 ENEID ROUTTÉ, When the STAR Shone ............................................... 493 LUCILLA FULLER MARVEL, Lloyd H. Rogler, Barrio Professores: Tales of Naturalistic Research .................................................................... 503

CARMEN DOLORES HERNÁNDEZ, Jim Cooper, Down on the Island ..... 511 MANUEL CLAVELL CARRASQUILLO, Hunter S. Thompson, The Rum Diary: The Long-lost Novel ........................................................................... 521

LUIS GONZÁLEZ VALES, Puerto Rico en la historiografía norteamericana en torno al 1898: el otro soy yo .............................................. 525 . Albert Gardner Robinson. The Porto Rico of To-Day: Pen Pictures of the People and the Country .................................. 525 . Frederick A. Ober. Puerto Rico and its Resources ..... 527 . William Dinwiddie. Puerto Rico: Its Conditions and Possibilities ............................................................................................... 528 . Henry K. Carroll. Report on the Island of Porto Rico: Its Population, Civil Government, Commerce, Industries, Productions, Roads, Traffic and Currency with Recommendations ......................... 529


AÑO XIV, NÚM. 53-54

ÍNDICE

645

. First Annual Report of Charles H. Allen, Governor of Porto Rico covering the period from May 1, 1900 to May 1, 1901 ... 530 . R. A. Van Middeldyk. The History of Puerto Rico .......

530

. Edward S. Wilson. Political Development of Porto Rico ...

531

. Knowlton Mixer. Porto Rico History and Conditions: Social, Economic and Political ......................................................... 533

JUAN GELPÍ, Hernández, Carmen Dolores, A viva voz: entrevistas a escritores puertorriqueños ........................................................... 533

ÁNGEL M. ENCARNACIÓN, Mario Cancel, Literatura y narrativa puertorriqueña, la escritura entre siglos ................................................ 537

ÁNGEL G. QUINTERO RIVERA, Lucilla Fuller Marvel, Listen to What They Say, Planning and Community Development in Puerto Rico ......... 540 Puesta al día

MALENA RODRÍGUEZ CASTRO, “Una bruja que habla sola”: la narrativa de Marta Aponte Alsina .............................................................. 549

PATRICIA VALLADARES RUIZ, Cultos afrocubanos e identidad nacional en el cine cubano contemporáneo ..............................................

567

EDGARDO H. BERG, Los iracundos: estilo y polémica en Ignacio Braulio Anzoátegui y Ezequiel Martínez Estrada .................................... 591 Archivo

CHARLES ROSARIO, Sobre Palés Matos ................................................ 609 Novedades

EDGARDO RODRÍGUEZ JULIÁ, Entrevista a Edwin Quiles, La ciudad de los balcones ................................................................................... 623

EDGARDO R ODRÍGUEZ JULIÁ, Entrevista a Carlos Monsiváis, Antología personal ............................................................................. 627


646

ÍNDICE

LA TORRE (TE)

ÍNDICE DEL VOLUMEN XIV (Tercera Época) ENERO-DICIEMBRE 2009 Artículos

A CEVEDO M ARRERO , R AMÓN L UIS , Emilio R. Delgado: un revolucionario puertorriqueño en España (1931, 1939) ...............

1

ALBERT ROBATTO, MATILDE, Federico de Onís, el Seminario y la Universidad de Puerto Rico ..............................................................

83

ALICEA, DENNIS, Cultura occidental y filosofía marginal ................ 121 ÁLVAREZ CURBELO, SILVIA, El perfume y la isla: la hora de la democracia en María Zambrano y Luis Muñoz Marín ..................

95

, “A Splendid Little War”: Carl Sandburg, Stephen Crane, Richard Harding Davis en la invasión de Puerto Rico (1898) ...... 181

APONTE, SAMUEL, Miguel de Ferdinandy o la forma humana del saber .................................................................................................... 131 APONTE ALSINA, MARTA, Tollinchi: la dorada y rotunda madurez ... 197 BARRADAS, EFRAÍN, Después de Viaje: Juan Martínez Capó y la poesía .................................................................................................. 303

BECERRA, JANETTE, Pedro Salinas en Puerto Rico: contemplando al contemplador .................................................................................

37

BERG, EDGARDO H., Los iracundos: estilo y polémica en Ignacio Braulio Anzoátegui y Ezequiel Martínez Estrada ..........................

591

BREA GARCÍA, EMILIO JOSÉ, Inmigraciones europeas –1939-1942– arte, intelectualidad y cultura dominicana .................................... 339

CABALLERO WANGÜEMERT, MARÍA, Juan Bobo y la Dama de Occidente o René Marqués, un hombre, una época, una disyuntiva .............. 205

CAMAYD-FREIXAS, ERIK, Poeta en Nueva Gerona: la Cuba de Hart Crane .. 79 CARDONA, CEZANNE, San Juan nunca se acaba ................................ 421 COLÓN-TERRY, MADELEINE, Charles H. Ferry, An Imperturbable Yankee: On Becoming Puerto Rican ................................................ 549

COSS, LUIS FERNANDO, La huella de William Dorvillier en Puerto Rico ...................................................................................................... 379

D EL T ORO R UIZ , A LICE , Rexford Guy Tugwell: el último administrador estadounidense de la Colonia (1941-1946) ...........

157


AÑO XIV, NÚM. 53-54

ÍNDICE

647

DUANY, JORGE, Cómo representar a los nuevos sujetos colonizados: John Alden Mason y los comienzos de la antropología estadounidense en Puerto Rico .......................................................

1

ECHAVARRÍA, ARTURO, Pro Arte Musical en el contexto del desarrollo de la cultura artística en Puerto Rico ............................................. 289

FLAX, HJALMAR, Retrato de mi padre ................................................ 459 GARCÍA, GERVASIO LUIS, El otro es uno: Puerto Rico en la mirada norteamericana de 1898 .................................................................... 203

GONZÁLEZ VALES, LUIS, Paul G. Millar y su Historia de Puerto Rico .... 75 HERNÁNDEZ MERGAL, LUIS, Los compositores estadounidenses en Puerto Rico: del siglo XIX al XX ....................................................... 237 , El nacionalismo en la música puertorriqueña: entre Europa y el Caribe .............................................................................. 223 , La influencia europea de la familia Figueroa-Sanabia en la cultura musical puertorriqueña. Entrevista a Ivonne Figueroa ... 363

IRIZARRY, RAFAEL L., Everett Reimer: de la ingeniería social en Puerto Rico a la reconstrucción y la utopía ...................................

261

MÁRQUEZ, ROBERTO, Ah, de La vida .................................................. 333 MARVELL, LUCILLA FULLER, Leopold Kohr in Puerto Rico Revisited ... 149 MATTOS CINTRÓN, WILFREDO, Richard Levins: el biólogo dialéctico .. 353 M ÉNDEZ C ARATINI , H ÉCTOR , Los orígenes de Contrastes: el trasfondohistórico de la fotografía de Jack Delano ...................... 449

NÁTER, MIGUEL ÁNGEL, El ángel de lo imposible: María Zambrano, entre la filosofía y la poesía ..............................................................

61

NAVARRO RIVERA, PABLO, Puerto Rico en la vida de Ruth M. Reynolds ... 139 O RTIZ C ARRIÓN, JOSÉ ALEJANDRO, Jorge Carbonell Cuevas: un miliciano puertorriqueño en la Guerra Civil española ...................

21

PÉREZ MIRANDA, MARIO, Muna Lee de Muñoz Marín y la Universidad de Puerto Rico: síntesis biográfica –una historia no contada .....

107

QUINTERO, ANA HELVIA, Iván Illich en Puerto Rico .......................... 275 Q UINTERO , Á NGEL , La vivencia de una opción cultural: el iberoamericanismo de Richard Morse y Puerto Rico ...................

315

RAMÍREZ DE ARELLANO, ANNETTE B., La insólita historia de Cornelius P. Rhoads ............................................................................................

41


648

ÍNDICE

LA TORRE (TE)

RAMOS, AARÓN GAMALIEL, Desde el observatorio de las Indias Occidentales: Gordon K. Lewis y los estudios del Caribe ............ 361 RAMOS, FRANCISCO JOSÉ, El pensamiento de la gratitud: Schajowicz y Celan ................................................................................................. 107 RÍOS ÁVILA, RUBÉN, La nación más transparente: René Marqués y la Dama de Occidente ............................................................................. 179 RIVERA PAGÁN, LUIS N., Martin Luther King Jr. Una memoria entre Praga y San Juan ................................................................................. 393

RODRÍGUEZ, FRANCISCO JAVIER, Entrevista al arquitecto Thomas Marvel .................................................................................................. 411 RODRÍGUEZ CASTRO, MALENA, “Una bruja que habla sola”: la narrativa de Marta Aponte Alsina ................................................... 549

RODRÍGUEZ JULIÁ, EDGARDO, Introducción. “Europeos y antillanos, la jornada trasatlántica .....................................................................

ix

, Encuentro con el maestro Casals. Entrevista a Justino Díaz .

347 , Introducción. Los americanos ...................................... ix , Americanización ............................................................. 487 , Antología personal. Entrevista a Sergio Ramírez ........ 427 , Entrevista a Edwin Quiles, La ciudad de los balcones ... , Entrevista a Carlos Monsiváis, Antología personal ....

623 627

R ODRÍGUEZ S ANTANA , I VETTE , Al principio fue una imagen. Fotografía, mimesis y zonas del contacto colonial ....................... 123 RODRÍGUEZ SUÁREZ, FRANCISCO JAVIER, Sobre Henry Klumb ............ 157 ROUTTÉ, ENEID, When the STAR shone ............................................. 493 SAN JOSÉ VÁZQUEZ, EDUARDO, Antonio Benítez Rojo, bajo la mirada de Occidente ....................................................................................... 253

SEPÚLVEDA RIVERA, ANÍBAL, Viejos cañaverales, casas nuevas: Muñoz versus el síndrome Long ...................................................... 279

TORRES CABALLERO, BENJAMÍN, Apuntes sobre An American Bride in Porto Rico de Marion Blythe: misioneros protestantes en Puerto Rico a principios del siglo veinte .....................................................

23

, Imágenes de escasez y abundancia: la función de la comida en la literatura cubana contemporánea .............................. 317

VÁSQUEZ, CARMEN, Antillanos en el máximo teatro del mundo: cubanos de París en La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier ........................................................................................... 241


ÍNDICE

AÑO XIV, NÚM. 53-54

649

V ALLADARES RUIZ , P ATRICIA , Cultos afrocubanos e identidad nacional en el cine cubano contemporáneo ................................. 567 VICIOSO, CHIQUI, Visitar la infancia: crónica de un reencuentro con Saint-John Perse ................................................................................. 333 VILLAMIL, RAFAEL, Mr. Klumb y Mr. Kahn……………………………. 431 Archivo

BENÍTEZ, JAIME, Homenaje a Palés .................................................... 415 ROSARIO, CHARLES, Sobre Palés Matos ............................................. 609 Reseñas

Á LVAREZ C URBELO , S ILVIA , Juan Ramón Jiménez, Isla de la simpatía ............................................................................................... 389

CLAVELL CARRASQUILLO, MANUEL, Hunter S. Thompson, The Rum Diary ..................................................................................................... 521 , Marta Aponte Alsina, Sexto Sueño ................................ 399 DELGADO MARTÍ, MARIÉN E., Rubén Gotay Montalvo, Mientras arde La hoguera (Apuntes de un corresponsal combatiente) .............. 395

ENCARNACIÓN, ÁNGEL M., Mario Cancel, Literatura y narrativa puertorriqueña, la escritura entre siglos ...........................................

537

HERNÁNDEZ, CARMEN DOLORES, Jim Cooper, Down on the Island.... 511 GELPÍ, JUAN, Carmen Dolores Hernández, A viva voz: entrevistas a escritores puertorriqueños ................................................................. 533

G ONZÁLEZ V ALES , L U I S , Puer to Rico en la historiografía norteamericana en torno al 1898: el otro soy yo ............................. 525 MARVEL, LUCILLA FULLER, Lloyd H. Rogler, Barrio Professors: Tales of,Naturalistic Research ...................................................................... 503

MATTOS CINTRÓN, WILFREDO, El relato negro: del Destripador a Latino-América. Vicente Francisco Torres Medina, ed. El que la hace ¿la paga? Cuentos policíacos latinoamericanos ............................ 406 QUINTERO, ÁNGEL G., Lucilla Fuller Marvel, Listen to What They Say. Planning and Community Development in Puerto Rico .......... 540

SEPÚLVEDA RIVERA, ANÍBAL, Enrique Vivoni Farage, ed. Klumb. Una arquitectura de impronta social./An Architecture of Social Concern ...

377


650

LA TORRE (TE)

PUBLICACIÓN SEMESTRAL

CONDICIONES DE VENTA Y SUSCRIPCIÓN Suscripción anual (4 núms.): Puerto Rico y países de América, individual $16.00, instituciones $28.00, estudiantes $8.00; otros países, individual $18.00, instituciones $30.00. Número sencillo: Puerto Rico y países de América, individual $5.00, instituciones $7.00; otros países, $6.00 y $8.00. Número doble: Puerto Rico y países de América, individual $10.00, instituciones $14.00; otros países, $12.00 y $16.00. Favor escribir cheque a nombre de la Universidad de Puerto Rico. Redacción: Apartado 23322, Estación de la Universidad de Puerto Rico, San Juan, Puerto Rico 00931-3322. La Universidad de Puerto Rico es un patrono con igualdad de oportunidades en el empleo. No se discrimina en contra de ningún miembro del personal universitario o en contra de aspirante a empleo, por razón de raza, color, sexo, nacimiento, edad, impedimento físico o mental, origen o condición social, ni por ideas políticas o religiosas.

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