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Infierno grande Biblioteca fantasma/ Evelina Gil Tomar la palabra/ Agustín Ramos Derecha enloquecida
QUÉ DIRÍA JORGE Cuesta si viera que a principios del siglo XXI las palabras “izquierda” y “derecha” –como sustantivos o adjetivos– padecían censura tácita en las secciones de cultura de los diarios y en revistas dedicadas a las artes y a las ciencias sociales? Eso sí, la palabra “izquierda” comenzó a ser admitida antes y con menos remilgos que su gemela, y un ejemplo es el artículo del santo patrono de la democracia salinista –de aquí en adelante “Pepe”– tributado al “ensayista liberal” Enrique Krauze (Revista de la Universidad, enero de 2017), en el que no se lee una sola vez la palabra “derecha” pero en cambio sí, hasta la exquisitez del epítome, “ese universo complejo y multidimensional al que por economía de lenguaje llamamos izquierda”… La que sigue siendo muy mala es la palabra “capitalismo”, escamoteada tras un sinónimo actualizador con tanto o más denuedo que la palabra “ultraderecha”, a su vez sinónima del epíteto “derecha enloquecida”.
¿Y cómo no iban a enloquecer quienes sintieron que les movían el piso y les quitaban de la boca –entre otros muchos privilegios– la última palabra? Nexos, Letras Libres, Revista de la Universidad y sus ínfimas y supremas cortes de conversos, desencantados y siempre fieles que, un poco en 1994 y por entero en 2018, se supieron locos pero no tanto como para perseverar en la izquierda (más todavía teniendo la ventaja de que la derecha, amén de ser una mala palabra, no existía para las élites). Así, esa derecha consolidó un frente que ya anticipaba el artículo citado en donde “Pepe” le aplaude a Krauze por su acierto “en un punto medular”, la obligación de la izquierda de “incorporar a su equipaje el legado liberal”, así como por hacer “bien”, tener “la razón” y oponerse a la izquierda “desacostumbrada” a la democracia, portadora de “un legado no democrático” e incapaz de transitar de “los códigos revolucionarios a los democráticos”.
Y ES QUE el triunfo de un movimiento por fin representativo de las mayorías forzó a la derecha mexicana a unirse políticamente (Boa, Tumor, Frena, Todos con Claudio X), en manifestaciones sobre ruedas, en el plantón de tiendas de campaña vacías, en la alianza NarcoPRIANRD y, por último, en la marcha loca por el INE que culminó con “Pepe” ilustrando la ineptitud empresarial para contratar a un orador que no se zarandeara como títere en el escenario, “Pepe” representando discursivamente la capacidad fársica y falsificadora de la derecha, “Pepe” reforzando con su acción “los afanes democratizadores de Krauze” (op. cit.), el autor intelectual de Pejeleaks y, en consecuencia, delincuente electoral. ◆◆◆
CON ESA MISMA clase de demencia (demencia de clase), la derecha intelectual había protestado por la clausura del NAIM y lamentado el “desmantelamiento de las instituciones” y los “ataques” a la UNAM, calcado el dicho del PP y de VOX “contra la deriva autoritaria” y juntado firmas no en defensa de “la libertad de expresión y la democracia”, sino de un evasor fiscal que negó la eficacia de la vacuna Sputnik y que, en sendas oportunidades, aconsejara una dictadura y promoviera la reelección de Salinas de Gortari: el augur, en fin, de la ruina económica de México por pendejez y petulancia de AMLO. Pero la locura de la derecha también se expresa en el poder que sigue ejerciendo y en la sincronización de sus registros golpistas: al tiempo que propaga la desestabilización del Ejecutivo mediante mentiras, rumores y sabotajes comprobados, obstruye la actividad parlamentaria y (con éxito) conspira (mala pero justa palabra) para tener bajo control al poder judicial. Esta locura ya raya en el terrorismo… La pasividad de la izquierda es otra locura
PUEBLO SIN NOMBRE. Se sabe que mexicano; se intuye, del estado de Sonora, por una serie de razones, siendo la más obvia que Suzette Celaya, autora de esta cautivadora novela titulada Nosotras (Paraíso perdido, ISC, Concurso del Libro Sonorense, 2022) nació en Hermosillo, en 1982. Otra pista es la semejanza de los hechos aquí desarrollados con otros, históricamente documentados, acaecidos en un pueblo, hoy fantasmal, de nombre Bátuc, del que sólo quedó en pie una iglesia luego de zozobrar bajo las aguas de la presa El Novillo, tras la deliberada apertura de sus compuertas. Esto ocurrió 1964. La inundación de este otro, afantasmado mucho antes de ahogarse en la ignominia, tiene lugar cuatro años después, dato con lo que su autora pareciera deslindar su mundo personal de cualquier crónica oficial.
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En este caso, la inundación anunciada que pareciera no llegar nunca, aunque provoca la paulatina retirada de algunos de sus habitantes, sirve de marco a la historia de Violeta, una mujer que a sus treinta y un años no ha tenido, ni tendrá, ocasión de conocer la plenitud. Paradójicamente, es esa condición saqueada lo que hace de ella un personaje memorable. No es particularmente buena, aunque exhiba visos de bondad y compasión. Ni tendría por qué serlo pues su abuela y madre de crianza, la usurera del pueblo, nunca se ocupó en inculcarle sentimientos nobles; todo lo contrario. Violeta sabe que su madre se suicidó siendo ella bebé, pero ignora el motivo, y su abuela no hace otra cosa que maldecir a aquélla. Incursiona en el sexo con su primer noviecito de manera animal e instintiva –escena tan poética como perturbadora–; se casa con otro, ni siquiera sabe a bien por qué (el amor prácticamente no existe aquí; no el romántico, al menos) y ve morir a su hija recién nacida, cuando intenta amamantarla por primera vez. Experimenta ese sentimiento luminoso, fugaz como la permanencia sobre la tierra de la criatura. Tras la muerte de la abuela usurera, Violeta, huérfana, esposa abandonada, hueca en su maternidad, ni se inmuta ante la proximidad de las aguas que habrán de arrasar con su pequeño mundo, despreciable, pero suyo. Se deja arrastrar, de principio a fin, por una suerte de corriente que se percibe con asombrosa claridad, aunque no se le mencione, y asiste a una serie de acontecimientos raros, generados quizá por la alucinación colectiva de los moradores de un pueblo que va vaciándose. Muchos se rehúsan a abandonar los huesos de sus muertos y empiezan a exhibir conductas aberrantes. Lo único que saca a Violeta del marasmo es la repentina llegada al moribundo pueblo de una jovencita llamada Lina que necesita urgentemente dinero y ha escuchado hablar de los oficios de doña Violeta, abuela de la protagonista que comparte nombre con ella… pero Lina no alcanza con vida a la usurera y opta, extrañamente, por quedarse en ese zozobrante ámbito con Violeta, situación que despertará suspicacias. Aunque dudo si Violeta y Lina son verdaderas amigas, ellas logran hacerse compañeras antagónicas y, a un tiempo, solidarias. Relación tan extraña y ambivalente como todo cuanto ocurre en ese lugar casi inmaterial, edificado con conmovedor esmero por Celaya.
Elaborada a través de circunstancias y decisiones de la protagonista que muchas veces parecen ser un sinsentido, Nosotras se cimenta sobre una decisión sólida, refractaria al terror, oscilando entre lo fantástico y lo hiperreal, sin medias tintas. Violeta pasa de proteger a su exnovio feminicida a entregarlo a una turba de mujeres aturdidas por la ira, resueltas a vengar a la víctima en que se ven reflejadas. Son estas reacciones imprevistas lo que hacen de Nosotras una novela fascinante. Eso, y su deslumbrante, epifánico final que logra que todo lo anterior cobre sentido, como un cubo de Rubik que se uniforma tras un súbito giro. Pudiera decirse que alberga ecos de los fantasmas de Comala, pero las almas en pena de Celaya arrastran muy otras y muy particulares cadenas ●