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Ho visto Maradona

6 Por Federico Bonasso*

Diego era una metáfora enorme del sueño del niño, del fútbol como via de escape de la pobreza, de la reivindicación de los países humillados por las potencias, del rebelde al que el sistema escoge para el escarmiento, del fútbol como alegría, del juego como gran premio de la vida. Por eso Diego era mucho más que sí mismo. Por eso todos se sienten apurados a comentar algo, a compartir su dolor o su opinión, sus memes insensibles o su moralina contra el adicto. Por alguna cualidad de su carácter, probablemente esa mezcla de pasión con talento, Diego interpela a todos: los que aman al fútbol o no, los argentinos o los que no lo son, los napolitanos o los del norte de Italia, los que apoyan a la revolución cubana y los que la denostan. La historia regala eventualmente estas figuras que tienen un coraje muy por encima del promedio y tienen la capacidad, por lo mismo, de representar a tanta gente. Esos cuya muerte produce una orfandad colectiva. Diego fue, voluntariamente, el instrumento de revancha y de justicia de muchos agraviados. Por eso no compro la dicotomía simplona que desconoce sus logros también fuera de la cancha y se permite con tanta grosería la tentación de la doble moral. En 1986 yo era un adolescente aun muy vinculado a mi país de origen y Diego me devolvió la identidad arrebatada en un momento en el que yo pedía auxilio a gritos sordos. Apenas era un par de años más joven que esos soldaditos argentinos que fueron enviados a Malvinas a certificar con su carne la prepotencia criminal de la armada británica y el desprecio por la vida de los militares argentinos. “Podrán tener sus buques, pero el genio es nuestro”, les dijo Diego en el estadio Azteca. En una tarde que la historia no olvidará. “El talento es nuestro”. Veo el dolor de la gente que empieza a rodear espontáneamente la Bombonera, el dolor sorpresivo de algunos cronistas, como

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José Ramón Fernández, en fin, el dolor que empieza a recorrer el mundo y me sorprendo ante el mío propio. Hay cosas, que por alguna secreta arbitrariedad, me llevan al llanto: saber que el mítico San Paolo, el estadio del Napoli llevará su nombre, por ejemplo. Un llanto que me viene en cortas oleadas a lo largo de la mañana en este 2020 plagado de heraldos de mierda.

Hubo una época anterior a Diego, cuando el fútbol, sobre todo el latinoamericano, el brasileño y el argentino, premió la gambeta como la máxima atracción del espectáculo. La gambeta era la posibilidad de que el fútbol se trascendiera a sí mismo y se rozara con el arte. Era una muestra de que, a veces, los seres humanos desafiamos a la física, desafiamos a la peor de sus leyes: la muerte; y jugamos en las fronteras de lo imposible. Cuando apareció Diego, lo imposible adquirió una nueva dimensión.

Por eso es de todos, no es solo argentino.

/// Diego Armando Maradona falleció este 25 de noviembre de 2020.

/// Diego Armando Maradona sujeta la copa del Mundial de 1986 tras el triunfo de Argentina contra Alemania Federal en el Estadio Azteca de Ciudad de México. Foto de Carlos Fumagalli. AP. Tomada de El País.

/// Diego Armando Maradona. Foto de Canal +.

Aunque las y los argentinos tengan, porque además así lo hubiera querido él, la triste suerte de despedirlo primero.

Gracias, Diego, te quiero mucho, marcho en la máquina del tiempo a ese junio de 1986, y veo cómo, casi cayéndote, le das a Burru uno de los pases más importantes de nuestras vidas, ese con el que abriste las puertas de la inmortalidad.

In Memoriam

Op. Cit

Edgardo Cozarinsky y las mujeres-fantasma

6 Por Mauricio Flores*

Lo bueno dura poco, lo malo siempre vuelve con nombres distintos.

E. C.

Hay en los cuentos del argentino Edgardo Cozarinsky (1939) muchas mujeres. De carne y hueso, bellas y soberbias, pero también un gran número de señoras más próximas a la penumbra y el ensueño, igualmente adorables. Mujeres, como también podemos encontrárnoslas en sus crónicas, a las que poco les importan tiempo y espacio, pues han hecho del sitio literario su refugio ideal. El que el narrador, cargado de memoria e imaginación, se ha inventado para ellas, para sí mismo y, por supuesto, para nosotros sus lectores. Concurra cualquiera (hombres, mujeres…) a alguno de los treinta cuentos que del escritor

Alfaguara ha reunido recientemente, prólogo de Alan Pauls, antes publicados en los volúmenes, a la fecha inconseguibles, La novia de Odessa, Tres fronteras, Huérfanos y En el último trago nos vamos, y así comprobará lo dicho.

Se encontrará el lector con una Franziska, una Irene, una madame Garmendia, una “rubia dudosa, indisimulablemente opulenta, de cejas depiladas y sonrisa calculadora”, que al abrazarnos en las geografías europea y bonaerense no hacen sino convertir su esencia y encargo en literatura. Conjuro deliberado del autor.

Dice Pauls que “todo Cozarinsky” parece estar cifrado bajo la tutela de Benjamin: adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro. Que todo cuento debe ser la narración de un momento, solo un momento, desde el cual puede descifrarse la totalidad de las cosas. A la manera de Borges.

Pues sí, así son los de Cozarinsky (como también sus novelas, siempre cortas, impactos narrativos que sacuden al lector: El rufián moldavo, Maniobras nocturnas, Lejos de dónde, La tercera mañana, Dinero para fantasmas, En ausencia de guerra y Dark) y especialmente los incluidos en En el último trago nos vamos, Premio Hispanoamericano de Cuento García Márquez 2018.

De título evocador para el lector mexicano, dixit José Alfredo Jiménez, el relato que da nombre a estos cuenta una pequeña historia en torno a una mujer más, “la conocí en México, más precisamente en el estado de Veracruz, y para ser exacto en Xico”, solo que desde el hallazgo de la misma historia, antes contada por la misma mujer, una escritora.

Distintos planos, apenas ocho páginas, “En el último trago nos vamos” puede tomarse como un modelo del corpus literario de Cozarinsky, también cineasta y autor de textos inclasificables publicados misceláneamente desde su acercamiento, siendo casi un adolescente, al célebre grupo encabezado por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo.

Los recuerdos, sostiene el narrador del cuento, no dejan de intervenir en nuestras vidas, y es la misma literatura de Cozarinsky una llamada de atención a ello.

“No es el de una situación compartida o el de las palabras dichas, es una presencia, si se quiere fantasmal pero para mí sensible: espectadora, a veces amable, otras censoras de mis actos y pensamientos, persiste en visitarme sin que le llame, en opinar en silencio con la mirada vigilante que mi imaginación le presta”.

Cuentos para deslumbrarnos con sus mujeres-fantasma.

El baile

Aunque también crónicas, como las incluidas en Milongas, un libro que se acompaña de las fotografías de Sebastián Freire, y donde Cozarinsky da cuenta de una pasión individual y colectiva que se niega a morir: el baile, el tango.

Entre la realidad y la ficción, cuño de la buena literatura, muchas mujeres aparecen aquí, a un tiempo recorrido por sitios para recrear la memoria, a su vez memoria pura.

“En el tango bailado, la noción de estilo me parece menos una meta por alcanzar que una condición inevitable”, escribe el autor. “Hasta para el más inseguro principiante, lo que la música le sugiere se lo sugiere a él solo, y si puede llamarse estilo a la respuesta individual de un cuerpo a la música que oye, ese estilo podría ir definiéndose, puliéndose, volviéndose en algunos casos admirable, en otros meramente correcto, aun anodino. En la milonga, desde el arranque nomás, baile y bailarín son indiscernibles”.

Pero como esta revelación lectora apostó por las mujeres de Cozarinsky, a cuento una mujer más, la siempre buscada ahora por el personaje de ficción en una de las primeras narraciones de Milongas (por sitio).

ÉL: le sonríe. ELLA: acaso, incrédula, vacila en responder a esa sonrisa. ÉL: apoya la tácita invitación con un cabeceo. ELLA: ya no duda. Se pone de pie y con pasos seguros acude al llamado. (No intercambian ni una palabra). ÉL: le rodea el talle con su brazo derecho y con la mano izquierda le toma la mano derecha. Sus gestos son delicados y firmes. ÉL y ELLA: así enlazados, meciéndose levemente durante dos, tres compases hasta que él abre con el pie izquierdo y ella lo sigue como una sombra. No: como parte de su cuerpo. No: como una respuesta a sus pasos, ya que los pies de ella se atreven a acompañar con algún ornamento aéreo, siempre hacia atrás, los movimientos severos que él ejecuta.

Insólitas, una antología indispensable

6 Por Carlos Martín

Briceño

Lector ecléctico como muchos profesionistas de su generación, mi suegro dejó al morir una biblioteca donde cabían desde las banalidades de Harold Robbins e Irving Wallace, pasando por una valiosa colección de Obras Maestras de la

Literatura Universal editada en Barcelona en 1968, hasta terminar con los trabajos completos de Isaac Asimov, su escritor favorito. Entre aquel centenar de volúmenes, llamó mi atención uno de cocina, Las senadoras suelen guisar, editado en 1964 por el Senado de la República Mexicana que, de lanzarse hoy en día, resultaría sin duda polémico.

Carmen Toscano de Romero, esposa del presidente del Senado en esos años, advierte: “Como eco de la actividad de los esposos, senadores del sexenio 1958-1964, las senadoras se reunían con frecuencia para charlar, y entonces solían guisar…, de allí surgió la idea de este libro”.

Doña Carmen afirma en la introducción que “aprovechando que solían juntarse para cocinarles algo a los sufridos esposos que se la pasaban aprobando leyes en agotadoras sesiones, valía la pena organizar un compendio de recetas que diera cuenta de sus sacrificios”.

El prólogo, escrito nada más y nada menos que por el gran Salvador Novo, además de ser una magistral lección de historia sobre la gastronomía prehispánica, confirma sarcásticamente la sumisión de las senadoras: “¿Dónde mejor que en el Senado pueden los hilos firmes de los representantes del pueblo urdir la tela de la Patria? ¿Dar, aprobar, expedir, reglas y leyes de general aplicación y beneficio?

Tarea seis años absorbente, que dejaba a las senadoras huérfanas de sus atareados maridos, en espera de su apetito, y con la esperanza de satisfacerlo; para lo cual, guisaban”.

Cuento lo anterior porque al mismo tiempo que descubrí este compendio, encontré entre las novedades de las librerías de mi ciudad, una antología –Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España– que reúne a casi una treintena de autoras de doce países hispanohablantes, de diferentes generaciones, con la representación de sus mejores relatos.

Editado el año pasado por Páginas de Espuma, emblemática casa española especializada en cuento y ensayo, este compendio, apuntan las antólogas Teresa López-Pellisa y

Ricard Ruiz Garzón en el prólogo (el uso inclusivo del plural femenino es de ellas mismas), nació con el obje-

/// Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España. Imagen del Twitter de María Teresa.

tivo de reivindicar el trabajo de las mujeres que se dedican a escribir narrativa no realista en España y Latinoamérica.

Bajo esta premisa reunieron 28 historias, de incuestionable calidad literaria, de autoras vivas que cultivan el género fantástico con asiduidad y tienen al menos un libro de cuentos publicado o relatos escogidos en antologías relevantes.

La literatura de ciencia ficción de Colombia, México, Argentina, Ecuador, Chile, Bolivia, Costa Rica, Cuba, El Salvador, Perú, Uruguay y España está dignamente representada en este libro. No exagero al afirmar que cuesta trabajo elegir los mejores relatos, pues para beneplácito del lector –cosa insólita en una antología– no hay cuento malo. ¿Qué pero podríamos ponerle a “La casa de Adela”, la terrorífica historia de Mariana Enriquez sobre una mansión embrujada? ¿Cómo quitarnos de la cabeza la escalofriante distopía relacionada con las redes sociales que plantea Laura Gallego en “WeKids”? ¿Y qué decir de Cristina Fernández Cubas que con “Mi hermana Elba” brinda un relato cruel que transcurre en un internado religioso para señoritas?

Ana María Shua, Solange Rodríguez Pappe y Pilar Pedraza, por su parte, acuden a la ironía para manifestar su gusto por lo extraño. La primera con “Vida de perros”, una parodia acerca de un lobisón argentino que acude al psicoanalista; la segunda con “Pequeñas mujercitas”, cuento de hembras liliputienses que buscan su lugar en el mundo y la última con “Balneario”, donde Pilar da voz a los cadáveres de una sala de disección.

“Nada que declarar” de Anabel Enríquez, alegoría espacial sobre la inmigración, deja al lector boquiabierto. Lo mismo sucede con “Loca” de Elia Barceló, quien cuela en su fábula una crítica en contra de la violencia machista, sazonada con saltos en el tiempo.

Cecilia Eudave, con su particular forma de abordar la irrealidad, nos convence en “Sin reclamo” que el mundo, de un momento a otro, depara sorpresas. Algo parecido plantea Raquel Castro en “¿A qué tienes miedo?”, entrañable historia sobre muerte y amistad con un desenlace inesperado.

No podía faltar Amparo Dávila, quien aporta aquí “El huésped”, el más emblemático de sus relatos.

Pero volviendo al inicio, así como me parece insólito que en su momento las senadoras apoyaran con naturalidad su papel de “eco” en las acciones de los maridos, celebro que 56 años después se editen antologías como esta donde se reconoce el trabajo de mujeres que por alguna razón han permanecido silenciadas. Insólitas es pues un libro único que, además de saldar una deuda necesaria, invita a seguirle la pista a las autoras que más nos hayan atraído.

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