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Tributo a José Vicente Anaya

Gracias a María y a Sigifredo por organizar este tributo, y por la invitación. Y a ti, Sergio, por el acompañamiento; me encanta que después de tantos años seguimos unidos en la poesía.

t Por Margaret

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Randall

Hace casi seis décadas, en la Ciudad de México, Sergio Mondragón y yo lanzamos una gran aventura cultural llamada El Corno Emplumado / The Plumed Horn. El Corno llegó a ser un proyecto importante en una época no tan distinta a la de ahora, una era llena de conflicto en la que los políticos nos llevan al desastre. En los sesenta el holocausto judío estaba vivo en nuestra memoria, así como el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Comenzaban las atrocidades de las guerras sucias en América Latina, y la década terminaría con la represión aplastante del gobierno mexicano en Tlatelolco. El Corno propuso elevar las voces de poetas, artistas visuales, ensayistas, gente pensante y creativa. Gritamos en contra de una violencia estatal y la hipocresía de sus gobernantes. Con un juvenil entusiasmo, creíamos que pudimos cambiar el mundo y salvar la esperanza por medio del arte. Durante ocho años, en nuestra revista bilingüe, publicamos mas de 700 poetas y artistas de alrededor de 30 países. No cambiamos el mundo, pero dejamos un ejemplo que ha servido a las generaciones que vendrían.

Casi tres décadas después del Corno, José Vicente Anaya y un grupo de colaboradores —entre ellos María Vázquez Valdez— emprendieron un proyecto literario llamado Alforja. Se dio a conocer en 1997 y desapareció en el 2008, 12 años con más de 40 números de una revista maravillosa y una serie de libros. Un proyecto de ese peso requiere del apoyo de muchos, pero siempre hay uno o dos que llevan adelante la visión. En el caso de Alforja el visionario era sin duda José Vicente Anaya. Su gran cultura y conocimiento de la literatura mexicana y mundial, su afán de promover desconocidos al lado de voces consagradas, y su capacidad de ligar tradiciones y movimientos, hizo de Alforja una vitrina de las

/// José Vicente Anaya. Foto de María Vázquez Valdez.

palabras y los espíritus no solamente de una generación sino de toda la historia creativa mundial.

Con treinta años de diferencia, me llama la atención que Alforja dio a conocer a algunos de los mismos escritores que aparecieron en El Corno: Henry Miller, Kenneth Patchen y Jack Kerouac, entre otros. No fue casualidad. Ambos proyectos se arriesgaron. Tenían el ojo agudo que viene no de seguir la moda del momento sino de saber lo que vale realmente y su importancia para el mundo. En el caso de Alforja eso se debió principalmente a Anaya, que buscaba, investigaba, combinaba y traducía. Y, dato curioso y un tanto mágico, en esa gran extensión geográfica que es la Ciudad de México, la casa de Alforja y la casa del Corno se encontraban en el mismo barrio: Prado Churubusco.

Según José Vicente, Alforja tomó su nombre de la ciudad ideal descrita por Crates, utopista y a la vez integrante del grupo de los cínicos griegos, quien propuso una ciudad de individuos que no necesitan gobernantes y la bautizó con el nombre de Alforja. En esta ciudad, y cito, “los humanos creen y ejecutan los principales preceptos de los filósofos cínicos: oponerse a morir en las guerras y matar a otros, despreciar los honores, formar individuos autosuficientes capaces de gobernarse a sí mismos, y predicar las virtudes propias de los seres humanos”. Está de más decir que hoy como entonces necesitamos un mundo así.

Yo tuve la fortuna de conocer a José Vicente a fines de los noventa cuando promovía mi poesía y Alforja publicó un libro mío traducido por María Vázquez Valdez que se llama Dentro de otro tiempo: reflejos del Gran Cañón. El libro salió en 2006. Cuarenta años antes yo había publicado varios títulos con Siglo XXI, pero esta colección de poemas señaló una nueva etapa mexicana para mi obra y la primera de varias colaboraciones hermosas con María.

Después, José Vicente y yo coincidimos en varias ocasiones. Compartimos eventos, a veces leyendo juntos y a veces con él como moderador o comentarista. Recuerdo que él, en un texto suyo, me llamó poeta Beat. En el momento no entendí porqué. Confieso que hasta me molestó. Aunque yo había vivido con los poetas Beat en los años cincuenta en Nueva York, mi obra también tenía influencias de otras tendencias poéticas, entre ellas Black Mountain y Deep Image. Nunca se me hubiera ocurrido llamarme poeta Beat. Pero José Vicente tenía una óptica profunda y su calificación en ese sentido era más acertada que la mía. Él entendía que los Beat eran una generación, un mundo. Errores de la soberbia, me avergüenza mi falta de capacidad para comprender su astucia. Y lamento nunca haberle dicho que es por él que hoy yo me incluyo orgullosamente en ese mundo. Porque Beat era también un punto de vista, una posición, una visión. Lo fue en mi juventud y lo es ahora. Aunque yo he hablado principalmente de su legado como editor, José Vicente Anaya nos dejó mucho más: su propia obra, sus elegantes traducciones del chino y japonés, su hermandad y su ternura. Y si Alforja se nutrió del Corno Emplumado, el modelo de una revista literaria de gran amplitud y calidad, hoy proyectos similares se reproducen en otros lugares y con otros nombres. Son hijos de Alforja como del Corno. Solo en las últimas dos semanas he sabido de Heredad: Palabras para caminar la Tierra en la misma Ciudad de México e ISTA en Montevideo, Uruguay. Ambos se anuncian en un momento en que la necesidad de un esfuerzo así es más palpable que nunca. Los fascismos hoy resurgen como tristes muestras de lo peor del ser humano, pero nuevos visionarios como José Vicente Anaya saldrán a confrontar y contrarrestarlos.

Hoy celebramos la vida y la obra de José Vicente: poeta, pensador, editor, traductor, visionario y amigo. Tenemos su obra como legado.

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