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Desayuno en Tiffany’s, mon ku El Festival de Cine Español de Nantes cumple 30 años con una edición virtual
6 Por Sergi Ramos
El Festival de Cine Español de Nantes celebró con esta edición sus treinta años de existencia, en los que se ha convertido en una de las principales ventanas del cine español en Francia. El festival lleva años apostando por una programación que refleja la diversidad del cine español, desde propuestas mayoritarias hasta un cine más arriesgado. Uno de sus atractivos consiste además en ofrecer una sección dedicada al cine vasco, que lleva algunos años produciendo obras destacables.
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Las celebraciones se vieron limitadas por la pandemia, debiéndose anular buena parte de las actividades previstas, en particular una retrospectiva que pretendía radiografiar los 30 últimos años de cine español. Sin embargo, como otros festivales, el FCEN espera poder abrir sus puertas en mayo y junio para una versión presencial.
Un cuento oscuro
En el apartado de ficción, el jurado repartió el premio del jurado entre dos realizadores que se han desenvuelto en una cierta marginalidad dentro de la industria del cine español. Juanma Bajo Ulloa destacó a principios de los 90 con Alas de mariposa y La madre muerta, dos películas que impactaron por su singular y cuidada estética visual, que combinaba altas dosis de realismo con gotas de onirismo al servicio de unas tramas que exploraban los límites morales en las relaciones humanas, sin evitar cierta sordidez. Si su película posterior, la exitosa comedia Airbag, auguraba una abultada carrera dentro de la industria, se produjo exactamente lo contrario.
Baby, su nueva película, empieza con una metronómica descripción de las dificultades de una madre heroinómana para cuidar del bebé que parió sola en su casa. Se impone aquí un realismo angustioso, hasta que ella opta por vender a su hijo. Cuando decide recuperarlo, Bajo Ulloa invierte las proporciones entre el realismo y lo maravilloso, dando inicio a un oscuro cuento. La cuidada fotografía y algunos hallazgos visuales -la mansión gótica en ruinas parcialmente invadida por la vegetación silvestre- no consiguen sin embargo impedir la inverosimilitud de algunas situaciones o el recurso a una simbología que pasa demasiado a menudo de la invención al estereotipo.
Si la carrera de Juanma Bajo Ulloa alcanzó un reconocimiento crítico o comercial, la obra de Jo Sol ha transitado siempre por vías más minoritarias. Atraído también por personajes e historias que le permitían cuestionar algunos límites impuestos por la moral, inyecta en sus ficciones un estilo documental. En Armugán, trata la eutanasia a través de un personaje legendario anclado en la tradición de los Pirineos aragoneses, el acabador, que acompaña a los agonizantes en su tránsito hacia la muerte.
La aproximación naturalista del filme, con sus localizaciones montañosas magnificadas por la fotografía en blanco y negro, otorga una particular belleza al día a día de Armugán. La filmación atenta de los cuerpos basta para evocar la relación de intimidad y dependencia entre el acabador y Ánchel, su ayudante, quien le ayuda a sobrellevar su discapacidad física. Jo Sol apela a la potencia visual del cine sin tener que recurrir a los diálogos, como también ocurre cuando Armugán realiza sus ritos funerarios. Este equilibrio basado en el pudor y lo implícito se rompe cuando el director plantea el tema de la muerte asistida, y la película pasa a convertirse en una controversia moral que devalúa los logros anteriores.
Despojarse de la infancia
El premio a la mejor primera película fue para Las niñas, de Pilar Palomero, una crónica sobre la salida de la infancia situada en la Zaragoza de 1992. A través de Celia, la protagonista de once años, la directora consigue componer un retrato individual y colectivo sin recurrir a estereotipos ni dramatismos. La cinta logra asir la complejidad propia de esta edad, de una inocencia que asalta a marchas forzadas los códigos, actitudes y prácticas no solo de la adolescencia, sino de la propia edad adulta, acaban transformando completamente a la protagonista en unas pocas semanas. La capacidad del filme para dar cuenta de estas metamorfosis radicales, pero evocadas únicamente con sutiles pinceladas, recuerda al primer cine de la realizadora francesa Céline Sciamma.
La película sorprende también al exponer las contradicciones entre la enseñanza religiosa y el peso de la moral en el entorno familiar –marcando una continuidad con el franquismo-, y la modernización quizá solo aparente de la España de 1992, que celebraba a base de ceremonias fastuosas (Juegos Olímpicos de Barcelona, Exposición universal de Sevilla, Quinto centenario del descubrimiento de América) su mayoría de edad democrática.
Entre los filmes de ficción que no obtuvieron galardón, nos parecieron también destacables dos thrillers vascos, realizados con una tensa eficacia: Ane, de David Pérez Sañudo (Competición oficial); y Hil-Kanpaiak, de Imanol Rayo (Ventana Vasca), que exploran, cada uno a su manera, las tensiones heredadas del llamado “conflicto vasco” relacionado con el terrorismo de ETA, a partir de sus consecuencias en las relaciones familiares, evitando el maniqueísmo visto en otras producciones recientes.
Triste es la noche
La competencia documental programó dos películas que llevan algunos meses cosechando éxitos por los festivales por los que pasan, pero que se sitúan en dos extremos opuestos del campo de experimentación que propone la no-ficción.
My mexican bretzel, dirigida por Nuria Giménez, se inscribe en la reciente, pero muy prolífica tendencia en el documental español de trabajar con imágenes de archivo. En este caso se trata de películas familiares realizadas entre los años 40 y los 60 por sus abuelos. Esta los utiliza como material ficcional, que atribuye a un millonario suizo, Léon Barret, a la vez que lo acompaña con el relato en over de su esposa Vivian, a partir de la lectura de fragmentos de su diario íntimo.
Las imágenes, rodadas durante los supuestos viajes fastuosos alrededor del mundo de la familia Barret, contrastan con el relato íntimo de Vivian, que evidencia el estricto corsé de las relaciones familiares y de los roles de género, dejando al mismo tiempo en el espectador el regusto amargo y desencantado de los esplendores de la burguesía del que no hubiera renegado Scott Fitzgerald.
El año del descubrimiento de Luis López Carrasco despliega unas coordenadas que lo sitúan al otro lado de la cartografía documental. Aquí no se trata de inventar la vida íntima de una pareja burguesa, sino de ofrecer un retrato exhaustivo de una de las principales especies en vías de extinción: la clase obrera. La película vuelve a un episodio ocultado por el espejismo de la modernidad de 1992 (como en el caso de Las niñas), el ataque al parlamento regional de Murcia provocado por las consecuencias de la desindustrialización en la región.
La película se nutre casi exclusivamente las entrevistas y conversaciones filmadas en un bar, localización representativa de la mezcla de generaciones que compone un mosaico de experiencias y decepciones, escenificado mediante la utilización del split screen. Las más de tres horas de duración permiten observar cómo el trabajo en las fábricas estructuraba la vida de los obreros, pero también hasta qué punto esta relación entre el trabajador y su empresa no solo fue disolviéndose al mismo tiempo que entramado industrial, sino que su recuerdo y el de sus luchas ha desaparecido de las memorias de las nuevas generaciones.
El premio en la categoría documental se lo llevó Rol&Rol de Chus Gutiérrez, un filme que parte de la experiencia cinematográfica de su directora y otras compañeras de profesión para observar cómo desde el ámbito audiovisual se generan, proyectan y potencian las representaciones y funciones de las mujeres en la sociedad. Desgraciadamente esta premisa argumentativa se acaba diluyendo por el dispositivo de la película, basado en el montaje de entrevistadas, en la que su objeto se acaba dispersando en vez de volverse más complejo. Una obra necesaria en la que a veces llueve sobre mojado.