Textos de Gabriela La Rosa DiseĂąo de Eduardo Molea El silencio
I
Nos sentábamos a comer arepas fritas en una mesa pequeña de plástico. Mi hermano y yo, nos tapábamos las arterias con gusto, a veces nos sentíamos niños de fiesta y las mezclábamos con salsa rosada. En el fondo
(siempre pasa otra cosa en el fondo, como los castigos en la tarde, quien vencía en la vieja, el paquete de galletas que nos acabábamos en un día, el miedo absurdo que me daba pensar en el silencio -aunque para ese entonces no decía silencio sino oscuridad-. Papá persiguiéndonos por la casa con un correa, para que fuéramos rápidos encontrando el control remoto que habíamos perdido, mamá transcribiendo alguna tarea que habíamos olvidado, haciendo la letra infantil para que pasara por nuestra. Yo fingiendo tener magia, fingiendo que mi hermano era un bebé al cual arrullar, fingiendo que me gustaba el peinado que me hacían, fingiendo que no sabía nada del sexo, fingiendo ser maestra, fingiendo que a través del clóset había un mundo al que sólo podían entrar las niñas para joder ami hermano, fingiendo que no me sabía ninguna grosería, fingiendo que aún creía en San Nicolás, fingiendo que
me interesaba el colegio, fingiendo que no me quería escapar de la casa, fingiendo que no había armado un bolso con ropa y le había dicho a mi hermano a las cinco mientras llega mamá cuando papá se esté bañando que nos vamos, fingiendo que no miraba puentes, callejones y me preguntaba de qué manera podría sobrevivir por mi cuenta y me sentía culpable porque no habían motivos aunque casi siempre parecía que las cosas estaban a punto)
el ruido del televisor con una serie sobre sirenas adolescentes tratando de llevar su vida humana y de sirena, sin que nadie descubriera su secretos. Tenía sentido en ese entonces que los problemas se resolvieran escondiéndose.
II
Volvíamos del mar a llenarnos las manos de grasa en asientos anaranjados. Adoraba el olor a papas fritas y comer ensalada. Era la única ensalada que comía, ni papá ni mi hermano copiaban el gesto, en cambio mamá y yo lo compartíamos. Me sentía grande eligiendo algo que según yo, era sano. Aún en los momentos donde nadie estaba ejerciendo de guía moral, había por encima una vocecita que me decía esto si, esto no y cuando cumplía québienquébueno. Ahora que vivo sola y hago la ensalada en casa, me doy cuenta: lo industrial es inigualable.
Qué delicia fueron los años sin saber, mascando amarillo tipo A y nitrito de sodio. El cuerpo aguantando y la boca disfrutando. Me gustaba quitarle la piel frita al pollo, mojarla en kétchup, mancharme los labios y chuparme los dedos. En todo ese viaje yo gozaba puro gozaba, dormida de ida, llena de vuelta. Era un animal que sólo se ocupaba de repetir el mismo movimiento. Pollito piando.
III
Íbamos a una juguetería que tenía un árbol de plástico que funcionaba como una casa. Era del tamaño mío y de mi hermano, o sea chico, sólo podían haber tres niños en el interior, dentro mirábamos las estrellas fluorescentes pegadas en el techo. Creo que ese fue mi primer acercamiento puro con la oscuridad, antes de eso, yo estaba segura de que la noche era el momento en el que pasaban las cosas malas.
Que algo pequeño pudiese iluminar y hacer nombrables las cosas a mi alrededor de nuevo, me hacía sentir aliviada. Las lamparitas que se enchufaban, las pegatinas fluorescentes, todos, pasos para sacarme de encima el miedo. A la hora de dormir, me revolvía recordando: yo levantándome en la madrugada caminando a tientas, prendiendo la luz del baño, haciendo pis, apagando la luz del baño. Y luego volver hasta mi cuarto con la vista temblando y el corazón debajo de la lengua ¡Qué caminito de terror!
En un tiempo terminaba buscando a mi mamá. Yo no quería decir temo, entonces cuando llegaba al cuarto de mis papás, decía que me dolía esto o aquello porque si me sentía mal (que sí me sentía) de algo en el cuerpo no podía estar sola, era muy pequeña y tenían que velar por mí. Porque no me consumiera la fiebre, el vómito, una migraña. Entonces decía duele, mi mamá me seguía al cuarto y se quedaba conmigo hasta que me dormía. Yo sentía que todo el gesto de crecer, de por fin vencer el miedo a la oscuridad era dejar decir “duele”. Pero caminar en la noche no tenía nada que ver con la oscuridad, se trataba del silencio.
Salíamos cansados y contentos a la parada del autobús, como salen dos personas que pasaron la noche y parte de la mañana compartiendo el aliento. Al caminar nos dábamos palabras cortas, se abría el espacio entre los dos. A Aurelio le gustaba el silencio, se acomodaba más a gusto en la cama si no había ningún ruido.
IV
Entonces ya sabía lo que me molestaba en las noches: era el pitido del silencio y la oportunidad que abría al sonido de los muebles, los libros y la ventana – que a veces parecen como estirarse en las noches – y no la dificultad de ver y divisar las formas. Había aprendido que necesitaba un ruido que pisara e hiciera indiferenciable los demás. Elegía sentarme lejos de Aurelio ya había mucha claridad para hablar de nosotros, entonces él hablaba de la casa que estaba al frente, suponía que podía ser manicomio, internado u hospital. Era lo suficientemente grande y oscura como para ser cualquier de esas cosas. En ese momento, era no más el ruido que pisaba nuestro silencio.
V
Si sueño sin ver y solo narro ¿estoy dormida o qué cosa estoy haciendo? Borges decía que los sueños son los primeros ejercicios de invención que hacemos, entonces yo tengo un diario donde cada mañana escribo en el sueño de anoche, en el sueño de anoche, en el sueño de anoche. Nunca es claro cuando abro los ojos la primera vez si sigo allá o estoy aquí, aunque eso se desvanece muy pronto, de vez en cuando me miento y rumio que continúe lo que sea que estaba pasándome. Que estoy en Caracas comiendo empanadas en un puestico, en otro que me desviste un hombre al que todavía quiero, en otro que no soy yo, no es mi cuerpo, ni mi cara ni mi voz pero me siento yo, en otro que tengo que correr y mientras lo hago tomo la conciencia de que puedo volar. Salgo con un hombre y cuando despertamos juntos nos contamos los sueños. Salgo con un hombre al que le cuento lo que sueño y el que nunca recuerda sus sueños. Su casa suena cuando no hay nadie y digo que eso es el amor, un espacio donde el silencio se mueve. Nos murmuramos cosas en la noche y luego nos callamos y nos dormimos, digo que eso es el amor que no quiera dejar el silencio.
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LE X VO LI UM FAN Z I N ES ® MMXIX Hecho por Venezolanos pero impreso en Argentina. 1/Varios_ALAC Octubre/2019