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Lo esencial es invisible a los ojos

POR JESSICA CONDE

FOTOS: JESSICA CONDE

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Cuando hablamos de patrimonio inmediatamente pensamos en el mundo material. Pero hay historias, costumbres que laten en los rincones de cada país, que viven en un objeto, en una mirada, en una melodía y que también forman parte del patrimonio cultural. Historias invisibles que cobran vida en la voz de sus protagonistas, decididos a mantener viva la llama de las raíces culturales del pueblo.

Las calles del barrio Atahualpa, en Montevideo, tienen una magia que pocos lugares pueden ostentar. La luz de una mañana de primavera revela las majestuosas casonas ubicadas en la calle Burgues que me hablan de secretos, de tesoros por descubrir y de historias por contar. Esas mismas historias que narra, por ejemplo, Felisberto Hernández, en algunas de sus obras y que ahora ante mis ojos cobran vida. En el corazón de Atahualpa es que me espera Virginia Panossian, dispuesta a revelarme uno de esos tesoros que acuna el barrio y que forman parte no solo de la historia del país, sino de su legado familiar.

Partidas y arribos

Virginia es nieta de armenios que arribaron en la primera mitad del siglo XX a Uruguay. Nuestro país ha sido tierra de migrantes y su historia está intrínsecamente ligada al crisol de culturas que arribaron a estas tierras. En la década de 1920 y masivamente entre 1923 y 1931, llegaron los armenios a Uruguay, escapando del genocidio llevado adelante por el Estado y ejecutado por el régimen de los “jóvenes turcos”, en el Imperio Otomano, entre 1915 y 1921, pero que se venía desarrollando con matanzas sistemáticas desde fines del siglo XIX. Nos sentamos en una mesa de La casa de Alba, un café ubicado en la calle Millán que nos envuelve con aromas caseros, de esos que provienen de las recetas inconfundibles de las abuelas. Allí, Virginia despliega orgullosa los objetos que atesora su familia: un pasaporte y una identificación que pertenecieron a su abuela y una carta para obtener la visa, propiedad de su abuelo, que les permitió pisar suelo uruguayo en busca de un futuro mejor. “Estos documentos están en Uruguay desde el año ‘29, cuando vino mi abuelo con su madre Anna, y el ‘37, cuando llegó mi abuela”, cuenta. Su curiosidad jugó un papel importante al momento de conectarse con su historia, con sus raíces, y gracias a ello fue descubriendo a su familia y, en el camino, a ella misma.

Destinos

Su abuelo llegó junto a su madre -bisabuela de Virginia- ya que él era menor de edad y no podía viajar solo. En la vida de sus antepasados, el destino fue un factor determinante y “la gitanita”, como solía llamar a Virginia su abuela, cree mucho en la fuerza del universo. “Cuando mi abuelo volvía de su trabajo -yo me lo imagino así, caminando, con sus manitos en los bolsillos- encuentra una billetera con mucho dinero. Él busca en varias casas al dueño y nadie acreditaba que fuera suya y lo que hace es ir a la casa de una señora que leía la borra de café, algo muy común en la zona de Anatolia, Turquía y Líbano, para que le ayudara a encontrar al dueño. Ella le dice que esa plata era para que viajara. Gran parte de su pasaje y el de su madre se pagó con ese dinero, porque obviamente ellos no tenían los recursos para hacerlo”. En el caso de su abuela Marta, una identificación prestada le permitió emprender su viaje a Uruguay. “Mi abuela llegó a Uruguay porque mi abuelo se iba a casar con una prima de ella y, por alguna razón que nunca supe, mandaron a mi abuela. Como no podía viajar sola porque era menor, su hermana le prestó su identificación para que sacara el pasaporte”, dice, con la mirada pícara de quien admite una ‘mentira piadosa’. No obstante, recuerda un episodio que, de haber tenido un desenlace diferente, podría haber borrado la historia de su familia. “Mi abuela fue la que vivió de cerca el tema”, en referencia al genocidio armenio. “Nació en el Líbano y vivió en el Líbano, uno de los estados que albergaban armenios. Una noche vino una razia y estaban sus hermanos y ella con el padre, escondidos en la casa de una familia turca. Mi bisabuelo tuvo que salir en ropa interior por los tejados, bajo un intenso frío, para que no lo mataran. Mi abuela estaba escondida en una bañera con uno de los hermanos y encontraron a los niños, pero la familia que los escondía se interpuso, diciendo que primero los mataran a ellos antes que a los niños, y la razia se fue. Se ve que había algún ángel porque sino, no estaría acá”, dice.

Reencuentros

Virginia tiene alma inquieta, gitana y curiosa. A diferencia de su familia, ella sintió el fuerte impulso de conocer la historia de sus antepasados y el destino le tenía preparados algunos trucos que le permitieron reencontrar a parte de su familia. Tres meses después del fallecimiento de su abuela, en 2010, tocó a su puerta Annie Mouradian, prima hermana de su padre, con quien jamás había tenido contacto. Annie -quien reside en Estados Unidosllegó a Uruguay por sugerencia de un agente de viaje, quien le sugirió que agregara nuestro país a su itinerario. Según ella misma cuenta, la conexión con su prima fue instantánea. “Siempre tuve una idea fija con Estados Unidos, me tiraba mucho. Cuando conocí a Annie me di cuenta por qué. Después de más de 60 años que llegaron mis abuelos conozco a la hija de quien le prestó la identificación que le permitió venir. Sentí que cerraba un círculo en nombre de mi abuela. Encontré a su familia”, señala. “Mi abuela nunca más pudo ver a sus hermanos. Antes de que muriera, le conté que estaba ahorrando para ir al Líbano (ella me pidió por favor que no fuera a Turquía) y se fue con esa idea y eso la hizo muy feliz”. Recuerda el día en que le contó a su abuela sus planes con un dejo de nostalgia y felicidad entremezclados. “Ella estaba en el residencial, sentada en una sillita, viejita y en el momento que le dije, mis hermanas, que a veces son muy escépticas, dijeron ‘a la mierda’. Mi abuela se transformó en una niña de 5 años con un brillo en los ojos, en la cara y me decía: ‘¿En serio vas a ir?’. Y yo siento que si bien aún no he ido, el propósito de alguna forma lo logré en Los Ángeles”. Entre anécdotas y puesta a punto, Annie y Virginia unieron la historia de su familia, que durante décadas estuvo fraccionada. Cotejando documentos fueron atando cabos, armando su árbol genealógico y redescubriendo la vida de sus antepasados. Todas estas experiencias marcaron la vida de Virginia, quien siente que gracias a Annie su familia se agrandó y puede, junto a ella, mantener el legado de sus abuelos. Actualmente tienen un recetario donde han ido recopilando las recetas armenias de sus abuelas y su intención es que, así como los documentos que hoy muestra, se pase de generación en generación. “No es que sienta que tengo una misión particular en la vida, pero necesito encontrar mi lugar en medio de todos estos mundos heredados, y reconectarme con mis orígenes es parte de esa búsqueda”, señala. Respecto a su contacto con la comunidad armenia en nuestro país, señala que sus padres nunca las obligaron a mantener un vínculo estrecho con la diáspora. “Siempre tuvieron la mente abierta al respecto y de hecho mi padre fue el único de sus hermanos en casarse con una ‘criolla’. Se plantó frente a mi abuela y así, después de idas y venidas, se casó con mi mamá”, cuenta.

Lentamente, la mañana de primavera nos va dejando y Virginia, fiel a su espíritu, ya elabora nuevos planes y piensa en nuevos caminos a recorrer, portando una memoria genética que habla de sus antepasados pero constructora de su propio destino. Caminamos nuevamente hacia el corazón de Atahualpa, que ahora esconde una historia menos. La de Pedro y Marta, los abuelos de Virginia que, como tantos otros inmigrantes, forman parte de las raíces de nuestro país y de su construcción cultural. Una historia invisible pero esencial, como tantas otras que laten en los rincones del país.

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