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Animal de escenario

Es hace más de un año la mujer de La Tabaré, banda que en noviembre festejó 30 años de historia en el rock uruguayo. Es la mujer que se come el escenario cuando entra en acción, aunque su historia siempre haya sido de nervios y vergüenza. Es la que canta increíblemente bien. ¿Pero de dónde salió Lucía Ferreira?

POR BELÉN FOURMENT

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FOTOS: BRUNO LARGHERO

Cuando sale al escenario entre tantos hombres, es inevitable no mirarla. Tiene pollera corta, medias negras, una remera entre sensual y casual, y atraviesa las tablas de aquí para allá con firmeza. Podría tener botas, es muy probable que las tenga, pero la mirada no se va a sus pies sino que se queda en su rostro. Sonríe poco; las canciones no se lo exigen mucho. Es más de fruncir el ceño, poner una cara de enojada que no parece ser la de todos los días, levantar las cejas con gesto de: “yo te avisé”. No necesita coquetear porque su presencia basta para cautivar a todos, hombres y mujeres por igual. Y además canta tanto y tan bien que a la vez genera placer y rabia, la rabia de por qué ella puede cantar así y yo ni cerca. Lucía Ferreira hace poco más de un año que es la voz femenina de La Tabaré, banda de rock, de punk, de teatro según la demanda, que desde hace 30 años lidera Tabaré Rivero. Llegó casi de casualidad a este grupo que siempre ha tenido el mismo frontman y ha ido cambiando frecuentemente de chica: había que viajar a Europa y la vocalista del momento, Lucía Trentini, no podía hacerlo. Necesitaban una suplente, y a alguno se le ocurrió recomendarla.

La nueva Lucía llegaba tarde al primer ensayo y pensó en la mala imagen que estaba dando. Resultó ser la primera en llegar. Recuerda que la hicieron cantar “Excepto”, un caballito de batalla de La Tabaré, y que el vínculo fluyó de inmediato. “Me encontré con lindas personas”, recuerda en diálogo con La Mirilla. Y Tabaré Rivero también entra en las “lindas personas”. Cualquiera puede pensar que es un villano, no sólo por su voz o las cosas que canta, sino porque por algo La Tabaré cambia tanto de formación, como si él fuera el dueño de piezas que entran y salen cuando se las necesita. Pero no. Rivero aceptó de inmediato a la chiquilina nueva, de veintipocos años y una trayectoria itinerante en la escena montevideana. Y con ella festejó los 30 años de su banda, la banda de Ferreira, de todos. En el Teatro de Verano, cuando el 14 de noviembre celebraron la fiesta más importante de su historia, fueron la pareja perfecta. Y ojalá que dure.

“ASUMÍ QUE CANTABA COMO QUIEN ASUME QUE ES MOROCHA”.

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Lucía Ferreira canta “desde siempre”. Tiene los típicos casetes de cuando era una pequeña, cantando la canción de Ricardo Montaner que sonaba en “Aladín”. “No recuerdo que haya habido un quiebre en el que dijera: quiero cantar. Lo asumí como quien asume que es morocha”, dice en un pequeño y acogedor apartamento frente al lago del Parque Rodó. Allí vive su hermano, pero como está (una vez más) en proceso de mudanza, su casa no es el mejor lugar para recibir a La Mirilla. Las vueltas de la vida: uno de los primeros lugares donde vivió sola fue un pequeño apartamento, en el mismo edificio en el que esa tardecita toma un fernet. El fernet es un aliado ante la cámara, ante la prensa. Esa mujer que en escena es imponente, aquí es una chica más, hablando de una vida que tuvo sus vueltas raras hasta llegar a este presente. La primera vez que tocó con La Tabaré, en la Plaza Seregni, también llegó tomando algo. Los nervios eran demasiados. Esa vez, Lucía Ferreira lloró. Esta vez, cuando recuerda aquel show, vuelve a llorar. “Es que me estaba pasando lo que yo quería que me pasara”, dice. ¿Desde cuándo soñaba con eso? Desde siempre. Cuando descubrieron que cantar le gustaba y que lo hacía bastante bien, sus padres fomentaron su talento. El padre le inculcaba disciplina, la hacía afinar, le marcaba pautas; la madre la llevaba a clases, coros y castings. Cuando tenía ocho años fue a una audición para un programa de Canal 5 y el entusiasmo de Ferreira estaba en que seguro se trataba del “Chiquititas” uruguayo. El proyecto no prosperó. En el liceo católico del que reniega “bastante”, el canto funcionaba como único nexo con los demás. Las relaciones se le dificultaban en ese entorno, pero la cuadernola con letras de Shakira le servía de escudo; detrás de ella, cantando los primeros éxitos de la colombiana, podía ser una más. Por suerte luego llegó el IAVA, un liceo público en el que quizás por primera vez se sintió libre. Tenía 15 años y ya no escuchaba Shakira. Ya se había encontrado con Charly García, con Janis Joplin, con La Tabaré.

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“Soy medio vaga para componer, soy tan emocional que compongo cuando me baja con toda la fuerza porque una situación me lo dispone. Tendría que tener crisis más seguido para componer más”, dice a La Mirilla entre risas. “Y después del paso de componer está mostrarlo, que eso implica una madurez muy grande. A veces cuando hacés arte tenés que dejar de lado lo que va a pensar el otro, porque si no, no es genuino lo que hacés”. La primera canción que compuso fue así, después de una crisis. Terminó una relación amorosa y se dijo: “hicimos todo mal, ¿cómo va a funcionar esto si lo hicimos re mal?”. Escribió unos versos, llamó a su flamante exnovio, le cantó el tema y la sensación fue indescriptible. “El amor sabe andar” fue grabada en una impresionante versión para la última temporada de PardelionMusic.tv, en la que Ferreira, cuando tiene los ojos abiertos, mantiene la mirada al piso. Apenas sonríe cuando grita desde las entrañas: “te quiero libre/ así es mejor amar, amor”. Al final del video se da vuelta en la silla, como si quisiera que en ese momento nadie la estuviera mirando. “Tengo mucha más seguridad con La Tabaré, porque lo que yo digo, si bien lo comparto, no lo inventé. Son mis pensamientos pero no mis palabras, y me siento más cómoda hablando a través de Tabaré y La Tabaré”, confiesa. Cuando está con la banda puede explotar lo vocal, lo escénico y lo interpretativo.

Puede hacerlo ahora, porque cuando esta banda legendaria del rock nacional la vino a convocar ella sintió que no podía ni quería decir que no. Aun comprendiendo que ser la mujer de La Tabaré le iba a exigir tener mucha fuerza en escena, ese lugar que siempre le había generado tantos problemas. Nunca tuvo pánico escénico pero cuando estaba ahí, ante el público, prefería que se la tragara la tierra. Cuando tenía 10 años se sumó a un coro de adultos; estaba rodeada de personas de 70 años y la profesora de canto lírico le organizó un concierto. Tuvo que cantar “Manuelita” mientras movía una tortuga y no se sintió nada bien con eso. “No lo tengo como una mala experiencia, pero pasé muchos nervios”, admite. Lo mismo pasó cuando participó de un concurso en el boliche Amarcord, en el que uno de los jurados votaba tan alevosamente a su favor que a ella, menor de edad, la hacía sentir muy incómoda. En la primera ronda cantó a capela porque no tenía mínimo conocimiento de guitarra ni ningún guitarrista amigo, y cuando terminó la presentación, lloró. Lloró de nervios. Después empezó a cantar en los ómnibus para irse de vacaciones; con 17 años ya vivía sola, y no le iba a pedir plata a sus padres para irse al balneario rochense Valizas. Se fue con lo que juntó y allá se enamoró de un pibe, se quedó más tiempo de lo previsto, se bancaba las llamadas de su madre exigiendo reportes. Mientras cantaba en los bares del lugar, le daban comida, algo para tomar y el dinero suficiente como para extender la estadía. “Ahora entiendo a mi madre”, dice. La banda Vía Libre la vio alguna vez en algún bar y la invitó a sumarse; aceptó hacer coros y tener algún tema a su cargo, pero el problema de lo escénico volvió a aparecer. “Y no es por alguna limitación sino porque me genera toda una revolución interna. Una vergüenza, una inhibición zarpada”, comenta. Luego llegó el turno de integrar una murga y otra vez la misma historia. A pesar de estar rodeada de gente todo el tiempo o de poder usar un disfraz, en los ensayos tenía que exponerse a la gente con su rostro y su voz, y el viaje volvía a perseguirla. Pero cuando apareció la oferta de La Tabaré, había que cerrar ese viaje.

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“¡A España! ¡Y a cantar con La Tabaré! Aunque me dijeras al Cerro iba a ir. Qué me iba a perder esa oportunidad por inhibición”, dice con convicción plena. No hubo tiempo para pensar en qué iba a hacer con sus conflictos; hacía más de 10 años que estaba escuchando a la banda que ahora le venía a ofrecer ser parte. Un primer show emotivo, una gira por Europa, un Teatro de Verano repleto… Lucía Ferreira podría haberse prohibido de todo eso, pero decidió que era tiempo de encarar. “Me parece que pensé que no podía estar limitándome a algo que me hacía feliz por mis limitaciones, que son hasta de cabeza. Era un boicot mío y decidí madurar”, reflexiona. No hace falta preguntarle si alguna vez se arrepintió. Con La Tabaré se convirtió, aunque no lo crea, en una estrella de rock. Porque tiene todo para serlo: la presencia escénica (qué ironía), la sensualidad y la enorme voz. Y la personalidad de lidiar con seis hombres y convivir con ellos, más allá de las diferencias de personalidad y emocionalidad que puede haber.

De afuera da la sensación de que esta Tabaré es la mejor en mucho tiempo, y de que vos sos la mujer ideal para estar ahí. ¿Desde adentro cómo lo ves? (Piensa) Yo aprendí a respetar el fluir de las cosas. Ahora me siento muy bien en la banda, muy valorada y yo valoro lo que aporto a la banda. Vamos a grabar un disco y me encantaría participar, porque de alguna manera formás parte de la historia del rock nacional. Los demás me olvidarán, pero para mí es eso. Y me lo tomo con la tranquilidad de que ahora me siento bien, y de que yo quiero estar ahí.

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