El patio del bar Anita

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EL PATIO DEL BAR ANITA Por Eduardo La Negra Bigotti (basado en un dibujo del DIO) El bar no desentona con el paisaje barrial, su afiliación la ponen sus ladrillos gastados, las bicicletas despintadas que fueron vueltas a pintar en color choreado, algún rastro de la modernidad representado por un graffiti corto, sellado en la pared contigua al que se le nota que fue escrito de apuro… porque justo apareció el destinatario. En sus mesas, los fieles seguidores del vermouth de las 10 de la mañana y laburantes sueltos que provocan un mandado para pasar por allí. Se habla de madrugadas cargadas de trompadas, de parientes que no los reconocen, de raspones en sus caras y de las dudosas autorías de esos raspones. De lo que no se habla es del patio del Bar de Anita. No existen prohibiciones, tampoco escándalos si alguien intenta escaparse al patio. Alcanza con la mirada que Anita dispara desde la barra para que no se avance o trate el tema. Néstor, su hijo, es conocido como El Facilitador. Su tarea es sencilla y consiste en desenmarañar el verdadero deseo de los jóvenes que llegan por primera vez al bar. Presentarse allí significa haber agotado todas las instancias anteriores de solución o tener claro que la medicina por estos lados, es un negocio de los laboratorios estadounidenses que entregó escasas contribuciones al fútbol regional. Solo llenaron de pastillas falopas los botiquines. El patio es un laboratorio en el que se trabaja sobre un único trauma registrado. Se trata de un episodio que desanima momentáneamente en el fútbol de la Liga Deportiva del Sur; es el de la pelota quieta y antes de un tiro libre. En diferentes charlas que se escucharon en los últimos años, quedó demostrado que ese instante anterior a la orden del árbitro deprime a los habilidosos. Parece que no se encuentra goce en la espera; para esos jugadores la idea es aterradora, los entristece. A otros –mucho más rústicos- los pone melancólicos, tangueros y abandonados. Estos últimos nunca llegan porque no es para ellos la terapia y porque el Facilitador hace bien su trabajo y los termina detectando un par de copas antes. Néstor propone una charla en la barra, sumerge al paciente en el interminable mundo de la conversación monótona y dubitativa hasta conectarlo con una situación de espera similar a la del tiro libre. El diálogo genera interés en los primeros segundos, después, el Facilitador no termina de redondear la idea y uno se exaspera. Ahí está el punto de contacto con la espera del tiro libre, esa sensación es demoledora y ellos no quieren pasar por ese estado fuera de una cancha. Cuando Néstor los descubre, los mira y los empuja hacia el patio para que sean tratados. Allí todo parece nuevo, desconocido por más que suene a fútbol. Un arco, una pelota en la mitad de la cancha y un arquero que espera llamativamente prensado y con candados en sus manos. La imagen desconcierta, la tentación de gambetear la supera haciéndose piel en el que llega; no se duda, rápidamente uno quiere encontrarse con el fútbol apropiándose de la pelota para avanzar y gozar. Todo suena bárbaro, maradoneano, hasta que aparecen dos serviciales defensores que al grito de “tumbe, tumbe” terminan tirándolo por el suelo. Al incorporarse todo magullado comienza a sentir que el fútbol no tiene razón de ser, que la alegría no tiene sentido porque se juega con los pies y hay que tomar el balón con la mano para acomodarlo, retroceder, angustiarse, llenarse de incertidumbre y esperar que se arme una barrera que adquiere diferentes formatos. Las hay con ahorcados, con empleados de casas de Velatorios de trajes negros, con grupos


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