No. 23 - Cuentos

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No. 23

que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el

No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión

pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.


La pluma en la piedra: ¡Ha vuelto! Gracias por la espera y confiamos en que esta edición sea de su agrado.

“No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.” Cita: Decálogo del perfecto cuentista, Horacio Quiroga. Portada: Antonio Carrillo Cerda, “Amarguras de un joven escritor” de la exposición Una lectura gráfica y otra en voz alta de la obra de Rubem Fonseca. Derechos Reservados. La

pluma en la piedra , Toluca, México, No. 23, mayo 2014.

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Escriben esta edición:

 Jaksel Nájera Mota  Arturo Ortiz Heraz  Manuel Lacarta  Alejandra C. L.  Edgar Said Ruiz Cano  Marco Antonio M. Medina  Dr. Eussebio Manguera  Aldo Rosales  Jesús Alcántara Jiménez 

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 Luis Alexis Pacheco  Andrea Barreto  Susana Santos Mateo  Antonio Carrillo Cerda  José J. González  J. M. Falamaro  Karina Posadas Torrijos 

Artista  Antonio Carrillo Cerda 

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Editorial

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Cuentos Sujeto-Objeto Jaksel Nájera Mota

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Arturo Ortiz Heraz

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Manuel Lacarta

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Alejandra C. L

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Alejandra C. L.

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Edgar Said Ruiz Cano

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Marco Antonio M. Medina

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Marco Antonio M. Medina

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Dr. Eussebio Manguera

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Andanzas Francisca Feel the cold sword... into your body... And feel the blood Los recuerdos no revelados de Newt (Fanfic basado en Maze Runner) Luces de otoño Felisbertiana La odisea de Circe (Se pronuncia Áyax, no Áigax)

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Más Cuentos Sólo trabajo Aldo Rosales

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Jesús Alcántara Jiménez

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Luis Alexis Pacheco

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Andrea Barreto

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Bitácora de los días en la Tierra y Marte Susana Santos Mateo

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El garabato Canta Guerrero

Certamen de infamias Antonio Carrillo Cerda

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Una mirada A la mie de Toulouse-Lautrec con sabor a tortitas de espinaca José J. González

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Un héroe desesperado J. M. Falamaro

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Karina Posadas Torrijos

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Mar de amor

La Galería FELIZ AÑO NUEVO. Una lectura gráfica y otra en voz alta de la obra de Rubem Fonseca Antonio Carrillo Cerda

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espués de algún tiempo de estar fuera de circulación, henos aquí de vuelta. Antes que nada, les pedimos una disculpa a todos nuestros asiduos lectores por abandonarlos este tiempo, pero el que nos hayamos desconectado no quiere decir que no hayamos estado pensando en todos

ustedes. Así, con está pasión por la escritura creativa, regresamos con una espectacular nueva edición que es una recopilación de cuentos de todo tipo. Agradecemos, con todo el corazón, a todos los colaboradores de este número, saben que sin ustedes este proyecto no seguiría en pie. Por otra parte, tenemos el gusto de presentar en nuestra Galería una serie de pinturas que forman parte del proyecto titulado: FELIZ AÑO NUEVO. Una lectura gráfica y otra en voz alta de la obra de Rubem Fonseca realizado por Antonio Carrillo Cerda; como bien lo señala el título, no sólo sus sentidos se llenarán de arte plástico, sino que las imágenes vienen acompañadas de una lectura en voz alta (mejor dicho, escrita) por parte del autor. Es de este modo que regresamos a su pantalla favorita, si bien nuestra edición ha dejado de ser mensual, no crean que los abandonaremos, continuaremos con más “plumas” hasta que los poetas dejen de caer del cielo. Y a propósito de poetas, es hora de ir desempolvando la poesía, pues el siguiente número estará dedicado a la poesía. Cambio y fuera.

La pluma en la piedra PD: ¿Notaron la repetición en pocas líneas de la palabra poesía? Ya saben, intentando ser subliminales.

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Sujeto-Objeto

Por Jaksel Nájera Mota

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n el espejo no encontré la similitud de la forma con la materia, mi presencia estaba desaparecida o tal vez dispersa, igual a una partícula disipada en el tiempo y espacio, sin lugar, sin voz, sin cuerpo. Necesitaba la observación de un sujeto, un espectador que a base de categorías midiera el movimiento

de mis actos, usando diagramas inventara trayectorias y describiera sin error la siguiente acción. Parecida a una partícula condenada a la causa, descifrada por el observador, la persigue, la investiga, la cuestiona, finalmente la seduce y le seduce. Sujeto y objeto integrados uno en el otro son parte del mismo andar, intentar comprenderlos de manera aislada es imposible. Me miro nuevamente, los recuerdos han envejecido, he olvidado quién soy. La historia de fósiles sepultados en la memoria se pierde. Sé muy bien que tengo un pasado, ocupo un lugar, la sombra de mi cuerpo es proyectada por una materia, pero su esencia se ha desligado, hace falta un “alguien” un “otro” para conceptualizar mi ser, que desentrañe de mi piel la sensibilidad oculta. Queda la huella de tu escudriño, mis manos tienen el olor de tu vientre. Si pudiera, por un instante, estar frente al espejo y mirarte a través de mí, cualquier sueño se volvería real. Pero el tiempo es una ilusión, la vida es ausencia y la muerte presencia. Tal vez algún día morirás, tu cuerpo enfermará ─me angustia el pensarte─, te imagino y delibero las facultades de tu organismo. ¿Llegará a pudrirse o se elevará intacto a los cielos, como el de un dios? A veces considero que si llego a odiarte, mi pecho se quemará igual al de un pecador. Puedo imitar tu piel con cremas, parecer pálida ante el sol, cambiar el color de mis ojos, exhibir mis emociones en un tono indecoroso, aclarar mi cabello, aumentar algunas tallas, parecer obscena y dejar libres los órganos del cuerpo. Comenzaré por tejer la corpulencia de tus brazos, pero antes debo ensayar los movimientos de tu boca, pues tus manos acentúan las palabras, dibujan en el aire la estructura material de los objetos.

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Jaksel Nájera Mota

Imitaré tus gestos, la forma en que caminas, tu sentir, cuando la pasión recorre tus piernas y te hace dudar. Por un momento quiero ser otra igual a ti, tener los mismos gustos, padecer los mismos afectos, estar atenta al juicio de los otros para ser aceptada o etiquetada. Con la misma convicción enjuiciar a quienes se aproximen, conceptualizar sus actos, sus prendas, los adornos, su semblante distraído o cautivador. Deseo pertenecer al ambiente que dominas, aunque sea por un instante. Para no olvidar, juntaré trozos de tela, bordaré un disfraz semejante a tu sombra, volveré a mirar, dejaré de ser este cuerpo, esta mente, estas manías, nada de eso será extrañado. Me vestiré cada día con el mismo traje sin esconder la suciedad acumulada; mientras tanto, el olor se hará más penetrante, confundiéndose con tu sudor; se amoldará perfecto a mi cuerpo, no eres algo distinto, sino el ente que determina el azar de mis pensamientos. Pude haber hecho el papel de un espectador, viéndote pasar, mejor aún, la escena de un objeto perdido, obstaculizando tu camino, aislado e indeciso. Frente a mi reflejo espero desaparecer y encontrarte, hallar en ti el significado de mis reacciones. No soy la imagen del espejo, las sensaciones que modulan mi cuerpo son ajenas a él, las reflexiones fluyen inconexas. Dime, ¿quién soy? Dale nombre a mi camino, usaré la tela de tu disfraz noche y día hasta encontrar en ti el concepto de mi esencia. La relación sujeto-objeto delinea la cadencia de nuestro encuentro. El sujeto como investigador: cuestiona, vigila, memoriza las causas para determinar los efectos, busca una respuesta para solucionar sus conflictos, construye teorías tangentes al ente, hostiga. Por su parte el objeto: es influenciado por su medio, la presencia de algún alógeno lo lleva a tomar acciones que lo sacan de su estupor. El objeto tiene trayectorias en línea recta, sin embargo, aparecen figuras a su encuentro que bifurcan su estado, disipan su estructura; son parte de su maquinar, sin aquellos entes molestos, quedaría insensible e indiferente a su entorno. En ausencia del sujeto sería indeterminado, carente de nombre, de concepto, oscuro y hermético. 

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Andanzas

Por Arturo Ortiz Heraz

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s común encontrarse todos los días con personas que van y vienen en un vaivén sin percatarse del rastro de sus pasos; sin embargo, no era el caso de ese hombre que todos los días domingos gustaba de caminar por las calles sin demostrar el menor interés. Era una persona de figura pequeña y

regordeta que en sus cabellos reflejaba el paso de los años, vestido de una manera un poco anticuada hacía evidente una sutil atención a los demás; parecía tener un estilo propio a sus ojos, que en realidad resultaba más que antiguo a los ojos de los demás; usaba unos zapatos por los cuales ni siquiera darían un tostón, pero que siempre estaban perfectamente boleados; un pantalón beige con saco café, sumamente grande para el cuerpo de aquel hombre, que de no llegarle hasta sus pantorrillas haría pensar que era una especie de pastor; en cambio, su camisa blanca dejaba ver el constante uso en sus puños, pero nadie prestaba atención. Nadie presta jamás atención. Ese día domingo se levantó de la cama y se preparó para su rutinaria jornada. Ver el reloj que marcaba las siete de la mañana era una señal a la cual respondía sin más: ─Sigo vivo─. Todo en él se conjugaba en rastros y pequeñas esperanzas de su pasado, un lacerante presente y la idea más difusa de un futuro incierto. Sin embargo, este día sería algo distinto. Por primera vez prestó atención a los nubarrones que se coloreaban con tonos carmesí en el amanecer. De anaranjado a morados, de alegrías a tristezas. Esa banal imagen del cielo le hizo pensar en hechos tan insignificantes como llenar un vaso de agua, el ver sus manos detalladamente, el sentarse, su manera de caminar, su risa, el sonido de su respirar. Todo sería diferente a partir de ese momento. Pasadas dos horas se dispuso a partir, tomó sus llaves y prestó atención al peculiar sonido que provocaba el introducir la llave en la cerradura de la puerta. Un sonido muerto y lleno de vida. Un sonido que estaba entre el paraíso y el infierno. Percibió el sonido hueco, y acompasado de sus pasos, el sonido de la fricción de sus ropas y en ellos comenzó a ver

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Arturo Ortiz Heraz

una indescriptible belleza. Pero fue hasta que llegó a aquella avenida que se percató de que no eran los únicos sonidos existentes, que hasta entonces pasaban por molestos ruidos. El llanto de un niño, el sonido de las monedas al caer, las pláticas interminables de las personas, los gritos de los merolicos, el sonido de los camiones y los pasos incesantes de todos los transeúntes que van y vienen de un lado a otro buscando un cosa u otra o que quizá corren al encuentro de un amante. Todos esos sonidos jamás percibidos morían ante otros en un ciclo constante de renovación. Recordó que en el pasado gustaba de apreciar esa sensación y, sin embargo, no podía explicarse por qué lo había olvidado. Empezaba a recordar poco a poco el día que lo había orillado a hacer esa caminata rutinaria. Añoraba, en aquel entonces, encontrar un lugar. Del simple hecho de ver las cosas sin reparar en ellas, pasó a la contemplación, una acción en la cual sólo él se entendía; sin embargo, sólo veía a un mundo… no, un pequeño mundo sin un lugar para él. Al verse en un aparador vio su propia imagen, una donde el tiempo hacía evidente sus estragos, pero quiso ver en ella no ese ser que empezaba a morir, sino a aquel hombre jovial, lleno de vida. Prestó atención a su entorno, a todas aquellas personas que transitaban alrededor de él. Se había percatado de que algo le hacía falta. Inmerso en sus ideas comenzó a apreciar los rostros de las personas, que eran como pequeños sonidos sin expresión ni forma, pero lo pudo ver. Vio a aquel niño en brazos que señalaba con su dedo una paleta del aparador de la tienda de dulces; al tiempo que un grupo de amigos reía a cada momento al parecer sin motivo alguno, pero entre ellos, los chistes y las bromas no faltaban. Quizás esa era la razón. Mientras, una joven pareja que caminaba del otro lado de la acera hacía evidente una radiante felicidad que se manifestaba en sonrisas y miradas discretas que al cabo de unos instantes morían en pequeños besos. De pronto oyó el tintinar de dos anillos chocando, un hombre de unos treinta años jugueteaba con unos anillos de compromiso, a espaldas de él, una madre probaba en su hija un collar, una joven hermosa que no hacía más que hablar de su fiesta, junto a ellas un joven recogía su anillo de graduación. El llanto de un niño lo sacó de aquel cuadro tan diverso, una madre que intentaba consolar a su hijo, al tiempo que el padre buscaba en una pañalera un biberón. Cada una de estas imágenes producía en su mente un recuerdo de su vida. Fue una epifanía. 12


Andanzas

Entonces, recordó que hacía estas caminatas para recordar, aunque sólo fuera por breves instantes, un pasado que ya no le pertenecía. Estaba muriendo, pero eso no sería un motivo para distanciarse de la vida misma, y, sin embargo, ese día fue sumamente especial. Se sentó en una banca tranquilamente para cerrar sus ojos y comenzar a sentir todo a su alrededor, los olores de los perfumes de las personas al pasar, los sonidos interminables, el soplo del viento, el latir de su corazón al compás de su reloj. Un incesante baile entre la Vida y el Tiempo. Simplemente los últimos latidos de un corazón. 

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Francisca

Por Manuel Lacarta

M

uerdo tu cuello, clavo mis dientes en tus venas azules, Francisca, perra mía, loba mía, puta mía, y la noche se me hace eterna, roja, espesa, cada vez que te devoro, te deshojo, te desfloro, tengo tu sangre en mis colmillos, el paladar de la boca.

Hasta la madrugada, sigo insomne tus huellas en la nieve de las sábanas, olfateo

desasosegado el rastro de tu cuerpo, ese sudor dulce de hembra que se asfixia con mis manos en su garganta, y me repito que no eres tú ya la muchacha que a media tarde lee un libro, borda unas iniciales en la esquina de un pañuelo, corta rosas por el tallo, riega los geranios de una ventana sin balcones, ensaya torpemente a montar en bici. Ya sé que siempre fuiste buena y generosa, demasiado ingenua; tu beldad era una belleza algo lánguida, un tanto fácil, ejemplar, incólume, previsible como la historia de Caperucita yendo por el medio de la senda de un paisaje de secuoyas. Había cerca de allí una fuente, y tú vivías en una casa con los tejados de pizarra, el jardín con los setos trazados a cordel con el fino detalle de un obsesivo delineante que dibuja a tiralíneas, la puerta de la entrada con el pomo de una mano de bronce que hace presa delicada en el bronce de una esfera. Yo entraba sin llamar, de puntillas como un furtivo, y recorría las habitaciones hasta dar contigo por sorpresa. De donde estuvieras, te levantaba en vilo, te alzaba, te estrechaba en mis brazos entre tu voz que refunfuña, tu falsa resistencia a ser llevada por los aires y la algarabía de tres mil carcajadas tuyas; a veces, mordía el lóbulo de tu oreja, te susurraba obscenidades al oído. No recuerdo ahora si vivías sola, si eras ya entonces huérfana de unos padres que murieron de ancianidad sin una enfermedad anterior en sus vidas, si tuviste antes que yo otros esposos fieles y satisfechos, si yo fui tu primer hombre.

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Francisca

Sólo, sí, nos veo a ambos mirando juntos a través de la ventana, oyendo cómo llegan los lobos hasta la cruz en invierno, cuando todo está nevado y la cellisca se nos antoja ser las brasas diminutas de un incendio en alguna parte un poco lejos de nosotros. Una noche cruzó una sombra y luego todo estaba cambiado: un pájaro negro yacía muerto a nuestros pies, las cucarachas disputaban un pastel de hojaldre a las hormigas, y yo te dije: ─Paca, huele a pelo de animal que se quema─, y éramos nosotros. ¿A dónde iremos ahora, mi amor, en este bosque, esta selva, esta intrincada maraña de zarzas espesas que se nos clavan y árboles gigantes que nos miran? ¿Ves la luna, la luna blanca, redonda, hinchada como un cuerpo ahogado que flota bocabajo en las aguas del río? ¡Ay de los ahogados, Francisca, qué tristes, viendo el fondo sin fondo de un lecho de piedra anegado de lágrimas! Nada seríamos tú y yo sin la luna. Porque tú y yo somos prisioneros de esta luna, alunados, lobos, licántropos, locos, lobizones, animales que aúllan, llaman, se lamen y se entregan bajo esa luz que provoca que los niños nazcan con antojos, prematuros y feos y sucios con la cagada de la placenta en la boca, los genitales enormes, el falo gigante, duro como el de un hombre de treinta años y negro como la cola de dragón del diablo. Se van a santiguar cuando nos vean juntos, espantar el miedo a tiros, perseguir nuestra sombra a la carrera por las calles, y dirán que bebimos en el charco donde posó sus pezuñas un lobo, dormimos desnudos a la luz de la luna llena, nos mordió el licántropo. Dirán que fue por eso: por dormir desnudos y abrazados. Nos mordimos, sí, Francisca, el uno al otro aquella madrugada de septiembre en los asientos traseros de un coche de alquiler bajo el Teide, en la buhardilla de mi casa de París mientras nevaba, el vientre de una góndola en Venecia puesta a moverse con los vaivenes del agua, el sucísimo apartamento con liendres y piojos en la ciudad de Barcelona, aquella cama prestada de Buenos Aires que crujía a cada movimiento de muelles que se clavan en la espalda. Nos devoramos, sí, Francisca, mi Paquita loca, mi puta Francisca, y nos deshojamos como un libro, nos desfloramos como dos vírgenes, al cabo sorbimos la saliva, aquella que sabía a savia animal distinta.

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Manuel Lacarta

Si lo preguntan, dilo: seremos una hiena, un leopardo, un jaguar, el otorongo, un tigre, allá donde vayamos, vengan a buscarnos, a ti y a mí, Francisca, mi perra hermosa, mi loba siempre en celo, puta mía que te revuelves cuando te penetro con mi miembro inmenso de animal sin alma, sólo instinto. Me van a cortar la cabeza de un tajo con el hacha del leñador del pueblo, arrancarme el corazón con el hierro de un pincho mohoso en la fragua del herrero, envenenar con la plata de un disparo de revolver. Te van a dejar a ti secar al sol desnuda, con tus teticas de niña de quince años que contemplen todos con lujuria, la legaña de tus ojeras violeta en los párpados, la vulva sangrante de tus labios, el pelo largo y lacio sin pasar las púas de marfil del carey de un peine, las manos descarnándose, la piel de los dedos descamándose a tiras, y los ojos arrancados como a Santa Lucía de Siracusa, ella que salvó luego a la ciudad tantas veces de guerras, incendios, terremotos, haciendo milagros. Una noche con luna llena, nos van a matar así: a pedradas, tiros, sablazos, tajos de mandoble, golpes, patadas, para que nos muramos, y desollarnos luego para hacerse una chaqueta con la piel de un lobo. 

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Manuel Lacarta es un escritor español que ha publicado varios libros de poesía, narrativa y ensayo, además de haber ganado el Premio Ámbito Literario de poesía y el Premio de la Crítica de Madrid 2011. El cuento “Francisca” abre la antología Anatomías secretas de la "Hermandad de Poe" (Nostrum, Madrid, 2013).

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Feel the cold sword... into your body... And feel the blood Por Alejandra C. L.

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uena la melodía de cada noche, aquella que susurra el invierno cuando se junta con el viento. Los búhos cantan un réquiem como si presintieran el último respiro de alguien, mezclando lo que ya sabes mientras abres la puerta para descubrir la

vasta noche que no parece tener fin. Could you scape? La cruz que volvía a colocar en su pecho mientras creía salvarse de aquella terrible muerte que ya presentía, pero aun así intentaba escapar... debía escapar... ¡Ay, pero sí era tan joven! No, la muerte no tiene edad... Cuando ella llega no importa la edad ni el sexo ni si eres rico o pobre... la muerte... La muerte... irónicamente llega cuando menos lo esperas y cuando menos quieres y de la manera menos imaginada. ¿Ella qué iba a saber acerca de estas cosas cuándo decidió averiguar los ruidos provenientes de la habitación contigua? Ahora corría por su vida, aunque la sangre se le escapaba del cuerpo, de su herida, no sabía cómo surgió. ¡El frío! El cansancio que la atormentaba... ya no podía más... los ojos se cerraron sin explicaciones... De pronto... una paz... Una paz extraña comenzó a invadir su corazón... Su corazón que lentamente iba apagando su latir mientras ella entraba en la inconsciencia pacífica que la envolvía silenciosamente. Soltó el dije que logró sacar de su cuarto mientras caía en la hierba del campo trasero... la sangre... el dolor y el desconcierto por morir así... —Sí tan sólo no hubiera salido de mi cuarto. Fue lo último que pensó. Nadie imagina su muerte.  17


Los recuerdos no revelados de Newt (Fanfic basado en Maze Runner) Por Alejandra C. L.

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uando la enfermedad nos atacó, yo apenas comenzaba a entender qué era lo bueno y lo malo. Recuerdo que en esos días, solía jugar por horas, escapándome de la realidad. Por supuesto, ¿qué podía entender yo de los cranks, aquella gente enferma afectada por la llamarada?

Mi mente divagaba al correr por los pasillos fingiendo ser un caballero, a viajar por el

espacio, a soñar que un día manejaría un tráiler de dimensiones extravagantes y conocería el mundo a través de él, como en los programas que solían ver mis padres durante las noches, donde hablaban, también, de gente que se volvía loca, no sólo en la ciudad, sino en todo el mundo. Apenas lo recuerdo y aún así, siento escalofríos. Son recuerdos que nunca se evaporan, a pesar de que uno desea bloquearlos… Sí, la noche cuando perdí a mis padres y casi me pierdo yo. Estaba en mi habitación, durmiendo. De repente, desperté. No sé si fue por inercia, o porque escuché algo. Lo único que se me ocurrió, fue levantarme y guiarme por los sonidos de alguien caminando por el pasillo. —¿Quién anda ahí?— pregunté atemorizado, esperando que fuera mi mamá o mi papá. —¡No puedes engañarte! ¡Estás enferma! ¡Debo alejar al niño de ti!— gritaba una voz masculina, casi desquiciada. —¡No puedes arrebatarme a mi hijo! ¡Al que salió de mis entrañas! —¿Mamá?— pregunté, aunque el temor me invadía. Quien era mi mamá volteó. La habitación comenzó a darme vueltas al descubrir que estaba en una posición encorvada, nada alentadora. —¡Ella ya no es tu madre! ¡Aléjate de ella!

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Los recuerdos no revelados de Newt

—Mi cielo, no le hagas caso— dijo mi madre casi considerada, volteando. Su mirada, en lugar de hacerme sentir protegido, causó que todo me temblara. Algo me decía que me alejara de aquella cara descompuesta por un enojo —¿o era desesperación?—, pero por otro lado, el cuerpo no parecía responderme. —¿Mamá?— volví a preguntar, esta vez con terror. —¡Sí, soy yo! ¡Y jamás, jamás te haría daño! —¡Aléjate del niño!— gritaba mi padre mientras se acercaba a nosotros. Mi madre se volteó y golpeó a mi padre con una fuerza brutal que ahora que lo pienso, era extraña para una mujer de su condición. Pero logró aventarlo hacia la pared, donde se quedó una mancha oscura de sangre. —¡No!— grité al tiempo que escuchaba una risa histérica provenir de ella. Después todo se volvió oscuridad, donde ese sonido era capaz de causar escalofríos en la lejanía. Mis pies, de alguna manera, sentí que volaban, mientras intentaba recuperarme de lo que acababa de ver. Cuando desperté del trance, me hallaba en la calle, solo y llorando. Sólo años después supe que mi madre había sido infectada con la llamarada y ya nada podía hacerse cuando mató a mi padre. Supongo que por eso, cuando los integrantes de CRUEL me encontraron, decidí unirme a su proyecto. 

* Alejandra

C. L. tiene 26 años pero se ve de 18. Escritora desde los 14 años y por lo tanto tiene un montón de borradores entre novelas, cuentos y poesía que ya se demoró en publicar. Estudió Letras Latinoamericanas en la Uaemex y por ahora se dedica a corregir las notas de los reporteros en El Sol de Toluca. Se pueden leer más escritos de ella en: http://espacio-lejano.blogspot.com/

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Luces de otoño Por Edgar Said Ruiz Cano

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Para Kari con amor. Agosto 2013. l mirar la meseta no pudo resistir avanzar más a prisa con la energía desbordándose de su cuerpo. Era otoño, pero hacía mucho más frío del habitual. En ese sitio se sentía tan intenso que la respiración se dificultaba. Había sido una temporada

extraña,

apenas comenzaban a caer las primeras hojas y repentinamente estaba nevando. Es

el clima descompuesto que caracteriza nuestra era en declive. Él observa a su alrededor y voltea hacia atrás. Sonríe al ver la dificultad con que ella avanza, luce algo incomoda. —¡Vamos! No es tan difícil. —Lo dices porque no estás acostumbrado a usar tacones. ¿Qué hacemos aquí? Hace mucho frío. —Te lo dije anoche, venimos de picnic. El hielo había pintado casi todo el bosque de blanco y la niebla matutina no permitía ver más allá de algunos metros. Él deseaba que la nieve se mantuviera un par de horas más, tiempo suficiente para ascender y llegar al sitio deseado. —¿Y hasta dónde subiremos? —Hasta lo más alto. —Pensé que odiabas el frío. —No lo odio, simplemente no lo tolero. Ella sonríe. —Lindo lugar para un día de campo. Los pinos son pequeños en este sitio. El sol tiene una intensa blancura y el aire tiene el aroma de las hojas. Un sitio abierto, enorme, rodeado por muros de piedra y bosque, lleno de pasto bajo la ligera capa de hielo que se rompe al pasar. Los abrigos son

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Luces de otoño

estorbosos, pero es preferible tenerlos a exponer la piel bajo los rayos de sol. —Te ves tan rara con ese saco. —Mira quién habla. Es como un sueño, como un sueño… Se encuentran juntos, recordando algún otro momento, un extraño momento. Caminan hasta un sitio rocoso donde el viento golpea con más fuerza. Él le sugiere descansar y ella no duda en tomar asiento sobre las rocas inesperadamente cómodas —¿Será el cansancio?—. Una vez sentados observan el paisaje. Apenas algunas figuras entre la niebla que lo cubre todo. En cuestión de minutos la bruma comienza a descender y aquellas siluetas comienzan a ser descifrables. Es el momento en el que lentamente se muestra el inmenso abismo a sus pies, tan grande que no logran ver el fondo. Ella se asusta, pero al mirarlo con ese gesto tranquilo se siente confortada. —¡Oye, espera, yo no te he hecho nada malo! Ella puede tener un humor muy ingenioso. El chico se posa a su lado y la abraza mientras ella pierde la mirada alrededor. La niebla sigue en movimiento. —¡Dios! De verdad nunca había visto algo como esto. El viento comienza a descubrir el paisaje. El sol atraviesa la niebla, entra en la tierra, cruzando los verdes árboles y su blanca cubierta. —Es fabuloso. —¿Te gustó? —Mucho… Lo que aun no entiendo es: ¿cómo es posible que esté nevando? Son casi las ocho de la mañana. Se siente complacido de verla a su lado. Es éste el sitio que tanto le gusta, que desde niño le atrae. Siempre ha sentido el absurdo llamado la naturaleza. ¿Será un grito de agonía? Él se la queda mirando sin que ella lo advierta. Observando en retrospectiva el tiempo no ha pasado, no transcurre, lo hemos tenido aquí, en las manos. Los años luz que transcurren con híper velocidad ni siquiera podemos sentirlos. Estamos fuera del tiempo. —Espero que esto no sea una maldición—. Ella al fin lo mira y vuelve a sonreír. —¿Es lo que querías que viera? —Una de las cosas, claro que sí. 21


Edgar Said Ruiz Cano

Él toma su mano, la jala contra su cuerpo y ella se abalanza sobre él para abrazarlo y por un instante, sienten que caen al precipicio. Sin dudarlo se sueltan para aferrarse cada uno contra las rocas. Una vez fuera de peligro comienzan a reír. —¡No mames, se sintió cabrón! El viento se hace más fuerte. Si el tiempo no ha pasado entonces no somos tan diferentes. ¿Te das cuenta que somos parte del universo? Pero tu luz nos convirtió en estrellas, nos hizo polvo estelar. Ella le mira a los ojos y él recuerda una vieja casa en un sitio monstruoso y risas enlatadas como fondo musical. Dos personas en el escenario e inicia el primer acto: —Oh, ¡pero yo siempre te amaré! El sujeto de mayas junta sus manos y coloca la mente en lo más alto, desde donde no puede ver sus pies. La dama no lo mira, se limita a lloriquear con un juguete entre sus brazos, lo arrulla mientras le apunta con un arma, directo a la cabeza. —¡Oh!, eres lo único que me mantiene con vida.

¡¡FUEGO!! La escena termina y la multitud ovaciona de pie mientras el actor principal se ha quedado dormido. —¿Te acuerdas? —¡Y que lo digas! De hecho quisiera olvidarlo. Y es que no somos tan diferentes. Él la toma de la mano y se disponen a retomar su camino. En este punto, el ascenso es relajante, pueden charlar con fluidez, pero se limitan a mirarse uno al otro y observar el paisaje que los envuelve. Nuevamente el bosque. Suite punta del Este suena en sus cabezas. El camino se hace angosto y un poco tétrico al igual que la canción. Un encuentro, un abrazo y el tiempo pasa y pasa, el tiempo, pasa. Ellos comienzan a sujetarse uno del otro, uno a otro, con fuerza. Se aferran entre sí mientras los momentos transcurren como en una carrera, como una lucha en la que alguien debe ganar...

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Luces de otoño

—¿Falta mucho para llegar? A veces no sé quién eres, a veces no sé si eres tú de quien me enamoré. Ella lo mira con un gesto que denota sarcasmo. —¿Quién más podría ser güey? —La loca de los gatos. —¡Idiota! Ella sonríe. Se aproximan a la cima, los bosques han quedado atrás. Al pasar cerca de un gran árbol las aves emprenden el vuelo, juntas, y se pierden en el infinito. Son miles. Tal vez sean los últimos que puedan ver algo como eso. Miran al cielo, el sonido, ese sonido de aves. Ella observa las flores en la base de un tronco donde no hay nieve. Corre hacia ellas con emoción. Apenas las encuentra y se inclina a verlas, no las toca. Observa a un grillo saltando de manera extraña. Con dificultad le ayuda a desprender de su pata una diminuta hormiga que se aferraba con ímpetu. Es una muestra de nuestro amor artificial hacia una natural violencia. —Extraño tanto ser niña. Él la mira como tal. —Al menos tú lo fuiste. Sonríe. —¡Pinche amargado! —Jaja, pero mira quién lo dice. Ella voltea al horizonte. —No, mi amor, el enojo ha quedado muy lejos de aquí. Se ha ido, ¿ves? Y no volverá jamás —sonríen—. Gracias por todo nene. —No hay de qué, bonita. En otro punto de sus vidas, la escena dos transcurre: Los dos personajes encerrados en sus celdas, desde esas prisiones de concreto y tela, logran escapar por la pantalla hacia un encuentro ansiado: —Eres la chica linda de… —Pues lo de linda no sé, pero sí soy de allí. Actores entusiastas —sonrisas—. El inicio de una pieza musical en la que danzan abrazados al compás del poderoso sonido. Un Claro de luna con suavidad y violencia. Se miran, se acercan cuando el telón cae de golpe.

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Edgar Said Ruiz Cano

Llegan a una loma, una de las más altas. El aire golpea con fuerza, la nieve comienza a derretirse y el pasto, largo, dorado, brilla aún más con la humedad. Muchos menos árboles. Una vista al centro del diminuto bosque rodeado por una ciudad fluorescente y gris y azul. Una ciudad igual a todas las otras, de esas ciudades desiertas del corazón. Él mira un lugar adecuado, a la falda del cerro donde el aire baja su intensidad. —Es aquí. Toma la manta y la coloca en el suelo sin importarle que en segundos quede casi por completo empapada. Por su parte ella sigue temblando de frío. Él coloca las cosas: el recipiente de la comida, platos, el termo del café caliente y amargo, tazas, servilletas, agua… —¿Una botella de vino? —De hecho son dos. Antes del café comenzaron con un brindis. Las copas chocan con un sonido continuo y se dirigen a la boca con lentitud. Beben el contenido sin dejar de mirarse a los ojos, como preguntándose y respondiéndose solos. La comida, que tal vez no era la adecuada, fue consumida con verdadero placer. —Un sándwich de jamón. —¿Qué tiene? Me trae buenos recuerdos. —No me estoy quejando. Y la última escena transcurre así: —Ha pasado tiempo, tanto tiempo. Y tú aquí, viéndome con esa expresión tan... El trasfondo está oscuro. Los actores están en el piso, completamente ensangrentados, empapados del rojo proveniente de sus propias víseras, encadenados al piso y a sí mismos. Sin fuerzas para vivir y aun tratando de lastimarse. Odian, lloran ante el miedo de ser heridos. Piensan, no piensan, pero creen hacerlo. Hieren, fingen no querer hacerlo. Mil y una cosas y siempre la misma. Es esa odiosa incapacidad de amar. So knives out, cook him up, squash his head, put him in the pot. Si hubieses sido un perro, te hubiese ahogado al nacer. —Ja, ¿cómo es que pudimos ser tan imbéciles? —Pues…

solíamos

ser…

sabes,

humanos, al fin. 24

jóvenes,

ciudadanos,

mexicanos…


Luces de otoño

Ha pasado tanto tiempo, tanto. El viento corre con fuerza, ella se ha quitado el gorro. Su cabello flota meciéndose con armonía marina. Ella luce una pequeña trenza a un costado del rostro, él la mira hermosa. —Me gustas. —Es bueno oírlo, nomás no gastes las palabras. —Pero es que me gustas. El sitio se aclara y el viento se detiene. El sol ha surgido en lo alto mientras la nieve permanece intacta. Frente a ellos la enorme montaña, digna de las leyendas más terrenales, se convierte en el templo más grande que puedan haber visto, no hay lago mayor. Ambos la miran fijamente, sintiendo la brisa helada en sus rostros y el mayor silencio que nunca habían podido compartir. Aquel día, ese día, en el que veamos los santuarios y nos maravillemos. Ese día, aquel día en el que los templos se abran para nosotros. Ese día, en el que dejemos las navajas y nos demos la oportunidad de entrar al paraíso. Quiero entonces que seas parte de mi vida. 

*

Edgar Said Ruiz Cano es Lic. en Sociología por la UAM Azcapotzalco.

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Felisbertiana Por Marco Antonio M. Medina

Al “burrito blanco”

C

ierta vez yo tenía una librería. Y por alguna razón ningún cliente se había presentado a comprarme libros durante ya varios días, y yo me aburría allí terriblemente. Recuerdo que entonces los libros estaban ordenados, portada frente a portada, sobre repisas blancas de madera, y éstas a su vez se

hallaban empotradas a la pared. Había pues dos paredes enfrentadas, con dos filas de libros cada una. Un día, como sin darme cuenta, vendí algunos libros, pero no quise saber cuáles me habían sido comprados, pues creía que si llegaba a saberlo no podría ocultarlo a los demás por mucho tiempo, y yo sospechaba que de algún modo misterioso, tarde o temprano, los otros libros se enterarían y me reprocharían sin duda el que tal vez nunca nadie llegara a comprarlos ya, y eso me entristecía las tardes. Yo trataba de no pensar mucho en ello y me dejaba distraer picando papel. Pero al cabo de cierto tiempo, los ojos se me cansaron de no ver nada y la mirada empezó a untárseme en las paredes. Entonces me di cuenta de que los libros vendidos habían dejado sus huecos de cuando se los llevaron y yo no me había preocupado hasta entonces por colocar en su sitio nuevos libros disponibles. Luego contemplé un largo rato las repisas y los huecos que habían dejado los libros y me pareció que formaban dos bocas desdentadas que se sonreían entre sí, como dos viejos chimuelos que se encontraran contentos después de muchos años. 

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La odisea de Circe Por Marco Antonio M. Medina

F

ue así como intenté poner remedio a mi obstinada languidez. Por lo pronto, nada de nuevas aventuras. Conservar las calorías al máximo. Enseguida, el matrimonio y la mantecosa felicidad conyugal. Finalmente le di el sí y enarbolé mi cepillo de dientes sobre el marmóreo baño de su palacio

campestre. Sin faltar a la verdad, el nuestro fue uno de esos afortunados segundos matrimonios. Pero, respecto a lo otro, todo fue en vano. No sin disimulada envidia veía a mi mujer entrarse en carnes cada vez más suculentas con el paso de las estaciones, lo mismo que nuestros seis frondosos cerditos. Mas poco a poco dejó ella de alimentarme con el ardor primero que le daba la esperanza, y a los abundantes tamales y moles se sucedieron sobre nuestra mesa las crudas verduras de la resignación. Ni con toda su brujería pudo Circe engordarme. 

*

Se pueden leer más escritos del autor en: http://mangueraeussebio.wordpress.com/

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(Se pronuncia Áyax, no Áigax) Por Dr. Eussebio Manguera

..C

uando el gigante Ájax comprendió que la suerte de rosados dedos no le sería favorable en aquel cubilete fúnebre, decidió bien que mal permitir que el astuto Ulises manoseara a placer las portentosas armas de la discordia, y solicitó en nebulosa

meditación a Zeus le permitiera perdurar su nombre para la posteridad en más apacibles empresas. El tonante vio entonces que el corazón de Ájax quedaba por siempre libre de mácula y dio en intitular de este modo al detergente más poderoso a lo largo y ancho de la Hélade. 

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Sólo trabajo Por Aldo Rosales

E

l pasillo de repente quedó vacío y sólo se pudieron escuchar unos pasos en la escalera que estaba al final y daba al segundo piso del edificio, una galería de arte de tres pisos con paredes de cristal ahumado y pisos de madera. Valeria no lo notó porque estaba mirando una de las fotografías de la

última sección, una donde un payaso dormitaba en la banca de un parque sucio. No pudo evitar recordar un episodio de su niñez, cuando, de la mano de su abuela, atravesó un parque para ir a la tienda a comprar azúcar para un pastel o un té, ya no recordaba. En aquella ocasión, sin embargo… ―¿Te gusta? Una voz junto a ella la hizo respingar. Un hombre joven, de alrededor de 35 ó 40 años, estaba junto a ella mirando la misma fotografía. Ella, sin saber por qué, se sintió como en esas películas que a veces veía por la noche con Orlando. Un plan secreto, una organización secreta, donde dos agentes, que apenas se conocen, se reúnen en un museo para intercambiar información. Se hablan a través de un cuadro, o en este caso de una fotografía, para que nadie que los observe note que están juntos. ―¿Te gusta?―. Repitió él y sin esperar respuesta, siguió hablando como si el payaso en la fotografía fuera de una especie extinta que alguien, ella, desde muy lejos, había venido a observar, ―la fotografía no es mala, sin embargo… Él movía la cabeza de un lado a otro, como si su cuello se hubiera desconectado de su cuerpo y la cabeza hubiera quedado bailando sin control al vaivén del viento. Ella volteó a todos lados: la galería estaba sola y no sabía de dónde había salido él. ―Sí… Creo―. Su propia voz le sonó rara, como si hubiese inhalado un poco de ese gas con el que inflan globos, ―no sé, sólo estaba haciendo tiempo. ―¿Tiempo? ¿Se puede hacer tiempo? Bueno, tendrás que darme la receta, porque francamente a veces… 29


Aldo Rosales

Él volvió a mover la cabeza, sólo que ahora tenía una sonrisa mitad cruel, mitad divertida, que lo hacía lucir irreal. Ella, sin pensarlo, sonrió. Le había gustado aquella respuesta. ―¿Te falta tiempo? Valeria decidió seguirle el juego a aquel tipo, no sería algo peligroso; después de todo no estaba sola: en la puerta al final del pasillo, en el extremo contrario a las escaleras, estaba Orlando. Como si lo hubiera invocado con la mente, creyó escucharlo recitar sus líneas de la obra. O tal vez sólo lo había imaginado. Se sintió segura. ―Depende para qué sea ―el payaso en la fotografía parecía haberse movido, como si las miradas lo incomodaran―, si es para hablar tonterías, me sobra. ―¿Y para qué te falta? ―Para entenderlas. Por primera vez se miraron a los ojos. Sonrieron. Caminaron hacia las escaleras lentamente, deteniéndose a mirar las demás fotografías de la exposición. Valeria no lo había notado, pero el tema parecía ser el circo, o por lo menos los payasos. Cuando iban a subir las escaleras, un guardia les indicó que las dos plantas superiores estaban a punto de cerrar. Se dirigieron a la puerta y, antes de abandonar el edificio, Valeria creyó escuchar risas al interior de la sala de teatro; la obra, según recordaba, no era de comedia. Imaginó a Orlando vestido de payaso, subido en un monociclo. Una vez afuera, el hombre le extendió un cigarrillo. Valeria, a pesar de que había dejado el cigarro desde que conoció a Orlando, aceptó. El hombre encendió el de Valeria y luego el suyo; su rostro, bajo los matices cálidos de la llama, adquirió un tono placentero. ―¿Y qué te trae a este lugar? Lo visito frecuentemente y nunca te había visto. Valeria sonrió y expulsó el humo que formó una delgada línea al pasar entre la fina separación de sus labios, como un silbido con cuerpo. De repente sintió ganas de mentir, inventarse alguna historia interesante y ver hasta dónde la soportaba, pero no se atrevió. ―Mi novio… es actor, está en la obra ―señaló un cartel pegado en la mampara junto a la puerta de acceso, en él se veía a una mujer sosteniendo una navaja de afeitar frente a una cama donde un hombre, Orlando, se cubría el pubis con una almohada. ―¡Ah!―. El hombre escupió el humo con la cara vuelta hacia el cielo; su boca cobró el 30


Sólo trabajo

aspecto de una lámpara maravillosa de la que un genio, envuelto en vapor, salía de su encierro. Sonrieron. Una rata pasó por el camino de adoquín que separaba dos jardineras enormes, descuidadas. ―Entonces miente ―dijo él luego de un rato―, arrojó la colilla encendida, que se atoró en uno de los arbustos. ―Como todos―. Valeria arrojó también su colilla, que cayó junto a la del hombre; así juntas, relativamente, parecían los ojos de un ave furiosa que se escondía entre la noche. ―Carlos. Me llamo Carlos―. Extendió la mano a Valeria, quien respondió el saludo al tiempo que decía su nombre. Callaron, como si sus nombres fueran algo duro de digerir y se necesitara tiempo para volver a hablar. La rata volvió a pasar furtivamente, como si fuese un vampiro que odiaba la luz de la luna. Las luces de la segunda y tercera planta del edificio se apagaron, una tras de otra, en orden ascendente. Valeria sintió el aroma de la colonia que Carlos usaba. ―¿Y ése es tu nombre de verdad? Digo, como dijiste que todos mienten… ―Valeria hablaba luego de un par de segundos que le parecieron eternos. ―¿Importa? ¿Qué tal si me llamara Orlando?―. Carlos, o quien decía llamarse Carlos, seguía mirando el poster de la obra. ―Supongo que no. Una pareja, que salió de la sala de teatro, pasó entre ellos a prisa, sin hablar; a pesar que no habían dicho nada, Valeria adivinó que estaban discutiendo. Se sintió mal, como si el humo del cigarro anduviera dentro de su cuerpo, destruyendo todo. Volvió a pensar en Orlando, pero ahora desnudo, como aparecía en la obra. ―¿Un café? ―Carlos señaló una cafetería al otro lado de la explanada sobre la que estaban. Valeria miró su reloj y notó que aún faltaba mucho para que finalizara la obra. Echó a andar tras Carlos, cuyos zapatos producían un ruido melancólico, como de ensueño, al pisar los adoquines flojos de la explanada principal de aquella universidad. Al entrar al lugar, Valeria sintió como si entrara a la sala de espera de algún hospital. Las luces eran demasiado fuertes, o quizás la oscuridad de afuera se le había quedado pegada a los ojos. Se sentaron en una mesa cercana a la entrada, desde la cual Valeria podía 31


Aldo Rosales

observar la entrada al edificio de cultura. Carlos se sentó de espaldas a los cristales. Una mujer delgada, de ojos apagados y movimientos tristes, trapeaba el lugar. De pronto Valeria pensó que aquella mujer, más que trapear el piso, movía la jerga como si bañara un elefante. Eso era: el piso del lugar era un enorme elefante brilloso y cuadriculado, como de algún libro infantil. Carlos se levantó y caminó hacia la barra para pedir dos cafés. ―De melancolía… ―Pensó en voz alta Valeria al recordar el sonido de los zapatos de Carlos; a través de los cristales veía pasar a los pocos estudiantes que aún quedaban en el plantel. Se sintió de pronto en el mirador de algún enorme edificio. ―No, de grano puro, según el menú ―dijo Carlos luego de poner frente a ella un vaso humeante; seguramente Valeria había repetido dos, quizás tres veces lo que había pensado. Creyó que iba a sonrojarse, pero sólo sintió curiosidad al pensar cómo el tiempo se le había estirado mientras pensaba. Bebieron lentamente, a sorbos escandalosos él y a tragos tímidos ella, como si jugaran al bebedor de café. La mujer seguía aseando al elefante imposible; las luces de la cafetería cada vez pesaban menos en los ojos. Dieron las siete en el reloj de Valeria; un par de minutos después también el reloj de la cafetería marcó las siete. ―¿Qué hora es? ―preguntó de pronto Valeria, un par de minutos después de haber revisado su reloj. ―Las siete y cuarto. ―Carlos contestó luego de mirar su teléfono celular; tenía la misma hora que Valeria―. ¿Te tienes que ir? Valeria negó con la cabeza. Siguieron bebiendo en silencio. Carlos sacó de su chamarra la cajetilla de cigarros y los alzó ligeramente sobre su cabeza en dirección a la mujer que trapeaba; sonrió. Ella, con gesto cansado, dijo que sí, que no había problema. Valeria rechazó la primera oferta, pero luego lo pensó mejor y tomó uno. Fumaron y bebieron en silencio. ―¿Es su trabajo? ―Carlos hablaba mientras veía la televisión a espaldas de Valeria, la vista un poco levantada, el mentón recargado sobre las manos hechas puño y los codos en la mesa. ―Sí. ¿Te refieres a si le pagan por hacerlo, no? Sí, sí es su trabajo. ―Valeria contestó

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Sólo trabajo

como si hubieran conversado largamente de ello. Carlos movió un poco la cabeza y dejó salir un “ah” ligero. ―¿Y no te preocupa que sea un adicto al trabajo? Hay un nuevo término, cómo se llama… ―¿Un workaholic? No… creo. ―Valeria calló un momento, como reorganizando sus ideas, como abriendo una puerta que no sabía existente―. ¿Cómo puede un actor ser adicto al trabajo, o mejor dicho, cómo lo sabrías? ¿Cómo es eso? ―No sé, alguien que se lleve el trabajo a casa, que no deje de pensar en eso. Ya sabes, el contador que se para a medianoche a hacer números; el maestro que siempre está revisando exámenes y planeando clases; el botánico que tiene la casa llena de plantas raras; el astronauta que no puede dejar de… hacer lo que sea que hagan los astronautas. Ya sabes. ―Luego separó la vista de la televisión y miró a Valeria―. ¿Cómo saber si un actor no puede dejar de trabajar, es decir, de actuar? ¿Lo sabes? Valeria sonrió burlonamente, pero luego la risa se le pudrió en el rostro y se hizo un gesto ambiguo, amargo. Carlos volvió a mirar la televisión. La distancia de la cafetería al edificio donde estaban llevando a cabo la obra pareció crecer, como un desierto de adoquines. La fuente en medio de la explanada parecía un pedazo de sueño: húmeda, vieja, olvidada en medio de todo lo demás. Valeria se miró en el reflejo de los cristales de la cafetería, notó que a sus espaldas, en una esquina, había una rocola antigua, de las que todavía usaban discos. Se levantó y caminó hacia ella, tomó un par de monedas y las depositó; segundos después, mientras cerraba la puerta del baño de mujeres, escuchó el inicio de Jesus, etc de Wilco. Se miró al espejo, incrédula, ¿de verdad estaba hablando con un extraño mientras Orlando representaba a un hombre infiel y mitómano? ¿Había visto una exposición fotográfica cuyo tema central eran los payasos? Se mojó la cara. Cuando se sacudió las manos, frente al espejo, éste quedó salpicado, como el parabrisas de un auto veloz en medio de la autopista. Recordó sus primeras vacaciones con Orlando: seis horas de viaje, autopista, pleito, sexo en los baños de la recepción del hotel, quemaduras de playa, un radiador descompuesto. De regreso, la lluvia los había envuelto en una cortina densa, infranqueable, que los obligó a detenerse en una especie de mirador donde, por el tiempo y el hastío, terminaron hablando de su primer encuentro sexual; Valeria mintió, dijo que su 33


Aldo Rosales

primera vez había sido con él, con Orlando. Todos mienten. Salió y caminó hacia su mesa. Se sentía un poco mareada. ―En China hubo un terremoto… o algo así, sin volumen es difícil saber. ―Carlos seguía viendo a la pantalla mientras hablaba. Valeria se sentó. Evitó ver los cristales; estaba mareada. ―Y tú, ¿en qué trabajas? Porque supongo que trabajas. ―¿Te gustaron las fotos que estabas viendo? ―No sé, supongo. ―Valeria seguía pensando que quizás estaba soñando, sentada en la última fila del teatro, mientras Orlando jugaba a no ser Orlando, o quizás todo lo contrario: jugaba a un Orlando que fingía no ser Orlando pero que era… ―¿Eso qué tiene que ver? ―Depende: si te gustaron entonces trabajo de fotógrafo; si no te gustaron pues soy contratista, o chofer, o lo que sea. Valeria sonrió; comenzaba a sentirse mejor. Salió a tomar aire sin decir nada, Carlos la siguió luego de dejar un billete en la mesa. Se sentaron junto a la fuente. El sonido del agua era apacible, casi lo podían tocar. Los jardines de la escuela, a oscuras, parecían enormes patios de carbón. ―¿Por qué payasos? ¿Por qué los payasos? ―Valeria hablaba con la vista puesta en aquellas enormes sombras que a la luz del día eran jardines verdes; las luces de las pocas farolas parecían regaderas de oro. ―No sé, siento que esconden algo, y eso me da miedo, pero me atrae. Callaron. Allá adentro seguía Orlando, bañado de luz mientras que el público miraba atento, sumido en la oscuridad, como vecinos entrometidos. Pensó en Gisela, la chica que actuaba con Orlando; “buena persona”, se dijo Valeria mientras Carlos se perdía en algún lugar de su cabeza. De pronto sintió celos de ella. Orlando: había dicho Orlando y Gisela, no Bruno y Bárbara, como se llamaba la pareja de la obra. Comenzó a sentirse incómoda con la idea. Nunca había sentido celos, pero ahora que había conocido a Carlos, de alguna extraña manera, los sentía. ―Y entonces, ¿qué has pensado de lo que te dije? ¿Cómo sabrías eso? Valeria encogió los hombros. Pensar en un actor que no puede dejar de actuar, que

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Sólo trabajo

vive siempre en una mentira multiforme, como en una casa de los espejos; le pareció raro, imposible. Sin embargo, comenzó a creer que era posible. De pronto sintió que no conocía a Orlando, que no conocía nada, ni a nadie, excepto a Carlos. Quiso quitarse eso de la cabeza, pero no pudo. Volvió a preguntar la hora: las nueve en punto, dijo Carlos, la misma hora de su reloj. Caminaron hacia la entrada del edificio. Se sentaron en los escalones. Valeria sintió ganas de tocar la mano de Carlos, pero pensó en lo ridículo que eso sería. Recordó el pasillo, las fotografías: quizás así era la vida, un largo, larguísimo pasillo donde se van viendo personas, y cada persona es una fotografía, que ya no puede cambiar una vez que la vimos. Si algún día Valeria se encontrara frente a frente con el hombre de la fotografía ―aquélla del payaso dormitando― si se encontrara con aquel payaso, pero cuando éste no estuviera disfrazado, quizás no lo reconocería; para ella siempre sería un payaso. Así debía ser. ―¿Vienes? ―Carlos se había levantado y le extendía la mano a Valeria para ayudarla a levantarse. Cuando se tocaron, Valeria sintió un cosquilleo en la nuca. “Los piojos del amor”, le decía su madre cuando aún vivía. ―Un día vas a sentir los piojitos del amor. ―Tengo que recoger a mi novia. Valeria seguía pensando en el actor que no puede dejar de actuar, en los payasos, en la vida como un pasillo que sólo se ilumina a instantes. Pensó que podría huir con Carlos y dejar a Orlando; si él lo propusiera, ella aceptaría. La gente había comenzado a salir del edificio. En sus caras había hastío, incomprensión. Pasaron los minutos, el teatro se vació. De pronto, como si fueran un sueño, aparecieron Orlando y Gisela; Valeria creyó verlos más juntos que de costumbre, pero no pudo saberlo. Carlos se adelantó hacia ellos y tomó de la cintura a Gisela. ―¿No te aburriste? ―Orlando tomó del rostro a Valeria y la besó―, tienes sueño, mira tu cara. Gisela y Carlos se acercaron, tomados de la mano. ―Valeria, te presento a Hernán, mi novio, creo que no se conocían. Valeria tomó la mano de Carlos, que se extendía como un lazo entre el sueño y la realidad. Ambas parejas se despidieron. Carlos no, Hernán guiñó un ojo al despedirse. 35


Aldo Rosales

Orlando y Valeria echaron a andar hacia el auto. Subieron. Valeria permaneció callada durante casi todo el trayecto. Luego, cuando estaban a punto de llegar, Valeria habló: ―¿Lo conocías de antes? ―¿A quién, a Hernán? Orlando dijo que no con el dedo índice a un hombre que quería lavar el parabrisas del auto. ―Sí, poco. ―De hecho él es el actor original de la obra, luego salió una temporada y yo lo cubrí, después ya no quiso seguir, y bueno, mejor para mí. Es un tipo raro: siempre miente, dice que es la mejor manera de ensayar. Orlando arrancó. Valeria seguía pensando en lo del actor que no deja de trabajar, que simplemente no puede ser el mismo ya nunca más, como el payaso en la foto, aquella foto que Carlos tomó, no Hernán, el novio de Gisela, sino Carlos; seguro que ese Carlos existía. ¿Cómo saberlo?, ¿servía de algo saberlo? La ciudad se iba deslavando en la ventanilla, Valeria seguía mareada. Quiso preguntarle a Orlando, pero se sentía tonta. Luego por fin dijo algo, mientras Orlando estacionaba el auto frente al departamento. ―Orlando… ―¿Qué pasa? Valeria seguía pensando en Carlos, en las fotos, en todo. Pensó por un segundo que estaba dormida en una butaca del teatro mientras Bárbara amenazaba con castrar a Bruno. Tal vez la vida era una obra enorme, larguísima, donde los actores olvidaron que estaban actuando. Abrió la boca. ―¿Qué hora es? ―miró su reloj. Sin saber por qué, temblaba. Carlos tenía la misma hora que ella y eso los había hermanado, como presenciar el mismo crimen. Debajo de Hernán, Carlos, por un segundo al menos, había existido. ―Las diez y media, ¿por? ―No era la misma hora que ella tenía. Valeria no contestó. Tenía los ojos fijos en el reloj. No podía creerlo. Ver la misma foto, presenciar la misma hora, conversar sin siquiera abrir la boca. Carlos. ―¿Pasa algo? Valeria comenzó a llorar, sin poder quitar los ojos de las manecillas.  36


El garabato Por Jesús Alcántara Jiménez

U

n día de invierno mi nieto, Adrián Martínez, quiso demostrarme que sabía dibujar. A sus escasos ocho años dibujó ―según él― en la parte inferior derecha de una hoja de papel bond, un árbol solitario, pequeño y flotante. Para mí, que soy pintor y escultor, su dibujo me pareció un garabato: el

tronco, demasiado grueso y corto, semejaba el cuello de una persona; sus raíces no estaban debajo de la tierra, más bien eran semejantes a los anzuelos de las cañas de los pescadores. Su fronda circular y confusa se parecía a mis primeros dibujos, cuando yo estudiaba en la primaria, hace más de cincuenta años. Su dibujo parecía un árbol, pero no lo era. Mi ética de pintor me exigió guardar en el anonimato mi punto de vista acerca del dibujo, por lo que jamás le hice algún comentario. Además, él solamente aceptó cuando lo reté. ― ¿A qué no eres capaz de dibujar? Recuerdo su reacción ante mi desafío; se quedó pensativo, entrecerró los ojos y, sonriendo, se alejó sin despedirse. Minutos después, con el rostro altivo, me mostró la hoja de papel y me preguntó ―¿Te gusta mi dibujo, abuelo? ―Sí –contesté―, está bonito. Y aunque traté de ocultarle todo mi desprecio, creo que no lo logré. 

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Canta Por Luis Alexis Pacheco

L

e tuve que contar a tus hijos que me cantaste una vez, no sé si para conquistarme o para hacerme reír, de cualquier modo conseguiste las dos. Ellos emocionados preguntaron el porqué ya no cantabas. Querían que fueras todas las noches a arrullarlos con una canción, hasta el más grande quería

saber qué se sentía escuchar la voz de su madre entonando una melodía, mi respuesta siempre era: “Tal vez me tengo que morir para que ella vuelva a cantar”. Pasado algún tiempo compré una guitarra, hacía años que no tocaba una, tanto que cuando la tomé en mis manos me solté a llorar, le hablé a los viejos amigos y entonces te llevé esa serenata que volvió a llenar de amor nuestro matrimonio. Nuevamente, los niños insistieron: “¡Canta mamá!”, y tú sólo te pusiste a llorar, corriendo fui a abrazarte y les dije: “Tal vez me tengo que morir para que ella vuelva a cantar”. Perdón por haber revelado tu secreto, perdón por haberte hecho sufrir con esa frase taladrante, pero es que hoy me acordé de toda nuestra vida juntos. Me levanté muy temprano y salí a ver el amanecer. Un hombre ya anciano me pidió que lo siguiera y ya no supe más de mí. Desperté en no sé dónde y desde ahí pude oír tu voz, estabas cantando, no me podía perder el rostro de los niños al oírte cantar, le pedí disculpas al anciano y le dije: ─¡Me está buscando! ─él asintió con la cabeza y se despidió de mí prometiendo volver, pues aún me debía mostrar algo. Abrí los ojos y me encontraba en la cama más incómoda de mi vida, había mucha gente alrededor mío, algunos con cara de terror, otros llorando amargamente, tú y los niños rebosantes de alegría; entonces exclamé: “¡Buenos días, amor mío! ¿Por qué está toda esta gente llorando? Ah, ¡ya sé! Seguro quieren que me muera para que tú cantes”. 

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Guerrero Por Andrea Barreto

¿

Para Yersin Alguna vez te ha pasado que el alma se te resume en una gota de sudor frío recorriéndote la espalda para regresar por efecto de culata en forma de pasto en la boca, que el humo del cigarro que traes en la mano se desprende en zig-zag por la temblorina en tus dedos, que se te desaparece el suelo, que tu temperatura corporal

se eleva en tu frente y al mismo tiempo sientes frío en el estómago, que se te anudan los pensamientos en forma de bufanda, adornando la garganta? Quizá no te haya pasado porque no es de tu estilo ser presa del nerviosismo frente al espejo. No hay otra forma de explicar el móvil de esa sensación mutante que diciendo que me avisaron que habías llegado. Ojalá pudiera deslindar mi intelecto de la mueca ridícula dibujada en mi cara. Sólo atiné a poner un pie frente al otro en una secuencia que me condujo hasta ti. Un beso en la mejilla fue tu perversa manera de recibirme. Sabías que el roce de tu piel jaguar marcaría en mí tu aroma como la única constelación visible en una noche nublada. Sabías que ese acercamiento tan circunstancial alzaría las alas de mi mente sobre recuerdos de tus labios. Ese beso en la mejilla duró quizá un segundo. Un segundo que me alcanzó para desear otra tarde lluviosa llena de tu risa. Como mi destino inevitable, tu piel jaguar no sabe llegar sola. La escoltan un par de lagunas volcánicas delimitadas por el azul profundo de la Vía Láctea. Si no conociera tus ojos como la quietud de las tres de la mañana, hubiera pensado que tu mirar era cobre puro. De un latigazo ocular me atravesaste la playera, la ropa interior, la piel y el cráneo. Entonces recordé. Apenas nueve años cumplidos y el uniforme escolar como estandarte de inocencia. Era miércoles y había un compañero nuevo en el salón. No había lugar para que pusiera sus cosas, fue por eso que lo noté. Su presencia era mínima: un niño delgado y bajito de cabellos rebeldes. 39


Andrea Barreto

Ya a mitad del año escolar un compañero nuevo era como un virus desconocido en un tubo de ensayo. Especialmente por su forma de hablar, nada parecida a la violencia oral típica del centro del país. Recuerdo haberme enterado de su nombre por una compañera. Ahora ya no me puedo acordar de cómo se llamaba y supongo que tenía un nombre inusual porque muchos decidimos llamarlo “Guerrero”, por el lugar del que venía y, quizá inconscientemente, por el matiz que tomaba su mirada cuando lo hacían reír. En fin, Guerrero y yo nunca hablamos mucho. Nos sentábamos en lados opuestos del salón y seguíamos en la edad de agruparnos por manadas acordes a nuestro sexo. Y como a mí no me colgaba nada entre las piernas, no hablaba mucho con él hasta que un día nos formamos paralelamente en la fila de la salida. Como su nombre, el tema de conversación se me escapa de la memoria. Lo que sí recuerdo es que hablamos por tanto tiempo que cuando llegué a casa mi mamá me regañó. Y el regaño duró, calculo, varios meses. El espacio entre la una y las tres de la tarde se llenaba de palabras livianas y suaves. Un viernes, Guerrero me interceptó cuando intentaba acercarme a mi hermano a través de la estampida de faldas cuadriculadas y suéteres azul marino. Hablamos como siempre y como nunca, nos sentamos en la banqueta y fuimos testigos de cómo la estampida se disipaba. De pronto, en su mano aparecieron dos paletas que se terminaron como los minutos de las dos de la tarde. Y yo era feliz a pesar del regaño que me esperaba. Era feliz porque había sentido el cariño que un niño de nueve años puede expresar sin palabras. Era feliz porque pensaba en los días venideros, en las conversaciones, en ese don infantil de pasar un buen rato sin planearlo. El lunes siguiente me encontré con una banca vacía. Lo mismo el martes y el miércoles. Y de un momento a otro supe que Guerrero había regresado a Guerrero. Debo admitir que no me sentí triste ni vacía sino como en un día muy cansado que alguna vez debía terminar. Mi recuerdo se rompió por tu voz. Me preguntaste cómo había estado mi día para camuflar tu curiosidad por mi cara distraída. Entonces metiste la mano a la bolsa de tu pantalón y me extendiste una paleta mientras peleabas como guerrero tratando de abrir con una sola mano la paleta que tú sostenías en la otra mano. 

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Bitácora de los días en la Tierra y Marte Por Susana Santos Mateo

Yo quisiera correr, subir a la nave, volar y llegar hasta Marte. Nota: Los marcianos son como humanos verdes y sin cabello, en el tiempo que sucede la historia han tenido relación con los terrícolas por más de un siglo. Para conquistarlos en lugar de usar armas, les regalaron televisiones. Día uno Brincas en círculos sobre tu traje viejo, te has encogido, no eres un duende, sino un ratón, todo un roedor, un gran ratón. Recuerdas que Garzón te encontró luchando contra tu gran pantalón y tu pequeñez, te miró concienzudamente y creyó comprender tu juego: 1. hacía que no te miraba, 2. él se escondía, 3. te encontraba, 4. corrías, 5. te alcanzaba, y 6. te arrojaba zarpazos que al principio fallaban. Pero se aburrió, además estaba enojado. Así que al final de una mordida te comió. Tú, el Marciano que quería ganar un concurso de gatos por la tele. Día dos El doctor Garzón es un gato que como muchos tiene una doble vida, durante el reino del sol es un famoso científico, un tipo raro e indiferente; mi mamá dice que es un grosero porque no da los buenos días ni las buenas noches; yo no sé, pero él es tan diferente que me gustaría corregirlo, borrarle esa cara de serio y agregarle una sonrisa. Estirarle el corazón y doblarlo en cuadritos. Día tres Sé que el doctor Garzón es diferente porque un día entré corriendo a su departamento y estaba tomando su plato con leche, pero no era el doctor en humano sino en gato, con su blanca patita me señaló una silla, yo no sabía si sentarme o salir gritando,

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Susana Santos Mateo

pero decidí hacer lo primero, a final de cuentas era un gato. La gente piensa que los gatos son egocéntricos, yo creo que no, que quizá tienen un cerebro que no es de tierra, si no de agua con sal. Pero es eso que dice mi abuela, un gran anfitrión. Día cuatro Encontré una revista en el baño, no estaba muy interesante porque hablaba de cosas que todos ya conocemos, pero había un artículo muy importante en donde se invitaba a los terrícolas para habitar Marte, con la condición de no regresar a la Tierra; le dije a mamá que quiero vivir allá. Ella dice que no porque aquí está su ombligo, yo creo que no, que no hay nada. Quiero conocer a los marcianos, seré astronauta de grande. Creo que el doctor me puede ayudar. Día cinco El doctor Garzón sabe que me gusta el espacio, así que me presta su telescopio; yo subo todas las noches a la azotea de su departamento para tener el poder de ver las estrellas. Él no tiene problema en mostrarme su cara de gato, aunque nunca he visto cómo es que se transforma, espero sorprenderlo pronto. Día seis Dice que es un gato porque los gatos duermen mejor, el sueño sólo a los gatos les fue concedido a través de los tiempos; a veces, mientras yo veo las estrellas, él duerme. Pero duerme sólo con la estricta vigilancia de Minerva, Minerva es su secretaría, una pequeña robot. Día siete Al fin Minerva me habló. Me sentía un poco nervioso cuando ella me miraba insistentemente, a veces trataba de ignorarme, pero siempre terminaba mirándome, yo enrojecía y las manos me sudaban, una vez hasta se me cayó el telescopio y el doctor despertó, de un salto llegó hasta mí. Día ocho Minerva tiene cien años de robot guardián, de ellos apenas diez cuidando al doctor

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Bitácora de los días en la Tierra y Marte

Garzón, ha estado en casi todos los planetas de la Galaxia, me enseña los nombres de las estrellas, el otro día me proyectó las fotografías de los planetas que ha visitado. Es grandioso. Día nueve El doctor Garzón salió sin despedirse y me dejó este recado pegado al telescopio: Niño que miras las estrellas: Dejó el telescopio para tus necesidades estelares, me gustaría que me vieras en Marte, quizá como gato, quizá como marciano o mejor humano, pronto vendrá Minerva por ti. Espero decidas emprender el viaje. Att. Dr. Garzón Inicio de los días perdidos ¿Será posible que pueda emprender el viaje a Marte? ¿Cómo le digo a mamá que me voy? ¿Ir y quedarme? ¿Ir o quedarme? Día perdido uno El doctor Garzón ha regresado de su largo viaje, se conduce sigiloso y pensativo; el tiempo se le ha convertido en un terrible caracol marino en donde circulan algunos pensamientos. Hoy regresa a un viejo edificio —que no recuerda—, todo se mueve al compás de sonidos, cosas, marcianos, animales y artefactos. El edificio parece incómodo, pero a final de cuentas cumple con lo mejor, cercanía al Centro de Investigaciones de Marte. Día perdido dos Él vive porque tiene un cuerpo que necesita alimentos. Sus lentos movimientos son ágiles; si le prestas atención parece no hacer nada, si esperas mínimo cinco minutos ves como saca de una caja un plato hondo de porcelana, blanco por dentro, rojo por fuera, después va al refrigerador y con mucho trabajo toma una botella gigante de leche que deja 43


Susana Santos Mateo

caer hasta convertirse en el contenido del contenedor. Es feliz porque tendrá leche más de un mes. Día perdido tres Marciano: —Desde hace un mes que ocupa el departamento no lo había visto entrar ni salir, cuando llegó parecía tan pequeño y pálido. Dr. Garzón: —¡Oh sí! Usted sabe, falta de calcio, y el cambio de Tierra a Marte es complicado para el cuerpo. Dígame, ¿qué se le ofrece? Marciano: —Vengo a pedirle prestado su gato. Por cierto y en dónde está ese pequeño minino. Dr. Garzón: —¡Eh!, no está y no lo presto. Marciano: —Mire, lo he visto, al parecer es un persa original, ¡es fino!, si usted me lo permite, quiero inscribirlo a un concurso, de esos de la tele, ahí está el dinero. Y por cierto, ¿cómo se llama? Dr. Garzón: —G Marciano: —Usted sabe, tiene estilo y está bien educadito; es más, ¡se lo compro! Y al ganar el concurso le redituaré la mitad, ¿qué dice? Dr. Garzón: —¡No, no! ¡Y no! De ninguna manera, eso va en contra de mis principios, ¡mire nada más que explotar a un gato! ¿Usted no sabe que los animales también tienen derechos? ¡Por ningún motivo deben ser explotados! Marciano: —No lo vea así. Podríamos dividir el premio en tres, él seguro con eso podrá mantenerse el resto de su vida, le digo que es mucho dinero. De pronto: ¡Pazzzz! Le azotó la puerta en las narices. Día perdido cuatro En el laboratorio todo marchó bajo control, nada fuera de probeta, menos fuera de la computadora, experimentos manipulables, estadísticas inalteradas; sólo la sugerencia del Marciano lograba mantenerlo ajeno a la concentración que necesitaba. No quería ser un gato de la tele. En este punto de su vida le preocupaba ser gato y humano. ¿Qué tan atenta había estado Minerva?

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Bitácora de los días en la Tierra y Marte

Momento del día perdido cuatro Cuando el Marciano entró al departamento del doctor Garzón esperó encontrar al gato dormido sobre el sillón, no fue así, entonces buscó debajo de la cama y en cada rincón de la casa, escuchó un pequeño ruido en la cocina, así que llegó por asalto pensando que ahí estaba, pero era Minerva, no el gato, a quién estrujó mientras gritaba: “¡Ah!”, la sorpresa de Minerva fue tal que un rayo súper poderoso surgió de ella, dejando explotar todo su poder sobre el Marciano. Segundo momento del día perdido cuatro El rayo penetró al Marciano, sin embargo no cayó, su cuerpo se minimizó blancamente en extremidades rosas y orejas pequeñas. ¡Érase que se era un ratón! Minerva, asustada no sabía qué hacer, tenía prohibido atacar a los marcianos, así que decidió teletransportarlo a la Tierra. Moría de miedo por la reacción del doctor Garzón. Entonces se apagó. Final del día perdido cuatro De regreso optó por usar las escaleras, no quería encontrarse al vecino Marciano. La primera imagen que capturó su vista al entrar a su departamento fue la del plato, sin leche, vuelto mil pedazos, al igual que la botella gigante. La leche embarraba el piso en un camino zig-zag de la cocina al sanitario y del sanitario a la recámara. Preguntó a Minerva qué había pasado, pero no contestó, estaba apagada. Momento del día perdido cuatro Encendió a Minerva, la programó para limpiar y resignado se convirtió en gato, decidió dormir con la panza vacía, con su cuerpo empequeñeció se colocó en cuatro patas, tres inmensos bigotes surgieron de cada lado de su pequeña cara, resignado y en frente de Minerva se echó a dormir. Se contraía y expandía dentro de sus ronroneos, de repente abría sus inmensos ojos azules, pero Minerva parecía sosegarlo y decirle que todo estaba bajo control. Día perdido cinco ¡No había leche! El doctor Garzón sólo bebía leche pura de vaca holandesa, qu e 45


Susana Santos Mateo

tuvieron que transportar en una nave espacial y no telepáticamente como lo hacían con los demás animales. Sólo leche, pura leche lo alimentaba, con ella mantenía su cuerpo de humano y gato. ¿Qué hacer? ¿Cómo vivir? Pensamiento del día perdido seis Extrañaba ser pequeño, como el niño que mira las estrellas. El hambre lo hacía recordar que también fue pequeño, que su madre le preparaba leche tibia antes de dormir, leche con cereal en el desayuno y una malteada de leche con fresa al regresar de clases. Pensaba en el pequeño humano, porque de niño quería ser astronauta, y lo fue. Día perdido siete No había manera de conseguir leche de vaca holandesa, sólo le restaban las fuerzas necesarias para regresar a la Tierra, de lo contrario viviría por el resto de los días en forma de gato, y no le desagradaba, pero si eso sucedía, lo correrían del Centro de Investigaciones de Marte. Cambiaría de planes, Minerva se quedaría en Marte y él regresaría a la Tierra, además de la leche traería consigo al niño que mira las estrellas. Secreto del día perdido cuatro Minerva se ha mostrado sería y preocupada, ya no hace bromas ni pregunta cuándo regresará a la Tierra por el niño. Trató de decirle al doctor Garzón qué sucedió con el Marciano y con la botella gigante de leche, pero no pudo. Sabe que él tiene la orden de desprogramarla si le causa daño físico a cualquier marciano, seguro no comprendería que todo fue un accidente. Espera a que el ratón se pierda en la Tierra, así no habría posibilidad de que el doctor se entere de lo sucedido. Día perdido nueve Minerva piensa las mil posibilidades del destino del intruso, pero no imagina lo que le espera. Recibe un mensaje diciendo:

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Bitácora de los días en la Tierra y Marte

Querida Minerva: He buscado leche por todos los rincones de Marte, sucede que la vaca holandesa que traje murió de ingestión lunar, además era sobre explotada, tengo la misión de regresar por una a la Tierra. Posdata: Además traeré al niño que mira las estrellas. El día uno es el fin porque Minerva decidió repetir los días, espera hacer tiempo para escapar, probablemente el doctor no se dé cuenta de que vive los mismos días por siempre.

Gargantúa 

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Susana Santos Mateo es promotora cultural de LibrArte y viajera en andares literarios diversos.

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Certamen de infamias Por Antonio Carrillo Cerda

¿Acaso

es

más

extraña

esta

fantasía

que

la

predestinación del Islam que postula un dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno? El acto del libro, J. L. Borges

E

n el ignorado Célebres discursos de asesinos seriales de Ettore Malor se lee: “…luego de la maldición de muerte y enfermedad que arrojó el psicópata Alí Johnson a sus captores aquella tarde de cielo azul…”, que como falso confesor Ettore tuvo oportunidad de escuchar de viva voz los pormenores

de las abominables vidas de los prisioneros de la Serafina, antes de que éstos enfrentaran el misericordioso destino de la silla eléctrica. Los detalles de aquellas confesiones no alcanzaron la publicación, al ser extirpados como un cáncer del libro por orden expresa del consejo editorial, que vio en ellos “una innecesaria afrenta a sus lectores”. A su muerte, Ettore heredó a su única nieta amplios poderes sobre su obra intelectual y propiedades. En las blancas e inmaculadas manos de Gema Malor, la insustituible biblioteca del falso abogado encontró su destino final, cuando ésta giró instrucciones precisas, firmadas, selladas y ratificadas con huella digital, para que los materiales bibliográficos del anciano, quién le había enseñado a leer, fueran destinados prontamente al fuego, al considerarlos “un peligro moral para la gente de buen corazón y nobles costumbres”. La heredera subastó la amplia casa del centro de la ciudad y de inmediato donó lo recaudado a la iglesia, que por aquellos años carecía de una digna pila bautismal. Luego de reducir los bienes de su ancestro a no más de cinco velices, vino a descubrir en el interior de un cartapacio de folios y documentos, que la relación filial que la unía con su presunto

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Certamen de infamias

abuelo era apócrifa, una mera simulación, lo que provocó en su pecho una prolongada exhalación de alivio. Recién descubierta bastarda, por voluntad, se enclaustró para consagrar su vida al Señor. Nunca más el nombre de Gema Malor fue mencionado en sociedad sino para alabar su grandeza de espíritu y su ejemplaridad. Las antigüedades del dudoso Ettore sirvieron de nido a ratas y polillas, por más de dos décadas estuvieron olvidadas entre los incontables cacharros de la beneficencia, hasta que la diligente caridad del hermano Daniele Serr dio con ellas aquel dieciséis de agosto, que se propuso vestir a los limosneros con ropas decentes. Daniele bañó, vistió y repartió alimentos a los andrajosos hasta que el sol cayó como un plomo. Aunque fiel a sus principios y leal en su servicio al Señor, Daniele no pudo resistir la tentación de leer, con secreta devoción, los documentos que encontró en el empolvado veliz marrón de broches de hierro. Tras sus faenas cristianas, dedicaba sus noches solitarias a la lectura del manuscrito original de Ettore, que extrañamente descubrió intacto. La ingenuidad y poca experiencia de espíritu del filántropo le permitieron disfrutar morbosamente las bajezas que los condenados narraron a su corrompida guía espiritual en las últimas y angustiantes horas de sus imperdonables vidas. Si bien, de naturaleza intachable, Daniele experimentaba frecuentes culpas por los desenfrenados placeres que le provocaba la lectura del manuscrito: sudores, temblores, escalofríos, fiebres, delirios... Pero al cabo de unos días logró compensar su vida altruista con sus lecturas deshonrosas. De día lavaba las llagas de los enfermos y por la noche, con el cerrojo puesto, disfrutaba con los tormentos que Bastian L. W. infligió a las cinco mujeres que tuvo cautivas en el sótano de su casa; con el sol en lo alto afeitaba la gruesa y mugrienta barba de los sin techo, mientras que en las horas del sueño se entusiasmaba con las descripciones puntualizadas que hizo el pelirrojo Colin Swartz a su confesor respecto a su venganza de amor: “La amé tanto, que hasta la vida de su perro me hostigaba”. Al servir los platos de aguada sopa a los famélicos hombres que llegaban al albergue, recordaba los detalles espeluznantes de la cacería de niños que organizó Corey T. Linson y de cómo logró esconder los treinta cuerpecillos: “Una delicia, una delicia”. Las enfermizas acciones de los residentes de la Serafina alcanzaron, en momentos, extremos impensables que colmaban de una rara mezcla de terror y de frenesí la mente del virtuoso Daniele. 49


Antonio Carrillo Cerda

Transcurridas veintiuna perturbadoras noches de ardiente lectura, Daniele menguaba. La atención de su mente se apartó del compromiso con la humanidad, cabeceaba por la privación del sueño: “Hermano no olvide dar las gracias al Señor”; las delicadas manos de ángel que le caracterizaban encontraron la torpeza del temblor y aquellos ojos insondables como la negra superficie de un pozo sin fondo se enrojecieron diabólicamente. Cuando el mamotreto se adelgazaba con la amenaza de un final, Daniele, atemorizado, repasaba lo ya leído con afán memorístico. No hubo desvelo en que dejara de lado agradecer a Dios por el olvido, consuelo del devoto lector. Ya en las últimas páginas de los célebres discursos, en la seguridad de su habitación, envuelto en una meditación nocturna y atribulado por lo opuesto de su vigilia y de su insomnio, Daniele tomó entre sus manos el manuscrito, y de rodillas ante la imagen del Señor rezó para que la omnipotente fuerza del Creador le arrancara de su interior el deseo animoso de la lectura de la reprobable obra de Ettore Malor. La apasionada oración se prolongó toda la noche. Al día siguiente, el padre Román visitó la celda del hermano de la caridad para recordarle que su café amargo se enfriaba. Encontró el catre tendido y la habitación vacía. Daniele se había ido. Sólo había dejado atrás su Biblia.  Toluca, México, mayo, 2014 .

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Una mirada A la mie de Toulouse-Lautrec con sabor a tortitas de espinaca Por José J. González

H

A Dulce a sido una tarde muy difícil, una tarde en la que Harri hubiera perdido la vida y aquello que el amor le estaba otorgando, una tarde que hubiera lamentado en lo más profundo de sí porque estuvo a punto de perder todo. La nostalgia podía adivinársele en los ojos, sentado en aquel camión

con rumbo al centro, mirando fijamente a Melissa, esa hermosa mujer que de nueva cuenta le había salvado de las tinieblas extendiéndole la mano para guiarlo al camino de la luz, dejando atrás ese frío y estrecho callejón a donde él se estaba precipitando por el dolor que causa el regaño del sí mismo. Ahora estaba a salvo, tranquilo bajo la guardia poderosa de esa espléndida fémina que lo acogía en sus brazos níveos, calmando sus demonios internos con la dulzura de sus besos y la calidez de sus labios, alejándolo del abismo como ángel guardián y perdonándolo. Llovía, primero con ligeras gotas que se fueron haciendo gruesas y pesadas, toscas y espesas. Los autos avanzaban rápidos sobre la avenida; el semáforo se quedó atorado en el verde; Melissa y Harri bajaron lentos del camión. Ambos estaban hambrientos, además de comer, también querían refugiarse de la inclemencia del clima. Ella había visto una pequeña fondita dos cuadras antes, no estaba lejos pero con la lluvia todo parece eterno e inacabable. Caminaron por la acera, vieron gente correr y avanzar rápidos rumbo al Cosmovitral, otros se cubrían la cabeza con un paraguas y algunos más, como Melissa y Harri, solamente caminaban sin prisa como si disfrutaran del agua y de la suave brisa fría que venía a apagar el infierno del pavimento y las apuraciones de los incontemplativos. Pronto el agua comenzó a encharcarse en la banqueta; los automóviles que avanzaban más rápido mojaban a los peatones sin piedad, quizá encontrando algo divertido en ello o simplemente iban tarde. Las señoras que habían decidido lucir sus vestidos floreados de primavera se encontraron con las pantorrillas mojadas, sus peinados de salón 51


José J. González

estaban hechos unas marañas. Nadie había previsto una lluvia así, ni las Noticias con Adela ni el tan famoso Loret. Algunos locales comenzaban a bajar sus cortinas y otros, como la tienda de lencería y disfraces, les daba igual que el agua entrara y mojara algunos de los maniquíes que ostentaban diminutas prendas que a más de un transeúnte hacían voltear, cayendo bajo el engaño de ese juego intempestivo de los simulacros; fantaseando con los maniquíes y lo que llevaban puestos, centrando sus ojos en esos senos duros y firmes de plástico, impacientes de llevar sus manos hasta ese sexo escondido y falsificado, queriendo nalguear, como un padre lo haría con sus “hijas”, aquellas nalgas duras y exageradamente perfectas que distaban mucho de las pompis de las mujeres reales. —¿Sabías que los hombres son los que más compran lencería? —dijo Harri a Melissa sin detenerse. —¿Cómo es eso? —preguntó Melissa sorprendida. Él no dudó en darle una larga e incluso aburrida explicación, explicación que Melissa había entendido a la primera, haciéndole notar a Harri que no era necesario que le hablara de teorías psicoanalíticas, psiquiátricas, sociales, antropológicas y filosóficas acerca de por qué tal conducta en los hombres. No era necesario que él le enunciara los principales postulados de Herman Boy Lorenz, los recientes descubrimientos de Samatha Uncled respecto a la neurología o dar cuenta de las teorías primitivistas en las nuevas estructuras sociales; todos esos datos eran meros ornamentos en los típicos discursos de Harri, eran sólo barroquismos intelectuales. Los dos llegaron hasta el local, Melissa se adelantó a abrir la puerta, Harri dio una última mirada a la fachada del lugar, vio cómo afuera se mezclaba un color naranja con lo que parecía ser una siena, el local no tenía nombre, aunque él rápidamente se inventó uno para su propio regocijo de escritor; entró y sus ojos se detuvieron inmediatamente en algunos cuadros, piezas que cualquiera puede encontrar en el mercado local, donde aparecía Don Quijote, Sancho y el molino de viento, un tríptico de aquel capítulo VIII con las tres figuras en primer plano, todas pintadas de negro sobre una base cálida, una contingencia de atardecer tranquilo y rojizo; también pudo ver algunas manzanas, piezas típicas en casas donde habitan pseudo amantes del arte pouver y de las expresiones neoplasticistas.

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Una mirada A la mie de Toulouse-Lautrec con sabor a tortitas de espinaca

Los comensales, que no eran pocos cuando entraron, fijaron sus ojos en ellos, pareció que el ruido cesaba y el tiempo se detenía; ya no se escuchaba ese sonido característico de los tenedores chocando contra los platos, o ese ruido que hacen los molares; sólo había miradas, algunas misteriosas, unas más que pretendían pasar por indiferentes, pero que eran las más obvias en ese ridículo intento de ver y no ver. Melissa y Harri buscaron lugar en las primeras mesas, pero todas estaban ocupadas, caminaron hasta el fondo y encontraron un lugar en el rincón, al lado de un señor que parecía ser un personaje extraído de las pinturas de Botero, los dos rieron ante el descubrimiento. El lugar tenía un poco de misterio y de intimidad. Lo que le sorprendió a Harri fue la cantidad de relojes que encontró allí dentro. A donde quiera que mirara veía manecillas moverse, podía incluso escuchar ese diminuto ruido que hacen los segunderos taladrándole los oídos y la cabeza. Eran las tres de la tarde, lo supo gracias a los más de cinco relojes que había visto, todos completamente sincronizados, todos trabajando a la perfección. Melissa se limpió las manos con una servilleta, se le vía animada, contenta, con cierta luz en sus ojos que de vez en cuando se posaban en Harri diciéndole: “No temas”, y Harri sabía perfectamente qué es lo que venía a significar ese lenguaje silencioso de miradas y toqueteos manuales. En la pared del fondo, casi junto a la puerta donde se encontraba la cocina, Harri pudo divisar una pequeña mancha que le pareció un Pollock o el intento de un Herman Rorscharch, por unos segundos se ruborizó y no quiso saber más de esa mancha, así es que se desentendió y viró los ojos a una pareja que estaba sentada a unos cuantos metros de ellos: ella, una mujer joven, pero no tanto como Melissa; él, un hombre entrado en años que, como diría Meli más tarde, representaba muy bien el papel de macho infiel; aquella pareja mantenía una conversación animada, ambos reían y de vez en cuando él no perdía tiempo en llevar una de sus manos hasta la mejilla de ella, quien parecía complacida con la caricia porque entonces reía más, dejando que el rubor le subiera hasta las mejillas. Melissa y Harri ordenaron. La sopa que les sirvieron era un tanto simple, le faltaba jitomate y sal, parecía más una de esas sopas instantáneas que incluso el menos versado en cocina podría realizar en un dos por tres; el arroz blanco estaba más decente, pero los chícharos estaban tan secos que en realidad llevaban a pensar: “No tuvieron que haberlos 53


José J. González

puesto”. Mientras comían los dos platicaban de asuntos varios, pero en especial de las cosas sucedidas en la entrevista con Vírchez en el Collage. Harri volteó a donde estaba el Botero y se dio por enterado que había terminado, atrás, a unas dos mesas más atrás estaba un señor que miraba de soslayo a Melissa y a Harri, manteniendo una de esas poses que mantienen los detectives secretos en series populares. Harri le sostuvo la mirada y éste terminó por volver el rostro hacia el otro lado. Mientras tanto Melissa seguía riendo apenada de la escena vivida en aquel café. ─Aún me siento apenada ─dijo y Harri volvió a reír imitando sus gestos con exageración. La pareja de al lado hace un buen rato que había terminado de comer, ahora sólo estaban platicando. La lluvia afuera no paraba, los autos pasaban y pasaban, algunas personas habían detenido su marcha y buscaban refugio cerca del banco que estaba al frente; uno podía verlos agazapados allí tratando de cubrirse como pequeños pollitos que han perdido a su mamá gallina durante el pasteo. Melissa ordenó unas tortitas de espinaca y Harri unas croquetas de carne de res con ensalada. Cuando la señora trajo los platos, los dos cayeron en la cuenta que ese último tiempo resultaba falso: las espinacas no eran espinacas, eran simples quelites en bolita; y las croquetas en realidad eran carne para hamburguesa colocadas en un plato con un poco de ensalada falta de aguacate. Botero se fue y en su lugar vino a colocarse una señorita que en ningún momento se retiró el teléfono de las manos, comía y tecleaba, bebía y tecleaba, tecleaba y tecleaba. —Vaya modernidad —pensó Harri. La lluvia continuaba, los relojes le avisaban a Harri que ya eran las cuatro de la tarde, tenían que apurarse a salir del lugar porque a las cinco tendrían que estar en casita, tenían que ser puntuales y no retrasarse ni un solo minuto. El sujeto que hace unos momentos los miraba ya se había retirado, tan silencioso había sido que no se percataron de su ausencia, ahora sólo quedaba una mujer que sostenía en su mano derecha un vaso de agua de melón, tenía la mirada perdida, se le veía confundida y acomplejada, tenía la mirada que suelen tener los locos minutos antes de actuar, esa mirada que traspasa hasta las paredes más gruesas y se va a instalar en quién sabe qué universo. Harri pidió la cuenta, la mesera se acerca y les extiende dos paletas. La pareja de al lado sigue platicando; ahora el tipo parece aún más cariñoso, ella sigue complacida por la actitud de este macho; Melissa y Harri los 54


Una mirada A la mie de Toulouse-Lautrec con sabor a tortitas de espinaca

observan por última vez antes de salir, se acomodan las chaquetas; la pareja hace pensar a Harri en esos primeros párrafos que dicta Claudio Magris en “Kitsch y pasión”. La lluvia se ha detenido, pero las calles están repletas de agua, pequeños riachuelos corren por la carretera. Melissa tiene que dar grandes brincos para evitar ser arrastrada por tan caudalosas aguas de este día miércoles de niños. Están a punto de cruzar cuando ella dice: —También eran un amor secreto, ¿verdad? —refiriéndose a aquella pareja del interior. —Sí, así es —se apresura a decir Harri mientras la toma de la mano y cruzan. —Lo suponía —hubo un poco de silencio y después agregó: —Me olía a infidelidad. Esa frase tan telenovelesca que Harri solamente había escuchado en melodramas populares ahora se venía a posar en los labios de Melissa, haciéndola parecer un personaje sacado de televisión enunciada inocentemente, como lo haría una Marimar o una María la del Barrio, un “Me olía a infidelidad”. El camión que los llevaría a casita se asomó por la esquina. Los dos se miraron y subieron apurados, adentro volvían a reír presas de la más insólita comicidad humana. Harri sostuvo las manos de Melissa entre las suyas. La miró a los ojos y se sintió feliz, completo y agradecido. Qué estúpido hubiera sido ese Harri si dejaba que ella se hubiera ido y no hacer nada más que verla alejarse lentamente. Se daba cuenta, en ese preciso instante, cuán feliz era al lado de Melissa. Sostuvo su mano entre las suyas y en voz baja, mientras ella reía, dijo: —Nunca te dejaría—. El camión siguió avanzando rápido todo Lerdo, cruzó indiferente a un costado de Palacio y luego por el Teatro Morelos. Avanzó y avanzó hasta que se perdió entre los vapores de la carretera que se extendía húmeda y viva. 

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Un héroe desesperado Por J. M. Falamaro

N

A la memoria de Amadeo Modigliani

adie conoce de poesía hasta que la hace, de amor hasta que se da cuenta que no se ha nacido para amar, pero sobre todo, nadie ha vivido lo suficiente para darse cuenta de que los últimos mil años que han pasado nadie ha muerto por amor… Palabras perdidas en un espacio sin bordes, envueltas en un terror

tempestuoso que se apodera de los sentidos en medio de la tempestad, palabras escritas entre paredes plasmadas con verdadero esmero, líneas de “un alguien” que paso sus díasnoches plasmando sus heridas, mirando a su alrededor tratando de descubrir en ráfagas dispersas que no habría un mañana; un hombre que tal vez cuenta como se le acabaron las palabras, “un quién” que quiso escapar —pero a dónde—, quién pidió con todas sus fuerzas algo, ese “quién” debo suponer, vivió feliz o infeliz en medio de aquel espacio con fe, en algún sin porvenir que escribió y que se borró al instante. Ese tiempo del nunca de la espera sin esperanza se echó a dormir en los brazos de un amor desgraciado, que entre sus dedos dibujo con palabras, sobre lienzos de paredes, un tapiz desgajado a su alrededor que fue formando uno a uno el amor desdichado, tratando de describir un amor con todas sus rarezas; la imagen grabada hasta el cansancio, aquí y allá, y que no encontró ni se encontrará jamás. Recordé entonces todo ese vacío extraño de acordarse a cada instante de esa criatura perversa y cínica del amor silencioso y tan extraño que no hace otra cosa que atacar, recordando que nunca se llegará a amar de verdad, y lejos de ahogarme en esa oscuridad, de huir o desaparecer y no volver la mirada, descubro el hilo negro; descubro que “este alguien” podría ser yo, usted, aquél; podría ser cualquiera y no estoy equivocado porque no se ha dejado —o nos hemos dejado— convencer por esa pasión desenfrenada del amor en el que podríamos perderlo todo; esa criatura silenciosa que podría prenderle fuego al mundo si quisiera; este alguien descubrió ese carnaval de fatalidad y encontró la alegría de la

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Un héroe desesperado

vida infinita de un viaje que no va a ninguna parte, sino que siempre va a casa, a su habitación, agonizante, muriendo de ausencia, muriendo de sí mismo. Comienzo a escribir esas líneas que me mienten o que dicen todo; pero, usted, en algún momento de su vida se ha puesto a pensar en lo complicado que significa entender al otro, porque se preguntará: ¿Quién en su sano juicio viviría apenas unos minutos la vida de un poeta, de un músico, de un pintor, de un escultor en el momento justo en el que son presas de arranques inexplicables de locura, desazón, tedio, abandono, y verse de pronto frente a un abismo monstruoso y caníbal?, porque no se llega a casa y se abandona todo por una pasión desenfrenada, llegando incluso a perder la razón, el pulso, y dejarse morir dejando su habitación abierta por si algún extraño le llegase a visitar. Son extrañas estas líneas llenas de melancolía, plasmadas en una larga y prolongada visión de nocturna soledad, escritas de forma inusual sobre las paredes de una habitación en fragmentos interminables de frases donde pareciera que se intentó en vida lograr un día una obra que uniera en una sola frase poesía, narrativa y pasión en un amor desdichado; todo para que pareciera una obra de arte que rebasara el confín de lo comprensible en imágenes imborrables, pequeñas y diminutas criaturas que un día sin darse cuenta ya no cabrían más en sus paredes llenas de notas; palabras tachadas con esmero, suprimidas, copiadas, suplantadas de color rojo, azul, verde, negro; líneas que conectan frases tapizadas hasta el techo; una obra delineada hasta la saciedad. Ahí estaba un jueves en esa habitación contemplando el inmenso tapizado que leía una y otra vez, maraña de líneas dispersas. Ese proceso lento me llevó a pensar que toda esa escenografía representaba una deuda, pero ¿de quién?, si sólo había llegado hasta ahí por accidente. Era sábado por la mañana, o eso creo, ya no lo recuerdo bien, buscaba con esmero un lugar donde mantenerme distraído aquella tarde. El paisaje diminuto dibujado, cual escuadrón de la ineficiencia, representaciones cotidianas donde todos parecen querer ir a algún lado. A la vista, un hombre acompañado por una pareja de mujeres que dibujaban extraños gestos en sus rostros —sonrisas, quizá—, el sujeto contaba un episodio que producía un dejo de sonrojo en las jóvenes, sentado a la diestra, sin querer escuchaba todo. El chillido de dientes llenos de seseo era inevitable. El tipo comenzó una anécdota nada fuera de lugar, según su versión y la de la prensa: “…hace días salió en las noticias un a 57


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historia fantástica e incomprensible de un tipo, creo —dudó el joven— se llamaba… Se dice que había pasado años viviendo aislado del mundo, un hombre al que se le había muerto el lado esencial de la vida, no se sabe cómo ni dónde empezó su triste caminar, oculto del mundo, tan sólo había dejado un vestigio, al menos para darnos una idea de su miseria de noches enteras que lo mantenían despierto, acosado por una idea: crear su obra maestra. Esto era lo que lo mantenía aun en este sitio intestado por la curiosidad de una masa ingente que lo veía despectivamente, según contó una vecina que lo calificó como un tipo extraño. Este personaje cayó en la cuenta de que no es el aire, la voluntad ni la fe, sino una necedad desesperada que mantiene al hombre sujeto al suelo; descubrió que debe haber alguna extraña necedad extraordinaria de la naturaleza, desconocida, que hace levantarnos cada día; según su versión, lo mismo daría vivir unos cuantos años sin un pulmón, sin un corazón, sin sangre, sin una eternidad, porque sin ello seguiríamos en pie...”. Este personaje prosiguió su anécdota, con una sonrisa en los labios: “…el mes pasado en su apartamento lo hallaron sin vida con una pluma en la mano, cientos de hojas regadas sobre el piso por todo el lugar, manchas sobre su mesa y algo inusual, paredes llenas de frases…”. Esta versión no me decía nada, pues apenas son un pequeño rasgo cotidiano de lo que había sucedido. En el fondo percibí que dejaba notar un rasgo interminable de podredumbre en esta historia con un desenlace arrogante e inesperado, que más bien se debía guardar silencio, pero cuando no se está acostumbrado a este estado, se nutre una barbarie interna donde se juzga la suerte de un desdichado, de este hombre que pudo más bien morir simplemente de sueño, de fatiga o quizá de sed. —Quizá —murmuré— murió de una desdicha por amor, de una muerte profunda, de esa profunda tentación que lleva al hombre hasta las profundidades más terribles, del deseo que un día nació en alguna parte, el deseo de morir como muere la tarde; sin embargo, no fue su muerte acogedora lo que me llevó a buscarlo, era más bien una necedad caprichosa para escapar, una necesidad para poder sobrevivir dejando caerse en los brazos de un destino inevitable, para al final poder llegar a comprobar que no se ha nacido para amar. Si este hombre desesperado de verdad existió, la sola idea me estremeció tanto que tuve el deseo insano de querer conocerlo, verlo inspirado, perdido e inundado de semejante desenfreno; un personaje que se convirtió en un errante, un mensajero que decidió estallar 58


Un héroe desesperado

contra el llanto, el amor, la desdicha. Porque había la necedad de estallar contra todo, porque había una figura amada favorita de un desesperado que aparece en escenas incomprensibles en la inmensidad de tantas líneas, silueta, que se presenta incomprensible ante la mirada inexperta, sombra inerte que juega al escondite, que apunto de capturase ya ha desaparecido hace mucho entre frases que renuncian a decir su nombre, nombre que nace al inicio como un acto que renuncia a las palabras que lo perdonan con un adiós dejándonos sumidos al límite de la incertidumbre escandalosa. Una historia que se construyó a partir de la necedad, de apenas un rasgo que caducó en frases sumidas en un refugio inestable de un hombre con la mirada clavada en una silueta sin forma, que se fue desvaneciendo desde un presente ausente como lo escribió: “…hoy la vida llora penas, gotas de desesperación, mis lágrimas son ríos y venas desangrándome el corazón; la memoria de una mujer son los besos que dedicó en tus labios, yo viviré y en tu olvido yo moriré…”. Una vida que caducó acompañada por la mejor de las compañías: un recuerdo que se diluyó en llanto y un olvido que compuso una última línea de amor. Ahora aquí con toda mi simpleza, sé que nunca llegará. A esta habitación, sé que no llegará nunca más, no pintará una línea más en las paredes llenándolas de pena y olvido; vacías, ausentes de todo. Es entonces cuando decido cometer uno de esos errores mortales porque tengo una deuda, en el fondo este héroe fatalista representa una deuda. ¿Por qué escribió en estas paredes? Representa la historia que todos, o casi todos, quisiéramos haber vivido alguna vez, un amor inconfesable. —Semejante empresa llevará tiempo —me dije, mientras desgloso línea tras línea y cuento esta historia—, si llegara esta tarde apenado me diría: “…no leas, siente las palabras, saboréalas, cántalas mientras piensas en la mujer que más has amado en el mundo y verás que no hay que entender mucho, porque el amor es esa criatura silenciosa, fina y perversa que siempre llega, pero hay ocasiones donde llega tarde tendiendo la mano, tarareando una canción como en una noche fría, …como un beso prometido a tu alma es mi voz, soy lo muerto y lo vivido, soy la calma… cierra los ojos y te llevaré donde los sueños se hacen canción, la vida duele, te curaré, duérmete y sueña con oír mi voz...”. Calando hondo, emprendí el viaje. El amor llega para todos como una canción atrapando al aire a su musa que ha de edificar un verso, una locura, una silueta inventada de algún sueño de hace miles de años. Ella ha de llegar provocándolo 59


J. M. Falamaro

todo, dejarlo por un deseo. Una extensión de cada parte de su ser llega a la mujer con la primavera y con la tormenta, al héroe; pero llega tarde. Con la firme decisión, como en un cuento, se acerca a la ventana de un quinto piso y, como un ángel sin alas que no pudo soportar la magnitud de una ruptura, en medio del llanto, la lluvia y el viento, todos sus sueños de desvanecen. Se negó a vivir en soledad. Constanza, la musa, la doncella de la novela, del cuento, de una canción no aprendida; como quien espera la llegada del héroe que ha de vencer al dragón. Previsto ya desde el principio, el amor va acercándose al final, como en esas historias donde la miel de lo dulce se siente hasta en los huesos, un sueño realizado. No tiene que explicar nada, ya que de antemano sabe que existe la fatalidad malvada; sabe que el héroe posiblemente no llegue, o desista en el camino, que mire hacia atrás o al frente y no encuentre nada, nada. Sin embargo, llegó como todo héroe; no se detuvo en el camino. Sentía en el aire el aroma de su amada, ahí estaba, pero cuando el héroe creía que había llegado, se percató de que había llegado un siglo tarde. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo aceptar la sola idea de haber llegado tarde? Nadie le había enseñado este banal y ligero acto de los amorosos. La suerte le habría de preparar un camino donde nadie gana, una senda donde jamás se habrían de encontrar su amada y su héroe. Al llegar tarde y cansado de mentirse, esperó un milagro, pero no llegó; ella nunca esperó que él llegara. No era posible, qué hacer con su mundo conquistado donde ya no había nadie a quién derrotar, a quién proteger, a quién salvar. Ella no lo sabía. Se le llenaron los ojos de invierno. Agonizaba en cada palabra que escribía. Le decían que nunca sería feliz. Aferrado al olvido, perdió su oportunidad; vencido al fin, en su último esfuerzo, descubrió que ella no se imaginaba que existía, había perdido, mientras recogía los restos de lo poco que quedaba de ella; arañando la realidad recitaba: “…me atrevería a disfrazar mi soledad, la vestiría de parque o de helado de limón o sabana queriendo ser ola de algún mar… Por ella yo sería molino derrotado por su andar, caracola que no sueña con un día volver al mar o crepúsculo infinito dejándose pintar, a pesar de las promesas, el hombre que ella busca no soy yo; por ella yo podría vivir por siempre, aunque ella no me amara…”. Cayó en los restos de un amor desaparecido y roto, como caballero andante que se encamina a la aventura esperando encontrarla, no encontró más

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Un héroe desesperado

que un mar tempestuoso. Decidió ya no andar en su laberinto, había terminado de entenderlo todo; una noche, resuelto, confesó todos sus sueños, sus pasiones. Cual abandonado esperaba que ella le pidiera el alma entera sin disfraces, sin hacer preguntas … sobre nuestras viejas huellas que borré del pasado, el destino que toqué… que te lloré cuando queme la distancia y que de mis ojos vertí todo lo que es vendaval… que te esperé en mitad de la nostalgia a que el universo entero quepa en un gramo de sal… Una confesión reunida en diversas noches alejado del mundo extrañando a Constanza. No la vería más que en un fragmento, absorbiéndola; ahí, la vería caminar en un jardín, cuidándola, esperándola, escuchándola hablar. No dejaría de amarla, ya que cada noche descubría a la luz de la luna la imagen de Constanza. Encerrado entre paredes, comienzo a escribir, pulso a pulso, sobre un lienzo hasta el último aliento una frase que tarareaba una y otra vez hasta muy entrada la noche; una frase que no habría de sobrevivir al deterioro tiempo que dejó apenas un esbozo: …mentira que me dije y no he creído en esta hora; sin ambos hay llanto, odio y muerte; nos quisimos; no sé si estoy… si yo estuviera... Una deuda, en memoria de su amada que no volvería a ver. Dejo a falta de algo mejor un tapiz, la imagen de un amor desdichado, sin quejas, sin culpables; en medio de toda esta tormenta donde se le ve desaparecer en medio de la noche, dejando todo, encontrando a Constanza en medio de su poesía, disfrazada de una melodía frágil y dulce. Ella le había enseñado el camino, como una fotografía puesta en su pared, no le parecía una opción poco atractiva, sería una imagen que jamás se iría. Pintarla toda en el muro, pintarla como un paisaje; una historia, su historia para que todos pudieran abrazarla con los ojos, oírla, sentirla, hacerla suya, dibujarla en una canción que hiciera llorar cuando valiera la pena como un último intento de abrazarla, de rescatarla en palabras cazadas en los sueños, como mariposas en vuelo. Este héroe fatalista llegaría a realizaría la hazaña que todo amante sueña llegar a cumplir. Cansado de esperar, caminando descalzo por la madrugada, despertó con una sonrisa en los labios; había encontrado que este mundo de hombres es terriblemente, absurdo. El hombre inventa cosas tan trascendentales y tan estúpidas; un día por ejemplo, se escucharon poemas de amor sin melodías, olvidándose del carácter divino de este elemento capaz de moverlo todo, ¿quién pudo hacer esto? Hombres ingeniosos que cultivaron, vendieron y adoraron este culto; odas, cantos al amor, este nombre podí a 61


J. M. Falamaro

identificarlo cualquiera, portarlo cualquiera, lo más triste es que este elemento extraordinario de la naturaleza lo calificaron de adverso cuando no lo encontraban, lo confundieron poniéndole el odio de un adversario; entonces, creyeron que escribiendo pedirían perdón a aquello que no entendían, pero descubrieron que la pasión lo harían realidad. A los hombres que le lloran, los hace felices; hombres capaces de reconocer su imaginación ven en este elemento una salida, les da sentido a sus vidas, sin ver que ya no significa lo que significa. La creencia del amor perdió su último aliento elevando un suspiro al cielo; cruelmente, se entregó a su ideal: “…hay hombres como yo que no han nacido para amar…”, las buenas personas de las buenas costumbres lo calificarían de absurdo e injusto, pero si se equivocan y están blasfemando…, y si su intención es buena. Hay quienes no nacieron para amar; amar está destinado solo a seres superiores que son capaces de cruzar al otro lado como Adán y Eva, Romeo y Julieta, Don Quijote y Dulcinea. ¿Qué decir entonces? Habría que volver a plantear de nuevo esta pasión, reescribir sonetos, poemas, canciones, cartas de amor. Al final esta parece ser la historia de un amor inacabado, de una vida que se ha ido, esta es la historia de un alguien y su abandono. Su aceptación de ver a Constanza llegar, dejarla, dejarlo todo, ya no había nada más que decir, que decirse, que encerrarse, sin hacer preguntas, sólo sentarse a mirar el desfile mortal de ideas necias volcadas sobre una soledad …a la que se le va agarrando el gusto con un alto riesgo de parar completamente enamorado de ella… Esta es una historia, su historia, querido lector, la historia de alguien, la de un hombre poseído por el llanto y la lluvia, poseído por el viento de humo y desazón, que escribió sobre una pared que sabe que caerá o, bien, será cubierta, que intentó describir el rumbo de un universo fantástico, claro y místico, describiendo un amor que no llegará a tener jamás. Ahora, imagina la vida de ese hombre, su dolor, imagínalo dejando toda una vida para iniciar otra de la que ya no espera nada. Un héroe, cansado, ve el retrato genuino de su amada por última vez, que seguía ahí como si nada sobre su pared; su pérdida plasmada en notas, en líneas, en frases que están tan lejos de expresar todo el dolor; el desgaste de una vida, una muerte que no podrá morir. Se deja recostar sobre el diván, toma una bocanada de aire mientras suspira, levanta la mirada al techo, sonríe, mientras una luz deja de alumbrar su lento caminar, recita una vieja 62


Un héroe desesperado

melodía que cantaba muy entrada la noche …Ahora, te voy a amar hasta que el cielo pare la lluvia, te voy a amar hasta que las estrellas caigan del cielo. Por ti y por mí… Hasta el final, hasta el silencio acumulado en una canción sin melodía, sin sonido, sin voz de un amante sin su amada —que tal vez inventó—, suplicando que quizá la vida guarde un último gesto, una burla que quizá no exista, ante la duda… con una sonrisa se recuesta en su sillón, sabe que no habrá otro amanecer, quizá no en este mundo, pero en el otro cuando sean gatos... ¿Cómo puede terminar así? De pronto descubro que ésta no es la historia de alguien, que no hay un héroe, que no hay un amante desesperado, no lo hay, porque en verdad no ha existido alguien que haya muerto por amor salvo en las tragedias griegas, pero van a pasar los siguientes mil años y no se verá a alguien como nuestro héroe. Sé que no existe porque yo inventé a este personaje, yo inventé esta historia que nació una noche mientras releía a Hamlet de Shakespeare; lejos de hacer de esta historia una realidad, asesino al personaje de esta historia, elevo a su amada a un quinto piso y desde la ventana la veo arrojarse al vacío; ambos son elevados al altar de la eternidad, rebautizo su unión, la adorno con un lenguaje sencillo, poético, al grado de creerme que podría existir; a este artista que muere al principio y al final en el frío, lo enfermo de hastió, de amor, o, simplemente, le añado un cáncer de olvido; muere, lo veo agonizando en un cuarto oscuro, lo revivo si se me da la gana para que sea feliz con su amada, pero noto la susceptibilidad. Esta agonía se ve desde que describo la habitación, muere en su lenguaje tierno; a su vez contagio a alguien más en sus versos. Sé que es un personaje ficticio porque no tiene la voluntad, el valor de morirse, simplemente cae en un sillón y con una sonrisa en los labios, como signo de inmadurez divina, califica todas nuestras enfermedades, entonces este signo se vuelve odio y, como todo héroe, se vuelve nuestro adversario, se convierte en nuestro enemigo porque fue capaz de reconocer la ironía de la vida. 

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Mar de amor Por Karina Posadas Torrijos

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o sé cuándo comenzó todo, sólo tengo la certeza de que esto supera todos los límites que creía tener. Aunque, a decir verdad, ahora dudo de que alguna vez los hubiese tenido. Y es que no pude evitarlo, ¡es tan bella…!

Admito que al principio no le tomé demasiada importancia, no era más que un acto

de caridad que hacía mi padre a una desvalida, pero conforme fueron pasando los días, me di cuenta de que ella no era como ninguna de las jóvenes que había conocido antes. No sólo fue su talento al piano lo que me cautivó, sino esa mirada dulce, tierna, pura… Eso es. Su pureza, su inmaculada alma es lo que nunca había visto en las demás. Al principio, traté de aparentar indiferencia, sin embargo, no pude resistir más el palpitar de mi cuerpo y comencé a seguirla sin que ella lo supiera. No había nada sobre lo que yo no estuviese enterado. No se me mal entienda, no soy de esa clase de hombre que persigue los amores corrientes. Esto iba más allá de toda esperanza, ella se estaba convirtiendo en el gran amor de mi vida. Pero es bien sabido que para que esos amores se mantengan intactos en nuestros corazones y que traspasen las fronteras vulgares de las bajas pasiones, uno de los amantes debe sacrificar su existencia para que la costumbre no alcance. Sinceramente, yo no estaba dispuesto al sacrificio, no cuenta el que apreciara más mi propia vida que el amor por ella, sólo que siempre he creído que el suicidio debe tener una razón más sublime que el simple hecho de morir por amor, además, tantos ya lo han hecho que me causa hastío el sólo pensar repetirlo. Y es que un amor como el que siento por ella, va más allá del deseo de morirse. El dolor de no saberla para mí, de mirarla coqueteando con algún palurdo o que algún idiota se le acercara, todo eso me llenaba de una emoción inmensa. La furia, los celos, el deseo, mi

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Mar de amor

amor por ella, todo se agolpaba en mi pecho. Esos, mis tormentos, no estaba dispuesto a que se detuvieran. ¿Y matarla a ella? Tampoco era necesario, pues su simple recuerdo no me bastaría para alimentar mi corazón. El merodearla, perseguirla sin que se diera cuenta, entrar a su habitación cuando ella se ausentaba, eso era todo lo que necesitaba para vivir. Pero bien he dicho que traspasé mis límites y cada vez que pienso que no puedo ir más lejos, lo hago. Ahora no sé hasta dónde soy capaz de llegar para satisfacer mis pasiones. No me asusta, pero temo que sea yo quien propicie el final de este amor, que tanto bien me hace. La primera vez que ocurrió, fue el mismo día que puse en riesgo mi relación con ella. Aquella ocasión, con el miedo de ser descubierto agolpado en mi mente, llegó a mí una revelación y entendí que podían existir nuevas formas de estar con ella sin irrumpir su rutina ni su paso por mi casa. Ese día, mi madre la había llevado a comprarse un vestido decoroso para una fiesta que mi padre ofrecería. En esta fiesta, no sólo yo deleitaría a las visitas con mi virtuosismo, sino que ella me acompañaría con alguna gracia al piano. Como sé de sobra todo el tiempo que las mujeres suelen utilizar en sus banalidades, decidí, ante la ausencia de personas en toda la casa, entrar, como de costumbre, a su habitación. Toqué delicadamente su cama, la misma que conocía su cuerpo al dormir, y me dirigí al armario. ¡Cómo me gustaba acariciar cada uno de sus vestidos! Entonces me di cuenta que nunca había abierto sus cajones. Me dejé llevar por mis manos palpitantes y, en un minuto, su ropa interior era recorrida por mis ávidos dedos. En eso, escuché pasos. Sobresaltado, entré al armario y cerré las puertas tras de mí. Si mi madre me llegaba a descubrir, todo habría terminado para siempre. Ella y mi madre entraron a la habitación y, después de hablar de alguna tontería de mujeres, mi progenitora salió, no sin antes pedirle que se cambiara de ropa para bajar a cenar. ¡Dios mío!, creí que mi corazón sería escuchado por toda la casa, gracias a aquel único acto de bondad que mi madre me regalaba sin saberlo. Así, pude ver entre las rendijas su cuerpo semidesnudo. No podía moverme, el verla sólo para mí, me tenía absorto.

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Karina Posadas Torrijos

No sé cuánto tiempo me habré quedado después de que ella se fuera, únicamente tenía la certeza de que seguirla por todos los rincones, ya no me sería suficiente. Sin embargo, al pasar de los días, no tuve la oportunidad de volver a mi refugio secreto. Y me volví irritable, no quería nada ni ver a nadie. Únicamente la deseaba a ella con su cuerpo curvilíneo y sedoso. Los días transcurrieron hasta que llegó la mentada fiesta. Entre las sonrisas falsas y los halagos obligatorios, fue que salté aquella barrera de lo moral que todavía me quedaba. En un impulso, al ver cómo se reía por las estupideces de un desgraciado, entré al estudio de mi padre y golpeé el escritorio para deshacerme de toda esa rabia. Entonces vi rodar el frasquito que contenía uno de esos sedantes que mi padre usa para inducirse el sueño. No puedo decir cómo se me ocurrió, pero cuando me vi, ya había disuelto dos píldoras en su bebida. De este modo, tan pronto como terminó la fiesta, ella se retiró a su recámara para caer profundamente dormida. Y yo… yo la seguí. Su somnolencia era tanta, que se quitó la ropa sin darse cuenta que estaba atrás de ella; se dejó caer sobre la cama y ya no se movió más. Después de no sé cuánto de mirarla sin reservas, me retiré satisfecho a mi habitación, decidido a ir, al siguiente día, a comprar más de aquel dulce néctar a la farmacia. ¡Qué dicha la mía!, cada que la deseaba, disolvía un poco de aquel medicamento en su bebida y entraba a mirarla la noche entera. Primero, era una vez por mes, luego ya no pude resistirme y comencé a hacerlo cada tercer día. Habría preferido que fuera diario, pero no pretendía que se volviera adicta a aquella droga. Pasado el tiempo, ella comenzó a dormir completamente desnuda. ¡Qué maravilla! Era tanto el cansancio que sentía, que prefería quitarse toda la ropa y meterse a la cama para mí. Y pasó que ya no podía sólo mirarla, mis manos se dejaban llevar. Subían por sus piernas, tocaban sus muslos, su vientre, la curva de su cintura, sus senos, su rostro… Pero nunca me saciaba, cada vez quería más y más. Comencé a meter mis manos entre sus piernas, me deleitaba sentir su humedad, su calidez… Entonces me animé a besarla, sus labios, su piel entera, y ya no había ni un sólo lugar de su cuerpo donde no hubiese hecho el amor para ella. 66


Mar de amor

No, no soy un animal ni mucho menos un loco, pues ni el uno ni el otro serían capaces de entender la pureza de mi contacto. Hombre más devoto no ha pasado sobre la faz de la tierra. Pero el fuego no se apagaba y mi apetito quería de ella cuanto pudiese tomar. Entonces llegó el momento por el que había esperado. Mi impulso me llevó a sentir mi cuerpo desnudo contra el suyo e hice lo que me vino en gana. Basta de acariciarla con ternura, basta de besarla con delicadeza, ¡basta! Me dejé llevar por la violencia, estrujé hasta el rasguño su cuerpo y me abrí paso en su pureza. Lo hice toda la noche hasta que me hastié y así, sólo así, pude vivir una temporada más sin pensar siquiera en su presencia. ¡Cómo la amo! Me observa con esa mirada dulce pese a mi desdén. Nadie debe sospechar de esto que siento. Me platica dos que tres cosas, pero no me importan. Disfruto este momento, paso a paso. Al terminar la comida, traeré como siempre algo para tomar. Mientras llevo las bebidas suena el teléfono, le doy su vaso y dejo el mío sobre la mesa. ¡Idiotas! Alguien sin oficio marcó para molestar, desconectaré el teléfono para que nadie nos moleste. Regreso con ella y bebemos juntos. Juraría que fue a propósito el que no dejara ni una sola gota en el vaso, pero eso ya es imaginación mía. La amo tanto que por un momento creí que ella me correspondía, que por eso nunca rechaza todo lo que le ofrezco. Bosteza. La acompaño a su recámara y comienzo a sentir una pesadez. Un cansancio me ha venido de pronto, tal vez porque he estado todo el día pensando en este momento. Ella me toma de la mano y me lleva a mi recámara, donde me dejo caer sobre el colchón. No puedo moverme, pero yo la sigo viendo. Me está desabotonando la camisa y el pantalón. No tengo tiempo de pensar en algo, sólo la veo quitarse toda la ropa y sacar de no sé dónde un cuchillo con el que comienza a recorrerme todo el cuerpo. No sé si siento dolor o placer. Hay hilillos rojos brotando ligeramente. En realidad no siento nada. Lo último que recuerdo son sus ojos que ya no tienen ningún rescoldo de aquella mirada dulce. Únicamente puedo ver esa pasión incomprendida que ha roto las barreras de la moral y la razón. 

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La GalerĂ­a


Abril, en RĂ­o, 1970.

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FELIZ AÑO NUEVO Una lectura gráfica y otra en voz alta de la obra de Rubem Fonseca. Toluca, Estado de México, 13 de Diciembre de 2013

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n diciembre de 1976, el ministro de justicia de Brasil, Armando Falcão, ordena sea recogido de la circulación un libro de relatos titulado Feliz año nuevo, pues el ministro lo consideraba como un atentaba contra la moral y las buenas costumbres. Por si fuera poco,

prohíbe su publicación y posterior circulación dentro de todo el territorio brasileño. El autor, Rubem Fonseca, inicia un proceso para salvar su libro de la censura, el cual dura doce años. Es a propósito de este libro que Antonio Carrillo Cerda se inspira para realizar: FELIZ AÑO NUEVO. Una lectura gráfica y otra en voz alta de la obra de Rubem Fonseca. Para quienes no tuvieron la fortuna de asistir a la presentación de este proyecto, llevado a cabo el 13 de diciembre de 2013 en la ciudad de Toluca, aquí lo dejamos para su completo goce. 

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Amarguras de un joven escritor

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Corazones solitarios 1

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Corazones solitarios 2

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La lectura gráfica, otra forma de comprender el texto literario Por Antonio Carrillo Cerda

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l verbo “leer”, en su sentido más llano, supone (a nivel psíquico) la visualización de un primate hombre o mujer cuyos ojos se encuentran orientados hacia un conglomerado de signos, es decir, un texto. La mirada del sujeto en cuestión se desliza de izquierda a derecha mientras decodifica

los signos que le son cercanos. De este modo, el que lee comienza a producir para sus adentros una serie de imágenes, acciones y diálogos que, mediante el encadenamiento de sentido, le transportan a un mundo de ficción, que un autor determinado premeditó artísticamente y a la perfección, para él. Cuando el texto literario logra abducir al lector del mundo al cual pertenece, para ingresarlo, no sin riesgos, a otros: tiempos, culturas, puntos de vista, contextos y geografías, se puede afirmar, que el acto de leer se ha, positivamente, metamorfoseado hasta el punto en el que el robótico movimiento de pasar la vista sobre el escrito queda reducido a nada ante el alumbramiento de la “lectura”. Generalmente, los términos “leer” y “lectura” se emplean como sinónimos, porque se ignora que la lectura es un producto intelectual que ninguna obra literaria, ni siquiera la mejor, puede prever o garantizar. Cuando hablo de un “producto intelectual”, no me refiero a ninguno de los matices del ego o de la vanidad que suelen acompañar a los sabiondos, sino a las actividades humanas derivadas del acto de leer. Con lo anterior, sé que me aproximo a la teoría del “lector activo” que supone una participación del receptor en la edificación del sentido y orden de la obra, pero prefiero distanciarme. Porque quiero hacer énfasis en que el verdadero “lector activado” vive su lectura, su experiencia estética, no sólo con el texto, sino a través del texto, por y para el texto. Sin que ello implique que deba dedicar su vigilia y sus insomnios a la exegesis

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Antonio Carrillo Cerda

literaria, a la hermenéutica o se torne cabalista de la noche a la mañana. Esa es tarea de los miembros de una secta minúscula y secreta que en las sombras ardientes del ostracismo, no sin placer, dedican la brevedad de sus vidas a rasguñar con pasión los altísimos muros de la torre de la “comprensión”. El lector activado, por tanto, es un sujeto cuyo entendimiento de la realidad ha sido modificado por el texto, el viaje a la otra dimensión lo devuelve alienígena a su mundo; mas no experto en literatura. La individualidad (el alma) de este individuo, adopta un estado más sensible, su juicio se torna más agudo, lo que le permite escanear el ambiente circundante con nitidez. La experiencia sensorial de la lectura alinea los lentes de la percepción. De modo, que el sujeto trastocado es, a todas luces, una singularidad espacio temporal. Su habla, su conducta, su desenvolvimiento social, sus actitudes y convicciones (si las tiene) lo delatan. Este es el punto de no retorno que nadie anticipa. Porque una vez descorrido el velo de la miopía mental, la única opción que resta es mirar la cruda belleza del mundo y el insólito juego de máscaras de sus habitantes. En este sentido, he observado, que, ante la abrumadora experiencia de la verdad, hay quien prefiere arrojar los libros a la hoguera del olvido, o girar su atención hacia espectáculos menos estimulantes, unos que les dosifiquen la confortable normalidad de las falsas seguridades repartidas a granel; la simulada aceptación de las multitudes o la matriculación en el gremio de la mediocridad. Aunque crítico, no los juzgo del todo, porque cuando el mundo me muestra sus entrañas más fétidas me asusto, y he sentido la tentación de doparme con el opio de la vulgaridad y uniformarme. Esa es una culpa secreta que ahora les comparto. Con su nueva visión el lector activado se vuelve, sin proponérselo, un agente de cambio, que sirve de anfitrión a las cadenas de signos que ha arrastrado desde el mundo de la ficción hasta su realidad fáctica. Esta migración de signos por estar dotada de vida propia, en un ambiente favorable, puede tener un comportamiento viral que devenga en pandemia, atrayendo hacía sí otros posibles lectores y la promesa de otras soñadas lecturas. Mismas, que serán necesarias para la diseminación y retroalimentación del conocimiento.

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El otro

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Feliz a単o nuevo

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La lectura gráfica, otra forma de comprender el texto literario

Por tanto, el lector activado ante la imposibilidad de adaptarse a una realidad que le es ajena experimenta el fenómeno de la Torre de Babel: la incomunicación, el estigma del loco, o lo que es peor, el quijotazo tan temido. Pues, con cada lectura pareciera que se ensancha la brecha entre lectores y televidentes, condenando a los primeros a vivir en pequeñas islas de conocimiento. Por consiguiente, la necesidad de alcanzar un despertar general de las conciencias y la inherente evolución del intelecto hacia un plano humanístico más alto, se revelan como una urgencia. Si bien, he hablado de la lectura como un medio para acceder a un estado hipersensible de la consciencia, no quiero enfrascar al lector que describo en la ya tan común imagen del artista atormentado. Porque de ninguna forma excluiré de este discurso, el firme e irrevocable destino de placer que es la literatura. Prefiero, respecto de lo emotivo, precisar que el lector activado no es un ente doloroso, ni un hedonista consumado, sino un personaje equilibrado y autónomo capaz de distanciarse de la cultura envolvente, para apreciar la mecánica y los hilos, que, tras bambalinas, locomocionan el mundo. El lector activado siente la imperiosa necesidad de compartir su perspectiva a través de la socialización, el discurso y las artes. Cierto, que su entrega pública es una manifestación de la libertad de expresión, pero más noble aún, es el reconocimiento de su función y valor en el mundo. *** Ahora bien, ante la literatura de Rubem Fonseca que nos ofrece en sus cuentos un mundo plagado de violencia, habrá quien se pregunte, ¿qué necesidad tenemos de hundirnos hasta el cuello en los tópicos del asesinato, el robo, la marginación, la violación y la crueldad?, ¿será que estamos fomentando la morbosidad?, ¿o estaremos tratando de desensibilizar sistemáticamente a los receptores? Ni lo uno ni lo otro. El objetivo consiste en emplear el arte, en mi caso la gráfica, para llevar los contenidos del texto a un medio diferente, para así mostrar a la sociedad mi experiencia estética, es decir, mi lectura del hecho literario, y, por qué no, de la sociedad.

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Antonio Carrillo Cerda

Borges comenta que una de las cualidades del “cuento”, como modelo de escritura, es la capacidad de éste para permanecer en la mente del lector en una especie de idea global; visión con la que estoy casado y he intentado transmitir a través de mi obra. En este sentido, mi gráfica no pretende ser ilustrativa, sino interpretativa al agrupar una serie de elementos simbólicos específicos que puedan ser identificados en el texto y reorganizados en la gráfica a través de la subsecuente lectura. Por tanto, la pintura como objeto artístico se transforma en un instrumento resilente capaz de modificar la percepción de aquellos que lo contemplan en su relación con el texto literario y el medio ambiente, lo que provoca el surgimiento de nuevas lecturas, y desencadena la ignición de nuevos lectores activados. 

Antonio Carrillo Cerda

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Artista plástico l arte en mi vida llegó, como bien diría Borges, a manera de

"instrumento de salvación". Creo que en el mundo agitado, interconectado y tecnológico en el que nos toca desenvolvernos hay la sensible necesidad de refugiarse para poder acumular la energía indispensable que nos permita enfrentar la rutina y la vulgaridad de lo cotidiano. Desde mi refugio personal he ejercitado el arte y la literatura como un entrenamiento para el día a día, porque el arte es una fuente de luz y un arma combativa. En estos términos, el artista puede ser el ente que devela (cura de la ceguera) y el héroe (que se ofrece para expiación) o bien el enigma (sujeto indescifrable, loco y revolucionario) que cuestiona los límites de su libertad. El gozo del artista radica en que el arte nos vuelve únicos al evidenciar nuestra universalidad y este saber activa una zona erógena del pensamiento.

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Cuando decidí que mi vida sería para y por el arte, llevaba años practicando secretamente la narrativa y la pintura, pues afirma Óscar Wilde que "cualquier actividad realizada en secreto se eleva hasta el más alto de los placeres". Dicho placer, con los años, me permitió magnéticamente rodearme de artistas con quienes he podido compartir los momentos más dulces que la vida puede ofrecer a un alma como la mía, que en deleites estéticos ve pasar los larguísimos días. En los artistas y literatos que me rodean encuentro la instrucción que requiero; mi única formación y mi propia secta. Son ellos, mis cómplices, quienes ahora me empujan al mundo, en una catártica forma de exhibicionismo. Siempre que visito un museo para apreciar una exposición o diálogo con un texto en proceso de construcción encuentro el hilo del arte que me guía para hallar la salida del laberinto de la normalidad. Con esto quiero decir que el arte es la forma más próxima en que uno puede proveerse calidad de vida, porque para mí la vida sin arte es una especie de existencia animal que no vale la pena ser vivida. El arte dignifica y enriquece. Mi obra, humildemente, es una invitación para ejercer la libertad, explorar el campo de la creación sin pretensiones. El arte que más vale, al menos para mí, es el que sobrepasa el ego y los materiales para entregarse desnudo a sus receptores. A. C. C. 

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Paseo nocturno 1

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Paseo nocturno 2

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Todo o nada

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