漏 J e n Cora ce . I lu s t ra c i 贸 n
EDICIÓN
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EDITORA: Tania Pleitez COORDINACIÓN: Federico Alegría DIRECTOR: Augusto Magaña EQUIPO DE REDACCIÓN: Alejandro Córdova, Rodrigo Barraza MAQUETACIÓN Y DISEÑO: Rebeca Portillo, Andreas Portillo COLABORADORES: Sergio Marentes, Carlos Funes, Jorge Mercado PORTADA: Jen Corace CONTACTO: contactolsdr@gmail.com Twitter: @Silladeruedas_ www.lasilladerueda.com
Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Attribution-NonCommercialNo Derivatives 4.0 Internacional. Se permite su reproducción total o parcial de los textos, siempre y cuando se mencione al autor. La reproducción no admite modificación del material sin consentimiento del autor.
CARTA EDITORIAL Ya reventamos la piñata. Lo siento, pero le dimos más de 7 palazos. Hace un poco menos de un año nos reunimos por primera vez para dar forma a un proyecto que iría cambiando constantemente. Y lo sigue haciendo. En aquella edición del primero de mayo de 2013 hicimos públicos los primeros textos de La Silla de Rueda, letras que nacieron después de unas cuantas cervezas en los Tacos de Paco. Hoy, después de todo, tenemos a antiguos colaboradores, nuevos compañeros de trabajo y algunos amigos que publican por primera vez con nosotros. Abril, la primavera, el Mediterráneo y el Pacífico se juntan aquí. Bajo el amparo de nuestro recién partido Leopoldo María Panero --¡alabado sea!-- y con la tenue luz de la deshinibición descargamos sobre el engaño de la poesía, salimos en búsqueda de nuestro cuerpo perdido, sintonizamos la onda corta y lanzamos nuestras cenizas al río.
Atentamente, El equipo de redacción de
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INDICE 02. 07. 09.
LA INUTILIDAD EN VERSO [ENSAYO
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Por Augusto Magaña
ONDA CORTA
Por Federico Alegría
COLABORACIÓN LA MÚSICA LLEGÓ EN PICADA CUAL NUBE FLOTANTE. EL CANTÓ CANCIONES QUE NADIE ENTENDIÓ, Y NOS HIZO ENTENDER NUESTROS SILENCIOS. Por Sergio Marentes
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11. 16. 18. 2. ANOCHE 3. COINCIDIR Por Rodrigo Barraza
[CUENTO
Por Alejandro Córdova
POR DONDE CAMINAN LOS CIEGOS [CUENTO
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1. LO QUE QUEDA DE TI
PIÑATA
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POESÍA
Por Jorge Mercado
4. EL CUBO, EL LECHERO Y EL FILETE ADOBADO. Por Carlos Funes
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© V. H. Ha m m e r. Fo t o g ra f í a
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LA INUTILIDAD EN VERSO Ensayo. Por Augusto Magaña ...pero escribir versos en estos tiempos, como no fueran para la amada, resultaba un tanto inútil, ¿no lo veía él así? -O grotesco -dijo el pobre infeliz, asintiendo con la cabeza. ROBERTO BOLAÑO
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uchos de mis compañeros –defensores acérrimos del verso– ya me han regañado por intentar hablar de la utilidad de la poesía. Quizá porque hablar de ella como algo útil, algo que se puede usar, resulta hasta cierto punto “ofensivo”. Esgrimen que no hay que buscarle la utilidad, que no hay que hacerlo en general, con ningún tipo de arte. Pero, después de todo, no se puede negar que todas las expresiones artísticas han nacido con una utilidad: la narrativa para contar historias, el ensayo para expresar puntos de vista, la pintura para representar una realidad (ficticia o verdadera), etc. Sin embargo, debido a fines prácticos, sería mejor hablar de una finalidad en el arte, una razón de ser, en lugar de una utilidad. Y el caso de la poesía es quizá uno de los más relevantes, pues se refiere a una expresión artística que poco a poco ha ido perdiendo su popularidad entre los grupos sociales que no involucran a jóvenescasi-adolescentes con ínfulas de bohemia o artistas de otras ramas del mundo creativo. Aunque, de manera contradictoria, en los últimos años se ha multiplicado el número de personas que se dedican a practicarla, aun cuando pocos se mantienen constantes. La poesía sigue hundida en claros problemas existencialistas, incluso para sus fanáticos más extremos. Pocas personas pueden reconocer o por lo menos intentar hablar de una finalidad de la poesía sin caer en cuestiones metafísicas o en simple deontología. Y esto, claro, nos lleva a preguntarnos si en realidad la poesía tiene una finalidad, una utilidad. Pero, para poder hablar de la razón de ser de la poesía, hay que diferenciar dos aspectos muy importantes de esta: la forma (el poema) y el contenido (la poesía). Octavio Paz afirma en su ensayo El arpa y la lira que en el poema
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es donde “la poesía se aísla y revela plenamente”. La estética externa del verso sería como un armario sagrado de la esencia poética. Pero más adelante, en el mismo ensayo, el poeta mexicano reconoce que hay otras formas que puede tomar la poesía --menciona que las personas, los paisajes y los hechos “suelen ser poéticos”--. Sin embargo, continúa defendiendo al poema como algo que supera la mera forma poética, como un “lugar de encuentro entre la © Stépha n Be a uva i s. Il ustra ci ón poesía y el hombre”. Aun así, y dejándonos de romanticismos, habría que preguntarse si en realidad el poema es algo más que forma o solo un cajón de metros, rimas, versos libres, etc. en donde se puede depositar la poesía. Hay que recordar que la forma antigua de la poesía nació por una necesidad útil: la de recordar las historias que se transmitían oralmente. Por eso mismo la poesía se acompañaba de la música. De ahí el surgimiento de la métrica y la versificación. Versos acompañados por la lira, con acentos y rimas que permitían su fácil memorización. La poesía, en su forma, era musical y se mantuvo así desde Safo de Lesbos, pasando por Dante y los juglares de la Época Medieval. El verso, entonces, era algo útil. La forma tenía una razón de ser, una finalidad.
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Aristóteles, en su Poética, reconocía una función mimética de la poesía: reflejar la realidad y relatar lo que pudiera haber sucedido, en lugar de aquello que aconteció. La poesía griega antigua encontraba su razón de ser en contar algún relato ficticio. Y se hacía en la forma del poema, porque se acompañaba de música o se representaba en el teatro y de esa manera era más fácil de recordar. Sin embargo, Aristóteles luego aclara que no es la forma la que le da el sentido poético al poema, ya que “la distinción entre el historiador y el poeta no consiste en que uno escriba en prosa y el otro en verso”. La forma de hacer poesía ha ido cambiando con el paso del tiempo, debido a diferentes motivos. Con la escritura, la imprenta y las facilidades para dejar constancia de lo escrito, quedó relegada aquella necesidad de memorizar en versos las historias. La épica, la tragedia, la comedia y todo el resto de géneros literarios clásicos se volcaron hacia una prosa escrita. El verso quedó olvidado. Solo quedaba la lírica, la mímesis del sentimiento y la estética, como último estandarte del verso. Pero incluso esta no duraría mucho en su forma antigua: a partir del siglo XIX la rima y la métrica fueron quedando en desuso, con el aparecimiento del verso libre y la prosa poética, entre otras cosas. Con la llegada de las vanguardias el verso seguía en pie, pero se había liberado de la carga métrica y había decidido explotar el ritmo de una manera más libre. Hoy en día la poesía tiene infinidad de formas y maneras de expresarse. Escritores como Rimbaud, Leopoldo María Panero y Robert Frost nos han demostrado que existen formas de hacer poesía más allá del poema, más allá del verso. No solo en la prosa poética o en los poemas en prosa, sino también en la narrativa. Es fácil encontrar novelas y relatos con una carga poética que muchas veces trasciende el hecho narrativo (un ejemplo claro de esto último sería el capítulo 7 de Rayuela, de Julio Cortázar). Estos escritores nos han
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© Cl a ud i o Rod rí g ue z . Il ustra ci ón
querido demostrar que la esencia de la poesía no está en el verso, sino en el contenido. Y así como la poética ha ido evolucionando y transformando su forma, no sería de extrañar que en algunos años el verso sea una especie en extinción. Porque el verso, como forma poética, es inútil. No brinda ningún plus a la poesía. Por lo tanto, la poesía sería algo totalmente inútil si se tomara a la forma como su esencia. Lo cuál no quiere decir que sea algo innecesario. Su razón de ser quizá se encuentre en su contenido, en la “manifestación de la belleza o del sentimiento estético”, como lo define la RAE. La poesía como catarsis sentimental del poeta. Aunque esto también nos llevaría a preguntarnos si el contenido poético es solo una manifestación musical y estética de la combinación de las palabras, o si en serio su razón de ser radica en la reflexión, la introspección o, incluso, la narrativa dentro de la poética. Pero eso ya es otra cuestión. Por el momento podemos concordar con Jean Cocteau cuando decía “yo sé que la poesía es imprescindible, pero no sé para qué”. Abr i l 2 0 1 4
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ONDA
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us dedos comenzaron a escupir pequeños granos de estática y, luego de acariciar el dial, una voz fuerte y llana comenzó a escucharse. Su rostro, marcado por los jalones del tiempo; sus pómulos, buscando sacar a flote un poco más de barba para poblar mejor el hemisferio norte de su rostro gris. Llevaba años fascinado por las voces que conversaban solitariamente, viajeras en el aire. Él las atrapaba con su fiel equipo de onda corta.
Por Federico Alegría Había comenzado a sentir ese placer –el de escuchar las voces– después de que todos sus versos fueran secuestrados. El día en que estos fueron privados de libertad, él actuó con desesperación y abandonó la poesía, como si hubiera sido ella quien lo abandonara. Se convirtió en un radioescucha aficionado a las transmisiones lejanas en las noches más despejadas. Aprendió a llevar registros meteorológicos, los cuales lo llevaron a la predicción del clima; así pudo programar los mejores días (o: programar los días más agradables) para las citas con las voces más distantes. Fabricó un extenso registro de los mejores programas nocturnos, lo cual le aportó cuerpo a la longevidad de cada hora sin sol. Adquirió un paladar especial con cada año que pasaba. Sintonizaba música distante con fondo arenoso y monólogos que eran transmitidos en las altas horas de la noche. Pocas veces escuchó noticias y aprendió a evadir las frecuencias que transmitían aquellos mensajes novedosos. Los jueves escuchaba guitarra española y los viernes charlas que parecían nacidas sin receptor. El sábado estaba reservado para los cantos bereberes del
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desierto y el domingo para el fútbol; los lunes para las charlas cortas entre barcos en altamar, los martes para los cantos gitanos y las transmisiones secas de Australia. Los miércoles eran para descubrir cosas nuevas. Era aficionado a ver el baile del humo pacifista que escalaba el aire mientras sintonizaba, los días jueves, una cascada de acordes ajustados a quemarropa, con el tiempo holgado. Tonadas dulces en la confianza familiar de un jardín, en una pestaña del barrio donde se bebía para charlar. Luchaba contra el desvelo cuando las ondas sintonizadas se volvían tan espesas que su esencia se tornaba física, dejándolo sin dormir. Las ondas seductoras se ofrecían a acompañarlo con caricias durante toda la noche. Descubrió algo fantástico en la noche más despejada. Fue el día dedicado a descubrir nuevas estaciones musicales. Las palabras amargas presentaban un
aire irónico, aunque le daban cierta dulzura a la pesadez del locutor. Su voz hizo que inmediatamente soltara el dial y comenzara a disipar la estática y a sintonizar mejor aquella estación perdida en el aire. Lentamente comprendió que las narraciones eran poesía y, aunque había dado la espalda a los versos, no pudo evitar sonreír lentamente. Los versos que escuchaba eran inocentemente familiares y lo suficientemente reconfortantes como para sentirse inquieto y curioso. En el día del cielo más infinito, en un noviembre calculado con mucho tiempo de anticipación, recobró con melancolía el gusto por la poesía. Se escuchaban versos que le llenaban el alma de forma instantánea. La poesía que salía con dificultad de la voz del locutor, comenzó a transmitirle un sabor anisado. Adivinó los versos que le siguieron al último suspiro y al último aliento; fueron escapándose de la voz de aquel narrador de su propia poesía.
© Fe d e ri co A l e g rí a. Fo t o g ra f í a
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LA MÚSICA EL CANTO
LLEGÓ EN PICADA CUAL NUBE FLOTANTE.
CANCIONES QUE NADIE ENTENDIÓ, Y NOS HIZO ENTENDER NUESTROS SILENCIOS. Por Sergio Marentes
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a mano de la mujer lanza cenizas al río, casi estancado, con solemnidad religiosa. Las cenizas alguna vez fueron carne, hueso, cartílago, baba, moco, leche, y caminaron sobre esas mismas aguas desoyendo las súplicas de las piedras destripadas. Sus labios inventan sobre la marcha una oración que solo ella oye. Hay un hombre que la ve y se acerca. Es el dueño de las tierras y del pedazo de río que las atraviesa. Se acerca con precaución pero con paso firme. Trae un machete afilado en la mano para limpiar su camino. La mujer tiene un puñado de ceniza, aprieta con fuerza, y lo eleva al máximo. Mientras se detiene a oír los pasos al hombre, el viento le saca la ceniza más débil de la mano, la más liviana. Pero en cambio de llevársela libre por el mundo la esparce alrededor de ella, desde la mano arriba hasta los pies, cubriéndola de una vida muerta, cansada ya y más bien obediente con el remolino que la envuelve. El hombre inquiere con la mirada el truco que parece de otro mundo. Ella responde con un parpadeo lento. La mujer suelta su puño y el resto de las cenizas se van con el viento, al río, y a la tierra, en todas las direcciones. El hombre se sienta, y entona una canción que solo él entiende. Las cenizas que vuelan se convierten en pájaros de pecho azul. Las alas azules sonríen rompiendo el cielo.
© Chri sti na M roz i k . I lu s t ra c i ó n
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POESÍA Por Rodrigo Barraza “Y déjame cuidar como una rosa este dolor que nace porque sí, este dolor pequeño, que es la única cosa que me queda de ti.” JOSÉ ÁNGEL BUESA
ANOCHE Dejé los versos anoche donde la luna se emborrachó y el ángel perdió sus alas, donde el humano encontró a Dios entre prostitutas y vino. Dejé las letras anoche donde el sol se ocultó del mar donde la sirena cantaba su canción de amor y anarquía donde todo fue naufragar en un mar de asfalto gris. Dejé la poesía anoche entre las estrellas y el olvido el olvido donde la estrellas se ocultan dejé todo anoche… la luna se llevó la vida.
© Ta tya na S avi na . I lu s t ra c i ó n
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LO QUE QUEDA DE TI Este dolor es suave, déjame guardarlo lento, que no pase como pasa la nube en el cielo sin ningún lamento. ¡Qué fácil era amar! era tan fresco y sencillo, como las olas del mar y la estrellas con su brillo. ¿Recuerdas el beso en tu portal, bajo aquella luna de agua que observó nuestro final, cuando juntos nos hicimos tregua? ¡Qué fácil era amarte! claridad de flor en celo, eres el arte que nace de mi anhelo. Pero ahora este dolor que es tuyo y mío, es abrir una flor y encontrar un río. Pero hay un vacío que nos conecta secretamente, apenas te escucho y sonrío, porque tu flor no se ve, no se siente.
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COINCIDIR A veces uno busca coincidir, busca llegar a un árbol y encontrarse a una mujer desnuda y compartir juntos el pecado. A veces uno busca coincidir en la proeza del amor, caer por la ventana y engañar a la muerte. Que el presagio de las miradas sea un juego de ajedrez. Es tan difícil coincidir. Que tu risa sea letal y punzante como hiedra que avanza de oído a corazón. A veces busco coincidir en la arena, con tus pies desnudos y tímidos, ser oleaje eterno bajo aullido de lobo y esperar al alba para que la luna coincida con tu mirada. ¡Ay amor! es tan difícil coincidir con tu mirada.
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Por Carlos Funes Se encontraron el cubo y el lechero. Y habló el geométrico alzando la voz: “¡Págame la renta del mes de enero!” A lo que el lechero respondió sin cuidado: “No te pago en enero, febrero, ni marzo.” Respondió el cubo exaltado: “¡Porquería más ruin no se ha visto! ¡Y maldad material es tu cara! ¡¿Que no ves como sufren mis hijos , y que de hambre se mueren en casa?!” El lechero le dijo al buen cubo: “Calla ya mal cuadrado y gimiente. No hagas luto de muerte de inútil Si comer quieren hijos cuadrados, Que lo ganen o que anden de esclavos.” Y seguía la charla molesta. Y la oyó un filete adobado que pasaba tranquilo y de fiesta, pues de cocina le habían expulsado, por pasarse de sal y pimienta. Éste intervino y les dijo: “¡¡Tranquilos camaradas!!” -era un filete de la antigua URSS“¿Qué acongoja a sus mentes macabras, que hablan mal, cual patán
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y a lo bestia?” El cubo le explicó con detalle la injusticia del lechero sangriento, y de cómo morían de hambre sus diez hijos por mal alimento -todo esto por faltar el dinero-. El filete adobado le dijo al lechero: “¡Págale la renta del mes de enero!, ¡Febrero!, ¡marzo! ¡y ABRIL!” Y después se marchó, meditando su fiesta -así marchó el camarada filete-. El lechero, sin más no poder, se quitó los zapatos y extrajo el dinero. El cubo sonriente le dijo: “¡Al fin has pensado lechero de mierda! ¿Pagarás lo que debes, tu deuda?” A lo que respondió el lechero: “Mil y una noches he escrito poemas, mil y un veranos desde Abraham hasta Ortega, de Miguel de Unamuno, hasta Estuardo Zapeta. ¡Pagaré lo que debo, mi tributo, mi deuda!” Y así el lechero oliendo el billete, lo puso en la mano del cubo. ¡Pero oh sorpresa después y qué tubo! Pues fue el cubo a comprarse unas cubas, a beberse sin miedo el escrúpulo.
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Este poema forma parte de: Café, mente y tabaco, demente de mentecato (2005)
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EL CUBO, EL LECHERO Y EL FILETE ADOBADO
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[ CUENTO
PIÑATA Por Alejandro Córdova A Naara Salomón, por la anécdota
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ace muchos años, cuando la abuela de Mateo arribó a estas tierras, ya había en ellas eso extraño que emociona a los niños que celebran sus cumpleaños en el patio. En las Europas ella no supo de los años violentos en los que trajeron el miedo a estas pequeñas ciudades, solo supo de hacer el amor en prados y ciudades de esas que habitan los calendarios de nuestras salas, supo de familias breves y quietudes largas. Fue convencida de cruzarse el océano (entre arranques de amor y espíritu de época, no se sabe) y cambiar de lengua, bandera y apellido, mas no imaginó que sería recibida de tal forma. Hubo una pequeña recepción de bienvenida. En casa de su recién esposo, aquí nacido, la colmaron de abrazos innecesarios y comida peculiar. El esposo,
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emocionado, la llevó a ver su regalo: una piñata. Era hermosa: un animal (no recuerda cuál, no quiere recordarlo) a escala real, hecho de alambres y papel periódico, decorado con texturas y colores muy alegres. Le pareció casi una obra de arte. Los niños correteaban cerca de donde ella y su esposo conversaban sobre lo que habría de hacer con el regalo. Le explicó. No lo creía. Le dijeron que era una costumbre de la región: así se libraban ellos todos los años de los siete espíritus que conforman al miedo. Siete veces habría ella de acribillar brutalmente al falso animal para ser así bienvenida. De lo contrario, sus hijos y los hijos de sus hijos estarían condenados al miedo y desasosiego que causan los siete espíritus y ninguno tendría una vida tranquila. Después de largos suspiros, animada por una inquietud irrevocable, tan lejos de la brisa del viejo mundo, consiguió sostener el palo que habían preparado para la ocasión. Fueron rápidos. La familia hizo una rueda alrededor de la extranjera. Aplaudían y reían. Los niños, eufóricos, pedían a gritos la cabeza del animal. Ella, con la garganta torcida de angustia, alzó el palo y volcó con brutalidad pasmosa la piñata que colgaba del naranjo. Siete veces. Ella, en lugar de una piñata desquebrajada en el suelo, escuchó el insufrible llanto del animal que sangraba en su agonía y vio salir de sus heridas siete espíritus que se fueron con el viento. La familia estaba atónita del júbilo. Lo que había hecho permitió que ahora, en los cumpleaños, los hijos de Mateo salten y griten de gozo al extirpar hasta el último hálito de vida de las piñatas que cuelgan, todos los cumpleaños, del mismo naranjo y que, en lugar de miedo, dentro tienen dulces y confeti. La abuela de Mateo los mira desde su vieja silla. Estremecida. En silencio. Los niños revientan la piñata. Lo disfrutan.
De “Siete” de Alejandro Córdova, 2013
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[ CUENTO
POR DONDE CAMINAN LOS CIEGOS Por Jorge Mercado
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l mendigo doblaba la esquina cuando se le cayó el único pedazo de carne y músculo que recubría su fémur. Se ha inclinado a recogerlo y lo ha ajustado de nuevo a su hueso. Lleva una semana tratando de encontrarse entre la basura. Este día no ha tenido mucha suerte y comienza a considerar dejarlo para mañana, hasta que advierte en una ventana al otro lado de la calle en la esquina que acaba de doblar, tendido en un alambre junto a ropa interior de mujer, su intestino delgado. Se siente tranquilizado. La gente ya comenzaba a dirigirle miradas de reprobación por andar en su estomago abierto nada más
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el intestino grueso que encontró hace tres días en un puente de la ciudad. Entra al condominio y ahí una anciana lo saluda con un, buenas tardes, caluroso. Él sabe que si no fuera por esas ocasiones en que es visto rondando los basureros no lo llamarían mendigo. Siete días antes era un hombre bien parecido y elegante. Sabe que lo sigue siendo, a excepción de cuando tiene que roer los desperdicios de la gente sólo para hallarse en ellos. Además, para ser mendigo, no se debe tener cama donde caer durante las noches frías ni alimento con que llenar la ansiedad del cuerpo. Este hombre que llaman mendigo lo tiene todo y le sobran además algunas cosas. ¡Si no fuera por haber perdido su ser en la ciudad! Sube las escaleras mientras una mosca le acecha el rostro. Los músculos de su cara han comenzado a podrirse por falta de piel que los proteja. El hueco que ha dejado la ausencia de su ojo derecho muestra a una larva de mosca. A lo mejor es la hija de la que zumba alrededor de su cara. Reflexiona en cada peldaño que sube, es posible que la persona que habita el piso no lo reciba por los harapos que viste. Ayer por la mañana mientras buscaba su brazo derecho, que por fortuna encontró en una venta de carnes donde se había colado por accidente, unos perros lo asaltaron queriendo robarle el fémur desprotegido que hasta esta mañana pudo cubrir. Los animalejos no pudieron salirse con la suya pero sí despedazaron la ropa del hombre. Puede ser también que por la mordida que no pudo esquivar, uno de sus glúteos esté infestado. Piensa un momento frente a la puerta. Toca dos veces. Con mucho cuidado, no sea que sus nudillos de nuevo se partan en dos. El sonido de los pestillos lo asusta. Está nervioso. Una mujer entreabre la puerta. Está por asearse porque el ruido del agua llenando la
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bañera se escapa desde adentro. También segundado al sonido se escapa un olor lascivia. El hombre al que llaman mendigo se sorprende porque es la primera vez que experimenta ese tipo de olores escapándose de la mirada de una mujer. Lo ha sentido antes, pero de la piel o del vientre o de la vagina. Pero nunca de la mirada. Sin preguntar nada, sólo con el examen de pies a cabeza como boleto, la mujer lo invita a que pase, que estaba por darse un baño, pero que de todos modos iba a esperar a que el agua se enfriara un poco. Se quita la toalla que ocultaba su desnudez, enciende un cigarrillo arrugado que tenía acomodado en la oreja y se sienta en un sofá sin cruzar las piernas, haciendo una invitación a su huésped. La visita es bien recibida. El hombre también la examina a ella, es bella y por la apariencia de los labios de la entrepierna es bastante experimentada en estos temas. El hombre se maldice porque recuerda que no puede complacerla. Su pene aún sigue perdido en algún basurero de la ciudad. La única salida es confesarle el motivo de su visita. Ella entiende, pero no puede ocultar su decepción. Con lo que le gusta el tipo de hombres como este, de esos que poseen un atractivo extraño, como si hubieran perdido algo de su existencia y pudieran complementarse fácilmente con partes de otras. La mujer exhala el último aliento humeante que le permite el cigarrillo y de nuevo vuelve a cubrir su orgullo con la toalla. Lo invita a que la siga, van hacia donde ha puesto a secar su ropa interior. Allí está el intestino delgado del hombre al que llaman mendigo. La mujer le cuenta que lo encontró abandonado en el baño del bar donde trabaja. El hombre le agradece y se disculpa al mismo tiempo. La mujer le dice que no es para tanto, pero que si no es mucho pedir, que cuando encuentre aquello que la haría feliz no dude en regresar. El hombre se despide desde las escaleras. Emprende el regreso a las calles, esta vez sí con intenciones de terminar la búsqueda por hoy.
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En la entrada del condominio se encuentra de nuevo con la anciana de las buenas tardes. Viene de hacer las compras y trae consigo una bolsa más grande que ella. El hombre al que llaman mendigo corre en su ayuda. Por desgracia tropieza y al caer al suelo se parte a la mitad. Todas sus vísceras quedan regadas en el suelo, su intestino delgado con ellas. La anciana suelta la bolsa y corre a socorrer al hombre. Uno de los encargados del condominio se da cuenta y también va a ver si puede ayudar en algo. Entre él y su hermano, que llega después de que el primero lo llamara con un silbido, llevan al hombre fragmentado en dos hacia la habitación de la anciana que la ha ofrecido como refugio hasta que el hombre y sus entrañas se recuperen. El hombre al que llaman mendigo se encuentra avergonzado. Nunca desde que su situación comenzó le había ocurrido un incidente como este. Por alguna razón se alegra de que la mujer de la mirada perfumada no se haya dado cuenta. Los hermanos se despiden e intentan reconfortar al hombre con un, no te preocupes, a cualquiera podría pasarle. El hombre les agradece. A pesar de haberle repetido varias veces que no era necesario, la anciana se esmera en acomodar los órganos en su lugar. Su experiencia se nota en la meticulosidad y certeza con que pone cada víscera en el lugar exacto. Mientras lo hace le comenta al hombre que se ha quedado viuda hace dos semanas, que la pérdida de su esposo no le afectó del todo, que más bien la hizo sentir llena de paz. El hombre al que llaman mendigo no puede evitar sentir un escozor en el corazón al mirarla con su único ojo, la anciana no puede ocultar el rubor de tristeza que le ensombrece las mejillas. El hombre ha quedado como nuevo. La anciana ha hecho un gran trabajo y se sienten satisfechos los dos. El hombre tiene que rechazar la invitación de la anciana de tomar un poco de café o de quedarse
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a cenar. Ya es muy tarde y tiene que irse. La anciana no insiste y se despide dándole un beso en la frente. El hombre le recuerda a su hijo fallecido. Antes de que el hombre salga de la habitación de la anciana, esta lo retiene, le dice que espere, que tiene algo que obsequiarle. La anciana se va a hacia una repisa y de ahí toma algo. Esto te servirá más a ti, le dice al ofrecerle entre las dos manos un pene. El hombre se siente avergonzado, pero sabe que la anciana tiene razón. Lo acepta. El hombre se ha marchado sin mirar atrás. El obsequio que acaban de hacerle le ha quedado a la medida. La alegría que siente le provoca un escalofrío. Acaba de recordar las palabras de la mujer que desprendía olor de su mirada. Camina en dirección hacia el apartamento de ella. Se detiene al escuchar los sollozos que provienen del interior. Decide no entrar, lo mejor es marcharse. Afuera, la noche ha cambiado el color de la calle. Si no hubiera caminado por ella hace unos minutos no la habría reconocido. Mira al cielo, por esa mala costumbre que tiene desde pequeño. Esta vez el cielo está despejado, como si no existiera, no están ni la luna ni las estrellas. Se apresura a regresar a casa, no es que alguien lo espere, pero debe atender su hogar y a él mismo. Piensa desde ya en el nuevo plan de búsqueda para mañana a primera hora. El objetivo de mañana es encontrar su piel. Camina cojeando en la acera, alejado de la calle. No hay vehículos a esta hora. Todos en esta ciudad respetan la hora de la cena. En la acera todo está oscuro. Se guía nada más por el tacto ahora que es más sensible a flor de carne. Camina palpando las paredes. Se las ha memorizado todas cuando no tenía los dos ojos. La costumbre de andar por donde caminan los ciegos le ha quedado desde entonces.
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