Huérfanos del narco

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Sevicia

Su esposa lo identificó en el Servicio Médico Forense. Ése era el cadáver de Julio César. Lo enterró y esa tarde de marzo, bajo un cielo quieto, fue a dejarle flores al panteón de su comunidad. Lo vio ahí, inerme. Y todavía espera volverlo a ver. Su madre lo miró en el ataúd. Pero se pregunta y se pregunta por qué a él, si sólo era un estudiante: uno pobre, trabajador, metido en su preparación académica, preocupado por lo que estaba pasando en el país, y solidario. Ha asumido que quienes los han acompañado después de esta muerte llorarán unos minutos. Ella lo hará toda la vida. Sí. Ese de ahí, de la caja de madera, era su hijo. El mayor. Apenas tenía 22 años. Muerto a golpes, lesionado con un objeto pesado. Y desollado. Pero ella, Afrodita Mondragón Fontes, todavía no lo cree. Pero sí. Es él y está muerto. Y no volverá a pisar esas calles angostas y empedradas de Tecomatlán, bajo ese cielo gris que parece siempre llorar. Es él, Julio César Mondragón Fontes, uno de los jóvenes que fueron víctimas de la masacre en Iguala, estado de Guerrero. Es él, un padre de una bebé que cuando él fue muerto apenas tenía dos meses de nacida. Es él y fue asesinado a golpes, luego de haber sido torturado salvajemente: su piel arrancada, con niveles de saña y crueldad pocas veces vistas en el país.

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