>> Trabajo rural infantil y adolescente De la “ayuda doméstica” a la vulneración de derechos >> Carlos Nieto, cazador de jabalíes Medo siglo en el oficio >> Día de elecciones en Estación Solís La excusa para volver
Número 07 / Noviembre de 2014 / Uruguay / Revista mensual de distribución gratuita junto al semanario Brecha /
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Escriben, fotografían e ilustran este número: Abril Bidegain / Agustín Fernández / Daniel Gatti /Federico Gutiérrez / Karen Parentelli / Lucía Secco / Manuela Aldabe / Mauricio Künhe / Silva Bros / Tania Ferreira.
Coordinación general: Sofi Richero // Edición de fotografía: Alejandro Arigón. // Producción: Juan Manuel Chaves. // Corrección: Graciela Valdés // Diseño: Lateral.com.uy // Logística y administración: Cooperativa LABRECHA. Comercial: Paola Puentes (ppuentes@brecha.com.uy) / Gustavo Moraes (gmoraes@brecha.com.uy) / 2902.50.42/43/44 Contacto: ajenarevista@gmail.com Impreso en Impresora Rojo, Euclides Salari 3472. Nº de Depósito Legal: 336.933
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>> Trabajo rural infantil y adolescente
La laboriosa tarea de crecer
Txt: Desde el manejo de maquinaria hasta el Karen Parentelli trato con animales, de lo que pueden Fotos: Mauricio Kühne ser colaboraciones esporádicas a las rutinas diarias de cualquier peón, todas son formas de trabajo prohibidas para menores de 18 años. Pero la realidad inhibe los cortes gruesos y el modo de vida opaca los límites. En nuestros campos hay un línea frágil que divide a los gurises en dos bandos: los que laburan y los que “ayudan en las casas”. Una familia de Puntas de Maciel, en Florida, reconoce bien la diferencia.
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De cara a la vía de tren, que desde 1874 une a la capital con el departamento de Durazno, es que se da con el paraje Puntas de Maciel. Un poblado de Florida con cerca de 160 habitantes, que se esconde un quilómetro y medio de la Ruta 5, y que hasta hace muy pocos años se descolgaba del mapa cada vez que arreciaban los chaparrones fuertes de los inviernos. En Maciel hay una plaza, una comisión de fomento de vecinos y, al atravesar la vía que abre dos caminos, la Escuela número 10. Frente por frente, y con el rumbo de los trenes de por medio, la escuela se mira con la estación de la Administración de Ferrocarriles del Estado (AFE). La edificación construida sobre la vía tiene un sistema de agua que termina en un aljibe, anchas paredes que no dejan colgar adorno alguno, cuartos altos que aseguran buena temperatura en verano y puertas que garantizan la entrada por dos costados. María Flores está casada, tiene tres hijos, y la casa de AFE sobre la vía del tren de la estación Puntas de Maciel es su hogar. Ebelio, su marido, alambra cuando sale la changa, pero es el encargado de mantener en buen estado a la
La familia de Macarena tiene sobre la vía unas pocas vacas holando que ordeñan a mano y algunos novillos: el de más suerte se quedó para reproducción y ya pasó a toro. Además hay chanchos y gallinas. También les duran un par de perros que sólo se alborotan con el zumbido de las abejas. Macarena, que cursa cuarto año de escuela, dice que “escuchan el ruido y ya salen corriendo”. Por la edad, porque es mujer, o muy “padrera”, es que la menor de la casa le pone tantas ganas a las actividades del campo, cuenta María. “Porque con Ebelito es otra cosa, a él no le gusta”. El segundo hijo de la pareja va a la escuela de Goñi, el pueblo siguiente si es que uno va hacia Durazno, cursa octavo y sabe que se va a encontrar con una gran diferencia de nivel cuando quiera entrar a cuarto de liceo. Son pocos los docentes para las materias que hay, pero Ebelio no sabe bien qué, ni cómo van a hacer, pero él quiere seguir estudiando. La mayoría de los trabajos y/o colaboraciones que los adolescentes realizan en el campo están prohibidos por el artículo 16 del convenio internacional del trabajo Nº 184 de la Organización Internacional del Trabajo, y sólo pueden ser realizados una vez alcanzada la mayoría de edad. A los gurises les están vedadas incluso las tareas domésticas: el manejo o la trata con animales está prohibido; no pueden montar caballos, usar sus manos para ordeñar las vacas, ni llevarle las sobras a los chanchos. Tampoco pueden dedicarse a la pesca o a la forestación. Claro que todas estas prohibiciones están dirigidas al ámbito de los trabajos formales. Las tres razones básicas por las que el INAU no otorga permisos tienen que ver con la naturaleza de la tarea, las horas diarias que implica el trabajo, así como por ser menor de 15 años. Pero en lo concreto el Instituto casi no da habilitaciones a menores de edad para que se desempeñen en tareas rurales, y la razón es simple: la mayoría de esos trabajos
María no sabe cómo es la realidad de los adolescentes que trabajan en Montevideo, pero conoce la de los del campo: “cuando los gurises te piden porque les gusta es una cosa, pero cuando lo obligas y trabajan con horario a la par de cualquier hombre, es otra la situación”. estación y a la vía. María es tambera y una de las referentes de los asalariados rurales, porque desde hace años se ganó por voto de sus compañeros la presidencia del sindicato único de Trabajadores del Tambo y afines. Casi sin preámbulo María presenta a su familia y dice que hace años decidieron mudarse buscando mejor salario. Eligieron no vivir donde trabajan “porque siempre terminas haciendo más horas y tareas que no corresponden a tus categoría”. María no sabe cómo es la realidad de los adolescentes que trabajan en Montevideo, pero conoce la de los del campo: “cuando
los gurises te piden porque les gusta es una cosa, pero cuando los obligas y trabajan con horario a la par de cualquier hombre, es otra la situación”. En cada uno de los parajes del Uruguay los gurises tienen una vida que depende de la actividad a que se dedica su familia, de las distancias de la casa más próxima y del tiempo y el camino que tengan que transitar para poder ir a estudiar. Las escuelas rurales cada vez son menos, y el último censo rural muestra que la emigración al medio suburbano y urbano va en aumento. “Me gusta levantarme temprano, a las ocho
salgo con papá a hacer toda la recorrida y ya a las diez cruzo a la escuela”. Esta es la rutina de la menor de la familia, Macarena, “porque la otra ya es casada, trabaja en un tambo con su marido”.
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están prohibidos por el peligro que implican. Ani Durán, participante del Comité Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil por el Instituto del Niño y el Adolescentes del Uruguay (INAU) explica que la gran mayoría de los trabajos de los adolescentes en el campo uruguayo están en el marco de la ilegalidad, terreno que el INAU no logra controlar. Y para poner esta realidad en cifras sólo hay que ir al último informe realizado por el Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre trabajo infantil, presentando en el año 2010 y donde se detalla que el 21,1 por ciento de los niños y adolescentes del medio rural se desempeña en tareas que generan valor económico. A nivel urbano el fenómeno baja a la mitad: el 10,9 por ciento del total de la población de 5 a 17 años trabaja. “Magnitud y características del trabajo infantil en el Uruguay” es el nombre de este informe que revela que en las áreas rurales más de la mitad de los adolescentes varones trabaja. Y dentro de este 55,6 por ciento, que suma los trabajos legales a los ilegales, los varones adolescentes dedican un promedio de 28,7 horas semanales. La legislación internacional ratificada por el Parlamento uruguayo es clara, pero para la licenciada en trabajo social Cecilia Menoni, de la ONG Gurises Unidos, hay que desmitificar la idea de que trabajar es algo de por sí dañino para poder comprender mejor el tema. “El trabajo en sí mismo no es malo. Porque pude ir al liceo y trabajar, hay que borrar esa línea de está bien o mal, porque esa barrera no tiene contenido.” Para quien coordinó por años el área de trabajo infantil de Gurises Unidos la clave está en el sistema educativo, ya en el medio rural como en el urbano. Las distancias, los medios de transporte, el poco atractivo que la educación ofrece de cara al trabajo suelen ser factores determinantes para que los gurises se alejen del sistema escolar. La familia González-Flores tiene eso
claro, pero sabe que más allá de las distancias hay otros aspectos que frenan la educación en el campo y que indefectiblemente llega el momento de optar: se trabaja o se estudia. “Los gurises quieren tener plata, para salir, comprarse ropa y championes.” Más allá de los deseos naturales de la adolescencia, para María el problema está en los padres, en las pocas responsabilidades que toman sobre sus hijos y en la incapacidad que tienen algunos para entender por dónde puede ir su futuro. El único hijo varón de la familia revisa los detalles de los deberes escolares, que firmados con el apellido de su madre, dividen a modo de esquema distintos períodos del arte clásico. Sin argumento, sin entender por qué hay que tener una razón clara, seseando y medio entre dientes dice que no ve en el campo su futuro. Distraído por la vuelta del mate y enojado con uno de sus perros, le pide a la madre que al otro día no lo llame hasta después de las once, y mirando esa vía que lo regresa a lo cotidiano, suelta que “Kevin –un compañero de clase– está pasado”. Kevin trabaja con el padre en un tambo, no uno familiar, porque la zona está ocupada por empresas que producen litros y litros de leche diarios; algunas de ellas son extranjeras y cuentan con las salas de ordeñe con más tecnología del
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país. Con pocas palabras, un poco más interesado en saber cómo pelear a su hermana que otra cosa, el hijo de María dice que su compañero va a dejar de ir al liceo, y no porque se aburra: es que no le da el tiempo ni para descansar y se duerme sentado en la clase. La naturaleza del trabajo, sumada a una rutina rígida en horas, y al distanciamiento del sistema educativo, deberían ser elementos determinantes para una intervención social. Entonces estaríamos ante un panorama de derechos vulnerados. Según Cecilia Menoni, de Gurises Unidos, la realidad en el medio rural no es tan diferente a la urbana, pero a la primera se le suma un asunto clave: “uno tiene que ser más fino, y poder distinguir cuándo estamos hablando de un modo de vida y cuándo de trabajo”. Las distancias que recorren, el magro acceso a las ofertas educativas, culturales, sociales y recreativas, son para Menoni factores que imposibilitan que muchos menores tengan sus derechos garantizados. Hoy son más los caminos
de balastro y pedregullo que los de tierra, los medios de transporte y la demanda de servicios aumentaron entre los pobladores rurales, pero muchos de los puntos de encuentro del campo ya no existen. La disminución de la población rural, la emigración a pueblos y ciudades y la desarticulación de
problemática va mucho más allá de si trabajan o no. El desafío con el trabajo de los adolescentes en el medio rural radica en buscar “cómo lograr combinar una realidad del campo con un marco de derechos que les garantice el cumplimiento y el desarrollo adecuados”. Por las condiciones del terreno y por lo recursos humanos, ni el INAU ni la inspección del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social pueden controlar las situaciones de trabajo peligroso. Y más allá de lo intransigente que se es desde lo legal, para la abogada Susana Falca, de
Fingiendo las voces del patrón y el inspector, María recuerda que para el dueño del predio “nadie manejaba” esos tractores, y a la fila de árboles que escondía a todo aquel que no quería ser visto no había “pa qué ir, si en el monte no hay nadie”. grandes familias o grupos nucleados en un paraje, es también la realidad de Puntas de Maciel. La trabajadora social de Gurises Unidos opina que ante una situación de derechos vulnerados la intervención social se vuelve indiscutible. Pero hablamos de niños que tienen dos o tres compañeros de clase –sigue Menoni– y entonces la
Unicef, el problema está en que no se ha logrado que la reglamentación de trabajos prohibidos acceda a una categoría mayor que el mero decreto de INAU, lo que limita las sanciones y controles. Para la abogada, fuera de lo que legalmente se establece, en nuestro país falta cultura de control y entiende que tanto las instituciones de salud como las
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educativas tendrían que denunciar los trabajos de menores. Este tema para María es “impresionante”, y más de una historia hay sobre gurises que fumigan, están en las siembras o en las cosechas. Le da tiempo para impulsar su cuerpo hacia atrás y explicar, tras un suspiro, que “acá en Uruguay todo se sabe”. Hace unos años se denunció en el Ministerio de Trabajo que algunos de los tractoristas de un campo eran menores. Eso fue en el departamento de Florida, a unos pocos quilómetros de Puntas de Maciel. Pasó sólo un día para que un inspector del Ministerio estuviera parado en el predio denunciado, pero sólo se encontró con dos tractores a la entrada de un monte y nada se pudo comprobar. Fingiendo las voces del patrón y el inspector, María recuerda que para el dueño del predio “nadie manejaba” esos tractores, y a la fila de árboles que escondía a todo aquel que no quería ser visto no había “pa qué ir, si en el monte no hay nadie”. “La situación era obvia. Claro que había menores dentro del monte”. Pero “esa no fue la realidad que el inspector pudo corroborar”. Para María es simple: las lógicas del campo suelen burlar los mecanismos de control de nuestro Estado. “Porque es eso de querer encubrir, entonces es muy difícil, vos vas, ves y denuncias, pero el inspector tiene que certificar lo que él mismo ve.” Estos gurises, en muchos casos obligados a trabajar, nada tienen que ver con los que “dan una mano en las casas, y que ‘chiveando’ en verano de vacaciones te lavan la planchada del tambo. Es muy distinto”. Tan diferentes son para María estas dos realidades, que busca el tiempo para parar la conversación, detenerse y ya sin mate, hablar pausado y articular las palabras. Porque más allá de los casos concretos en algunos predios, lo peor se ve en los trabajos zafrales. Las noches son dormidas en camas que sus madres no pueden tender, y las mañanas los descubren en parajes siempre distintos, donde ese día toca trabajar. La labor de zafra para empresas que venden servicios de siembra, cosecha y/o fertilización, es el peor panorama para controlar la presencia de menores. “¿Qué es lo que pasa? Te fumigan una zona y se van, no están al otro día, son los mismos que van de un lado a otro. Hay hasta cocineros menores, y cuando vos decís y ves la situación, ya está, en esa misma
noche se fueron.” La responsabilidad en los padres, y la irresponsabilidad también. O así lo cree María. Las decisiones son de los adultos, pero como mujer conocedora del campo y su gente, de la necesidad y el sacrificio, mueve la cabeza para negar lo que dice y reconoce que muchos no tienen la opción de elegir. La abogada Susana Falca va justo en la misma línea: “¿Dónde está el plus de derechos que los menores tienen?” Cuando no se han vivido más de 18 primaveras, es deber del Estado velar por el buen cumplimiento de los derechos, los menores son individuos que deben de recibir un plus de protección. “Pero en la práctica esa diferencia no está, nadie sabe qué es un plus. Los menores están en pleno proceso y el Estado tiene que garantizar que se desarrollen, al menos con un piso mínimo en común.” En el campo, la ciudad o en donde la necesidad toque la puerta es que los menores se ven obligados a salir a trabajar. “Están hipotecado su presente y su futuro”, y para Falca permitir que esto siga ocurriendo es entre otras cosas legitimar que el trabajo desplace a la educación. Sin instrucciones mínimas, hay niños que se hacen hombres a los apuros para integrarse a una sociedad que los recibe como “ciudadanos de
segunda o de tercera”. La abogada de Unicef opina que el problema de base está en la simplificación del problema: “No hay una comprensión del fenómeno, porque no se trata de decir que los niños no pueden trabajar porque sí, porque es malo”. Cerca de Durazno, pero en Florida, allí es donde viven los González-Flores. Justo entre las paredes de la casa de AFE, al costado de la vía, en la estación Puntas de Maciel, está su hogar. El que fue y es el primer y principal centro de educación de María, Ebelito y Maca, los tres hijos del matrimonio. Del otro lado del camino del tren, la escuela; para un lado Montevideo y tantos que no entienden. Para el otro Rivera, punto final de un mapa en donde
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a tantos niños les toca vivir con horarios, crecer con responsabilidades, y mal madurar su adolescencia, con suerte y a veces, por unos pocos pesos.
>> Elecciones en Estación Solís
A 30 quilómetros de Minas, Estación Solís, un pueblo de 55 personas, recibió a unas 400 más el pasado 26. Es que con cada jornada electoral el pueblo se prueba con su pasado, y en el reencuentro la memoria se pone inquieta.
Ulises pasó toda la mañana sentado en uno de los bancos largos bajo el alero de la escuela, conversando con todo el que llegaba. Sin embargo, entró a votar recién pasadas las 12 porque, tal como habíamos quedado, nos esperó para el sufragio. “Se ve gente conocida que da miedo. Es como retroceder 20 años”, le dice a uno de los vecinos del pueblo. Estación Solís queda a 30 quilómetros de Minas y allí viven 55 personas. El 26 pasado, día de elecciones, se esperaba que llegaran a votar unas 400 más: los de Andreoni, los de los campos cercanos y aquellos que dejaron el pueblo pero nunca cambiaron la credencial. Solís prepara el aluvión pasado, lo confiesa a todo el que quiera escucharlo. “Yo era un bandido con venta de comida a beneficio en la escuela y juego de la taba en el bárbaro. Me escapaba en el tren de la noche a Minas para apostar.” boliche. A los que no les gusta el juego, les basta con Todo el sueldo se iba en esas apuestas y luego había que Txt: acercarse a la escuela a conversar con los vecinos, en recurrir a la familia, la madre o la hermana (nunca al padre). Lucía Secco particular con aquellos que vuelven cada cinco años. Uno de Como buen día de reencuentro, no faltaron las anécdotas Fotos: ellos es Alejandro, que se fue del pueblo con 19 años (hoy de esas que empiezan con “¿te acordás aquella vez...?”. Ulises Mauricio Kühne tiene 36) pero, confiesa “no cambié nunca la credencial así le recordó al Bebe Torres alguna que otra salida a timbear y tengo una excusa para volver”. Enrique se fue con su familia Bebe mencionó los campeonatos de truco y casín que se a vivir a Montevideo y no hizo el traslado. Tampoco cuando se mudaron jugaban en el almacén, o en el boliche, depende de como se mire. El a Canelones. “No lo hice, así me peleo con todos estos viejos cuando mismo negocio que Ulises cuenta que fundió y que por mucho tiempo vengo, que son todos conocidos.” fue el almacén de ramos generales más grande de la zona. Salvo por un par de parches de cinta en los dobleces, la credencial Ulises llegó a Solís en bicicleta en el año 57, con 19 años, a de papel está intacta. “La trato con un cariño bárbaro porque quiero trabajar en el almacén de su tío. Además de abastecer a toda la zona, que viva más que yo”, dice Ulises. La secretaria de la mesa empieza a vendían reses enteras a los viajeros del tren que llegaban a la estación hablar pero se interrumpe. Ulises la anima a seguir. “Di, di, si te buscando sortear la veda. Cuando Bebe, su primo, hijo del dueño del conozco desde chica, venías a esta escuela”. Y acto seguido recuerda establecimiento se mudó a Minas, Ulises quedó encargado del local. No que cuando niña era él quien cuidaba de su bicicleta. “Es lo único que tardó en poner unas mesas y organizar juegos. Cuando se fundió, cerró podía cuidar, porque el boliche lo fundí.” Es que lejos de esconder su todo. Respetando que el comercio no era propio, lo cerró como estaba y no quiso tocar nada. Aún hoy están las cosas como las dejó hace más de quince años. El surtidor de nafta en la puerta, las botellas de whisky vacías, crema para zapatos en los estantes, ventosas y frascos de medicina, una caja registradora de lujo con leones tallados en plata. Una escenografía así merecía ser filmada y tuvo su oportunidad dos veces. Un cortometraje aprovechó su exterior. Colocaron un letrero en la entrada dándole el nombre de “El tejón caliente”. Cuando se
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fueron quedó el cartel tallado en madera hasta que un día Ulises decidió quitarlo. El almacén apareció en el cine por segunda vez con Mal día para pescar. “Vinieron como 50 personas con autos y un generador que alcanza para un pueblo y sobra corriente.” El barullo no fue tan bienvenido, y no tanto por los magros pesos que le dieron por usar el almacén durante dos días y dos noches, o por tener a la maestra pendiente de ellos cuando usaban la escuela como comedor a cambio de una botella de licor, sino porque cuando se fueron Ulises se dio cuenta que había desaparecido un barómetro que atesoraba como antigüedad. Dice que se quejó a la productora pero que nunca obtuvo respuesta. Tras un buen tiempo de conversación, a Bebe lo apuran para que vote, porque se viene el almuerzo. “1541” grita Bebe a la mesa desde la puerta, y para agilizar la búsqueda de su credencial agrega: “Fijate entre los muertos”. A esa hora ya queda menos gente en la escuela. Ulises se aseguró bien temprano el asado con cuero y algunas cosas dulces de las que venden en la escuela, pero antes de irse a almorzar levantó los chorizos de ternera que tenía reservados. A la escuela asisten 11 niños de siete familias. Trabajan ahí Macarena, la maestra, que viene todos los días desde Minas, Coco Casanova, que hace el mantenimiento y Mirta, la auxiliar, que entre otras cosas es la encargada de preparar el almuerzo para los niños. A Mirta, sin embargo, no le paga Primaria sino la Comisión de Fomento. El sábado los padres prepararon el asado con cuero, chorizos, tortas, pizzas, pastafrola y otros dulces. Aprovecharon también para liquidar los números de la rifa por una heladera. Al mediodía ya no quedaba asado y no hubo votante que no se llevara algo. Los padres se esforzaron mucho para la jornada y no solo porque tienen concurrencia asegurada. Es que “Primaria pone muchas trabas para organizar eventos”.
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Tienen miedo de que pase algo porque, de ser así, la maestra, la escuela y la Comisión serían los responsables. Al preguntar por el balotaje, sin embargo, la maestra duda de que se arme algo. “Es mucho trabajo y no todos colaboran.” Pero el asado de la Comisión Fomento no es el único en el local de la escuela. Marischal, policía de Estación Solís y custodia en una de las dos mesas de votación (en la otra está el policía de Andreoni) prepara un asado en el parrillero del fondo para él y los miembros de las mesas. Todos son empleados públicos de Minas. Durante el curso los seis que viajaron al pueblo armaron un grupo y unos días antes de ir levantaron un vale de 500 pesos para la nafta. El transporte lo pone uno de ellos. Ese día se encontraron en la oficina de la Corte Electoral en la capital de Lavalleja a las seis de la mañana. Retiraron las urnas y se fueron juntos a Solís. No había suplentes citados y tuvieron que estar en la escuela a las siete, incluyendo los custodios, que esperaban allí. Aunque en día libre, Coco Casanova fue el primero en llegar para abrir la escuela y levantar la bandera. De tanto en tanto prendía la bomba por miedo a que los votantes quedaran sin agua. Coco vive en la zona desde chico y su primer trabajo fue en el mantenimiento de las vías de AFE en Estación Solís. Todos recuerdan que al tiempo que dejó de pasar el tren llegó un camión con la noticia de que se iba a cambiar el techo de la estación y los galpones. Se llevó todas las tejas pero nunca volvió con techo nuevo. Por esa época llegó
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otra delegación de AFE preguntando si no habían visto quién se había llevado las cosas de oficina (teléfono, telégrafo, escritorios...). Ahora lo único que se puede encontrar ahí son algunos chanchos criados en uno de los viejos galpones. La hora pico en el boliche es al mediodía. La juerga empezó la noche anterior sin rastros de veda alcohólica. Unas horas de sueño y volvió a activarse en la mañana. El bar es una pieza de bloques con un billar, dos mesas y una barra. Agua corriente no tiene y su dueño carga todos los fines de semana un tanque desde su casa para abastecer el local. Al frente, una cancha de bochas y al fondo el baño y la cancha de taba preparada especialmente para el día de votación. Por alguna razón sólo juegan en elecciones y esta vez la cosa se armó recién caída la tarde. El partido de bochas empezó cuando terminó el de truco y el recambio de gente se dio cuando un grupo se fue a ver las carreras de caballo a Canelones y los payadores trasladaron el canto de la casa al boliche. El partido de bochas lo organizó Luis Gutiérrez, caudillo nacionalista que vive a diez quilómetros y es suplente de Alfredo Villalba, candidato a diputado por la lista 4 que recientemente renunció al Partido Nacional y adelantó que en la segunda vuelta votaría a Vázquez. Gutiérrez reparte listas con un sachet de jabón bajo el eslogan “Para lavar la política”. “También teníamos el voto dulce, que era con un alfajor de maicena, pero se me acabaron”. “Lavar la
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política” aprovecha un juego de palabras con las primeras cuatro letras del departamento y las iniciales de los titulares de la lista (Lacalle, Abreu, Villalba y Arrillaga). Villalba ganó su fama como alguien que triunfó luchándola desde abajo. De hogar sustituto a empresario local, coordina varias obras benéficas como la fundación Chiquillada. En las elecciones pasadas hizo un acuerdo político con Adriana Peña, actual intendenta de Lavalleja, por el que se aseguró el cargo de suplente y un puesto como director de Desarrollo Social. La relación no terminó nada bien y a Villalba lo destituyeron del cargo en octubre de 2010 por presuntas irregularidades tras cinco meses de haber asumido. “Alfredo es de los tipos que arregla primero y después hace los trámites. Hay cosas que no pueden esperar, como el caso de aquel hombre de 83 años con problemas de asma viviendo en un rancho de lata. Alfredo cazó unos camiones de la Intendencia, se llevó unos bloques, contrató albañiles e hizo cocina, baño, todo completo. Después hizo los papeles. Y vino una denuncia de la Intendencia por el camión ese de bloques”, aclara Gutiérrez. Los conflictos siguieron menos de un año después cuando Peña viajó a Europa y Villalba quedó como intendente suplente. “Se me entregó la Intendencia de Lavalleja como el boliche de doña Porota”, declaró Villalba a El Espectador (1-VI-11). “La señora intendenta abandona el departamento y no se nos notifica, no se hace el arqueo de caja, no se nos informa la clave de la computadora, no se nos dice dónde está la llave”. Durante los diez días que duró la suplencia, muchos directores pidieron licencia y a los demás se les recomendó que lo hicieran “para que no se vean perjudicados... porque queremos ser responsables de lo que hagamos”. Este año la lista de Villalba obtuvo 2.500 votos en todo el departamento, la menos votada entre las listas nacionalistas. Las
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demás, en Lavalleja, fueron la 404 (también con delegado todo el día en Estación Solís) con 8.362 votos y la 5158 con 8.574. En el pueblo la lista 4 tuvo 36 votos de los 238 del Partido Nacional. A éste lo sigue el Partido Colorado con 66 votos y el Frente Amplio con 32, solo 10 más que los anulados y en blanco juntos. En el panorama general del departamento, sin embargo, el Frente Amplio está segundo con 16.117 votos, luego del Partido Nacional que suma 19.671. Se acerca el escrutinio y el boliche se llena, pero no sólo de locatarios. Muchos usan la excusa de la votación para dar un paseo. Dos familias enteras con niños llegan al boliche (aunque en un día normal no recibiría mujeres). “La señora de él vivía acá” explica Marcelo. “Vinimos a acompañarla a votar y pasear un poco”. Viviana, la votante, vivió allí hasta los 14 años. Sus padres siguen en el pueblo y con la excusa de volver nunca quiso poner otro lugar como dirección. Maximiliano cuenta una historia parecida a la de Marcelo. “Vinimos nueve de Minas, pero sólo uno vota”. Estaban en un asado cuando decidieron ir todos a acompañar al único del grupo que alguna vez vivió en Solís. “Esta es la fiesta. Llegas y te tratan bárbaro. Todos quieren escuchar sobre tu vida. Acá hacés cosas que por ahí en la ciudad no hacés. En Minas, por ejemplo, no podés entrar a un bar sin remera.” Sin embargo, no todos ven lo que pasó el 26 como la fiesta que pinta Maximiliano. Bebe recuerda que hace 50 años en Solís había 1.757 habilitados para votar. Carlos y Mirtha, que llegaron acompañando al padre de Carlos, también reparan en ello. “Vos venías a votar y ya te daban la comida. Los mismos convencionales de la zona hacían un asado. Ibas al puesto y te daban.” Pero no es que el pueblo haya sido numeroso alguna vez. En su época de esplendor, década del 50, lo habitaron 285 personas. Sin embargo, los campos de la zona estaban más poblados, con familias con siete u ocho hijos cada una. Así, la escuela a la que hoy asisten 11 niños, por aquellos años recibía a unos 150. “Había cuatro familias que juntaban 48 hijos”, cuenta Bebe. Y que “había comisario, segundo, escribiente, subescribientes y un lote de agentes. Tres boliches con casín, carnicería, un zapatero que hacía los zapatones para el campo, nuevos, de cero. Herrerías había cuatro o cinco”. Donde hoy hay sólo un policía antes trabajaban 13 o 14, pero cuando dejó de pasar el ferrocarril los trasladaron a Villa Rosario. El tren dejó de pasar el 31 de diciembre de 1987, aunque la última vez que partió fue sin pasajeros, cuando un 2 de enero alguien llegó al pueblo para llevarse la máquina a Minas. Nunca más paró un tren en Solís, pero todos los 19 de abril las vías dan paso
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a uno que, expreso, se dirige a Verdún. En la estación trabajaban unas 15 personas, de las que sólo quedó Coco. Tras el fin de la estación tanto los policías como los obreros del tren se fueron del pueblo con sus familias. También fue de mucho impacto el cierre del ingenio azucarero RAUSA. Muchas personas de la zona vivían de producir para la azucarera y cuando ésta entró en crisis tuvieron que buscar otros rumbos. “Toda la muchachada tenía trabajo porque existía RAUSA. Empezaban cosechando la remolacha que terminaba en abril. Y en abril todos a plantar maíz”, recuerda Coco. De esos jóvenes, muchos se fueron a Empalme Olmos a trabajar en Metzen y Sena. “Ya no hay gente joven, casi todos son jubilados acá”. Bebe reconoce otros cambios además de la migración. Cuando empezó a vender seguros por el año 53 o 54, todos sus clientes eran arrendatarios. “Propietarios no había muchos. Últimamente son todos propietarios. Van comprando el campito que usaban.” Antes de que empiece el escrutinio, Luis, delegado de la lista 4, deja las bochas, se pone la camisa y camina hacia la escuela. Ya no habrá más votantes por lo que los padres empiezan a guardar las cosas. A pesar de ser domingo todos los niños están en la escuela. Un par de niñas festeja la venta del último número de la rifa mientras el resto juega al fútbol. Antes de irnos, otra vez Ulises sentado en un banco, esta vez bajo el alero del almacén al frente de su casa, nos pregunta si en el bar ya se armó la taba y nos despide antes de sumarse al grupo. Dice que sólo va a mirar: “Yo tuve todos los vicios que se pueden tener en la vida, pero los dejé por propia voluntad”.
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A cambio de no verlo L
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a camioneta arrancó rumbo al norte y los recuerdos empezaron a caer. Todo fluía con naturalidad y aburrimiento en esa ruta tantas veces recorrida a lo largo de los años. No conocía el destino del viaje; sí que pernoctaría en un lugar aislado en medio del campo. Imaginaba que sería cerca del pueblo, ese en el que pasé un año de mi vida de estudiante y al que nunca más volví. El vehículo dobló a la derecha y en adelante siguieron algunas horas de saltos, de piedras, montes sembrados y paisajes inéditos. Los recuerdos seguían cayendo pero ahora se empeñaban en comulgar con el camino, empedrados, tristes: los amores y los desamores, las dificultades para adaptarme a los códigos de frontera, la vergüenza por aquel rincón donde la discriminación racial no da tregua. Llegamos casi sin luz y bajo un cielo estrellado. Antes de quedarme solo, pregunté por el lugar al que había que mirar si se quería ver algo del pueblo, alguna cosa que al menos delatara que estaba cerca de él. Amanecí con la idea fija de mirar para ese lado, tomé la cámara y salí. Fue esta imagen la que me esperaba. Ni un rastro del pueblo, ni una antena, nada. Pero estaba el cerro, y entonces la certeza. A cambio de no verlo, me
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enredé en tratos con viejos amores y volví a probar el gusto de una gastada indignación. Regresé esa misma mañana al punto de partida sin la menor curiosidad por ir hasta aquel pueblito que olvidé hace más de cuarenta años. En el lugar donde va la saudade me traje la alegría de unas imágenes que no lo muestran pero que sin embargo no dudan en decir que aún sigue allí.
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Parajes insospechados >> El Espinillar en Salto
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llí donde en viejas fotos de los años noventa aparecía gente y más gente –familias de trabajadores con niños, habitantes de la zona, solidarios varios– con letreros que decían, por ejemplo, “No privatizar El Espinillar”, hoy surge la nada misma. El esqueleto de la nada –dicen que fueron 6.000–, que Txt: misma, dice un poblador. El encogieron y encogieron cuando Daniel Gatti ingenio azucarero que se el gobierno de Luis Lacalle padre Fotos: levantaba en el paraje, hoy casi la cerró. Se fueron los jóvenes. Se Federico Gutiérrez que desolado, llegó a emplear al fueron los de edad media, en 37 por ciento de los activos de una Villa muchos casos familias enteras. El ingenio Constitución que por entonces se abarcaba al cierre unas 4.600 hectáreas. consideraba próspera y al 36 por ciento de Había llegado a las 10 mil, pero la los de su prima hermana Belén: más de construcción de Salto Grande inundó buena 1.200 personas trabajaban directamente en parte de esas tierras y provocó que la la mole erguida en medio del campo y en propia Constitución se corriera hacia un sus alrededores, y bastantes más dependían costado. El nuevo trazado de la ruta hizo de ella. Constitución superaba los 3.500 que la ciudad se alejara una veintena de habitantes, casi que llegaba a los 4.000 quilómetros más de Salto capital y quedara Las ventanas desvencijadas del gigantón.
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aislada de otras poblaciones. Fue el primer vaciamiento, la primera desolación – insospechada unos años antes– del dulce territorio azucarero. Hoy esos parajes siguen buscando destino. Lo han encontrado por partes, en proyectos que le han dado una vida rara. Una cárcel especial, llamada Tacuabé, prácticamente a cielo abierto, se construyó en cerca de 40 hectáreas de terreno de lo que fuera el ingenio. Allí, en las casas que habitaba personal de El Espinillar, viven cuatro presos, con sus parejas y sus hijos. Cuando se terminen de recuperar todas las
viviendas, de lo que se encargan los propios detenidos, serán 11 las familias. No hay calabozos. Hay sí vacas y gallinas y terneros, que los internos crían. Hay también una huerta. Y una policlínica. Y habrá un aserradero. A un lado de esa cárcel “modélica” para presos ya rehabilitados está la escuela rural donde van los más chicos de los hijos de los internos. Y después campo y agua. Una gran extensión de campo, por donde podrían fácilmente escapar estos detenidos. Si quisieran. Pero no quieren. La villa está lejos, a unos 20 quilómetros de allí, y por el lado de acá del gran portón de entrada –que junto a una empalizada es la única frontera de la cárcel– serpentea una ruta que ningún ómnibus transita. Pura soledad. Cuando se levantó la cárcel, hace más de año y medio, los vecinos la resistieron. La veían como una imposición más de las tantas que se le hicieron al pueblo desde la oficina lejana de algún burócrata, montevideano o no, como los que decidieron construir Salto Grande sin consultarlos –ni a ellos ni a ningún habitante de estas zonas de Salto– ni analizar las consecuencias que tendría para la villa toda esa agua, o como los que liquidaron el ingenio sin reemplazarlo por algo tangible, trabajable, y a los vecinos los dejaron mendigando o forzados a emigrar. Ahora Tacuabé se instaló, sin provocar mayores problemas, y es parte del extraño paisaje. Siete vecinos de Constitución designados por sorteo trabajan como aprendices de operadores carcelarios, y eso, al parecer, ayudó a construir vínculos. Pero los habitantes de la villa aspiraban a otra cosa. Por mucho tiempo soñaron con que alguien, algún día, rehabilitara el ingenio. Se lo prometieron. Tabaré Vázquez hace no tanto. Ni modo. Se habla también de un complejo termal en el predio: las condiciones hidrogeológicas (en volumen y temperatura del agua) serían adecuadas, incluso ideales, y la propia mole abandonada del ingenio podría reciclarse. Pero ahí sigue la mole. Una gigantesca construcción metálica ya casi sin vidrios, vaciada de todo, rodeada de vegetación, de restos de aparatos, de máquinas herrumbradas, con un guinche a un lado que ya no levanta ni un pelo y un tanque de agua que chorrea líquido desde lo alto por un agujero que le hizo el tiempo. La
Una vieja oficina también monologa sobre el “desperdicio” del que todos hablan. maquinaria fue vendida como chatarra y funciona hoy en ingenios de Argentina y Paraguay; por un turbogenerador un chatarrero sacó diez veces más de dinero del que invirtió en su compra. “Fue un vilipendio a la propiedad pública”, dice el alcalde de Constitución. Más allá, muy cerca, aparece un puente que comunicaba el ingenio con el arroyo, también herrumbrado. El mismo paisaje industrial ruinoso y abandonado de los frigoríficos y las textiles y los talleres ferroviarios, dejados como cadáveres del Uruguay industrial. Y bandadas de loros y cotorras. Después las plantaciones de cítricos, mandarinas, naranjas, limones, el actual y monocorde recurso agridulce de Constitución y Belén, que le ha cambiado, que le ha acentuado el olor a la zona. A mediados de la década pasada su hija Maiana le pidió a Jean Paul Bidegain que volviera al lugar donde había trabajado por años siendo joven. El antiguo cura obrero, que estuvo preso acusado de vínculos con el
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MLN y luego marchó al exilio en el País Vasco francés –un retorno a los orígenes para la familia– fue peón en El Espinillar en los sesenta y participó en las luchas gremiales en el ingenio. En un pasaje del documental Memorias de lucha, Bidegain se cuela por las ventanas desvencijadas del gigantón, lo recorre por dentro, se pasea por los alrededores, por el lago, por el río, recuerda cuando trabajaba en la carpera, en el riego, en la zafra, el corte y la cargada de la caña de azúcar. Se proyecta décadas atrás, cuenta que allí pasó los mejores años de su vida, que allí “conoció el trabajo”. Le parece increíble que todo eso ya no esté, ese desperdicio. Piensa que se lo puede reactivar. Insiste en el desperdicio. Se sienta en uno de los bancos de cemento que dan a la soledad acuática y dice: “este río, este lago, este cielo, estos atardeceres hacen suspirar”. Y luego: “sigue habiendo tanto para hacer…” Más de 1.200 personas llegaron a trabajar en esta mole erguida en medio del campo.
Perfil
Carlos Nieto, cazador de jabalíes
En su escritorio del local de remates “Carlos Nieto”
Sale a los montes desde que tenía 20, ahora tiene 71: la cuenta da 51 años de cazador, el que lleva más tiempo en el rubro, o esa es su fama. Cruza los brazos llevando las manos abiertas debajo de las axilas, como quien se prepara para recordar un gran relato: “Vení, vení, te voy a contar algunas mentiras para que veas que algunas son verdaderas”. Así es como aparecen despacito las historias del Paco Perdomo montado en un jabalí, los legendarios perros el Tigre y el Suerte, las cruceras enroscadas en el pasto caliente del verano, las oscuridades del pajonal.
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Se sabe también que las mejores salidas son las que menos se planean. Sólo alcanzan los perros, los cuchillos afilados, algo que comer y tomar durante el fin de semana (Carlos es famoso por llevar una magnífica combinación de dulce, queso y leche a los campamentos). Y bolsas de papas, fideos, la cachaça brasileña, varios litros, para que no se ponga fría la noche y nunca falten las historias de fogón. Txt: No vas a encontrar a un cazador o pescador Ahora son los mismos dueños de los campos los Tania Ferreira que no sea un mentiroso, me advirtieron que llaman a los cazadores para que acudan a hacerles Fotos: Carlos Nieto y sus amigos de Río Branco. un “servicio” porque los chanchos les están comiendo Siempre a la presa difunta se le van agregando Agustín Fernández las ovejas o destrozan los cultivos. Los jabalíes son unos quilos por año y todos dicen haber cazado al locos por el sorgo, la soja, las plantaciones de papas o “cojudo” más grande, al “padrillo” más pesado. boniatos, las de choclo. Corren por los maizales dejando Luego de la cacería, algunos suben el bicho entero con las el surco a gran velocidad, cortando a puro hocico la caña por la patas atadas a lo largo y ancho del capot del jeep y lo pasean mitad hasta derribar el fruto, porque también se sabe que las por el pueblo frente al espanto de las vecinas. La cabeza del patas cortas (“cortito como patada e’chancho”) no les permiten jabalí se la lleva de premio el cazador cuyos perros sufrieron llegar hasta allá arriba donde está el marlo. más en la pelea, porque el que no tiene testigos o trofeos no Otra verdad: nunca dos cacerías se presentan iguales, existe. Y el que no compadrea no es cazador. jamás. Y como “corredores de chanchos hay muchos, pero Un gran cuadro muestra a Carlos Nieto de joven, bigote bien cazadores son pocos”, Carlos dice que hay que saber seguirles armado y ropa de ocasión, junto a otros cazadores; los cuchillos el rastro. En el monte, en la pradera, en el bañado todo es un en alto con el filo brillando al sol y las escopetas alineadas al indicio: las huellas de las pezuñas que van dejando el trillo, los cuerpo, sus tantos perros y el botín de guerra: las tres cabras a las que dieron caza sobre las rocas de Zapicán, en Lavalleja. Les corre cabeza abajo un hilo rojo en la lana bien blanca. Las fotos viejas siempre incluyen perros, o chanchos enormes colgando de algún árbol al lado del cazador que –orgulloso– brinda una escala del tamaño del animal. Pero no sólo las fotos y trofeos perpetúan la anécdota en el tiempo. También los versos de los juglares que Carlos lleva consigo, para memoria de los que estuvieron y de echaderos, las hozadas, los revolcaderos en el barro (allí se los que no: “Hombre bicho diablo/ violento por naturaleza/ que dibuja la horma del animal y por lo tanto su tamaño), los árboles enfrenta peligros aunque no le parezca/ Cazar jabalí no es tarea que usan como frotadero o los colmillos marcados en los fácil/ es bicho fuerte con buenas presas/ cuando se siente troncos, señal de un jabalí marcando territorio. acorralado juega su vida con mucha destreza/ cortando perros o El jabalí siempre prefiere huir antes que atacar, es más el que aparezca/ defendiendo su libertad que al hombre bien arisco. “El que diga que el jabalí es agresivo, es porque se molesta/ Montes y bañados son su residencia natural/ a metió en la vida de él”, asegura Carlos. Pero si es que se sienten nosotros barra ‘Los Caciques’ nos tocó enfrentar a este terrible realmente acorralados se defenderán de abajo hacia arriba, animal/ Cortó perros y fue muerto a puñal/ nos queda el buscando cortar con los colmillos a cuanto perro se le cruce. Y recuerdo de esa batalla campal”. si el objetivo es un humano, mucho peor, allí el chancho levanta la cabeza con violencia apuntando a la entrepierna. La hembra Es sabido que la mejor época para cazar jabalíes es el invierno, “jabaliza”, en cambio, busca morder o atropellar hacia adelante. cuando el calor no aprieta y no hay riesgo de pisar cruceras “El macho se resiste más, es mucho más feroz”, resume enroscadas “como tortas” entre los yuyos, o sufrir el ataque de Carlos. En seguida le vuelve la adrenalina al cuerpo y recuerda los mosquitos o los tábanos, fieras peores si se presentan en aquella vez, en Tupambaé, con 16 perros y un “jabalí cruza” tan grupo. Si la noche descubre a los cazadores a quilómetros del grande y viejo que el Paco Perdomo, subido a caballo del animal campamento toca hacer un pozo en la arena y cubrirse de ella y con una 44 en la mano, no lograba que ninguna de las balas más algunas ramas para atajarse a veces del frío y otras de los atravesara el grueso cartílago de la cabeza (“quedaba el plomito insectos. En el monte también hay que saber esquivar con afuera”), hasta que apareció otro mengano que lo volteó con un astucia las uñas de gato, esa maleza de espinas enroscadas que tiro en el medio de la oreja. Al caballo se le doblaban las piernas se van incrustando en el cuerpo, y de las que tirar es peor. O la cuando le tocó cargar al bicho encima. greda negra que absorbe a los hombres como la arena movediza Los más baqueanos saben diferenciar: el chancho jabalí es en el cine. ancho de adelante, bajo de atrás, corto, y si es puro difícilmente supere los 170 quilos, mientras que si es cruza puede llegar a los 200. Si la jornada anduvo bien, al final del día habrá carne roja, oscura y magra para poner al fuego. Y más adelante, lejos del campamento, no faltarán jamones ahumados, milanesas, chorizos frescos, salames, bondiolas. La carne de los jabalíes
Y como “corredores de chanchos hay muchos, pero cazadores son pocos”, Carlos dice que hay que saber seguirles el rastro. En el monte, en la pradera, en el bañado todo es un indicio: las huellas de las pezuñas que van dejando el trillo, los echaderos, las hozadas, los revolcaderos en el barro.
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más veteranos –y por lo tanto menos tiernos– destinada a la parrilla se dejará marinar por un par de días en vino o en un adobo fuerte, o descansará junto a cebollas, ajos, tomates, sal, pimienta y más vino en un estofado de los dioses. Carlos Nieto vive un poco en todas partes. De mañana y de tarde viaja a trabajar hasta el local de remates que lleva su nombre, en Río Branco, frente al hospital del pueblo. Al mediodía la tierra de las calles vuela de aquí para allá. Basta con que pase un solo auto por hora para que la polvareda invada la nariz, se pegue en la piel y los veintipocos grados de temperatura parezcan treintalargos. Uno entra a desear que una llovizna leve aplaque un poco aquella nube.
Un jabalí atrapado durante la última Pueblo de cacería. Lo sueltan cada tanto y así frontera, lengua de entrenan a los perros. frontera, comida de frontera. En un galpón gigante se amontonan muebles viejos, armarios nuevos de madera brasileña, sillas de reliquia (todas diferentes), cocinas de hierro, heladeras, platitos con pocillos de colores, y todo se deja ver a través de un pasillo finito que no admite varios recorridos. Arriba varios carteles pintados a mano avisan: “Compre y pague con cosas usadas”. La gente saluda y pregunta por “lo que te encargué la semana pasada”, y recibe a cambio un “todavía no ha llegado”. “¡Víctor! ¡Víctor!, Sacá estas mesas para afuera”, “¡Victor! Poné el nylon para que no entre el polvo”, le dice Carlos a su ayudante en el local, y sin chistar allá va su amigo Víctor a colocar, como todas las mañanas, los paneles caseros construidos con nylon para atajar la polvareda de la calle. “Algunos se preguntan por qué me paso todo el día acá, entre todas estas cosas, si no me hace falta el dinero, pero a mí me gusta, yo soy así”. El año que viene se jubila con un gran remate final, porque “es lindo llegar a esta edad chiveando” pero “a mí no me quedan muchos años” repite apocalíptico, aunque su estado físico y su vida de cazador le hayan impreso una estampa que derrocha juventud. Cazando, la semana pasada, Carlos perdió su celular en un arroyo, pero desde el teléfono de su improvisada oficina puede controlar el mundo: “ahora vamos a llamar a fulano, que cazó conmigo y no me deja mentir”. Desde arriba del escritorio, una
Desde arriba del escritorio, una cabeza de jabalí petrificada y amurada a un gran escudo de madera nos mira a todos sin rencor, con la boca abierta, los colmillos aún afilados y esos ojos disecados que vieron aquella vez, como ven ahora, al cazador que le dio muerte.
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Perfil // Carlos Nieto
cabeza de jabalí petrificada y amurada a un gran escudo de madera nos mira a todos sin rencor, con la boca abierta, los colmillos aún afilados y esos ojos disecados que vieron aquella vez, como ven ahora, al cazador que le dio muerte. Al cazador que ahora recibe manso a las visitas. A la noche regresa a su casa de Yaguarón, ciudad de calles empinadas y viviendas de dos pisos como máximo. Ya han pasado aquellas épocas donde cruzaba el puente para vender cigarros baratos de frontera, o el perfume Tabú que “se le sentía a las mujeres a 500 metros de distancia”. Su familia, toda brasileña, incluye en una misma casa a esposa, hija y los dos nietos de su fascinación: Giulia de siete años, hermosa jugadora de truco y dueña de las adivinanzas más complejas (y que con su portugués agrega más dificultad al forastero) e Inácio de 11, con grandes habilidades para el salto a caballo. Su abuelo cree que el entrenamiento como jinete lo prepara para ser un gran cazador, un nieto digno de Nieto. También está la casa de descanso en la Laguna Merín, que parece chica por fuera pero es inmensa por dentro. Le gusta porque puede tirar anzuelos a tan sólo dos cuadras. Con la crecida de las últimas lluvias la laguna no tiene costa, casi no hay arena y el agua dulce golpetea contra el murito de las casas que tienen el privilegio –y el infortunio– de chocar de frente con el mar. “Você não vai encontrar outro Carlos Nieto”, nos dice despidiéndose su mujer Isabel, y probablemente tenga razón. Fue el viejo don Aarón de Anchorena quien tuvo el capricho de introducir el jabalí (Sus Scrofa según su nombre científico) en su estancia con fines de caza, en los años 20 del siglo pasado. Dicen que los animales fueron importados desde la zona del Cáucaso europeo en su propio barco El Pampa (también tenía un globo aerostático bautizado El Pampero) directamente hacia Colonia. Además de la fina estancia con estilos Normando y Tudor, Anchorena encargó el diseño del parque que rodea la casa a un paisajista alemán: introdujo allí el jabalí y el ciervo axis, mandó a traer diferentes especies exóticas y su estancia se convirtió en un importante coto de caza de la región. Soltaron o se escaparon algunos ejemplares de chancho jabalí y fueron tomando el Río Negro y afluentes hasta expandirse a todo el territorio nacional. La explosión demográfica de esta especie contó con un ambiente favorable –bosques, pradera, palmares, pajonales, bañados–,
la inexistencia de depredadores naturales y la flexibilidad genética propia de su especie que le permite adaptarse casi a cualquier hábitat. Hoy existen tres tipos de animales en el país: el cerdo salvaje, el “chancho cruza” y el jabalí puro.1 “Vení, vení que te voy a contar esta historia: los chanchos jabalíes adultos nadan que es una cosa increíble. Hace diez años mi hermano El Meco salió con el loco Walter Farias, agarraron la lancha y yo me quedé en el campamento. Les dije que agarraran salvavidas, y me gritaron ‘¡Andá, maricón de mierda!’ El arroyo estaba malo ese invierno, el Tacuarí muy arriba, muy crecido... Se fueron en la lancha y al retorno venían a favor de la creciente a una velocidad impresionante, de repente pechan un tronco, la lancha se dobla y vuelca. Manotean unos gajos. Walter queda ahí en el medio del río. Y a mi hermano se lo lleva la corriente, a unos metros consigue prenderse de una ramita y ahí se agarra. Esto fue de noche, a las diez: pasaron esa noche, la mañana y parte de la tarde bajo agua. Cuando llegamos a su campamento y sólo volaban las moscas me di cuenta que la cosa no estaba pa’ bromas: eran las diez de la mañana y ellos sin volver. Fuimos hasta Vergara y con otra lancha salimos a buscarlos. Conseguimos encontrarlos a los dos, cuando yo ya los hacía muertos, re muertos.” El propio involucrado, el Meco, contaría más tarde que efectivamente estuvieron 15 horas en el agua helada, agarrados de un gajo de un árbol, a un quilómetro de distancia entre ellos, “sin saber si el otro estaba vivo o no”. Meco tenía un pie lastimado, las piernas hinchadas y la mano que lo sujetaba adormecida por el frío. Nunca más se subió a un bote y ya no quiso cazar.
El animal al que le dió muerte una vez, ahora le cuida las espaldas.
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La culpa no siempre es del chancho
“Cuando llegamos al campamento llorábamos abrazados”, sigue Carlos. “Pero todo para contarte esto: mi hermano se acuerda que mientras estaba en el medio de aquella corriente terrible, al lado de él y como ironía de la vida, pasa un ‘monstro’, un jabalí enorme que le roza las piernas en el medio de la creciente. Esos bichos nadan y nadan, no es joda”.
Según el décimo artículo del decreto 164/996 de mayo de 1996, el jabalí es una especie libre de caza, por lo tanto quienes lo persiguen no necesitan permiso. Es considerado plaga nacional por no ser una especie autóctona, dañino para la agricultura y peligroso para el hombre. La cacería humana es la forma de control más eficaz para evitar su acelerada reproducción. Pero la bióloga Rossana Berrini (Biodiversidad y Áreas Protegidas de la DINAMA, experta en el estudio del jabalí) relativiza su mala fama: los define como una especie exótica, invasiva y con gran velocidad de reproducción, pero no los considera plaga. Es que luego de un proyecto de investigación de varios años en la zona de Mariscala (Lavalleja), comprobaron que en las estancias el daño mayor era producido por los perros que mataban a los lanares, aunque luego venían los chanchos a comerse la carroña y se llevaban la culpa. Además, las pruebas que hicieron con trampas demostraron que a las jaulas con carniza no entraban los jabalíes; sí los perros. En resumen, Berrini cree que hoy se le adjudica al chancho todo el prejuicio que en otras épocas se le adjudicaba al zorro. Su colega de investigación, el biólogo Raúl Lombardi, coincide que una especie puede dejar de ser considerada plaga cuando se le encuentra su potencial como fuente de divisas para el país, en este caso a partir de la carne y el cuero –ambos de excelente calidad– o la promoción del turismo de caza deportiva para extranjeros. Por otra parte, Lombardi confirmó que este año hay tres novedades respecto a la caza del jabalí en nuestro país: la primera es que las empresas forestales están dejando entrar a los grupos de cazadores a sus predios por el aumento de denuncias de los vecinos; la segunda es que se está trabajando en un registro nacional de cazadores para que puedan ingresar libremente a todos los predios con un carné que los identifique (en el caso de que ocurra algo fuera de lo previsto el dueño del campo sabrá contra quién dirigir la denuncia). La tercera es que ya se está intentado sacar rédito económico de la actividad promoviendo que los cazadores entreguen el cuero de los jabalíes a las escuelas o liceos, y capacitando a los jóvenes para curtirlo de forma artesanal y luego comercializarlo.
La mejor cruza de perros es la de dogo argentino, venadero y galgo. Una mezcla perfecta entre agarre, olfato y velocidad, dice Carlos con el orgullo de un alquimista que ha experimentado con las mejores combinaciones genéticas. Son los perros los que se encargan de rastrear, encontrar y agarrar al jabalí, y la caza bajo esa modalidad es la más utilizada en nuestro país. Pero tienen que estar bien entrenados, porque un perro “dañino” es contraproducente. Si alguien lleva “un perrito desordenado que manotea una vaca”, dice Carlos, todos los otros canes educados lo van a seguir. Y ahí se tiene lío con el dueño del campo: conservar la autorización y la confianza de los dueños de las haciendas es el punto número uno en el El animal al que le dió manual del cazador, al menos del que es responsable (“Yo muerte una vez, ahora le no entro a ningún campo si no tengo el permiso, hasta cuida las espaldas.
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ahora nunca nadie me lo negó.”). En cambio, muchos cazadores “queman los permisos” con perros inexperientes, se quejan los más viejos. Los dos mejores perros de caza que el Uruguay ha conocido son el Tigre y el Suerte, cuenta Carlos, modestia aparte. El Tigre nació cruza de perro criollo con venadero; no era guapo pa’ agarrar, era jodido, chiquito pero de buen olfato y ágil para meterse dentro de los “sarandices” y la mugre del monte. Salía el Tigre a olfatear y a perseguir al chancho con un ladrido finito. El jabalí muerto de risa veía como lo perseguía este perro chico, se daba vuelta para enfrentarlo, hasta que de repente el Tigre cambiaba el ladrido. Era una invitación para el Suerte, que se venía aguantando al lado de su dueño esperando la señal. El Suerte era un dogo calmo pero implacable a la hora de prendérsele al
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Perfil // Carlos Nieto
chancho por la nuca, un perro grande de buena presa. “Ahí la pelea estaba hecha. Salíamos sólo con dos perros”. Una vez, cerca de Santa Clara del Olimar, entrando rumbo a Arévalo (“ahí en lo de Evetelvina Saravia Saravia más conocida como la Tota”), un jabalí andaba en un pajonal. De un momento al otro saltó de la nada. El dueño largó a el Suerte y el jabalí le metió el colmillo en la berija, se lo sacó en la paleta y le rompió la pleura. El otro navajazo casi lo degüella, cerca de la yugular, al ladito de la muerte. En aquella vuelta bien podría haber andado por ahí Valkiria –la que caza como un hombre–, pero el que sí estaba seguro era Ubaldo, que advirtió a su amigo: “mirá que se te muere”. Al rato el bicho bebía su propia sangre a lengüetazos, como para hidratarse. Carlos pensó para sí mismo: “Este bicho no se me muere” y salieron con el perro herido hasta el veterinario de Santa Clara. Después de aquella vez los chanchos lo cortaron mil veces pero el Suerte murió de viejo, como para dejar leyenda. “Somos sanguinarios nosotros los cazadores –reconoce Carlos–, hacemos un deporte que entendemos cruel. Costo alto el de la satisfacción humana, porque estamos judeando a los bichos, a los perros y a los propios chanchos. No matás para comer, acá no existe cazador que cace para saciar el hambre. Pero todas las especies se terminan unas a las otras, ¿no? Tanto abajo del agua como arriba de la tierra, un bicho se come al otro. Es la cadena alimenticia. El jabalí no tiene otro depredador, solo estamos nosotros los cazadores para mantener un equilibrio ecológico.
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Y yo ya estoy aflojando para la gurisada que pueda venir, las nuevas generaciones. Ya no corro con ellos los 20 quilómetros que corría cuando tenía 50 años y comía los huevos de codorniz crudos y tibiecitos del campo cuando pasábamos todo un día sin parar ni para cenar. Ahora los acompaño atrás, caminando suave. Todo tiene un tiempo, el mío está pasando, aunque creo que el tiempo no nos pasa por arriba sino que nosotros pasamos por arriba del tiempo”. El viernes de tardecita fuimos a pescar a la Laguna Merín con una línea, tres anzuelos y en la punta tres lombrices flacas. Ahí, al lado de esas casas que hoy con la crecida tienen riesgo de derrumbe. Pesaba menos de 100 gramos el bagre bigotudo que sacamos, pero a los fines de esta historia ya pesa como ocho quilos. Y dentro de un mes pesará nueve, quizás ya ni siquiera se trate de uno sino de tres, o de un surubí mediano tirando a grande y así sucesivamente. A creer o reventar, señores.
R. Lombardi, R. Berrini, F. Achaval, C. Wayson. El jabalí en Uruguay. Centro Interdisciplinario para el Desarrollo, Montevideo, 2009.
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Txt: Abril Bidegain // Ilustración: Silva Bros
Futuro Interior
T
enía que encontrar una palabra, se me hacía difícil, y en ese momento me di cuenta que nunca miramos a nuestro interior, hablamos sí, pero hablamos de esas cosas sin ningún sentido, de lo mal que están las veredas, de que la gente que pide limosna no se fija en el horario. Sí, a veces lo dicen sin darse cuenta que el hambre y los niños pican a cualquier hora. Hay veces que viene “gente extraña” y nos rompe los esquemas, como una vez que Durazno quedó inundado de miedo por un fantasma que vivía en el museo de Rivera. ¿Qué somos, entonces? ¿Sencillos, simples? No lo creo, porque si bien no se escuchan quejas por el hecho de que no haya cine, cuando en la plaza Sarandí se encuentra una hoja que se desprendió de un árbol viejo, se escucha una revolución de pensamientos: “¡Ay! Acá nadie cuida nada”. ¡Qué sé yo!, cuando esas cosas pasan creo que somos complicados, no sencillos. Es muy habitual escuchar a los estudiantes decir que cuando tengan hijos los criaran acá, y entonces propongo la palabra maternal –“tierra propicia”– para formar una familia. Lo cierto es que cada habitante de este pueblo está enamorado de él, de este lugar donde se sienten parte del mundo, donde cada domingo se va a la casa de la abuela a comer ravioles, donde se aplaude cada vez que se sirve asado los sábados, donde el lunes nos quejamos todos y saltamos de alegría el viernes, donde para los jóvenes ir a la plaza Independencia o a la avenida es suficiente; donde casi todos entendieron que no hay que correr hasta la felicidad, porque si corrés muy rápido, la podés pasar. Sí, eso es, un lugar en el mundo, chiquito, pero para qué darnos más, si así estamos contentos; cada cosa que nos mueve el suelo queda en nuestro pensamiento un tiempo, es como la energía que nos hace vivir, pero con la rutina también somos felices. Y si, tal vez nos sorprendemos con muy poco, o nos disgustamos y gastamos tiempo en cosas innecesarias, pero según dicen los sabios de por aquí, la vida es eso, una montaña rusa: todas las partes hacen que al bajarte sonrías. Quizá a esto sólo lo apreciemos nosotros, quizás nadie más lo entienda, pero ahí es cuando entra lo mágico, es como en las cartas y sus lados diferentes; al mundo le mostramos una imagen aburrida, llena de huecos, de nadas, pero para nosotros el pueblito es intocable, es puro. “Perfecto” quizás no, pero “maravilloso” le queda algo chico. Una de las cosas que pone los pelos de punta a los duraznenses es escuchar a alguien de la capital decir “me voy para afuera” cuando geográficamente te estás yendo para adentro. Son esas cosas chiquitas, que duelen muy poquito, comparadas a las que acongojan un montón, como cuando la familia sueña con que su hijo se reciba, por ejemplo. Supongo que en departamentos universitarios no es lo mismo, ya que nunca se perdió el vínculo: cada semana, las madres en Durazno están orgullosas de sí mismas por no morirse de tristeza por tener el nene allá, y de ellos por seguir adelante en su sueño de ser alguien. Qué cosa loca es acá esa idea, que remonta por sobre todas las otras, que no se pregunta: se da por hecho que el sueño de toda persona es el de “ser alguien”.
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Tanto fue así que muchas veces cuando la persona elegía un oficio no del todo profesional, era como un insulto a toda la educación que había recibido. Claro que no pasa en todas las familias, y de a poco vamos saliendo de esa mala costumbre. ¿Un pueblo viejo? Si, puede ser, muchos de los jóvenes duraznenses están estudiando en la capital, y después seguramente se queden por ahí nomás, pero es parte de lo que nos enseñan cada día, desde que vas al jardín te dicen que cuando seas grande vas a estudiar una linda carrera que te guste. Y así acaban por acostumbrarse, la madre, los hijos, la abuela, todos; digo madre y abuela no porque sea una sociedad machista, sino porque a los hombres no se les escucha hablar sobre la angustia del nene tan lejos, y no es que no lo sientan, pero no lo trasmiten. Estoy segura, retomando todo lo dicho, que de hacer una ecuación entre lo positivo y lo negativo, el resultado daría una gran vida.
Abril tiene 14 años, nació en Durazno y allí vive. Cursa tercer año de ciclo básico y espera convertirse en actriz. Planea ir a Montevideo en el futuro y estudiar teatro en la Emad, también Ciencias de la educación y politología. Hace un año comenzó a escribir pequeños ensayos, y ahora le gusta mucho el género.
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