Cleotilde

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JUAN RULFO

CLEOTILDE CARAVASAR LIBROS


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EDICIÓN HOMENAJE A JUAN RULFO EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO (1917 -2017)


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Juan Rulfo

Cleotilde

CARAVASAR LIBROS


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ENTRADA La obra publicada por Juan Rulfo en vida fue muy escueta: apenas dos libros de narrativa. Uno de cuentos, El llano en llamas, y el otro, una novela, Pedro Páramo. En 1980 apareció, en forma de novela, el guión de una película elaborado por él, cuyo título era El gallo de oro. Debido a su origen, la crítica ha preferido ignorar su existencia como novela verdadera. Con tan escaso equipaje bibliográfico, Rulfo alcanzó la cima del arte literario. Sus cuentos han sido traducidos a decenas de idiomas y la novela figura entre las mejores del siglo XX y de la historia de la literatura. Como todo escritor importante, Juan Rulfo dejó a su muerte obras inéditas y textos desperdigados, publicados en revistas y diarios, que sólo tiempo después fueron recogidos en libros. Algunos, sin embargo, se han mantenido cimarrones. Ninguno de los relatos que presentamos en esta edición conserva ese carácter montaraz, ni integra El llano en llamas. “La vida no es muy seria en sus cosas” apareció en la revista Pan, de Guatemala, en 1942. “Cleotilde” forma parte del libro póstumo Los cuadernos de Juan Rulfo, contentivo de textos reunidos por Clara Aparicio, su viuda, y transcritos por Yvette Jiménez de Báez. Lo publicó Editorial Era, de México, en 1995. Caravasar Libros reúne ambos cuentos para darlos a conocer al público hambriento de nuevos textos de


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quien ha sido y es uno de los mayores escritores en lengua española. El 16 de mayo de este 2017, se cumple el primer centenario del nacimiento de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Este minúsculo libro tiene el atrevimiento de querer integrarse a los homenajes en torno al gran jalisciense. A.J.S.


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LA VIDA NO ES MUY SERIA EN SUS COSAS


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Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces era muy grande para su pequeño cuerpecito. Él, sin conocer todavía la luz puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de ruidos del mundo. Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con unos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto. –El Señor me perdone –se decía–. Pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo. Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y, sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.


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La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de “aquel” podía merecerlo. Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo. En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien, era una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches hasta sentirse tranquila y sin miedo. Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”, se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire, o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Porqué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita


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se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no, no donde él está. Ahí no”. Eso se decía. Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre ahí cerca hacía al subir y bajar una hora tras otra. Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos. Así iba el asunto. Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también Crispín, su esposo y, aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era.


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Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado. Aquella mañana, ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres?” Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: “Te llevaré de la mano todo el tiempo”. Esto le dijo. Abrió la puerta para salir; pero en seguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento, pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa… Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella, el suelo estaba lejos, sin alcance…


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Ya estaba yo todo ampollado de amarguras; ella las borró con sólo mirarme y dejar que yo la viera Y es que, ver a una mujer como uno quisiera verla, sin nada entre ella y uno sino únicamente la mirada de los ojos, es para volverse loco y perder el habla de repente Esto tuvo que causarme buen efecto Es lo que yo pienso. Uno ha estado siempre solo. A uno se le ha muerto su gente desde hace tiempo y ha caminado por el mundo deshaciéndose como se deshace en el aire una lagrimita de nube. Uno va pierde y pierde grano a grano las esperanzas de encontrar lo que a uno le falta para tener alientos, y de pronto aparece con sus agujeritos en los brazos; con sus ojos parecidos al agua; con aquel modo de apretarse a uno y darse, enseñándole de pasada el remedio para no sentirse avergonzado. Miro a la pared desde hace un rato y pienso en lo que acabo de contarles y pienso también en la manera de arreglármelas para que ella, mi tía Cecilia, estuviera viva. Pero no, nadie está vivo; ni mi padre que aquí vivió y al cual no llegué a conocer; ni mi madre tampoco, nadie más. En la pared sólo hay descarapeladuras y manchas de alguna cosa que alguien tiró ahí hace mucho tiempo. Adonde no quiero mirar es al techo, porque en el techo, atravesando las vigas, sí que hay alguien vivo. Sobre todo en la noche, cuando prendo un cabito de vela, aquella sombra que hay en el techo se mueve. No se crea que es una figuración mía; es algo que conozco: es la figura de Cleotilde. Cleotilde también está muerta; pero no bien a bien. A Cleotilde yo la maté, sin embargo. Yo sé que todo lo


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que uno mata, mientras uno siga vivo, sigue viviendo. Eso es lo que pasa. Hace casi ocho días que yo maté a Cleotilde. Le di muchos golpes en la cabeza, grandes y duros golpes, hasta que se quedó quietecita. No es que yo le guardara tanto rencor como para matarla; pero un momento de coraje es un momento de coraje y en eso estuvo todo. Ella se murió. Después sí me entró rencor en contra de ella por eso, por haberse muerto. Ahora ella me persigue. Ahí está su sombra, arriba de mi cabeza; tendida a lo largo de las vigas como si fuera la sombra de un árbol despellejado. Y aunque yo le he dicho varias veces que se vaya, que no siga molestando a la gente, ella no se ha movido de ahí, ni siquiera ha dejado de mirarme. Yo no sé exactamente dónde tiene ahora los ojos; pero me imagino que me está mirando no sólo con los ojos, sino con cada partecita de su sombra y, a veces, me parece que todavía destila sangre, porque yo he sentido caer gotas negras de su cabeza, como si alguien le estuviera exprimiendo los cabellos. Cleotilde tenía unos cabellos muy bonitos y bien alisados. En ocasiones yo sueño estar acostado aún con ella y tener escondida mi cara en aquellos cabellos tan lisitos que me hacían olvidar todas las cosas. Hasta de ella me olvidaba. Y a mí no me hubiera importado que Cleotilde se fuera de mi lado a la hora que quisiera, con tal de que me dejara sus cabellos para esconder la cara y remojar mis manos en aquella agua blandita que parecían ser. Con todo, sucedió así. Mientras estaba conmigo yo tenía lo que más me gustaba, pero a últimas fechas


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ella no se dejaba ver sino de tarde en tarde y al irse volteando ya la madrugada; de modo que yo nunca pude volver a saborear el mejor de todos los sabores que haya conocido. Luego la maté. Me ha sobrado tiempo para arrepentirme: ocho días y ocho noches que tengo de estar sin dormir y en los cuales pudiera haberme arrepentido otras tantas veces. Y si no me acordara más del día en que la maté, haría ya muchas horas que me hubiera sacado el arrepentimiento necesario para que ella me dejara en paz. Pero resulta que me acuerdo de ese día muy seguido. Casi no me da lugar para acordarme de otra cosa y hasta me han crecido las uñas de puro estar dándole vueltas al día ese; no a la hora en que la maté, sino un poquito antes, cuando yo quise acariciarle los cabellos y ella se enojó. De eso es de lo que me acuerdo. De la cara que puso y de lo que me dijo. ¡Ah! Si no me hubiera dicho nada, mi coraje se habría ido a dormir, como lo había hecho ya otras veces, todito acorralado de vergüenza y yo solo no hubiera tenido fuerzas para matarla. Sin embargo, a pesar de que iba para cuatro meses que no dormía conmigo, y que no tenía ningún derecho para enojarse, ella se enojó; se puso como una avispa al pedirle yo que se acostara a mi lado. Ella era mi mujer y debía soltar el cuerpo cuando yo lo necesitara. Me dijo: –¡Eres un muladar de babas! Entonces yo me sequé la boca en una punta de la sábana. –¡Cochino! Tu tía Cecilia debió criarte entre sus verijas –acabó por decir. Y luego me apretó sus


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palabras con un manazo que me dio en las narices. Sus palabras ahí se quedaron un buen rato quietas, embarradas en mi cara. ¿Por qué dijo algo sobre mi tía Cecilia? ¿Qué le había hecho mi tía Cecilia para que hablara así de ella, eh? ¿Qué le había hecho? Me levanté de la cama. –¡Loco! –me gritó– ¡Destripador de muertos! Yo anduve dos o tres pasos. Volví a la cama y vi a Cleotilde de cerquita. ¿Había dicho que mi tía Cecilia era esto y aquello? ¿Quién era Cleotilde para hablar mal de mi tía Cecilia? ¿Acaso no sabía? Tomé a Cleotilde por los cabellos y se le soltó la furia. –¡Déjame, loco condenado! Pero yo ya la había agarrado con mis dos manos. La eché fuera de la cama. Estaba vestida como para ir de visita. Sólo sus pies los traía descalzos. Oí cómo sus pies rebotaban contra el suelo al caer parejos. ¡Verijas! ¿Hasta dónde quiso llegar con decir eso? Tomé el tubo con que atrancábamos nuestra puerta y lo sacudí en la cabeza de Cleotilde. Ella se dobló como una silla rota: “¡Pobrecita de mí!”, alcanzó a decir con una voz medio entumecida. Después ya no supe por qué seguí golpeándola. Veía el tubo que bajaba y subía como una cosa que no estaba en mis manos. Veía mis manos empuñadas, con las venas hinchadas y enmorecidas de sangre. Y sentía que el rocío caliente que salía de la cabeza de Cleotilde me salpicaba los ojos y me enceguecía. Cuando el coraje se acomodó de nuevo en sus lugares y volví a ver claramente todo a mi alrededor, ya Cleotilde estaba muerta. Me agaché para verla y, acuclillado junto a ella, me estuve un rato contemple y contemple aquel bulto apeñuscado que se movía de


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tiempo en tiempo, al aventar chorritos de sangre molida por la nariz y por la boca. Entonces me di cuenta de lo delgadita que tenía ella la vida y el poco trabajo que a mí me había costado quebrársela. Nunca pensé que fuera tan fácil matar a la gente. Eso se me vino encima cuando vi a Cleotilde ya sin esperanzas, con los brazos caídos y con el cuerpo flojo, como si todito se le hubiera deshilachado. Nunca me figuré tanta facilidad para morirse. No. Ella no debía haberse muerto. Yo sólo quise asustarla. Darle un buen susto para que se le quitaran las ganas de andar maltratando el nombre de mi tía Cecilia y de ver si, de ese modo, se portaba mejor; no llegando a su casa a tan altas horas de la noche, mascando todavía los rastros del hombre con quien había estado acostada. Yo no quería que las cosas siguieran así. Yo no tenía tan duro el pellejo para aguantar siempre y ella podía comprender lo que iría a suceder andando el tiempo. Ya se lo había dicho yo alguna vez. Aquella vez hablé muy a lo cortito, con palabras suaves, casi como platicando para que no se me fuera a enojar Le dije: –Mira, Cleotilde, yo ya estoy viejo. Acabo de cumplir cincuenta y nueve años y como puedes imaginar poco necesito de ti, de lo que es tuyo; pero me gustaría que ese poquito me lo dieras siquiera allá cada y cuando, con toda tu voluntad. A mí no sabes lo mucho que me gusta la forma como manejas esa voluntad que tienes para hacer las cosas. Verdaderamente no te cabe en la cabeza lo que a mí me gusta. Sin embargo, tú no quieres hacerme ni ese favor. Te vas con los otros ¿Crees que no sé adónde


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vas cuando te desapareces toda la noche? Lo sé bien, Cleotilde. Has estado en tal y tal parte, con tal y tal hombre. Te he visto en la casa de Pedro, acostada con él, riéndote de las cosquillas que él te sabe hacer con la lengua, y te he visto también con Florencio, el que alquila cilindros. Y con muchos más, Cleotilde, con muchos más que casi no sé ni quiénes son. Pero yo nunca te he reclamado. ¿Verdad que nunca te he reclamado nada? Cuando he pensado en hacerlo, me he dicho: “Al chayote no se le puede reclamar porque dé chayotes llenos de gusanos”. Eso me he dicho y he cerrado la boca. Además, ¿qué sacaría yo con regañarte? Te me irías para siempre. Eso es lo único que yo conseguiría poniéndome pesado contigo y me duele sentarme a pensar que te me fueras a ir, así, simplemente, para no verte regresar más. Entonces sí sé que me sentiría de veras pobre, faltándome tú. Le seguí diciendo otras cosas. Hubo un rato en que hasta me pareció decirle que no me importaba que se refocilara con los demás, ni que se acordara de ellos mientras estuviera abrazada conmigo. Me pareció que le dije algo de eso. Así tenía yo de atarugado el entendimiento. Y es que yo la quería. Bien podía verse a leguas lo mucho que yo quería a Cleotilde. Con todo, esa vez le prometí apaciguarla si no se corregía. O al menos, traté de decírselo. No la amenacé, como ustedes ven; mi intención fue encaminarle la voluntad para que ella se corrigiera por sí misma. Pero no se corrigió. Ahora hasta el pedacito de noche que antes pasaba conmigo lo fue recortando de tal modo que casi lo hizo desaparecer. Ya no venía ni siquiera a mirar la salida del sol desde su cama. Y la cama se enfriaba con sólo yo allí, con


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sólo yo, que no era suficiente para calentarla sin ella. Los primeros días yo me conformaba con oír sus pasos. Abría los ojos y me quedaba quieto y sin respirar, esperando oír aquel irse arrimando de sus pisadas. Me conformaba con eso. Ella llegaba y se acostaba en el campito de siempre quitándose lo que traía, sin ponerse encima más nada que sus brazos. Luego se dormía. A mis ojos se les iba el sueño de puro ver el sueño aquel de Cleotilde; de verlo caminar por sus rodillas; tranquilizándola desde los dedos de los pies hasta las coyunturas de las piernas; acercándose a su vientre y aplacándolo; verlo subir por en medio de sus senos y recorrérselos suavemente para dormirlos; en seguida, ocuparla toda entera, dejándole sólo el aire sin ruido de su respiración, aquel subir y bajar como de humo que la llenaba sacándole lo cansado. Yo la veía, alumbrándome con esa luz azulita del amanecer y me conformaba con eso. Hubiera querido, a veces, tomarle una de sus manos y quedarme con ella para siempre; pero era difícil. Ella quería que la dejara dormir. Ella quería que no la manoseara. Estaba harta de manoseo y de todo lo demás. “¡Ponte en juicio!”, me decía. “¡Estoy hasta aquí!” Y se señalaba el cogote. Ella acababa de llegar de con Pedro o de con otro fulano. Yo entonces no la tocaba. Me la comía con los ojos, pero escondía mis manos para que no fueran a tentalear por su cuenta; las acomodaba debajo de la almohada, muy juntas, deteniéndose la una a la otra, por si alguna no aguantara el chincual de tentar aquel cuerpo azul que estaba a mi lado. Luego me ponía a esperar que Cleotilde tuviera ganas de abrazarse a algo. En estos últimos tiempos no aparecieron por ahí esas ganas. Parecía tener pochiche y atiriciado el ánimo. Y es


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que Pedro o algún otro con quien había pasado la noche la dejaban inservible. Eso era lo que sucedía. Me causa mucho trabajo enojarme ahora por no haberme enojado entonces de lo que Cleotilde me hacía. Ella no calculaba lo desdichado que yo era al no hacerme caso. Y todavía de ahí, poner delante de mis ojos desvelados, entrecerrados, igual que si estuvieran mirando llenos de amor, pero sin mirar nada, y luego, arrimarme al desnudo calor de su cuerpo, como si tratara de encorajinar más mis malas intenciones. —¡No te me arrimes! —me decía con su lengua hecha una bola de sueño. Ella me provocó a hacer algo malo. Y lo hice. Hace ocho días que la maté. Tomé el tubo con que atrancábamos la puerta y se lo sorrajé en la cabeza a puros golpes. Así se murió. Después lloré. Me agaché para contemplarla de cerca y al verla en el estado en que estaba, lloré. Ella también ha de haber llorado, porque me acuerdo muy bien de que saqué mi pañuelo para limpiarle las lágrimas que salían a puños de sus ojos Al ratito de eso, abrí la puerta y salí.  Ya no habrá quien nos odie. Llegué hasta donde estaban los árboles y la senté junto al tronco. Había mucho musgo allí y estaría a gusto aunque fuera muy largo el tiempo. Luego le crucé las manos sobre sus piernas, le sequé con un trapito sus ojos que estaban mojados y la dejé dormir. Pensé que descansaría. Pensé que yo la había tratado mal y que ahora descansaría poniéndose a dormir en aquel lugar tan callado y encima de aquel musgo tan blandito.


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No le hablĂŠ para nada. Ya llevaba buen rato de estar muerta y no me hubiera alcanzado a oĂ­r.


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Ă?NDICE La vida no es muy seria en sus cosas 5 Cleotilde 10


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© De la edición, Caravasar Libros (2017) Los textos que integran este libro fueron obtenidos de espacios públicos en Internet: “La vida no es muy seria en sus cosas”, de poetasdelfindelmundo.com “Cleotilde” de proceso.com.mx

Portada, edición y diseño: Armando José Sequera

OBRA DE DISTRIBUCIÓN GRATUITA

PROHIBIDA SU VENTA


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Juan Rulfo (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - Ciudad de México, 7 de enero de 1986) fue un escritor, fotógrafo y guionista cinematográfico mexicano. Su nombre completo fue Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Es uno de los mayores narradores del continente americano, pese a que en vida sólo publicó dos libros: El llano en llamas (cuentos, 1953) y Pedro Páramo (1955). En 1980 fue publicado, en forma novelada, el guión de la película El gallo de oro, que Rulfo escribió dieciséis años antes. De Pedro Páramo han dicho dos de los más grandes escritores del continente americano lo siguiente: “es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”. Jorge Luis Borges. “Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka en una


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lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá —casi diez años atrás— había sufrido una conmoción semejante”. Gabriel García Márquez. Ninguno de los dos cuentos que integran este pequeño volumen formaron parte del libro El llano en llamas y son escasamente conocidos por el público lector.

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