Sergio Ramírez
DECALOGO ´
del
escritor
joven
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1.
Toda historia tiene un principio, un nudo, y un desenlace. Esta es una verdad obvia, pero siempre hay que empezar por ella. Y sirve al mismo tiempo para recordar que, cuando uno empieza a escribir, debe hacerlo desde el principio. La frase más antigua de la escritura es el había una vez, érase una vez, lo que nos sitúa en ese verdadero principio donde arranca el suspenso para quien está escuchando, o está leyendo. ¿Cómo comienza el libro del Génesis en la Biblia? Por el principio: “en el principio crió Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre el haz del abismo… ¿Y el Popol Vuh, el libro sagrado de los quichés?: “Esta es la relación de cómo todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio; todo inmóvil, callado, y vacía la extensión del cielo…” Antes no había nada, y la narración empieza a crearlo todo. Luego, debe ocurrir algo. Debemos conocer los hechos que se nos están contando, pero esos hecho deben desembocar en un conflicto. Si no hay conflicto, no hay narración. El miércoles tuve un taller de escritura con alumnos de secundaria de colegios de Fe y Alegría de diferentes partes del país. Muchachos y muchachas que venían del mundo rural y del mundo de los barrios. Hicimos un ejercicio de narración, y ellos, en grupos, escribieron una pequeña historia que luego leyeron. En una de esas historias un niño sale al bosque y se encuentra con dos caballeros medioevales, vestido con sus armaduras y la lanza en ristre. Cuando comentamos ese breve cuento yo les decía que si el niño se encuentra con un solo caballero, y éste se aleja y se pierde en el bosque, y luego el niño regresa a su casa, no tenemos una historia. Tenemos una visión, pero no una historia. Aún si, como es el caso, el niño se encuentra con dos caballeros, y estos se alejan y se van, tampoco tenemos historia. Pero en el cuento de que estoy hablando, lo que el niño presencia es un combate entre los dos caballeros. Allí está el asunto. Pelean hasta la muerte, y cuando uno de ellos sucumbe, el otro se aleja y se pierde en el bosque. Tenemos entonces un desenlace. ¿Han peleado por una vieja rencilla, por riquezas, por el amor de una dama? No lo sabemos, el cuento escrito e una hoja de cuadernos escolar es demasiado breve, y los muchachos sólo tenían media hora para terminar su trabajo. Entonces, probemos a empezar por el principio, antes de intentar hacerlo por el final. Cuando luego uno aprende a dominar el arte de la narración, ya se puede tomar la libertad de no empezar por el principio, alterar los tiempos y los espacios, y aún comenzar por el final. Como por ejemplo, en el magistral cuento de Ambroise Bierce, El puente sobre el río del búho. Un hombre va a ser ahorcado: “desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda anudada al cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas…” Así empieza el relato.
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Pasan muchas páginas, concentradas en los preparativos del acto de ejecución del prisionero, antes de que sepamos que la cuerda se rompe al momento en que es izado, cae al río y logra escapar. El cuento vuelve sobre sí mismo, con incomparable maestría, pero no se los voy a contar entero, deben leerlo. Lo único que quería decirles es que, hasta que no se sientan dueños del oficio, no comiencen por el final.
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Dice Antón Chejov que si una pistola aparece en la primera escena, tiene que ser disparada antes de que termine la narración. Es decir, que no deben introducirse en la historia elementos gratuitos. Si aparece un paraguas, debe haber lluvia, porque el paraguas sirve para eso, para protegerse de la lluvia. Porque si no, el lector se estará preguntando: ¿qué pasó con esa pistola? ¿qué pasó con esa paraguas? Es lo que me pregunto siempre que leo el episodio, también del Génesis, en que Jacob, cansado, recuesta su cabeza sobre una piedra, se duerme, y sueña. Sueña con una escalera que sube hasta el cielo: “soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella”. Iahvé está también en esa escalera y le habla, para transmitirle un mensaje, el mensaje de que tendrá una numerosa descendencia. No es nada nuevo, es la misma promesa que le hizo tantas veces a Abraham, padre de Jacob: “tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía; y por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra…” Jacob despierta, con miedo, y sigue su camino. Eso es todo. Se trata de una visión, pero no de una historia. La historia estaría en que Jacob hubiera subido por la escalera, o al intentar hacerlo los ángeles se lo hubieran impedido. Allí estaría el conflicto. Como sí está el conflicto en otro episodio que tiene que ver con el mismo personaje: “se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta que rayaba el alba. Cuando el hombre vio que no podía con él, tocó en el sitio del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con él luchaba. Y dijo: —Déjame, porque raya el alba. Jacob le respondió: —No te dejaré, si no me bendices. —¿Cuál es tu nombre?—le preguntó el hombre. —Jacob—respondió él…—Declárame ahora tu nombre—le preguntó Jacob. —¿Por qué me preguntas por mi nombre?—respondió el hombre. Se trata de un episodio misterioso, y nada más se nos revela, igual que en el breve cuento de los muchachos de Fé y Alegría. Los caballeros antiguos luchan y no sabemos por qué. Jacob lucha con alguien que puede ser Iahvé mismo, puede ser un ángel de Iahvé, puede ser el demonio, o puede ser Jacob luchando contra sí mismo. Y tampoco sabemos por qué luchan. Pero en ambos casos hay un conflicto, esencial para la narración.
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Vayamos siempre de lo simple a lo complejo. Tenemos que aprender primero a dominar lo simple, antes de complicarnos en lo complejo. Les digo esto porque lo simple parece fácil, pero no lo es. “Hay que contar las cosas como las contaría la gente”, me dijo una vez García Márquez. Y qué difícil resulta lograr la hermosa sencillez del iletrado que cuenta sin tropiezos una historia que es atractiva en sí misma, pero que se vuelve más atractiva porque las palabras se enlazan sin dificultad, estando cada una donde debe estar. Si tengo una idea narrativa, debo agarrarla bien de las alas para que no vuele lejos, y así poder transformarla en palabras, las palabras justas para contar lo que quiero contar. Desviarse resulta siempre en complicaciones. “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, dice Rubén, y allí está la gran dificultad, el gran reto. La forma que huye, el estilo que fracasa, porque no se les hace calzar. Entonces, ensayen a contar una historia lineal, sin desviaciones, disquisiciones, ni florituras. Pero ojo con que la sencillez extrema no nos engañe, y quedemos en nada. Dice el director de cine Billy Wilder, que una vez le recomendaron tener una libreta y un bolígrafo en su mesa de noche, para apuntar las ideas narrativas que se le ocurrieran ya medio dormido. Lo hizo, y al despertar leyó: “un muchacho encuentra a una muchacha…” Eso era todo. Algo simple, tan simple que ocurre todos los días a toda hora, dos que se encuentran, se conocen. Pero no hay conflicto. El conflicto aparece cuando entra en escena un tercero, o una tercera. El viejo triángulo amoroso. La sencillez y la transparencia en el estilo, contar de principio a fin, no elimina la necesidad del conflicto que empieza cuando e una historia de amor hay disputas, malentendidos, celos, desavenencias, separaciones. Más bien, ambos son piezas del mismo mecanismo, lenguaje y conflicto.
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Si vamos a escribir un cuento, debemos saber que tenemos un límite, que es el número de páginas. Por tanto, sin son pocas páginas, no podemos contar más que una sola historia, y no pueden caber sino pocos personajes. El primer grave riesgo es que si en un espacio de, digamos, 10 0 12 páginas, metemos más de una historia, no podremos resolverlas todas; y si hay muchos personajes, se nos quedarán sueltos, y desdibujados, y aturdiremos al lector. Una sola historia entonces, dos o tres personajes, mejor tres; o puede ser uno solo, depende de la narración. Y un buen final, que si ya lo tenemos pensado desde antes, mucho mejor. Cuando uno tiene el final, ya tiene el cuento, no hay más que escribir el resto.
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Hay el final que le gustaba a Cortázar, aquel en el que el lector resulta noqueado, porque no se lo esperaba, porque es una sorpresa completa. Como en el cuento Apocalipsis en Solentiname, de 1976. Cortázar fotografía los cuadros primitivos de los campesinos del archipiélago. Cuando regresa a París da a revelar los rollos de película, se sienta a ver las diapositivas con un vaso de ron en la mano en la sala de su apartamento, y lo que comienza a aparecer no son las garzas, los barquitos, los ranchos, sino las escenas del horror de entonces en América Latina, un carro que explota, prisioneros en las mazmorras encapuchados, colgados, el cadáver de Roque Dalton asesinado por sus propios compañeros de lucha en El Salvador. La realidad viene a ser otra de la que pensamos, porque a través de la puerta de la imaginación se puede entrar de pronto a otro mundo, como en el cuento La Puerta en el muro de H.G. Wells. Un niño pasa al lado de un muro en el que hay una puerta que él no puede resistirse a abrir: “sintió un arrebato de emoción Corrió hacia ella, por si acaso la duda volvía a hacer presa en él, la abrió de un empujón, con la mano extendida, y dejó que se cerrase de golpe tras él…” Detrás de la puerta que se ha cerrado hay otro mundo. Distinto del mundo real, sorprendente. Pero eso de los finales contundentes, no importaba mucho a Chejov. En sus cuentos, todo va discurriendo con una falsa calma desde el principio, y no hay finales dramáticos. El drama es sostenido en todo el texto. Su cuento El beso, por ejemplo. Un regimiento militar acampa en un pueblo olvidado. Hay una fiesta que se organiza en honor de los oficiales. Las muchachas salen del tedio, el olvido, el abandono provinciano, para entrar esa noche en el delirio del baile. A una de ellas, alguien la besa de pronto en un aposento a oscuras. Ella se queda con la magia de ese beso. Al amanecer, el regimiento se va, y ella lo ve pasar desde su ventana. Esta es la otra manera de contar, la historia línea a línea, sin desenlace, porque no lo necesita. Lo que hay en todo es nostalgia, soledad, melancolía.
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Toda escritura tiene que ser atractiva. Por eso mismo, antes de atrapar al asesino, es necesario atrapar al lector. Tenemos un pacto con el lector. Él nos lee, mientras le resultemos atractivos, mientras no le aburramos; si nos abandona, es nuestra culpa. Por eso mismo dice también Billy Wilder que su primer mandamiento es: “no aburrirás”. No nos equivoquemos en esto, porque es crucial. El lector se entrega a un libro de invención con la mejor de las intenciones, que es llegar hasta el final. Nadie lee con la intención premeditada de dejar el libro al mero principio, o a mitad del camino. Y nadie lee un cuento, o una novela, para instruirse, para encontrar lecciones éticas, o filosóficas. Para eso están los libros de autoayuda. Lee para divertirse, no le tengamos miedo a esa palabra. Lee para distraerse, para pasar un buen rato, y es una suerte que haya elegido un libro. Pudo haber elegido la televisión, una película, un juego electrónico.
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Entonces, no nos pongamos pesados. Dice Italo Calvino que la levedad es esencial a la literatura. Esa transparencia que deben tener las palabras, el hecho necesario de que al aire pueda pasar a través de ellas. Nada entonces de literatura soporífera, aleccionadora, nada de consejos, de moralejas. Cuando el lector saca conclusiones de la lectura, ajenas a la literatura, lecciones, convicciones, es por dos razones: porque lo que leyó está bien escrito, y entonces las lecciones son una consecuencia de la narración en la propia mente de cada lector, y no un propósito del escritor; y porque el lector ha podido llegar hasta el final, sin que el escritor se lo haya impedido con sus torpezas, la primera de ellas, que la narración esté mal escrita. Porque si está mal escrita, o es pesada, o es engorrosa, el lector abandonará al escritor, y allí no hay remedio. Nunca pensemos que porque el lector lee rápido, no se fija en la transparencia de un párrafo. Precisamente lee rápido, porque no encuentra dificultades ni tropiezos.
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Las reglas gramaticales son esenciales para un escritor, igual que las señales de tráfico lo son para un conductor. Prosodia, sintaxis, ortografía. Sin ellas no es posible dar a entender lo que uno quiere expresar, por muy brillantes que sean las ideas imaginativas.
Si alguien quiere estudiar la Gramática y sus reglas, perfecto. Yo no lo recomiendo, porque puede resultar aburrido, y ya sabemos que lo que es aburrido, se abandona. Recomiendo mejor leer intensamente a los clásicos, a los escritores que pueden enseñarnos como escribir bien. En las páginas de sus libros están todas las reglas, expresadas página tras página. El mejor gramático de todos los tiempos es Cervantes, de modo que si leen y releen el Quijote, aprenderán los secretos de la escritura, y lo que es la sintaxis y la prosodia. O lean a Juan Rulfo, para que vean lo que es la economía de la escritura, y qué horas de trabajo puede haber detrás de un párrafo perfecto, “vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo...”, o la frase con que termina: “se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras…” Lean a Hemingway, en sus cuentos no falta nada ni sobra nada. Lean su cuento Los asesinos para que aprendan a mantener la tensión de un relato del principio al fin. Y para que aprendan el arte del párrafo corto, y el valor que tiene el punto y seguido, como en los viejos telegramas que ya nadie pone.
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Lean a Kafka para que se den cuenta, como él mismo dice, que el arte de escribir, es el arte de suprimir, lo que quiere decir que uno tiene que ser implacable con el lápiz rojo, o con esa tijerita virtual de la pantalla de la computadora; no sólo una línea cuando uno cree que sobra, o está mal escrita, sino un párrafo entero, una página entera, hasta un capítulo entero. Un párrafo que tiene demasiado que, porque el quequeo es la peor cacofonía, no vale la pena que sobreviva, a menos que, tras largo tiempo de examinarlo, uno haya logrado suprimir los que que sobran, y dejar solamente algunos, porque es imposible quitarlos todos. Nunca menosprecien tampoco el valor que tiene una coma mal puesta, o un punto que falta, porque son capaces de arruinar todo. Ya les dije que hay que atrapar al lector. Y si el lector se da cuenta que uno no sabe su oficio, porque no conoce la sintaxis, ni la puntuación, entonces va a abandonarlo, y buscará quien le cuenta mejor una historia. No hay que olvidar que en la primera lectura que uno hace de un texto recién escrito, aún en caliente, existe una relación sentimental con ese texto, porque a uno siempre le gusta lo que acaba de escribir. Y como el amor es ciego, no se es capaz de ver todos los defectos. Entonces hay dejar reposar el texto en la oscuridad del disco duro, o de una gaveta, si se hace copia. Yo prefiero hacer la copia mucho después. Más tarde, pasado un tiempo prudencial, hay que sacarlo a la luz. Entonces uno se da cuenta de que es capaz de advertir muchos defectos e imperfecciones que antes no se notaban, párrafos enteros que merecen ser suprimidos, y que ahora nos sorprenden por lo flojo que parecen.
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Vuelvo a la lectura. La escritura es una moneda de dos caras. De un lado está la escritura propiamente, y del otro la lectura. No se puede ser un buen escritor sin ser un buen lector. Leer, leer y leer, nunca renunciar a leer, ni cansarse de leer. La mejor prueba de saber si uno de verdad es escritor, es averiguar si uno es un vicioso de la lectura. Y hay dos clases de lecturas. La de los textos literarios en primer lugar. Hay que leer a los clásicos, hay que leer a los contemporáneos, y también hay que leer a los amigos. Hay que leer primero por el goce, disfrutar del texto, dejarse ir en la corriente de las palabras que nos llevan a la aventura, a la dicha y al sufrimiento. No importa cómo lean, en un libro de los antes, o en la pantalla de una tableta, lo importante es leer. Mientras no hayan leído El Quijote, no se atrevan a decir: quiero ser escritor. Es como querer ser ingeniero y no saber matemáticas.
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Mientras no hayan leído El conde Montecristo de Alejando Dumas, no pueden decir: ya sé cómo es que se debe escribir una novela de aventura donde campea el suspenso, y también campea la venganza. Mientras no hayan leído Madame Bovary de Alejandro Dumas, no sabrán cuál es la novela perfecta, o, al menos el cuento perfecto si leen Un corazón sencillo, del mismo Flaubert. O lean el cuento Una rosa para Emilia, de William Faulkner, o su novela Luz de agosto, para que se den cuenta cómo el sur de Estados Unidos se parece tanto a la Nicaragua rural. Y hay que leer, después de leer por placer, para saber cómo están escritos los libros, cuál es el revés de la tela, o de la costura, o del bordado. Verle los andamios a la construcción.
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Pero también están las lecturas viciosas de todo lo que llega a nuestras manos: los grafitis de los excusados, los papeles que andan rotos por la calle, como dice el mismo Cervantes en El Quijote; y las cartas ajenas, las noticias policiales de los periódicos, el horóscopo, los avisos clasificados. Porque en los avisos clasificados se pueden encontrar historias para contar, o uno puede imaginarlas si lee: se vende menaje de casa completo, juego de sala, juego de dormitorio, televisor, cocina, refrigerador… ¿no creen que algo pasó allí? ¿Una separación matrimonial detrás de la que hay un trío amoroso, o un marido insulso que ha terminado aburriendo a su mujer? Y los avisos judiciales, las cédulas de divorcio, las casas que se ofrecen en venta que podemos imaginar como escenarios de un relato. No hay mejores escenarios que una casa vacía. Es que la curiosidad es sustancial al oficio del escritor. Uno es un voyeur, lee lo que está mal puesto, oye lo que no debe, la conversación en la mesa vecina, y si pudiera, los expedientes siquiátricos archivados bajo llave por un médico. Todo lo que sirve al oficio, en el que no hay nada sagrado, empezando por las historias de la propia familia, o los secretos que nos han contado. Por eso a un escritor no hay que contarle nunca secretos.
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Los detalles bien elegidos contribuyen en mucho a crear la imagen de veracidad del relato: fechas y horas precisas en que se dio un hecho, la estatura en pulgadas de alguien, sus señales particulares, aún si sobreviven en su rostro marcas de acné juvenil. Uno tiene que registrar rostros sabiendo que el lector ve en close-up, y detalles de ambientes sabiendo que ve en plano cercano. La ambientación depende en mucho de la selección adecuada de información a ofrecer, lo que yo llamo la imaginería, y que ejerce sobre mí una gran fascinación. Los anuncios, comerciales. Y las marcas de autos, los emblemas y marcas de bebidas, los calendarios, los nombres de las películas, las canciones, sobre todo si se trata de recrear un ambiente de época.
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La literatura no se ocupa de lo general, sino de lo específico. El arte abomina las ideas generales y sólo desea lo único, dice Marcel Schwob. No se puede decir simplemente el bosque, hay que detallar los árboles que componen ese bosque. Los detalles son subyugantes para quien escribe, y deben serlo también para quien lee: cómo mueve el viento una arboleda, cómo se refleja el sol sobre los cristales de una ventana, como suenan unos pasos sobre unas escaleras de madera, cómo cae la lluvia sobre el tejado. Y un gesto desapercibido, un tic nervioso, la mano extendida hacia una taza de café, la manera de tomar el cigarrillo entre los dedos, un lunar en la barbilla. Suetonio, que no era novelista sino historiador, nos cuenta el asesinato de Julio César. Dice que recibió veintitrés heridas, y que el cuerpo permaneció por algún tiempo tendido en el suelo. No dice “las heridas”, en general, sino veintitrés heridas. Luego cuenta que fue conducido por tres esclavos en una litera, tres, no cuatro, y que de la litera colgaba uno de sus brazos. Y luego dice Suetonio que cuando Julio César “vio puñales levantados por todas partes”, se cubrió la cabeza con la toga y se bajó la túnica sobre las piernas con la mano izquierda a fin de caer más noblemente. Detalles, observaciones precisas que hacen que el relata tenga credibilidad; de inmediato pensamos que el César era pudoroso, y vanidoso, hasta en al hora de su muerte. Tampoco Juan, en el evangelio que le toca escribir, pierde ningún detalle. Después de su muerte, Jesús se aparece delante de los pescadores que habían sido sus discípulos. Estaban pescando en el mar de Tiberíades, y no habían sacado nada en toda la noche. Les ordenó entonces que echaran la red del lado que él les indicó, y cuando la sacaron estaba llena de peces. Pidió que trajeran la pesca a tierra, y Pedro obedeció; volvió a subir a la barca y sacó la red. La cuenta de Juan es entonces minuciosa: ciento cincuenta y tres peces grandes. Y con la misma precisión nos cuenta Juan el milagro de los panes y los peces: doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco, dice alguien. Entonces uno de los discípulos, Andrés, dice: aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tanta gente? Traédmelos acá y que se siente todo el mundo, dijo entonces Jesús. Se acomodaron en grupos. Jesús tomo los panes y los peces, miró al cielo; los bendijo, y los partió. Luego mandó a sus discípulos que los distribuyeran entre la multitud. Los cinco mil hombres que había, sin contar mujeres y niños, se saciaron de pan y pescado. Aún se recogieron doce canastos de los pedazos que sobraron. Ya ven de qué se trata, de saber contar bien. Si Juan hubiera escrito simplemente que comió mucha gente y aún sobró mucho pan, su relato no sería eficaz. Lo es, porque es preciso.
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Toda buena escritura tiene una lógica, y tiene congruencia. Inventar no es disparatar, sino tratar de imitar lo que la realidad nos ofrece, o mejor que eso, crear una realidad paralela. Una mentira que no parece real, no es una verdadera mentira, porque no es creíble. Por eso, cuando uno se sienta a escribir, debe recordar que hay unas reglas que no debe violar, a riesgo de echar abajo el edificio que está levantando, porque no tendrá sustentación. Y esa sustentación es la credibilidad del lector. Nadie olvidó nunca que a Cervantes se le olvidó que el bandido Jinés de Pasamonte le había robado el burro a Sancho Panza, y que capítulos adelante el escudero aparece de nuevo montado en el mismo burro, sin que el autor nos haya explicado cómo lo recuperó. Y Robert Graves, en su libro La Hija de Homero, encuentra varias incongruencias de La Odisea: cuando Ulises huye de la isla de los Ciclopes, Homero olvida que el barco tiene, en dos momentos, el timón en la proa, y en la popa; que hace falta más de tres hombres para ahorcar a una docena de mujeres de una sola vez, con una sola cuerda, como ocurre con la criadas después de la matanza de los pretendientes; que con las doce hachas a través de las que dispara Ulises con el arco, y que nadie recogió, los pretendientes pudieron haberse armado de sobra; que no se corta madera de un árbol vivo para fabricar un barco; y en fin, que los halcones no devoran a su presa en pleno vuelo. El hecho de que Cervantes y Homero se hayan equivocado, no da ninguna licencia a quien busca ser escritor para errar también. Tito Monterroso dice que hay que cometer unos pocos errores, para demostrar que uno no es perfecto; pero no deben ser errores demasiado gruesos, ni tan visibles. De todas maneras, no se puede vivir sin leer El Quijote, lo repito. Así como tampoco se puede vivir sin leer La Odisea. Y tampoco sin leer las Mil y una noches, en la que nunca he encontrado una sola incongruencia, porque hasta sus exageraciones y mentiras, de las que hay miles en sus páginas, son bien proporcionadas y bien medidas. Saber mentir, con método, y con eficacia. No revelar nunca de antemano algo que es necesario esconder de los ojos del lector; pero, de todos modos, hay que saber revelarlo a tiempo. Un relato no puede terminar sin que uno le enseñe todas sus cartas al lector. Y tampoco hay que esconder nunca lo que es innecesario esconder, porque en la buena escritura no hay nada gratuito, ni pistolas que no disparan, ni secretos que no sirven para nada. Tampoco hay que abandonar a medio camino a un personaje, sin darle una solución a su salida de escena. Muere, se va al exilio, pero debe ser explicado. Uno no puede dejar regados a sus personajes, olvidándose de ellos, porque el lector estará vigilante y notará esa impericia.
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Y siempre en cuanto a los personajes, si ya se les describió una vez en cuanto a sus rasgos físicos, cuidado con olvidar esos rasgos, y luego cambiarlos por otros. Hay que recordar siempre el color de los ojos de la heroína, para no variarlo; si son negros serán negros siempre, salvo que esos ojos sean capaces de cambiar de color según la tonalidad de la luz, como los de madame Bovary. Y no debe uno ofrecer de nuevo la información que el lector ya tiene completa en un párrafo anterior, aunque sea muy atrás, porque si el escritor olvida lo que ya dijo, o explicó, el lector no; y no perdona. Nunca hay que olvidar que las historias existen mientras describen, mientras progresan los episodios que están alimentados por trampas y obstáculos. Esos episodios existen en la acción, mientras no se consumen. Y, por tanto, tampoco hay que olvidar que la tensión del relato está en lo que va a ocurrir, según la sabia afirmación de Alfred Hitchcock, maestro del suspenso en el cine. Y por fin, no nos preocupemos nunca de que si contamos en un relato hechos que de verdad ocurrieron, sean distintos de como en realidad fueron. Eso nada tiene que ver con la congruencia, ni con la credibilidad. Una novela no es un libro de historia. La realidad es sólo un clavo que sirve para colgar la novela, dice Alejandro Dumas. Más bien alegrémonos si podemos alterar la historia, y los hechos quedan en la memoria futura como ocurren en la novela. Ése no es sino el triunfo del escritor.
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