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©Álvaro Trujillo C.
© Fundación Editorial El perro y la rana, 2013
Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela, 1010.
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comunicacionesperroyrana@gmail.com Páginas web: www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve Redes sociales Facebook: Editorialelperroylarana / Twitter: @perroyranalibro
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Diseño de la colección: Mónica Piscitelli / Carlos Zerpa Edición al cuidado de: Juan Carlos Torres Corrección: Arlette Valenotti
Diagramación: Armando Rodríguez Portada: David Dávila
Hecho el Depósito de Ley
Depósito legal lfi 40220158003623 ISBN 978-980-14-3124-4
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c o l e c c i ó n Páginas Venezolanas La narrativa en Venezuela es el canto que define un universo sincrético de imaginarios, de historias y sueños; es la fotografía de los portales que han permitido al venezolano encontrarse consigo mismo. Esta colección celebra –a través de sus cuatro series– las páginas que concentran tinta como savia de nuestra tierra, esa feria de luces que define el camino de un pueblo entero y sus orígenes. La serie Clásicos abarca las obras que por su fuerza se han convertido en referentes esenciales de la narrativa venezolana; Contemporáneos reúne títulos de autores que desde las últimas décadas han girado la pluma para hacer rezumar de sus palabras nuevos conceptos y perspectivas; Antologías es un espacio destinado al encuentro de voces que unidas abren senderos al deleite y la crítica; y finalmente la serie Breves concentra textos cuya extensión le permite al lector arroparlos en una sola mirada.
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La espera Las cavas del pollo y el pescado chorrean agua con sangre. La sangre pasa junto a la acera donde mi mamá me dijo que la esperara. Una pared rayada me da sombra. La señora Olga saca las empanadas del caldero y se limpia la frente. Hoy no vino Mary a ayudarle; está enferma: tiene hepatitis. El quesero se voltea en la silla de ruedas y corta un pedazo del concha negra. Se lo da a una muchacha blanca blanca como la mayonesa. El sol está candela y Otto se hizo un sombrero con una caja de cartón. Su camioneta brilla y parece el propio platillo volador. Mi mamá debe estar escogiendo los tomates uno por uno. Ella los mira, los remira, los soba y después es que los mete en la bolsa. Se demora toda la mañana y apenas compra tres o cuatro cosas. Debe ser que para ella el mercado es muy divertido. Yo no sé qué le ve de bueno a este gentío y a este solazo. Todos los sábados
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siempre es lo mismo. Si mi papá viviera con nosotros, a lo mejor fuéramos a la playa o al estadio, quién sabe. Allá viene el hombre que vende el martillo del Chapulín Colorado y la pega loca. Más atrás viene la señora de los bollos pelones, la que el otro día le dio su tatequieto a Tasmania, el loco que le gusta tocar a las mujeres. La mayoría de las muchachas del mercado andan en chores y algunas hasta con batas claritas. Se les ve todo, como si estuvieran dentro de su casa. Se la pasan, tú sabes, provocándolo a uno, pero si tú les dices algo te mandan a lavar ese rabo. Ahora más tarde voy a pasar por el puesto de Iván, dijo que me iba a regalar un cidí de vallenatos. Si yo tuviera una batería de carro y un equipo de sonido, monto un negocio como el de Iván: puro escuchando música de la fina. Ojalá que mi mamá venga rápido. Hoy hay demasiada gente, debe ser porque mañana es Navidad y todo el mundo quiere hacer hallacas. Ojalá mi tío Esteban me mande a comprar hallacas en casa de la señora Olga, de paso veo si Mary tiene todavía los ojos amarillos. A mí lo que más me gusta de la Navidad son los fosforitos. Suenan durísimo, como si fueran tiros. Jonathan y Miguelito siempre se compran una caja y empezamos a divertirnos. Se los tiramos a los motorizados, a los yises cuando bajan a la avenida y a los perros del basurero. A veces metemos varios en una lata y ¡blum!, la bicha salta y explota criminal. El año pasado nos montamos en la platabanda de Chui y les tiramos varios a los malandros que
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La espera
fuman piedra detrás de la pared de Mencha. Madre susto el que se llevaron. ¡Hay que ver que mi mamá sí se dilata! Segurito que se puso a hablar con la señora del ajo molido. Yo creo que las dos estudiaron en la misma escuela, porque hablan y hablan como dos comadres. La señora del ajo es evangélica y quiere que mi mamá se meta al culto. A mí no me gustaría eso porque quién sabe cómo pasan el veinticuatro y el treinta y uno los evangélicos. De repente me dejan esperando el afiche de la Vinotinto o la gorra de Los Leones del Caracas. Claro, que a mí lo que más me gustaría serían unos patines en línea. Pero qué va a hacer uno, si Dios no le da cacho a burro, como dice mi tío Esteban. No es tanto porque los patines sean caros, sino porque la gente dice que no los puedo usar por el asunto de la polio. Yo no le paro a eso, pero mi mamá sí se pone muy triste cuando habla de las veces que me ha llevado al hospital. Esta tarde le voy a decir a Jonathan y a Miguelito que nos vayamos a la cancha de bolas. Esta tarde hay caballos, caballero, y segurito que también va a estar Canguro con los dados. ¡El Chérif!, grita Canguro cada vez que sale el siete y nadie lo juega. Es un vacilón ese Canguro y se mete una pelota de real con los dados. Yo una vez gané con el Chérif y me compré el álbum de la NBA y un montón de barajitas, hasta me alcanzó para hamburguesas y todo. Allá como que viene mi mamá, ¡por fin!, ahora sí voy a ir adonde Iván y después calabaza, calabaza, todo el mundo pa, su casa.
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El arte de alcanzar el éxito El muchacho saltó del autobús cuando apenas se abrió la puerta. Un motorizado que venía entre los carros tuvo que maniobrar y le mentó la madre. Alexis no respondió. Alcanzó la acera y vio a una jeva buenísima entrando en una zapatería. Quiso seguirla, pero llegaría tarde a la entrevista. Caminaba veloz y en zigzag con una carpeta bajo el brazo. El sol de la tarde le apretaba aún más el nudo de la corbata. Por fin llegó hasta la torre del banco. Se pasó un dedo por la frente corriéndose el sudor y rogó que no se le notara tan rápido la falta de desodorante. En el piso 27 una rubia recibía los documentos. La gente esperaba en una sala fría y alfombrada. Media hora después, la rubia comenzó a llamar a los citados, repitiendo cada vez el número desde una oficina ubicada al final de un pasillo. Las manos de Alexis comenzaron a helarse. La voz de Shakira
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entraba por el cielo raso a través del hilo musical. Cuando lo nombraron, el muchacho se levantó de un brinco, dio cuatro zancadas y casi tumba un enorme matero al salir de la sala. La puerta de la oficina estaba abierta. Un hombre de escasos bigotes lo saludó y le tendió la mano. Sobre el escritorio había una plaquita en la que se leía: Lic. Edgar Ramírez (Recursos Humanos). Alexis miró hacia un amplio ventanal y se distrajo con la ciudad y los cerros poblados. El licenciado echó una hojeada al currículum vítae que tenía delante. —¿Hiciste un curso de computación? —preguntó. —Sí. —¿Cuánto tiempo duró? —Un año —mintió el muchacho. —¿Cuáles programas conoces? —¿Cómo? —Explícame qué te enseñaron en el curso. —Bueno, era un curso de operador y programador en la Academia Americana. Nos dieron... historia de la computación... deoese... introducción a güindous. —¿Has tenido experiencia manejando PC? Alexis dudó un momento. —No mucha. —¿Por qué quieres trabajar en el banco? —Bueno, para superarme, para mejorarme económicamente... ayudar a mi familia. El hombre le daba vueltas a un bolígrafo.
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—Mira, por ahora estamos en un proceso de preselección de personal —dijo—. En cuanto terminemos las entrevistas comenzaremos a llamar los aspirantes a cargos. Según lo que leí aquí tú colocaste para mensajero, ¿no? —Sí. —Okey, entonces espera nuestra llamada —el licenciado le extendió el brazo y forzó una sonrisa—. Buenas tardes. Ya casi en la puerta el muchacho volteó. —¿Dentro de cuánto tiempo más o menos llaman? —Apenas terminemos la preselección. Fuera del edificio, Alexis sintió hambre. Al otro lado de la calle se levantaba un McDonald’s y en la esquina había un vendedor de perros calientes, pero él solo tenía lo justo para el pasaje de regreso. Avanzó por el bulevar que conducía hasta la Plaza Bolívar. Allí se sentó, se zafó la corbata y sonaron cuatro campanazos en la Catedral. Entonces recordó que un primo suyo trabajaba en una relojería cercana y a lo mejor le prestaba dinero. Hacia el fondo de un pequeño local un muchacho con la cabeza rapada le cambiaba la pila a un Casio de pulsera. Una mujer algo canosa, que sin duda era la encargada del negocio, atendía el mostrador. Alexis gritó: —¡Mosca con ese tipo!
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Matías levantó la cara, sonrió y saludó a lo militar. Fueron a tomarse un café. El primo le contó lo de siempre: que se iba a casar con Kelly y que se irían a vivir lejos de Caracas. Esta vez era verdad: la jeva estaba embarazada y tenía unos hermanos que lo amenazaban de muerte. Alexis hizo un chiste acerca de los embarazos y los entierros. Rieron. Después hablaron de la última película de Batman y de una rumba que habían hecho en la playa con unos viejos cidís de salsa. Matías cambió el tono y confesó que estaba preocupado por lo que le venía encima. —¿Tú no tienes plata que me prestes? —dijo. Alexis soltó la carcajada. —No, vale, si más bien yo venía a que me salvaras con algo. Estoy buscando chamba. Los primos regresaron y quedaron en verse la semana siguiente. La mujer canosa no ocultó su disgusto por la demora. Dos cuadras antes de llegar a la parada del autobús, Alexis pasó por los puestos de buhoneros ciegos. Carlos Alberto se daba un aire de matón ingenuo con sus viejos Ray-Ban oscuros. La venta estaba mala. Casi nadie compraba llaveros, ni afeitadoras, ni callicidas. Algún loco periodista todavía seguía atormentándolo con preguntas necias. Tiempo atrás Carlos Alberto se había vuelto tristemente famoso, luego que un policía detuviera y violara a su esposa invidente en una jefatura. Alexis, por respeto, no intentó
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hablarle de aquel tema tan terrible. El ciego comentó con nostalgia la desaparición de las radionovelas y solo esperaba que no sacaran del aire el programa Nuestro insólito universo. A propósito, relató la historia que había escuchado esa mañana acerca de un mendigo ninja, que durante treinta años había vivido bajo las alcantarillas de Nueva York alimentándose de ratas, arañas y cucarachas. Alexis sintió que se le revolvían las tripas y del tiro se le quitó el hambre. Continuó su camino hasta la parada y se fue colgado de un autobús en donde no cabía ni un alma. El cerro comenzaba en el terminal de los autobuses. La cola para tomar el jeep que subía estaba larguísima. Alexis distinguió algunas caras, pero no quiso abusar de la amistad para colearse. Empezó a escalar la cuesta a pie. Cuando pasó por la bodega de La Bruja, su tío Raúl lo llamó para brindarle unas cervezas. Raúl estuvo contándole que había visto a Santiago trabajando en una línea de microbuses de la avenida Páez. El muchacho fingió interesarse, pero poco le importaba, pues nunca sabía nada del hombre que lo había abandonado a él, a sus hermanos y a su madre. Además, la única vez que pudo verlo y saber que era su padre, fue cuando alguien se lo señaló entre una multitud que acudía a una corrida de toros. Raúl apostaba cada veinte minutos a los caballos y estaba perdiendo. Después de la cuarta carrera, Alexis decidió irse. Cerca del basurero reconoció a Zuleima, la chama que le movía el piso y le hacía
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saltar el corazón. Traía puesta una lycra blanca que recortaba su cintura de reloj de arena contra la oscuridad del barrio. Iba acompañada de Cristina. Cuando se tropezaron en la escalera, él apenas las miró: a ellas solo les interesaban los pistoleros. En casa todos veían la telenovela: hermanos, hermanas y cuñados. Alexis entró sin saludar y fue a cambiarse de ropa en uno de los cuartos. La madre, una mujer envejecida por la resignación y la amargura, le gritó desde la sala que su comida estaba en la olla. Comió apurado, como si acabara de caer en el ejército. De pronto escuchó el comercial: “El arte de alcanzar el éxito está en el ahorro... ahorre con nosotros en el Banco Continental y recuerde... el que guarda siempre tiene”. La madre giró los ojos de la pantalla a la mesa y le preguntó por el empleo del banco. El muchacho no dio demasiadas explicaciones, buscó una chaqueta deportiva y salió a la calle. Al cerrar la puerta oyó una voz. —¿Para dónde vas tú, Alexis? —Ya vengo —gritó. Al pie de un poste sin luz, Daniel, el Indio y Julito compartían media botella de ron. Una miniteca retumbaba cinco o seis casas más allá. El Indio se perdía de a ratos jibariando la mercancía prohibida. Alexis caminaba sin rumbo fijo. De repente se encontró frente a las sombras y tuvo algo de miedo. Daniel le cortó el paso. —Un cigarrillo ahí —dijo.
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—Qué va, no tengo. Daniel identificó al chamo. —Entonces, mi pana, ¿no me reconoce? —dijo acomodándose un pasamontañas. Alexis forzó la vista. —¡Epa, Dany, cómo está la vaina! —dijo palmeando el hombro del otro. —Bien, qué, ¿vas a echar un pie? —Bueno, voy a ver qué es lo que, pero no estoy pendiente de nada. —Vaya, échese un candelazo —dijo Julito sacando el ron de una zanja. Alexis bebió un trago largo del pico de la botella. Se despidió y siguió hacia la música. El cumpleaños de Mariángel estaba encendido. Había mucha gente, la mayoría, habitantes del sector. La casa era pequeña y esto obligaba a varias personas a permanecer afuera. Los chamos de la miniteca alternaban la salsa de Jerry Rivera y Tito Rojas con temas de los hermanos Lebrón y Héctor Lavoe. Alexis asomó la cabeza por la ventana cuando sonó un merengue acelerado. Las caderas de las tiernas comenzaron a moverse con furor dominicano. Entonces apareció la lycra de Zuleima, transparentando malvadamente el hilo dental que llevaba debajo. La ventana era una celda de buzos con los ojos engolosinados. La jeva no miraba a nadie. A cada giro dejaba brillar una sonrisa hasta su pareja: un gemelo de Michael Jordan. Alexis había oído hablar del tipo.
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Se llamaba Francisco, alias Chicho, con un camión de muertos encima y solicitado por tres cuerpos policiales. El negro calzaba unos Nike que costaban lo que ganaría en dos meses un mensajero del Banco Continental. Elementos como ese conseguían de todo y siempre andaban solventes, por eso los prefería Zuleima. Orlando el Orejón, uno de los que estaba pegado a la ventana, dijo: —El Chicho está comiendo cochino, dígalo. Alexis lo miró sin saber qué decir. A todo el mundo le gustaba Zuleima, aunque muchos afirmaran a despecho que no solo era el billete lo que la unía a Chicho, sino que se había vuelto periquera. Por un momento, Alexis retrocedió diez años y vio a Zuleima convertida en la reina de un carnaval junto a un grupo de niñas. En aquel entonces ella vivía frente a su casa, pero ahora, según las malas lenguas, se gastaba tremendo apartamento en el Este. Sin embargo, él siempre la encontraba en cuanto bochinche se armaba en el barrio. Orlando el Orejón se zambulló entre los bailadores y regresó con un vaso lleno de ron. Mariángel se estaba portando bien con los animales nocturnos. Alexis encendió un cigarrillo apoyado en una baranda. El Orejón se le acercó y le pidió uno. —Este lo acabo de martillar, mi pana —dijo Alexis. —Tranquilo, me dejas la cola.
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—Si quieres te lo cambio por ese trago. Orlando el Orejón sonrío y mostró los dientes partidos. —Allá adentro hay curda que jode. Pero sabes qué, deberíamos subir a La Cumbre. Allá la vaina está más de pinga, además, está tocando el Sinsayé. —Lo malo es que en esa zona yo no conozco a nadie. —Usté quédese sano, usté va conmigo y yo le presento a toda la gente. ¿Okey? —Okey. Ambos subieron, pero luego de que cada uno se bebiera, por cortesía forzosa de la cumpleañera, dos vasos de ron y una guarapita. En La Cumbre la rumba estallaba desde una tarima improvisada en la que varios hermanos músicos descargaban al calor de lo que pedía la gente. Al parecer se trataba de una celebración organizada por la junta de vecinos del sector. Alexis sentía los efectos del alcohol, los que le proporcionaban cierta seguridad en sí mismo en aquel territorio. Esa noche conoció al Ñeco y al Yoel. Los dos figuraban en la lista de la policía como azotes de barrio, pero eran sencillamente quienes comandaban el negocio de la droga. El Chicho les hacía la competencia: invadía la zona, tumbaba a los jíbaros y contrataba encapuchados para que robaran armamento. De modo que era mejor no mencionar a ese sujeto, como se lo había advertido Orlando el Orejón.
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El Ñeco y el Yoel tenían su guarida en un rancho ubicado no lejos del lugar donde se producía el rumbón. Las paredes de la sala, aún sin frisar, habían sido forradas torpemente con un viejo papel tapiz de arabescos. Alexis tragaba pequeños buches de una bombona de anís, luego de rechazar unos pases de perico. Orlando el Orejón, por el contrario, no desaprovechó el agasajo de sus anfitriones, quienes lo dotaron para el trabajo y le vendieron unos proyectiles. Alexis fue a la parte trasera del rancho a orinar. Se sentía bastante mareado. Tras una cortina halló una especie de jardín o al menos eso le pareció ver. Se bajó el cierre del pantalón y pensó que nunca lo llamarían del banco. Él no tenía teléfono y en la planilla había colocado el número de su tío Raúl, pero en esa casa siempre contestaban los carajitos. No iba a buscar más en los periódicos, donde los empleos eran para vender ollas Rinagüer, filtros de agua o para vender cursos de inglés, pura pérdida. Necesitaba plata rápido, hacer algo que diera billete. Él no servía para joderse como Carlos Alberto, ni tampoco sabía un oficio como Matías. Debía hacer algo urgente para poder comprar el corazón de ella, de Zuleima, la chama que le daba en ese clavo que ahora sujetaba con la mano. Alexis volvió a la sala y encontró al Orejón un poco acelerado: quería irse, quería moverla. Salieron todos del rancho. El Ñeco y el Yoel los despidieron y se esfumaron como fantasmas por un callejón. Los -20-
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otros regresaron a la música en vivo que continuaba su delirante cadencia. —Pana, necesito que me consigas un revólver —dijo Alexis. Orlando el Orejón soltó una carcajada burlona. —¿Ya te pegó la curda? ¿Para qué quieres un hierro? ¿A quién vas a matar? —Quiero que me hagas una segunda con el Ñeco. Para chambear de jíbaro necesito un armamento, ¿no? El Orejón adoptó un tono paternal, casi compasivo. —Eso no es así tan fácil como tú crees, chamo. ¿Tú crees que esto es soplar y hacer botellas? Estás equivocado, lo que te puedes ganar es que te metan un tiro en la cabeza rapidito. —Yo lo sé, pero necesito plata como sea. —Mire, pana, le voy a dar un consejo: váyase para su casa. Y si usté quiere comenzar en el negocio, hágase popular. No le digo más nada. —Entonces, ¿no me vas a ayudar? —Otro día hablamos. ¡Cuidao y te caes! Alexis perdió el equilibrio al pisar un terreno falso, pero no cayó. El Sinsayé terminó de tocar. La gente comenzó a dispersarse. Orlando el Orejón propuso que bajaran. En el trayecto, Alexis vomitó y sintió desmayarse. Al recuperarse, todo lo envolvía el silencio de la madrugada; el Orejón había desaparecido. Cuando llegó a su casa, trató de no hacer ruido.
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Cayó como una piedra en la cama. Pero antes de dormirse, y en medio de sombras de aspas que veía girar al cerrar los ojos, se imaginó dueño del Banco Continental, sentado frente a una playa junto a Zuleima, y se dijo que el verdadero arte de alcanzar el éxito estaba en las caderas de la chama lycra blanca droga de los millonarios.
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Ajedrez malandro Anoche me vinieron con el cuento de que el Ñato había matao al Toño, de que se habían caído a plomo por el callejón de la 5 de Julio. Me dijeron que la vaina fue por unos reales que Comiquita le pagó al Ñato y el Toño se los tumbó. Entonces el Ñato le tiró una emboscada al compinche, lo puso a pedí perdón contra el piso y le zampó tres pepazos en el güiro. ¡Qué mojón tan grande, caballero! La mujer de Nesto como que me vio la caraepoceta. Primero, déjame decirte que conozco a esa gente mejor que nadie. Los conozco desde carajito, desde cuando íbamos a Montalbán a tumbá bicicletas. Segundo: el que le pega a su familia se arruina. Tanto el Ñato como el Toño son altos panas. Uña y mugre pa, lo que salga. No que si esto, no que si lo otro, nada, una mano lava la otra y las dos lavan la cara. Tercero: perro no come perro. Con eso te digo todo. Lo que
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pasa es que a la gente le gusta darle al yoyo que da miedo. Apenas pasa algo en el barrio, ahí mismito lo ponen de este tamaño. Esta mañana, por ejemplo, vino Richa a caerme a muela. El chamo me dice que lo que pasó fue que al Toño se le escapó una bala jugando a la ruleta rusa. Dice que el Ñato, Comiquita y el Toño agarraron tremenda curda el jueves en la noche. Después empezaron y que pulseá pa, ve quién era el más arrecho. Comiquita perdió cuatro lucas y no las pagó. Entonces el Ñato se amotinó. Pero antes que se formara un peo, el Toño sacó un treinta y ocho y se puso a inventá, se puso y que a contá una película vieja que habían pasado el domingo, la del francotirador. Después quería que jugaran a la ruleta rusa. En una de esas el hombre hizo así, apretó el gatillo y se voló la cabeza. Comiquita dejó el pelero. Llegó la gente y encontró al Ñato llorando la pea y hablando con un muerto, qué bolas, cómo te vas a matá así, tan ñeramente, viejo. Mire, caballero, ahora yo digo: o me están vacilando de frente o me quieren poné cabezón aquí en el hospital. Al Richa yo le creo la mitá de lo que dice, será sobrino mío y todo, pero el bicho te mete unas cobas que quedas mirando azul. Lo más cumbre del caso es que orita se acaba de ir mi jeva que vino precisamente a contarme el asunto. La jeva me dice que los panas sí se rascaron, pero que es falso lo de la ruleta, que lo que estaban jugando era el ajedrez malandro. Resulta que el Ñato y el Toño pa, sacudirse la rasca empezaron a periquearse y a distraé
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la mente en el tablero. Llevaban como dos horas en ese plan cuando apareció Comiquita con un saboteo y un chalequeo. El tipo comenzó y que ¡ese caballo blanco está soplao!, ¡ese peón negro no tiene cédula!, ¡alfil come doble y corona! Después empezó a tumbá las piezas y el Toño se engoriló. Comiquita andaba picao por una culebra vieja que tenía con el chamo. Pero la rata no quiso caerse a coñazo limpio como es debido, sino que se fue a encaletá en el callejón de la 5 de Julio. A la media hora el Toño salió a buscá algo pa, huelé y nunca más regresó. Amaneció con el mosquero en la boca. El Ñato ni siquiera escuchó el tiroteo, pero le echaron el ganso. Eso fue todo lo que pasó, según la jeva. Pero yo sigo como Santo Tomá: a otro con ese cuento porque tampoco me lo trago. A conciencia que es así. Apenas me pongan los clavos y me den de alta, voy derechito a hablá con el Ñato. Porque dos cosas sí las tengo claras. La primera: que Antonio José Sibira, o sea, el Toño, peló bola. Y la segunda, como dice Palmieri, “en este mundo hay una cosa muy mala, qué mala es, qué mala es, qué mala es, ¿qué cosa?: la lengua”.
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Corazón de cristal ¿Y cómo te fue en Oriente? Ay, me imagino, si viniste hasta más negra del sol que agarraste. Qué nota, pero eso sí te digo, yo no soporto ese calorón de allá, qué va, miamor, ni loca me mudaría para ese monte. Claro, lo bueno es que casi siempre tienes la playa o un río ahí mismito. No sé si te he contado que la familia de José es de Cumaná. Bueno, yo le he dicho que deberíamos hacer un viajecito, corto, por supuesto, aunque sea por los niños. Figúrate que Maikel y Mayerlín todavía no conocen a su abuela por parte de papá. Pues no, chica, la señora se llama Francisca y es chévere, tratable. Pero dime, así que fueron como tres semanas y pico bonchando. Qué bien, me alegro por ti. Pero, chama, seguro que no sabes de lo que te has perdido. ¿De qué va a ser? Por Dios, Zulma, ¿qué nos pasamos comentando todos los días? ¡Claro, mija! ¡Hay que ver que cuando uno
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viaja se olvida de todo! Ya va, ya va, deja que te cuente desde el principio. Te acuerdas que Gisela vio a Ignacio montándole cachos con la Liliana, la ojitos verdes. Okey, pues ahí mismo Gisela agarró sus cosas y se fue para casa de su tía. Sí, eso fue después que él y ella tuvieron tremenda discusión. La vieja Clementina, la mamá de Ignacio, estaba detrás de una puerta y escuchó todo, pero como anda encompinchada con la Liliana se hizo la loca, como si no hubiera pasado nada. Y Gisela, pobrecita, estaba hecha una Magdalena, daba lástima, pero se veía que también lloraba era de rabia. Yo te digo, chama, a mí José me hace algo así y yo lo mato. En serio, no te rías. ¿Tú sabes lo que es que se burlen de ti en tu propia cara? Eso no tiene perdón de nadie. Okey, vamos a suponer, el hombre es hombre y puede tener una aventura equis siempre y cuando uno no se entere, pero si uno lo llega a saber o a pillar, lo siento, hasta aquí te trajo el río. Chao y si te he visto no me acuerdo. Y déjame decirte que lo más triste del asunto fue que ese día a Gisela le habían entregado la prueba de embarazo y salió positiva. Menos mal que no le dijo a nadie que estaba preñada. No, ni a la tía. Bueno, el Ignacio comenzó a buscarla como un desesperado. Un día se apareció en el barrio donde vivía la tía, pero no encontró la casa. Entonces contrató a un supuesto detective para que la buscara y le dio una foto. Por cierto que eso fue un vacilón, porque al detective, que es un gordo así como el del programa El gordo y la flaca, le han salido unos maladros
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que lo dejaron en interiores. Le pasó igualito que al compadre Franklin la primera vez que vino por aquí. ¡Maikel, Maikel! ¡No toques a ese perro! Después te metes los dedos a la boca, cochino. Bueno, como te seguía diciendo, pues la Gisela encontró trabajo en un hospital. Acuérdate que ella era la cachifa de la vieja Clementina, ella venía del campo y no sabía hacer nada. Pero como la tía se la pasaba enferma y yendo siempre al hospital, le dijo que preguntara por un tal doctor Sergio, uno que ella conocía y que por cierto está buenísimo, ya lo vas a ver. El tipo le hizo la segunda y Gisela entró como ayudante de enfermera o enfermera auxiliar, algo así. Okey, resulta que un día el doctor la invita a tomarse un café. Cuando ya iban a sentarse a Gisela le da un mareo y el doctor la agarra por los brazos, tú sabes, para que no se cayera. Ella reaccionó rápido, pero adivina qué pasó. Muérete. Por casualidades de la vida, apareció Ignacio y los vio así, y claro, hombre al fin, pensó mal. Sí, bueno, ella también lo vio cuando medio se le pasó el yeyo. Entonces él se le acercó y le dijo: Gisela, tenemos que hablar. Ella lo miró con desprecio. “Entre tú y yo no hay nada que hablar”, le dijo y se fue con el doctor. Bien hecho. Porque ahora dime tú, ¿no tiene ella razón de no querer nada con él después de lo que le hizo? La mayoría de los hombres son unos caraduras. ¿Qué? ¿La barriga? No, no se le notaba nada. Bueno, hay mujeres así. Fíjate que mi prima Iraima no echó nadita de barriga cuando lo de Sujeidy, y eso que la
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niña pesó casi cuatro kilos y midió 52 centímetros. ¡Maikel! ¡Cuidado! ¡Cochino! Te dije que dejaras tranquilo a ese condenado perro. ¿Tú como que eres sordo? De vaina te quita un dedo. Vete a ver televisión y te me quedas quieto porque si no vas a llevar más palo que una gata ladrona. Este carajito está insoportable. ¿La escuela? No, chica, si hay una huelga de maestros que ya va para una semana. Parece que el Gobierno no les quiere pagar el aumento, no sé. ¿Quieres café? Disculpa que no te haya ofrecido antes. Voy a calentarlo. Casi no tiene azúcar porque se me acabó. Chama, ¡cómo ha subido la comida en el mercado! Vamos a terminar comiéndonos unos a otros. El sábado de casualidad no me dio un infarto cuando fui a comprar la leche y medio cartón de huevos. Todo estaba carísimo. Esto parece fin de mundo, como dicen los evangélicos que se paran allá arriba en el plan. Y para completar, ahora en el trabajo de José y que están botando un montón de gente. Pero no vamos a hablar de cosas feas. ¿Por dónde iba? Ajá, pues sí, resulta que el Ignacio se empeñó en hablar a juro con Gisela y los vigilantes tuvieron que sacarlo del hospital. Entonces se montó en su carro y como andaba furioso vino y se estrelló contra un camión. No, no se mató de broma, pero quedó mal, todo aporreado y uno de los golpes lo dejó ciego. Sí, chama, de verdad, figúrate que el carro lo esperoló todito. El que la hace, tarde o temprano la paga, eso es así. Bueno, total que estuvo en una clínica y la vieja
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Clementina sufriendo y más atrás la hipócrita de Liliana llorando, como si no hubiera partido ni un plato. Claro, allí ella aprovechó para ganárselo de una vez por todas. Le daba la comida en la boca, le hacía cariñitos, le traía regalitos y pare de contar. La hubieras visto, por la plata baila el perro, miamor. Esa mujer sí me cae mal. Tan odiosa que es y con esos ojotes verdes y rayados que parece una diabla. Si no hubiera sido por ella, hace rato que Ignacio se hubiese casado con Gisela. Tú sabes que a él no le importó que ella viniera de abajo y Gisela lo quiere, por eso se le entregó, qué más prueba de amor que eso, ¿verdad? Claro, que yo conozco a muchas por aquí que la dan por gusto, y no te digo nombres porque las paredes tienen oídos. Ahora, también hay mujeres que saben usar la que te conté y llegan hasta jólibud y son famosas. Ahí tienes tú a María Conchita. Ha hecho películas con Suazeneyer y con el otro y hasta de repente un día viene y se gana el Oscar. Ay, chama, Mayerling como que se me está despertando. La tengo un poco quebrantada. Sí, debe ser el virus ese que está dando. Voy a montar una olla con agua. José ya debe venir por ahí y unos espaguetis es lo más rápido para salir del paso. Vente, acompáñame a la cocina, que a ti no te gusta el chisme pero te entretiene. Aunque esto no es ningún chisme, sino cosas que pasan. Oye, menos mal que pusieron la luz, porque desde antier que se quemó un poste por allá abajo todo el mundo se está alumbrando con velas. Esta mañana fue que
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me di cuenta de que ya había luz cuando abrí la nevera. Mira, pero como te seguía contando, no me vas a creer si te digo que a Gisela la agarró la malunga. ¿No sabes que es la malunga? Chama, esa es la peor de las malas suertes que le puede caer a uno, el peor de los salamientos, la peor pava, de verdad. Así me dijo mi cuñada que le había dicho un brujo de Guatire. Tienes que comprarte una contra para que te proteja. Se llama el Morumbo Cotingua, es como un medallón y es bien efectivo. No, no estoy echando vaina, fuera de broma, yo me lo compré, te lo voy a enseñar, después te digo dónde los venden. Uno nunca sabe, chama, la gente mala está en todas partes y la peor brujería es la envidia. Ya te voy a decir qué fue lo que le pasó a Gisela, no te me adelantes. Sergio, el doctor, comenzó a atacarla desde el día del cafetín y por supuesto que se dio cuenta de que estaba preñada. Ella no le dijo de quién, pero lo que está a la vista no necesita anteojos. Entonces comenzaron a salir juntos. Fueron a Wendy’s, a un parque y a un centro comercial donde él le compró una canastilla. Ella al princiÉl le dijo que era divorciado, que tenía un hijo y que ella le parecía una persona muy especial. Todo burda de romántico. Bueno, hasta aquí la cosa iba bien. Un día Gisela se encontró a Fernando, el chofer de la vieja Clementina, y se enteró de que Ignacio había quedado ciego en un accidente. Yo no sé qué le pasó a esa mujer, pero ahí se le salió lo campesina. Se puso
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con una ridiculez y un llantén y le dijo a la tía que a pesar de todo ella seguía queriendo a Ignacio y que le iba a decir lo del embarazo. Me acuerdo que dijo: Él debe saber que llevo un hijo suyo en mis entrañas. Total, que se fue a la casa de la vieja Clementina, pero se encontró con la cuaima de la Liliana. En el porche de la casa se cayeron a insultos y después se agarraron. En una de esas, la Liliana la empujó y Gisela rodó por unas escaleras de piedra. Sí, chama, horrible. Eso fue un crimen. Claro, perdió el hijo y la pobre se salvó de milagro. ¿Ves cómo es la malunga de arrecha? Y lo peor es que nadie vio nada porque todos estaban en la parte de atrás de la casa, donde está la piscina. Ahí como que llegó José. ¿Qué pasó? Traes una cara. ¿No vas a saludar a Zulma? Llegó esta mañana de Oriente. Si tienes mucha hambre te vas a tener que esperar un ratico, que a los espaguetis todavía les falta. Oye, Zulma, esta noche José salió ganando. No van a pasar la novela, imagínate. Van a pasar un juego de pelota. Eso es lo más fastidioso que puede haber, eso sí que es una desgracia. Ay, José, no me vengas con eso, yo sé que no te gusta ni la canción de la novela, pero cuando comienza Corazón de cristal hecho el loco te la calas completica. ¿Qué es pura qué? No sabes lo que estás diciendo, miamor. Lo que pasa es que nunca le pones atención. Ustedes los hombres son una cuerda de ignorantes. ¿Fantasía? Fantasía es lo que tú empiezas a ver cuando te tomas tres cervezas. Para que lo vayas sabiendo, Corazón de cristal es la mejor producción
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dram谩tica que han pasado en la televisi贸n venezolana. Te habla de la pareja, de los hijos, los sentimientos, el amor, las peleas, de todo. As铆 es que mejor te vas a ver tu mocho juego porque le voy a seguir contando a Zulma lo que se perdi贸, o sea, la realidad de la vida, pues.
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Las medidas Damas y caballeros, amigos televidentes, la hora ha llegado. Transmitiendo desde aquí, desde el majestuoso Teatro Teresa Carreño para toda Venezuela y América. Ya están listas las candidatas para el primer desfile en traje de baño, cortesía de Gloria Vanderbilt, recibamos, pues, con un caluroso aplauso a la primera participante, la señorita María Luisa Jiménez. Ella representa al estado Aragua, tiene 19 años, cursa segundo semestre de Comunicación Social, sus medidas son 90-60-90, su hobby es la lectura y jugar al tenis, pertenece al signo Virgo y dice ser muy temperamental. Gracias, María Luisa. La siguiente concursante es la nación entera reclama una transformación urgente y sustancial en su estructura económica. El país requiere de un cambio profundo que lo impulse hacia rumbos definidos y destinos que permitan un vivir armonioso y estable. Hoy en día la
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economía mundial es el eje del desarrollo y el progreso de los pueblos. De modo que ha llegado el momento de abocarnos a una verdadera concertación nacional, el momento de que enfrentemos las dificultades y la crisis con una visión optimista en el porvenir, el momento en que todos unamos esfuerzos y nos sacrifiquemos por estos días vino a pedirme real, y que porque la niña se le había caído y yo le dije que no había cobrado y ahí empezó a insultarme y a chillá y a jodé. Bueno, pa qué le cuento, yo agarré una arrechera que de vaina no le caí a carajazos en plena calle. ¿Cómo puede uno calarse una mujer así?, compadre. Una mujer que no está pendiente de uno, ni de sus hijos, que no hace nada, ni comida pa’ ella misma. Fíjese, se la pasa todo el día en las casas ajenas chismeando, jugando bingo y hasta tomando cerveza. Sí, porque la han visto, yo sé que la han visto, yo tengo gente que me cuenta todo. Compa, la verdá es que ya yo estoy decepcionado. ¿Usté sabe cuál es la última? Que viene y me dice que no podíamos hacé nuestra cuestión, usté me entiende, porque y que estaba enferma. ¿Cómo es la vaina?, le digo yo. Y ella y que no, que le olía mal por allá abajo porque le bajaba una agüita blanca pero que no había podido ir al médico y no sé qué más. Bueno, de un solo pescozón la mandé a bañar pa’ que no fuera tan sucia, porque eso es lo último que pudimos conocer después que los secuestradores solicitaran un vehículo y el retiro de la policía de las adyacencias del banco. Por ahora se ha
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abierto un compás de espera de treinta minutos. Ya se hizo presente un fiscal del Ministerio Público y un representante de la Iglesia, quienes van a actuar como mediadores a instancias de los plagiarios. Al parecer son unas diez o quince personas los rehenes que desde las tres y veinticinco de esta tarde permanecen en poder, repetimos, de dos sujetos. Uno de ellos es Ricardo Hernández Solórzano, alias Ricardito, el otro se hace llamar Duglas. Como ustedes pueden observar a través de la cámara de Jaime Suárez, se ha acordonado toda el área por efectivos de los diferentes cuerpos policiales. La comunicación con los secuestradores se hace a través del aumento de la gasolina como medida indispensable, esta irá acompañada de un subsidio para los transportistas, con la finalidad de evitar su incidencia en las clases populares, quienes emplean diariamente este servicio. El Gobierno que presido ha estudiado un conjunto de beneficios que favorecerán al sector laboral, al pueblo trabajador, el cual está consciente que estos cambios económicos que hoy estamos anunciando son la semilla que cosecharemos mañana para la reactivación del déficit fiscal, y la implementación de una economía de mercado donde Miss Lara luce una linda cabellera rubia, es estudiante de modelaje, le gusta pintar y escuchar música, sus medidas son 90-60-90. La ganadora de esta noche se lleva una infinidad de premios, entre ellos, una camioneta Toyota último modelo, toda la línea de cosméticos Revlon por un año, un apartamento
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completamente amueblado, 50.000 dólares a su cuenta, un contrato para lucir los diseños exclusivos de Carolina Herrera por un año y, por supuesto, la oportunidad de representarnos en el Miss Universo. Vamos a un pequeño corte comercial y enseguida que conocí a Gracielita me ha ido bien, qué digo bien, superbién. Esa sí es una mujer hecha y derecha, en cambio aquella vaina ya no sirve. Mas sin embargo, okey, yo no les voy a negar el pan a mis hijos, no importa que no los vea, pero tampoco voy a mantener a alguien que el otro día, según me contaron, metió en el rancho al malandro Freddy, qué bolas. Mire, compa, yo de cabrón no tengo ni un pelo, por eso ya yo eché el resto, ya yo fui a los tribunales y hablé con ¡Jaime, por aquí!, ¡vente por aquí!, hace pocos momentos fueron liberados cinco rehenes, pero aún siguen secuestradas tres personas, todas mujeres, según pudimos confirmar. Una de ellas es Aurora Villalba, subgerente del Banco Continental. A mi lado se encuentra el padre Eugenio Rivera, quien pudo establecer contacto con los antisociales. Padre, ¿qué le dijeron los secuestradores? Bueno, hablé con Duglas y me dijo que no quería entregarse. Ellos están muy nerviosos, aunque gracias a Dios ya dejaron salir a cinco personas. ¡Paf, Paf! ¡Cuidado, padre! ¡Al suelo, al suelo! Acaban de escuchar dos detonaciones procedentes de la entidad bancaria, todavía no sabemos si el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo aumentarán los recursos necesarios para que
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el impacto de estas medidas sea el menor esperado, a la vez que se estabilizaría el precio del dólar a través del sistema de bandas y se reduciría la inflación que padecemos todos los venezolanos que asistimos a este hermoso teatro en una noche tan linda como esta, en donde reina la incertidumbre acerca de cuál será la ganadora. Vamos a abrir el sobre del premio Miss Fotogenia, que otorga el gremio de periodistas venezolanos. Y el premio es para la señorita Gioconda D’Souza, representante del estado Mérida, felicitaciones, preciosa, en esta ocasión coloca la banda nuestro reportero Juan Domínguez, adelante, sí, como ustedes pueden observar en sus pantallas de televisión, estamos a la expectativa. El Grupo de Operaciones Especiales penetró hace unos instantes en el banco. Hubo una explosión y varios disparos y se teme que haya heridos. La policía ha dificultado la labor de la prensa. ¡Por aquí, Jaime, sígueme! Atención. En estos momentos los efectivos policiales están sacando un cuerpo ensangrentado, al parecer es el de una mujer. ¡Ahí viene otro, Jaime! Como ustedes pueden ver, una segunda rehén es trasladada a la ambulancia, aparentemente, sin signos vitales. ¡Vente por acá! Ahora sacan el cuerpo de un hombre, sí hombre, pida nomás por esa boca las cervezas que quiera, pida que yo pago. Yo no lo traje aquí para que usté se aburriera, compadre. Aunque me va a perdonar que le cuente toda esta tragedia. Pero lo más importante es que ya tomé una decisión, una medida
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judicial, como quien dice. Sí señor, mañana mismo me divorcio y pasado mañana me vuelvo a casar, pero con Gracielita. Qué le parece, compa, no crea que son vainas de borracho, bueno y sano también se lo digo. Hay que brindar, hay que brindar, te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera los compromisos contraídos con los entes financieros internacionales permitirán solventar la difícil situación que atraviesa el país. En mi condición de jefe de Estado, estoy convencido de que los resultados positivos se comenzarán a ver a corto y mediano plazo, ya que las medidas adoptadas son como las intervenciones quirúrgicas a las que se somete un enfermo. Recordemos que no en balde nuestro Libertador Simón Bolívar llamó muchas veces al trabajo y al sacrificio, en pos de una democracia que ahora disfrutamos todos los canales de América a donde se transmite este espectáculo lleno de calor, color y belleza, aquí está, damas y caballeros, el momento esperado por todos, acérquense muchachas. Una de ustedes será la digna representante de la belleza venezolana en el certamen Miss Universo, a celebrarse este año en la ciudad de Honolulú, Hawai. Atención: primera finalista, la señorita Nicoleta Ferrini, Miss Lara. La nueva Miss Venezuela es la señorita Thaís Muller, Miss Distrito Capital, ¡enhorabuena!, sus medidas fueron que se acribillara a los secuestradores. No, esa no fue la decisión que se tomó; hicimos todo lo posible para que no hubiera víctimas. Comisario, ¿cómo
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se explica que las rehenes presenten tantos disparos en el cuerpo? Las heridas que sufrieron las damas fueron hechas por los secuestradores. ¿Por qué sigue muriendo gente inocente, señor comisario? ¿Por qué no se continuó dialogando? La medida que tomó el Grupo de Operaciones Especiales era necesaria. Es lamentable decirlo, pero era la única.
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La nueva era Este cielo es tan vasto que ningún mensaje puede mancharlo Kakuan, Los 10 toros
Voy para dos años trabajando en una compañía de seguros, Seguros Caroní. ¿Y qué tal te va? Ahí, más o menos, pero tengo ganas de cambiarme, buscar algo mejor. ¿Por qué, no te gusta? Hay mucha presión, chama, todos los días eso es un infierno. La gente cree que tratar con el público es fácil y es lo peor. Bueno, ¿y por qué no pides cambio de departamento? Si fuera así de simple, okey, pero eso no es así nomás, ahorita estoy en la oficina de reclamos y allí te prueban tu responsabilidad. Imagínate, todos los días llegan personas quejándose: que si no los atienden bien en las clínicas, que cuándo sale el cheque que le deben, que si esto, que si aquello, el horror de los horrores. Debes estar estresada, ¿cómo haces para
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controlar la angustia? Nada, ¿qué voy a hacer? El otro día le dije a mi mamá que estaba obstinada, que iba a renunciar, pero como que no le gustó porque torció la boca y se me quedó callada. Erika, te voy a prestar un libro buenísimo que se llama Cómo suprimir las preocupaciones, no recuerdo bien el nombre del autor, pero creo que. Por favor, Sandra, no es para burlarse. No, chica, si no me estoy burlando, a mí me ayudó bastante, de verdad. Mira, ahora existe una cantidad de libros que son una maravilla, que te pueden ayudar a solucionar tus problemas. Yo me he leído unos cuantos de desarrollo personal y, aunque no soy una especialista en la materia, te puedo decir muchas cosas. Ay, Sandra, tú sabes que yo para leer no soy muy buena que digamos. Ni cuando estudiábamos en el liceo, ¿no te acuerdas? No importa, poco a poco le vas a ir agarrando el gusto, son superinteresantes. Deberías comenzar leyendo un libro que se llama Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Allí te explican por qué los hombres y las mujeres son diferentes, por qué cada uno piensa y se comporta distinto, o sea, en una palabra, las relaciones humanas. Por cierto, ahora que hablas de hombres, en la compañía hay un tipo que ya no lo soporto. Es un corredor de seguros, pero como lleva años trabajando allí se la quiere dar de jefe, se la pasa gritando como un histérico y quiere que todas las mujeres le rindan pleitesía, está loco. Mira, tal vez a ti lo que te conviene es un cambio de ambiente, evitar las vibraciones negativas
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o, como tú misma dices, buscar otro trabajo. Para alcanzar eso lo único que tienes que hacer es visualizar tu futuro. ¡Dios mío, este autobús sí va lento!, ¿verdad?, ¿qué hora tienes? Van a ser las ocho, pero óyeme lo que te estoy diciendo, no te distraigas, cuando yo hice el taller de PNL... ¿Taller de qué? PNL: programación neurolingüística. Allí me enseñaron varias técnicas para planificar mi destino, o sea, para que todo lo que yo desee me salga como yo quiera. ¡No me digas! ¿Y eso funciona? Claro que sí, chama, todos los días yo planifico mi vida, hago mi mapa del tesoro, visualizo mi futuro, y tal cual yo veo las cosas, así mismo se me van dando. Simplemente hay que estar siempre positiva. ¿Cómo es eso del mapa del tesoro?, suena como si pudieras conseguir mucha plata. Puedes conseguir todo lo que tú quieras: dinero, salud, prosperidad. Pero lo más importante es que puedes mejorar tu calidad de vida. Es como un desarrollo material y espiritual, ¿entiendes? Deberías hacer este ejercicio: párate en la mañana frente al espejo y, antes de cepillarte o echarte agua en la cara, dices así: me amo y me acepto a mí misma, soy la hija predilecta del universo, hoy es mi día de triunfo y estoy feliz. Lo repites tres veces en voz alta y ya. Ay no, por favor, yo me sentiría ridícula, ¿tú lo has hecho, Sandra? Por supuesto, mija. Mira, la programación neurolingüística es un método científico, es una rama de la holística, la ciencia para el mejoramiento personal. Eso está supercomprobado en el
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mundo entero y, dime tú, si funciona para tanta gente ¿tú crees que va a ser mentira? Fíjate, lo que te estoy diciendo aparece mejor explicado en el libro del Dr. Lair Ribeiro El éxito no llega por casualidad, o en otro que se llama Usted puede sanar su vida, que lo escribió Luisa Hay, una mujer famosísima, ¿no la has oído por ahí? No importa. Hace poco salió un libro de un venezolano: Mi queso lo tenía El Barbarazo, que le responde a ¿Quién se ha llevado mi queso?, el libro de Spencer. Bueno, adivina cuántos ejemplares se han vendido. No sé, ¿cuántos? No tengo la cifra exacta, pero fueron miles de miles en la primera semana. Oye, Sandra, esos escritores deben tener mucho real. Claro, chica, si todos son millonarios, viven en mansiones lujosísimas y dan conferencias en varios países. Lair Ribeiro, por ejemplo, es brasileño, pero lo conocen hasta en la China. Una vez vino para acá a promocionar uno de sus libros. Ese día yo me enfermé, no me podía ni parar y no pude verlo, de verdad que fue una lástima. ¿Y la mujer? ¿Quién, Luisa Hay? Bueno, ella es norteamericana y según ella misma cuenta era una mujer muy pobre, pero mira hasta dónde ha llegado y gracias a qué, pues gracias a que todo lo visualiza. Sí, todo lo consigue a través de la imagen mental. La cuestión es simple, fíjate, pon atención. Buenos días, señores pasajeros, disculpen que les quite un minuto de su tiempo. No hemos venido a pedir para una cancha deportiva ni para un centro de rehabilitación de drogadictos. Ay, qué
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fastidio, ya se montó esa gente otra vez, ayer también fue lo mismo. Sí, chica, ahora todas las mañanas se suben en los autobuses con la misma cancioncita. Pero hazte la sorda y escúchame solo a mí que es importante. No estamos robando ni atracando, simplemente que por no tener una fuente de ingresos, más claro, un trabajo, mi compañero y yo hemos tenido la iniciativa de traerles en promoción tres ricas chupetas Boli-bomba. Cada una de estas chupetas tiene un precio en cualquier quiosco, abasto o panadería de cien bolívares. Nosotros les damos tres chupetas por el mismo precio de cien bolívares. Sí, mientras más fuerte tú pienses en algo, eso se te convierte en realidad. Así funciona la cosa: primero en la mente y después en la realidad. Claro, antes tienes que hacer unos ejercicios de relajación y meditación, lo que se llama elevar tu nivel alfa. Son cien bolívares que no enriquecen ni empobrecen a nadie, pero que les sirven para llevarle un regalo a sus hijos y nos ayudan a mi compañero y a mí, ya que como dije, no estamos pidiendo ni atracando sino trabajando. Aprovechen la promoción de las ricas chupetas Boli-bomba y gracias a los que colaboren y a los que no también. Que pasen todos muy buenos días. La programación neurolingüística es una maravilla, chama, eso te va a quitar el estrés en un dos por tres. Ay, hasta te salió en verso, pero la verdad es que lo que me estás diciendo es muy interesante. Bueno, si quieres me acompañas el jueves a Parque Central, va a venir un maestro de la India a
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dar una conferencia sobre meditación y desarrollo humano. No te prometo nada, pero voy a hacer todo lo posible por ir, déjame anotarte mi teléfono, me llamas al trabajo y nos encontramos en una estación del Metro. Perfecto, no te vas a arrepentir. Oye, Sandra, ¿dónde compraste ese collar? ¿Esto es una piedra? No, no me lo toques, es un amuleto magnetizado. Es bien bonito, ¿cómo se llama ese material? Ónix rosado y alpaca, le dije a un artesano amigo mío que me lo hiciera en forma de pirámide. Me gustaría tener uno. Yo lo uso como protección y centro de energía, deberías buscar tu propio amuleto, pero eso sí, tienes que magnetizarlo. ¿Y cómo? Fácil, con un ritual de liberación de ondas cósmicas. ¿Qué? Hay tres tipos de rituales: el de protección, el del amor y el del dinero. Cada uno es diferente, pero necesitas casi siempre los mismos elementos: tres cristales de cuarzo, dos mandalas y tu amuleto. Perdona mi ignorancia, pero ¿qué es eso de mandalas? Son unos símbolos antiguos que sirven para meditar y hay que interpretarlos. Ahora, escúchame, cuando vayas a hacer un ritual en tu casa debes seguir ciertos pasos. Primero colocas encima de una cartulina dibujada con la estrella de David todos los elementos que ya te dije. Entonces prendes una vela aromática de rosa, de mandarina o la que tú quieras, y lees los mandalas. Después tienes que visualizarte dentro de tu amuleto, dentro de tu piedra, chiquitica, como si fueras Alicia en el país de las maravillas. Entonces pides
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entrar en la frecuencia. ¿A quién le pido? ¿A Dios? No, a Dios no, mejor dicho, no pides, sino que le ordenas al Maestro. Hay que ordenarle con voz fuerte y optimista, como si. Damas y caballeros, reciban todos muy buenos días. Ha llegado hasta ustedes la panacea, la cura de todos sus males, permítanme presentarles al Mentol Apache, el único contra dolores, picaduras, sabañones, golpes y calambres. ¡No puede ser!, yo pensé que ese señor no existía. ¿Quién, chica? Ese, el viejito del mentol, a mí me habían contado que lleva años vendiendo en los autobuses y en las camionetas, pero yo no lo creía, primera vez que lo veo. Atención: dije calambres, no para el hambre. El Mentol Apache quita los dolores de cabeza, del pecho, de la espalda, del vientre, los catarros y hasta la temeraria gripe. El Mentol Apache es el único producto de la Casa Apache, la casa que pierde y se ríe. No deje de llevar la panacea a su hogar, señora amiga mía o caballero, y olvídese del reumatismo, la artritis, las torceduras y la garrotera. Esta cajita puede ser suya por la mísera e irrisoria suma de cien bolívares. Pues sí, el ritual dura una semana, lo comienzas un viernes y lo terminas un viernes. El último día dejas que la vela se consuma toda. Otra cosa: los cristales de cuarzo y los mandalas siempre debes guardarlos en una bolsita de terciopelo azul en tu cartera. Ay, no sé, Sandra, el ritual me parece muy complicado. No te preocupes, chica, la cartulina con la estrella de David y las instrucciones las puedes comprar en el
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Palacio del Nirvana, es un poquito caro, pero piensa en los beneficios que vas a conseguir. Sé positiva. ¿Dónde queda eso? ¿Qué, el Palacio del Nirvana? Sí. Aquí mismo, en el centro, en el mercado de los chinos, pero también algunas librerías y las tiendas naturistas te venden el ritual. Por cierto, ¿tú no sabes de algo naturista para rebajar?, oye, ya he probado de todo: pastillas, dietas, Herbalife y nada. Erika, perdóname, pero yo no te veo gorda. Lo que pasa es que me preocupa que la ropa ya no me está quedando, creo que he aumentado como diez kilos, no ves que por la angustia lo que hago es comer y comer. Bueno, casualmente, uno de los libros del Dr. Lair Ribeiro se llama Adelgace comiendo. Cuando lo leas va a desaparecer tu problema. ¿Seguro, Sandra? Yo que te digo que te acordarás de mí. Sinceramente, la PNL es fabulosa, ya estoy convencida, aunque no entiendo mucho esas palabras raras que usas. Chama, no es solo la PNL, sino todo, déjame explicarte, estamos viviendo una nueva era, un nuevo renacimiento. La vida es fuente de amor y los problemas no existen si tú no quieres que existan. La palabra es acción y energía, o sea, es el poder del pensamiento. Todo es mente, ¿entiendes? Más o menos. Fíjate, ya entramos en el nuevo milenio y ya se siente la influencia de Acuario en la Tierra, la nueva era es la era de Acuario, ¿qué signo eres tú? Capricornio. Yo soy Libra con ascendente en Sagitario. Oye, Sandra, disculpa que te interrumpa, se nos ha pasado el tiempo y no me has
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contado nada de tu vida, ¿tú no te habías casado? Bueno, sí, pero eso se acabó hace dos años, tú sabes, por diferencias y cosas que pasan. Él siguió su camino y yo el mío. Mira, ¿y dónde estás viviendo? Vivo con mi mamá y con Andrés, mi hijo. ¿Tienes un niño? ¡Qué chévere! ¿Qué edad tiene? Tres años. Ay, chica, me gustaría conocerlo, ¿por qué no lo traes el jueves a la conferencia? Lo que pasa es que Andresito nació enfermo, tiene parálisis cerebral. ¡Ay, vale, no puede ser! Sí, chama, después que di a luz tuve que dejar los estudios y todo, tú sabes, para trabajar en lo que fuera, el tratamiento es costosísimo. ¿Y el papá del niño? Al principio me ayudaba, pero después del divorcio se ha hecho el desentendido. ¿Y dónde estás trabajando? Bueno... estaba, con esta situación tan difícil la cosa está color de hormiga, de todos modos mañana voy a ver a un amigo que quiere que yo sea una de las promotoras de Brahma en Expolicor, una feria que van a hacer por los lados de Plaza Venezuela. Mira, cuéntame de tu mamá. Oye, a mamá le dio un preinfarto hace cuatro días y está hospitalizada. ¡Qué broma, Sandra, eso sí está malo! Pues sí, chama, precisamente voy al hospital a llevarle esta ropa. Al niño tuve que dejarlo con una vecina. Sin embargo, al mal tiempo buena cara. Fíjate, comencé a darme unos baños de flores de Bach buenísimos, ¿has oído hablar de las flores de Bach? No, pero después me cuentas, me bajo en esta parada, llámame el jueves sin
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falta. Okey, el jueves. Chao, Sandra, y trรกeme el mejor libro que tengas sobre las preocupaciones.
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A ti lo que te quedó fue un océano A Nidia Deus y Ramón Pantoja
Qué dice el profe Héctor, ¿y ese milagro?, espérate un momento. Aló, buenas noches, Hotel Canaima. Sí, dígame. Hay doble y matrimonial. Está bien, yo se la puedo reservar, pero solo hasta las doce, después no es seguro. Me dice su nombre, por favor. Ajá, está bien, no se preocupe, hasta luego. Y entonces, ¿cómo está la vaina?, tenías tiempo que no venías por aquí. Cuéntame, dónde era la rumba. Se ve que ya agarraste mínimo, ja, ja. No, vale, por nada. Mira, ten cuidado, la caña te está jodiendo la tensión. Acuérdate que nunca haces ejercicio y la barriga te va a pasar factura. ¿Que no? Bueno, mírate en un espejo: tienes la cara roja y los ojos como un vampiro. Pero menos mal que llegaste, mi profe, ya estaba medio aburrido. Hoy no hay mucho
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movimiento. Ven, vamos a sentarnos en los muebles. Y ¿qué me cuentas, cómo están esas clases? ¿Cómo? ¿Otra vez de paro? Qué vida tan dura la de ustedes: tienen más vacaciones que los ricos y encima hacen huelga todo el año. Deberíamos cambiar de trabajo. Mira, ¿te vas a quedar hoy aquí? Bueno, ya tú sabes, si andas pelando puedes dormir en el sofá del piso uno. Eso sí, a las seis de la mañana te estoy despertando, antes de que llegue el jefe. ¿Qué? ¿Se te perdió una agenda? La verdad es que aquí no sería, yo no la he visto. Seguramente se te cayó por ahí, en la calle, porque déjame decirte que la última vez que viniste traías una voladora descomunal. Andabas buscando fiesta y ya estabas lo que se dice superdotado. Cómo será que te lanzaste al bar del sótano, en vez de meterte en la tasca de aquí arriba. Ese día estabas empeñado en que yo te acompañara a juro. El teléfono, ya vengo. Aló, buenas noches. Sí, dime, ¿ya está lista la 26? Okey, Javier, ahora sube a la 52, le quitas las sábanas y revisa si las toallas están sucias. En el piso cuatro hay toallas limpias, ¿oíste?, bien. Pues sí, mi pana, cuando subiste del bar tenías hasta la camisa afuera. Me dijiste que te habían pagado un bono de no sé qué, pero las diablas de allá abajo te espalillaron todo, je, je, te sacaron hasta el alma. Lo peor fue que ni siquiera te arrastraste a una para salvar la noche, por lo menos hubieras echado el del gallo. Aunque te voy a decir una cosa: esas
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mujeres no valen la pena, ¿no viste que todas son unas lagartas? Claro, que con la curda que cargabas y con las luces de colores las verías como unas misses. Pero así como te digo una cosa, te digo la otra: la semana pasada llegó carne fresca, caballero. Ahora sí, agárrate, profe. Hay unas chamas que parecen de liceo, como te gustan a ti, pues. Hay dos que son primas y a una de ellas ya me la controlé. ¿No me crees? Ya tú vas a ver. Nada de mono, respete, profe. Yo seré negro, pero como dice la canción: somos la melaza que ríe, que canta y que llora. ¿Qué te parece? Ja, ja. Es más, maña mata galán, fírmelo. En estos días no la perdoné. Ah, pues, claro que sí, la cosa es rápido que para mañana es tarde. La bicha me tiene como loco, tiene unas curvas lindas y bellas como una camella. Si sube te la voy a presentar para que te la vaciles. No te creas, en esta chamba me trasnocho todo el año, no tengo días libres, pero en cualquier momento me sale mi carne con papas sin mucho esfuerzo. ¿Sida? Qué va, las mismas diablas te cuidan, aunque algunas veces hay que darles plomo así mismo: a rin pelao. Ahora, cambiando de tema, una cosa que te quería preguntar, ¿qué pasó por fin con la jeva que conociste? No me digas que no te acuerdas. Estuviste como dos horas contándome una historia y yo calándome la muela. Era de una tipa que le gustaba ver a las parejas meterse mano en un parque. Acuérdate, me dijiste que la jeva era una de esas que se excitan cuando ven a otras haciendo el amor. ¿Cómo es que se
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les llama? Ajá, eso mismo, voyerista, esa es la palabra, lo que pasa es que yo no sé inglés. ¿Es francés? Bueno, por algo eres el profe, el profesor Héctor Orozco, yo lo conozco, son ocho los monos, el verdugo de los liceos y las academias. Lo cierto es que me dijiste que la jeva estaba bien buena y que trabajaba en una clínica o algo así. La conociste un día en el Parque del Este, a la hora del almuerzo. Ella te confesó que tenía una fantasía: ver a una pareja tirando en vivo y directo. Entonces tú no te fuiste de avión, sino pelo a pelo. Espérate un momento. Buenas noches, ya los atiendo. La habitación matrimonial tiene un precio de trescientos bolívares y la doble de trescientos cincuenta. Sí, con todo: televisor, agua caliente y aire acondicionado. Caballero, me permite su cédula. Aquí tiene la llave. Es en el tercer piso, los ascensores están a la derecha. Si gustan, al final del pasillo hay una tasca. Entonces, profe, ¿ya más o menos te acuerdas de lo que te estoy hablando? Okey, tú hasta me propusiste una idea macabrísima. Sí, vale, déjame refrescarte la memoria. De tanta charla con la jeva en el parque se te ocurrió hacerle realidad su fantasía, o sea, un día te la llevaste al apartamento de unos amigos tuyos para que ella los pillara en plena acción. A la jeva no le gustó porque se dio cuenta de que todo era puro teatro. Ella quería excitarse con gente que no sospechara nada, tú sabes, capturándolos por el hueco
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de la cerradura como en las películas. Entonces, por casualidad, hace como un mes caíste por aquí y se te prendió el bombillo. Me propusiste un negocio cincuenta y cincuenta si te ayudaba a complacer a la jeva, te estoy hablando de su fantasía, mosca. Por cierto, ¿cómo es que se llama? Sonia... Sonia no... Tania, ¡ese es el nombre! ¡Tania! Viste, profe, que lo que tengo en la mente es tremenda Interné, ja, ja. ¿Tú no te acuerdas que hasta me enseñaste una foto que tienes en la cartera? Anda y búscatela. Búscatela bien. Mira, ¿ves? Tremenda morena con ojitos de pícara. Apuesto a que ni te acuerdas de qué se trataba el negocio. Ahí está, no digo yo, Héctor. A veces uno se rasca y le queda lo que se llama una laguna mental, pero a ti lo que te quedó fue un océano, ja, ja. Bueno, según me dijiste, la cuestión era matar dos pájaros de un solo tiro. Lo primero que íbamos a hacer era cumplirle la fantasía a tu jeva. Íbamos a abrir un hueco en la pared de una habitación para que ella pillara a los clientes a través de un espejo, como los que usan en la policía. Tú me entiendes, el espejo tapa un agujero así y tú ves, pero no te ven. No te estoy cayendo a coba, así mismo me dijiste. Lo segundo era lo más importante: poner dos cámaras de video escondidas en el techo o no sé dónde y grabar a todo el mundo es decir, triple X caseras, mi pana. No estoy inventando. Esa noche yo hasta te dije que a lo mejor teníamos que llamar a Misión Imposible o a Macgiver para que nos echaran una mano. Tú me hablabas
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de un control remoto, unas cámaras pequeñitas y no sé qué más. Cada rato me decías: “Cheo, nos vamos hacer millonarios. Vamos a vender películas porno como no tienes idea. Las vamos a exportar pa, Colombia, Estados Unidos y Europa”. Sinceramente, profe, usté andaba medio soyao. Ya yo no lo estaba tomando en serio, acuérdese que yo no soy el dueño de este hotel, porque por mala suerte todavía no me he sacado la lotería. Por cierto que tengo que revisar el resultado del domingo, de repente me gané un carro y quinientos millones de bolívares, ja, ja. Pero ahora te voy a decir algo, en estos días me vacilé un programa en la televisión, creo que era Ocurrió así, no sé. Bueno, resulta que los gringos también están poniendo cámaras escondidas debajo de los escritorios y en los baños de las oficinas, para pillar a cuanta mujer se le ocurra abrir las piernas o bajarse las pantaletas. Cómo será que los diablos usan unas cámaras del tamaño de un bolígrafo, ¿qué te parece? Te robaron la idea hace rato, mi profe. Aunque, aquí entre nos, yo le he dado vueltas y vueltas al asunto y ya lo pensé: vamos a echarle bolas a ese negocio. Ya vengo. Aló, buenas noches. Ajá, dígame, ¿a qué hora quiere que lo despierte? ¿Cuál es el número de la habitación? Okey. Mañana el teléfono le va sonar a esa hora, ¿oyó? De nada. Bueno, pana Héctor, si el negocio funciona, ¿tú te imaginas lo que grabaríamos aquí? Pura calidá: viejos con chamas, tríos, cachaperas, maricos, orgías,
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de todo. La jeva del parque gozaría un mundo. Ahí sí es verdad que nos forramos de billete cartelúo. Claro que si nos descubren vamos a aparecer en los periódicos con tremenda raya: “Capturada la banda Los Mirones o Los Gozones”. ¿Cómo? ¿Los Voyeros te parece mejor? Bueno, si tú lo dices. Pero vamos a empezar pensando positivamente, nada de enchavar ni romper los hechizos antes de tiempo. Eso sí, pana Héctor, nadie debe saber lo que estamos tramando. Yo me encargo de la parte técnica y estratégica y tú pones los aparatos. Los que estamos en esto somos tú, yo y la jeva. Bueno, y de repente Javier, el camarero. Ese es un chamo de confianza, por él no te enrolles, y cualquier cosa yo lo controlo. Hay que estar prevenido, porque si voy a abrir huecos en las paredes necesito a alguien que me haga el quite. Espérate un momento. Sí, Hotel Canaima. ¿Cómo? ¿Que se le acabó el agua? No se preocupe, ahorita mismo le mando una jarra llena. ¿Cuál es el número de la habitación? Okey, sí, sí, ya va subiendo. De nada. Qué raro que Javier no se ha reportado, ese debe estar metido en cualquier habitación vacilándose una porno. Profe, achántame aquí que voy a subir al piso cinco. Si suena el teléfono, no lo agarres. Mira, voy a cerrar la puerta de vidrio, si llega un cliente le haces señas y le dices que se espere. ¿Ya tienes sueño? No cierres los ojos que te vas a quedar dormido. Ya vengo.
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¡Epa, Héctor, despiértate! Acuérdate que si vas a guindar, tienes que subir al piso uno. Mira, ¿sabes una cosa que se te olvidó? Vamos a necesitar micrófonos. Sí, tú me entiendes, ¿no?, para darle más realidá a la magia. Esas películas tienen que ser una elegancia. No me preguntes de dónde los vas a sacar. Seguro que debes conocer a alguien que trabaje electrónica, computación, qué sé yo, alguien que sepa burda de eso. Bueno, tú simplemente te le presentas como si fueras Estiven Espilber, le pides que te consiga par de micrófonos, le enseñas el billete y listo, resuelto el problema, mi estimado productor, ja, ja. Fuera de juego, nos vamos a convertir en los propios espías. Retírate Yeins Bond que aquí llegó la banda Los Voyeros... ¡Epa, pana Héctor, no te me quedes dormido! Párate, échale un ring a la jeva del parque. Vamos a comenzar esta locura de una vez. No te guindes, Héctor, mira que tú pesas mucho y roncas como un elefante. ¡Párate, párate!, tú sabes que en estos muebles no se puede quedar nadie. Abre los ojos, muerto. ¡Qué vaina contigo! Mira, allá viene la jeva que me tiene loco. Despiértate para que la conozcas. La otra vez también fue lo mismo, se te fueron los tiempos y te quedaste guindao. ¡Epa, levántate! Si sigues así es mejor que no te aparezcas más por aquí. Nadie se cala esa, mi pana. ¡Dónde carajo se habrá metido Javier, no joda, y de paso perdió el celular! ¡Despiértate, profe! ¡Qué va, yo solo no puedo cargar a este elefante muerto!
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Como fantasmas A Ligia Chacón y al viejo grupo Carpa Caricuao I Tesalonicenses 4, 16
“¡Cuidado, agachen aquí la cabeza!”, grita Saúl o Nelson que van adelante. No se ve nada. El espacio por donde caminamos apenas alcanza para una sola persona. Me agarro del morral del que va delante de mí y alguien que viene detrás se sujeta de mi hombro. Avanzamos lentamente y ahora es cuando me doy cuenta de que a ninguno se le ocurrió traer una cuerda para guiarnos. “Alumbra, Carmelo, que esto parece un hueco”, dice una de las muchachas. “Toma, Laura, ve pasando la linterna”, dice Carmelo y nos detenemos. Desde la entrada he comenzado a sentir frío y un penetrante olor a tierra mojada. “Mirá, ¿y por acá no se llega al Metro de Cúcuta?”, bromea mi hermana hablando como una colombiana. Reanudamos la
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marcha y quien viene detrás me dice que la espere. Me doy cuenta de que es Yolivet, la nueva del grupo, está nerviosa y se ríe por nada. Los de adelante vuelven a gritar: “¡Atención, muchachos, siempre a la derecha!”. Pasamos dos o tres bifurcaciones y llegamos a lo que parece una amplia galería. Visely enciende un yesquero y por instantes puedo ver el techo, bastante alto y lleno de picos. Hemos recorrido más o menos cien metros desde la entrada y solo tenemos tres linternas. Le quito la que trae Bugalú y descubro varios colores en las formas de las paredes. Maribel y Carmen proponen que descansemos un rato. Nos acomodamos entonces sobre la tierra húmeda, tropezándonos como ciegos. El Chino se burla de los gritos de miedo de Zoraida y Judit. Rubén se queja de un codazo que le ha metido Yajaira sin querer. Nelson remeda la voz afeminada de Oswaldo: “Me voy a empantanar todo, qué horror, si lo hubiera sabido no vengo”. Varios se ríen. De pronto el Chino dice malhumorado: “Se pasaron. Me echaron tierra en la cara”. “A mí también. Déjense de eso”, dice Laura. Maribel intenta poner orden y sugiere que hagamos un círculo y una reflexión. Algunos no estamos de acuerdo, pero se hace un silencio y después Gloria comienza a leer un pasaje de la Biblia, ayudada por la luz de una linterna que sostiene Gladys. Después de la lectura, vuelve otro silencio y creo que es la voz de María la que se adelanta en los
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turnos. Habla en tono bajo y despacio, como para sí misma. Dice que se siente muy contenta de haber venido al paseo y que en este lugar siente algo bueno y misterioso. Oigo un ruido a mi lado y estoy seguro de que es Rubén robándose un pan de los que hemos comprado en el centro comercial. María, como siempre, comienza a llorar y dice con voz quebrada que tendrá que abandonar el grupo porque su familia se va a mudar para Mérida. Dice que ella no quiere irse, pero que así son las cosas de Dios y el destino, que nos llevará en su corazón “como el recuerdo más lindo de toda su vida”. Alguien lanza un gemido burlón y se escuchan unas risitas. “Por favor, estamos en oración, respeten”, advierte Maribel gravemente. María concluye con un “los quiero mucho y nunca los olvidaré”. Aunque no le puedo ver la cara, sé que es Bugalú el del saboteo. Siempre le echa broma a María diciéndole que se ponga las pilas, que ya es hora de que comience a probar sapos para ver cuál es su príncipe. Una de las muchachas empieza a cantar la canción Mira lejos y los demás la siguen. Oswaldo interrumpe casi gritando: “¡Esa no, esa no, vamos a cantar Soy rebelde!”. “¡Cállate, ridículo!”, dice uno de los muchachos y la canción continúa. Algunos piensan que Oswaldo se metió al grupo porque tiene sida, porque está desahuciado y su familia lo rechaza, cosa que a mí no me consta. De todos modos, aunque fuera cierto, creo que no hay razón para marginarlo. Muchos olvidan que este grupo se formó cuando se
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dividió el otro grupo, de donde expulsaron a los drogadictos y a los amigos de lo ajeno. Ronald ha comenzado a hablar y pide perdón al Señor por haber hecho daño a una persona muy especial. Dice que el mundo de hoy está podrido y que ya nadie cree en nadie, pero que a pesar de todo, algunas personas todavía se quieren de verdad. Ronald le está lanzando una indirecta a Nayary, su ex, que según me contaron tiene mes y medio de embarazo. La chama quiere abortar y Ronald anda enrollado. Trato de buscar entre las sombras a Ligia, pero es imposible. Ojalá no se haya sentado al lado del fulano guitarrista. El tipo se aprovecha de las que se babean por él y después nada que ver. Menos mal que nadie trajo hoy la guitarra. Saúl también la sabe tocar y yo diría que hasta mejor, pues se sabe canciones de todas las épocas. Pero a Ligia le gusta el guitarrista y cada vez que pienso en eso se me revuelve el estómago. El otro día estábamos en una plaza solos ella y yo. Le dije lo que sentía, pero sus palabras fueron tan tajantes, tan inesperadas, que me aplastaron toda esperanza. La verdad es que pensé en una frase que decía mi abuelo: “Recojan su gallo muerto”. Ya no sé qué hago dentro de este grupo de bobos. En el barrio creen que me volví evangélico, siempre metido en la iglesia. Tal vez estoy esperando un error del guitarrista para atacar con una nueva estrategia. Tal vez me estoy volviendo loco, medio chiflado. Esta locura me está costando demasiadas horas de clases. Cuando
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vengan los exámenes de lapso los profesores no me van a tener compasión. Ya veo un cero uno por aquí, otro por allá, aquel boletín sangrando y el director dictando la sentencia: crucifíquenlo en la cancha del liceo. En este momento se me ocurre que si de repente comenzara a temblar y el techo se derrumbara, quedaríamos todos atrapados para siempre. Lo más probable es que muriésemos sepultados como cavernícolas. Ligia y yo moriríamos bajo la arena, igual que aquellos reyes egipcios que una vez vi en una película de la televisión. Creo que es la voz de Edgar la que está diciendo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su unigénito hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna”. Sospecho que Edgar se ha parado en medio del círculo. Debe haber caído en uno de sus trances pentecostales. Grita citas bíblicas a diestra y siniestra. Alguien entonces lo alumbra por la espalda con una de las linternas y veo que está de rodillas con los brazos levantados. Parece un jugador que acabara de meter el gol de oro en un mundial de fútbol. De pronto se escucha una bulla que traen unos muchachos que han tomado el mismo camino. Han introducido velas en unas latas y dicen frases en otro idioma. Les abrimos paso ante su posible sorpresa de ver un grupo tan numeroso haciendo quién sabe qué clase de ceremonia. Los extranjeros desaparecen por una de las salidas de la galería.
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Alguien ha prendido un cigarrillo que vuela en la oscuridad como una luciérnaga roja. Me siento un poco extraño. Como un caballo atrapado en el centro de la Tierra. El otro día vi que según el horóscopo chino nací en el año del caballo. No me gusta criticar ni hablar mal de nadie, a veces no me gustaría ni pensar, pero me hago demasiadas preguntas. Ojalá pudiera poner la mente en blanco y borrar todo lo que me molesta: los gritos en mi casa, el andar siempre con cartera de mago: nada por aquí, nada por acá, el no poder acariciar las caderas de Ligia, la cara de imbécil de Oswaldo, las lágrimas de Nayary o la verruga en el labio de la profesora de biología. Apenas terminamos la meditación, Nelson y Claudio proponen que vayamos al “salón de los senos”, dicen que ellos conocen el camino hacia esa área de la cueva. Algunos protestan porque tienen hambre y quieren almorzar, otros, en cambio, nos animamos. El grupo se divide. La mayoría se va con Saúl hacia la salida. Nelson explica a los que quedamos que para llegar al famoso salón hay que atravesar unos trechos casi arrastrándose. Hacemos el trayecto en tiempo récord, a pesar de guiarnos con una sola linterna. De las muchachas, solo Gloria y Judit nos acompañan. El “salón de los senos” resulta ser una cavidad de dos metros de altura en la que se ven “incipientes estalactitas”, como dice el libro de Ciencias de la Tierra. Si alzas los brazos, puedes tocar los picos. Nada del otro
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mundo. Carmelo dice moviendo la luz de la linterna: “Estas son las tetas de Maribel, aquellas son las de Gloria y las de Judit no existen”. Un par de pellizcos hacen chillar a Carmelo. Decidimos volver con los de afuera, pero antes echamos un vistazo a una gruta que, según Nelson, conduce a un río subterráneo. Ese día almorzamos alrededor de las ruinas de un pozo colonial. Después bajamos por una quebrada y varios muchachos se bañaron en una poza de agua oscura. Ya en la pura tarde, llegamos a la carretera que lleva a la ciudad. En el microbús el Chino, Claudio y Rubén comenzaron a echar chistes, yo miraba por la ventana mientras escuchaba en la radio la canción All through the night de Cindy Lauper. Ha pasado una semana desde entonces. El jueves hicimos una fiesta en casa de María para despedirla. Ayer al mediodía se produjo un terremoto de 8.2 grados en la escala de Richter. Ha habido muchos muertos. Estoy en la calle con Ligia, tomados de la mano, caminando como fantasmas entre los escombros y esperando al arcángel de la trompeta.
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La mujer de los días sagrados A Nelly Meza Quise vivir el presente y viví el rato, que es muy distinto Manuel Terán Lira
Las mesas estaban muy cerca una de la otra. Eso me había molestado un poco al entrar, pero después de dos cervezas ya no me importaba. Esa noche te comiste los pasapalos a una velocidad increíble, quizás porque tenías hambre y yo con la plata contada para pagar las cervezas y también con hambre pero de la difícil. Recordamos aquellos sábados cuando, después de clases en la academia y utilizando el carnet de un compañero militar, armábamos la parranda en el club de la Guardia Nacional. Recordamos a Lilia coqueteándole al profesor de Computación mientras bailábamos calipso en la discoteca, los interminables
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chistes de loros de Gregorio, los despechos de Xiomara, los trabajos en equipo entre pizzas, cocteles y Joaquín Sabina, y las notas altísimas al final del curso, regalo del profe cómplice. Varias veces tu risa de almendra rodó por el mantel. No supe en qué momento me puse medio nostálgico. Tal vez fue al comentar esos arrebatos en masa, los llantos y los besos fugaces que se perdían en aquel grupo donde nos habíamos conocido. Me dejaste que hablara solo mientras adoptabas una actitud que no se sabía si era de atención o no. Te conté acerca de mis amistades recientes como si se tratara de seres misteriosos. Bebías del vaso en cámara lenta. Llamé al mesonero para que trajera cigarrillos y me preguntaste cuándo iba a dejar el vicio. A las ocho comenzó la música en vivo. Una mujer, acompañada de un tecladista, cantaba canciones de Pablo Milanés, Juan Gabriel y Luis Miguel. Me levanté a orinar muchas veces, como no era mi costumbre. Sobre una servilleta dibujaste el plano de una casa que construías poco a poco en Colombia. El sueldo lo estirabas con algo de magia. Entonces repetiste una vieja preocupación: la casera te pedía que desocuparas pronto la habitación para subir de nuevo el alquiler. Les hacía la vida imposible a ti y a tu hermana. Llevabas casi seis meses buscando un techo. La rabia y la desesperación se te mezclaban constantemente. Todas las ofertas en el periódico resultaban un robo. Pero era mejor que salieras de allí.
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Total, ya estabas cansada de encontrarte a los malandros en las escaleras y de oír tiroteos por las noches y los fines de semana. Además, llevar el mercado a un cerro, comprar el gas o tomar un taxi, no era nunca una tarea fácil. Quizás por eso procuraba siempre despegarte por unas horas de aquella rutina, muy parecida a la mía. A menudo te llamaba a la empresa donde trabajabas, yo salía de mi trabajo de paltó y corbata (todos los porteros del viceministro éramos una elegancia) y nos íbamos al cine, al teatro o al bar de los eternos bucaneros. Allí tomábamos la vida por asalto inventando los mapas del amor, lejos de jefes, correspondencias y obligaciones de este mundo. Durante meses quise transformar una monstruosa complicidad de amantes que crecía entre ambos. Para ti todo resultaba un sacrificio de días laborables, días sagrados, con asteriscos en los calendarios. Para mí significaba un intento hacia una posible estabilidad a nivel de pareja. Ciertos hechos habían alentado ese deseo: despreciaste el matrimonio con un viejo rico al que le obsesionaban las vaginas estrechas y del que nos reíamos bastante, tampoco te convenció el hijo de tu jefe y el hombre que amaste desde niña ahora estaba lejos y casado. El cabello te caía como sangre sobre un lado de la cara. Las botellas iban y venían y el interior del galeón donde conversábamos se estremecía en su viaje contra el mal tiempo. Volvíamos a vernos
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después de una pausa: tres meses, para ser exactos. De repente querías confesarme algo importante, pero yo te interrumpía trayendo recuerdos o señalando curiosidades del ambiente. Las luces, por ejemplo, producían un raro efecto en el color de tus uñas. Se oía Para vivir y la lengua ya me traicionaba los chistes. En algún momento hiciste referencia a nuestro paréntesis temporal. Este había coincidido con tus vacaciones de Navidad en las que visitabas a tus padres cruzando la frontera, y luego con un largo reposo médico. Entonces hablaste de una voltereta en tu vida, de un giro sin retorno, de una situación en la cual estaba excluido. Yo no entendía nada y tu voz parecía agrietarse en cada palabra. Dijiste que alguien había aparecido inesperadamente y ahora confirmabas feliz un embarazo de ese alguien como si nada. Me quedé mirando el último cigarrillo ahogado en el cenicero. El galeón se hundía lentamente. La mujer seguía cantando, pero solo era real mi estupidez y el amargo desconcierto que me esperaba afuera, en las calles.
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Perdidos en la luz A R. Elena Lledó B. y al grupo literario La 115
Cuando me monté en el autobús sentí que iba a morir. Los muchos asientos desocupados, la velocidad y la carretera nocturna me intranquilizaban. El cidí de chistes que el conductor escuchaba a todo volumen parecía una ironía a mi situación. Al quedarme medio dormido el autobús se salió de la vía, se oyeron los gritos y sobresaltado pensé: ya está, nos matamos. La maleza detuvo los cauchos, pero destrozó toda la parte delantera del expreso. Me salvé, me dije, pero interpreté mal esa señal del destino. Llegué por la mañana en otro transporte. El estómago me dolía un poco y fui al baño del terminal. Llamé a Rodolfo para que fuera a buscarme. No conocía aquel estado, ni aquella ciudad. Solo sabía que tenía varios millones de habitantes, un lago
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contaminado por los pozos petroleros y un largo puente que había que cruzar para llegar hasta allí. Rodolfo y yo fuimos a la casa de su suegra, recogimos a su esposa y nos dirigimos a la universidad. Debíamos inscribirnos en el Congreso de Estudiantes que comenzaba al día siguiente. Todas las anfitrionas y las participantes de las universidades invitadas eran feas. Me dieron un carnet. Invité a Rodolfo a tomarnos unas cervezas, estábamos en la región más calurosa del país. Rodolfo me advirtió que dentro de la universidad no vendían y salir afuera significaba caminar casi dos kilómetros. Desistí. Un microbús nos condujo a una casa de retiro de sacerdotes franceses, alojamiento de todas las delegaciones. Hicimos una parada en el trayecto para abastecernos de comida. Dentro del supermercado me puse a escoger una botella de vino y no me percaté del tiempo. El microbús arrancó sin mí. Esperé en la calle veinte minutos; alguien notaría mi ausencia. Llamé a la casa de la suegra de Rodolfo. Nadie atendía el teléfono. Pensé en tomar un taxi al terminal y luego agarrar el autobús que por la mañana Rodolfo y yo abordamos. Me comenzaba a sentir perdido en esa ciudad de calles interminables y planas. Cuando decidí detener el primer taxi, venía el microbús. Frente a la casa de retiro quedaban las ruinas de un balneario. Los cangrejos se habían apoderado de la playa que bordeaba el lago. Rogelio, un cuarentón de corazón adolescente, no lo pensó dos veces y se
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metió al agua. Él sería el encargado, dada su vocación de chef, de preparar la cena esa noche. Yo terminé de compartir la botella de vino que había destapado en el microbús. Después de la cena, unos pocos nos sentamos a leer nuestros versos al calor de dos botellas de ron. Me fui a dormir como a la medianoche y el alcohol me hizo delirar a gritos. Lo atribuí a la desesperación en el supermercado. Por la mañana nos llevaron a la universidad y de allí salimos hacia la sede de un banco, patrocinador del congreso. La ceremonia de apertura estuvo animada con música y un performance. Yo quedé fascinado con la acústica que ofrecía el inmenso auditorio. Cuando subimos al microbús, a la hora de almorzar, ella apareció. Venía con dos muchachas más. Alguien le señaló un puesto, yo hice lo mismo y se sentó junto a mí. Tenía lentes oscuros, la piel blanca y el cabello marrón. Le busqué charla, animado con la seguridad que me confería la resaca de la noche anterior. La voz era chillona, pero su dentadura y su boca eran perfectas. Me pareció ingenua y hablaba sin parar moviendo los labios pintados de rojo intenso. Le dije que se quitara los lentes para verle los ojos: los tenía de miel. Era verdaderamente hermosa, no se podía pedir más. Al llegar al comedor de la universidad hice que la incluyeran junto con una amiga suya en la lista de las delegaciones. De esta forma no harían una monstruosa cola que les correspondía por estudiar allí. No
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me senté en su mesa. Luego del almuerzo fuimos a uno de los módulos. Todos nos dispersamos antes de que comenzara la discusión de ponencias. Estuve dando vueltas por los pasillos hasta que me tropecé con Rosa, así se llamaba, y su amiga Mariela. Andaban con Luis, el jefe de mi delegación. Los cuatro nos metimos en un cafetín y Rosa nos brindó refrescos. Me mostró dos fotos pequeñas. Le pregunté la edad: diecisiete años, igual que su amiga. Yo quería caminar, Rosa también, pero Mariela quería ver las novelas de la tarde en el televisor del cafetín. Rosa me mostró, además, el retrato de su padre y me preguntó a quién se parecía. Yo pensé en cualquier extranjero, dueño de una tasca en La Candelaria, pero no se lo dije. Ella preguntó que si no se parecía a un cura, yo le dije que no. Después de los refrescos nos fuimos al salón de las ponencias. Me senté en un pupitre entre Rosa y Mariela. Escuché con atención a dos o tres participantes y le propuse a Rosa que saliéramos. Recorrimos la universidad, tres veces más grande que la de donde venía. La invité a tomar una cerveza, pero al llegar a la puerta la guardia nos hizo retroceder corriendo. El país estaba en tensión. Yo estaba ansioso por beber, pero luego pensé que no hacía falta el alcohol para hablar del amor. Caminamos nuevamente por las instalaciones internas. Buscaba un lugar adecuado y terminamos sentados en una mesa de concreto al aire libre. Allí mismo descubrimos nuestras cartas. Le pusimos hora de nacimiento y muerte a
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lo que sentíamos. Era miércoles y nos quedaban dos días más. Aceptamos el pacto, conscientes y nos besamos. Rosa tenía las caderas anchas. Era de hombros atléticos y su camisa terminaba en un nudo sobre la cintura. Me acariciaba la mano y casi hacíamos el amor con los dedos. De regreso nos detuvimos en un banco de madera y Rosa habló de su pasado. El viejo de la foto era de origen español y había sido cura de verdad, pero una mujer a punto de consagrarse como monja lo había hecho renunciar por amor. De esa unión nacieron varios hijos, Rosa era la menor. Un hermano y el capataz de la hacienda que ahora tenía su padre, la acosaban sexualmente. La madre nunca se enteró y Rosa huyó a la ciudad. Rosa no llevaba una vida color de rosa. Quería olvidarlo todo. El padre, una figura odiada y temida, le daba lo necesario para subsistir. Poca gente se dio cuenta de nuestra ausencia en el congreso, eso creí, pero Rodolfo me desmintió. Los muchachos disfrutaban de un grupo musical en un auditorio amarillo. Rosa tenía que irse a su casa, al otro lado del puente, y ya anochecía. La acompañé. En el camino planeamos lo del hotel al día siguiente. Ella estuvo de acuerdo, pero le preocupaba una fiesta de despedida que le preparaban sus compañeras de residencia, pues se mudaba el fin de semana. Le sugerí que le dijera a sus amigas que pospusieran la fiesta para la noche del viernes y no para la del jueves. En ese momento pensaba que lo del hotel podía
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tomar dimensiones desconocidas. Dejé a Rosa cerca de la parada de los carritos que iban al terminal. Volví trotando, pensando que me dejaría nuevamente el microbús. No fue así, el grupo de música sonó hasta bien tarde. Las delegaciones retornamos a la casa de los sacerdotes —también llamada la casa de la playa— cargando cuatro botellas de ron. Varios muchachos se animaron a bañarse en el lago. Yo celebré y traté de darme todo el valor que el alcohol proporciona para lo que me esperaba. Dormí bien esa noche, no grité. El microbús hizo una parada para desayunar en la carretera. El gas se había acabado en la casa de la playa y los franceses habían decidido clausurar el área que comprendía la cocina y el comedor. Esto lo supimos por boca de las guías, ya que nunca vimos en persona a los misteriosos sacerdotes. Las ponencias continuaron en el auditorio amarillo. Me tomé unos minutos y fui al gimnasio a lavarme la cabeza con agua dulce. En la casa de la playa el agua no era tratada y la sal ligada con el jabón le dejaba a uno un look extravagante en el cabello. Reconocí a Rosa y a Mariela sentadas en unas butacas al extremo de una fila. Me hicieron una señal y fui a ubicarme en medio de las dos. No pasaron más de quince minutos antes de que invitara a Rosa a que saliéramos. Sabía todo lo que tenía que hacer. Rodolfo, tras una consulta desesperada y de última hora, me había dado la dirección de un hotelucho cerca del Paseo del Lago.
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Tomamos un taxi. Quise hacer una llamada sin sentido, pero el conductor nunca encontró un teléfono de tarjeta que sirviera. Rosa me apretaba la mano con fuerza libidinosa. Paramos frente al famoso paseo. Ella no lo conocía. Dimos una vuelta y un enjambre de zancudos hambrientos me azotaron el brazo con que la rodeaba. Huimos de allí. Cruzamos la calle y nos metimos en el hotel. Encendí el aire acondicionado, no tenía cigarrillos y no me hicieron falta. Nos sentamos al borde de la cama, los botones se liberaban a cada beso. De pronto recordé que no teníamos mucho tiempo y los zapatos, las medias y las ropas volaron. Vi su figura a la luz de una minúscula ventana. Era una visión privilegiada, una potente revelación de vida. Abracé el timón de sus caderas. La piel de Rosa iluminaba las paredes gastadas. Mi boca la medía. Rosa me miraba como una gata hambrienta. Dibujé sus oídos y bajé hasta su ombligo con la paciencia de un artista sabio. Dominaba la erección. Arrodillado, saqué la tela que sobraba. Ella tomó la sábana y cubrió la parte. Nos besamos largamente. Me volví pez y encontré el nácar de la Venus de Botticelli. Pasé la lengua y la miré. Rosa escondía sus ojos en los párpados. Estuvimos un rato en ese juego del buen amor hasta que levanté sus piernas sobre mis hombros y nos encontramos. La ciudad, el lago, el calor y el Congreso no existían o todo convergía allí. En un descanso Rosa volvió hablar de su pasado. Le dije que dejara atrás
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las marcas de la infancia. Nos bañamos y otra vez y otro más. En algún momento se puso a recordar viejos boleros que coleccionaba su madre y me recitó un poema humorístico de Aquiles Nazoa que sabía de memoria. Habíamos entrado a las diez al hotel y salimos a las seis y media de la tarde. Debí quedarme toda la noche. Sin embargo, todo tenía un final y de continuar seguro nos suicidaríamos y no precisamente a causa de la inanición. Ella dijo algo como “tú y yo ya somos un par de muertos”. Así lo presentíamos. Alguien me esperaba lejos y ella quería tener, de ahora en adelante, solamente recuerdos felices. En el último encuentro me exigí lo más que pude y no sé por qué me sentí viejo. Ella gravitaba y yo la acerqué a la precaria luz de la ventana. Un rayo la cortó vertical y fijé la imagen. Jamás olvidaría su cintura y el hermoso estallido en el vértice de su vientre. Sus ojos no eran ahora dulces, sino desafiantes, como de tiburona maldororeana. Su boca se tornó tiernamente agresiva. El aire le helaba los pechos y ya no fue más Lady Godiva. Giramos y quedó como una rosa sembrada en el colchón. Pasé una de sus piernas de izquierda a derecha y fui trasladándola lentamente. Entonces pude besarle la espalda y la nuca, transformado en un centauro que corría y la atrapaba más allá del sudor y la cama. Cuando se pintaba frente al espejo, le dieron ganas de llorar. Aquello no se valía y no supe qué -80-
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hacer. De allí en adelante yo también infringiría las reglas de nuestro acuerdo. Regresamos a la universidad: no había nadie. El Presidente iba a ser enjuiciado y la guardia, desde el mediodía, vigilaba las instituciones previniendo cualquier disturbio. No nos amedrentaron los ladridos de unos perros y penetramos en la enorme casa de estudios. El silencio y la oscuridad eran totales. Yo buscaba insensatamente el microbús. Ella parecía disfrutar ese momento en el que ambos nos sentíamos como perdidos, a la deriva, después comenzamos a bromear y a cantar una canción de Franco de Vita. Al fin logramos salir y tomar un taxi al terminal. Rosa se fue y llamé a Rodolfo para quedarme en casa de su suegra. Sin duda aquel día había comenzado a creer en Dios, pero en realidad me veía como un triste apóstol del azar. El final del congreso se realizó en un edificio bastante apartado de la universidad. Pensé que Rosa no iría, pero apareció con una cinta blanca en el cabello y acompañada de su amiga. Nos escapamos nuevamente. La llevé a una tasca lujosa. Pedí dos cervezas y descubrí que aún no bebía. Me tomé las dos cervezas más una ginebra. Quería marearme y no pensar en lo rápido que pasaba el tiempo. Éramos los primeros clientes del local. La pista de baile vacía nos invitaba, pero Rosa no sabía bailar. Ella quería visitar una iglesia cercana. “Después de todo, soy muy religiosa”, dijo. Una vez en la calle cambió de idea y
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fuimos a buscar a Mariela. Mientras subíamos en el ascensor nos dimos un beso intenso. Rosa no halló a su amiga y la acompañé a que tomara un bus. Fue la última vez que la vi. Se había puesto unas sandalias blancas y un vestido de tela hindú sumamente sencillo. Al volver al salón me crucé con la mirada de Mariela, oculta entre la gente. La llamé afuera y le expliqué que Rosa se había ido. Bajamos y le pagué un taxi al terminal de modo que pudieran encontrarse. Por la noche nos iban a celebrar una fiesta de despedida en la casa de la playa. Varias veces traté de convencer a Rosa para que fuera, pero a ella también sus amigas le tenían preparada la suya. Rumbo a la casa, nos detuvimos en una licorería. Los muchachos compraron siete botellas de ron, una de brandy y una bombona de anís. La cena consistió en hamburguesas gigantes y patacones en la vía. Todos estaban alegres y yo comencé a beber ahí mismo, a la velocidad del microbús en la última noche de esa ciudad devastadora. Al llegar, la mayoría se reunió en una placita circular que formaba parte del balneario. Desentonaba con el ánimo festivo y fui a un lugar apartado a tratar de escribir algo. Luis se dio cuenta de mi tarea y empezó a anunciarme como un gran poeta desconocido. La gente reclamaba mi presencia en la plaza y tuve que leer unos de mis primeros textos. Nadie me oyó, pero no importaba, todo era parte del vacilón de la despedida.
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Estuve preparándome tragos a cada momento, quería embriagarme y que me diera una de esas curdas lloronas que alguna vez había sufrido. Nada de eso. El alcohol me anestesiaba la tristeza y eso me molestaba. Caminé hasta la playa donde algunas parejas habían hecho una fogata. Intenté avivarla, recordando las famosas técnicas de los scouts, pero las ramas estaban húmedas. Regresé y me serví un vaso de ron con brandy. Luis no sabía qué hacer con un par de gorditas ataconas. Le dije que más tarde le mostraría algo. La marea había subido un poco. Me senté al extremo de un angosto muelle de concreto. Tenía una caja y media de cigarrillos. Comencé a pensar en Rosa, en su llanto frente al espejo, en ese ridículo pacto que ahora se disparaba contra mí. La violencia de su amor se me subió hasta los ojos. Los contactos efímeros y la belleza absurda de lo que termina apenas comenzando me revolvían el espíritu. Habíamos prometido no olvidarnos nunca, eso era un reto de ambos. Yo empezaba a ritualizar el olvido, era jugar sucio, tal vez por esa razón las lágrimas salieron obligadas. Rosa brillaba frente al lago, igual que la llama del complejo petroquímico en la otra orilla. Sabía que me estaba haciendo daño, pero no importaba. En el hotel había mencionado inevitablemente a Beatriz, mi novia. Quizás por eso Rosa me llamó traidor. No lo era, ella nunca preguntó nada y necesitaba ser franco conmigo mismo.
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Volví a la plaza y le leí a Luis y a las gorditas lo que estaba escribiendo. Era un poema titulado “Perdidos en la luz”. Lo había comenzado por la mañana, en el cierre del congreso. Rosa pudo escuchar las primeras cinco líneas, las únicas escritas cuando nos metimos en la tasca. A ella le parecieron graciosas. Como Rodolfo se la pasó todo el tiempo en casa de la suegra junto a su esposa, tomé a Luis por confidente. Hablé un poco con él y creyó que yo le daba mucha importancia a una tontería. Me invitó a bajar a la playa con la intención de apreciar el amanecer junto a otras personas. Cuando el sol anunciaba su salida, me descalcé y me hundí en el lago. Una botella, que todavía rodaba por las bocas, aparentemente no me hacía gran efecto. Las ondas que formaba con los pies arrastraban un cangrejo muerto. Uno de los muchachos tocaba la guitarra y cantaba. Al rato, llegó una muchacha llamada Ruth y nos sugirió que podíamos ir haciendo las maletas. El microbús se había marchado en la madrugada a otro estado. De modo que un transporte oficial nos llevó hasta la entrada del terminal. Compré el pasaje y partí a las diez de la mañana. Cuando atravesaba el puente tiré la factura del hotel por la ventana. Me sentía desconcertado y no era a causa del sueño perdido o el alcohol. En realidad era que estaba muriendo en vida, como Rosa, mi flor dorada, lo había profetizado.
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Cuentas pendientes A la memoria de Edgar Ayala
Las cuentas del alma no se acaban nunca de pagar Rubén Blades
Soñaba que era arqueólogo y desenterraba oro y huesos al pie de una montaña andina cuando mi madre me despertó con una mala noticia. Alberto, me dijo, su tío Eliécer murió esta madrugada. Eran como las ocho de la mañana y mamá, con los ojos enrojecidos y llorosos, me dijo además que hiciera una maleta: saldríamos cuanto antes para San Cristóbal. Yo tenía varios meses aburrido, esperando entrar en la universidad. Así que la idea de viajar a mi ciudad natal me agradaba, aunque hubiera preferido hacerlo bajo otras circunstancias, pues en verdad creía que mi tío se estaba recuperando.
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Tío Eliécer llevaba tres semanas en terapia intensiva. Había sido atropellado en todo el frente de su casa una noche en que regresaba ebrio de un billar. El impacto de una camioneta lo lanzó varios metros fuera de una carretera llamada La Guillotina. Sufrió polifracturas y hemorragias internas. En los días siguientes al accidente, le practicaron dos operaciones de tórax. Su estado era crítico. Aun así, al cabo de dos semanas y desobedeciendo órdenes médicas, mi tío se levantaba de la cama, caminaba por los pasillos del hospital y charlaba jocosamente con los otros pacientes. Lo más probable es que se creyera Charles Bronson o Bruce Willis, un tipo duro de matar, como los que él admiraba en las películas de la televisión. Llegamos a San Cristóbal casi a la medianoche, después de rodar doce horas en autobús. La señora Mery, esposa de mi tío, y dos de mis primas, nos recibieron con un mar de lágrimas. El cadáver estaba siendo preparado en una funeraria y sería velado la noche siguiente en la casa. Según nos dijeron, un coágulo de sangre que se le alojó en el cerebro fue lo que finalmente mató a mi tío. Nico, el hijo mayor de tío Eliécer, apareció en la mañana portando el uniforme de la Guardia Nacional. No se le veía demasiado compungido. Supuse que estaba al tanto de todo y quizás muy consciente de que, dada la gravedad del caso, aquel desenlace era prácticamente inevitable. -86-
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Luego del desayuno, Nico vistió de civil y me invitó a que lo acompañara a una bodega cercana. Allí compró tocino frito, chicharrón y cervezas. El primo quería agasajarme y quizás también espantarse un poco el duelo. Entonces improvisamos unos asientos con gaveras de refrescos y hablamos de las carreras universitarias, las novias, la guerrilla y el narcotráfico de la frontera. Omar Rosas, un amigo de la familia, llegó a la bodega y se alegró de vernos. Omar era algunos años mayor que mi primo y yo, pero empezó a relatarnos anécdotas de la juventud de mi tío como si ambos las hubiesen vivido juntos. Mucho de lo que nos contó le había sido dicho por los viejos habitantes del barrio La Popa. Tío Eliécer vivió casi toda su vida en La Popa, y aunque poco antes de su muerte se había mudado a otro barrio, la gente mayor lo recordaba aún por su arrogancia y mal carácter. De adolescente había protagonizado innumerables peleas en el bar de Zoilo, famosa cuevita que de día funcionaba como bar-restaurant y de noche operaba además como prostíbulo. En honor a la verdad, tío Eliécer y la mayoría de los muchachos de La Popa, iban al bar de Zoilo a pasarla bien, a beber y a bailar toda la noche con una nena caliente las guarachas y los boleros de La Sonora Matancera, La Orquesta Aragón, Daniel Santos, Olimpo Cárdenas, Leo Marini, La Billo’s Caracas Boys y muchos otros artistas de moda que la magia
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de la rocola materializaba. Sin embargo, no siempre las rumbas terminaban entre amigos y anfitrionas, sino que a menudo se infiltraban buscapleitos de barrios vecinos y se desataban feroces combates hacia el amanecer. A pesar de haber sido un hombre bastante delgado, mi tío poseía una fuerza física respetable. Cada vez que participaba en aquellas riñas donde volaban botellas, sillas y mesas, se necesitaba la ayuda conjunta de ocho policías para someterlo. Nunca sacó a relucir un cuchillo o disparó una pistola, aunque sí llegó a tener un revólver falso forjado por él mismo. Mi tío no era un hampón, más bien era un provocador. Muy pronto bajo su liderazgo se formó una banda conocida como “La pandilla del barrio La Popa”. Esta estaba integrada por Antolín Sejartó, otro de mis tíos; un levantador de pesas al que le decían Mojón de Tigre; un fanático de la lucha libre llamado Chiriles y un motorizado con una eterna chaqueta negra apodado El Indio, quien con el tiempo, sería mi padre. —Alberto, ¿desde cuándo no ve a su papá? —me preguntó Omar a quemarropa. —Desde hace más de diez años —dije. Omar sabía que mi padre había abandonado a mamá cuando yo era apenas un niño, que ella y yo nos vinimos a vivir luego a Caracas y que papá había logrado visitarnos, tardíamente arrepentido, en un par de ocasiones. Así que me propuso que lo buscáramos. -88-
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—Yo sé dónde trabaja El Indio —me dijo emocionado. Francamente no tenía ningún interés en ubicar a mi padre. Lo recordaba, sí, pero solo por unas fotos que mamá guardaba en un viejo álbum y por la seriedad con que me había ofrecido regalarme, en su última visita, una pistola nueve milímetros para mi seguridad personal. Sin embargo, también recordé que, en cierta oportunidad, mi madre me había confesado un triste episodio del cual había sido víctima. Aquello me había generado oscuras nubes de resentimiento hacia él. Pensé entonces, que ese era el momento de despejar aquellas nubes. Omar me dijo que seguramente mi padre ignoraba que su cuñado Eliécer, el antiguo jefe de la pandilla, acababa de morir, lo cual se presentaba como una buena excusa para encararlo. Poco antes del mediodía, Nico volvió a la casa para organizar todo lo relativo al velorio. Omar y yo tomamos un microbús hacia el centro de la ciudad y nos bajamos en la Séptima Avenida. Mientras caminábamos por una acera atestada de buhoneros, sentí el mismo acoso y bullicio de la capital. Era fin de mes y había dinero en la calle. Al doblar en una esquina, vi una línea de taxis con letreros amarillos. Omar se adelantó hasta un grupo de conductores uniformados y volvió diciéndome: —Su papá no está aquí. Está en la gerencia.
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Abordamos otro microbús que nos llevó por un barrio profundo y laberíntico llamado El Hoyo. La gerencia resultó ser una casa de dos plantas que estaba recién pintada. En el piso superior se celebraba una asamblea, según pudimos enterarnos. Subimos, y Omar me señaló a un tipo fornido y mestizo que conversaba con dos hombres de pie junto a una ventana. Nos acercamos. Entonces Omar interrumpió la conversación y, dirigiéndose al fornido, le dijo: —Qué hubo, Indio, mire a quién le traje aquí. El Indio, sorprendido, saludó a Omar y se me quedó mirando extrañado, como si yo fuera un bicho raro, un mutante de La guerra de las galaxias. —¿Qué? —preguntó Omar sonriéndose—. ¿No me diga que no reconoce a su hijo? Mi padre reaccionó. —¿Alberto?... ¿Cómo ha estado, mijo, qué cuenta? —dijo, alargando una mano y tocándome en el hombro. —Bien —respondí. El Indio, más que fornido, tenía un evidente sobrepeso. Usaba una guayabera enorme que en nada recordaba su chaqueta negra. Atrás había quedado su pinta de hell angel con moto poderosa y músculos de fisicoculturista. Eso sí, seguía peinándose de medio lado con un copete a lo James Dean, igual que en las fotos de mamá. Las arrugas del rostro soleado le acentuaban cierta dureza. Pronto me di cuenta de que nadie le decía El Indio, sino que ahora todos lo
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llamaban “Cuchillo”. El sobrenombre se lo habían puesto por su cara ceñuda y por lo implacable que era dentro del tribunal disciplinario de la línea de taxis. Luego de presentarnos a varios de sus amigos, mi padre nos llevó a una casa vecina. Allí vivía una mujer llamada Mireya que vendía cerveza, comida y prestaba su solar a los clientes. Mireya era viuda, joven aún y tenía tres hijos pequeños. Mi padre la manoseaba con confianza, ella apenas lo esquivaba. Se veía que era una mujer que sabía torear a los hombres y complacerlos con astucia. Cuando comenzábamos la segunda ronda de cervezas, Mireya, sin preguntarnos nada, nos sirvió a cada uno un plato humeante de sancocho de pescado. Dijo que iba por cuenta de la casa. La sopa me hizo sudar a chorros y casi me tumba. Advertí que muchos asistentes a la asamblea se acercaron al solar. Llegaban en grupos de tres o cuatro. Saludaban, comían y se iban con un aire pesado y soñoliento. Fue Omar quien informó a mi padre sobre lo sucedido. —Qué vainas —dijo Cuchillo y arrugó la boca—. Uno está vivo y hiede a muerto. De inmediato se comprometió a asistir al velorio esa misma noche. Nos dijo que esperásemos a su compadre César para irnos juntos en la camioneta que este tenía. Mi padre llevaba un par de años que no sabía nada de la vida de tío Eliécer. Nos comentó que
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la última vez que se encontraron, mi tío le dijo que ahora era dueño del taller de fundición donde había trabajado toda su vida. En efecto, cuando todavía era joven y luego de haber pasado unas cortas temporadas en la cárcel, mi tío había decidido enseriarse. Hasta el punto de abandonar definitivamente las parrandas con la pandilla del barrio La Popa. Aprendió el arte de fundir metales en el taller de don Jacinto, quien más adelante se convertiría en su suegro. El oficio de herrero y el matrimonio con Mery hicieron el milagro, mi tío dejó sus andadas, al menos hasta después que nacieron mis primas y Nico. —Ya se fueron dos de la vieja guardia —dijo mi padre como resignado y, tras una breve pausa, añadió—: ¿Supieron ustedes que Mojón de Tigre también se murió hace unos meses? —Por ahí yo escuché un rumor… —dijo Omar. Mi padre nos contó que Mojón de Tigre vivía en Táriba con su mujer y dos hijos. Un día el levantador de pesas se encontraba solo en su casa y fue a instalar una bombona de gas de las que se conectan a presión. La válvula se rompió y el gas comenzó a escaparse violentamente. Mojón de Tigre intentó resolver el problema utilizando toda su fuerza, pero fue inútil. Cuando quiso salir de la cocina, ya era tarde. Sus pulmones se habían llenado de butano y cayó al suelo, víctima de un paro respiratorio. -92-
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A Cuchillo le costaba aceptar aquel final tan absurdo para un amigo que siempre había demostrado ser un hombre fuerte y rudo. —¿Y qué pasó con el resto del grupo? —pregunté, por decir algo. —Bueno, a su tío Antolín más nunca lo he visto. Debe estar allá en La Popa, ese nunca sale de ahí. Alguien me dijo que se volvió amargado y cascarrabioso. —Sí, y ahora más —intervino Omar—. Según las malas lenguas, dizque lo van a operar de la próstata. —¡Su madre! ¿La próstata? —dijo mi padre, santiguándose—. ¡Dios me ampare! Eso como que trae problemas donde usted sabe. —Sí señor. ¡Pobre Antolín con su estrolín! —dijo Omar, burlón. Mientras conversábamos, Mireya empezó de nuevo a traernos cerveza. Estábamos sentados al extremo de una larga mesa hecha con tablones de madera rústica. El amplio solar estaba cercado por paredes de bloques sin frisar. Junto a las paredes había banquetas y troncos cortados donde charlaban algunos hombres. Un gran árbol de mango de la casa de al lado nos daba sombra. Sobre el piso de tierra, en una esquina del solar, descubrí un morrocoy asomándose tras unas láminas de zinc. Dentro de la casa sonaba una canción de Pastor López.
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—Chiriles —continuó mi padre bebiéndose de un trago la mitad de una cerveza—, también es taxista. Trabaja en la línea Rómulo Gallegos del terminal. Le va bien. Hace poco se compró un carro nuevo. —¿Y el supersónico? —preguntó Omar—. ¿Él no tenía un Volkswagen que le llamaban el supersónico? —Sí, ese fue su carro de toda la vida, un carrito más fiel que Flipper. Por ahí lo tiene, olvidado, en un garaje. Después tuvo un Dodge. Y ahora se compró un Ford. En los tiempos de la pandilla yo siempre anduve en la moto. En el supersónico montábamos a las chicas malas. Recuerdo que nos las llevábamos para una quebrada, más arriba de Pueblo Nuevo. Mojón de Tigre levantaba a dos mujeres así, una en cada mano, y después las tiraba al agua. A Eliécer le gustaba bañarse desnudo para que le vieran la pinga. Y Antolín siempre se jartaba de la borrachera y, dormido, los zancudos se lo comían vivo. En una ocasión, Chiriles montó en el supersónico a un par de loquitas y nos fuimos a la lucha libre con tres botellas de miche. Iban a pelear El Santo contra Blue Demon y El Chiclayano contra El Dragón Chino. Esa vez las mujeres agarraron una borrachera que ni le cuento. Una de ellas, al final, se vomitó en el carro y lo dejó hecho una nada. Pues mientras nosotros veíamos al Santo haciéndole una quebradora a Blue Demon, las loquitas comenzaron a discutir y se agarraron. Una como que sabía de lucha libre, porque cuando nos -94-
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dimos cuenta, le estaba haciendo a la otra una Doble Nelson. Omar se rio de buena gana y Cuchillo dejó ver las muelas que le faltaban. Me levanté a orinar. Mireya me guio en el camino hacia el baño. El morrocoy devoraba unas cabezas de pescado que le habían arrojado. Pastor López le dio paso a la voz de Vicente Fernández que empezó a escucharse en la sala a todo gañote. Estaba seguro de que mamá nunca se hubiera atrevido a subirse al supersónico, y me costaba imaginarla montada en la moto de mi padre, El Indio, ahora metamorfoseado en Cuchillo. Mamá siempre fue una mujer de su casa, educada para el trabajo doméstico y el recato, sin otra diversión que salir los sábados a hacer mercado y ayudar a criar a sus hermanos, pues mi abuela, en aquel tiempo, se embarazaba todos los años. Cuando regresé al solar, advertí que la tarde avanzaba rápido. Alcancé a escuchar que Omar decía: —Oiga, Indio, ¿usted se acuerda cómo fue que se quemó el bar de Zoilo? —El bar de Zoilo lo quemaron los dueños de un billar del centro. Por venganza, estoy seguro. Eran tres hermanos. Los de la pandilla tuvimos un problema con ellos porque no quisimos pagar una cuenta. Entonces les meamos las mesas del billar y les destrozamos el local. Nos salieron persiguiendo en un carro, echándonos tiros. Pero no pudieron
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alcanzarnos. Me acuerdo que yo llevaba en la moto a Eliécer. Nos comimos la flecha subiendo por la avenida Ferrero Tamayo y Eliécer me decía: “¡Indio, acelere, toche, que nos están disparando!”. Pero venía un carro de frente y nos íbamos a matar. Yo cerré los ojos y aceleré. Menos mal que el carro se tiró contra la defensa y nosotros pasamos. ¡Nos tuvo miedo ese hijoeputa!, le grité a Eliécer, pero estaba sudando frío y más cagado que palo de gallinero. Cuchillo se interrumpió para carcajearse. Omar y Mireya también rieron y yo sonreí. —Como a los quince días, en la madrugada —prosiguió mi padre—, todos estábamos en el bar de Zoilo. Entonces lanzaron varias molotov desde la calle y aquello agarró candela enseguida. Yo estaba en un reservado y casi que me asfixio por el humo. La moza con la que andaba Antolín se quemó el pelo y la cara. Eliécer, Mojón de Tigre y Chiriles salieron primero y vieron que se alejaba un carro igualito al de los dueños del billar. Lo que nunca se supo fue cómo dieron con nosotros. El compadre César apareció en el solar trayendo consigo una bolsa negra de la que sacó una botella de whisky White Label. Mireya lo recibió con gran efusividad y él le entregó la bolsa que además contenía quesos y embutidos. Mi padre hizo las presentaciones de rigor y Mireya, diligente, trajo vasos, hielo y algo para picar. El compadre César era un hombre alto, robusto, con la cara redonda y de aspecto bonachón.
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Usaba un bigote ancho y era dueño de una charcutería. Al parecer, le gustaba organizar parrilladas en aquel lugar. Estuvimos conversando y brindando otro buen rato y de pronto ya era de noche. Yo me sentía bastante mareado y me distraía con cualquier cosa ajena a la conversación. Me habían preguntado qué quería estudiar en la universidad y les dije que me gustaba la carrera de Letras. Creo que se desconcertaron un poco con mi respuesta porque volvieron a preguntarme muchas veces: ¿y esa carrera para qué sirve? Del solar, escasamente iluminado por un bombillo, pasamos al porchecito de la casa. No estuvimos mucho rato allí porque acordamos ir a comer algo. Lo malo era que el whisky y las cervezas me habían quitado el apetito. Pero el compadre César, dándose cuenta de mi estado, se empeñó en que fuéramos a un sitio donde servían una sopa de cangrejo muy sabrosa y rescatadora. “Era el día de las sopas”, pensé. Omar, no sé si por pena o porque no tenía dinero o por ambas razones, no quiso venir con nosotros. Dijo que iba a pasar por la casa de una amiga y que nos veríamos más tarde. Rápidamente nos dio las indicaciones de cómo llegar al velorio, en las afueras de la ciudad, vía Capacho. El sitio que decía el compadre César era un restaurante chino con un curioso nombre: Tian Dao Lata. Al sentarnos, Cuchillo pidió una ronda de cervezas y comenzó a contar historias ya no de la
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pandilla en pleno, sino del difunto. Nos dijo que tío Eliécer, ya con años de casado y con hijos grandes, seguía metiéndose en problemas debido a su mal carácter. Pero entonces tenía que dar la cara solo, sin amigos que lo apoyaran, por lo cual siempre llevaba las de perder. Así que se fabricó un revólver con una aleación de hierro y aluminio. La imitación, que no disparaba nada pero sí amedrentaba, lo salvó en dos ocasiones de que le propinaran una paliza. Sin embargo, debió deshacerse de ella porque lo andaban buscando para acusarlo de porte ilícito y amenaza con arma de fuego. Lo que hizo mi tío después fue construirse una china de metal y miles de municiones de plomo. Este tipo de armamento, silencioso y de mediano alcance, le dio mejores resultados, pero era sumamente peligroso. En cierta ocasión estuvo a punto de matar a un hombre al dispararle un plomazo que se le incrustó en el pecho, a un lado del corazón. Mery se asustó tanto que escondió la china para siempre y a tío Eliécer no le quedó más remedio que recurrir al viejo truco de la arena. —Una vez —dijo mi padre—, el portero de un bar de Séptima Avenida lo sacó a empujones y a patadas y lo dejó tan maltrecho, que Eliécer juró que eso no se quedaba así. Pues un día vino y se puso una chaqueta, le llenó los bolsillos de arena y se fue a ver al portero. Cuando lo tuvo bien cerca le tiró dos puños de arena en la cara. El hombre quedó ciego por unos
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momentos, y ahí mismo aprovechó Eliécer para devolverle las patadas y los golpes que le habían dado. Casi lo mata. Los ojos cobalto de un enorme cangrejo me miraban desde el plato que tenía enfrente. El mesonero había traído las sopas, cada una coronada con un cangrejo que más bien parecía un rey sapo sobre un minúsculo charco. A pesar de las insistencias de Cuchillo y el compadre César, no me tomé la sopa. Apenas la probé, mi estómago no aceptaba ningún tipo de alimento. Dije que iba al baño, pero salí fuera del restaurante, no me sentía bien. Me empezaba a ganar cierta indiferencia etílica. Caía una llovizna y la calle estaba completamente mojada. Brillaba rePermanecí lo que dura un cigarrillo encendido en la entrada del restaurante. Un viejo indigente surgió entre los autos aparcados y me pidió para fumar. Le regalé toda la caja de cigarrillos y se fue contento, agradeciéndome como si le hubiese dado comida o licor. De pronto se devolvió y con los ojos desorbitados me aseguró: —Yo soy el tercer peregrino en la tierra. Pensé que estaba loco y entré de nuevo al restaurante. Me disculpé con mi padre y con el señor César por no tener apetito. Me preguntaron si me sentía bien y yo les dije que sí. No quería preocuparlos. Cuando salimos del restaurante había escampado. De seguro ya habrían comenzado los rezos del
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velorio y mi mamá estaría preguntando por mí. En el trayecto, el compadre César se detuvo en una licorería y compró una botella de whisky y otra de ron. La noche iba a ser larga. Cuando llegamos, estacionó su camioneta al frente de la casa de mi tío, dejando de por medio la carretera La Guillotina. Pude ver algunas personas acomodando sillas delante de la casa. Al parecer había llovido fuerte por aquella zona y los rezos se habían interrumpido, pero ahora continuaban. Saludé con agrado a muchos familiares que tenía tiempo que no veía. Era un gran reencuentro generacional de tías, tíos, primos y parientes lejanos. La casa de tío Eliécer era pequeña y no cabía tanta gente, la mayoría se había acomodado en el frente y sus alrededores. En la sala estaba el féretro rodeado de señoras sentadas junto a las paredes. No quise ver el cadáver en ese momento. Mi madre me reprochó el que me hubiese desaparecido todo el día sin avisarle. Menos le gustó el que estuviese bebiendo y me trató de convencer para que tomara un consomé de gallina en la cocina. Le dije que andaba con mi padre. Ella ya lo sabía, Omar se lo había dicho. Hágame caso y véngase a descansar, dijo. Me alejé de la casa y crucé peligrosamente la carretera de doble sentido. Hasta la camioneta del compadre César se acercaron varios primos y amigos. A cada cierto tiempo, y con la excusa de buscar hielo en la casa, atravesaba de un lado a otro La Guillotina, desafiando los
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autos veloces como un suicida. Noraima, una de mis primas, me llamó la atención y preguntó molesta que si quería matarme. La verdad es que me sentía muy deprimido y el alcohol exacerbaba ese estado de ánimo. No me interesaba saber ya nada de mi tío ni de la pandilla del barrio La Popa. Tampoco quería escuchar los chistes de la gente, infaltables en este tipo de reuniones. Quería saldar cuentas pendientes, interpelar a mi padre y pedir explicaciones del pasado. Elegí un momento en el que solo estaban cerca de la camioneta Omar Rosas, Nico, el compadre César y un primo llamado Armando, para interrumpir la conversación. Le solté a mi padre todo de un solo golpe. Le reclamé su abandono y fundamentalmente el crimen del que había sido objeto mi madre en un hotel bajo efectos de narcóticos. Y para colmo de males, ese era mi origen biológico. Los que oyeron quedaron sorprendidos, en silencio y con caras de testigos apenados. Cuchillo había venido hacia mí con claras intenciones de abofetearme, pero solo dijo: —Alberto, las cosas no son así como usted cree. —¿No? ¿Entonces cómo son? Nos fuimos a un lugar apartado. Mi padre trató de calmarme y me explicó que el comienzo de su relación con mi madre había sido normal. Sin presiones de ningún tipo y con el consentimiento de ambos. Lo demás eran puras mentiras y cucarachas para envenenarme la mente. No le creí media palabra. Entonces me invitó a que llamáramos a mamá y aclaráramos
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los puntos. Eso hice y nos reunimos los tres. Cuando por fin le pedí a mamá que repitiera lo que ella una vez me había dicho, ella dijo que las cosas no habían ocurrido así, que la perdonara, que mi padre tenía razón. Me quedé mirándola desconcertado. Me sentía defraudado, víctima y juguete del odio entre ellos. Los rezos habían concluido y las personas se dispersaban. Crucé la carretera y me fui a ver el cadáver. Toda la gente que me vio parado frente al ataúd pensó que lloraba por mi tío. Lo cierto era que lloraba por mí mismo, proyectándome en el muerto. Mi madre, una tía y la señora Mery me condujeron a una habitación para que durmiera. Tuve un sueño absurdo y pesadillesco. Veía a Mireya y al indigente del restaurante chino abrazados, sonrientes y halándome por los brazos. Yo me soltaba y salía corriendo. De pronto, al cruzar una avenida, era atropellado por la camioneta del señor César. Todos los asistentes al velorio se arremolinaron en torno a mi cuerpo tirado en el pavimento. Mis padres trataron de levantarme. Ambos tenían las manos y los rostros ensangrentados. Entonces, entre la multitud, se abría paso el indigente que al verme gritó: ¡Él no está muerto. Es el tercer peregrino de la tierra, condenado a vivir y a sufrir eternamente! Desperté con la cabeza embotada. Estuve unos minutos sentado en la cama sin hacer nada antes de ponerme los zapatos. Poco a poco recobraba las
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dimensiones espacio-temporales. Al salir de la habitación, me encontré en la sala donde había estado el féretro. Solo hallé flores desparramadas por el piso y los soportes metálicos de las velas y los cirios. El silencio era total. La puerta del frente estaba cerrada con llave. Me asomé por la rendija de una ventana y solo vi bajo un sol de desierto a un perro realengo. Revisé rápidamente toda la casa. No había nadie y la puerta del fondo tenía un cerrojo con candado. Habían encerrado al loco, pensé, pero realmente me empezaba a disgustar el enclaustramiento. Vi unos pocos libros ordenados sobre pequeña repisa. Tomé uno. Era Pedro Páramo, de Juan Rulfo. En su primera página tenía una frase subrayada: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Qué contundencia, me dije, pero ahora lo importante era el perdón. El ruido de una llave al girar en una cerradura me hizo voltear hacia la puerta. Era Nico que llegaba junto a los demás. —¿Qué pasó? ¿Qué hora es? —pregunté. —Ya todo terminó. Son las dos. Venimos del cementerio.
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Índice La espera
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El arte de alcanzar el éxito
11
Ajedrez malandro
23
Corazón de cristal
27
Las medidas
35
La nueva era
43
A ti lo que te quedó fue un océano
53
Como fantasmas
61
La mujer de los días sagrados
69
Perdidos en la luz
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Edici贸n digital octubre de 2015 Caracas-Venezuela
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