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ALERTA TEMPRANA

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Cartas Editoriales

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Bitácora de viaje

Por Iñaki Manero

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Comunicador

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(1a. parte) A bejas que van regresando, ballenas saltando en la bahía de Santa Lucía, Acapulco; cacomixtles que juegan en la azotea de mi vecino. Alguien nos quiere decir algo. No, no soy ecologista de línea dura; si lo fuera, viviría en una cueva. Todo lo que hacemos tiene un impacto en el medio ambiente; incluso la casa en donde vives, en algún momento fue parte de un ecosistema de selva, desierto, bosque, pradera o cerro. En algún momento, un vehículo deforestó desplazando la vida, vegetal o animal de la zona, replegándola a otro sitio o de plano provocando su desaparición. Eso viene sucediendo desde que el hombre dejó de ser criatura migrante y se estableció en asentamientos regu lares. Y sigue hasta la fecha. Y seguirá durante el tiempo que nos toque sobrevivir en este planeta. Los castores tienen impacto en el medio ambiente, las hormigas, termitas, lobos, ciervos, búfalos… Todos los animales sociales. Con un impacto positivo o negativo. La cuestión es un asunto de costo/beneficio. Cuánto nos cuesta, cuánto nos duele, cuánto estamos dispuestos a perder. Hemos perdido la dimensión de esto último.

El impulso de aprovechar los recursos naturales, por lo regular de manera irresponsable, no es nuevo. Se cree que el caballo americano (los actuales son descendientes de aquellos traídos por los europeos desde el siglo XVI) se extinguió en buena parte por la voracidad del hombre, que se alimentaba de ellos y aprovechaba el cuero y los huesos para vestido y herramientas; acosaba y dirigía las manadas hacia desfiladeros provocando más muertes de las que se pudieran aprovechar. Hasta el poderoso mamut, que hace apenas 10 mil años todavía recorría el mundo, fue desapareciendo cuando, a la par de las cambiantes condiciones del clima terrestre, se le suma la cacería organizada por grupos de antepasa dos que a toda costa, no podían ignorar un beneficio en comida y pieles de ese tamaño. Hace muy poco se descubrió en los actuales terrenos de la base aérea militar número 1, Santa Lucía, en Tecámac, Estado de México, ahí, efectivamente en donde se construye la central avionera Felipe Ángeles, uno de los mayores yacimientos de osamentas de estos paquidermos. De acuerdo con los estudios preliminares, algunos de ellos pudieron haber sido cazados ahí mismo, en la orilla de lo que fue parte del ya desaparecido gran sistema de lagos volcánicos.

Somos auténticos depredadores y no discriminamos; le pegamos a lo que sea. Esa ha sido parte de nuestro éxito y nuestra desgracia como especie. La versatilidad, el no ser especialistas en algo, nos ha colocado como los primeros en la fila evolutiva. La desgracia, hemos empujado al resto de la vida al abismo, hasta que nosotros mismos también roza mos con el pie el borde del precipicio. Y de repente, en pleno auge de la tercera Revolución Industrial, ya muy cerca, decíamos de la saliente con rumbo al olvido, un bicho microscópi co, que dicho sea de paso, los científicos todavía no se ponen de acuerdo en si está vivo o no, amenaza con regresar nuestra economía a la Edad de Piedra. ¿No es adorable? No es ni la primera, ni será la última pandemia; hemos sido diezma dos por muchas. Algunas, las más taquilleras, han sido motivo de novelas y películas, además de referente forzoso en ensayos sobre anatomía, fisiología e higiene. Sí. Alguien nos quiere decir algo: no somos insustituibles, ni reyes de la Creación, ni imprescindibles para nada. Nos hemos tragado la ilusión de que hemos sido bordados a mano, una artesa nía del Universo. Y no. Los dejo, amigos, cuates, conocidos, con una pregunta que intentaremos responder en una segunda, espero, oportunidad: ¿Cómo vamos a regresar después de esto? Ahí afuera están las señales. En este momento hay una abeja que toma polen de esa plantita que apenas la semana pasada salió de entre la grieta del pavimento frente a casa. Esa planta que nadie ha querido arrancar. Personalmente, prefiero que el vecino no salga. Así está mejor; pero ya saldrá. ¿Saldrá para seguir matando mamuts?

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