LUGARES PERIFÉRICOS Conferencias sobre escritores de culto aún no canonizados
Centro Cultural Simón I. Patiño, Santa Cruz Calle Independencia 89, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia Tel. (00591 3) 337 2425 / 339 0151 cpatino@fundacionpatino.org www.fundacionpatino.org Dirección: Roxana Sdenka Moyano Coordinación cultural: Tania Serrano Coordinación pedagógica: Carlina Petry Montaje: Julio César Burela Diseño editorial y fotografía de tapa: Marcelo Santorelli y Laura R. Martínez Imprensión: Imprenta Sirena
Depósito legal: 8-1-480-11
Centro Cultural Simón I. Patiño Feria Internacional del Libro Santa Cruz de la Sierra - 2010
LUGARES PERIFÉRICOS Conferencias sobre escritores de culto aún no canonizados
Introducción
El Centro Cultural Simón I. Patiño Santa Cruz, a través de su Núcleo de Investigaciones, genera contenidos y crea programas para documentar, promocionar y difundir el arte y la cultura bolivianos y latinoamericanos. En este marco, bajo la dirección de Roxana Sdenka Moyano y la coordinación de Maximiliano Barrientos, realiza anualmente un ciclo de conversatorios con escritores, de los que “Lecturas cruciales” (2009) y “Lugares periféricos” (2010) fueron sus dos primeras ediciones. Con este ciclo, busca acercar al público de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz (Bolivia), un espacio para reflexionar sobre la obra, la estética y la trayectoria de reconocidos autores desde la mirada de jóvenes actores del ámbito intelectual nacional e internacional.
Sumario
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El gozo ante el precipio: Adela Zamudio e Hilda Mundy Emma Villazón
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Las teorías salvajes, variaciones entre el ensayo y la novela Sebastián Antezana Q.
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Andrés Caicedo: memorias de una cinesífilis Liliana Colanzi
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Fabián Casas: el veterano del pánico Maximiliano Barrientos
57
La Anunciación de María Negroni. Prismas de la enunciación Mónica Ríos
67
La tentación del fracaso: Enfermedad y escritura en el diario de Julio Ramón Ribeyro Rodrigo Hasbún
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Idea Vilariño, esa mujer Leila Guerriero
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Algunas transmigraciones de este y otros escritores al narrador, al cronista y a los personajes de Cristián Huneeus Carlos Labbé
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El lugar del arte en la cultura del narco: trabajos del Reino, de Yuri Herrera Edmundo Paz Soldán
El gozo ante el precipicio: Adela Zamudio e Hilda Mundy Emma Villazón
Si uno es fiel a sí mismo, siendo extravagante, no hay razón para cortar el hilo de esa extravagancia, asociándose a una lógica común y vulgarizada de grado extremo. Hilda Mundy
Bastaría referirse a la laureada poetisa cochabambina, maestra, polemista y soltera empedernida que arremetió contra la hipocresía de la Iglesia católica y la burguesía de inicios del siglo XX en Bolivia, para saber que se habla de Zamudio. Quizás sería suficiente referir eso para recordar a la poeta que sigue vigente en los textos escolares casi con los halos de una diosa etérea e intachable, estricta defensora de los vulnerables, virtudes que la historia de la literatura ha resaltado con el venir de las décadas, y muy probablemente lo seguirá haciendo. Con un brillo no muy lejano al de una Gabriela Mistral, una Juana Ibarbourou, una Alfonsina Storni y otras poetas latinoamericanas referentes de su país, Zamudio es, sin lugar a dudas, la escritora boliviana más reconocida por ensayistas y los gobiernos de Bolivia. Sin embargo, la consagración de su figura a lo largo del tiempo como un ícono femenino de las letras no ha sido acompañada con la misma intensidad por estudios sobre su obra, a pesar de que últimamente se han dado iniciativas importantes, como la publicación de Íntimas, su única novela, y la promesa anunciada en 2007 de la reaparición de su poesía a través de una editorial venezolana. 13
Actualmente sus dos poemarios Ensayos poéticos (Buenos Aires, 1887) y Ráfagas (París, 1914) son de escasísima circulación; no obstante, eso no ocurre con su narrativa, Novelas Cortas y Cuentos Breves abundan en cualquier librería. En este sentido, resulta tentador volver a Zamudio, porque implica acercarse a una figura de la que creíamos se había dicho lo suficiente, pero de la que pareciera que hasta el día de hoy la encubren velos. Velos o mantos de silencio en el conocimiento e interpretación de algunos episodios de su carrera literaria, su concepción de la literatura en un medio intelectual predominantemente varonil, y ciertos textos de su narrativa en los que, además de manifestar una gran capacidad de observación sobre el accionar de la Iglesia, las relaciones de la pareja heterosexual y los roles de género, alguno que otro presenta búsquedas filosóficas con gestos, digamos oscuros y románticos, por el momento, por de más de llamativos. Si hablamos de una de las escenas en las que Zamudio tuvo protagonismo en el ambiente literario de su época, esta gira en torno a una disputa que sostuvo a través de cartas en diarios, con Claudio Peñaranda. Era 1914 y ella había publicado Íntimas. La reseña que hace el crítico es de rechazo a la obra, más bien le aconseja que siga escribiendo poemas y que deje la novela, pues la que había publicado no alcanzaba el nivel de una obra «fuerte y completa». La poeta, con lucidez e ironía aguda, le responde: «Lo mismo que Ud. dice, poco más o menos, dije a un amigo de La Paz, al enviarle los originales para que los entregara a imprenta: “Dudo que la concluya Ud., ni ningún hombre sin dormirse. Es un cuentecito para mujeres, inspirado en confidencias de almas femeninas, tímidas y delicadas”».1 Tal comentario demuestra que Zamudio conocía sobremanera las tendencias literarias de prestigio y, por lo tanto, «la incomodidad» que podía generar Íntimas, ya que: 1. Por un lado, se planteaba una preocupación Zamudio Adela, Íntimas, edición preparada por Leonardo García Pabón, Plural Editores, La Paz, 2007, pág. 147. (1)
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por los dramas, limitaciones y contradicciones de la mujer; y 2. Por otro, afirmaba su elección de tramas con un zoom en «corazones sencillos» —como ella afirmaría amparándose en Flaubert—, en las que no le interesaba recrear escenarios bélicos, con banderas, vítores, jinetes y proclamas. Su literatura, en este sentido, estaba definida y apostaba por tratar los conflictos íntimos de la clase media cochabambina, con sutileza y especial atención en la mujer, y, en ciertos momentos, por una tendencia hacia lo fantástico y el manejo de la fábula. Pero hasta el momento no se ha dicho nada nuevo; salvo que en 1977 (habría que resaltar: ¡cinco décadas después de su muerte!) con el título de Una rebeldía femenina, una separata dentro de la colección de Esquema metodológico de aproximación a la literatura boliviana, de Juan José Coy y Josep P. Barnadas, el juicio de Peñaranda se actualizaría a través de esos dos ensayistas. Barnadas y Coy caracterizan a los personajes de Cuentos Breves (La Paz, 1943) por «la vaciedad y la ausencia de dirección del tiempo humano (tiempo circular)», y como representantes de «una clase social sin función histórica», que «alarma por su intrascendencia, la estrechez de sus ambiciones o la irrelevancia de su existencia cotidiana»2. Así también, ambos se extienden en la propuesta de un nombre para la literatura zamudiana y en justificar la descalificada búsqueda literaria de la autora por su condición, nada menos, que de mujer: «…se da una acusada sentimentalidad en los planteamientos, un poco paternalista, como tributo inevitable a los presupuestos sociales y mentales desde los que la autora escribe; igualmente, y como consecuencia normal, encontramos una sentimentalidad de desenlaces, limitación obvia por las razones ya apuntadas […] Estas características, que generalmente están más o menos presentes en este de tipo de narrativa, que hemos calificado de “sentimental-cosBarnadas M., Josep y Coy Juan, José, Cuentos breves. Adela Zamudio. Esquema metodológico de aproximación a la narrativa boliviana. Sentido y alcance de la novela sentimental de Zamudio, Los amigos del libro, Cochabamba, 1977. (2)
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tumbrista”, es por lo general consecuencia del carácter femenino del autor ―que en este caso es “autora”. En definitiva, se podría quizá afirmar que la personalidad humana de Adela Zamudio supera con mucho su propia personalidad literaria».3 Novela sentimental, autora, mirada de mujer, definitivamente parecen no tener lugares de acuerdo con la voz de dos historiadores, la impetuosa razón, y una mirada sociológica del arte. Probablemente si Adela Zamudio hubiera leído esta crítica, hubiera comentado, de la misma manera en que replicó en 1914 a Peñaranda: «Por lo que hace al argumento, difiero de la crítica masculina, hoy general».4 Tal respuesta, si bien puede oírse como el grito de una escritura solitaria en el libro histórico de ese momento, habla también de la independencia o libertad que está signada en su escritura; de un gesto, de una actitud de una escritora fiel a sí misma, que no ansió ni se arrimó a paternalismos. El enfoque sociológico del estudio de Barnadas y Coy sobre las obras literarias, asimismo, no deja de ser interesante, pues anima a hacerse una serie de preguntas sobre las exigencias o el alcance que debería tener la narrativa boliviana según estos, así como sobre cierta modalidad de escritura definida por ellos en base al sexo del autor, ya que cuando es el que caso de la obra de una autora, ésta directamente es subestimada. Y es que si la más pesada acusación de estos críticos es la no escritura en Zamudio de los grandes temas sociales de la vida política boliviana, habría que volcar esa interrogante hacia los mismos emisores, quienes, como historiadores, sabrían responderla mejor; o sino citar a Luce Irigaray, desde El espéculo de la otra mujer: (3) (4)
Idem, p. 11. Zamudio, p. 148.
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«¿Y por qué tendrían que interesarse (las mujeres) por una sociedad que no les interesa? Que no les proporciona intereses sino por la mediación, obligada, de aquellos que están, de derecho y de hecho, interesados. ¿Por “protesta viril”? Que corre el riesgo de acarrearles más prejuicios que… intereses. ¿Por masoquismo? En el ámbito social, el masoquismo no supone un gran placer. Por otra parte, ¿cómo participar en la vida social cuando no se dispone de alguna moneda de cambio, cuando no se posee nada (de propio/en sus manos) que pueda poner en relación con las propiedades del otro, de los otros?». 5 Como se ve, las preguntas desordenan y enardecen el debate que amerita la crítica de Barnadas-Coy, y develan que detrás de esa mirada, habita irrebatiblemente el fantasma de una buscada omnipresencia de una voz masculinizante. Por ello, a manera de avance en este estudio, se presentan unos breves acercamientos sobre algunos relatos de Cuentos Breves, a fin de revisar o releer a los personajes y las tramas zamudianos. En el cuento «Violín y guitarra» se muestra la forma en que el cortejo juvenil en los pueblos pequeños está supeditado a los dimes y diretes de la gente. Los jóvenes organizan fiestas en dos pueblos Calacala y Queroquero, los cuales hace años sostienen una pugna por querer sobresalir. El objetivo esencial de los jóvenes es alejarse de la ciudad para establecer relaciones amorosas más fructíferas. La historia se centra en Blanca, una joven que sufre por la indecisión de su pretendiente, León; quien por mantener su renombre entre las jovencitas, rompe la promesa de ir a visitarla a Calacala, donde la joven vive, y guiado por su vanidad accede quedarse en Queroquero, para coquetear con Luz, la joven más cotizada del pueblo vecino. El final se torna desolador, pues muestra cómo Blanca, (5)
Irigaray, Luce, El espéculo de la otra mujer, Ediciones Akal, Madrid, 2007, p. 106.
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al depender de un gesto de su pretendiente, escoge dejarse cortejar por su primo Marcial, quien desde hace tiempo le propone un amor inofensivo. El tono de tragedia del cuento se manifiesta en la rigidez de esos encuentros y desencuentros, tanto para la mujer como para el hombre, pues un desprecio de ese tipo determina la consolidación de un matrimonio o su imposibilidad. Por otro lado, se evidencia que el éxito del cortejo está en manos del varón. El cuento se cierra con estas palabras: «Cierto que dos días después se dio un baile en Calacala, pero, ¿qué le importaba ya a León? Las puertas de Blanca, siempre cerradas en la ciudad, se cerrarían para él, esta vez, para siempre». 6 Otros cuentos que destacan por la sensibilidad social y la tensión que viven los personajes al ser conscientes de las desigualdades económicas de su entorno, son «Rendón y Rondín» y «El velo de la Purísima». El primero no es un texto literario sobresaliente, es casi un texto de denuncia sobre el maltrato familiar y la fragilidad de los niños y los ancianos. Habría más bien que pensar que el talento de Zamudio se luce en textos de mayor rigor técnico, agudeza psicológica y delicadeza en su propuesta temática, y no así por los que se abisman en la crítica social. El relato trata de un niño abandonado por sus padres que vive con su abuela, y le pide a ella razones que expliquen las diferencias que observa entre la gente. El niño ha sido objeto de la agresión física de su padrastro, quien a causa de un chisme se enteró de que no asiste al colegio. La contradicción sobre la que reflexiona el niño consiste justamente en saber cómo podría permanecer en el colegio, si su abuela no cuenta con los recursos suficientes para comer. En este cuento cabe recordar la crítica de Barnadas-Coy, y acentuar esa preferencia de Zamudio en este cuento para tratar no sólo personajes criollos bien acomodados, sino también por los que están al margen.
Zamudio, Adela, Cuentos Breves, edición especial preparada para: diario Opinión, diario El Deber y diario Presencia, Impresa Gráfica Navarrete, Lima, p. 31 (6)
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El siguiente cuento es una puntillosa y lograda aproximación a la decadencia que alcanza el cuerpo y la moral de una bordadora joven, y la levedad existencial de una beata que vive en una situación privilegiada. El cuento narra la necesidad que tiene Doña María de acceder a un nivel de reconocimiento entre las beatas del templo donde asiste. La mejor manera de sobresalir en ese ambiente es regalar dádivas en favor del templo, por ello su gran anhelo es ofrecer el velo y el manto bordado para la Virgen Purísima. De esa manera, se lanza en la búsqueda de la bordadora, y recuerda que tiene una ahijada que realiza ese tipo de trabajos, y que podrá hacerle precio. El acercamiento de estos dos personajes tan antitéticos sorprende porque es el encuentro de dos mundos. Solamente el viaje de Doña María a la casa de la trabajadora le significa perderse en una extrañeza, salirse de su circuito de comodidades, y entrar en el territorio desconocido de la miseria y la pobreza. «No estamos en París, pero, aun en nuestra ciudad suele sucedernos que cuando algún negocio cualquiera nos lleva a uno de sus suburbios, nos parece que nos hallamos en otro pueblo, extraño al nuestro» 7 , dice la voz narradora. Para precisar esta voz, hay que tratar de atenderla durante todo el cuento, pues como se observa en el fragmento citado no hay un signo que señale que fuera el parlamento directo de Doña María, sino que es un párrafo más de la voz narradora omnisciente que provoca un estado de confusión, pues no se sabe efectivamente quién está hablando. Luego, hay una larga enumeración de calles y seres grotescos como «mujeres repugnantes y hombres ebrios que disputan y se provocan», que constituyen el panorama de la zona donde vive Concha, la bordadora. Otro detalle que interesa es la descripción de las manos de la trabajadora en el momento en que su madrina la está volviendo a reconocer; esta compara esas manos con las que vio la última vez que se vieron; dice (7)
Idem, p. 82.
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el narrador: «Sus manos, estropeadas por el cuchillo de cocina y quemadas hasta el punto de parecer sucias, no eran ya aquellas manos de hada, a las que había visto ejecutar tantos primores. Casi le pesó haberla buscado, temiendo por su bordado». 8 La voz narradora de nuevo se funde con la consciencia de la beata, pareciera que entrara en esos intersticios y desde allí hablara, para poder mostrar los sentimientos en conflicto de la beata ante esa visión: miedo por aquel cambio tan terrible en la ahijada, rechazo a la pobreza, e inseguridad de poder cumplir con la tarea del bordado. Definitivamente, Concha ha sufrido una transformación: se ha dejado vencer física y moralmente por la pobreza. El periodo de la conversación entre ambas es angustiante para Doña María, pues lucha consigo misma entre ayudar económicamente a su ahijada o seguir con el cometido del bordado. Aquí la narradora usa comillas para darnos a entender que se trata de un monólogo de Doña María: «-¿Cuánto cuesta una buena máquina de coser?», se preguntó a sí misma interiormente la señora Doña María; pero dándose cuenta inmediatamente del espíritu de esta insidiosa pregunta, la rechazó como mal pensamiento». 9 Nótese también la redundancia de Zamudio al repetir «a sí misma interiormente», es claro que la narradora desea enfatizar un nivel muy íntimo, donde se debate en una disyuntiva moral el personaje. El cierre de este relato rico en subjetividad, paisajes y personajes casi deformados por la miseria, toma un giro fantástico, y al mismo tiempo llega a una revelación del narrador, ya que este se dirige de pronto a los lectores, diciendo: «Lectoras mías, ¿quieren saber ahora lo que la Virgen María quiso decirle (a Doña María) en sueños?». 10 En las siguientes líneas nos encontramos con la denuncia de las hipocresías de la Iglesia en voz de la misma narradora de «Rendón y Rondín», aunque en este caso, por tratarse de tan singular protagonista, esa elevada consciencia se manifiesta para castigar a la protagonista a través de la imagen que más adora: la de la Virgen. Idem, p. 84. Idem, p. 87. (10) Idem, p. 94. (8) (9)
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Un cuento exquisito, sombrío y simbólico que se aparta del resto de los relatos de estilo realista, de denuncia y otros abstractos del libro, es «El vértigo». Este es una fábula —no la única que escribió la autora— contada en un tono de misterio y un tanto siniestro, donde emerge con fuerza el romanticismo que siguió Zamudio, y en el que el narrador se refiere poéticamente sobre el fenómeno de la muerte. La historia superficial es el relato de la travesía que hace un grillo en un inicio solo, después de la fiesta de la llegada de la primavera; en este viaje descubre un edificio imponente y rarísimo que le cambia la vida. La historia del segundo nivel, según Willy Muñoz, uno de los más destacados lectores de la narrativa de Zamudio, consiste en la metáfora del viaje para describir la experiencia del acercamiento a lo extraño, lo no conocido. El tesoro encontrado por el grillo es un enorme edificio laberíntico, fantástico, repleto de sinuosidades, líquidos y latidos, es una monstruosidad arquitectónica en la ingenua mirada del insecto; y, en palabras de Muñoz, «es su Aleph, de modo que el viaje se torna en una experiencia maravillosa que llega a trastornar los sentidos del viajero». 11 El secreto que con inteligencia nos guarda el narrador, y que poco a poco nos va develando con una belleza en el manejo de imágenes y el cuidado propio de la poesía, es que ese misterioso objeto es un cráneo humano, es el hombre, es la alteridad, que se halla en una situación de deterioro, que el grillo, en su ingenuidad, desconoce. Lectora de los poetas románticos, de los cuales se sospecha que uno de ellos fue Baudelaire, pues, además del notable tono de pesadumbre y desolación de sus poemas, en Íntimas hay referencia al spleen o la melancolía entre los personajes que se cartean, así como a alguna «frente byroniana», Zamudio en este cuento hace que el narrador bordee el misterio de la vida y la muerte, y también se pregunte por el otro, el que no es el yo, y aparezca este como un precipicio fuera de la comprensión que posee el grillo. (11)
Muñoz O., Willy, La narrativa de Adela Zamudio, Editorial La Hoguera, Santa Cruz, 2003, p. 41.
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Por eso el vértigo, no ante el encuentro de la verdad, sino ante el ingreso en lo desconocido, porque el grillo se interna en el edificio, y es uno tan profundo como inasequible, en el que podría vislumbrarse entre la oscuridad —¿por qué no?— a la misma mujer, y al fenómeno de la muerte, lugares ambos de misterio, donde la ciencia no puede imponerse, ni dejar su última palabra. «El vértigo» finaliza así: «Le recogieron sin conocimiento. Su prolongado vértigo, del que apenas pudieron despertarle, alarmó a todos. Sus amigos, sospechando la causa del accidente, le hablaban a la pálida Libélula, reina del corso, que la tarde anterior había huido delante de sus ojos, como ensueño irrealizable. El triste enfermo callaba y sonreía. Sentía que su dolencia era incurable. Se hizo misántropo. Solitario cantor de las ruinas, en su febril gemido, desde entonces, solloza, no ya el alma inocente de un insecto, sino la hipocondría de un demente iniciado en los secretos humanos». 12 La decisión del grillo de asumir la misantropía es todavía más sugerente si la conectamos con la propuesta de entender la misma como una reacción del encuentro ante lo extraño o ante una representación arquitectónica de la mujer. La mirada de Zamudio, en este sentido, decía ya demasiado quizás sobre su vivencia como mujer en los años 20: el encuentro con lo otro, lo distinto, produce la perdición, afecta como una enfermedad incurable. * * *
Zamudio, Adela, Cuentos Breves, edición especial preparada para: diario Opinión, diario El Deber y diario Presencia, Impresa Gráfica Navarrete, Lima, p. 65. (12)
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A modo de provocación a la razón historiográfica, vale la pena mencionar a la poeta Hilda Mundy, extra-ordinaria voz, llamada, según el carné de identidad: Laura Villanueva; posterior a Zamudio, esposa del poeta Antonio Ávila Jiménez y compañera de copas y arte de Arturo Borda, Jaime Sáenz y otros noctambulescos personajes. Vaya esto a modo de colofón, a modo de continuación quizás de un intento de lectura de una escritura con registro de mujer, que de manera solitaria y aguerrida dejó más que unas señas. Mundy, con un solo libro publicado en vida, Pirotecnia, resuena en particular hoy por su actualidad, su desfachatez, su conciencia de género y de estar inmersa en una sociedad consumista, absorbida por una cierta obsesión con el fierro o fiebre ferruginosa, y lanzar sus dardos con un humor delicado e inteligente. Y es que las fuertes voluntades obran aún en las sombras de ultratumba/ los grandes entusiasmos van más allá del fenómeno de la muerte –como diría la poeta. Con una escritura –descrita por la misma autora– como un atentado contra la lógica, cundida de puntos suspensivos, guiones, signos de exclamación, que apuesta por los tópicos de la ciudad y la mujer como esenciales, Mundy es comparada por algunos con Oliverio Girondo, pero difícilmente con algún coetáneo boliviano. La misma no se acomoda hasta hoy en día a ninguna tradición, ya que hay que recordar que el vanguardismo europeo apenas rozó el territorio boliviano a diferencia de los países vecinos, lo cual hace que esta literatura aparezca suspendida –como lo dice Virginia Ayllón– en la creación literaria en Bolivia de manera bastante más que precursora y silenciosa; pues Pirotecnia, ensayo miedoso de literatura ultraísta, se publica en 1936, y en Bolivia se empiezan a demarcar la obras surrealistas desde los 50. Ahora bien, una pregunta que habría que hacerse o imaginarse podría ser: ¿cuál sería la recepción de Pirotecnia, de este descalabro en la lírica boliviana, desde el enfoque de estudio de críticos como Claudio Peñaran-
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da o los anteriormente citados? ¿Cuál sería el esquema metodológico de aproximación ante..?: «Vértebra del Capítulo anterior: DADOS DADOS
DADOS
La era maquinista hará del mundo un encantamiento en hierro. La materia viva será disecada y guardada en los museos, como un resto antropopiteco y primitivo.
sumo.
El hombre acabará por lubrificarse y medir su capacidad de con-
Se sufrirá la fiebre ferruginosa. Se danzará a la melodía de los bocinazos aletargados y “churriguerescos” de aviones musicales que en carrera de velocidad nos crearán un cielo obscuro. Pero LOS DADOS Siempre incólumes. Siempre en compañía del hombre disparando las flechas de sus números a los cuatro puntos cardinales. Siempre el ala de la felicidad con quien juegue a los dados con el control de una mujer exquisita y la suavidad de un habano en la boca. (14)
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Pirotecnia, idem p. 93 y 94.
Renovación de los cimientos. Reinado de la Suerte. Cotillón. Cuando la mujer del siglo tire a los dados por la apuesta de unos seis novios simpáticos». 14 En el citado ensayo sobre Pirotecnia, Ayllón lanza la hipótesis de que el velo de silencio que ha arrastrado Mundy todo este tiempo se debe a la apuesta literaria de la propia autora, que consistía justamente en no dejar huella como autor, en hacerse humo, «en la negación del ansia de la instauración para alcanzar la ruta de la perfección, callando; así como también en un descrédito en su propia creación» 15. En la primera página del libro, leemos: «Estos pequeños opúsculos, dispersos, rápidos, policoloros representan: NADA.- (Propiedad fatua de la pirotecnia)». Dicho planteamiento amerita seguir lanzando preguntas sobre lo que ponía en juego la autora, quien doblemente o multiplicadamente pedía el anonimato; primero, con un seudónimo (el cual no fue el único, pues llegó a usar más de tres en sus artículos sobre la Guerra del Chaco: Ana Massina, Madame Adriane, Jeanette, María D´Aguileff); segundo, la propuesta de negar la obra en Pirotecnia, y tercero, la escasa difusión de su poesía en el tiempo, por motivos que sabemos con seguridad fueron varios, entre ellos el de producir una poética rarísima para la época y ser mujer. Llama la atención, por ejemplo, que en la Antología de la poesía boliviana de Yolanda Bedregal, esta no la mencione, aunque sí se halle Antonio Ávila, el marido de Mundy, y la hija de ambos, también poeta; aunque Enrique Finot sí la señale raudamente como una joven poeta de línea ultraísta en su Historia de la literatura boliviana, de 1943, no obstante, éste hace referencia a Mundi (sic) como si ella no tuviera obra publicada. Afortunadamente, las preguntas siguen apareciendo para aumentar el gozo por los precipicios.
(15)
Idem p. 30.
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Obras consultadas: 1. Zamudio Adela, Íntimas, edición preparada por Leonardo García Pabón, Plural Editores, La Paz, 2007. 2. Barnadas M., Josep y Coy Juan, José, Cuentos Breves. Adela Zamudio. Esquema metodológico de aproximación a la narrativa boliviana. Sentido y alcance de la novela sentimental de Zamudio, Los amigos del libro, Cochabamba, 1977. 3. Irigaray, Luce, El espéculo de la otra mujer, Ediciones Akal, Madrid, 2007. 4. Zamudio, Adela, Cuentos Breves, edición especial preparada para: diario Opinión, diario El Deber y diario Presencia, Impresa Gráfica Navarrete, Lima. 5. Muñoz O., Willy, La narrativa de Adela Zamudio, Editorial La Hoguera, Santa Cruz, 2003. 6. Ayllón, Virginia, De la nada al venerado silencio, introducción a la reedición de Pirotecnia, de Hilda Mundy, Plural Editores y Editorial La Mariposa Mundial, La Paz, 2004. 7. Mundy, Hilda, Pirotecnia, Plural Editores y Editorial La Mariposa Mundial, La Paz, 2004.
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Las teorías salvajes, variaciones entre el ensayo y la novela Sebastián Antezana Q.
1. El inicio Es complicado hablar de una escritora que sólo tiene una novela en un encuentro dedicado a hablar de escritores de culto. La idea de culto implica cierta tradición, la historia de un movimiento de fanatismo subterráneo, y tratar de proponer para ese campo la figura de una escritora que tiene sólo una novela (con muchas reacciones contradictorias, sí, y cierta condena de parte de la voz oficial, que ha llegado a requerir de ella incluso una disculpa por pretendidas ofensas –rasgos comunes a la tradición del culto, es cierto–) es una idea algo arriesgada. Esta conferencia, entonces, está dedicada a proponer para esta tradición una figura quizás aún demasiado reciente para ser considerada como escritora de culto, pero por la importancia y la gravitación de su obra quizás la categoría le quede demasiado grande. Es más, posiblemente ya para ahora la autora habrá dejado esta clasificación tan efímera y equívoca, que en ocasiones polariza la lectura con la idea de que el mainstream implica en sí mismo una pérdida de valor artístico. Un fantasma recorre la Academia. Entre formalismos anacrónicos que delimitaban quizás de forma arbitraria barreras genéricas y cierta flojera exploratoria que no permitía flexibilizarlas, lo literario se dividía en parcelas claramente definidas que, entre otras cosas, desalentaban el hibridismo, la mezcla estilística. Eso, claro, ha cambiado. Poco dada a probar los límites formales de las parcelas literarias, la Academia, sin embargo, parece haberse abierto a opciones distintas o, en su lugar, generar una 27
reacción violenta que se enfrenta a ella o propone a su lado caminos nuevos, desconcertantes, lejanos a la definición y precisamente por ello terriblemente seductores. Así, y entre los fantasmas de Hobbes, Rousseau y Wittgenstein, el de una cuarta ficción asoma la cabeza y propone con desfachatez una nueva forma de concebir no sólo la literatura, sus géneros y subgéneros, sino la forma de constituir sistemas de pensamiento y propuestas de lectura, teorías que son formas de construir y deconstruir la cultura contemporánea desde la ficción. En este marco de subversión y pensamiento crítico nace la propuesta de Pola Oloixarac, escritora argentina que desde 2008 viene levantando polvo y haciendo ruido en el campo de la narrativa argentina, tanto por lo original de su primera novela, Las teorías salvajes (Entropía, 2008), como por las violentas reacciones que ha provocado a nivel crítico. Pensar la violencia como parte de la cultura, explorar los refinados mecanismos de lo infrahumano en el ámbito de lo humano, de lo antisocial en el campo de lo social, es parte de la propuesta de Oloixarac, quien se aproxima al estado de la época con frases como: “El régimen de acceso a la empatía contemporánea se encuentra vinculado al uso inteligente, glamoroso, de la crueldad” y aquella consignada en uno de los epígrafes de la novela, perteneciente al Mínima Moralia de Theodore Adorno, alumno selecto de la escuela de Frankfurt: “Toda la práctica, toda la humanidad del trato y la conversación es mera máscara de la tácita aceptación de la inhumano”. Pola Oloixarac nació en 1977, hoy tiene 33 años, un diploma en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, y una novela que sin llegar a ser del todo aceptada por la crítica y, mucho menos, por las venerables cabezas de la Academia argentina, ha dado ya varias traducciones y ha generado fanatismos ante los que no han permanecido ajenos incluso nombres trascendentales de la narrativa en español, como Ricardo Piglia, quien ha llegado a decir: “La prosa de Pola Oloixarac es el gran acontecimiento de la nueva narrativa argentina. Su novela es inolvidable, filosófica, salvaje y muy serena”. Uno de los rasgos que más ha impresionado del fenómeno que se ha generado alrededor de Oloixarac en su país (cuyo verdadero nombre
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–todo se sabe en la web- es Cristina Caracciolo) es la crítica que lanza al rostro de la historia política. Así, correspondiendo al maestro y reconociendo una línea genealógica definida entre cuyos principales hitos se encuentran gente como Rodolfo Fogwill y Michel Houllebecq, Oloixarac dice en una entrevista: “Tenía ganas de pensar la violencia con un espíritu crítico y, en ese sentido, creo que mi discurso prolonga el de Piglia, que con su novela Respiración artificial hizo un libro fundamental sobre el tema. Me interesa la violencia como parte de la cultura, un componente obsceno que se exhibe como una cualidad obvia de la civilización, cuando en realidad es brutal”. Pero, ¿de qué va todo esto? ¿Cuál es la historia que narran Las teorías salvajes? Pues, en realidad, se trata de una novela de varios temas, con varias tramas, quizás ninguna de ellas más importante que el conjunto formado con su concurso, mediante el cual se develan las teorías que mueven el mundo frenético de Oloixarac. Al principio, claro, está otra vez la Academia. Pero no se trata de una academia abstracta sino que la escritora identifica claramente el territorio de su acción, en este caso las calles Puán y Pedro Goyena en Buenos Aires, locación de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Entonces, la novela y la propuesta de Oloixarac comienzan también y muy claramente como provocación. Las teorías salvajes es un manazo en la cara de una academia en pleno deterioro institucional. Oloixarac no se mide cuando se despacha un crítica feroz contra un sistema que ha transformado la literatura en un campo minado, un espacio abierto a consideraciones políticamente correctas pero no jugadas, nunca jugadas, por lo que quienes acuden a él como alumnos terminan, según dice Beatriz Sarlo, como una especie de monomaníacos para quienes lo erótico se consume o se consuma en la pasión filosófica y viceversa. Así, el primer personaje de Las teorías salvajes es una chica sin nombre, una Lolita porteña que vive una aventura directamente inversa a la de Nabocov. En el mundo de Oloixarac, el objeto de seducción no es la estudiante de Filosofía y Letras sino un profesor más bien oscuro y sin gracia, cuyo mérito no es más que haber compuesto una extraña doctrina filosófica llamada Teoría de las Transmisiones Yoicas. Esa es, entonces, la primera historia. Una estudiante cool que acorrala a un profesor en los
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pasillos de la Facultad y tiene un pez llamado Yorick y una gatita blanca llamada Montaigne (como se ve, las referencias intertextuales –y de las otras– están a la orden del día). La estudiante, una fuerte y distintiva voz femenina que especula en primera persona con enamorar a Augusto García Roxler, el profesor de Filosofía y Letras, utiliza como arma de seducción un proyecto académico que muchos podrían considerar como de doble filo: le propone a García Roxler llevar sus propios desarrollos teóricos –la Teoría de las Transmisiones Yoicas– a su máximo grado de expresión, profundizarlas a un nivel que ella considera necesario y que cree que él no podrá alcanzar sin su concurso. Así, entre el academicismo estricto y la verborragia amorosa, el afán de seducir al profesor lleva a Oloixarac a escribir algunas de sus mejores páginas, en algún lugar entre la carta de amor, la sexualidad meditativa y la filosofía política. De esta manera y no sin una buena dosis de humor, es posible ver en cada una de las páginas de Las teorías salvajes una mezcla de lo mejor de De la seducción, El arte de la Guerra, y el programa de cualquier Carrera de Filosofía occidental. Alguien que esté versado en campos como el de crítica cultural, filosofía y sociología, comprende que para entrar con buen pie en la lectura es necesario cierto grado de sofisticación, no siempre alcanzado de forma natural y que la mayoría de las veces requiere de algún incentivo extraliterario. Oloixarac encuentra el mejor no con la transformación de la teoría fría en ficción, ni con la mera inclusión de teoría en la novela, no subordinando un discurso al otro, sino con el complejo y brillante proceso en el que el análisis de la vida y la cultura, génesis de toda teoría, se vuelve la historia de la vida y la cultura. Porque se trata de eso, de hacer del gusto por el conocimiento el gusto por la historia, y del gusto por la historia el de la ficción. Además, en un camino compartido por algunos de los escritores más importantes del siglo XX, Oloixarac, desde una postura profundamente original, no se contenta con un esfuerzo que quiere aunar literatura y filosofía, sino que quiere obviar las fronteras de género. De la misma forma en que denuncia una literatura limitada por constricciones temáticas, una literatura que ve como chata o achatada por prohibiciones de principio,
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como aquellas que anuncian que hay cosas de las que se debería y no debiera hablar en literatura, (como si la literatura no debiera hablara de todo), Oloixarac desprecia olímpicamente las clasificaciones genéricas y busca en un movimiento transversal escribir un libro que sea a su vez una novela, un tratado de crítica cultural y un libro de ensayos teóricos. Con este primer personaje sin nombre, la Lolita que seduce al profesor universitario al proponerle continuar y mejorar uno de sus libros, Las teorías salvajes es una sátira aguda de la intelectualidad que puebla la Universidad de Buenos Aires, a la vez que un tratado de las pasiones urbanas contemporáneas, a la vez ficción y ensayística. Pero hay más. Una segunda historia podría ser la de Kamtchowsky y su novio, Pabst, una pareja de jóvenes poco agraciados físicamente, que recorren los sitios clave del mundillo artístico-juvenil porteño junto a otra pareja, ellos más bien bastante agraciados, bisexuales y cercanos a la esfera creciente del lado cool de la ciudad. Kamtchowsky y Pabst son una especie de pareja nerd, dedicada al análisis antropológico, la creación de juegos de video políticamente incorrectos –los personajes de uno de estos juegos son todos participantes de la guerrilla del Che Guevara- y a hackear Google. En paralelo a la historia de la estudiante y el profesor, casi enteramente reducida al ámbito de la Universidad, esta segunda historia transcurre en un territorio de Buenos Aires en el que lo fashion vive lado a lado con lo bizarro e incluso lo francamente desagradable, donde las minorías culturales son sucesivamente el centro de atención. Así, con el tiempo y tras algunas aventuras, esos personajes llegan a ser conocidos en su mundo por un video de cómo Kamtchowsky es violada por dos chicos en el baño de un boliche mientras está drogada. Como se ve, a diferencia de la primera historia, en ésta el lector puede encontrar de todo un poco: hijos de padres setentistas, parejas en busca de parejas para tener sexo, drogas, piratas informáticos, nerds, cumbieros e incluso –y aquí, tal vez para algunos, hace su entrada un gesto algo excesivo– un empleado de MacDonald’s con síndrome de Down que se masturba con Kamtchowsky. La mezcla de gente, la participación de múltiples tribus urbanas y estados de la cultura, crean una especie de tratado antropológico tal vez incluso más convincente que los que resultan de la relación entre la estudiante y el profesor en la primera historia.
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2. Miedo, sexo y política Disparadas en múltiples direcciones y carentes de un centro temático común, las historias de la novela parecerían dirigirse a lugares indefinidos. Aunque esto, por supuesto, no es así. El primero y algunos de los siguientes capítulos de la novela comienzan con el relato de un rito de iniciación: niños de una tribu que para convertirse en mayores son perseguidos y atormentados por hombres enmascarados, “que amenazan a los pequeños iniciados, persiguiéndolos a punta de lanza hasta empujarlos al centro de los rituales del miedo”. Una vez vueltos de esta iniciación de tintes antropomorfos, los niños traen puestas las mismas máscaras con que habían sido perseguidos y operan una transmutación: dejan de ser presas para convertirse en cazadores. En una metáfora sensible de las constituciones sociales, la experiencia del miedo los prepara para enfrentar las dificultades de la vida en comunidad. Como ya dije, el primer epígrafe de la novela pertenece a un texto de Adorno: “Toda la práctica, toda la humanidad del trato y la conversación es mera máscara de la tácita aceptación de lo inhumano”. Es decir, la práctica misma de los ritos de iniciación, donde hacen falta torturadores enmascarados es ya una “mera máscara”. Y así, ¿qué es lo que hay detrás del disfraz? Oloixarac señala lo que el lector ya habrá adivinado: nada más que bestialidad, el lado monstruoso de lo que llamamos humanidad. Las teorías salvajes cuenta (como se dijo) entre otras historias la iniciación de Kamtchowsky, Pabst y su grupo de amigos en la vida sexual e intelectual de Buenos Aires en la era del blog, pero se trata, como dice uno de los críticos españoles de la argentina, de una iniciación atravesada por una experiencia de tortura teórica, y en este caso es la teoría la que se muestra como disfraz. Para explicar la relación entre la supervivencia individual, el peso teórico y la muerte (relación muy cercana, por otra parte) la estudiante enamorada de García Roxler observa un encuentro entre su gata Montaigne y una cucaracha. Ante la gata, frente a la que se muestra impotente, la cucaracha “avanzó voluntariamente hacia su predador y se postró frente a él”. En este punto, la narración se detiene por un momento en lo que llama el “derrotero mental del insecto”. Son constantes esos hiatos durante los que no es demasiado difícil ponerse en el papel de uno u otro de 32
los personajes, en este caso, tal vez, en el papel de una cucaracha. Y si es posible hacerlo es, ante todo, porque nosotros mismos hemos atravesado la experiencia del terror en la piel de los niños iniciados y somos ahora también parte de la conciencia colectiva de la violencia y el miedo. ¿Miedo de qué, por otra parte? No es sólo el tema del cazador y la presa en sus connotaciones animales (como el encuentro de la gata y la cucaracha), sociales (los ritos de iniciación de ciertas comunidades) y teóricas (la estudiante y el profesor) las que interesan, ya que si existe una conciencia colectiva de la violencia y el miedo como formas refinadas o no de las culturas, las políticas de esta conciencia se verán doblemente expuestas en una novela que se quiere, entre otras cosas, reflexión sobre la historia política argentina. Así, se comprenderá que las pasiones teóricas sean también políticas. Hay una obsesión visible en Las teorías salvajes por proponer una revisión del pasado histórico de la Argentina, que en muchos casos, como el de las dictaduras militares, es también el pasado histórico de gran parte de América Latina. Dice Oloixarac sobre el tema: “La memoria es una de las líneas en las que se basa la novela, que trata un poco sobre cómo vemos el mundo y lo utilizamos para nuestros fines egoístas, esa es una vertiente. Quería mandar una tropa de misiles teledirigidos hacia cierto sector del poder, cierto sector que posa de progresista y que no lo demuestra en sus hechos. El problema es más político, porque hay un discurso oficial muy fuerte que ha encontrado la estrategia perfecta al aliarse retóricamente con una izquierda anquilosada por completo, tan tonta, que le cuesta darse cuenta de que hace mal ciertas cosas (…) Lo que me molesta, al tener una formación de izquierdas, es el neoliberalismo de derechas disfrazado de izquierdas. Me molesta la manera de hacer política. Tiene una estructura de ficción retórica, súper fuerte, donde hay una utilización de ficciones impuestas que interpretan la historia reciente. Tal cual. Ciertos sectores del marxismo revolucionario formaron guerrillas en los años setenta. Su plan era dar un golpe de Estado. Empezaron enfrentamientos de izquierda y derecha dentro del peronismo. Treinta años después hay una situación política en la que estos marxistas revolucionarios que querían derribar el Estado son los padres fundadores de la democracia. Es demasiado fuerte, y la operación retórica es muy burda, juega con las emociones de la personas”.
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Y pese a ello, pese a su fuerte vocación política, la ficción de la novela no sufre por ello. Al contrario. Primero una aclaración: toda novela, todo discurso, toma por definición una posición política. Incluso una manifestación apolítica está anunciando de entrada una posición política. Segundo una certeza: La novela de Oloixarac es una novela profundamente política pero no es una novela sobre política, entre otras cosas también porque es un libro de ensayos culturales, un compendio de formas de ver el mundo, una disciplinada muestra de amor hacia las manifestaciones de la vida. Lo que Las teorías salvajes trata de hacer con sus múltiples caras y líneas argumentales (y yo creo que logra) es proponer un nuevo pacto formal con el lector, reformular los métodos de tratar y proponer las cosas. Este hecho, esta posición de Oloixarac, claro, pasa primero por un reconocimiento: si hay necesidad de establecer nuevas formas y pactos con el lector (en este caso una novela que tanto por forma como contenido es a la vez una novela y un libro de ensayos) es porque hay algo hace mucho estancado e incluso maloliente en el campo de la literatura. Dice ella en una entrevista: “Quería armar un laberinto de teorías, donde cada lector pueda generar su propia teoría de la conexión entre ellas y de lo que venían a significar los personajes; crear el espacio para la hipersignificación, como si esa fuera una manera de hacer novela contemporánea, donde puedes pasar de introducción, nudo y desenlace, y asimismo establecer con un juego la conciencia de que la ficción retroalimenta la ficción. Disiento con fuerza de las teorías postmodernas. No sólo de cómo destruyen la verdad sino también la moralidad. De las propagandas simultáneas del fin de la historia y el fin de los relatos devienen consecuencias muy malas para la literatura. Proliferan los libros pequeños, de corto aliento, fragmentarios, las literaturas del yo (...) Hay una democratización hacia abajo de las intenciones artísticas. Lo que a mí me interesaba al fundir literatura y filosofía era volver a pensar la literatura como una forma de conocimiento”. La política y el miedo (tal vez con la presencia del sexo y una soledad común que pese a la multitud de historias y conexiones crea soledades en la trama) no son lo único que le interesa a Oloixarac. Cuando digo que la novela nace también del miedo, ese miedo está también presente en relación al avasallador avance de la postmodernidad.
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De alguna manera la novela trae a flote la guerra inherente a todas las relaciones sociales. Así, y como bien ha señalado la crítica, en algunos casos el individualismo de los personajes es tal que la masturbación es el epítome del goce. Se trata, pues, también de una especie de retrato generacional o retrato de la angustia generacional de un grupo humano nacido en una época en la que se anuncia la muerte de la ideología y la creencia en ese anuncio. Tal vez la muy fuerte presencia de Internet y las comunicaciones 2. 0 sean parte de ese retablo, en el que la masividad y gran alcance de los medios no ilustren meramente un avanzado estado tecnológico sino más bien una ansiedad por la expresión, una desbocada energía comunicativa que pese a tener canales no encuentra oyentes. Se trata, así, también de un estudio de las afecciones del espíritu y los dramas de la post-postmodernidad. 3. Formas posibles ¿Se trata, a fin de cuentas, de una novela de ideas, de un falso ensayo? Creo que la clave de la obra de Oloixarac pasa por otra parte. Hay que disfrutar de su lectura como se disfruta de una película u otro texto que nos habla en la oreja sobre nosotros mismos y sobre el estado del mundo. No es una novela fácil, hay que ceder y obstinarse a momentos, y es aconsejable tener algo de malicia para leerla y para leer cualquier otra cosa de Oloixarac, que consuma su figura de diva de la narrativa porteña con la escritura constante de un blog (como todos los escritores en esta época de angustia comunicativa), de artículos sobre arte y tecnología, y con su presencia en un grupo musical llamado Lady Cavendish, en el que es la primera voz. Su mérito es enorme porque desde la literatura denuncia nuestra inherente apatía y ofrece otra visión, opuesta a la convencional, canónica, que habla de géneros y contenidos aceptables y no aceptables. Se podría hablar de los procedimientos intertextuales que ponen de manifiesto una fuerte vocación por el goce literario, de las citas de libros reales o de textos inventados. Sin embargo, no estoy seguro de que intertextual sea la palabra adecuada. Como anuncia Beatriz Sarlo en su lectura de la novela de Oloixarac, “la intertextualidad pertenece a la época de las bibliotecas reales y de las enciclopedias. Las citas, alusiones y ficciones teóricas de esta novela 35
son de la era Google, que ha vuelto casi inútil el trabajo de hundir citas cifradas porque nada permanece cifrado más de cinco minutos. Sylvia Molloy escribió que la erudición borgeana era incierta y poco confiable. Esa cualidad dudosa de la cita, que producía la indeterminación de los textos de Borges, hoy no tiene condiciones de posibilidad: no hay incertidumbre; verdadera, modificada o intacta, la cita siempre se encuentra a pocos golpes de teclado; y las citas falsas no aparecen entre los resultados del buscador. El personaje de la estudiante seductora, por ejemplo, lleva una mochila llena de libros, posee los clásicos en las lenguas correspondientes, clasifica con cartoncitos los estantes de su biblioteca. Pero ella y nosotros sabemos que allí está Google, burlando la colección de libros y artículos sobre papel, como una amenaza a la custodia privada del saber. Después de Google, no hay erudición sino links”. Es complicado introducir a una escritora como Pola Oloixarac. La vastedad de los temas tratados en su primera y hasta el momento única novela no hacen el trabajo más fácil. Este alud torrencial al que me acabo de referir no necesariamente debe sorprender en una literatura en la que han dejado marcas evidentes Julio Cortázar, Roberto Bolaño y Peter Sloterdijk. Aquí, el discurso narrativo admite toda clase de modalidades y estilos. Si hay pasajes que parecen extraídos de un estudio científico, en otros la mirada puede detenerse con morosidad en el relato del comportamiento de un gato frente a una cucaracha o en la observación de las reacciones del pez Yorick al verse reflejado en un espejo. Después de su publicación en 2008 y de un revuelo inusitado en la industria editorial argentina, surgieron de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA varias voces que exigieron de Oloixarac una disculpa pública por las afrentas que hacía a la izquierda política y cultural de Buenos Aires y al anacrónico discurrir de las cabezas más importantes de la Universidad. Todo esto no hace sino ayudar las ventas de una novela que, tranquilamente, podría pasar sin tanta controversia. Pero el hecho es que detractores y seguidores están allí y Las teorías salvajes también, habiendo entrado al escenario literario latinoamericano con la misma violencia con la que describe en sus páginas los encuentros entre sus personajes, las parejas de jóvenes hipnotizados por la belleza de la tecnología y el rigor de la
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teoría. Se trata de una novela muy moderna en el sentido en que Don Quijote es una novela moderna, una novela precursora y anunciante de un cambio de paradigma, que propone cierta lectura de la sociedad y el hombre en pleno contacto con el mundo. Este hecho es en sí mismo un profundo rasgo de amor: el no negarse la posibilidad de dialogar con las múltiples teorías que cruzan los espectros social y personal de forma no disociada sino conjunta: el hombre en el mundo vale por ser hombre en el mundo, y no simplemente por ser una conciencia desapegada del entorno. O, como lo dice la misma Pola Oloixarac: “La conciencia individual se reduce a la vanidad. El amor es el subtítulo de algo mucho más específico y sideral”.
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Andrés Caicedo: memorias de una cinesífilis Liliana Colanzi
Resulta difícil separar la obra de Andrés Caicedo de su autor. Los detalles de su vida breve pero intensa logran filtrarse en casi todos sus escritos, al punto de convertir incluso sus críticas de cine en textos autobiográficos. Caicedo parece un personaje de Salinger trasladado a Latinoamérica: un joven brillante, lúcido y prolífico, pero profundamente inadaptado, un chico melancólico que se resiste a crecer y que declara que vivir más de veinticinco años es una insensatez. Nace en Cali en 1951; antes de cumplir veintiún años gana varios concursos de cuento, escribe numerosos guiones de teatro, devora cientos de películas, absorbe cantidades impresionantes de trivia sobre actores y directores de todas las nacionalidades, funda el Cine-Club más importante de Cali y produce incontables reseñas en su máquina de escribir. Talento precoz como es, afirma haber escrito el grueso de su obra en su adolescencia. También se las arregla para expandir la cultura cinéfila de Cali: a través del Cine-Club, la juventud caleña tiene acceso a casi cuatrocientos filmes de autor que de otra manera jamás llegarían a las salas. En tiempos en que en Colombia el paradigma de escritura lo encarna el realismo mágico, con sus matriarcas centenarias y sus niños con cola de cerdo, Caicedo está más cerca de un escritor como Manuel Puig, y, pese a su timidez, hace planes para viajar a Hollywood a vender un guión. Sin embargo, la depresión lo persigue toda su vida: termina suicidándose a los veinticinco años, al lado de su máquina de escribir, el mismo día en que recibe la copia de su primera novela, ¡Que
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viva la música! Desde entonces, buena parte de su obra ha sido publicada póstumamente, aunque todavía quedan centenares de páginas inéditas en forma de cartas y reseñas. En realidad, lo más notable y original de sus escritos está concentrado en su obra de no-ficción: en sus críticas y comentarios sobre cine —que escribe de manera sistemática desde los diecisiete años—, en sus notas personales y en su apasionada correspondencia con cinéfilos y críticos de Cali, Perú y España, algunos de los cuales solo conoce por carta. En estos textos Caicedo demuestra su conocimiento cinéfilo y técnico y una sensibilidad extraordinaria al momento de reflexionar sobre lo que ha visto en las pantallas: “Lilith, de Robert Rossen, es una película sobre la locura, sobre la reclusión de la locura, sobre la insensatez de ponerse a curar enfermos, sobre la belleza tocada por la maldad, por la decoración, sobre la belleza también recluida, porque en este caso la belleza y la locura son un todo, un todo poderoso, peligroso, un peligro andando por la calle”, le escribe a su amigo Luis Ospina. Caicedo se ha propuesto “ficcionalizar” la reseña de cine, liberarla de los constreñimientos de la crítica cinematográfica tradicional, que busca obesivamente la objetividad. Caicedo cree más bien en el gusto caprichoso, arbitrario, en la constante renovación o ampliación de una lista íntima de películas que deja entrever los propios temas recurrentes: “la nostalgia, la ciudad, el amor y el sexo, la violencia que encubre la noche y el derrumbe que conduce a la perdición (y a la muerte)”, dice Carlos Patiño Millán. De su estilo, Edmundo Paz Soldán sostiene que “es incontinente, y eso es, a la vez, su gran virtud y su principal defecto: en sus mejores páginas, las ideas y las imágenes se encabalgan una tras otra como en un ejercicio virtuoso de escritura automática; en las peores, todo produce la sensación de un vómito verbal”. A diferencia de los principales autores de su época, que intentan consagrarse a través de la novela, Caicedo trabaja seriamente otros géneros narrativos. Está consciente, por ejemplo, de la importancia del género epistolar, al que le dedica mucho tiempo y esfuerzo. No es casualidad que guarde copias en papel carbón de todas sus cartas y que en 1975 le
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escriba al crítico español Miguel Marías contándole que: “estimulado por tu ejemplo, es que renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito”. Alberto Fuguet, responsable del “montaje” de Mi cuerpo es una celda, las memorias póstumas de Caicedo, observa que para este joven solitario y tartamudo, las cartas “no eran solamente un medio para enviar información, sino un fin literario, acaso la manera donde mejor podía expresarse”. Después de su suicidio, sus familiares encontraron folders que contenían sus cartas ordenadas cronológicamente, algunas rotuladas “De mí al cine”, o “De mí a mí”. En esa tortuosa correspondencia consigo mismo, el joven caleño admite su dificultad para entablar vínculos con otras personas y manifiesta el deseo de encontrar sosiego a través de la escritura: “Ahora escribo para calmarme y para buscar un orden. Me da un miedo atroz pensar en que se está debilitando mi interés por todo … No resisto esta soledad, busco compañía y no resisto la compañía”. Utiliza la escritura para exorcizar la tristeza, creyendo que “mi sufrimiento amainará mientras me dure la fuerza para seguir escribiendo”. Caicedo cree que ser precoz lo ha hecho infeliz, y que la precocidad lo ha conducido “a la apatía y el desconsuelo”. Le gusta citar una frase de Malcolm Lowry: “Bastan tres años para que un niño prodigio se convierta en un borracho”. En su caso, no es el alcohol el que lo seduce, sino las drogas y los barbitúricos, aunque quizás su coqueteo con las drogas no es más serio que el de muchos otros chicos de su generación, fascinados por la movida rockera y rebelde que flota en el aire. El desasosiego en realidad le nace de adentro, y trata de sacárselo escribiendo desde una edad muy temprana. Antes de cumplir 17 años, Caicedo ha escrito al menos seis piezas de teatro y algunos relatos. Para entonces ya es un incansable devorador de películas y de libros —tenía predilección por Poe, Lovecraft y Lowry. En 1969, con 18 años, ingresa como actor al Teatro Experimental de Cali (TEC) y simultáneamente comienza a ejercer la crítica cinematográfica en varios periódicos, además de continuar escribiendo relatos. Uno de sus cuentos recibe el segundo lugar en un concurso latinoamericano y
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se produce, en sus propias palabras, un “boomcito” de Andrés Caicedo. Sin saberlo, este adolescente desgarbado se convierte en pionero de la literatura urbana en Colombia. Sus personajes se modelan en figuras urbanas: jóvenes violentos y desorientados que aparecen en sus películas favoritas, como el bello y trágico James Dean de Rebelde sin causa. Patiño Millán señala que “los personajes caicedianos, terribles y maravillosos, se mueven en un mundo próximo de crueldad y destrucción, en donde el tiempo se malgasta con desmesura. Esos jóvenes, angelitos ‘empantanados’ en el mundo adulto de la libertad y el orden, están condenados por una suerte de ineludible destino a una existencia marginada, dolorosa, oscura”. Sin embargo, la relativa notoriedad que le proporcionan los premios literarios no es suficiente para aliviar la inquietud de Caicedo. En una carta escrita a su terapeuta desde el hospital psiquiátrico donde lo internan luego de un intento de suicidio, confiesa que “soñaba con llegar a la celebridad antes de llegar a los 20 años”. Poco a poco se da cuenta de que sus textos no lo conducirán instantáneamente a la fama y que las condiciones en Colombia no son ideales para hacer cine. Así que, después de cumplir los veinte, se resigna: “yo nunca voy a pertenecer a eso, yo nunca voy a ser ni escritor ni cineasta, ni director de cine famoso. Lo único que yo quiero es dejar un testimonio, primero a mí de mí, luego a dos o tres personas que me hayan conocido y quieran divertirse con las historias que cuento”. El testimonio que deja Caicedo es el de la espiral de su aislamiento y su depresión, el registro exhaustivo de sus estado de ánimo, casi siempre melancólicos, o como él mismo lo expresa: “mi poquito más de destrucción, mi capacidad de terror minada por el terror mismo”. El horror de la vida adulta, ante la cual se siente abrumado y vulnerable. “Lo único que yo sé hacer no produce dinero”, le escribe a su hermana, mientras que a otra amiga le cuenta que “algo acecha en el orden de las relaciones humanas que yo no entiendo”. Este sentimiento de alienación frente al mundo lo lleva a abandonar el teatro y a refugiarse cada vez más en las salas. “Yo no tengo nada qué perder mientras más inmerso esté en esta oscuridad y esta luz en movi-
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miento que es el cine”, escribe. Comienza como un asiduo del Cine-Club del TEC, pero poco después, junto a un par de amigos, crea su propio Cine-Club, para poder escoger las películas a su antojo. Pronto son conocidos como “el grupo de Cali” o “Caliwood”. Allí Caicedo encuentra una realidad menos amenazadora que la del mundo exterior: el cine es un artificio bello, terrible e intenso que lo conmueve, pero que no le produce las ansiedades de la vida “real”. De la experiencia de ver cine surge la necesidad urgente de registrar las emociones que le producen las películas, así como el deseo de procesar lo que va aprendiendo de los directores que más ama. Varias de estas reseñas circulan como boletines del Cine-Club. Se trata de escritos semanales, apurados y en algunos casos de tono didáctico, pero en los que ya se distingue su voz, y sobre todo, los personajes y los temas que lo fascinan: los actores venidos a menos como Jerry Lewis y Kim Novak –a quienes adora precisamente por haber conocido el esplendor de Hollywood y el vértigo de la caída–, las películas de vampiros, de pistoleros, de mujeres fatales. Para Caicedo, Kim Novak es “la gran mentira, la gran ilusión perdida y la mejor actriz del mundo”, mientras que de Roman Polanski especula “que lo ven caminando por allí, respirando con la boca abierta, que se pierde de noche y a los tres días sus amigos lo encuentran con la ropa sucia”. En la obra de Caicedo, la distinción entre “ficción” y “realidad” se difumina: para él, la experiencia del cine es tan urgente y real como la vida misma. De hecho, se trata de la vida misma. Después de ver una película de terror, reflexiona: “Quedé absorto ante la blancura de la pantalla … Estaba impresionadísimo por cada destino fatal de la película y pensé que ninguno de esos rumbos que ahora veía a medias importaba realmente, que la vida era la ilusión y la realidad el cine”. Para Caicedo, que no hace diferencias entre el cine, la escritura y la vida, la posición de algunos intelectuales de izquierda le resulta incomprensible. Se burla de los “revolucionarios” que proclaman la necesidad de dejar la pluma para volcarse a la acción, como si “escribir” y “hacer” fueran proyectos antagónicos. Para él, sentarse en una sala de cine o frente
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a su máquina de escribir son actividades tanto o más reales y revolucionarias que participar en una huelga o en una marcha. Pese a que simpatiza con la izquierda, critica la corrección política que impide a la gente disfrutar películas de vaqueros y espías y se molesta con los que “abucheaban una película de John Ford con John Wayne “porque el ejército de los Estados Unidos siempre mata muchos indios’”. También se queja del desprecio con que se trata a las películas de género, en especial las de terror y de vampiros, sus preferidas. La lista de sus directores favoritos es inmensa y ecléctica, y allí aparecen nombres como Vertov, Micklós Jancsó, Jean-Pierre Léaud, Bernardette Lafont, Billy Wilder, David Cronenberg, Philip Kaufman, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Roman Polanski, Jean-Luc Godard y Alfred Hitchcock. Aunque respeta a los directores consagrados, le apasionan tanto o más aquellos cuya filmografía considera “imperfecta”: Sam Peckinpah, Roger Corman o Nelly Kaplan. Su interés por el tipo de cine que se atreve a romper con el preciosismo de los grandes cineastas y a explorar nuevas experiencias formales posee un paralelismo con los escritos caicedianos: su obra también es “imperfecta” y desigual, pero rica en potencia y originalidad. En su constelación de cineastas “imperfectos”, Caicedo guarda un sitio especial para Jerry Lewis, comediante y director que tuvo éxito en los sesenta pero que para los setenta ya había entrado en decadencia. Caicedo siente una profunda conexión con la torpeza de Lewis, con su continuo desconcierto frente al mundo y sus normas. De Lewis dice que “[sus películas] encuentran su mejor público en los hombres-niños, en los hombres que no crecieron nunca y a quienes el mundo les juega más de una mala pasada por su condición infantil”. Esta incapacidad para adaptarse al mundo adulto es la que conduce a Caicedo a dos intentos fallidos de suicidio: el primero cortándose las venas, y el segundo tomando barbitúricos. “Nací con la muerte adentro y lo único que hago es sacármela para dejar de pensar y quedar tranquilo”, expresa en una carta de despedida; “yo muero porque ya para cumplir 24
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años soy un anacronismo y un sinsentido, y porque desde que tengo 21 vengo sin entender el mundo”. Caicedo no muere después de esta carta, sino dos años después, en 1977. Si algo lo sostiene durante ese tiempo es el consuelo que encuentra en las pantallas; en “Especificidad del cine”, una ponencia leída en en la Universidad del Valle en 1973, Caicedo habla sobre sí mismo en tercera persona que, como cinéfilo, “ya no necesitaba enamorarse de mujeres reales: para qué, si en la pantalla las tenía mejores y más inteligentes; se apartaba de las actividades colectivas; iba todos los días a cine; repetía películas; empalidecía; llegaba a extremos tales como autoconvencerse de que sólo respiraba bien en la soledad del cine”. A pesar de su terror por la vida, Andrés Caicedo es capaz de embarcarse en algunas aventuras alocadas. Con apenas veintiún años y un inglés deficiente toma un avión a Estados Unidos, dispuesto a escribir guiones para Hollywood. Aterriza en Houston, en casa de Rosario, su hermana favorita, y aprovecha su estadía para producir en tiempo récord dos guiones de terror y un western “crepuscular”, que traduce con la ayuda de su hermana. Aprovechando ciertos contactos, Caicedo viaja solo a Los Ángeles para entregar su guión de terror –al que bautiza La estirpe sin nombre– a un productor que conoce a Roger Corman, un director de cintas de horror conocido como “el Rey de las películas de clase B”. El productor le devuelve el guión con una nota en la que explica que no ha podido entender la historia por culpa de la mala traducción. Ese incidente representa el fin de los sueños de Caicedo de convertirse en un guionista de Hollywood. No obstante, saca partido al resto de su estadía sumergido en las salas de cine; este es probablemente el periodo de su vida en el que ve más películas. A su regreso –y junto a sus amigos Carlos Mayolo y Luis Ospina– funda la revista Ojo al cine, donde escribe sus reseñas cinematográficas más logradas y extensas, en las que mezcla con toda arbitrariedad sus reflexiones personales –muchas veces cómicas– sobre el arte y la vida con su vasta erudición cinéfila. Uno de los antihéroes que más le atrae es Billy the Kid, el bandido adolescente retratado en múltiples películas, entre ellas
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la de Arthur Penn, El temerario (1958), y la de Sam Peckinpah, Pat Garrett y Billy the Kid (1973). Caicedo le dedica varias reseñas a Billy the Kid, fascinado por su carácter arriesgado y lumpen, por su vocación trágica y a la vez romántica con la que se identifica. “Niño precoz que era, su muerte tenía que ser forma de suicidio para infligir lástima”, escribe Caicedo en una frase que que tiene resonancias proféticas. Al año siguiente de su visita a Los Ángeles, Caicedo viaja a Nueva York, junto con Luis Ospina, y ambos se dedican a ver seis películas diarias. De este periodo surge una serie de notas personales llamada Pronto: (fragmentos de unas tales “Memorias de una cinesífilis”, encontradas en una botella en las riberas del Canal de Panamá). El proyecto es una combinación de diario, ficción y crítica cinematográfica que pretende convertir, con el tiempo, en una novela delirante. En Memorias de una cinesífilis, Caicedo se deja llevar por la imaginación y les habla a los actores y directores que le gustan, los cuestiona, les rinde homenaje, los entrevista y, arrastrado por sus obsesiones, reflexiona sobre esa “cinesífilis” que lo alimenta y lo consume al mismo tiempo. Sin embargo, todas las películas del mundo y todas las horas de escritura son incapaces de exorcizar el dolor interno, esa “burbuja de terror” de la que habla su novia Patricia Restrepo. El 4 de marzo de 1977, Andrés Caicedo se mata consumiendo 60 seconales. Tenía 25 años y cumplía así con su deseo de no vivir más allá de esa edad. Caicedo apostó por la crónica, por la correspondencia epistolar, por la crítica cinematográfica –en resumen, por la no-ficción– en un tiempo en que estos géneros no habían cobrado demasiada resonancia en Latinoamérica. Pese a sus excesos y extravagancias, su obra sigue vigente más de treinta años después de su suicidio, dando testimonio de su propio descenso a los infiernos y de los personajes que lo fascinaban: los jóvenes inconformes, bellos y marginales, los que se quedaron al costado del camino, los que se perdieron en las drogas, los que presenciaron la gloria y la caída, los que fueron en busca de la velocidad y la belleza y en su lugar encontraron, como diría Caicedo, sus propios “destinitos fatales”.
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Fabián Casas: El veterano del pánico Maximiliano Barrientos
A mediados de 2002 vivía en Cochabamba y con un amigo cruceño descubrimos el jazz. Al decir que lo descubrimos me refiero a que nuevamente —algunos años después de que la adolescencia hubiera acabado— una música nos volvía locos. Todo el día hablábamos de Thelonious Monk, de Charles Mingus, de Art Blakey y de John Coltrane. Sin embargo había dos músicos que se convirtieron en arquetipos opuestos, dos formas totalmente distintas de entender y enfrentarse a la música. Dos éticas contradictorias que traducían el sonido desde lugares equidistantes. Uno era Charlie Parker, que murió joven y que tocaba el saxo alto como si estuviera poseído por el demonio. Parker, para nosotros, era la continuación de un culto iniciado en la adolescencia con todos esos guitarristas veloces de heavy metal: es decir el culto al artista como virtuoso. Parker murió debido a que estuvo enganchado con las drogas y eso incrementaba su aura mítica y lo conectaba con esas leyendas desaparecidas a una edad muy temprana bajo el peso de los excesos. Previamente habíamos participado de su magia con la lectura del cuento de Cortázar y con la película de Clint Eastwood, así que ya era una parte importante de nuestro imaginario. El otro músico que siempre se filtraba en nuestras conversaciones era Miles Davis y ahí comenzaba el verdadero misterio. Davis no era un “virtuoso” de la trompeta. No era el más rápido de su generación (en ese sentido, Dizzy Gillespie y Arturo Sandoval se lo comían de un bocado), pero su música se quedaba bien adentro de nuestros cerebros creando esas
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lagunas de sonido de las que no podíamos salir y en las que nos zambullíamos con adicción. Davis era otra cosa, no conectaba con nada de lo que habíamos escuchado antes y su trompeta con sordina traducía toda una tristeza que no se anclaba únicamente en nuestras biografías, sino que iba más allá de nuestros egos. Pasamos horas en la barra de Markas, un bar de la calle España que ponía jazz. Tratábamos de traducir en qué consistía la fascinación que sentíamos por Davis. Una noche, luego de varias cervezas, mi amigo salió con algo que resultó fundamental. Dijo que Davis, a diferencia de un montón de otros músicos más virtuosos, tenía un “sonido”, y que eso es algo mucho más importante que tocar increíblemente bien un instrumento. Poseía una marca registrada y al visitarlo asistíamos a eso nuevo que él había patentado e inoculado en nuestro sistema nervioso. Mi amigo tenía razón. Esa marca registrada es más importante que el talento entendido como una “habilidad”. Ese “sonido” totalmente nuevo es sólo conseguido por un visionario y éste puede ser torpe pero traduce nuestra historia a millones de desconocidos. Y eso es algo que agradecemos en silencio. ¿Cómo equiparar esta cuestión del “sonido” a la hora de hablar de literatura? Pues yo lo pienso por el lado de la voz narrativa. La voz narrativa no se enseña en los talleres de escritura creativa. Podés hacer que los asistentes sean más conscientes de la forma en que se estructuran los relatos, cómo manejar la información, cómo construir un personaje para hacerlo verosímil. Qué partes del relato sobran y deben ser quitadas, qué partes necesitan ser más elaboradas. Qué punto de vista es más conveniente a la hora de contar una historia: si la tercera persona con ese manejo omnisciente de la situación; o la primera, con esa facilidad natural para crear una relación de complicidad con el lector. Se puede hacer que el escritor esté más familiarizado con estas técnicas, pero no se consigue fomentar una voz narrativa. Esta no surgirá si el escritor no lo tiene, si no ha nacido con ella. Y lo cierto es que leemos porque encontramos en ciertos autores un “sonido”, un universo completamente personal del que nos
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alimentamos libro tras libro y que no puede ser transmitido de maestro a discípulo. Un código en el que nos encontramos como lectores, en el que nos vemos bajo la calidez de una luz distinta que nos permite reconocernos en esas historias. La voz narrativa es mucho más importante que la complejidad de las tramas o lo elaborado de las prosas. Es el latido secreto de la escritura, es su verdadero misterio. Es el ritmo. Es el mundo detrás de las palabras, aquello a lo que se accede gracias al lenguaje pero al mismo tiempo lo trasciende. La voz narrativa, en última instancia, se sintetiza en lo que un escritor tiene que decir, en la urgencia que siente para contarnos su vida o la vida que deseó tener en narraciones que no necesariamente pasan por la autobiografía. Los escritores con una voz narrativa sólida a menudo terminan repitiéndose, contando lo mismo a lo largo de nueve o diez libros, pero a pesar de las repeticiones hay algo que se queda a vivir en nosotros. Y cuando eso sucede, y cuando la coincidencia de sensibilidades lo permite, ocurre el verdadero milagro estético. Leemos por ese tipo de encuentros, por conservar esas intensidades en la memoria. En esta oportunidad quiero hablarles de Fabián Casas porque para mí es el Miles Davis de los escritores latinoamericanos de su generación. Su descubrimiento fue toda una sorpresa porque francamente venía hastiado de cierta literatura muy visible en este continente. Estaba harto del experimentalismo vacío con que escritores dotados como Mario Bellatin impresionan y despiertan aplausos. Estaba cansado de la inteligencia luminosa de Alan Pauls, brillante a la hora de escribir ensayos pero pretensiosamente turbio, denso y aburrido a la hora de hacer ficción. Cansado también de la autoconsciencia en la escritura de Rodrigo Fresán, que fracasaba –a pesar de su prosa de alto vuelo– a la hora de introducirnos en el mundo de sus personajes, a la hora de meternos de cabeza en la historia que estaba contando. Echaba de menos una literatura más directa en la que el lenguaje no se convierta en personaje, en artificio, sino que se vuelva un medio para que el lector se tope con lo que de verdad importa: los problemas de la
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conciencia, la relación que se sostiene con lo perdido, el autismo de la adolescencia, los problemas de amor, la soledad, las guerras campales suscitadas en ese proceso difícil de convertirse en adulto, cuando enterramos las cosas que antes nos salvaron la vida. Eso lo encontraba en otras literaturas, especialmente en la norteamericana, que nunca perdió el pulso de una vitalidad desbocada. En Latinoamérica, salvo por algunos monstruos como Roberto Bolaño, Fernando Vallejo y Juan Carlos Onetti, se apostaba por la otra cara de la moneda, se jugaba bajo distintas reglas. Por eso el descubrimiento de Alejandro Zambra y de Fabián Casas significó una bocanada de aire fresco que restableció mi relación con la literatura escrita en este rincón del mundo. Ahí, muy cerca de ellos, es preciso citar los nombres de Antonio Ungar y Federico Falco, que siguen, a su modo, esa línea. Mientras que Fresán y Pauls y Aira y Bellatin son nuestros Charly Parker, Fabián Casas es nuestro Miles Davis. Sus cuentos y poemas dan cuenta de aquel término japonés que marca a fuego la estética de este gran escritor argentino: wabi. Es decir pobreza voluntaria y un gran poderío conceptual. Lo que importa aquí, en última instancia, son las historias y cómo estas se conectan con nuestras fibras más íntimas y se convierten en experiencias vitales. La literatura no para mostrar cuán inteligentes somos, cuán extravagantes podemos llegar a ser. Enfrentar las historias con sencillez, sin máscaras, me parece uno de los gestos más valientes que puede cometer un escritor. Si no sos Foster Wallace, probablemente todos los artificios y giros que empleas a la hora de armar un cuento o una novela son mecanismos que atenúan un hecho triste: tu narración no es lo suficientemente sólida para emocionar. Lo que sucede con Casas es básicamente lo opuesto a ese exhibicionismo de virtudes, a esos fuegos pirotécnicos con los que se adornan las narraciones flojas. La desnudez de su lenguaje, el grado cero en el que se arman sus textos, posibilita esos climas en los que vemos fluir la vida, la suya, la de una generación, nuestras propias vidas. Hay toda una metafísica de barrio resonando en esos engranajes. Toda una mitología de los amigos perdidos cargada de una belleza rara y dolorosa. Casas es capaz de mezclar a Spinoza y a Schopenhauer con los Beatles y
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los Redonditos de Ricota sin que el paso de unos a otros resulte un guiño forzado. Cohabitan en ese ecosistema que es su obra. ¿Dónde están los límites de los géneros en el trabajo de este escritor crucial en lo que se denominó la “generación de los 90”? Pues no los hay. Sus poemas (ahora reunidos en el volumen denominado Horla City y otros) tienen la misma respiración que los cuentos que integran Los Lemmings, y estos, a su vez, están escritos en la misma tonalidad que esa gran novelita de aprendizaje que es Ocio, llevada al cine por Alejandro Lingenti y Juan Villegas. La misma voz narrativa sólida, contundente, traspasa sus textos. Hay –como dije hace un momento– una metafísica del barrio en el cuerpo de su obra. Una sabiduría callejera que se codea con la de los libros importantes. Hay un todo orgánico filtrándose en ambos tipos de aprendizaje. Escribe sobre Boedo pero también lo hace sobre nuestros propios barrios, sobre los amigos y las novias que perdimos, sobre nuestros padres y sobre la batalla diaria con el ego y los monstruos silenciosos que habitan la conciencia. Esto se lee en uno de los artículos de Ensayos Bonsái: “Cuando toqué el cuerpo frío de un amigo en la mesa de disección del hospital, terminó mi adolescencia. Ahora que pienso en esas épocas, me acuerdo de las tardes de humo en las que paseábamos tratando de comprender el mundo en el que viviríamos. Y una de las cosas que conservé como esenciales a esa etapa tan extraña es el miedo que a veces aparecía en torno a nuestras vidas. Vidas, sin embargo, que parecían inmortales”. El tema de los amigos es notable en varios momentos de su trabajo. Se lo encuentra en Ocio, la historia de dos chicos que coquetean con la droga cuando el mundo aún es nuevo. A uno se le revienta una arteria en el cerebro y fallece en un hospital. El otro –el narrador– sobrevive, pero las cosas han cambiado. El mundo ya no es el mismo. Vive con un amigo muerto en su cabeza. Se ha convertido en un adulto. Está también en El bosque pulenta, fábula sobre la mitificación de ciertos héroes con los que peleamos mano a mano en esas grandes batallas de barrio que crecen en
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nuestra memoria a medida que envejecemos, enriquecidas por la nostalgia y por el hecho atroz de que la experiencia se vuelve cada vez más precaria o paródica en el peor de los casos. Los amigos mueren o desaparecen en otros países, se convierten en una voz ocasional en el teléfono. Se vive en medio de todos esos fantasmas, se vive en el lugar que dejaron. Esta mitología de los perdidos que regresan a casa está sintetizada en la fascinación que siente por una de las mejores películas de Coppola: Rumble fish, que relata –con una poesía onírica– la vuelta de un motociclista a su pueblo natal, un ex pandillero que ve estoicamente cómo su hermano menor quiere convertirse en lo que él fue alguna vez. Lo que Casas escribe sobre esta película también se lo podría aplicar a su propia literatura y a su vida, ya que el autor de Los Lemmings llegó a un punto crítico en el que necesitaba alejarse de todo y emprendió un viaje por todo el continente americano cuando cumplió 23. Después de años de recorrer un país tras otro como mochilero quedó varado en La Paz sin dinero. Era joven y perderse era la única aventura que valía la pena emprender. Una mujer que conoció en la calle le dio una mano y así regresó a Boedo, el lugar donde transcurre la mayor parte de su obra. Cito sus impresiones sobre la película de Coppola: “Lo cierto es que el camino a casa nunca estuvo bien señalizado. Para encontrarlo, parecía decir Rumble fish, hay que desprenderse de los afectos y no dejarse atrapar por el mundo convencional de la vida ordinaria (el hermano mayor debe abandonar al menor sacrificándose para que este reviva, según la cantinela eterna de los mitos). Aunque volverse inaccesible y nómade, como el chico de la moto que encarna Rourke, es una tarea de impecabilidad titánica”. Desprenderse de los afectos para captar la emoción en toda su pureza es el principio estético que más aprecio. Y este principio funciona como el motor en los textos del autor argentino, que adrede confunde los registros y el lector nunca sabe a ciencia cierta cuándo comienza la ficción, cuándo se enfrenta a un texto puramente autobiográfico. Ensayos Bonsái, libro que reúne una serie de escritos publicados en blogs y revistas, bien
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puede ser entendido como modelo de una autobiografía contemporánea. Si bien da cuenta de algunas lecturas como las de T. S. Eliot, Faulkner, Becket y Leonidas Lamborghini; de músicos como Bob Dylan, los Beatles, los Pixies y Led Zeppelin; de películas como la ya mencionada Rumble Fish o The Sex Beast, el libro filtra la propia vida del escritor de Boedo y la codifica en torno a esos grandes íconos de la cultura erudita y popular. Piglia decía que la autobiografía de un escritor son sus lecturas. Ensayos Bonsái ejemplifica a la perfección ese estatuto pero no se queda solamente en el ejercicio intelectual, sino que recupera un tono confesional que lo vuelve entrañable y que lo conecta con buena parte de los mejores ensayos de Montaigne, ya que utiliza la misma estratégica: la anécdota sirve como detonante de reflexiones filosóficas y estéticas. Un aspecto que me parece clave es la forma en que entiende el arte como una máquina viva pero imperfecta. Cito: “Gran parte de las obras que me interesan están infectadas por el riesgo y la incertidumbre”. ¿Cómo funciona la perfección en la construcción de una obra de arte? Bajo esta premisa, la perfección se vuelve un límite que domestica un impulso básico y ciego. Dos ejemplos contrapuestos utilizados por el propio Casas son el de El sonido y la furia, de William Faulkner, y el de El gran Gatsby, de Scott Fitgerald. El primero es un libro imperfecto tocado por la genialidad. El segundo es un libro cuyo mecanismo trabaja tan pulcramente como un reloj, pero no alcanza las alturas líricas del primero. Casas apuesta por esa imperfección mágica plagada de incertidumbre y riesgo, cuando un escritor va en contra de su propia habilidad persiguiendo ese sonido preciado que late en el fondo de su cerebro. No se da una contradicción performativa, ya que su obra apunta a lugares donde el verdadero arte consiste en perderse sin tener la certeza del regreso. Me gustaría contraponer su literatura con la de otro autor latinoamericano que está dando de qué hablar, el chileno Marcelo Lillo. Mientras que los textos de Lillo funcionan bajo un modelo muy estudiado de cuento “New Yorker” donde todo está sopesado, donde todo funciona
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de acuerdo a un manual de uso, los cuentos de Casas adolecen de esa rigurosidad formal pero tienen más sangre y más carne. Son objetos incómodos que siguen viviendo en nuestra cabeza una vez que cerramos las tapas de los libros. No hay nada domesticado en ese flujo hecho de palabras y situaciones privadas, hecho de música y memoria. Para acabar esta conferencia, transcribo un poema de Casas dedicado a su madre, que murió en los 80 y cuyo fantasma divaga por buena parte de su obra. En el vidrio Después de insistir mucho, conseguí quedarme diez minutos solo con mi madre. Un guardia gordo, que mascaba chicle, me llevó hasta el lugar de visitas. Estaba ahí, de pie, con su delantal naranja. Separados por un vidrio inmenso nos sentamos uno frente al otro. Ella agarró su teléfono, yo agarré el mío. Su idioma era un extraño caminando por una voz muy débil. Entonces, viendo mi desesperación, se acercó al vidrio y lo empañó con el aliento. Con el dedo índice escribió ahí el día y la hora en que iba a resucitar. A mediados de mayo del año pasado le extrajeron un seno a mi madre porque los nódulos detectados resultaron cancerígenos. Un mes más tarde viajé a Panamá de vacaciones y entre los libros que llevé estaba Oda, donde figura el poema que transcribí. Iba a la playa y me sumergía en
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esas frías aguas del pacífico pensando en mi vieja. Eran días extraños para estar de vacaciones. El sol era débil y se filtraba por un conglomerado de nubes negras, no alcanzaba a broncearme. Me gustaba flotar, la sensación de no dirigirme a ninguna parte. Me gustaba ir al bar de la playa y tomar una cerveza de nombre Balboa mientras veía a lo lejos las pequeñas embarcaciones mecidas por el viento. Leí innumerables veces ese poema como si se tratara de un mantra. Tenía miedo de que mi madre muriera, temía hablar con ella únicamente en mi cabeza. Me intrigaba esta metáfora: “Su idioma era un extraño /caminando por una voz muy débil”. Como si lo que antes era familiar y cercano se deformara, se volviera lejano, y lo que entendíamos ahora ya no lo entendemos más. Vivimos con los muertos, parece sugerirnos el poema, con un montón de muertos flotando en el sistema nervioso. El lenguaje que emplean se vuelve intraducible y sucio. En eso consiste hacerse viejo. Ahí está el origen de la tristeza. Es la única metáfora, lo que hace que su poder resulte más devastador. No impresiona con golpes bajos ni trampas. El lenguaje poético funciona bajo un paradigma donde no hay abstracciones, donde no hay piruetas lingüísticas. Sólo una honestidad brutal y hermosa filtrándose de esas imágenes. El poema me daba consuelo en esos días de ocio, por eso lo leía una y otra vez. Supongo que de eso trata la buena literatura: hace que lo intolerable se soporte mejor, hace que nos sintamos en casa cuando estamos lejos de cualquier parte.
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La Anunciación de María Negroni. Prismas de la enunciación Mónica Ríos
Hay una exigencia que no sé de dónde viene, quién la formula ni a quién está dirigida, pero que ronda cierta como la montaña que va a Mahoma. Reza estrictamente que entre el proceso que separa la apertura de la primera página de un libro y el del que cierra en la última, se debieran responder las preguntas que la misma novela formuló. La emoción que sugieren aquellas novelas es muy seductora, pues mientras leemos las últimas líneas de un libro como este, pareciera que cada cosa encaja en su lugar, que todo tiene un límite, que cada cosa avanza a su ritmo, que existe un antes y un después, que hay esperanza, cambio posible y ciertas fuerzas que ejercer sobre nuestra realidad; bajo una lógica como ésta, la acción y los héroes existen, son posibles. Una novela así produce un efecto de realidad alarmante, sus procedimientos narrativos logran hacer de la ficción una realidad, traduciendo la experiencia y el tiempo en un idioma inteligible para la historia. Bajo esas perspectivas, las preguntas se transforman en meros efectos de la narración; pues el ojo está puesto –siempre lo estuvo, desde la primera página– en las certezas. La sensación apaciguadora de que el puzzle está armado, sin embargo, desaparece en el momento justo en que cerramos el libro y volvemos a pasear por la cotidianidad; allí cada instante se ve interrumpido por asociaciones intempestivas con el pasado, recuerdos que apenas parecen nuestros, frases inconclusas, fragmentos de nuestro campo visual que alcanzamos a anotar, que se superponen a estados mentales, físicos y espirituales. Pareciera ser que las preguntas alcanzan
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a responderse a medias, justo en el momento en que parecen surgir otras. El puzzle nunca se concluye, y esa afirmación es fundamental en la novela de María Negroni que me ocupa ahora, titulada La Anunciación. 1 La alusión a la historia no es casual, pues en esta novela ocupa un espacio fundamental; y tal vez sea más propio decir que es el negativo de la historia la que se ubica en su centro. La operación consiste en despedazarla: la historia se mira a través de un individuo –una individua, en este caso– compuesto de una viscosidad diferente a los hechos y momentos; esta vez son una serie de filtros analíticos que refractan y descomponen las vivencias en una serie de colores: la literatura, lo pop, el habla cotidiana, la experiencia de la ciudad, una serie de lenguas, discursos y discursillos, música, sonoridades, imágenes que se alojan cómodamente en el arte poético que maneja su autora. No es menor comentar que Negroni es académica y que antes de publicar novelas hizo lo suyo con varios volúmenes de poesía y ensayos. «La realidad es un ansia infinita» Tampoco es menor comentar que alguno de sus ensayos se proponen trabajar con la literatura gótica –lugar donde conviven seres de otro mundo y la tristeza que emana del vacío de una existencia compleja–, pues el proceso que sirve de base para el movimiento narrativo de La Anunciación es la conversación que la narradora sostiene con un muerto, con varios ausentes, la verdad, pero hay uno que sobresale. La identidad de aquel interlocutor es difícil de acaparar. A lo largo de la novela lo conocemos sólo a través de un sobrenombre, en clara alusión a su alias de joven subversivo, pero más claramente por la imposibilidad de otorgarle una esencia a través del nombre. El amante de juventud de la narradora se convierte, pues, en el interlocutor o pregunta favorita: ¿quién es o fue Humboldt? ¿Un hombre, un nombre, una réplica, un no nombre, un no hombre, un Nadie, una Voluntad? La narradora habla con los muertos, dejemos eso Negoni, María. La Anunciación. Buenos Aires: Seix Barral, 2006. Todas las citas se refieren a esta edición y los subtítulos de los fragmentos del artículo son frases escogidas de la novela. (1)
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establecido. Pero no replica los asuntos de la literatura de vampiros, autómatas y otros seres fantásticos: la experiencia de su protagonista recae en las sobras del ser, en lo fantasmático y el trauma repentino que produce, según el sicoanálisis, una búsqueda obsesiva para recrear lo que ya no está, o que ha desaparecido, lo que nos ha abandonado. La Anunciación intenta reconstruir al ausente a través de la palabra, y como todo acto que intenta reconstruir lo que no está, especialmente a través de una herramienta tan parcial e imperfecta como el lenguaje, será fallido. El resultado de aquel experimento es la constatación de la distancia irreparable, y su sentimiento, la melancolía. Así como el nombre y las identidades resultan imposibles de ser marcadas más allá de las coordenadas de la misma novela, tampoco es posible ubicar correctamente el lugar desde donde habla la narradora. Se supone que aquella mujer, cuyos recuerdos son los de una joven estudiante que participaba en una célula revolucionaria, habla, tal vez justo después de abandonar Argentina, tal vez muchos años después, desde Roma. Más allá de las vespas que recorren las calles, y alguna que otra plaza de nombre reconocible, Roma no es un espacio, más bien configura un lugar cargado de otros sentidos. Roma se desdobla en una serie de Romas: Roma es el lugar del Renacimiento, el lugar donde se originó el pensamiento moderno, el pensamiento urbano, de la acumulación, de un cierto conocimiento enciclopédico que alcanzó sus máximas ambiciones antropocéntricas durante el siglo XX, del cual la llegada de los militares al poder en Argentina el año 1976 es uno de sus coletazos. Roma es, en La Anunciación, una ciudad; es, de hecho, la ciudad que debe reunir la mayor cantidad de representaciones de Anunciaciones a la Virgen, siguiendo la imaginería católica. Sin embargo, Roma es también la ciudad que representa las ruinas de Occidente. Allí se coleccionan vestigios de ese pasado. La aparición de Athanasius, que se presenta como el creador del primer museo, el que quería duplicar al mundo en un solo lugar, apunta a esa genealogía. Roma es el lugar donde los vestigios del pasado se acumulan junto a lo moderno, perdiendo así la alusión a su contexto de creación original. La ciudad como una colección
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de vestigios es, me parece, una clara alusión al concepto de alegoría de Walter Benjamin. Y la misma melancolía que cruza los escritos de Benjamin es la que vemos reflejada en la novela de Negroni: «En Roma […] se ven con más claridad esos teatros de marionetas que son los grandes sueños humanos» 2. El tiempo ha dejado sus vestigios, tenemos la prueba de que no llevan hacia ningún lado. Y son esas ruinas las que reverberan en la voz de la autora, que viene a constituir toda una reflexión sobre la memoria: es donde se cruza la aromática masita de Proust, la teoría del shock suya que recupera Benjamin, pero también el laberinto borgiano y el creacionismo tal como lo propuso Vicente Huidobro. La memoria en Negroni se configura como un proceso en el cual la única manera de acceder a la experiencia del pasado es su desintegración. De paso, el proceso desintegra también al individuo que la recrea. En este caso, la narradora, como mujer, escritora, ex revolucionaria, persona banal a la vez que amante de las virtudes del arte y estudiosa, utiliza sus conocimientos de la escritura literaria para enunciar el pasado en cuantas formas se le ocurran –la ironía, la comedia, la melancolía. El efecto es que una vivencia no tiene un contraste definido con las versiones que nos contemos sobre ella: «Entonces me veo a mí misma, Humboldt. Me veo como en una secuencia de fotogramas, de tal modo acoplados, que parece una calesita mágica donde la vida aparece como lo que es, un mecanismo ilusorio que sigue sus propias reglas y trajo lo que tuvo que traer, tantas cosas, tanto ir y venir y volver a empezar inventándolo todo cada vez, el nombre, la biografía, los sueños» . En ese lugar donde la historia se transforma en ficción pura y la ficción en la historia posible, el lenguaje es, como en los poemas de Huidobro, lo único que existe; los alcances de la realidad se limitan a las posibilidades que el mismo lenguaje entrega para construirlo. 3 Sin embargo, la literatura, como el museo, en el momento en que enuncia una de las versiones del pasado lo alejan de su origen, transforEsta cita de la página 125 recuerda mucho a los aforismo o notas que conforman Parque Central, del alemán. (3) Página 23. (2)
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mándolo en Naturalezas Muertas que posiblemente sacaron sus materias de otras salas del mismo museo. Dicho de otra manera, las versiones que se explicitan están hechas con un material que no le pertenece a nadie en particular, sino que existían fuera del tiempo, simultáneamente en el pasado, el presente e, incluso, en el futuro. En cierta manera, la tesis sobre la memoria de La Anunciación vuelve sobre la idea de que la única manera de acceder al pasado es cuando ya no nos pertenece, sólo para enroscarlo en una vuelta más y lanzarlo al museo (o biblioteca) como una nueva matriz atemporal. «Mañana nunca existió» «Mañana nunca existió», nos dice la narradora, «como no existieron listas de pájaros asustados en el museo de Atahasius». 4 En ese universo borgiano, donde no podemos ubicarnos en ningún presente certero, surge un cierto arte poético. Emma, pintora y amiga de la narradora, como un contrapunto al grupo que discute sobre la manera de hacer avanzar la historia, se pregunta por el arte y su función: «En cierto modo no le interesaba pintar. Lo que hacía era copiar, sin parar, todos los cuadros de La Anunciación que caían en sus manos. Lo copiaba con furia, con hambre, como si el hecho de no tener que encontrar una forma para sus obsesiones la llevara directo al centro de lo inaudible: su ilusión era pintar un cuadro que, enteramente, no le perteneciera» 5 o, como dice más tarde: «Mi ideal, pensó Emma, sería pintar un cuadro, una Anunciación que no estuviera dentro de la realidad, sino dentro de la realidad de otra Anunciación» 6. Como una mística, Emma, cuyo nombre bien podría referir al personaje creado por Borges, Emma Zunz, es un túnel que conecta la historia material con aquella sala que Athanasius ha reservado para la narradora y sus amigos, y que lleva el mismo nombre que la novela. ¿No es este mismo libro, acaso, la pieza del museo de Athanasius o el volumen de la biblioteca Página 26. Página 24. (6) Página 54. (4) (5)
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borgiana que se construye dentro de otra Anunciación? Transformada en una pieza de colección, ¿no anuncia el fracaso de la historia? ¿No anuncia esta novela el fracaso del proyecto socialista y la muerte de tantos dentro de otra Anunciación, la novela misma? Humboldt no es el único ausente. La novela de Negroni está plagada de evocaciones a los muertos, algunos dialogan en Roma con la narradora o aparecen en la década del setenta en Argentina. La autora ensaya poner sobre el papel aquellos tiempos recordando la forma cotidiana con que se hablaba de los sueños políticos de la izquierda, a través de una serie de modelos que emulan el habla juvenil, el habla comprometida. Una de esas formas que la autora ensaya, una especie de comedia o ironía sobre aquellas conversaciones, surge a propósito de la misma posibilidad de enunciar aquella comedia. Como una especie de génesis, donde al principio no hay nada más que vacío, hace aparecer al ansia, a la palabra casa y a lo desconocido. Va conformando un grupo que aprende la jerga revolucionaria. De a poco se van sumando integrantes: el alma, Nadie, la Voluntad o la Avispa. Cada uno de los personajes actúa más o menos consecuentemente con las palabras que nombran algo así como sus esencias o roles, no sin antes preguntarse sobre la naturaleza misma de la palabra que las nombra. La jerga revolucionaria se consolida, los integrantes discuten algunas cosas que, acumuladas, se nos hacen incomprensibles, pero que funcionan como efecto de discurso. Entendemos cómo abandonan la nada donde aparecieron por el mero hecho de tener un nombre, a través de ese discurso que les da existencia, que los convierte en algo concreto. Dejan de preguntarse por su naturaleza conceptual porque ya están en el mundo, existiendo según el guión del socialismo. A través de las páginas, a través de los capítulos, se instala progresivamente el discurso de la violencia. Uno a uno los diálogos de esta comedia se tornan cada vez menos cómicos, hasta que la Muerte llega también a compartir su cotidianidad. Lo interesante es que por muy alejadas que parezcan las ideas de Emma y las de la célula revolucionaria, en la novela tienden a igualarse: mientras Emma pinta un cuadro que no le pertenece, las palabras, con-
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vencidas de que ellas mismas son un medio para otro fin, se muestran enteramente un discurso que no se pertenecen a sí mismas. Cuando se acerca 1976, es Emma transportada en su estado cuasi místico quien ve la Anunciación: Esa madrugada Emma supo algo que usted todavía ignora. Lo supo de un modo escurridizo y fugaz, tal vez, pero lo supo. Y todo le vino gracias a la Anunciación que, desde su perspectiva, había arruinado. Digamos que pensó que en las palabras escritas sobre la tela –en la mancha que ellas instauraban– estaba la Muerte y que la Muerte, a su modo, también portaba un mensaje. Llegaba, trayendo en la mano, en lugar de un lirio, la inagotable carga de violencia, miseria y confusión que corresponde a cada criatura en el exilio del mundo. Y eso no es malo, pensó Emma, no necesariamente malo, porque el terror y la pena no son sino el reverso de la compasión y la entrega, y se requieren para apreciar la belleza (la sabiduría) de lo efímero. No sabía de dónde le había llegado a esta certeza que la exaltaba en una mezcla de dolor espantoso y de júbilo. Y, sin embargo, no pudo sostenerse en esa gracia. No supo tolerar su claridad. 7 Hacia la mitad del libro los personajes comienzan a darse cuenta de cómo la violencia se instala en las calles y que su enemigo no es la fuerza policial, sino los militares e, incluso, el Pentágono. ¿No es acaso el fracaso de ese espíritu lo que Athanasius tan solemnemente reúne en su Anunciación? ¿No es acaso lo que ha cesado de existir el verdadero sentido de poner algo en un museo? Como todos los guiones de las épocas totalitarias, siempre es la muerte lo que se anuncia. La Anunciación, como sabemos, es esa serie de cuadros donde un Ángel anuncia a un humano los designios divinos; es decir, anuncia lo que está trazado en el destino humano incontrolable. La obsesión con sus (7)
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muertos de la narradora va más allá de un sentimiento de nostalgia. No, es la culpa la que la sostiene en un estado de semivida; la culpa de haber sobrevivido, la culpa de haber seguido al pie de la letra los designios anunciados. Y me parece aquí que este aserto sobre una condición se relaciona directamente con la memoria y la melancolía con el que el libro cierra. Como la simultaneidad de los hechos, se revela sólo en el paso del tiempo. «Toda presencia es, en el fondo, una fantasía de la ausencia» La tensión originaria de este pensamiento se contiene en aquello de lo que hablé al principio, en la imperfección de la vida y que cierto arte pretende restablecer como una mirada que disuelva al sujeto en una consciencia única más allá de sí mismo, tal como le pasaba a Emma con el azul que había visto y emulaba en sus propias pinturas de la Anunciación: La incité muchas veces a mirar con más detenimientos, a deshacerse de la perfección. Sabía que sólo de ese modo se abrirían en su mente y a su corazón otras posibilidades, cambios de perspectiva, fobias, oscilaciones, rupturas, proliferación y energía. Para decirlo rápido, descubriría, en la imposibilidad del orden, la alegría conflagratoria de la libertad que la prepararía para su propia muerte… Día y noche, yo soñaba con el cuadro que Emma produciría, una vez que comprendiera que toda presencia es, en el fondo, una fantasía de la ausencia. Veía ese cuadro en todo su esplendor turbado, en su belleza un poco lúgubre. En él, los gestos se agrandaban, las curvas se volvían sucias, desequilibradas, como en esa trama abierta repetitiva, entre la redundancia y la entropía, que es todo espacio de viaje, me refiero a la vida. Ese cuadro se llamaría Anunciación Nocturna y figuraría en mi Museo. Sería una victoria escasa (pero victoria al fin) sobre lo incomprensible. Porque la Muerte se vería allí representada en la ausencia de representación, y eso abriría las puertas a una suerte de reconciliación ciega entre el desamparo y eso que es sin ser. 8 (8)
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Negroni juega con lo que puede realizar la lengua literaria con ciertos elementos, los ritos desde los cuales el lector puede entrar en la imaginación literaria: palabras, laberintos donde encuentra el molde de la propia vida o, mejor, múltiples moldes donde podemos adaptar la misma vivencia. Se pierde así la posibilidad de existir como un sujeto, individuo, un uno mismo de límites fijos, y da lo mismo que el personaje que lo vive se llame María, Emma, ansia o Mónica. Las enunciaciones que ensaya Negroni, entonces, son eso, pruebas de la existencia de distintos sujetos dentro de uno solo, de las diversas posibilidades que serían otras si sólo lo anunciado hubiera sido diferente o, lo mismo, si las vidas vividas hubieran sido cortadas con otros moldes. Cada capítulo de esta novela presenta uno de estos múltiples ensayos. Por lo menos tres de ellos imaginan historias opuestas para los amantes –la narradora y Humboldt. «En la soledad, el placer toma un sabor confuso, voy y vengo de mí a mí, sin más coartada que vos (o mi memoria de vos), y un repertorio de escenas que yo misma inventé. Verdadero enriquecimiento ilícito ese archivo, hecho de retazos falsos que se combinan sin pausa, sin tu consentimiento» . Cualquier cosa hubiera sido preferible a la muerte. Por otra parte, la narradora comparte algunas conversaciones con otros personajes: su Vida Privada es una de ellas, que la incita a abandonar su obsesión por la fantasmagoría y que se ponga a escribir. La banalidad de la Vida Privada es, como el ansia o la Voluntad, también imagen de sí misma y desdoblamiento del sujeto, que está íntimamente constituida por la visita de un fantasma que ella misma convoca. «Que enteramente no me pertenezca» La novela de Negroni le exige al lenguaje su propia capacidad de expresar, y luego la descarta por inútil e incompleta. De la misma manera, le exige al sujeto su propia capacidad de ser, pero también la descarta por inadecuada, por imposible. No es un ejercicio estilístico, sino una reflexión sobre el peso de las formas y de los estados anímicos asociados a ello. ¿No son los estados anímicos los que con más fuerza se traspasan en cada uno 65
de los géneros que se apuntan, en cada una de las versiones y modos que enuncian la desaparición de Humboldt? Es el individuo, en su inexistencia, en su posición de desconocimiento absoluto de su lugar, quien le devuelve a la historia, como camino trazado por los vencedores y por los vencidos, su carácter de ficción, que permite que miremos los hechos como múltiples, si allí en un cuerpo caben las varias edades del hombre y si la materia puede habitar ese lugar. La escritura de Negroni se aleja de la exigencia de una escritura y se ubica en otra que encuentra sus bases en el modernismo, las vanguardias, en la expresión de un lenguaje que se mueve por las superficies para entrar en otras profundidades. Es una escritura que integra a su medio en la ficción, derribando las certezas sobre la incerteza del cuerpo y de la realidad, pero sobre todo la incerteza que entrega el lenguaje como una forma más del juego, y con eso como colchón se acomoda en medio de las grietas de la historia. No es raro, pues estamos instalados en una realidad que poco nos pertenece de manera compleja, y quiero decir a nosotros como Latinoamericanos.
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La tentación del fracaso: enfermedad y escritura en en el diario de Julio Ramón Ribeyro Rodrigo Hasbún
Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor. Ribeyro, La tentación del fracaso
1. Hay, en La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro, una anotación decisiva que es posible ubicar en el centro secreto del diario en su conjunto, pues a ella parecen encaminadas las entradas anteriores y de ella se desprenden las que irán apareciendo después. El autor tiene 46 años y en ese momento, como consecuencia de las operaciones a las que ha sido sometido dos años antes, se encuentra débil de salud. Escribe el 16 de enero de 1975, con desapego y frialdad: Debo recordar esta fecha: hoy me enteré de que fue de cáncer de lo que me operaron dos veces en 1973. (…) Desde hoy todo cambia para mí, pues el malestar que he sentido en los últimos meses –hemoturia, náuseas, acidez, bilis– se inscribe en la más sombría de las perspectivas: la reaparición de este mal y probablemente en varios lugares. (…) ¿Qué hacer? Supongo que nada, al menos por ahora. (1995: 12-13).
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A partir de ese momento, en el que el mal que estuvo atormentándolo durante años recibe un nombre, el cáncer estará cada vez más presente en su vida y en la escritura que de ella hace en el diario, al que desde entonces recurrirá con mayor asiduidad. Las que solían ser entradas esporádicas, en ocasiones apenas siete u ocho a lo largo de un año, ahora se multiplican de manera exponencial y evidencian que en un diario quien lo escribe aparece retratado no sólo en sus anotaciones sino también en los ritmos que éstas conforman. El tema de la enfermedad, por su parte, desplaza al resto. De ese doble modo, la enfermedad se constituirá como eje configurador de la Tentación del fracaso, y las nociones esenciales que todo diarista confronta en la escritura, cómo se concibe a sí mismo y qué imagen desea proyectar de sí, estarán fuertemente tensionados por la amenaza silenciosa del mal. En su libro La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag examina el andamiaje metafórico ligado a las dos enfermedades que marcaron los dos últimos siglos, respectivamente la tuberculosis y el cáncer. El hecho de que el origen de éste último aún no haya sido descubierto, propicia que sea reelaborado en el imaginario social de diversas maneras, por ejemplo ligando su aparición a faltas morales del enfermo. Sontag aboga por distinguir la enfermedad de sus metáforas y de su culpa, insistiendo que la manera más saludable de asumir la enfermedad es resistiéndose a ese pensamiento metafórico. Aún luego de haber sido sometido a las dos operaciones, los médicos no informan a Ribeyro sobre la verdadera naturaleza de la enfermedad. Su mujer y sus amigos también se la esconden durante dos años. Cuando al fin se entera, sin embargo, luego de un primer momento de devastación, él mismo perpetuará ese mismo mecanismo. “Mientras tratemos a una enfermedad dada como a un animal de rapiña, perverso e invencible, y no como a una mera enfermedad”, escribe Sontag, “la mayoría de los enfermos de cáncer, efectivamente, se desmoralizarán al enterarse de qué padecen. La solución no está en no decirles la verdad sino en rectificar la idea que tienen de ella, desmitificándola.” (2) Ese proceso de desmitificación y asimilación, que sufrirá oscilaciones y nunca logrará concretarse del todo, impulsará a
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Ribeyro a replantearse sus prioridades y tendrá una fuerte incidencia en su escritura. “¿Qué hacer?”, se pregunta en esa anotación decisiva. ¿Cómo seguir viviendo a partir del momento en el que el mal que anida en su cuerpo es singularizado con un nombre –y su historia y sus metáforas–, hecho que lo hace más real? ¿“Adoptar una nueva línea de conducta, más acorde con quien sabe ya que la fiesta va a terminar”? ¿“Prepararse para abandonar dignamente la escena”? (1995: 13) Pero, ¿cómo? 2. Nacido en Lima en 1929, Julio Ramón Ribeyro comenzó a llevar un diario desde que tenía dieciocho. Las anotaciones de los tres primeros años fueron destruidas. Las que quedaron a salvo son las que comenzó en la década del cincuenta, con una primera anotación que, por su irreverencia y su convicción, recuerda a aquélla de Juan García Madero en Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, para el que el descubrimiento de la enfermedad también fue un impulso decisivo en la construcción de su obra. Escribe el joven Ribeyro de 21 años: “Se ha reabierto el año universitario y nunca me he hallado más desanimado y más escéptico respecto a mi carrera. Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo.” (1992: 13) Tres años después, sin haber concluido la carrera pero afianzándose cada vez más como escritor, parte hacia Europa, cobijado por una beca en realidad incipiente. Los cinco años siguientes radica en diversas ciudades que se consignarán como capítulos en el diario. Finalmente, en 1958, vuelve a Lima, donde vive los dos años siguientes. Esa década estará punteada siempre por dificultades económicas que lo llevan a desempeñarse, entre otros oficios, como recogedor de periódicos viejos, conserje de hotel y cargador de bultos en una estación: “Haber estudiado doce años de colegio, siete de universidad en Lima, uno en la Sorbona, uno en Munich, veintiún años de lecturas para terminar haciendo el trabajo de un cargador analfabeto” (1992: 135), se queja Ribeyro en algún momento. Aún así, en medio de la dificultad, publica sus dos primeros libros de cuentos y escribe su primera novela. A 69
los treinta ya no es el escritor cachorro pero sigue siendo el hombre insatisfecho –el latinoamericano incómodo en Latinoamérica- y de nuevo se apresta a abandonar la vida en Lima para seguir inventándose en París una diferente, menos atada a las convenciones y a las apariencias. Esos diez años, la consolidación de su educación sentimental y literaria, conformarán luego, a principios de los noventa, cuando Ribeyro empiece a publicar su diario, el primer tomo de La tentación del fracaso. Si bien en él hay apariciones esporádicas de malestar físico, es en el segundo, que abarca catorce años, de 1960 a 1974, donde éste pasa a ser el motivo más recurrente, imponiéndose de forma clara a las anotaciones dedicadas al tema de la escritura y al registro de hechos cotidianos, a los comentarios sobre su trabajo como periodista en la agencia de noticias FrancePress, a las reflexiones sobre sus lecturas, una porción considerable de ellas conformada por diarios, y a las dedicadas al motivo también recurrente de la falta de dinero, ligada siempre a su inquietante facilidad para dilapidarlo cuando cae en sus manos cualquier monto, irrisorio o abultado. En el lapso de este segundo tomo, que no está organizado espacialmente como el anterior sino temporalmente, por años que en su totalidad tienen a París de trasfondo, Ribeyro contrae matrimonio y tiene un hijo, pero esos hechos prácticamente no se consignan. Tampoco sus publicaciones y su creciente prestigio como escritor. La descripción directa de las anotaciones de la década anterior, donde había ahondado en algunas relaciones sentimentales, ahora se recubre de un pudor que se expande y se radicaliza. Sólo la enfermedad, que llega con dureza, es trabajada sin tapujos. Escribe, por ejemplo, el 16 de junio de 1974: Dentro de cuatro días nuevamente al hospital. (…) Esta vez es para una cistoscopia o introducción por la uretra de una sonda polivalente, a través de la cual pueden mirar, fotografiar, cortar, cauterizar. Todo esto a raíz de que sigo orinando sangre desde hace cinco semanas, sin que se sepa la causa. Probablemente tengo algo en la vejiga, un tumor, una llaga, una irritación, sabe Dios qué. Lo cierto es que me dormirán una vez más y que mi organismo será violado por
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instrumentos agudos, que por extirpar un mal lo hacen tanto. (1993: 208) La descripción quirúrgica del procedimiento médico, que el diarista registra más como testigo que como actor (testigo no de un momento histórico ni de una ciudad sino de su cuerpo sitiado), es intercalada con reflexiones sobre el dolor, anotaciones que intentan domesticarlo desde la escritura. Pero la enfermedad no se detiene. “Hay días en que lo único que pido es que por amor de Dios no me vaya a doler la úlcera. Ya no pido encontrar buenas noticias en los diarios o en las cartas que recibo o poder escribir algo honorable, ni siquiera recibir dinero de algún lugar, sólo que se me ahorre ese dolor tenaz, renovado, artero.” (1993: 99-100), escribe Ribeyro entonces, vulnerable y frágil aunque sin nunca ceder al lamento. También escribe: “Yo que antes contaba mi bienestar por meses, semanas o finalmente días, ahora lo cuento por horas. Recordar y agradecer que ayer y hoy me sentí bien de diez a diez y media o de tres a cuatro de la tarde.” (1992: 206-207) Lo que lo gobierna, en ese tiempo en el que aún no sabe con certeza qué padece, es el intento por entender un fenómeno que considera pasajero. Analiza su naturaleza, pretende descifrarlo, no se resigna todavía a su presencia. Sin embargo, hacia el final de este segundo tomo, presintiendo lo que ya está sucediendo y lo que sucederá cada vez más, escribe: “No quiero que estas páginas que esporádicamente escribo se conviertan en un parte médico. ¿Pero de qué otra cosa puede hablar un enfermo si no de su salud?” (1992: 186) En su ensayo “En torno a los diarios íntimos”, incluido en La caza sutil, Ribeyro había intentado desmenuzar algunas constantes de los diarios íntimos, prestando menos atención a los posibles motivos de su escritura y centrándose más bien en los rasgos narrativos que lo constituirían. Entre ellos destacaba como elementos propios de todo diario íntimo la cotidianidad en la que se inscriben y el principio de veracidad que debería regirlos, la preeminencia del autor como personaje principal y la libertad de la composición “o, en otras palabras, la casi inexistencia de una técnica específica del diario íntimo. (...) No es necesario vencer una etapa de aprendizaje, llegar a dominar el oficio, como lo exigen escribir una novela o una obra de teatro.”
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Postulaba también que “todos los diaristas han poseído por lo menos esa cualidad que Charles Du Bos denominaba “sentido del fragmento”, capacidad preciosa para expresar en breves palabras y con claridad una idea, una emoción o un sentimiento” (1976: 11-12). La característica más inquietante de los diarios íntimos, en cualquier caso, la que condiciona los rasgos formales que Ribeyro desarrolla y la que hace de ellos un lugar impredecible, desafiante, estaría más ligada con la vida que con la escritura: Cuando hojeamos una colección de estas obras nos queda la sensación de que se trata de obras inconclusas, que lo que allí se dice ha sido más que fruto de una elección marca de un destino, que ni las más bellas páginas han podido alterar el curso de los acontecimientos, que cada autor estuvo diariamente enfrentado al misterio de su duración y que a la postre todos ellos han sido devorados por el tiempo, ese tiempo tan caro y tan temido, que ellos se esforzaron tanto en retener. De allí el sentimiento de inseguridad, de incertidumbre y de desamparo que palpita en todo auténtico diario íntimo. (1976: 11-12) Alan Pauls, en el prólogo del libro Cómo se escribe un diario íntimo, donde antologa fragmentos de diez diarios emblemáticos (ninguno de un escritor latinoamericano, varios de ellos muy admirados y releídos por Ribeyro: los de Kafka y Jünger, el de Musil, los de Mansfield y Woolf), plantea algo similar en otros términos: Casi todos los diarios de este siglo se escriben sobre la huella de estas dos series paralelas, coextensivas, que sólo tienen sentido en la medida en que son indisociables: la serie de las catástrofes planetarias (guerras mundiales, nazismo, holocausto, totalitarismo, etc.), la serie de los derrumbes personales (alcoholismo, impotencia, locura, degradación física). Así, el gran tema del diario íntimo en el siglo XX es la enfermedad (la enfermedad como afección del organismo del mundo), y las anotaciones con que el escritor acompaña ese mal forman algo así como el parte diario, incansable, que da cuenta de su
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evolución, una suerte de historia clínica que sólo parece tener oídos para la sigilosa expresividad de la dolencia (síntomas, estados y picos, mejorías, humores, reacciones y recrudecimientos). (10) El misterio de la duración que menciona Ribeyro se hace aún más insondable con la aparición de aquello que lo desquilibra. Y todo diario, siguiendo a Pauls, en mayor o menor medida termina siendo ese parte médico que Ribeyro se propone evitar. Cito la continuación del texto de Pauls: Es aquí, en la evidencia de esta catástrofe esencial, donde fracasa cualquier intento de socratizar el género. Ni Jünger, ni Pavese, ni John Cheever escriben un diario para saber quiénes son; lo escriben para saber en qué están transformándose, cuál es la dirección imprevisible en la que está arrastrándolos la catástrofe. No es, pues, la revelación de una verdad lo que estos textos pueden o quieren darnos, sino la descripción cruda, clínica, de una mutación. (10) ¿Qué hacer?, se había preguntado Ribeyro. ¿Cómo autoconfigurarse como sujeto a partir del nombramiento de la enfermedad? ¿En qué empezar a transformarse? Un doble movimiento se pone en marcha inmediatamente. Por una parte, recordando lo dicho por Sontag, llega al ocultamiento. No comenta con nadie los vómitos y disimula el dolor, sigue fumando y bebiendo, trabaja con normalidad. “Desde que me enteré de lo que sufría no he conversado con nadie de ello, ni siquiera con mi mujer. Sólo a mi hermano le hice una referencia en una carta, pero no volvimos a tratar el tema. No entiendo qué especie de prohibición pesa sobre la palabra cáncer. Reacción primitiva, como la que existía en la antigüedad ante ciertas palabras, que no se pronunciaban por la creencia de que era una manera de atraer el mal que significaban.” (1995: 43) Por otra parte, Ribeyro se afianza en la certeza de que “lo que quedará de mí es lo que escribo.” (1995: 78) La que es la señal del acabamiento, el anuncio angustioso del final, al mismo tiempo funciona como el detonante de una escritura más urgente y de la necesidad de consolidar su obra. A par-
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tir de entonces cada una de las anotaciones será más cuidada, Ribeyro dará lo mejor de sí ante la perspectiva de la desaparición, y proliferarán en las páginas del diario los proyectos literarios que desea emprender. Hay un afán –un poco doloroso para el lector que presencia la lucha- por demostrarse a sí mismo lo que puede ofrecer, los libros que sólo él sabrá escribir y que ayudarán a situarlo más sólidamente en el paisaje literario. Ante el reconocimiento de su imposibilidad de lograr escribir una gran novela al estilo de las de los escritores más exitosos del momento, Ribeyro dará paso a una inquietud distinta que esta vez propiciará frutos importantes. Se trata de la búsqueda de proyectos singulares que ayudarán a expandir las fronteras de lo que en ese momento ofrecía la literatura latinoamericana. Ya había escrito unos años antes en el diario una anotación al respecto, pensada para la literatura peruana pero fácilmente extrapolable a la del continente entero. Decía de ella que se mueve en un campo de acción extremadamente reducido. Ello se debe a que los autores peruanos utilizan escasos géneros literarios: novela, cuento, poesía, teatro. Es decir lo más antiguos, los que se cultivaban en Grecia. Nos falta esa extensión que le da a la literatura géneros más tardíos o géneros ancilares: ensayo, memorias, autobiografías, diarios, correspondencia, y los subgéneros como la novela rosa, la policial, el roman noir, de espionaje, ciencia ficción, novela histórica. (1993: 159) Ribeyro ansía recorrer varios de esos caminos. Fantasea con una novela de ovnis que testimonie la experiencia de un amigo, se propone escribir una novela policial e incluso delinea el argumento, menciona varias veces un proyecto de reelaboración de episodios históricos, proyecta armar antologías temáticas y libros de cuentos que giren en torno a técnicas diversas, vuelve una y otra vez a la idea de una autobiografía. Al cabo de días, meses o años, todos los proyectos son abandonados. En medio del desplazamiento no hacia su realización sino hacia su fracaso, el lugar inamovible es la escritura en el diario. Éste, inicialmente una práctica subsidiaria a la construcción de la obra, casi un lastre, deja de ser un espacio
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marginal y paulatinamente pasa a ocupar un lugar prioritario de su proyecto narrativo y de su apuesta como escritor. En ese movimiento silencioso y expansivo, Ribeyro empieza a sospechar, con cierto desdén, que la escritura fragmentaria y dispersa del diario será lo que más perdure de sí mismo. Si antes lo había descrito como “lo inorgánico, lo discontinuo, la negación de lo que quiero hacer, en suma, el testimonio de la no obra, de la sequedad y la pequeñez” (1993: 189), ahora escribe: “Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras.” (1992: 234). Más interesante aún es el proceso de contaminación que los demás géneros practicados por Ribeyro irán sufriendo a partir de la escritura autobiográfica. Su valoración genérica mutará, no sólo la novela total sino la novela en sí dejará de ser la aspiración más codiciada, mientras que las escrituras menores cobrarán cada vez más relevancia. A contracorriente de los criterios de valoración convencionales, Ribeyro escarbará cada vez más en los márgenes. Y así, del diario se van desprendiendo sus Prosas apátridas, que también se vuelven una obra en movimiento que se ensancha y muta tras cada edición, al igual que los anotaciones breves, aforísticas, que conforman Los dichos de Luder. Y los cuentos empiezan a ser cada vez más autobiográficos. Ribeyro, que solía ser un escritor muy atento a lo que tenía alrededor ahora mira hacia sí mismo y construye textos fronterizos a partir de su experiencia personal.
3. En una de las entrevistas recopiladas en Las respuestas del mudo – Entrevistas, Ribeyro se refiere a los diarios de esta manera: Es algo muy extraño llevar un diario. Yo he leído centenares y hasta ahora no encuentro el principio primero que los gobierna. A veces se escribe un diario por arreglar cuentas consigo mismo o con los demás. O para preservar una identidad amenazada por el trajín y el caos de la vida cotidiana. O para luchar contra la depresión. O para 75
dejar una buena imagen de sí para la posteridad. O para fijar ciertos recuerdos que nos pueden ser útiles más tarde. Y por tantas otras razones. No sé si sería aconsejable llevarlo. Un diario puede matar a un escritor, pero también puede salvarlo. Del suicidio por ejemplo. O del olvido. (1998: 86) En cualquier de esos casos, uno de los aspectos más notables del diario íntimo es su posibilidad de hacer palpable el tiempo, la sustancia primordial de cualquier diario. Ningún otro tipo de escritura dispone de las mismas condiciones porque ningún otro tipo de escritura se lleva a cabo a lo largo de la vida, a menudo hasta que esa vida acaba. El que empieza a escribir La tentación del fracaso es un insatisfecho estudiante de derecho que ejecuta con timidez sus primeros ejercicios literarios. El que escribe la cita que aparece a continuación es un cuarentón que radica hace más de una década en París, un hombre acechado y silencioso, un escritor experimentado y reconocido: El dolor físico es el gran regulador de nuestras pasiones y ambiciones. Su presencia neutraliza de inmediato todo otro deseo que no sea la desaparición del dolor. Esa vida que recusamos porque nos parece chata, injusta, mediocre o absurda cobra de inmediato un valor inapreciable: la aceptamos en bloque, con todos sus defectos, con tal de que se nos dé sin su forma de vileza más baja que es el dolor. Porque éste nos recuerda nuestra más miserable condición animal: la del perro atropellado, la de la res en manos del matarife. Sólo cuando se va el dolor nos volvemos exigentes y empezamos a encontrarle pero a la vida. Pero el dolor regresa. (1992: 99-100) Regresa y lo moviliza, lo obliga a seguir escribiendo, a explotar su potencial antes de desaparecer. Como ya se dijo, los proyectos casi nunca se realizan y sólo el lugar donde registra el fracaso permanece en pie. El Ribeyro sesentón que ha sobrevivido al cáncer por bastante más tiempo del que esperaba mira hacia atrás y, despojado de pudor, decide publicar ese material. Empieza con las cartas enviadas a su hermano, recopiladas por ahora en dos volúmenes, aunque es sabido que quedan otros dos aún inéditos, y
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con los tres primeros tomos de La tentación del fracaso, que él calculaba en la “Introducción” del mismo que iban a ser entre diez y doce. Los cinco libros hicieron de Ribeyro uno de los pioneros en el continente en incorporar y validar esas formas al circuito de las lecturas establecidas y de los géneros canónicos. La muerte lo alcanzó entonces, veinte años después de la última entrada publicada de su diario. ¿En qué muta el hombre que aparece ahí? ¿La enfermedad siguió estando tan presente? ¿Fue aún el origen del movimiento y la necesidad? ¿Tendremos la oportunidad de leer esas páginas en algún momento? “En la rue Bargue: una vieja sigue regando las flores de su ventana en una casa que va a ser demolida dentro de unos días” (1995: 19), anota Ribeyro el 24 de abril de 1975. En Los dichos de Luder, escribe algo que despierta resonancias parecidas, esta vez involucrando a su alter ego Luder: “-Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos –dice Luder- es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque. –¿Y tú? –Ah, yo sólo riego una maceta.” Con la persistencia que siempre se negó pero sin la cual hubiera sido incapaz de erigir La tentación del fracaso, como la vieja que menciona, a pesar del anuncio de demolición de su vida, Ribeyro regó su maceta día a día a lo largo de décadas. La persistencia de un gesto diminuto a lo largo de toda una vida revela, por supuesto, algo igual de impresionante que roturar, a solas, bosques enteros. El diario dotó a Ribeyro de la confianza que necesitaba para lograrlo. Queda claro que su arte cuidado, su delicadeza y su fuerza, su honestidad, hicieron de él no sólo un gran escritor sino uno de los más grandes del continente. Aunque a él no se lo dijera nadie.
Bibliografía citada: Pauls, Alan, selección, prólogo e introducciones. Cómo se escribe el diario íntimo. Buenos Aires: El Ateneo, 1996.
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Ribeyro, Julio Ramón. Dichos de Luder. Lima: Jaime Campodonico/Editor 1989. ---, La tentación del fracaso I. Diario personal 1950-1960. Lima: Jaime Campodonico/Editor 1992. ---, La tentación del fracaso II. Diario personal 1960-1974. Lima: Jaime Campodonico/Editor 1993. ---, La tentación del fracaso III. Diario personal 1975-1978. Lima: Jaime Campodonico/Editor 1995. ---, Las respuestas del mudo. Entrevistas. Lima: Jaime Campodonico/Editor 1998. ---, “En torno a los Diarios Íntimos.” La caza sutil (Ensayos y artículos de crítica literaria). Lima: Editorial Milla Batres S.A., 1976. Sontag, Susan. Trad. Mario Muchnik. La enfermedad como metáfora. Buenos Aires: Taurus, 2003.
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Idea Vilariño, esa mujer Leila Guerriero
La primera cosa que supe de Idea Vilariño fue un poema que alguien me envió por mail desde Chile, en 2003 o 2004, que decía asi: “Si te murieras tú / y se murieran ellos / y me muriera yo / y el perro / qué limpieza”. La segunda cosa que supe de Idea Vilariño fue que era mujer, que era uruguaya y que estaba viva. La tercera cosa que supe de Idea Vilariño fue que había sido, durante años, el amor volcánico –y no necesariamente secreto– del escritor, también uruguayo, Juan Carlos Onetti. La cuarta cosa que supe de Idea Vilariño fue una foto: se la ve en París, sin aguacero, pero con un vestido negro, un collar de perlas de dos vueltas y la actitud de una vestal impiadosa. La quinta cosa que supe de Idea Vilariño fue que sus libros no se conseguían en ninguna parte, excepto en unas pocas librerías de Montevideo. La sexta cosa que supe de Idea Vilariño fue su obra: apenas docientas cincuenta páginas de poemas que conseguí gracias a que alguien me las trajo desde Uruguay, bajo la forma de sus obras completas. La séptima cosa que supe de idea Vilariño fue que quería entrevistarla. La octava cosa que supe de Idea Vilariño fue que no daba entrevistas.
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fono.
La novena cosa que supe de Idea Vilariño fue su número de telé-
La décima cosa que supe de Idea Vilariño fue que un día de abril de 2009, mucho antes de que yo me decidiera a llamarla, se había muerto. *** Idea Vilariño es poeta, es uruguaya, pero en las librerías de habla hispana es, sobre todo, una ausencia. En las librerías Méndez y Machado, en la librería del Círculo de Bellas Artes, en la librería del Museo Reina Sofía, en la librerías Paradox, en la Casa del Libro y en la FNAC, de Madrid; en las librerías Guadalquivir, Hernández, Eterna Cadencia y La Boutique del Libro, de Buenos Aires; en la librería Metales Pesados, de Chile; en las librerías Biblos y La Nacional, de Bogotá: Idea Vilariño es una ausencia. Allí, en los estantes que agrupan la poesía, el alfabeto salta de César Vallejo a Walt Whitman y, en el medio, nada. Nada que nombre a esa mujer que vivió en un pequeño país al sur del mundo y que fue hermosa, descarnada, militante de izquierdas, atea, intolerante, anacoreta, tozuda y sola, que escribió algunos de los poemas más bellos de la lengua castellana, y que alborotó, de paso, el amor de algunos hombres. *** Idea Vilariño nació el 8 de agosto de 1920 en Montevideo, cuando habían nacido ya dos de sus hermanos –el varón, Azul, la mujer, Almapero no los menores: otra mujer, Poema, y el último varón, Numen. Todos ellos, y su padre -Leandro Vilariño, poeta y anarquista-, y su madre- Josefina Romani, enferma crónica, lectora- vivían en una casa con patio, plantas y animales pero, por problemas económicos, debieron mudarse, cuando Idea era adolescente, a otra más chica, ubicada junto a la calera familiar en la que se vendía cal en polvo, arena, pedregullo. Su mundo era un mundo luminoso y, al mismo tiempo, insano, en el que se mezclaban
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el árbol de magnolias bajo el que leía a Tolstoi y las sobremesas en las que su padre declamaba versos de poetas modernistas, con el ala oscura de las enfermedades de su madre y la luxación congénita de cadera que mantenía postrada a su hermana mayor. A los 16 años ella misma pasó al bando de los rotos, los enfermos, con un asma animal que le llenaba de cemento la garganta, al punto que un médico recomendó que se mudara sola, lejos de la cal, lejos del polvo. Tenía 17 o 18 o 19 años cuando se fue a vivir a una habitación alquilada y conquistó así una libertad extravagante para una adolescente de los años ´30. Desde la infancia había inventado artilugios para escaparse a alguna esquina y noviar con el galán de turno. Debió haber muchos, pero de quien dejó constancia –en un poema llamado Calle Inca- fue de un chico un par de años mayor, llamado Ruben Cosito, a quien describió como “precioso, elegante, bonito, con los ojos azules rasgados y una cabeza bien puesta que era una maravilla de ver”. Terminó el liceo, acosada por el asma y por un excema de la piel que, cada tanto, la transformaba en monstruo. Después de un coqueteo breve con la carrera de Medicina, empezó a estudiar literatura y, a partir de 1940, le tocaron tiempos feroces: ese año murió su madre debido a un derrame cerebral. En 1944 siguió su padre y, en 1945, Azul, su hermano mayor, por un problema de miocardio. Y, en algún momento entre 1945 y 1948, un recrudecimiento del excema que la perseguía la mantuvo encerrada en un apartamento por tres años. El diagnóstico de esa enfermedad no es claro, pero todas las versiones coinciden en que la piel se le necrosaba día a día, de modo que debía sumergirse en una bañera, y someterse a un despellejamiento municioso. Sea como fuere, antes y después de eso se las arregló para enamorar y enamorarse –de Emilio Oribe, un profesor de filosofía 26 años mayor que ella; de Manuel Claps, un compañero de estudios– y para publicar tres plaquettes de poemas –La suplicante, en 1945; Cielo cielo, en 1947, y Paraíso perdido, en 1949– que fueron saludadas con elogios y la transformaron en la poeta de la generación del ´45, un grupo de escritores, críticos y editores entre los que figuraban Mario Benedetti, Ángel Rama, Emir Rodríguez
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Monegal, Ida Vitale y Juan Carlos Onetti, nucleados en torno a una revista emblemática, llamada Marcha. ¿Fueron las pérdidas, fueron las lecturas, fue el anarquismo de su padre, fue el amor temprano de los hombres, fue el olor cercano de la muerte, fue un mal de cuna, fue todo eso, o nada de todo eso, lo que hizo que ella, a los 19, a los 20, a los 22 años, escribiera cosas como esta: No quiero, ya no quiero hacer señales mover la mano no ni la mirada ni el corazón. No quiero ya no quiero la sucia sucia sucia luz del día. lejano infancia paraíso cielo oh seguro seguro paraíso. Todo eso, o nada de todo eso. Pero a los 19, a los 20, a los 22 años, Idea Vilariño tenía el desencanto y la certeza del absurdo y el ansia de muerte que la acompañarían a lo largo de una vida que, sin embargo, no podría llamarse una vida infeliz. *** “Siempre convivieron en mí la capacidad de hacer cosas, el amor por vivir y por hacer, y el desistimiento –decía, en 1994, en una de las pocas entrevistas que concedió- (...) Sé hacer fuego, pintar paredes, traducir, hacer un jardín, enseñar a un perro, encuadernar, hacer ginebra. Me dividía entre el deseo de muerte, y el amor por aquellas tareas y por la vida. Y el amor. Tanto que amé, tanto que me amaron”. Señalaba, en la misma entrevista, dos incoherencias: “Una, que sintiendo hasta las heces ese deseo de muerte que fue una constante de mi vida, no me haya matado. Otra, que careciendo de la más mínima necesidad de comunicarme, haya publicado. (...) En cuanto a lo de seguir viviendo, me lo he explicado a veces como una consecuencia de las terribles enfermedades que periódicamente
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asolaban mi vida. Después de un año, de dos, de tres de padecimientos indecibles, sobrevenían unas ganas ingenuas y ardientes de vivir un verano más, de recobrar el uso feliz de mi cuerpo. Lo de publicar comenzó siendo circunstancial. A cierta altura, dejé de buscar explicaciones. Simplemente, seguí”. *** En 1950 ya era una poeta conocida y una mujer con fama difícil. En años en los que las damas solían irse de casa con la virtud bien puesta para entregarse al matrimonio y a los hijos, ella vivía sola, enredada en amores que no se preocupaba en disimular, a veces superpuestos, y en brazos de una libertad plenaria que no condescendía a dar explicaciones. Cultivaba una amistad fornida con el escritor uruguayo Mario Benedetti, a quien la unían convicciones éticas y políticas que hicieron que, aunque con el correr de los años sus obras se colocaran en las antípodas (ella como una poeta exquisita sólo para pocos; él como un autor de masas acusado de ser poeta de pósters) sostuvieran una relación noble y fiel. Cuando alguna vez le preguntaron a Idea Vilariño si no resultaba escandalosa su costumbre de mencionar una libreta en la que, decía, tenía anotados los nombres de todos los hombres con los que había estado, ella respondió que, en todo caso, “A Mario Benedetti nunca le pareció escandaloso. Los demás pensaban que yo era una ordinaria”. En este último grupo –en el de los que pensaban que era una ordinaria– estaba Juan Carlos Onetti. *** Se conocieron en torno al año 1950. Cuando le dijeron a Idea Vilariño que Juan Carlos Onetti –que vivía en Buenos Aires y acababa de publicar La vida breve- estaba de paso por Montevideo, ella contestó que no quería saber nada con ese cretino. Cuando le dijeron a Juan Carlos Onetti
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que querían presentarle Idea Vilariño él no mostró interés: creía que ella era una mujer gorda, vulgar, vestida con colores fuertes, y a la pesca de un hombre con quien pasar la noche. No hay mayores detalles del encuentro, que se produjo en un bar del barrio de Malvín, pero se sabe que ese mismo día él quedó loco por esa mujer de sonrisa distante, y que ella se enamoró cual bestia de ese hombre cuya inteligencia la rindió en dos estocadas. Siguió a eso una correspondencia caudalosa que Onetti no se preocupó en ocultarle a su mujer, Elizabeth María Pekelharing, con quien acababa de tener una hija y de quien se separaría poco después, no para estar con Idea Vilariño sino para casarse con quien sería su última mujer, Dorotea Muhr, Dolly. Hay quienes dicen que, antes de ese segundo matrimonio, Onetti le propuso a Idea Vilariño vivir juntos pero que ella lo rechazó, varias veces, convencida de que ése no era un amor para quedarse. Hay quienes dicen lo contrario: que Onetti nunca se lo propuso pero que, si lo hubiera hecho, Idea Vilariño hubiera dicho que sí. En 1954 él le dedicó su novela Los adioses. Y en 1955 ella publicó, sin dedicatorias, Nocturnos, un libro en el que dio los primeros pasos hacia un ascetismo sin retorno. Allí, con palabras simples y secas como piedras, engarzó un collar de guijarros lustrosos como el de este poema, llamado Si muriera esta noche: Si muriera esta noche si pudiera morir si me muriera si este coito feroz interminable peleado y sin clemencia abrazo sin piedad beso sin tregua alcanzara su colmo y se aflojara si ahora mismo si ahora
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entornando los ojos me muriera sintiera que ya está que ya el afán cesó y la luz ya no fuera un haz de espadas y el aire ya no fuera un haz de espadas y el dolor de los otros y el amor y vivir y todo ya no fuera un haz de espadas y acabara conmigo para mí para siempre y que ya no doliera y que ya no doliera. Si sus poemas anteriores conservaban rémoras de modernismo, adornos, las metáforas, Nocturnos inaugura una etapa “de versos breves, entrecortados, desprovistos de puntuación, regidos por una sencillez (aparentemente) franciscana, y cuyo ritmo íntimo parece descansar, casi siempre, en el (...) diálogo entre el dolorido Yo (...) y un Tú deseado apasionadamente y sin embargo inalcanzable: el Amante, el Mundo, la Muerte”, como describe el argentino Luis Gregorich. “Son pocos los temas de la poesía de Idea Vilariño -escribe la editora y crítica Ana Inés Larre Borges-. Una sed de absoluto que se sabe perdida, la conciencia de la muerte, la finitud del amor, la intensidad de algunas rebeldías y la intensidad también del deseo, pero sobre todo, la terca actitud ética de mirar esos límites con valor, de no engañarse”. “Creo que la actitud más lúcida, más sana, es tener presente que la vida y el amor se acaban -le decía Idea Vilariño a Mario Benedetti, en una entrevista de 1971-. Ver a los otros y a uno mismo caminando a la muerte, vivir el amor a término, tal vez hagan el amor y la vida más terribles, pero también digo que los hacen más intensos y más hondos”. ***
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En 1955 Onetti y su mujer, Dolly, se mudaron a Montevideo. Él empezó a pasar días enteros en casa de Idea Vilariño, donde tapiaban puertas y ventanas y se amaban como posesos hasta que discutían como lobos y entonces ella lo echaba. “Teníamos la relación más difícil y más imposible –decía ella-. Es el último hombre de quien debí enamorarme (...) El sexo era para él una manera de explotarte, de torturarte, de revolverte el corazón y de hacerte decir hasta lo que no querías (...) Discutíamos, nos dejábamos de ver, pasaban meses, yo comenzaba otra relación y cuando estaba en lo mejor llamaba Onetti y se iba todo al demonio (...) Una noche me llamó desesperado para que fuera a verlo. Yo estaba con alguien que me amaba y lo dejé. Y recuerdo que lo único que hicimos fue ponernos de espalda, leyendo un libro él, y yo otro. A la mañana siguiente le agarré la cara y le dije: sos un burro, Onetti, sos un perro, sos una bestia. Y me fui.” En esos años –fines de los ´50– los días de Idea Vilariño transcurrían entre su trabajo en la Biblioteca Pedagógica, la traducción (tradujo un Hamlet que se considera insuperable), el análisis de la obra de Rubén Darío. Publicó, en 1958, un libro sobre la métrica titulado Grupos simétricos en poesía y estudió con ahínco las letras del tango, declarando su devoción por aquellos compositores que le gustaban mucho más que los poetas. En 1959 dejó la Biblioteca para dedicarse a la docencia en el Instituto Alfredo Vásquez Acevedo (I.A.V.A.) donde, dicen, fue una profesora aburrida, nada pedagógica, que impartía siempre las mismas monótonas clases impidiendo toda participación de los alumnos. Y, entre una cosa y la otra, en 1957, publicó un libro llamado Poemas de amor, dedicado, con toda insolencia, A Juan Carlos Onetti. “Amor/ desde la sombra / desde el dolor / amor / te estoy llamando / desde el pozo asfixiante del recuerdo (...) con todo lo que tengo / y que no tengo / con desesperación / con sed / con llanto / como si fueras aire / y yo me ahogara /como si fueras luz /y me muriera. /Desde una noche ciega / desde el olvido / desde horas cerradas / en lo solo / sin
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lágrimas ni amor / te estoy llamando / como a la muerte / amor / como a la muerte”, escribía en Te estoy llamando. Uno de los poemas más conocidos de ese libro es una enumeración atroz, una crucifixion sin anestesia que, a la luz de lo que sucedió después, resultó ser, además, una crucifixión premonitoria. El poema se llama Ya no, y dice así: Ya no será ya no no viviremos juntos no criaré a tu hijo no coseré tu ropa no te tendré de noche no te besaré al irme nunca sabrás quién fui por qué me amaron otros. No llegaré a saber por qué ni cómo nunca ni si era de verdad lo que dijiste que era ni quién fuiste ni qué fui para ti ni cómo hubiera sido vivir juntos querernos esperarnos estar. Ya no soy más que yo para siempre y tú ya
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no serás para mí más que tú. Ya no estás en un día futuro no sabré dónde vives con quién ni si te acuerdas. No me abrazarás nunca como esa noche nunca. No volveré a tocarte. No te veré morir. En 1961, cuando una bala destinada al Che Guevara -que daba una conferencia en Montevideo- mató al profesor Arbelio Ramírez, Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti llevaban tres días de encierro en casa de ella. En mitad de esa embriaguez amorosa sonó el teléfono. Era una llamada del gremio de docentes para convocarla a una asamblea. Ella se vistió, le dijo a Onetti que volvería en dos horas. “Cuando estaba por salir –recordaba Idea Vilariño– me dijo: “Si te vas, no me ves más”. Entonces volví. Me dice: “No, si te vas a quedar de esta manera es mejor que te vayas”. “¿Si? Bueno, entonces me voy”, y cuando llegué a la puerta agregó: “Te vas a arrepentir de esto. Vos sabés que yo no me puedo ir solo, pero me voy a ir de cualquier modo”. Conocía la manera de retorcerme el corazón. Regresé hasta él. Ahí nos volvimos a pelear y entonces sí, me fui”. Cuando volvió a su casa, tres horas después, Onetti ya no estaba. Había dejado una nota, insultándola, y los poemas de amor, que ella le había dado, arrojados a los pies de la cama. “Cuando empiezo a ordenar, llena de tristeza, encuentro la inyección que debía darse ese día. Como no podía interrumpir el tratamiento, me fui hasta su casa. Toqué timbre y me atendió Dolly (...) “Pasá, me dice, pasá que Juan está muy mal” (...) Estaba desesperado y triste, ya no tenía nada que ver con aquel tipo que me había estado amenazando toda la tarde”.
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Pero, a pesar de ese final conciliatorio, dejaron de verse, desde entonces y casi para siempre. Ella quitaría la dedicatoria a Onetti en las reediciones de Poemas de amor y él, años después, diría que nunca había creído en el amor de Idea Vilariño: que había, en esa relación, mucho de construcción intelectual y mucho, también, de buena cama. *** En 1963 Idea Vilariño rechazó un premio oficial –haría lo mismo con varios, y hasta 1987- alegando que discrepaba con el criterio de formación de jurados. En 1965 publicó el libro Las letras de tango. En 1966 un nuevo volumen de poemas, Pobre mundo, que, entre otras cosas, reunió varios de sus poemas políticos: a Guatemala, a Vietnam, a Nicaragua, al Che. En 1968 viajó a la Habana como jurado del Premio Casa de las Américas. En 1970 adhirió al Frente Amplio, una coalición política de izquierda, y escribió la canción Los Orientales, que devendría himno de la democracia y sería el punto de partida de un interés sostenido por escribir letras de canciones para músicos populares. Publicó Antología de la violencia (textos políticos y poéticos de diversos autores en torno a la violencia) y, en junio de 1973, el presidente de Uruguay, Juan María Bordaberry, disolvió el parlamento con el apoyo de las Fuerzas Armadas. Comenzó así una dictadura militar que duraría doce años. Ella perdió casi todas sus horas de clase y se mudó a Las Toscas, un balneario a pocos kilómetros de Montevideo. Por entonces ya era miembro del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, un movimiento de izquierda radical donde militaba con el nombre de Olga. Aunque muy a menudo sufría allanamientos en su casa, y su vida corría riesgo, jamás pensó en irse de Uruguay. Ese mismo año, Juan Carlos Onetti, y otros miembros del jurado de un concurso organizado por la revista Marcha, fueron detenidos por premiar un cuento que resultó subversivo para el gobierno de facto. Onetti, por problemas de salud, fue trasladado de la comisaría a un hospital. Allí, después de años sin verse, el 15 de marzo de 1974, fue a visitarlo Idea Vilariño y,
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esa misma noche, ella escribió un texto -que se reprodujo en la biografía de Onetti llamada Construcción de la noche- y que empieza con Dolly dejándolos en el cuarto, solos. “Quedamos solos y callados (...) Me miraba por momentos; por momentos volcaba la cabeza; se mordía el labio superior, con una expresión de ¿impotencia, de desesperación? (...) ¿Qué hacía yo ahí supremamente conmovida, inclinada hacia él desde mi silla, impotente, desesperada? Pensé que tal vez era la última vez que lo veía. “Tengo sesenta y tres”, dijo. “Se supone que es la edad de la impotencia. Pero no estoy impotente, y me acuerdo de tu amor, de todo, de tu boca, como si hubiera estado anoche contigo”. Estábamos como declarándonos. Entre otras cosas le dije: “Tuve años tu robe de chambre, aquella que fue de no sé quién, y que tú usaste, colgada allí, recordándote. Durante mucho tiempo la olía a veces, hundía la cara en la seda hasta que perdió aquel olor”. (...) Me levanté y quise tocarlo, tocar su mejilla con la mía. Apenas llegaba a él cuando me agarró con un vigor desesperado y me besó con el beso más grande, más tremendo que me hayan dado, que me vayan a dar nunca, y apenas comenzó su beso, sollozó, empezó a sollozar por detrás de aquel beso después del cual debí morirme (...) Estábamos como enfermos de emoción (...) Era lo de siempre; me tenía en sus manos, me partía en dos. Si hubiera cedido a mi emoción, creo que me hubiera arrodillado junto a la cama, y le hubiera dicho: “lo que quieras, como quieras”. Entonces entró Dolly e Idea dijo que tenía que irse. Cuando se acercó a saludarlo, Onetti la besó en la boca. “Ella –escribió Idea– me acompañó hasta la puerta, y no me volví a mirarlo. Esperé largo rato el ómnibus con ganas de llorar o de morirme”. Onetti se iría, poco después, a España. Desde entonces volverian a verse sólo un par de veces más.
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En 1975 Idea Vilariño se casó –quiso casarse- con Jorge Liberatti, un hombre veintidós años más joven que había sido, alguna vez, su alumno. Vivieron juntos, en aquella casa de Las Toscas, ganándose la vida con
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las traducciones, las pocas horas de clase que a ella le quedaban, el trabajo de él en un banco de Montevideo. Aun cuando estaba muy necesitada de dinero, impidió que sus amigos la presentaran a la beca Guggenheim, alegando razones de moral política. “Siempre pensé –diría– que dentro de lo poco que pueden hacer los artistas está dar ejemplo de conducta. Pensaba que por ahí podían andar los dineros que mataban en Vietnam o en Grenada”. Y, en 1980, publicó No, el último de sus libros, cincuenta y ocho poemas de no más de once versos y no menos de dos, sin imágenes, sin anécdotas, prescindentes de todo artificio, construídos con los huesos del idioma, y que se leen como la banda de sonido de una galaxia lejana y triste, como este poema, el número 44. Como un perro que aúlla interminable que aúlla inconsolable a la luna a la muerte a su tan breve vida. Como un perro. O este, el número 45: Como el que desvelado a eso de las cuatro mira con ojos tristes a su amante que duerme descifrando la vieja eterna estafa.
O este, el número 24 Y diré que estoy triste
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qué otra cosa decir nada más que estoy triste. Estoy triste. Eso es todo. A fines de los años ´80 Idea Vilariño y Jorge Liberatti se divorciaron. En 1984 la democracia volvio a Uruguay y ella volvió a dar clases, ahora en la Universidad de la República. Viajó a La Sorbonne como invitada. Pasó por Madrid, visitó a Onetti, y casi no hay registros de ese encuentro. De regreso, vendió la casa de Las Toscas y se mudó, definitivamente, a Montevideo. Y allí, a ese departamento de la calle Anzani 2129, la llamaron un día de mayo de 1994 para avisarle que, en España, Onetti se había muerto. Ella se tendió en el sofá y, sin poder llorar, abrió su diario y escribió esto: “Dicen que ya lo incineraron. Es un poquito de cenizas, todo aquel hombre, el amor mío”. *** En los últimos quince años de su vida Idea Vilariño escribió poco. Sus libros se tradujeron al ruso, al inglés, al portugués, al alemán, al italiano. A cada reedición agregó algún poema: si en el principio Nocturno tenía dieciseis, en Poesía completa llegó a cuarenta y uno. Si Poemas de amor tenía una decena, en Poesía Completa llegó a sesenta y siete. Pero los agregados después de la década del ´80 son muy pocos. En 2003, aquejada por problemas en la vista, viajó a La Habana para operarse los ojos, que siguieron sin ver. En 2008, cuando estaba casi ciega y no podía caminar, se internó, por voluntad propia, en una casa de salud de la zona de El Prado donde iban a visitarla apenas dos amigos y una empleada fiel. A comienzos de 2009 tuvo varias internaciones en un sanatorio de Montevideo. Finalmente, el 28 de abril de ese año, y después de ser operada con urgencia, murió.
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Pocos días después, el 17 de mayo, murió también su amigo Mario Benedetti y entonces el estado decretó duelo nacional y velatorio en el Congreso. Al panteón del Cementerio Central, donde lo llevaron, fueron dos mil personas. Al funeral de Idea Vilariño, en cambio, no fue nadie. O sí: fueron diez. Y dos de ellos eran funcionarios del gobierno. Yo supe de su muerte la misma mañana en que se produjo y no recuerdo qué fue lo que sentí. Pero sé que fui a mi biblioteca, que tomé un libro viejo y delgado –el primero que tuve de Idea Vilariño–, y que busqué un poema, y que el poema era este: Mi cansancio mi angustia mi alegría mi pavor mi humildad mis noches todas mi nostalgia del año mil novecientos treinta mi sentido común mi rebeldía. Mi desdén mi crueldad y mi congoja mi abandono mi llanto mi agonía mi herencia irrenunciable y dolorosa mi sufrimiento en fin mi pobre vida.
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Sé que después tomé mi agenda, busqué en la letra V, y allí, donde decía Vilariño, Idea, taché, para siempre, un número de teléfono. *** Cuando me invitaron a dar esta charla, y me pidieron que hablara de un autor latinoamericano cuya relación con el canon fuera periférica y con cuya obra yo, en cambio, hubiera establecido una relación estrecha, el nombre de Idea Vilariño me llegó sin esfuerzo. Es probable que se pregunten ustedes cómo es que una poeta exquisita y desencantada influye en el trabajo de una periodista: de alguien que, en apariencia, se dedica a algo tan distinto. Quizás convenga aclarar que el periodismo que me gusta leer, y el que intento escribir con mejores o peores resultados, es aquel que se asume como una forma de arte, como una manera de entender el mundo, que produce textos en los que el qué no está desentendido del cómo, atravesados por formas narrativas que provienen del cine, de la música, de la novelas, del cómic, de las fotos y, sí, de la poesía. Aclarado el punto diría que es difícil discernir cuáles son las voces sobre las que uno se monta hasta construir una voz propia, y que yo ni siquiera podría asegurar que la voz de Idea Vilariño, descubierta vergonzosamente tarde, haya sido o sea mi mejor fantasma. Pero sí sé que leyéndola, que buscándole el cómo y el dónde al corazón de esos poemas hechos con filo de cuchillo, terminé de quitar, de la caja de herramientas con la que escribo, muchas cosas: adjetivos, adverbios, metáforas cargadas. Confirmé que se puede ser devastador diciendo apenas: diciendo tuyo, diciendo hombre, diciendo noche, diciendo perro, diciendo junco, diciendo arena, diciendo cuatro de la tarde. Aprendí el coraje que hay en el despojo y el placer insano de pulir un texto hasta dejarlo en las astillas. Y si no me alegra que haya muerto, sí me alegra no haberla llamado por teléfono, no haber intentando más preguntas. Porque eso también lo aprendí de Idea Vilariño: que hay que saber cuándo callar. Que a veces el silencio es nuestra mejor y nuestra única respuesta.
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Algunas transmigraciones de este y otros escritores al narrador, al cronista y a los personajes de Cristián Huneeus Carlos Labbé
Otra vez no hay que olvidar que la literatura y esto que digo pasarán. Vivimos en un planeta hecho de fuego, agua, aire, tierra; el papel de los libros que publica un escritor se quema con el fuego, se moja con el agua, se vuela con el viento y se ensucia con la tierra. Contra eso fijémonos en la escritura, contra una disyuntiva falsa por la que cualquiera deja de fijarse en la palabra escrita de lo que hablamos cada día cuando la ocasión es íntima, ridícula, rutinaria, para llamar a alguien escritor porque ha vivido un montón de peripecias inusuales que merecen ser escuchadas en forma de relatos, o bien porque ese alguien es un atento lector de los hechos y los textos de nuestro tiempo. De manera que escritor o escritora serían sujetos dignos de atención, en cierto modo admirables no porque ejerzan la habilidad inusual de escribir –a diferencia de los escribas egipcios, los copistas romanos o los amanuenses de los monasterios medievales no estamos solos en nuestro escritorio– sino porque dirigirían nuestra atención hacia asuntos que sólo ellos han hallado en su lectura, en su escritura, en sus conversaciones, dentro de sí mismos. Pero yo también soy un escritor. Y quiero dirigir mi atención a la imposibilidad de ejercer esta pericia indicativa como escritores cuando se nos pide que nos pronunciemos, por ejemplo, sobre cuál es la mejor librería en Bogotá, cuán importante es el último aparato electrónico para el negocio editorial y qué tiene de bueno la última película premiada en San Sebastián, porque hemos dejado que se confunda el ejercicio de escribir con
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el del resumen, la antología, la enciclopedia. La recepción masiva de una novela extensa como 2666 –por poner un ejemplo a gusto del periodismo hispanoparlante internacional–, la póstuma de Roberto Bolaño, como un documento que denuncia el orden criminal que el narcotráfico machista ha instaurado en los territorios fronterizos entre México y los Estados Unidos, olvida torpemente que, entre otros recursos de su escritura compleja, el autor chileno-mexicano-español se inventa una ciudad fronteriza que llama Santa Teresa, trasunto en parte de la historiada Ciudad Juárez mexicana, pero también de la Atlántida de Platón, la Utopía de Thomas Morus o la Santa María de Juan Carlos Onetti. En este escenario empíricamente inubicable se encuentran personajes de distintas proveniencias, entre los que destacan aquellos que no parecieran pertenecer a otro espacio que el introspectivo de una subjetividad fragmentada por lo menos en cuatro personajes heterónimos –Archimboldi, Amalfitano, Lalo Cura y Belano– que acuden a batallar contra la muerte en la ciudad imaginaria justo cuando el propio Bolaño dejaba la vida entre nosotros. El escritor y el informante cultural finalmente se enfrentan sobre la página cuando la escritura suya se opone al tiempo, lucha contra su propio tiempo que es ahora mismo el pasatiempo. Borges, Huneeus, Emar: lectores de sí mismos Una época que busca encender, entre todos los fuegos, el fuego de la adolescencia cuando privilegia la lectura de quien cree carecer de padres porque imagina ídolos heroicos, gallos de pelea individualistas, melancólicos y violentos –personajes que se le atribuyen a Cortázar, Genet, Salinger o Kerouac– quiere que la novela de Bolaño sea resultado del exceso de tequila y de la heroína, en vez de la meditada renovación de los hallazgos escriturarios de Jorge Luis Borges. Y a pesar de que el estereotipo masivo inmoviliza a Borges en la forma de un viejito ciego que permanece sentado en el mesón de una biblioteca inmensa, en sus prosas de las décadas de 1930 y 1940 está vivo el escritor que, de tanto imaginar que su propio nombre está inscrito en la tradición que lo guarece del agua, del fuego, del 96
viento y de la tierra, de tanto escribir su lectura en la escritura de otros quiebra ruidosamente –con el sonido apenas del pasar de las hojas– su solitaria torre de cristal, y logra exponerse a la inclemencia del tiempo para sobrevivir. Esa torre de cristal, añosa como un poema modernista y tan parecida a la pantalla donde escribo esto, había construido sus paredes invisibles en torno al individuo, ciudadano y consumidor creado por la modernidad al momento que el romanticismo, con su idea de nación y república, invistió a quien escribía de genio, del calificativo de vate y de la función de artista que le habla a una comunidad enorme que se hace imposible distinguir a través de los vidrios empañados, luminosos, espejeantes. Guerras y colonizaciones y propaganda y miseria y hambre y egoísmo ocurren cada siglo, porque en todo momento los seres humanos mueren, escribe Borges mientras lee el Talmud, la Cábala, a Swedenborg, a Ramón Llull y a Walter Benjamin, de manera que la historia que se le exige bien contar al escritor se hace parte de un relato enorme, tan simultáneo como ubicuo. El escritor debe enfrentarse solo a eso que lo excede. Cuenta nada más que con su propio cuerpo, con la capacidad de lectura de sus sentidos, y si el incendio, la inundación, la tormenta, el terremoto arrasaron con todos los libros uno mismo siempre va a ser texto inagotable por la posibilidad de vivir experiencias siempre nuevas y contrastarlas en los estantes de la memoria. Frente a la ruina, en su soledad, el escritor imagina la complejidad de su introspección como un espacio múltiple, vasto, íntegro, tal vez habitable por otros. Durante la primera mitad de la década de 1980, Cristián Huneeus observó esto en su lectura de Juan Emar, quien, por los mismos años en que Borges se desplegaba a sí mismo en su cuento «El sur», dilataba el punto final de las cinco mil páginas de su novela Umbral: Los personajes no aparecen como los seres supuestamente acosados que transitan por la calle, sino como entes en proceso de gestación: la tentativa de Juan Emar es la de contar cómo los inventa y cómo inventa para ellos el mundo en que se mueven: Umbral se pone –precisamente– en el umbral de la invención.
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«Busquemos un personaje», empieza el narrador en el capítulo 2. Y luego de haberlo encontrado, declara: «Para conservar mi desprendimiento, mi libertad, el personaje se quebró en dos: cedí a otro el primer rol que me había asignado de recogedor de experiencias. Cedí mi propio rol de Lorenzo [Angol, el protagonista]. Lorenzo necesitó entonces a quién hacer vivir: otro personaje se impuso. Bien. Se llama Rosendo Paine. («Situación de Umbral», Hoy, Nº 14, semana del 31 de agosto al 6 de septiembre de 1977.) Huneeus y la transmigración literaria Quizá porque se trata de un proceso demasiado cotidiano para nosotros, hemos olvidado que, así como en nuestra piel se marca cualquier exposición al calor, a la humedad, a la brisa o al polvo, la lectura del libro de otro deja una huella de subjetividad en nuestra lectura. Escritor es quien escribe para evitar que el paso de otros ante nuestro cuerpo no tenga consecuencias, pero también quien anota que con cada lectura –como con cada experiencia– nos volvemos otros. Al tiempo que escribía, el mismo Huneeus fue agricultor, crítico literario, amante de los caballos, historiador sociológico, adolescente fiestero, cronista, militar, profesor experto en Henry James y Lezama Lima, Director del Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, conductor de radio, etólogo y pornógrafo; mientras durante 1977 leía y anotaba al margen de Umbral que un escritor llamado Álvaro Pilo Yáñez retoma su seudónimo Juan Emar para convertirse en el narrador Lorenzo Angol y así transformarse en sus protagonistas Rosendo Paine y Onofre Borneo, decidió firmar con su nombre las dedicatorias y uno de los prólogos a sus propias novelas El rincón de los niños (1980), El verano del ganadero (1983) y Una escalera contra la pared (1984), en las cuales se imagina como un cronista anónimo que investiga a un escritor disoluto llamado Gaspar Ruiz, cuya obra consta de textos biográficos y otros relatados en primera persona por otros personajes juveniles de nombre Juan Enrique, Hernán 98
y Feña, no obstante lo cual aparece la siguiente declaración en las páginas de su última novela: Al entrometerme en sus palabras ejerzo una función de justicia poética, en mí se encarna la némesis. No se olvide que en esta crónica tiendo a identificarme con Gaspar. En este momento soy Gaspar. Primera persona del singular, Gaspar speaking. Unos escalofríos del carajo me han venido y no es para menos. Apelando al estilo de mi biógrafo, diré que lo que ocurre es lo siguiente: pervive en mi recuerdo la permanente intromisión de mi padre en mis palabras. No quiero decir que esto se haya dado en la forma de una violación lingüística, ejercida en contra de mi voluntad. […] La parte oscura del asunto iba por otro lado: su voz, su poder, su presencia, su mera existencia, ejercían sobre mí una presión hipnótica y su lenguaje nutría el mío, haciéndole producir frutos que no me eran propios. (Una escalera contra la pared). Igualmente las palabras de Huneeus nutren las mías; como lector no me importa saber quién escribió qué, sino preguntarme cómo es posible que a través mío hable cualquier otra persona, incluso y sobre todo aquellas a quienes nunca he tratado en carne y hueso, es decir todos los escritores de los cuales he estado hablando aquí. No sé cómo era el tono de sus voces, cuánto se encorvaban al caminar y los olores que podía uno sentir en sus presencias. Sólo sé que ellos recogían las palabras ajenas igual que sus palabras resuenan vivas en las mías a pesar de que sus cuerpos están muertos. Justamente veinte años después de la muerte de Huneeus se publicó su póstuma Autobiografía por encargo, donde declara que «cuando miré lo escrito, tuve la curiosa impresión de que ese yo que ahí se diseña nunca fui enteramente yo. Lo puse de lado y empecé por quinta vez [mi autobiografía]. Ahora surgió un personaje tan distinto que se diría otro». Cuando las heredadas nociones de comunidad son desmentidas cotidianamente por la precaria experiencia social que viven en la ciudad –barrio,
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nación, género, etnia, cultura, oficio, mercado– Borges, Emar, Huneeus, Bolaño se fragmentan, nos fragmentamos en el espacio de nuestra escritura y asumimos innúmeras identidades heterogéneas que trascienden en la lectura de aquellos que nos leen, que nos incorporan y que, a su vez, se vuelven a fragmentar en lecturas escritas nuestras que conforman de manera recursiva otras comunidades subjetivas, metamorfoseantes, irrepetibles y fugazmente nuevas al infinito, sí; quién necesita permanencia cuando a cambio le ofrecen un instante de plenitud comunicativa. Tanto más difícil es formular esto cuanto lo que propongo es rechazar toda categoría de comunidad que esté prevista por los espacios modernos y, en cambio, remitirnos a un fenómeno arcaico, antiguo, aborigen acaso, donde el impulso metafísico abandona la idea ordenada y social de redención cristiana en virtud de un puro ejercicio de imaginación: ¿qué pasaría si la experiencia literaria en base a lecturas y fragmentaciones del sujeto que escribe fuera el cumplimiento de una transmigración, según entiende las tradiciones René Guénon cuando señala que la reencarnación es un retorno al mismo estado de existencia tras haber dejado el propio cuerpo por un lapso de tiempo[, y] la metempsicosis el traspaso de ciertas facultades psíquicas de un cuerpo a otro, que se disocian y pueden pasar entonces de unos a otros seres vivos, como seres humanos o animales, pero también a plantas, minerales y paisajes completos. [En cambio] la transmigración es el paso de determinado sujeto a otros estados de existencia, que están definidos por condiciones enteramente diferentes de aquellas a las cuales está sometida la individualidad humana; quien dice transmigración dice esencialmente cambio de estado. (René Guénon, El error espiritista, París, 1923). Desde mi punto de vista, el escritor contemporáneo ha cambiado de estado. El escritor contemporáneo ya no sería moderno, aun cuando en la epifanía de su oficio vuelve a ser sujeto de una tradición histórica que pasa
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oscuramente por la modernidad. Si aceptamos la escritura literaria como transmigración pasajera de quien la experimenta, dejamos de remedar la ruina de Occidente y nos hacemos parte de una tradición que va desde la India del Mahabarata a las escuelas griegas de pensamiento presocrático de los órficos y los pitagóricos, pasando por el budismo y el hinduismo más recientes, los círculos esotéricos de principios del siglo XX, la narrativa de Edgar Allan Poe, Lev Tolstoi, James Joyce, Marcel Proust, Samuel Beckett, Virginia Woolf, pero también –«como sea, había que ir atrás y adentro», declara Huneeus en su incapacidad de dar con la forma final de su Autobiografía por encargo–, el saber de las machis mapuche, los xones selknam, los payé guaraníes, los yatiris aymaras que están aquí, sin que digamos nada en nuestra escritura americana demasiado castiza, confundidos con nuestro aire, nuestra agua, nuestro fuego y nuestra tierra. Borges, Emar y Bolaño lo intuyeron. La transmigración literaria nos lleva de vuelta a este cuerpo de cada uno, nos abre la yema de los dedos con las esquirlas de esa torre quebrada en la modernidad porque nos aparta del camino circular platónico, de la abstracción de la idea de la idea. Huneeus decidió escribir una novela pornográfica, El verano del ganadero, donde prueba transmigrar en varios personajes que recorren cordilleras, campos, pastizales hasta dar con sus amantes como una manera de exponer que un encuentro de seres humanos excede el lenguaje verbal y a la postre nos lleva de vuelta a quienes alguna vez fuimos: ánimas, animales. «Evidentemente, Gaspar pretende referirse a Gaspar Ruiz», reflexiona Huneeus en referencia a que el narrador de su novela escribió un cuento protagonizado por un personaje homónimo, porque hay algo en su reciente experiencia erótica que le permite servirse de su propio nombre, que lo impulsa a servirse de su propio nombre como cifra disponible para revelar la situación de un personaje puesto en una realidad que siente que comprende y controla, sobre la que traza infatigablemente mapas donde lo imaginario y lo real se confunden e integran, por cuya geografía inventan
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rutas que lo desplazan de espaldas y a la vez de frente a la insatisfactoria y maravillosa realidad primera. Cuál es la «insatisfactoria y maravillosa realidad primera», no renuncio a que otros escriban esa pregunta en palabras incomprensibles. La experiencia erótica primaria que llamamos de manera incompleta «amor», el cuerpo de uno en otro: un escritor que transmigra en su personaje, un personaje que transmigra en un lector, un amante en otro, un niño en su madre, el fuego en la tierra, la tierra en el agua, el agua en el viento del paisaje que había antes. Cristián Huneeus, como Roberto Bolaño, como José Donoso, como Manuel Rojas, se disolvió en el proyecto narrativo proliferante que había propuesto Juan Emar, quien a su vez fue el lector más generoso del movimiento creacionista de su amigo Vicente Huidobro, lo salvó de la megalomanía de su autor y lo sembró para que tomara cuerpo –en una muestra más de que la transmigración nada tiene que ver con el tiempo de los relojes ni con el espacio de los mapas– en una lectura futura, y ojalá escrita por mí, del neobarroco de Héctor Libertella, de Diamela Eltit, de Cronwell Jara y de otros libros que estamos por escribir, por editar, por leer.
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El lugar del arte en la cultura del narco: trabajos del reino, de Yuri Herrera Edmundo Paz Soldán
La literatura del norte de México es una de las más vitales de este momento. La sensación de que se está viviendo allá una crisis política y social de magnitudes catastróficas, con una violencia fuera de control e instituciones que son más parte del problema que de la solución, y sin que se avizore una salida fácil o inmediata, ha producido un vital estallido creativo. No me refiero sólo a los escritores mexicanos, pues el chileno Roberto Bolaño ha explorado este paisaje en sus dos novelas más ambiciosas –Los detectives salvajes y 2666. No sorprende que muchas de las novelas, cuentos y poemas relacionados con esta región tengan que ver con un intento de narrar la violencia y describir los contornos de la cultura del narcotráfico. Otros países latinoamericanos, confrontados con una violencia similar, han dado origen a subgéneros relacionados con el tema; pienso en el auge del narcotráfico y de la figura del sicario en Colombia, que tuvo como correlato la literatura del sicariato –o “sicaresca”, como la llama Héctor Abad Faciolince–. Este literatura produjo obras maestras como La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo; también produjo un debate acerca de la pertinencia o no de narrar esta violencia. Algunos críticos dijeron, por ejemplo, que La virgen de los sicarios estetizaba el cuerpo masculino del sicario, lo hacía atractivo, lo convertía en un objeto del deseo; otros escritores, entre ellos el mismo Héctor Abad –autor de El olvido que seremos, unas memorias sobre su padre, muerto en Medellín cuando intentaba articular un movimiento
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pacífico contra la violencia–, se negaron a formar parte de este género porque decían que terminaba glamorizando la violencia que presentaba. Esta polémica todavía no ha llegado a esta literatura en México, pero no sorprenderá si lo hace. Una de las novelas más interesantes de este subgénero es Trabajos del reino, la primera de Yuri Herrera. Herrera, nacido en 1970 en Actopán, México, acaba de terminar un doctorado de literatura en la universidad de Berkeley y es editor de la revista literaria el perro. El año pasado publicó su segunda novela, Señales que precederán al fin del mundo, que trabaja simbólicamente el tema de la frontera entre Estados Unidos y México. A Herrera le interesa mostrar en Trabajos del reino la relación que existe entre el arte y la violencia. Este tema aparece en algunas obras contemporáneas, por ejemplo Nocturno de Chile y Estrella distante, de Roberto Bolaño. En Nocturno de Chile, hay una visión del crítico como un cortesano del poder autoritario, y de la literatura como una vocación artística que procura mantenerse alejada de la barbarie pero que es más bien cómplice de esa barbarie. En Trabajos del reino, el subtexto de la obra de Bolaño funciona como un eco lejano, una resonancia que permite un acercamiento, una entrada a la obra del mexicano, pero Herrera lleva su novela en otra dirección. La novela de Bolaño tiene una evidente conexión con las “novelas del dictador” tan centrales en el corpus de la literatura latinoamericana. Pinochet es un personaje, y la relación de Ibacache, el crítico narrador en su lecho de agonizante, con el dictador, es un elemento central de Nocturno de Chile; sin embargo, más que novela del dictador, habría que decir que ésta es una novela del poder. Bolaño está fascinado por la forma en que funciona el poder, por las relaciones asimétricas que se forman a través de su circulación, por la incapacidad de la crítica de mantenerse independiente y ejercer un verdadero espíritu de contradicción. En esta obra, el intelectual funciona como un cortesano del poder, alguien tan deslumbrado por los mecanismos de control que termina plegándose a éstos. Si se puede decir que el intelectual latinoamericano ha tendido a autolegitimarse como con-
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ciencia moral de su sociedad, voz de los sin voz en la formulación nerudiana en “Alturas de Macchu Picchu”, la novela de Bolaño muestra más bien el antimodelo perverso, la forma en que el intelectual se convierte en cómplice de ese poder que dice denostar. En la novela de Herrera, estamos lejos del poder estatal. Aquí no hay presidentes ni ministros; apenas, como una pálida representación de la ley, uno que otro policía corrupto que aparece tan rápidamente como desaparece. Más que de un Estado fallido, se trata de un Estado ausente. Pero esa ausencia del poder central ya dice mucho en Trabajos del reino, porque lo que se instala a cambio es el poder local del narcotrático. El Rey es quien hace y deshace, y la corte de aúlicos se forma en torno a él. La presencia de este Señor justifica la existencia de los demás: “En algún lugar estaba definido el respeto que el hombre y los suyos le inspiraban, la súbita sensación de importancia por encontrarse tan cerca de él” (9). Casi todas estas novelas relacionadas con el narcotráfico tienen como personaje a este Señor que concentra el poder y que es capaz de dar tanto como quitar vida. Cuando, en Tiempo de alacranes, de Bernardo Fernandez, el Señor sale de un restaurante con su guardaespaldas, “deja[] a su paso una estela de viento helado que… [huele] a muerte” (95). La representación del Señor narco suele ser excesiva: en Tiempo de alacranes, éste se deleita con las fotografías de violencia y muerte de los tabloides mexicanos –“un hombre decapitado posaba desnudo sobre una banca… La cabeza de ese mismo sujeto, la tapa de los sesos arrancada para la autopsia, había sido rellenada con peras y manzanas para hacer de frutero” (76)–, las considera poesía, verdadero arte moderno (detrás de sus palabras se encuentra el Wieder de Estrella distante, la novela de Bolaño que trabaja la relación entre estética y violencia). Sería interesante leer estas novelas como parte del subgénero de las novelas del dictador, pues son muchas las coincidencias entre unas y otras; quizás incluso habría que tomarlas como parte de un mismo subgénero, el de las “novelas del poder”. Ello permitiría establecer mecanismos para entender cómo funciona el poder en América Latina, y ayudaría a descen-
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tralizar una visión anclada en sobremanera en lo estatal. En estas novelas mexicanas no hay Estado, pero eso no significa que no haya poder; es más, a veces parecería que hay más poder que en las “novelas del dictador”. El dictador de El otoño del patriarca, la novela de García Márquez, en ningún momento es motivo para justificar la existencia de sus subordinados de la manera en que ocurre en Trabajos del reino. En Trabajos del reino, el personaje principal, Lobo, es un cantor de corridos cuyo camino se cruza con el Rey, un poderoso jefe (narco). A lo largo de la novela, Lobo es conocido como el Artista, y otros personajes son llamados el Periodista y el Heredero, insistiendo así en las claras intenciones simbólicas de Herrera. Cuando es todavía un adolescente, los padres del Artista cruzan la línea, y él se queda en México a ganarse la vida con un acordeón. En su vida de cantinas, llegará algún rato a encontrarse con el Rey; ese encuentro marcará un antes y un después en su vida, pues comprende intuitivamente que “este día era el más importante que le había tocado vivir. Jamás antes había estado próximo a uno de los que hacían cuadrar la vida” (10). El Artista se suma a la Corte del Rey, y se va a vivir a su mansión, un espacio regido por sus leyes propias y que crece a espaldas de la ciudad verdadera y del mismo país, y que en cierta forma termina abrumándolos con su riqueza y esplendor: “el Palacio reventaba un confín del desierto en una soberbia de murallas, rejas y jardines vastísimos. Una ciudad con lustre en la margen de la ciudad, que sólo parecía repetir calle a calle su desdicha. Aquí la gente que entraba y salía echaba los hombros hacia atrás con el empaque de pertenecer a un dominio próspero” (20). En Trabajos del reino hay una reflexión aguda sobre el lugar del arte en una sociedad capitalista regida por valores corruptos. Vivir de cortesano en torno al Rey tiene sus costos: el Artista, para comenzar, debe componer pensando en ese mundo en el que vive. Se trata de un arte de gesta, a la usanza medieval: los corridos cantan las hazañas de los moradores del lugar. En ese canto, el Artista no debe olvidar nunca la jerarquía de esos moradores: se puede dedicar un corrido a uno u a otro, pero siempre se debe privilegiar el lugar central del Señor. El arte no es independiente,
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autónomo; quizás nunca lo es del todo, pero en esta novela se explicita el intercambio de la creación de una obra por el mecenazgo, la tranquilidad económica. Después de reconocer su talento, el Rey le dice al Artista: “…[E]scriba, péguese aquí con los buenos y le va a ir bien” (26). Después aparece el gerente, que hace clara la transacción: “No le pides dinero al Señor, me lo pides a mí. Mañana te llevo con uno que graba, a él le vas a pasando lo que escribas” (26). El Artista no cree estar haciendo nada incorrecto. Por un lado, su justificación artística tiene que ver con el hecho de que está componiendo corridos que salen del pueblo, que son parte de la cultura popular. Por otro, sabe que, al estar del lado del Rey, está transgrediendo las normas de la corrección social; el lado peligroso de su arte le da a su vocación un toque disidente, de hombre enfrentado a los valores de la cultura burguesa (“Que se asusten, que se asombren los decentes, sobájelos”, cree que le dice el Rey; “Si no, ¿pa qué es artista?” [67]). Aunque no está dicho en ningún momento, lo que él está componiendo son narcocorridos –corridos en los que se encuentra “una fuerte presencia de la narcocultura” (Valenzuela) en la vida cotidiana, y en la que, como dice el crítico Elijah Wald, los Robin Hoods de “esta medieval ballad style… now arm themselves with automatic weapons and fly shipments of cocaine in 747s” (2). Ya sabemos de la historia de prohibiciones de este género musical: a mediados de los noventa, varios estados de México se negaron a pasar corridos de este tipo por considerar que glamorizaban a la violencia y a hombres que estaban al margen de la ley. En la novela de Herrera, se menciona que “los loros de la radio decían que no, que sus letras eran léperas, que sus héroes eran malos” o “sí, pero no: que los versos les gustaban, pero ya había orden de callar el tema” (62). Lo que está en juego en Trabajos del reino es la función misma del arte. Para presentar distintas opciones, Yuri Herrera ha creado al Periodista, otro miembro de la corte del Rey, presentado como “el que le cuida el nombre al Rey” (36). Herrera contrasta la labor del Artista con la del Periodista. Mientras el Artista hace vanagloria de su trabajo en la corte, el
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Periodista trata de pasar desapercibido, pues parte de la legitimidad de sus textos deriva de su presunción de imparcialidad con relación al Rey. De ahí, el Artista concluye: “Para entretener a los necios con mentiras limpias el Periodista tenía que hacerlas parecer verdades. Las noticias verdaderas eran cosa de él, materia de corrido…” (37). El Artista está parafraseando a Los Tigres del Norte –el grupo de música más asociado con la popularización del narcocorrido–, que, en su álbum Jefe de Jefes, dicen: “Me gustan los corridos porque muestran los hechos verdaderos de nuestra gente… También me gustan porque lo que cantan es la pura verdad”. En la formulación de Herrera, aparece el tópico vargasllosiano de “la verdad de las mentiras”. La ficción, el arte, son capaces de decirnos cosas verdaderas sobre la condición humana a través de métodos alejados de aquellos que propugnan el periodismo tradicional y el discurso histórico (“decir las cosas tal como son”, en la formulación historicista que nos legó el XIX). El arte y el periodismo tienen funciones diferentes, pero el del arte es un discurso privilegiado, superior al del periodismo porque se ocupa de lo verdadero, mientras que el periodismo sólo aparenta preocuparse de lo verdadero. El mismo Periodista corrobora esta afirmación del Artista, criticando la función cortesana de éste: honrar al Señor, dice, “está bien para nosotros… pero usted es otra cosa, no digo que no lo quiera, pero lo suyo es arte, compa, usted no tiene por qué atorarse con pura palabra sobre el Señor” (95). El Periodista también sugiere otra diferencia entre lo suyo y lo que hace el Artista: es la que existe entre la pasión y la obligación. El arte se asocia a la pasión, a lo que no es útil. Se trata de asociaciones algo contradictorias en una novela en la que el arte, más bien, parecería estar relacionado con lo útil, a un trabajo que se hace y por el cual el Artista recibe un pago, sublimado pero pago al fin. Resulta significativo contrastar la novela de Herrera con un texto de Rubén Darío, “El Rey burgués” (1888). En este cuento, el escritor nicaragüense reflexiona también sobre la conexión entre el arte y su función social. Se trata de otro momento histórico, en el que el poeta ha perdido
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su lugar privilegiado en la sociedad y, desplazado por los valores mercantilistas, de profesionalización del arte, busca desesperadamente un “sentido social privilegiado” (Aching 152). En la corte del Rey burgués, mecenas aficionado a las artes, muy dispuesto a “favorec[er] con largueza” a sus músicos y pintores, el poeta se queja de que, en la naciente sociedad moderna, su rol de profeta visionario –“viene el tiempo de las grandes revoluciones”– es puesto en entredicho, y son capaces de cuestionar su labor “el zapatero” y “el señor profesor de farmacia”. El poeta de Darío rompe una lanza por una visión romántica del arte que está siendo desplazada por los valores del mercado: “Los ritmos se prostituyen, se cantan los lunares de las mujeres, y se fabrican jarabes poéticos… Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol, ni en los cuadros lamidos, ni en el excelente señor Ohnet. ¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla en burgués, ni pone los puntos en todas las íes”. De nada sirve la queja. Lo que le ofrece el Rey al poeta es ingresar al nuevo sistema, ofrecerle una transacción comercial a cambio de su arte: “Pieza de música por pedazo de pan”. Ni siquiera eso sirve de algo: mientras en el Palacio continúa la fiesta, y se celebra incluso a los académicos –“se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica”– el poeta “hambriento” termina olvidado en el jardín del rey burgués, y le llega la muerte mientras él sigue soñando en la sociedad venidera que cantan sus versos. Ha pasado más de un siglo entre la obra de Darío y la de Herrera. El Artista de Trabajos del Reino, al igual que el de “El rey burgués”, sigue buscando su lugar en la corte. Lo que ha cambiado es el grado de conciencia que tiene el artista de pertenecer a la sociedad capitalista; el poeta de Darío se acerca a la corte y busca pertenecer a ella entre quejas acerca de una función privilegiada perdida; aunque no lo dice directamente, sus ataques a los valores burgueses son también ataques al Rey que debería darle un trabajo, pues éste encarna esos valores triunfales. A diferencia del poeta dariano, el Artista de Herrera acepta que ya no tiene ninguna función social privilegiada y, más bien, se legitima a sí
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mismo cuando se acerca al centro de irradiación del poder. Entre Darío y Herrera media la historia del siglo XX, la historia del intelectual latinoamericano que, fascinado por el poder, se dejó seducir por él y perdió cierta capacidad de discurso crítico (desde esta perspectiva hay que leer el rol de los intelectuales en las novelas del dictador, las críticas de Bolaño al intelectual cortesano en Nocturno de Chile). Lo que no cambia de Darío a Herrera es una visión romántica del arte, que toma diferentes posiciones en ambos textos. En Darío, esa visión romántica está ubicada en un pasado que está siendo dejado atrás, pero que el poeta todavía es capaz de defender; en Herrera, esa visión está en los otros miembros de la corte, que son capaces de ver al Artista como un ser privilegiado: él tiene la “pasión” que ellos no tienen, él puede sustraerse a la lógica utilitaria que permea las decisiones de los otros. Así, en la corte burguesa de Darío, el arte que se defiende o es pasado o se halla en la periferia de la nueva sociedad; en la corte narco de Herrera, el arte que se defiende ha perdido su poder visionario, pero no su capacidad transgresora. El mensaje es mucho más confuso; el Artista tiene la “pasión”, lo cual podría permitirle crear libre de las injerencias del Señor narco, pero él sabe mejor que nadie que para que su “pasión” tenga sentido necesita de la aprobación de ese Señor, de ese nuevo Rey burgués que, a diferencia del de Darío, no necesita del Estado para imponer su norma.
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Sebastián Antezana (La Paz - Bolivia, 1982) Publicó La toma del manuscrito (Alfaguara, 2008), ganador del Premio Nacional de Novela 2007. Es editor del suplemento cultural Fondo negro, del periódico La Prensa (La Paz). Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra - Bolivia, 1979) Publicó Los daños (2006), Hoteles (2007) y Diario (2009), por el que recibió el Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz. La editorial Periférica sacará en España a principios de 2011 simultáneamente los libros Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, una selección revisada y corregida de cuentos de sus dos primeros libros y la novela breve Hoteles. En 2010, su novela Western obtuvo el Premio Nacional de Literatura de la Municipaldad de Santa Cruz, que será publicado a principios de 2011. Relatos suyos han aparecido en antologías y revistas hispanoamericanas. Liliana Colanzi (Santa Cruz de la Sierra - Bolivia, 1981) Estudió comunicación social en la universidad UPSA (Bolivia) y realizó una maestría en la universidad inglesa de Cambridge. Fue periodista de El Deber, El Nuevo Día y Número Uno. Sus relatos se incluyeron en varias antologías de cuento boliviano y en revistas hispanoamericanas. Escribe para la revista Americas Quarterly y fue coeditora de Conductas erráticas, primera antología boliviana de no-ficción (Aguilar, 2009). Editorial El Cuervo publicó Vacaciones permanentes, su primer libro de cuentos (2010). Actualmente cursa un doctorado en literatura comparada en la Universidad de Cornell (Estados Unidos). Leila Guerriero (Buenos Aires - Argentina, 1967) Es una de las cronistas más importantes de Latinoamérica. Publicó artículos en diversas revistas y medios de hispanoamérica como So Ho, El País, Paula y Letras Libres. Tiene dos libros publicados: Los suicidas del fin del mundo (2005) y Frutos extraños (2009), que reúne una selección de sus
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crónicas. Ganó el prestigioso premio de la Fundación Nuevo Periodismo (FNIP), que dirige Gabriel García Márquez. Rodrigo Hasbún (Cochabamba - Bolivia, 1981) Publicó el libro de cuentos Cinco y la novela El lugar del cuerpo. Le concedieron en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra y fue seleccionado para participar del evento Bogotá 39. Textos suyos han sido incluidos en diversas antologías de literatura latinoamericana, entre ellas la presentada por Zoetrope:All-Story. El 2008 le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana. Carlos Labbé (Santiago - Chile, 1977) Se licenció en Letras, mención Literatura y Lingüística Hispánica con una tesina sobre Juan Carlos Onetti. Más tarde alcanzó el título de Magister en Letras, mención Literatura con una tesis sobre Roberto Bolaño. Músico pop, guionista de cine y televisión, crítico literario, antólogo, editor y profesor de universidad, ha publicado la novela Libro de plumas (2004), Navidad y matanza (2007), Locuela (2009) y Carácteres blancos (2011). La revista Granta lo seleccionó como uno de los mejores escritores latinoamericanos menores de 35 años. Edmundo Paz Soldán (Cochabamba - Bolivia, 1967) Estudió relaciones internacionales en universidades de Argentina y EE.UU., donde llegó como jugador de fútbol. En 1997 se doctoró en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Berkeley, y desde ese mismo año es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell. Es autor de ocho novelas, entre ellas Río fugitivo (1998), El delirio de Turing (2003), Palacio Quemado (2006) y Los vivos y los muertos (2009); y de los libros de cuentos Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1998). Ha coeditado los libros Se habla español (2000) y Bolaño salvaje (2008). Sus obras han sido tradu-
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cidas a ocho idiomas, y ha sido uno de los galardonados del premio de cuento Juan Rulfo (1997). Ha recibido el premio Nacional de Novela en Bolivia (2002), y la beca de la fundación Guggenheim (2006). La revista Foreign Policy lo ha escogido entre los 50 intelectuales más influyentes de Iberoamérica (2008). Mónica Ríos (Santiago - Chile, 1978) Estudió Letras en la Universidad Católica de Chile y es Magíster en Literatura por la Universidad de Chile. Ha publicado los ensayos La escritura del presente (Ediciones UDP, 2008), sobre el cruce de la literatua con el guión de cine, y El cine de mujeres en postdictadura (Ediciones del CNCA, 2010), en coautoría. Escribe regularmente notas de crítica literaria para Sobrelibros.cl, ha publicado cuentos en la compilación Lenguas (dieciocho jóvenes cuentistas chilenos) (JC Sáez Editor, 2006) y en revistas, además de una obra de teatro. Durante 2005 llevó a cabo la investigación Archivodramaturgia.cl, y desde 2008 ha trabajado en el sitio web patrimonial Memoria Chilena. En 2010 codirigió, junto a Simone Pavin, La burbuja, largometraje con guión de su autoría. Practica la docencia universitaria sobre el guión de animación, de televisión y de cine. Es fundadora y editora, junto a Carlos Labbé, de la casa editorial Sangría, creada en 2008. Emma Villazón (Santa Cruz de la Sierra - Bolivia, 1983) Escritora e investigadora en lingüística. Ha publicado Fábulas de una caída, en 2007, poemario ganador del Premio Nacional de Poesía Petrobras, editado por la Cámara Departamental del Libro de Santa Cruz. En 2008 fue seleccionada en la antología Escritoras bolivianas de hoy, a cargo de Mara Lucy García. En el área de lingüística ha publicado Una aproximación a la gramática de la lengua mojeño-trinitaria. Su obra figura en Nuevo panorama de la poesía boliviana. Cambio climático, publicación dirigida por el Espacio Patiño de La Paz y los poetas Jessica Freudhental, Juan Carlos Ramiro Quiroga y Benjamín Chávez. Ha publicado cuentos y poemas en revistas locales e internacionales.
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