Fantasiofrenia II, Antología del cuento dañado

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Hoja blanca

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Fantasiofrenia II AntologĂ­a del cuento daĂąado

Compilado por Fernando Reyes

Ediciones Libera 3


Fantasiofrenia II Antología del cuento dañado

Primera edición, 2007.

© Los autores © Fernando Reyes © Ediciones Libera ferreyes2004@yahoo.com.mx ISBN: 978-970-95667-0-3 Ilustraciones: Daniel Ouellette Diseño editorial: Laure Magnon

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A MANERA DE INTROITO Contexto dañado El presidente saxofonista, vicioso del sexo oral, le dejó el lugar a otro vicioso que continuó la guerra que inició su padre por causa del oro negro. Los del otro lado estrellan aviones en los rascacielos donde miles alimentan al becerro. A un gobernante lo mandan a la horca y un policía graba en su celular las convulsiones y la lengua de fuera. Hay presidentes genocidas que son exonerados porque trabajaron bien para palacio. Dios bendiga a los ancianos. A otro mandatario lo quieren envenenar y le dejan el rostro deforme. Gusanos hay dentro del alma. Explotan los vagones del metro, niños-bomba miran los anuncios de McDonalds, y los infantes con lombrices en la panza bailan para un promocional. El de los ojos rasgados dispara a diestra y siniestra en contra de sus compañeritos de clase. Moderno Roquetin que se regodea en una náusea que no es sino el vómito de la muerte disfrazada de adolescente bulímica. El presidente que se burla de las letras le dejó el lugar a otro presidente que se burla de los que marchan con senos y nalgas al aire enfrente de las bellas artes. La cultura cuesta diez y ocho pesos y la educación dos kilos de tortilla. Lo más caro son los libros de texto gratuitos. Llevan los niños a cuestas la historia oficial de su país. Les manosean la inocencia y les esculcan las mochilas para encontrar una tonelada de cocaína y 205 millones de esperanzas perdidas. Dejad que los niños se acerquen a mí, dice el gobernador que negocia pederastias por dos botellas de coñac. A confesarse, chamacos, digan sus pecados, den su limosna ahora que la salvación del alma está al dos por uno.

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Temática dañada Hay quienes dicen que los molinos de viento son gigantes y que las putas son doncellas. Fantasiofrenia pura. A un príncipe danés le dio por hablar sólo y, en nombre de la venganza, hizo una carnicería humana. Hay quienes venden su alma por mantener o recuperar la rigidez penial. A otros los mata la culpa tan sólo por haberle partido la cabeza a una ancianita. A unos más los enloquece el aliento de una ninfuela endiabladamente encantadora. Más cercanamente, en este libro por ejemplo, la temática dañada se solaza en todas sus vertientes, desde niñas violadas, esquizoides y nonatas, hasta ninfómanas, megalómanas y mitómanas. En esta antología pasean como en pasarela teiboleras, modernas suripantas y otras aves nocturnas que dignifican el ramo. Los hombres arrastran sus instintos por estas mujeres galantes, ofrendando sus billetes, sus versos, sus fantasías o sus promesas. Hombres necios, violentos desalmados, tan viejos como tercos, que usan el deseo como el fetiche más barato del mercado, esclavos de los caprichos de la mujer amada, que lo mismo pide retener una micción, lograr una erección permanente, o tragar y engordar hasta el asco, porque se le da la gana, como aquel francés que mató sólo porque tenía calor. Extraños motivos tiene el ser humano y como tlaconetes con sal se retuercen las mentes. La galería de historias dañadas continúa: obsesos del taconeo, encueratrices en funerales, automutilaciones para calmar los nervios, cuerpos cercenados, misántropos que detestan la era del consumismo, multihomicidas que se aburren por la monotonía de su vida, drogadictos paranoicos por la guerra, una auténtica fantasiofrénica que culpa a los bolcheviques, y otros sádicos refinados, exhibicionistas que interrumpen la lectura, extravagantes zoofílicos y necrófilos cardiacos. Compilación de exquisita dañadez.

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Autoría dañada Siempre han existido los malditos, los delincuentes que escriben versos, los que trafican marfil blanco, los que aman a una meretriz negra y fuman opio mientras trabajan la última metáfora. Hay los que experimentan todos los alucinógenos en el camino o practican tiro al blanco en la cabeza de su esposa. Otros viven los excesos de eros burlándose de tánatos, y se ponen a escribir desde todos los trópicos, como locos, como si fueran una máquina de follar. En esta compilación se reúnen escritores tan desquiciados como talentosos. Están los consagrados que se atrevieron a participar. ¿Acaso no saben la fortuna dañada que tuvo el primer volumen? Persecuciones, prohibiciones y críticas despiadadas no les impidió colaborar con sus perversiones reprimidas. Las jóvenes plumas, futuras promesas, no depararon que con esta publicación se puede terminar de tajo su carrera literaria. Con la primera Fantasiofrenia varios principiantes sufrieron un impacto tal que tuvieron que dejar las letras para transformarse en sus personajes y vivir sus propias historias esquizofrénicas, magnoególatras y paranoicas. Sin embargo, los escritores más dañados son los que, a pesar de todo, reincidieron y osaron mandar textos para esta nueva compilación. Eso sí es perverso. Al parecer, todo escritor trae consigo una vena fantasiofrénica, pues no puede reprimir el lado oscuro de su espíritu y tiene la manía de convertir en cuentos todas las perversiones suyas o ajenas. El amigo de un primo está dañado. Me contaron una historia bien dañada. Se sabe, empero, de las conductas poco honrosas de los aquí antologados. Hay voyeristas con inclinaciones de travesti. Otros escritores, lo han aceptado, escriben para frenar sus instintos homicidas. Hay quienes aman a sus alumnas o desean a sus abuelitas. Los enfermos por el sexo, por las bailarinas exóticas, por la ultraderecha, o por los telemercadeos. Aquí hay autores tan dañados que se dedican a la docencia, a la crítica e incluso a los negocios. 7


Receptiva dañada Estos cuentos son para que los lean niños de amplio criterio, personas de la cuarta edad, psicoanalistas retirados, meseras de cantina, y los que enseñan o estudian literatura. Se espera que Fantasiofrenia II sea leído y disfrutado por toda clase de lectores, sobre todo por los neófitos en cuestiones literarias. Así sucedió la primera vez, quienes no leían, leyeron, y por tal razón se materializó este nuevo proyecto. ¿Qué hay dentro del ser humano que goza tanto este tipo de lecturas? Claro que hay quienes dicen no interesarse por estos temas que exploran los laberintos de la mente y el alma. Por ejemplo, algún secretario de gobernación que prohíbe lecturas, un cardenal que encubre a sus condiscípulos paidófilos, o el presidente de alguna asociación contra el aborto, a quien le gusta coleccionar tangas. Los lectores jóvenes son nuestro blanco. Aquí se tira a matar. Aquí se cimbran los esquemas mentales y se destruyen las cuadraturas morales. Cuando las religiones en boga publicitan el bien, la televisión define paradigmas de conducta, los comerciales venden y estandarizan los nuevos valores, estos cuentos son una luz al final del túnel. Cuando el sueño de los adolescentes es salir a cuadro y las televisoras les ofrecen estudiar en sus academias, cuando una profesión no garantiza tener empleo, cuando la indiferencia total embarga sus corazones, estas bien construidas historias alimentarán su inteligencia, su actitud crítica y, por supuesto, no les harán ningún daño. Daño sería que los jóvenes dejen de leer, que no encuentren lecturas interesantes, que no se identifiquen con ellas. Daño sería que pierdan esta oportunidad.

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Responsabilidad Social Corporativa® Mauricio Absalón

Julieta sonríe corporativamente y me llama por mi nombre para entregarme el Ventti Caramel Macchiato Frappuccino® en la barra. Yo quería un café helado y hacerle la plática. Julieta trabaja en el Starbucks Cofee® Del Ford Corporative Center, en Santa Fe. Llega al mediodía en su Honda Civic 2007 gris perla, se cambia los Levi’s™ por el uniforme, y entrega los cofee-containers a los clientes toda la tarde. Sale de trabajar a las siete. Julieta es diestra tomando pedidos, operando la caja registradora y entregando los cafés; se mueve ágil detrás de la barra frente a la que están formados jóvenes ejecutivos en trajes Armani y estudiantes de universidad privada con jeans D. & G.™ rotos de fábrica. Mi mezclilla es Lee, rota de uso. Julieta me conoce; diario tomo diferentes bebidas, sólo las que ya aprendí a pronunciar gracias al «All Language Translator» de Texas Instruments. Ella anota mi nombre en el vaso sin tener que preguntármelo, se aprende los nombres de los clientes regulares. Un cliente constante es importante para la franquicia. Cinco letras; M A R I O, aparecen escritas con su hermosa caligrafía de plumón Esterbrook en mi vaso. YO me llamo Mauricio. Julieta, es de las inalcanzables. Trabaja por hobby, tiene American Express Gold, Ibero-carrera y Nalgas SportCity. Yo sólo tengo Ibero-beca. Aprendí a desear lo que no puedo tener. Julieta Se arregla el pelo negro Loreal. No se quitó el uniforme al salir de trabajar. Tiene el llavero Aries con las llaves del Civic en la mano. Atraviesa con convicción el estacionamiento (Ranver S.A.) hasta su auto. Es hermosa. El Civic sale del estacionamiento y los rines BBS destellan con los últimos rayos solares de la tarde. Se 9


detiene frente a la parada RTP concesionada que luce promos subversivos de «El Crayolas». Yo espero el camión aquí. Me ve y ofrece llevarme. Toma el camino en construcción por atrás de los corporativos en obra negra. Julieta en uniforme me gustó mucho. Siempre me han gustado los uniformes. Lástima que su camisa perdió unos botones y el pantalón esté manchado con el lodo de la construcción del edificio, donde dentro un mes, inaugurarán otro Starbucks Cofee®. Salí de ahí en el Civic –que no tiene una cajuela muy grande-, Julieta se quedó con el Ducttape™ y mi Swiss Army Knife.

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Ronald no pudo ver La Chrysler Voyager se detuvo en el auto-Mac. La mujer comenzó a ordenar. Siete niños brincaban y gritaban en el interior de la minivan. La bomba explotó. El dispositivo de radiocomunicación funcionó a la perfección. Compro todos mis componentes en Radio Shack, me encanta Radio Shack. Dentro del rango de los setenta metros –como dijo el vendedor- la señal originada por mi pulgar en un botón fue captada instantáneamente por el receptor. Una señal fuerte, clara, limpia. Dentro de una cajetilla de Marlboro los componentes electrónicos reaccionaron al microimpulso eléctrico. No hubo tic-tacs ni alarmas sonoras. Sólo la maravillosa luz blanca, la onda de choque y un pequeño incendio. El fertilizante y algo de azufre en mezcla homogénea, el carbón que parece tierra y una maceta de hierro forjado. Desde chico sé fabricar artefactos incendiarios y explosivos, todo está en internet. Tuve que utilizar una planta de mi jardín que realmente me agradaba, había que completar la escenografía. En los lugares administrativamente súper organizados puede aparecer una maceta junto al display del menú y nadie objetará la materialización, lo importante es que sea estéticamente correcta y la aceptarán. Vaya que mi planta era bella. Los cursos de alta gerencia le enseñan a la gente que todo lo que sucede en su empresa es normal, que nada se sale de control; los cursos y el ego de los gerentes. Las macetas de hierro forjado pueden aparecer durante la madrugada y mi maceta lucía bien junto a la escultura de Ronald MacDonald. Que alguien arroje una cajetilla vacía a una maceta no es nada raro tampoco. El encargado de limpieza recoge la basura en rondas de 45 minutos. Tenía que ser de Marlboro, una cajetilla de Camel sería muy sospechosa. Las de Marlboro, en cambio, es muy normal encontrarlas tiradas en cualquier lado, definitivamente es muy normal encontrarlas dentro de macetas. Nadie tira una cajetilla/lata de Faros, los hamsters acumulan basura 11


si la basura es linda. Tengo ganas de fumar, pero seguro los bomberos me van a pedir que apague el cigarro. La cinta plástica de precaución no está muy retirada del MacDonalds. Casi todos alcanzamos a ver bien. La sirena del camión baja de tono hasta volverse inaudible mientras los bomberos sacan sus escaleras, hachas, extintores, mangueras y tanques de oxígeno. Me emociona ver trabajar a los bomberos. Un niño intenta verlos parándose de puntas. Lo levanto en mis hombros para que pueda mirar. Para un niño observar trabajando a los bomberos es muy significativo, le enseña la importancia del temple y el sacrificio por los demás. La camioneta está de lado, el caucho de las llantas todavía arde. Una bolsa de aire de la minivan, desinflada y rota, le tapa la cara a Ronald. Le tomo un par de fotos con mi celular pues se ve muy chusco Ronald, como si jugara con los niños: ¿Anone ta Ronald? ¡Aquí tá! Cinco sábanas cubren carne de MacDonalds en el piso, hay manchas de catsup en las paredes, en las que no se derrumbaron. Todavía no encuentran a todos pero ya me estoy aburriendo… Un policía dice que circulemos, que no hay nada que ver. ¿Y el derramamiento de mostaza? Pero tiene razón, no es como en las películas. Los bomberos se mueven lentos, rutinarios. Saben que es poco probable que haya sobrevivientes y ya no se esfuerzan, incluso uno de ellos está sentado en la banqueta. El niño sobre mis hombros se quiere bajar, ya se aburrió. ¿Estará abierto el Radio Shack? Enciendo un fósforo de madera; primero sale humo de la cerilla, una chispa. Después se inflama con pequeña violencia devorando el oxígeno alrededor, el insignificante trozo de madera arde soberbio con la purificación del fuego. Contemplo la llama mientras prende al cigarro, le doy un par de fumadas, me hacían falta. Me voy de compras. Creo que voy a extrañar a mi planta.

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El olor de los días soleados Edgar Omar Avilés Joaquín se dirigía al baño del bar, pensando: Sólo una guapa loca se podría haber fijado en mí... Sus pasos procuraban ser rectos y coordinados, pero las siete cervezas que había ingerido no se lo permitían; no era por las efervescencias del alcohol, sino por los casi dos litros que su vejiga luchaba por contener al menos unos segundo más. Los tres mingitorios estaban ocupados, Joaquín tuvo que orinar en uno de los dos retretes. Observó cómo su desesperado y potente chorro doraba y hacía espumosa el agua. Luego de un minuto sintió un escalofrío de placer al ir consumando su necesidad. Al final, accionó la palanca del retrete. Se subió la bragueta, y recordó a Casandra, la chica que dejó en la barra, sentada en un banco hecha ovillo, con sus hermosos ojos surcados de lágrimas. Debe de tener muchos problemas, sobre todo en la cabeza, se dijo mientras frente al espejo daba un retoque a su peinado para ocultar en lo posible sus prominentes entradas calvas. Quizá esté medio loca, pero es muy guapa, reflexionaba de regreso a la barra. El anciano del piano ya no tocaba. A unos pasos de la barra Joaquín descubrió que el banco donde la había dejado estaba vacío. Decepcionado, bajó los hombros que mantenía forzadamente gallardos. Luego descubrió que las miradas absortas de todos apuntaban hacia el lugar que Casandra había ocupado. — ¿Qué pasa? —preguntó Joaquín al joven cantinero. —Se fue... la chica con la que usted platicaba... se fue — respondió el joven, con la mirada casi perdida. —Sí, estaba medio loca —dijo con una mueca de desdén. —No, no entiende... se fue, desapareció... —el cantinero agitó las manos con firmeza. 13


Confundido, Joaquín viró hacia las mesas, ocupadas por hombres y mujeres que asentían con la cabeza. —Apenas hace unos minutos estaba ahí... y... y... de pronto se retorció y se esfumó... —dijo desesperado por dar su impresión un hombrecillo parapetado en dos botellas de brandy, señalando el lugar vacío. —Como si alguien desapareciera de un putazo. Así, nomás — dijo el anciano sentado atrás del mudo piano, señalando la minifalda roja y la blusa azul que estaban tiradas al pie del banco, entre sombras. Otros más, con caras estupefactas, dieron sus versiones de los hechos, pero Joaquín ya no los escuchó: miraba las ropas, profundamente, atónito. De su cabeza la cordura se había vaciado; se batían palabras, imágenes y sentimientos que no atinaban a ordenarse para comprender algo de lo que había pasado aquella noche. Unas horas atrás un hombre moreno de manos grandes y barba de dos días, rostro enjuto, quizá de cuarenta años, entró al bar: era Joaquín. Sus pasos, que le conducían a la barra, eran serenos. Se sentó en uno de los altos bancos. —Una corona —pidió al cantinero, casi un adolescente, que presto destapó una cerveza. Joaquín bebía a sorbos, prendió un cigarrillo y mientras veía las circunvoluciones del humo, apoyó los codos y dejó acompañar sus soledades por el viejo que en un desafinado piano, desgarrándose el pecho, interpretaba algo de Fats Domino. —Otra igual —pidió luego de haber bebido la segunda cerveza. Apuraba la tercera cuando algunos silbidos alfiletearon el aire. Canta horrible, pero no toca tan mal, pensó molesto por los insistentes silbidos, pero cuando escuchó el Hola, ¿estás solo? a sus espaldas, y volteó a ver a la torneada chica de minifalda, de labios jugosos y espesa cabellera rubia, supo el motivo de la rechifla. 14


—Sí. Hola —atinó a decir Joaquín, desconcertado, aspirando el perfume de flores que la pálida chica emanaba. —¿Qué tal el ambiente? —preguntó la chica que ya se había sentado a su lado. —Flojo, pero el bar me queda cerca del trabajo —Joaquín descubrió aquellos resplandecientes ojos amarillos enmarcados en pestañas largas y gruesas. —¡Ah! —exclamó la chica, mientras sonreía mostrando una hilera de dientes perfectos—, de seguro eres ingeniero industrial... —Sí, ¿cómo lo sabes? —se extrañó Joaquín; a la par notó rubor en aquel pronunciado escote. —...Todos los ingenieros industriales son idénticos —y sonrió de nuevo, divinamente tonta. Cruzó las rotundas piernas, sacó labial violeta de un pequeño bolso que traía al hombro y dio un retoque a sus labios carnosos. Desde otras mesas las miradas ávidas surcaban las formas de la chica, cuya minifalda era roja y su blusa azul. La plática se prolongaba. Él supo que ella se llamaba Casandra, que le gustaban las malteadas de fresa, las películas mudas y el olor de los días soleados. Ella supo que él acababa de consumar su segundo divorcio, que a veces apostaba en las carreras de caballos y que en la fábrica donde trabajaba ocupaba un cargo relativamente importante. Cuando Joaquín agotó la quinta cerveza, Casandra aún no había superado la mitad de su malteada de fresa, bebida que el cantinero tuvo que improvisar luego de las súplicas de la chica. —No tardo —dijo Joaquín mientras se incorporaba. —¿A dónde vas? —preguntó Casandra, titubeante. —Al baño... —sonrió, apenado. —No, por favor... No vayas... —suplicó. Él intentó explicarle que ya había bebido algunas cervezas y que le era urgente desaguarlas, pero ella le dio un beso y le pidió que no la dejara sola. Joaquín contempló aquella cara tierna, de rasgos 15


finos; entonces respiró profundamente para controlar su vejiga y volvió a tomar asiento, orgulloso de que a su edad todavía pudiera despertar interés en una chica tan hermosa. —O sea que tienes una hija y dos hijos, ¿no? —Casandra retomó la plática. —Sí, ¿cómo lo sabes? —Tú me lo dijiste... —¿En verdad?, no lo recuerdo —y Joaquín le platicó sobre su hija, que ya era una adolescente rebelde, y de sus dos hijos, uno de diez años aficionado a las caricaturas japonesas y el pequeño de cinco que tenía problemas en el páncreas. El anciano del piano tocaba algo de Chuck Berry, su cara, surcada de arrugas, se contorsionaba y su boca pastosa parecía abrirse en cámara lenta mientras se desgarraba la garganta. Joaquín acarició el muslo de Casandra, y ella dejó que la mano vagara bajo la minifalda. La noche, la luz de neón y el humo de cigarrillos se habían apoderado del bar; las mesas rebosaban de amigos, ebrios solitarios y parejas ocasionales. Joaquín se incorporó de nuevo. —Espera... —pidió Casandra. —No tardo, en verdad... Sólo un minuto: me urge hacer... pis —dijo Joaquín, incómodo. —¡No!, te lo suplico, ¡no vayas! —pidió de pronto, desesperada— ...No me dejes sola... —su voz era un sollozo— Tengo... tengo mucho miedo... —Luego intentó besarlo nuevamente, pero él se rehusó, juntando con fuerza los muslos para contenerse. —Casandra, no entiendo... ¿Por qué no quieres que vaya? — las mejillas de Joaquín se habían tornado rojas por la naciente ira y por la necesidad postergada. —Es que... —la chica titubeó, su mandíbula temblaba y sus manos suaves, de dedos delgados como nardos, se 16


aferraban de la camisa de Joaquín. Los ojos de las quince mesas estaban muy atentos. —¿Es que qué? —exigió, con la cara en rictus de desesperación— ¡He tomado siete cervezas, entiéndelo! —dijo tajantemente y la tomó de los hombros. Ella agachó la cabeza. —Es que yo... —Casandra volvió a titubear, el temblor se expandía por todo su cuerpo. Alzó la vista para clavar sus ojos amarillos, henchidos de lágrimas, en los negros de Joaquín— Es que yo... soy lo que has bebido, te amo —las palabras se le atropellaban—, y quiero estar una noche entera contigo —empezó a llorar, como una niña desconsolada, y sus manos terminaron por soltar la camisa a cuadros de Joaquín que desconcertado respondió con algo parecido al enojo: —¡Pero qué estupidez! —mirando aquel rostro hermoso— Vuelvo en unos minutos y hablaremos... —y Joaquín se encaminó rumbó al baño, en medio de una reflexión que le hería el orgullo: Sólo una guapa loca se podría haber fijado en mí... Hecha ovillo sobre el banco Casandra temblaba, su llanto era hondo, casi mudo, delatado por las grandes lágrimas que resbalaban por sus mejillas hasta batirse en el sucio piso del bar.

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Yasmín Brown Mauricio Carrera A Juan Manuel Estrello, El Mago Mi madre agoniza, tiene cáncer. Se muere… La botella está vacía. Sobre la mesa hay ceniceros, vasos medio llenos, refrescos, mi celular, una hielera. También está el pastelillo que me ha dado Yasmín. Un buen gesto de su parte. Es para mi madre. Es de chocolate. Hace calor y se derrite. Sabe que está enferma. Una vez lloré en su hombro. Le dije: ha de ser terrible darte cuenta que te mueres, que no hay remedio, que ya mero. Terrible. Me recomendó un médico. Un médico brujo, le llamó. Un santero, reconoce ella, de los que hacen limpias y curan con hierbas, ángeles, cuarzos, rezos. A Yasmín le funcionó. Un problema en los ovarios y le encontró remedio. De un día para otro. Hay que creer en los milagros, dice. Y en dios. No hay que perder la fe, se persignó. Lo hizo como cuando recibe los primeros pesos de la noche. Veinte o venticinco por bailada. También se persignó tras la primera cumbia que bailamos. En otra ocasión preguntó: ¿qué orientación tiene la cama de tu mamá? Está convencida del feng-shui. Para ella la enfermedad tiene que ver con auras negativas, magnetismos malsanos, con una mala colocación de los muebles. Dice: pon una fuente del lado izquierdo; y un espejo frente a la puerta; y una esfera de cristal colgada del techo. Es cáncer, repito. Terminal, insisto. No pierdas la fe, responde. También me regaló una estampa de San Charbel. Ahora baila. Lo hace con Prox, el millonetas, el viejo de los locales. En realidad se llama Prócoro. Es feo y arrugado. La primera vez que lo vi bailar dije: «de viejo quiero ser como él». Bailaba con cinco mujeres, las más cotizadas del antro. Apenas y podía dar algunos pasos. No tenía piernas pero sí dinero. Era el rey de la 18


pista, le aplaudían y le alababan sus pasos inseguros. Yasmín lo define como un viejo sucio. Le da asco. Le huele la boca. Le apestan los sobacos. Baila con él porque necesita la lana. Me desafía: ¯ ¿O qué: tú me vas a dar lo que él? ¿Eh? Tengo hijos. Sus padres son judiciales. Parece que amó más al primero que al segundo. Un hijo de la chingada, le dice, pero hay cierto cariño cuando lo hace. Intuyo que lo extraña, que lo ama todavía. Del otro no habla, o muy poco. Me enseñó un periódico donde se le acusaba de tener una banda de secuestradores. Lo hizo como quien observa con agrado un álbum de familia. «Ha de ser un cuatro, alguien que lo quieren chingar, de seguro. Ladrón sí, pero ¿secuestrador? No sé. Total: que se lo chinguen», deseó con furia, como si se acordara de alguna fregadera. Los hijos los conozco por fotos. No son tan guapos como ella los pinta. Le pregunté si ellos sabían a qué se dedica. «Claro», respondió con orgullo. No se cree una puta sino una vedette. Ni siquiera encueratriz. Vedette, repite. Soy actriz, afirma tajante. Tiene credencial de la Asociación Nacional de Actores. La saca de su bolso y la enseña. Vedette, repite. De eso trabaja. Yasmín es la segunda en importancia en la variedad. Tiene un buen cuerpo a pesar de la edad. Cincuenta, le calculo. Ella dice que cuarenta. Es guapa, aunque se le nota la nariz mal operada, el injerto que falló. El pecho también lo tiene operado. Lo mejor son sus piernas, torneadas y duras. La he visto desnuda muchas veces. A solas y en compañía de los clientes. «Mamita», le gritan. «Quiero». Yasmín se acerca a las mesas y los provoca. Se acaricia los pezones o se abre de piernas. Hay quien le hace señas para que al término del show le haga compañía. Ella aprueba con un guiño y al poco rato, de minifalda, escote, zapatos de plataforma, chicle, y se aparece con una sonrisa. No deja de sonreír. Más que una sonrisa parece una mueca, una mueca que a ratos se nota cansada, triste, aburrida. 19


Una mueca de hartazgo. Una vez, que alternaba tragos y bailadas con un tipo que parecía carnicero de mercado o conductor de camión de legumbres, me acerqué y le pedí bailar la siguiente pieza. Estuvo a punto de armarse la bronca. Ella calmó los ánimos y me pidió que no la estuviera chingando. ¯ ¿Qué no ves que estoy trabajando? Se veía enojada, intranquila. Se metió al vestidor. Salió una media hora más tarde enfundada en su largo abrigo. Pareció suavizarse al saber que la esperaba. Tomó mi barbilla y despeinó mi cabello. Dijo: ¯ Escucha. Tengo una hermana. Te acostaste con ella, no conmigo. Con ella vas al cine, con ella vas a tomar un café, a cenar. Ella es libre de hacer lo que quiera. Yo no. Yo trabajo aquí. De esto vivo. Si quieres una noviecita linda sal con ella, no conmigo. Me sentí incómodo, avejentado. Fuera de sitio. El antro daba lástima. Más que decadente, el ambiente resultaba pobre, triste. Antes me atraía su sordidez, sus mujeres, su añeja fama. Muchos rones y bailadas. Una que otra aventura de cama sin mayor pena ni gloria. Una borrachera magnífica de cumpleaños, y ya. Ahora volvía a caer ahí y no era lo mismo. Parapetado tras una copa, huía y me encontraba. Me preguntaba si mi destino era eso, si lo merecía. Mi madre se moría de cáncer y, entre todos los sitios del mundo, yo estaba ahí, en ese antro de ínfima, malgastado y triste, resignado e inútil. Escuché una voz. ¯ Ya llegó Eduardo ¯ dijo el mago. Eduardo era el taxista. Por muchos años trabajó la zona oriente. Lo asaltaron tres veces. La primera le rompieron un brazo y le desprendieron el párpado. Hoy se veía como somnoliento a medias, despierto a la mitad. La segunda le aplicaron una llave china que casi le rompe el cuello. Al sentirse asfixiado trató de defenderse. En el hospital le informaron del disparo. La bala entró por las costillas, le perforó el intestino y salió a la altura del ombligo. La 20


tercera lo acuchillaron nueve veces. Por poco y no la cuenta. Preguntaba: ¿sabes lo que es un milímetro? Es lo que le faltó a una cuchillada para entrar al corazón. Ahora brindaba transporte a la salida de los antros. Era más seguro. La noche parecía atraer a los mismos de siempre, los bohemios, los borrachos, los lujuriosos, los fracasados, los inquietos, los aburridos, y él llegaba a conocerlos a todos: sus preferencias y costumbres. Sabía en dónde encontrarlos, a qué hora ir y en que lugar vivían. Lo más peligroso era que le vomitaran el carro. El mago lo conocía de tiempo atrás. En su condición, lo mejor era el taxi de Eduardo. Usaba muletas debido a un accidente en pesera. Cadera y cabeza de fémur deshechas. El mago se alzaba de hombros como diciendo así es la pinche vida. No se quejaba, pues lo peor del mundo era estar muerto. Me agradaba su presencia. Gozaba la vida nocturna como pocos. Tenía su harem aquí y allá. Sabía magia. Sacaba sus cartas y era el rey, el más guapo. Trini también se despidió. Entre los tres habíamos dado fin a la botella. Trini la invitó. Decía: «Quien quiera beber conmigo tiene una copa en mi mesa. Compartirá mi alegría pero también mi tristeza». Llevaba una pena honda. El mago sabía qué pero guardaba el secreto. Los dos se la pasaban insultándose mutuamente. Rata de albañal, cara de chancro purulento, producto de mis excrecencias entrepierneras. Eran viejos amigos, antiguos compañeros de trabajo. Los reencontré en una cantina y de cuando en cuando nos hablábamos para un trago. Ellos me llevaron al antro. Me presentaron a las de la variedad, y entre ellas, a Yasmín. ¯ Parto sin dolor ¯ dijo el mago. Tomó sus muletas y se incorporó con dificultad. –Cuidado con las chicas malas –señaló a Yasmín. Bailaba con Prócoro, el mismo ballet ridículo: cinco cabareteras que de pronto me parecieron enfermeras de asilo, y él en medio, el desprestigio a la tercera edad con sus desfiguros. Ya no quería ser como él. 21


¯Vámonos, cara de hemorroide mal curada ¯ le dijo Trini al mago. Aquél se despidió de mí con un abrazo. Advirtió: -No lo dejes sobre la mesa. Se refería a mi celular. Lo tenía frente a mí, pendiente de cualquier llamada. Temía no oírlo. A las tres de la mañana sólo podía tratarse de eso. ¯ Tengo cáncer. Mi madre nos había reunido para informarnos. Estuvo a punto de quebrarse pero no lo hizo. Desde entonces está en su cama, recostada, sedada. Converso con ella. En mi mente, en silencio. Le digo que la quiero a montones, que la voy a llevar de viaje, que no se muera. Le hablo de la escenografía cursi del antro, marcianos y platillos voladores, imágenes de astronautas en las paredes. Las vedettes y los maricones de la variedad bajan de una escalinata como si se tratara de una nave espacial. Yo me río pero escucho su voz. Me pregunta qué hago ahí. Pierdo mi tiempo, dice, mi dinero. Le digo que ella se muere y qué puedo hacer. Da lo mismo si estoy aquí que en una iglesia, en mi cama o con mis hijos. Eso, me dice: piensa en tus hijos. ¿Para qué malgastar lo poco que tienes en bebidas y en putas? No entiende que estoy aquí porque no hay de otra. Porque tiene cáncer. Porque no puedo hacer nada. Porque se muere. Tengo ganas de llorar. Por la tarde fui a verla y la vi mal. Peor que antes. Más delgada. No se mueve ni quiere moverse. Se la pasa dormida. Le beso la frente y le paso la mano por sus cabellos, por sus mejillas. Le cuento cosas, chistes, le invento cartas escritas por mis hijos. Te mandan saludos, miento. Besos. Ella asiente con sus dedos. Sus dedos me hablan, me dicen: «yo también te quiero mucho», y aprieta levemente mi mano. Quiero soltarme lloriqueando, decirle: mamá, mamita chula, no te mueras, no me dejes solo. Pero no lo hago. No frente a ella. Nos pidió: «Ayúdenme a ser fuerte». Recuerdo su 22


sonrisa. Mi mamá y su sonrisa. Esa enorme y bella sonrisa. Nada de lágrimas, dijo. Es inútil. Lo hago sin querer. Lloro. Una lágrima terca que escurre en mi corazón y en mi mejilla. Me resisto a lloriquear. No siempre puedo hacerlo. Por las noches, antes de dormir, pienso en ella y le hablo y le doy ánimos y le digo que no se muera y le ofrezco mi vida, que sea yo el que deje de respirar, el que ya no pueda contemplar otro atardecer, el que ya no pueda darle un beso en la frente, y me invade una pena honda, una pena en verdad honda y terrible, y sollozo. Lloro a secas. Llanto de adulto, me exijo. Lloro porque es ella y se muere. Cáncer. Cada vez peor y no puedo hacer nada. Ni médico ni dios. Un bueno para nada, eso soy. Qué impotencia y qué tristeza. Pinche vida. ¯ ¡Ánimo! ¯ se acerca Yasmín. Tocan una salsa que nos gusta y se ha acercado a sacarme a bailar. -¿Y Prox? –el viejo le reclama que regrese. Se tambalea en la pista. ¯ Que chingue a su madre ¯ dice ella. La veo más guapa. Entiendo por qué ando con ella. Me gusta. Hay algo en ella que no sé si llamarlo distinción. Porte. Elegancia. Señorío. Eso, tal vez, señorío. No deja de ser lo que es: una putota. Pero se cree especial. Putota y todo, no lo es con cualquiera. No con todos se acuesta. A mí me costó dos invitaciones a comer y tres idas al cine. Los domingos: los días que ella descansa. ¯ Cabrón ¯ me dijo¯ . Me trataste bien. Diferente. No me quisiste besar luego luego. Y cuando lo haces ¯ restregó su pubis en mi muslo¯ , es rico. Te das tu tiempo. Eres complaciente. Respetaste mi culo. Todos van por mi culo. Esa primera vez me llevó a su departamento. Las cortinas eran rojas y pesadas. Dominaba lo sombrío. Y el rojo. A las mujeres como ella les gusta el rojo. Y lo oriental. Un biombo chino. Una 23


muñeca japonesa. La lámpara pagoda. Los dragoncitos de marfil. La sombrilla de papel. Un departamento pobre, con visos aquí y allá de alguna efímera riqueza: regalos costosos provenientes de sus amantes. Su cama, sin hacer. Sus zapatos y su ropa tirados con descuido. Se desnudó sin pudor. Me preguntó: ¿qué esperas? Me apresuraba a hacer lo mismo. Esa noche pensé en Elizabeth. La luz de un carro que se filtró por entre las cortinas me hizo pensar en ella. «Desde mi ventana contemplo el Orinoco», repetí esa frase. Su única carta, en la que parecía restregarme su huida. Decía que era feliz, y en cuanto a mis hijos, que ni me preocupara: él los trataba muy bien. «Él» era su nueva pareja. Mi madre lo resintió mucho: la separación, el divorcio. ¯ No hay amor duradero, mamá, sólo el hastío es para siempre. ¯ Y la soledad ¯ dijo ella. Recupero de mi memoria esa frase y otra: «La lluvia me deprime». Las mamás no se deprimen. Las mujeres sí. El divorcio sirvió para darme cuenta que mi madre era mujer. De tan sencillo llegaba a lastimarme. ¯ ¿En qué piensas? Respondí sinceramente. Me acerqué a ella y le conté de cómo se inició todo: el dolor agudo en el vientre, el sangrado, la sala de urgencias, los exámenes, la hospitalización por una semana, y desde entonces, la certidumbre del cáncer. Le hablé también de su sonrisa. ¯ Salúdamela ¯ dijo. No lo hice. Ahora el celular está sobre la mesa. Lo vigilo. Por si suena o por si alguien intenta robárselo. Son capaces. Bailo con Yasmín. Tiene estilo. Mueve bien la cadera. ¯ Vean a los novios ¯ se burla Iris. Una cabrona de primera. Baila con Prox, de a cachetito. Es la estrella de la variedad. Una vedette de renombre. Toda una leyenda esas nalgotas. Una institución venida a menos. Su deterioro es evidente pero parece no importarle. Aquí o allá es la estrella. Vive de su antigua fama. Y tiene tablas. Sabe cómo prender al público, cómo hacerlo 24


aullar y desearla, cómo aplaudirle con ganas. En la marquesina su nombre está al centro, en letras más grandes que las otras. Canta horrible pero, con esas nalgotas, quién se fija. Ya ni siquiera se desnuda. Se quita la ropa para quedar en una malla color carne que no engaña a nadie. Pero le aplauden. No le falta cliente con quien sentarse, y es cara, de a botella mínimo por sentada. Y el hotel. No discrimina. Si tienen dinero, no importa si es feo o panzón o le huele el sobaco o el pito. ¯ Puta –dice Yasmín. Me lo dice al oído. No se llevan bien. En un descuido y se sacan los ojos. Prox se detiene a recuperar el aliento. Las mujeres que bailan con él aprovechan desde la pista para coquetear con los clientes. Se acerca la hora del reventón y buscan quién se las lleve. ¯ Gracias por el pastelillo ¯ le digo a Yasmín. ¯ No es nada ¯ se alza de hombros. Pregunta: ¯ ¿Cómo es tu mamá? Me doy cuenta que no sé qué responder. Mi mamá es una sonrisa. Mi mamá se deprime con la lluvia. Mi mamá es alta y tiene un lunar que es como una mancha en la nariz. Mi mamá es valiente. Mi mamá es refugio. Mi mamá luchó por darnos algo mejor. ¯Mi mamá es mi mamᯠatino a contestar, simplemente. Pero estoy triste, dolido. Ella me abraza. Siento su calor, su ternura. La cuestiono: ¯ ¿Estoy con Yasmín o con su hermana? ¯ Tonto ¯ me dice. ¯ Tonta tú. La atraigo por la cintura. Ella se deja hacer. Se pega a mí, me pone una mano en su pecho y otra en su nalga. La beso en la boca, en el cuello. Le digo: ¯ Se me hace que ahora sí te doy por el culo. 25


¯Eres igual que todos, cochino indecente¯ hace como que me rechaza. Pone su mejor mueca de estar harta de todo, especialmente de los hombres. Bailamos la siguiente pieza. Ella parece divertida. Iris me coquetea. Supongo que por hacerle la maldad a Yasmín. También una de las mujeres en uno de los apartados. ¯ Ya te vi, qué cabrón eres¯ Yasmín me pone un pellizco en una nalga. No está enojada. Juega. Tal vez esto sea la verdadera vida. Este antro. Esta mujer. Ella grita: ¯ ¡El pastelillo! Ya no está. Baja de la pista furiosa, dispuesta a pelearse con quien sea. Le reclama a los meseros y al del guardarropa. Me gusta eso. Carácter, presencia. Señorío. Tomo mi celular. Compruebo que no hay ninguna llamada perdida. Respiro aliviado. Suspiro fatigado. Pienso que mi madre no puede morirse, nunca, nunca. Pero es cáncer. Terminal. Más que entristecerme, sonrío. Me imagino a Yasmín en el velorio. Con sus nalgotas y mascando chicle. O en el panteón. Todo mundo murmuraría. ¿De dónde la sacaste? De nada valdría explicar que me dio un pastelillo para mi madre y una estampa de San Charbel. O que no es ella sino su hermana. O que la vida es esto. Y que bailo bien pero no soy dios. Otra vez esta sensación de incomodidad. Ya estoy borracho, me digo.

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Un daño más Jesús Francisco Conde de Arriaga Otra vez aquí en este pinche bar en el cual estuvimos hace casi cinco meses. Sí, ya sé que inevitablemente recordaré todas las cosas que hicimos aquella noche de noviembre y que me deprimiré. Qué más da. Pondré mi cara de pendejo y sonreiré como suelo hacerlo para ser ese caballero de mierda que tú crees. Me preguntas cómo estoy, como si no supieras que te extraño y que tengo unas ganas impresionantes de que recuerdes mis manos de músico y mis labios de poeta. Que nada ha sido igual desde que me dejaste por un infeliz que ni siquiera conozco. Pero respondo que bien, que siempre estoy bien y que seguiré así. Me platicas de las salidas a ese triste bar de Coapa, La ciudad desnuda o algo así, y me dices que te ponen tu canción favorita. Claro, para alguien como tú no es difícil encontrar quién te pague las cuentas. De seguro te cogen parada, pero acuérdate que yo fui el primero que te lo hizo así. No eras doncella cuando estuve contigo y ni a madrazos lo serás otra vez. Aun así no olvidaré lo que me mostraste: el amanecer con alguien después de mancharme con su savia es lo único para lo que nací; después, escribir para calmar el desasosiego. Otro puto bar en tu historia, más rayitas a tu lista de los que no te pueden olvidar y una más para la de pendejos que dejaron que se las mamaras; con el semen que te tragaste no sólo te llevaste eso, también mis ganas de volver a confiar en alguien. Sigues platicando y yo con mis pinches deseos de arrancarte la ropa y de que sientas mi verga hasta la garganta, exactamente como tú decías cuando te la metía. Ni más ni menos, no estoy mintiendo, sólo repito tus palabras. Pero sigo engañándome porque seguramente se las dices también a esos güeyes que nada más ansían el momento de dejarte en tu nueva casa para bajarte las pantaletas y lamer entre tus muslos hasta conseguir que te vengas. ¿Por qué lo sé? Porque yo hacía lo mismo. Porque extraño ese dulce sabor de cuando te 27


venías; y eso que nunca fuiste aficionada a que yo lo hiciera, pero lo conseguía y eso es lo importante. El olor de tu sexo, el que no puedo dejar aparte, mientras arañaba tus nalgas es lo más melancólico que he disfrutado. Tal vez porque sabía que en algún momento lo iba a extrañar. Ni siquiera tus relatos inocentes de este momento me hacen olvidar aquellas otras palabras: que la tenía más grande de lo que habías visto, que te encantaba tan dura y tiesa, que sabía a gloria... qué bien te aprendes el guión para poder repetirlo cada vez que te haga falta. Pinche vieja, me saliste más cabrona que bonita y más puta que cabrona. Ya te despides, que tienes que irte; mejor di a que te ensarten por detrás, también yo lo hice. No me platican nada nuevo. Y te vas, otra vez, te gritaré todo lo que pienso, sin piedad porque no la mereces. Eres piel caliente que se regala al primer postor. Ya te vas. Adiós; cuídate mucho. Pero antes déjame decirte: te extraño. Regresa, tarde pero regresa. Por favor.

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Usos eróticos del águila Alberto Chimal Hay que mirarlas apropiadamente. Sólo así, como bien dicen los expertos, será posible dominarlas y no ser víctima de sus picos y sus garras crueles, que por ellos se les tiene como figuras de fuerza y señorío. Esta advertencia no es exagerada: no pocos clientes desorientados o arrogantes han salido de la brinquería con un ojo de menos o las vísceras de fuera, lo que produce innumerables desarreglos y problemas posteriores. La conciliación con el águila, la busca de su buena voluntad, es probablemente un arte más arduo que el de la pasión, que consiste (a fin de cuentas) de los mismos acomodos y movimientos que se precisan con la mayoría de las aves. He aquí algunas consideraciones sobre el asunto: Hay que entrar en el recinto –que sólo tiene un soporte de metal con forma de T para que el ave rapaz se acomode– con la adecuada altanería: animales altivos sólo entienden de mayor altivez y desprecian a los otros. Hay, luego, que mirarlas, como ya se ha indicado, de la manera justa, que exige también la soberbia pero, sobre todo, una actitud de fuerza cierta, no ostentada en los movimientos de grandes músculos ni fingida por signos de poder humano (armas o dineros). Por el contrario, dicha fuerza debe ser asumida, interiorizada, por así decir, como sólo se puede lograr naciendo fuerte, como las águilas, o entrenando con constancia la mente consciente y la inconsciente para extraer del propio conocimiento del cuerpo toda la convicción posible acerca de su vigor y sus capacidades. ¿Que se es ágil y atlético? Muy bien, pero que este saberse enérgico se hinche, se exacerbe sin medida, y se convierta en confianza excesiva, absurda, sublime. ¿Que un interesado tiene roto el brazo y sufre dolores? Ha de pensar en cómo los soporta, cuán bien lo consigue, 29


de qué forma logra engañar a todos y fingirse tranquilo en los peores estremecimientos de sus nervios. ¿Que es un muchachito feo y esmirriado o una chica flácida y con la cara llena de barros? Que piensen, ella y él, en todo el desprecio que ambos inspiran en los que viven a su alrededor y se sienten más afortunados que ellos; que se den cuenta de cuánta fortaleza es requerida para no morir bajo el peso de la humillación... Tercero, hay que girar alrededor de las águilas, que pueden estar –lo están– encadenadas a su soporte pero no renuncian a la rabia ni la agresividad de sus momentos de cazadoras. Girar con seguridad, con ligereza, sin variar la velocidad ni dar un repentino traspié, siempre mirando. El águila mirará a su vez. «A ver quién baja primero la mirada», parece decir, y también comenzará a girar... Hay mucho de danza en estos giros, porque son, en cierto sentido, un juego de dos gravitaciones, de dos poderes –el humano y el animal– que se balancean y se comunican por medio de los ojos fijos y los pasos que no exigen ni dan tregua, que no ceden ni se aceleran para dar un golpe terrible. Hay un ritmo que debe mantenerse, un subir y bajar de los pies, una suavidad de la zancada, que al cabo resulta en una repetición casi hipnótica. Pero en este intercambio los bípedos de una y otra clase aprenden a ver al otro, no sólo a mirarlo como objeto de su ataque inminente, y entonces vienen los aleteos: ritos de cortejo que no son exactamente los de las águilas, porque los seres humanos emplean sus brazos cortos y desnudos en vez de un par magnífico de alas, pero que, en virtud de la atención absoluta que se prestan ahora el cliente y el águila, se convierte en un arpegio sobre el acorde más grave de los pasos y los giros, parte de la misma música –algunos reportan haberla escuchado, una música solemne, ríspida, no se sabe de qué instrumentos y materias que no conoce el saber humano– y parte también de las respiraciones, de los cambios sutiles en la posición de la cabeza emplumada y la cabeza implume, de la variación en el ángulo de cada pluma y de cada dedo, del 30


surgimiento del respeto y luego de otra cosa, menos dura, menos distante... Toda esta disciplina es de adeptos tan apasionados que no pocas veces se dan satisfechos sólo tras haber seducido al águila, logrado su aquiescencia muda, visto el que llaman ablandarse de sus picos, fenómeno que ellos mismos llaman casi increíble y que es menos literal, desde luego, que espiritual: la expresión de un estado nuevo en el alma del águila en virtud del cual no hará daño, porque no podría hacerlo, al hombre o la mujer que gira y gira a su alrededor con semejante devoción, Luna tras la Tierra o Tierra tras el Sol, siempre cayendo hacia él y siempre sin tocarlo, en un equilibrio perfecto de la atracción y la sumisión, el dominio y el impulso que siempre lanza hacia el vacío. La dulzura del ave, que se ve, dicen, se ve y se percibe, desde lo profundo, sólo es mitigada por la dureza que sus cuerpos no abandonan nunca, pero que el adepto, quien luego de cierto tiempo ya no siente cansancio, y se acomoda en el girar y puede pasar así largas horas y hasta días enteros, aprende a penetrar, primero, con el alma...

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A cualquier madre podría pasarle Jéssica de la Portilla Montaño No, señor. Si usted quiere, se lo repito todo desde el principio. Mire: cuando yo llegué a verlo, mi niño ya estaba muerto. Sí. En su camita. No. Pues no sé. Yo estaba acostada junto a mi marido, tratando de dormirme aunque fuera un rato, pero se me hizo bien raro que el nene no llorara, para variar. Me levanté nomás a ver si el monitor estaba encendido… Aún no lo entiendo. El pediatra alguna vez me lo advirtió, dijo que estas cosas suceden así, nomás, sin motivo alguno; por eso corrí al otro cuarto y escuché que no había ni un solo ruido… Sí, señor. Mi marido es testigo. Bueno, Sebastián ya estaba dormido, pero mis gritos lo despertaron cuando vi que mi hijito no respiraba. No. No respiraba. Ay. Estaba todo blanco. El lunes iba a cumplir su primer añito… ¿Disculpe? ¡Pero cómo se le ocurre, señor! Me ofende que se me acuse de algo tan sucio. Puede usted estar seguro de que yo amaba a mi niño. Todavía era un bebé. Mi bebé. Siempre lo dormía bocabajo… ¿Los moretones? ¡Pues intenté darle respiración! Estaba desesperada, simplemente lo jalé, y ya, no lo pensé, señor, póngase en mi lugar, por favor... ¿Sebastián? Ash. Él seguía dormido. No: creo que ya se había levantado. O algo así, carajo, no sé, no recuerdo bien, yo sólo pensaba en revivir a mi nene… ¿Qué?, ¿mi psiquiatra declaró? ¡Por favor, señor!, ¿mitómana yo?, ¡por Dios! ¿Rasguños?, ¿cuáles…? ¡Ah!, ésos… Pues… nada. Sebastián llegó muy borracho el sábado. Como siempre. O creo que fue el viernes. ¿Fue el viernes? Sí, señor. Se lo juro. Fue mi marido. Ay. Pues que mi niño estaba llorando, y Sebastián llegó bien borracho. Yo ya no sabía cómo callar al mocoso antes de que nos madrearan a los dos… No, señor. Fue Sebastián. Sí. El fin de semana pasado… ¿Qué?, ¿cicatrices de hace un mes? No, no, no; ya le dije que Sebastián llegó borracho el sábado. Sí, este sábado… ¡Ah! ¿No me cree? ¡Mire! ¡Mire cómo me dejó el cabrón! ¿Ve esta quemada? ¡Mírela bien, señor! ¡Mire! 32


Mh. Pues por defender a mi hijo… ¡Porque es mi marido! ¡Por eso! Cómo iba yo a denunciarlo… ¡Ah!, ¡eso! Nada grave, señor. Lo senté en el carrito del súper, y de pronto el escuincle ya estaba en el piso. Ay. Sí. Y otra vez a correr con el médico… Digo, a cualquier madre podría pasarle, ¿o no? No, señor. ¿Qué dice? ¡Que no, señor! ¿Por qué insiste tanto? ¡No le haga caso! Mi psiquiatra está loco. Yo jamás me haría daño. Que me la hizo mi marido; mire esta otra. Que yo ya no fumo, señor, ¿o qué no me ve? Otra vez tuve que dejar el cigarro. No. Que no. Que yo no dañaría a nadie. No. A nadie. Y mucho menos a mis hijos… ¿Munchausen?, ¿qué es eso? No, no, no, a ver, a ver, espéreme tantito. Yo no lo asfixié. Ese niño ya estaba muerto cuando yo llegué a verlo. Pero, ¡señor!, ¡cómo se le ocurre que una madre…! Ay. Por favor. Ya déjeme ir, ¿sí? Se lo suplico. Me siento muy mal. Me mandaron reposo absoluto. Pues porque es de alto riesgo. Sí. Queremos tener tres. Ésta va ser niña…

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La educación del perro Gerardo de la Torre A Margarita Sologuren Había sido un domingo infernal, la culminación de un periodo difícil en sus relaciones con Rosana, reflexionaba Arturo tendido en la cama con los brazos doblados bajo la nuca, la mirada en el vacío, inmóvil y trivial como una estatua de cartón de piedra. Durante los dos últimos meses, en efecto, sin que al parecer existiera motivo poderoso, se había ido estableciendo cierta distancia que esa mañana se reveló insalvable, definitiva. A lo largo de aquellas semanas no tuvo la pareja trato carnal. Al principio pretextaba Rosana dolores de cabeza, debilidad, sofoco, molestias en el vientre, pero acabó por confesar que padecía una atroz inapetencia. La noche anterior al aciago domingo Arturo había pretendido tomarla y el rechazo, áspero esta vez, contundente, le despertó iracundias aplazadas y un arrebato de violencia que sin embargo no pasó de toscas recriminaciones y un breve forcejeo, resueltos al final por un chillido de Rosana: ¡Déjame en paz! Dócil, Arturo se refugió en el baño. Acosado por imprecisos remordimientos se duchó minucioso, como desembarazándose de culpas apócrifas y verdaderas. De vuelta en la habitación, antes de meterse bajo las sábanas sin rozar siquiera el cuerpo inaccesible, en un murmullo dijo que la vida no iba bien, nada bien. Por la mañana acumuló ella su ropa en un par de maletas, anunció que se iba para siempre y partió sin siquiera despedirse con un portazo que delatara enconos circunstanciales. Arturo no intentó detenerla. Dos horas más tarde llamó a casa de la madre de Rosana y la buena señora dijo que no tenía noticias de su hija. Volvió a llamar luego de un lapso semejante y obtuvo idéntica respuesta. 34


Ya no insistió y, sin despegarse de la cama, pasó las horas de la tarde enredado en amargos pensamientos. Sin duda existe otro hombre, alguien mejor que yo debe consolar su vida, concluyó una vez y otra y una tercera y muchas veces más. Había anochecido cuando bajó dispuesto a prepararse un martini a su manera. En la cocina guardaba una intacta botella de vodka y no podía faltar el vermut importado. Un martini a su manera. Enjuagaba la coctelera con vermut y arrojaba este líquido al fregadero. Luego ponía en el recipiente tres onzas de vodka y cubos de hielo, agitaba un minuto y servía en la copa de tallo alto. Al final agregaba una aceituna gorda rellena con pasta de anchoas. En cuanto entró a la cocina percibió el tufo inconfundible de la mierda de perro. Encendió las luces y le bastó una rápida mirada para descubrir el trozo fresco de excremento junto a la puerta de la alacena. El autor de la fechoría, un pequinés de pelambre rojiza, dormitaba bajo el mueble que sostenía el horno microondas. —¡Fósforo! —gritó Arturo—. ¡Fósforo! —repitió imperativo. El animal abrió los mustios y legañosos ojos y Arturo, con voces y ademanes, lo llamó a su lado. El perro acudió apacible, manso. —Mira, mira lo que hiciste —dijo Arturo señalando el detrito— . Eso no está bien, Fósforo, nada bien. Tomó entonces una cacerola y golpeó con fuerza la cabeza del pequinés. Lanzó la bestezuela un alarido y trató de escapar, pero Arturo lo retuvo asiéndole la crin y siguió descargando golpes sólidos, sin furia, metódico, como si realizara una tarea rutinaria. Al principio el perro emitía rabiosos aullidos y tiraba al aire mordiscos desesperados; luego, perdida la fuerza, se le fueron doblando las patas y de su pecho estertoroso sólo escapaban anémicos gemidos. Arturo no dejó de golpearlo sino cuando cayó en cuenta de que el animal ya no palpitaba. 35


Niña cuento Myrna Díaz Infante Ella, niña limpia, niña color tierra, color vaca; en casa de paja y comida de fríjol y chile. Aún pequeña, con la inocencia de palabra y obra, se escribió su historia, le escribieron la vida. Niña de adobe que camina con el cántaro en la mano por la sed de padres y de hermanos. Niña divertida, que llega al agujero con tablas sobrepuestas, pozo nombrado y hecho por lugareños para sacar el agua desde abajo, de la entraña. Agua acumulada de suelo y lluvia: blanca, transparente y mojada, distinta y contraria a la piel seca y mente pálida de gente empolvada por creencias. Ella, niña inquieta y juguetona, resbala y entre sus piernas abiertas está la madera del pozo haciendo una trastada, la golpea, se le incrusta. Sangre roja, sangre negra, sangre virgen, sangre impura. Cándida llora, el dolor la inunda, gimotea asustada y está sola. La mamaíta llega, no ve persona alguna, no hay nadie alrededor, se asoma y grita. Niña espigadita algo intuye, la vociferación la envuelve y le recorre todo el cuerpo, toda el alma. Quiere decir que resbaló por su guarache roto, pero no puede exclamar palabra por el alarido de la madre, por el eco de su voz. Antes siempre fresca, siempre alegre, pero siempre vista por miradas maliciosas de compadres, borrachos y caciques. Lujuria circulando entre sus juegos y muñecas. Ella, niña oído laberinto, aguza las orejas para escuchar la letra de la mujer que la parió. Le retumban los vocablos: «Don Nazario violó a mi niña, Don Nazario violó a mi niña»... Aquella sentencia sin ser cierta inunda ranchería, árboles, pueblo, paisaje y muchedumbre: la niña inmunda, la niña sucia. Ella, la niña, no entiende, no sabe, por qué tanto alboroto si sólo se cayó en el pozo aunque le duele. A su alrededor tíos, parientes, conocidos y amigos viéndola a ella, mirándole la sangre, ojeándole sus ropas. Nadie la recoge, nadie le da la mano 36


y nadie la consuela en su quejido. Le lastima la tabla entre su cuerpo y su madre está enojada, encabritada. Ella, niña aún, violada ahora sí y como la querida del patrón, se abre de piernas cada tanto, cada golpe, cada insulto, cada día, cada miembro erecto porque el Don nunca dijo la verdad, nunca dijo que ese día estaba en otro pueblo, en otro sitio y lugar. La certeza, cuál. Todavía las evidencias no la llevan a ninguna parte. Todavía repasa y vuelve a repasar su caída: se estremece, se encorva, se eriza, se ciñe, se retuerce, se rasga y nada, no hay manera de entender. Ella, mujer objeto propiedad, desea escapar. Aislada, lejos de todos, está y es con toda la tristeza infinita y el dolor inagotable. «La violó, la violó», antes niña color cielo hoy infierno, no cesa de depilar el pensamiento para vaciar, para vaciarse de ese rótulo. Exhuma las vivencias, retira el agravio. La magulladura, esa lesión ya insoportable de la niña negra adulta, niña puta, niña mancha, niña turbia, la hacen correr y correr, se agota y sigue corriendo, suda pero sigue andando, no come y trota, sofocada continúa, abochornada no voltea, recorre, camina, trascurre y llega. Luces, tráfico, calles, edificios y entonces niña analfabeta, madre de ciudad por amor a un hombre que la amó, que trató su cuerpo con luz y con limpieza, su alma con cuidado y con cautela hasta resplandecer con hija refulgente, con hija del amor. Niña viuda al poco rato, trapeador en mano y plumero multicolor a cambio de comida y un lugar para dormir con bebé en brazos. Niña amorosa, niña fulgor quiere olvidar aquel pozo, pero el tropezón siempre está ahí perpetuamente en el orificio, invariable a su lado. Quiere saber, quiere sacudirse, quiere ir. El tiempo se detiene, se encamina al pueblo. Agudo es el encontronazo ante su gente y la morada. Ahora, niña libre, escucha a cada paso. Todos hablan desarticuladamente de aquel suceso, todos dicen de varias formas con diferentes letras: señores, 37


hermanos, maestros, todos. Se suceden imágenes de antaño todas ellas llenas de violencia, llenas de miedo, maltratadas. Recorre escuela, casa, tienda, calle, cementerio, se enfrenta a ellos cara a cara. Les pide explicación. Oye murmullos, oye de todo, no oye nada. Le pintaron la existencia por error de palabra más no de obra. De vuelta, niña vida, niña luminiscencia, ya puede vivir de color: distinta. Ya puede pintarse, pintar con su propio pincel y dibujarse inconfundible.

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Girondiniana Marcial FernĂĄndez A Mauricio Carrera Se sabĂ­a una mujer capaz de volar. Su cuerpo yace en el pavimento.

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Que no se me olvide... Fernando Flores Que no se me olvide perfumarme bien, lavarme bien detrás de las orejas, hacerme un peinado alocado y moderno. Que no se me olvide ponerme mis mejores ropas, bolearme antes los zapatos, llevar suficiente dinero. Que no se me olvide que debo conquistarlo. Que no se me olvide sonreír siempre, que no note que estoy nervioso. Que no se me olvide llegar a las seis de la tarde al metro Hidalgo, que no se me olvide comprar un par de boletos, caminar por los pasillos y buscarlo en el lugar donde lo vi ayer. Que no se me olvide que era alto, de piel blanca y bien vestido; que en cuanto lo vi supe que él era el indicado. Que no se me olvide esperarlo en los andenes, que él debe de llegar. Que no se me olvide su cara de inocente, sus ojos verdes y que seguro es universitario. Que no se me olvide que desde que lo vi me enamoré de él, que es el amor de mi vida, que podría pensar que sin él no podría vivir. Que no se me olvide buscarlo muy bien entre la gente, que debe andar ligando de estación en estación, como ayer, como la semana pasada. Que no se me olvide subirme al vagón de siempre en dirección Balderas, seguro ahí lo encontraré. Que no se me olvide revisar mi peinado, fajarme la camisa, mojar mis labios. Que no se me olvide acercarme a él lo más posible. Que no se me olvide mirarlo a los ojos, hacerle un guiño, sonreírle, siempre sonreírle, demostrarle que me gusta, que me interesa. Que no se me olvide mirarlo fijamente y bajarme en Balderas, hacer que me siga y de nuevo subirnos al vagón en dirección a Hidalgo. Que no se me olvide pasar los torniquetes y estar seguro que me sigue. Que no se me olvide decirle mi nombre y preguntarle el suyo. Que no se me olvide invitarle un café en algún café de chinos en el Centro. Que no se me olvide decirle que es muy guapo, que tiene unos ojos muy bonitos y que desde que lo vi ayer no he podido 40


quitármelo de la cabeza. Que no se me olvide acariciarle la mano de vez en cuando, mirarlo a los ojos sin desviar la mirada, trasmitirle confianza. Que no se me olvide decirle mientras bebemos café que soy amante del cine y que me fascina la fotografía. Que no se me olvide enseñarle las fotografías de mi familia que traigo en la cartera, decirle que soy un excelente tío. Que no se me olvide preguntarle si cree en el destino. Que no se me olvide preguntarle si tiene pareja, si vive con sus padres o vive solo. Que no se me olvide no ser demasiado obvio, que no se dé cuenta que me interesa demasiado. Que no se me olvide decirle que es muy guapo, que me gusta, que lo deseo. Que no se me olvide preguntarle si es activo o pasivo o inter, y si es de closet. Que no se me olvide invitarlo al cine, comprarle una bolsa grande de palomitas y un refresco, pagar yo las entradas. Que no se me olvide hacerlo sentir querido e importante. Que no se me olvide preguntarle si ya ha tenido sexo con alguien, y sentarnos en la última fila, acariciarle la entrepierna, tomarle la mano de vez en cuando. Que no se me olvide darle un par de besos en la oscuridad de la sala. Que no se me olvide trasmitirle confianza. Que no se me olvide decirle que es un chavo muy lindo y que quiero algo serio con él. Que no se me olvide abrazarlo mientras vemos la película. Que no se me olvide decirle que lo quiero mucho, invitarlo a mi casa. Que no se me olvide ofrecerle algo de beber, poner un poco de música romántica, prender algunas velas y decirle que sería buena idea que viviéramos juntos. Que no se me olvide decirle que se ponga cómodo, preguntarle si quiere ser mi pareja, decirle palabras bonitas. Que no se me olvide preguntarle si quiere ver una película, que él elija la que quiera que veamos. Que no se me olvide ofrecerle otro trago, uno más. Que no se me olvide quitarle los zapatos para que esté a gusto, preparar todo, verificar la cámara, ver que los artefactos estén en su lugar. Que no se me olvide decirle que lo 41


amo, que me gusta mucho, que es el amor de mi vida, que sin él no podría vivir. Que no se me olvide poner llave a la puerta, cerrar las ventanas y correr las cortinas. Que no se me olvide sacar mis cosas de la maleta, que no se me olvide que es virgen, que nunca ha estado con un hombre, que es hijo de familia. Que no se me olvide que sólo tiene veintidós años de edad, tratarlo con delicadeza y darle mucha confianza cuando lo hagamos. Que no se me olvide su nombre, que no se me olvide no ser brusco con él. Que no se me olvide ponerle pilas nuevas al flash, que no se me olviden las pastillas y el lubricante, instalar la cámara de video en un buen ángulo. Que no se me olvide llevarlo a la recámara, desnudarlo con delicadeza, darle un amoroso beso en la boca. Que no se me olvide decirle que me tenga confianza, que lo amo, que soy el hombre que el destino le ha regalado. Que no se me olvide encender la cámara de video, ponerle las esposas, ponerme el traje de cuero negro. Que no se me olviden las cadenas ni las argollas, ponerle el armazón, desinfectar los punzones y llenarle las piernas de miel. Que no se me olvide darle un par de madrazos si es que se resiste. Que no se me olvide amordazarlo si empieza a gritar, amarrarlo a la cama, acariciarle las nalgas con ternura. Que no se me olvide lamerle las piernas. Que no se me olvide que debe ser despacito al principio, que es primerizo, que no se me olvide sonar constantemente el látigo. Que no se me olvide mirar de vez en cuando hacia la cámara. Que no se me olvide verificar que sigue grabando. Que no se me olvide penetrarlo con cuidado, decirle que lo amo, que sin él me moriría, que todo va a salir bien, que así es esto del amor. Que no se me olvide vaciarle parafina en el cuerpo, cuidar no marcarle la cara, hacer que se retuerza de dolor. Que no se me olvide embarrarme los labios de miel y darle un beso. Que no se me olvide morderle los pezones, arañarle la espalda, hacer que gima de dolor, sangrarlo, lamer su sangre. Que no se me 42


olvide fingir que lo asfixio, apretarle el cuello con dureza, pasarle un cuchillo por el cuerpo. Que no se me olvide que el cassette del video sólo dura dos horas, que debo cambiarlo cuando se termine, que no se me olvide embarrarle los pies con su propia sangre. Que no se me olvide darle un par de cachetadas, pegarle con el fuete en las nalgas y darle un beso cariñoso. Que no se me olvide colocar la cámara fotográfica en el tripié y tomarme junto con él algunos autorretratos en los momentos más violentos. Que no se me olvide exigirle que mire hacia la cámara. Que no se me olvide tratarlo lo mejor que pueda, ponerme la máscara de cierres para asustarlo un poco, decirle que se lo va a llevar la chingada, que se va a morir, decirle palabras de amor. Que no se me olvide gritarle que maldita la hora en que me conoció. Que no se me olvide decirle que mire a la cámara, que no llore, que él es el amor de mi vida y que el amor duele a veces. Que no se me olvide botarlo por la carretera libre hacia Puebla, que cuando lo baje del auto nadie se dé cuenta. Que no se me olvide subir las fotografías a internet, hacer cien copias del video y distribuirlas en donde siempre. Que no se me olvide mandarles de regalo de navidad una copia del video a mis amigos. Que no se me olvide poner como fondo de pantalla en mi computadora la fotografía en donde él ya no reacciona a los golpes, esa foto en donde él está inmóvil sobre la alfombra encharcada de sangre, él ya sin vida pero con los ojos abiertos mirando hacia la cámara y yo sonriendo junto a él. Que no se me olvide regresar al metro Hidalgo la próxima semana.

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Un ángel Rogelio Flores Oh, it’ll take a little time Might take a little crime To come undone now We’ll try to stay blind To the hope and fear outside Hey child stay wilder than the wind And blow me in to cry Duran Duran -IPeina su cabello, de la nuca hacia las puntas. Un par de lágrimas escurren de entre sus párpados cerrados. Caen en sus zapatos. Antes de cambiar de posición, suspira. Se incorpora y se mira al espejo. Siempre que piensa en Mika, sucede lo mismo: añora su mirada, su sonrisa tímida -la más hermosa vista en un hombre- y llora. Después, sonríe triste. La voz del animador la arranca de su nostalgia cuando pide un aplauso para Juliette y llama a la chica siguiente. Esta corre a la puerta tan rápido como se lo permiten las botas de plataforma. Svetlana no gusta de las plataformas. No las necesita, tan sólo descalza, alcanza el metro con ochenta. Eso no la hace ser una mujer tosca, por el contrario, parece un ángel. Pensando en esa imagen, se mandó construir el corsé con plumas negras que lleva puesto. Sus demás accesorios son sobrios, discretos. Los zapatos clásicos de charol, con tacones de aguja, las medias caladas y el liguero negro. El rastro del llanto ha perturbado la calma del maquillaje marcando dos líneas siniestras en sus mejillas. Admira el contraste de sus pupilas azules, casi blancas, con las sombras que cubren sus 44


párpados, enmarcadas por las pestañas postizas que parecen látigos. Se admira de sí misma, es hermosa. Piensa en cuánto la favorece el tinte negro y el cabello largo. Sin poder evitarlo se recuerda en la adolescencia, abrazada a Mika, rubia y con el cabello corto, igual que él. Son ya demasiados años, demasiadas las cosas que han sucedido. Lo más triste, la muerte de Mika, seguida de la necesidad de salir de Rusia sin su hijo –el pequeño Mikahil- a quien nunca más ha vuelto a ver. El murmullo de sus compañeras es una marea ebria, adquiere un ritmo torpe y lento, inteligible. Sobre sus voces, se impone el retumbar de las bocinas, los agresivos beats de la música electrónica, chiflidos, aplausos y gritos. La puerta del camerino se abre de cuando en cuando y el aroma de sudor de hombre irrumpe -como una bestia- en ese espacio de perfumes finos y corrientes. Ella se enfunda los guantes con calma de asesino. Sigues tú, corazón, le dice Tony, el homosexual que le administra un cubo de hielo en los pezones con delicadeza y desapego. Svetlana se pone de pie. Revisa que todo esté en su lugar, se pone en guardia. A excepción de la pista, el bar queda a oscuras cuando apagan las luces. Comienza la canción que es su marca –Living dead girl, de Rob Zombie-, y la voz le llama y ella cruza el lugar en medio de gritos obscenos que se apagan poco a poco. Trata de mirar a todos y cada uno de los presentes con desprecio, y antes de subir a la pista, un mesero le acerca una enorme copa de martini en cuyo interior sólo hay agua mineral y fresas de gran tamaño. Sólo entonces esboza una enorme sonrisa, el griterío y el frenesí regresan con más fuerza. Son suyos, son su público. Los peldaños que llevan a la pista retumban con los pasos firmes y rápidos que hacen oscilar sus pechos con gracia y violencia. En un santiamén, asciende a la pista y se contonea con movimientos agresivos, sin embargo, la copa sostenida en su mano izquierda no derrama una sola gota. 45


La penumbra donde anida el público es perceptible apenas por el brillo de las miradas que la siguen, una es, sin embargo, tan oscura que no refleja la luz. Un movimiento brusco la despoja del sostén, pero el corsé con las alas falsas permanece en su sitio. Acto seguido lleva la copa a sus labios y derrama el contenido sobre su cuerpo. Las fresas descienden por sus pechos, su vientre y las piernas, para finalmente rodar por la pista. El agua mineral da un aspecto húmedo a su piel blanca que luce aun más pálida con la luz azul que unge su espalda, sus nalgas y sus piernas. Ninguna bailarían ejecuta un número como el suyo, pues ni una sola, de hecho, tiene una formación parecida. Svetlana cursó estudios de danza clásica desde la infancia. Formó parte de una compañía de ballet, en Moscú, donde conoció a Mika, y mediante la cual, viajó por toda Europa. No fue a América hasta que, viuda, emigró con la falsa promesa de iniciar una carrera en el modelaje. Así fue como radicó en Los Ángeles, San Diego, Tijuana y México, hasta ahí había llegado su gira triunfal. Crawl on me, sink into me, die for me, living dead girl, canta Rob Zombie en medio de guitarrazos. Svetlana desciende en círculos, moviendo la cadera y agitando la melena. De súbito, se incorpora y camina por la pista como top model, buscando las fresas esparcidas en su pequeño escenario, para atravesarlas con los tacones y ofrecerlas a las bocas de los espectadores más cercanos. Terminada la primera canción, viene una de ritmo más lento, con la que se desnudará casi por completo. Esta noche eligió Come undone, de Duran Duran. Le gusta mucho la música, adquirió el hábito por su matrimonio con Mika, quien compraba en el mercado negro de Moscú, discos de rock para escucharlos mientras hacían el amor. Se despoja los guantes, uno a uno, camina por la pista con delicadeza y se amarra el cabello con un listón de encaje. Desata 46


poco a poco el corsé, y deposita sus alas en el piso, con ternura. Finalmente se quita las bragas, quedando únicamente, con el liguero y las medias, dejando a la vista un pubis pequeño y rasurado. Los aplausos llegan antes que el animador los pida. Svetlana camina al camerino satisfecha, con una pequeña alegría en el corazón. La mujer de los boletos se acerca con un ramo de flores. Te envían esto, le dice. Uno de tus admiradores quiere pasar contigo todo el tiempo que sea posible. Está dispuesto a pagar lo que sea necesario. El encargado del club escucha el mensaje y se interesa. Sácale todo lo que puedas, le insta, que te lleve fuera y nos pague la salida, pero primero pides una botella de las mejores. -IIEl hombre llegó solo, como siempre, con un bastón en la mano. Era la sexta vez que acudía a verla, con la diferencia que esta vez la conocería en persona. Las veces anteriores apenas la veía terminar su acto y se marchaba, no sin dejar propinas generosas, pues parte de su estrategia era granjearse a los empleados del club. Y así fue. Uno de sus dogmas era que todos tienen un precio, y que generalmente, éste es muy bajo. Vestía traje negro y un clavel blanco en el ojal de una solapa. Tomó asiento en un lugar apartado de la pista y se dispuso a verla. Sabía perfectamente quiénes bailaban antes que ella, mujeres vulgares que se contorsionaban sin gracia, vestidas con colores escandalosos y con ropa que ni siquiera usarían las prostitutas callejeras. Repasó su plan. Lo primero consistía en tentar a la servidumbre, aprovechar la codicia de los pobres diablos que laboraban en ese lupanar disfrazado de club privado, despertar su apetito. Llegado el momento harían lo que él quisiera (así era siempre). Entonces la invitaría a salir con él, ofreciendo todo el dinero posible, pidiendo que no la acompañara ninguno de los hombres de seguridad que cuidaban a las chicas. En casa, todo sería más sencillo. 47


Ordenó una botella de oporto y una copa, y cuando ella salió al escenario, prendió un cigarro. Svetlana vertía agua sobre su cuerpo y él tuvo una violenta erección. La imaginó entonces con los ojos vendados, suplicando. Las lágrimas escurrirían por debajo de la venda que le cubría los ojos, marcando su rastro de maquillaje. Se imaginó también pasando la punta de terciopelo del fuste por sus mejillas, momentos antes de azotarle, casi escuchaba sus gritos. Miró el cigarro que sostenía entre sus dedos, complaciéndose de pensar en que él sería el primero en marcar esa piel inmaculada, blanca y perfecta. Por su mente pasaron las otras mujeres que habían corrido esa suerte. Pensó en su colección de fotos, dos por cada mujer. La primera cuando llegan con él, hermosas, y la segunda cuando la belleza se esconda tras los moretones, las quemaduras y la sangre. Cerró los ojos y pensó en cuánto le gusta el aroma de la piel quemada. Miró a lo lejos las alas negras de Svetlana, lamentándose que fueran falsas y no pudiera extirparle las plumas una por una. Tuvo que contenerse. Llamó entonces a la mujer de los boletos. -IIISvetlana está sola en un pasillo de la casona y mira el sobre negro que le acaba de dar el hombre, en su interior cuenta 1,500 euros. El segundo se entregará al término del servicio, ella prometió acceder a todo, con la condición de no ser lastimada. Él no dijo nada. El lugar es frío, húmedo y oscuro. Una puerta de madera se abre y la voz la llama. Svetlana camina, el sonido de sus tacones asemeja al de una daga chocando con la piedra. Se pone en guardia, algo no le gusta. Dentro de la habitación hay una antigua cama de latón, cubierta por sábanas de terciopelo negro. Al lado hay sólo un baúl. La música le parece conocida, tras unos segundos piensa un nombre, Wagner, y en seguida se recuerda con Mika, hace años, 48


ensayando Tristán e Isolda. La sonrisa de Mika la asalta y los ojos se le llenan de agua, aunque ya no se siente tan sola. Desnúdate lentamente, ordena el hombre, y cuando termines deberás vendarte los ojos con esto, dándole un pañuelo negro. Svetlana obedece, comienza a quitarse la ropa, no sin extrañar su música, la suya, la que ella escoge para su número en el club, la misma que inocentemente guardó en su bolso para usarla en las coreografías que suelen pedirle los clientes convencionales. Se despoja de todo, los guantes, el corsé, el sostén y las bragas, incluidos los zapatos y las medias. Entonces se acerca el hombre y la conduce a la cama. Su respiración es la de un pervertido, piensa, y en ese momento nota el metal de unas esposas que la engrilla a los barrotes de la cama de latón. Traga saliva. Algo suave se desliza sobre su piel, ella no lo sabe, pero es terciopelo, y tampoco lo sabe, es la punta de un fuste con el que el hombre la azotará en cuestión de minutos. Svetlana experimenta un extraño miedo y piensa en cuán segura se sentía en los brazos de Mika. Por su mente pasa su historia junto a él, todos sus momentos: la primera vez que se vieron, cuando ella le anunció su embarazo, él muriendo en sus brazos. Escucha un sonido casi imperceptible, seguido por el aroma de un puro, luego viene una risa lenta, oscura, maligna. -IVSvetlana supo enseguida que ese tipo era un monstruo, un enfermo. Por eso se obligó a sí misma a no gritar, a no dar una sola muestra de dolor, pues pensó que lo que lo complacía, era su sufrimiento. Además, sus lágrimas estarían reservadas por siempre para Mika. Aquello dio resultado –en un principio- pues el hombre cesó los azotes. Desconcertado dejó de golpearla. La miró detenidamente y sintió repugnancia. Se había equivocado, a su manera, esa hermosa mujer se resistía al castigo. Casi escuchaba su 49


risa. Lo estaba humillando, lo estaba retando a infligir una punición mayor. La piel blanca de su vientre y sus brazos había enrojecido, pero aún no había gota de sangre que asomara de ella. Decidió ir al baúl. En otras circunstancias habría usado la brasa del puro en las muñecas de Svetlana, como lo había añorado en el club, mientras ella danzaba y pisoteaba las fresas. Ahora las circunstancias son otras, pensó, esta mujerzuela no se burlará de mí. El baúl contenía una serie de objetos extraños, que él miró detenidamente. Armas blancas y objetos punzo cortantes de todos tipos, botellas con químicos corrosivos, instrumentos de tortura, juguetes sexuales de dimensiones absurdas. Tomó una navaja de barbero, y se complació al afilarla en una cinta de cuero. Pensó en la decepción de no haber visto de nuevo el rastro de maquillaje en sus mejillas, provocado por el llanto. ¿Qué tal dibujarlo con esto, perra? dijo en sus adentros. Después haría lo mismo en su piel, siluetas caprichosas que recorrerían desde su cuello hasta el pubis, para luego administrarle una mezcla de alcohol con anticoagulante. Y luego más azotes, y luego pequeñas puñaladas y luego golpes, burdos pero efectivos, con el bóxer puesto. Justo en el clímax de su delirio, Wagner desapareció. Aquello no le pareció extraño, podía ser una falla eléctrica. Hubo un momento de silencio, seguido por la misma música escuchada en el club (él no sabía que los intérpretes del tema eran Duran Duran). Sin poder evitarlo, sintió miedo, un miedo terrible. No tuvo que voltear a la cama para saber que de algún modo ella había escapado. Sin embargo lo hizo, y en efecto Svetlana ya no estaba ahí, sólo las esposas, vacías. Lo único que le tranquilizó fue no escuchar el taconeo de Svetlana, eso quería decir que no estaba cerca de él. Del baúl tomó un puñal y se aprestó a buscarla. No le gustaba pensar en que se hubiera liberado y aunque temía por su reacción, 50


no la dejaría escapar tan fácilmente. No pasó mucho tiempo para que sintiera su presencia detrás suyo, además de la ráfaga de un viento sepulcral. No había notado que el azul de sus ojos fuera tan claro, casi blanco y si no la había escuchado es porque ella se había quitado los zapatos, los tenía en la mano. Eso pensaba cuando uno de los tacones le perforó la garganta, una y otra vez. -VEl cielo tiene tantas nubes que no parecen ser las ocho de la mañana. El joven Mikahil camina por entre los pasillos del Cementerio Novodevichy hasta que llega a la tumba de sus padres, Mikahil y Svetlana Vourdalaks. Bajo su nombre lee las fechas del deceso de ambos, 1990. Han pasado más de quince años desde su muerte y aún los extraña. Principalmente a su madre. Eras tan bonita, le dice a la tumba de piedra, parecías un ángel.

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Exhibicionista Jesús Vicente García ...al que está teniendo tratos con los estúpidos le irá mal. Proverbios 13:20 En un Vagón Especial del Metro, un exhibicionista se bajó el pantalón. Movió la cadera como si estuviera haciendo ejercicios de calentamiento. Se reía como un idiota. El tipo se quitó la playera. Mostró su cuerpo falto de ejercicio. Nadie le hacía caso. Aumentó el volumen de su risa, que llegó a carcajada. Una joven accionó la palanca de seguridad. El tipo se vistió y se puso pálido del susto. En segundos llegaron unos policías gigantescos. De inmediato fueron sobre él, a una señal de la mujer. –¿De qué se le acusa? –preguntó uno de ellos. –Exhibicionismo y obstrucción de lectura –respondió un usuario, con lentes oscuros. –No –terció la mujer–, de estupidez. Éste es el Vagón Especial para Invidentes.

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Mal alumno Un ciego no puede guiar a un ciego, ¿verdad? Ambos caerán en un hoyo, ¿no es cierto? El alumno no es superior a su maestro. Lucas 6:39, 40 De todos es sabido que en el Metro fácil es hacerse pasar por lo que no se es, previo curso intensivo, para ganarse el pan de cada día. Así que los ciegos no son ciegos. O los hambrientos no tienen hambre. De tal suerte que un día, un tipo quedó tendido en un vagón, como pajarito, con los ojos cerrados. La gente sólo lo esquivaba para no pisarlo o hacían cambio de lugar. El caso es que, guiado por su bastón, un metrousuario ciego lo abordó y sintió el cuerpo tirado. –Es el mismo de hace ocho días –dijo el invidente. –¿Ocho días tirado? –cuestionó un joven. –No, ocho días muerto. –Pero no parece muy muerto que digamos –respondió una señora flaca. –Es que se hizo el muerto varias veces para que no se lo llevara la policía, porque su ramo era el asalto en vagones para mujeres, en eso sí era bueno –respondió el ciego. –Pero no huele a muerto, no está pálido y no está tieso – respondió llena de inteligencia una estudiante de medicina, a juzgar por su bata blanca. –Bueno... –el ciego se quitó las gafas oscuras y vio el hermoso rostro de la estudiante; se restregó los ojos para verla mejor, y se volvió a acomodar las gafas–, la verdad es que este tipo nunca fue buen alumno.

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La culpa es de los bolcheviques Eve Gil ...adelante de los pasos de un hombre van los de una mujer. Elena Garro Los recuerdos del porvenir Naufragio. De pronto no sabes si estás en Ixtepec o ante el implacable capataz de las teclas que es como el instructor de Nijinsky. Te has quedado dormida con los dedos suspendidos en un signo de interrogación, y es la ausencia de ruido lo que te despierta. Tus manos, tiernas manitas de pollo, crispadas, enflaquecidas y asustadas… reumáticas… emiten sonidos de lluvia escarchada cuando con ellas aporreas las teclas que conforman oraciones. Terribles oraciones. Estás solita, así quisiste estar. Sólo sola te sientes un poco visitada. Sólo así es posible establecer un teté a teté con Anastasia, rubia princesita, la que hoy cuenta historias, sólo para ti, shhhh, no se lo digas a nadie, pero Anastasia no está muerta... Duendes («gatos», insisten en llamarlos) tiran de tu cabello rubio, del ruedo sucio de tu bata y tus pantuflas azules. Uno susurra a tu oído: no duermes hasta que termines. Ya casi, ¡ya casi! Tecleas embravecida. Dejas de ser el bultito de la mecedora por obra y magia de tu imaginación. Eres otra vez la muchacha de elasticidad pavloviana, la del cuello en forma de bemol, la de las largas trenzas rubias que alimentan las hadas. Tus dedos ya no hacen lluvia sino granizo. Sí, aquí estás, has vuelto. Anastasia te ha inyectado juventud. Es tu cómplice, igual que Mariana, que Isabel, que Verónica, que Consuelo, que Inés, que Úrsula. Juntas podrían conformar un aquelarre de brujas rubias, danzar en torno a la fogata (¿resistirías, escritora, la tentación de volver a acariciar las llamas? ¿De cegarte con su voraz colorido? ¿De quemarte otra vez?). 54


En este momento Anastasia se somete a las diestras manos de Florence, la peinadora que heredó de su abuela inglesa hace muchísimos años, antes de nacer. La acicala Florence para el retrato familiar que los bolcheviques les han prometido, tan amables ellos, tan guapos con su bigotito impregnado de vodka y tabaco, dice Florence procurando que la esmeralda que remata la sortija que le ha regalado un amante casado, presuntamente militar, no se entrampe en la encrespada melena de la princesa. Qué rojas y bonitas son sus casacas, parlotea (uno me ha hecho guiños). Qué pulidos sus negros rifles. Tú quisieras adelantarte y advertirle a Anastasia que no se crea, que estos hombres que Flo juzga amables, incluso guapos y hasta poetas, van a condenarla, como a las otras, como a ti, a vivir la perpetua frenética búsqueda de un escondite. Es curioso, ¿cierto, escritora? Tú que de un modo u otro, simpatizaste con los soldados, con los cristeros, esos hacedores de fuego, libertad y ángeles, al grado de desear haber sido niño para acompañarlos con tu escapulario enredado al fusil. Huye una lágrima. Lenta y como pidiendo permiso resbala por entre ese surco que cavaron dolor y tiempo. No, odio no. Nunca supiste odiar, aunque fingieras que sí, que odiabas a morir. Ni siquiera a Él, ay de ti. Te has ido cuarteando, viejo húmedo castillo. Has llorado todas las lágrimas de mujer acorralada, bestia sola y su cachorro; de la que se enamora pero no cede. Dicen que el odio puede más que el amor, es cierto. Por eso no pudiste con la vida. Te llegan recuerdos. Los bolcheviques se han vuelto pétalos de rosa roja, y lo ves. Es él... ¿Cómo era su nombre?, ¿César?, ¿Augusto?... ¿Octavio?, bah, ¿qué más da un nombre? Llamémosle Él. Recuerdas su belleza de trueno, ojos glaciales y ardientes, queman y hielan. ¿Me concede esta pieza, muchacha?, todavía resuena en tu memoria aquella primera frase que cruzó contigo; los desafinados violines de la orquesta municipal por fondo. Pueblito idílico donde pululan ángeles. Él mismo podía ser uno… y él a su vez creyó que eras otro, más terrible aún y, por ende, digno de 55


ser domado. Los asistentes a la kermés en la plaza se cruzan en tu camino cuchicheando: allá va la loca de los fósforos, la que quema casas cuando se enoja. Pero tú no los ves, no existen para ti, no más. Miras justo donde Él mira: tus piernas. Piernas de bailarina, largas, blancas, jóvenes (no necesitas depilarlas, tu vello es algodón dorado), cruzadas con desparpajo, nerviosas, queriendo bailar, envueltas en medias de lino y rematadas por zapatos de enfermera inglesa. Insolente, piensas. Patán. Lo miras a los ojos con el mismo desdén con el que las señoritas de tu clase deben mirar a los jóvenes que calzan zapatos de minero, por angelicales que parezcan, y aún así Él insiste. No lo puede evitar: la belleza incita el anhelo de destrucción, para eso fue autocreado Dios, que se complace en autodestruirse una y otra vez. Es tu destino, escritora. Tu corazón late como el de una estatua de piedra. Tu mirada se pierde en aquella otra de tres tonos del océano. Gracias, no me apetece. Pero Él no es hombre que se deje despreciar y tira de tus trenzas, como Matilde de Flandes se enamoró de Guillermo el Conquistador —esa historia medieval te fascina, y Él te hace pensar en Guillermo—, por tirar de sus trenzas, arrastrarla por el lodo y enseñarle que a él ninguna princesita iba a llamarlo «bastardo». Tira Él de tus trenzas y ya su cuerpo se funde con el tuyo, ya su mano te empuña por la cintura y te estruja sin piedad... Eres mía, a partir de hoy y para siempre, aunque alguna vez yo pertenezca a otra me seguirás perteneciendo. Pequeña ola, te encerraré dentro de una cajita para que de pura hambre te vuelvas agua mansa. ¡Sonríes, cínica!... Sonreír te duele de un tiempo a la fecha, es un gesto doloroso, protestan azules tus encías. Anastasia te picotea el pecho con voluntarioso dedo de princesa: la olvidas para volver a Él, una y otra vez. ¿Hasta cuando, escritora? Te pasas la manita vieja por los pechos donde no reposan más trenzas. En tu cabecita brillan ralos mechones de un rubio rancio y grasiento. El muchacho con zapatos de minero te las cortó y nunca, 56


nunca volvieron a brotar. Añoras. Por eso todas ellas, Mariana, Isabel, Verónica, Consuelo, Inés, Úrsula, Anastasia, usan trenzas rubias y tienen pechos que amamantan hijos y amantes por igual. Protestan tus bronquios. El pelo de gato te está matando pero no puedes estar sin ellos, como no se puede estar sin la droga que nos mata. Lame uno tu cuello. Desliza otro la naricilla sonrosada por aquel mechón corrompido. Otro más suspira desde tu regazo. Te brindan afecto, calor, sepultan la roca de tu corazón bajo sus cálidas panzas. Ignoras la protesta de tus huesos. Regresas a Anastasia, a su cita histórica con los bolcheviques. Te demoras a propósito. Te causa horror, no el instante del fusilamiento en sí, sino el reinicio del círculo vicioso de la huída, porque el peso de los cuerpos grandes al caer sobre el muy pequeño de Anastasia amortiguarán el impacto de las balas, y ella... Al pequeño Alexis le darán en plena cara… en su hermosa y pálida cara a donde no llega sangre, triste angelito de cera. A Nicolás le estallarán las condecoraciones en el pecho y las esquirlas alcanzarán a herir a los verdugos, por lo que será maldito cien veces. A Alejandra le volarán la yugular y la garganta… habrá necesidad de rematarla…. Y pensar que a ti te salvaron cuando menos lo querías, escritora; cuando con toda tu alma deseaste no haber nacido y salvar así de nacer a tu hija. Él no les permitió morirse, no por amor, ilusa, sino porque no le dio la gana dejarlas ir. Él decidiría cómo y cuando se irían. ¡Y con quien! Las arrasó entonces con su soplo, como barre el otoño a sus cadáveres arremolinados en torno a las fuentes. Luego su tos, la tuya, la de tu hija. Tos, tos, tos. Por primera vez son familia, tosiendo los tres al unísono, en medio de la calle, o eso parece. Abierta hasta la más recóndita ventana del estrecho departamento, filtrábanse rugires de potentísimos motores, ladrares de perros lejanos… un claxon senil… la risa de una esposa sofisticada, de esas que llevan su propio sobrecito de café en polvo 57


al Ruc, como las amigas de Él, al que, en adelante pudiéramos llamar también «El padre de tu Hija». La mano de este, que tan pequeña parecía al acariciarte, se vuelve enorme al abofetearte. ¡Estúpida!, ruge, y el hedor a gas revuelto con champú de francesa te descompone el estómago. Y vomitas. Lo has bañado desde las enormes solapas hasta los zapatos que antes parecían espejos. De cualquier modo no pudieron con Él. Ahí están, vivas, ¡ja!, vivitas y coleando las dos, escritora e hija, después de tanto esperar que se marchara a darse una vuelta por la Gare Saint-Lazare, sabe Dios con quién; deseosas de tenderse juntas y tomadas de la mano, a esperar que tu amiga muerte viniera por ustedes, a salvarlas. Pero Él mató a la muerte, tal es su poder. París. Estás mirando tus propias piernas de bailarina, untadas por medias de lino como mantequilla y la punta de tus zapatos de enfermera inglesa que corren, vuelan, huyen; trastabillan por húmedas baldosas. De la mano acarreas a esa niña que es casi tú, las mismas trenzas, los ojos insolentes del padre. ¿Me concede esta pieza, muchacha?, canturrea ronca la niña mientras le arranca un ojo a su muñeca rubia. Misma mirada, misma voracidad. Aferrada a una muñeca de porcelana, tuerta amante de la infancia. Juntas huyen. Perpetuamente juntas. La mujer y la joven: la niña y la madre; la niña-madre y la madre-niña. Exiliadas del amor y de la patria, huyendo de la ira de Él, perseguidas por sombras de callejón emitiendo risas enmascaradas. Te parece verlo en cada esquina, ojos de trueno. Ángel con zapatos de minero. ¿Me concede esta pieza, muchacha? Vuelve a latir tu corazón viejo. Corazón gárgola. No querías verlo jamás y sin embargo te duele que por fin las haya liberado. Te gusta escribir destierro. Exilio no tanto. Detrás dejaste a la muchedumbre azuzada, enfebrecida, que pretendía apedrearlas, a ti y a tu hija: ¡Traidora!, ¡Soplona!, después de tantos años sigues escuchando estas palabras con la claridad con que se pronunciaron entonces, antes de que la más certera piedra te hiciera trizas la cordura. 58


Sabemos que eres inocente, escritora, ahora lo sabemos... y ellos también lo saben, aunque nunca te hayan pedido perdón. ¡Y te amamos…! Anastasia protesta, celosa de Mariana, la mujer de París a la que todos aman pero preferirían ver muerta. Aplastada. Lapidada. Los hombres no quieren amar a las mujeres inteligentes pero no pueden evitarlo, ni siquiera Él. Malditas. Reincides en el tecleo. Sientes de nuevo el látigo del instructor de Nijinski sobre tu espalda. Anastasia está a punto de llegar al paredón disfrazado de escenario para la posteridad. Pared color rosa pastel, blanca casi. Sabes lo que se siente: ser inocente y morir. O que te hagan creer que estás muerta. Muerta. Ella te lleva de la mano, te conduce a su muerte. Tú a la derecha, Florence a la izquierda, dejando una estela de violetas a su paso. (Dos minutos más y sus coquetos ojos verdes habrán abandonado sus órbitas, como los de una muñeca de porcelana) Es un pas-de-deux, muchacha. Todavía no, no, por favor, implora Verónica con ojos mancillados de literatura, Scott Fitzgerald — dandy rubio, barbaján, hoyuelo en la barbilla... ¡como Robert Redford! —, Evelyn Waugh, jajajaja. Se ha dejado enterrar en la ficción de callejuelas anochecidas y lloviznadas; de gatos de basurero que la persiguen ansiosos de poseerla, de neumáticos que rechinan contra el pavimento lloviznado en frenética persecución de carne joven; carne carne carne, quiero carne, salones repletos de señoritas con anchoas en el pelo y vestidos de charleston. A menudo se aparece frente a ti y te sonríe con esa resignación patética. Misma que alguna vez miraste reflejada en el espejito de tu polvera de Señora, de Esposa, al cuello la ristra de perlas azules que El te regaló, estrangulándote un poquito cada día. Pobre, pobre Verónica, lo que son capaces de permitir algunas mujeres que se enamoran de hombres de otras mujeres y se transforman en muñecas portátiles que ellos sacan y meten del estuche a placer. Como violines. Sí, estás pensando en la que te reemplazó cuando fuiste expulsada, otra rubia, otro ángel. Otra Ella. 59


¡Hambre!... ¡qué experiencia literaria!...y qué habituada a ignorarla, peor aún, a despreciarla y despreciarte por sentirla. Te recuerda que estás viva aunque te crean hecha de papel o de roca; a pesar de tu condición de pequeño bulto de mecedora, ese rechinido dulce que acompaña el tecleo de la lluvia y el coro de miaus. Inés asoma tímida por la cortina para recordarte que también muere de hambre. No te reprocha, te suplica. ¿Hasta cuándo, escritora, hasta cuándo?... Comprende sin embargo que la hayas escrito desordenadamente para no tener más hambre. Hay que esperar el próximo cheque, Inés... ya verás cuántos pasteles, cuánto vino, cuánto jamón... no, a Eleni le choca el jamón… ¿caviar, Eleni? Anastasia llega ante el paredón. La acompañan en su ingenuidad sus padres —Paliducho Nicolás. Imponente Alejandra (el semen de Rasputín le ha alisado las mejillas); las cuatro princesitas y el futuro zar, ese pequeño cadáver caminante que absorbió el sedimento de los vicios de los Romanov y está condenado a desangrarse al menor rasguño... y hasta los fieles Florence, Vasislav... Vasislav te simpatiza porque es profesor de gramática y usa monóculo. Bastante serio, rígido y callado. Un minuto más y su monóculo rodará. Tiembla de miedo, igual tu mano. Florence, lady Florence que arregló los cabellos de la zarina y sus cuatro hijas para el último retrato. Fue lady Florence la de la idea de encajar una corona de rosas blancas sobre los rizos machacones de Anastasia, de manera que suavizaran sus huraños rasgos. Tu mano tiembla más, escritora. No quieres llegar ahí, sensiblera, colocas a tus personajes en el potro de los tormentos y luego no quieres girar la manivela. A Inés su propia inocencia se le puso en contra. Quisiste salvarla y la convertiste en banquete de una cofradía de viciosos, como tú misma en algún momento, hora y lugar de París. Anastasia no, te repites, Anastasia no puede morir, sólo tiene once años, sobrevivirá para triunfar en Hollywood bajo la identidad de Greta Garbo... pero antes su cuerpo habrá de ser mancillado, sodomizado, orinado... cuerpo de princesa convertido en juguete 60


de la sed roja de los bolcheviques, esa ansia loca de ensuciar lo bello, borrachos muertos de hambre. Apestosos. Por eso odias a los bolcheviques, a los comunistas, a los leninistas, a los intelectuales de izquierda... son sucios, huelen mal y se entretienen violando princesitas rubias. Anastasia está en el primoroso escenario de su muerte, pared rosa y blanca. El zar Nicolás atilda su bigote, tupido y casi gris. Porta casaca de rango militar y se mece, agobiado de condecoraciones. Alejandra, poseída por el alma de Rasputín, mira rabiosa y altiva al frente. No debió mirar en forma tan directa, lo mismo que la coqueta Florence. Anastasia tiembla de emoción. El fotógrafo los recibe sonriente y ceremonioso. Les muestra su instrumento de trabajo, una caja negra sobre un caballete. El pequeño Alexei quiere palpar el artefacto, ver qué hay adentro. El fotógrafo lo alza en vilo para que vea en qué consiste el truco. Después distribuye a los Romanov, les indica sonreír y mantener esa sonrisa por espacio de tres minutos después del click. Obedecen buenos niños. Exponen sus dientes con desgana. Sólo Alexei sonríe con todos sus dientes porque le han dicho que se le hacen preciosos hoyuelos. Anastasia sólo estira las comisuras pues por ningún motivo mostrará sus dientecitos encimados. El fotógrafo oprime la bombilla. Ciega la luz... De algún lugar han salido, rojos, furibundos, terribles en medio del silencio, de su no decir, los bolcheviques, esgrimiendo rifles como cazadores tras la liebre. Están por todas partes. En tu comedor, en tu sala, debajo del piano, atrás de tu mecedora, de entre las cortinas, detrás y delante tuyo, junto a las vitrinas y los libreros. Te señalan, te apuntan, te amenazan. ¡Traidora!, ¡soplona! Es a ti a quien buscan, escritora. Él los ha enviado por ti. Te aferras a tus duendes que no parecen haberlos visto, suplicas: a ellos no. A mí... qué más da. Me han matado antes. Muchas veces. Ya estoy acostumbrada. Pero se supone que no debes decir nada, que no brota gemido de tu boca desdentada, como tampoco de los labios 61


de la familia Romanov que aún sonríe, si acaso un torpe quejido de sorpresa. Nadie te escucha, escritora. Nadie escucha a los Romanov. Él te condenó a hablar a través de un aparador de cristal, a hablar sin parar y no ser escuchada, nunca. Estallan las condecoraciones de Nicolás y la yugular de Alejandra y los ojos de Florence. Se resquebraja la carita del querubín. Se acabó. Se acabó, Elena, Hélene, dulce muchacha, no más hambre ni persecución, no más.... disparan los bolcheviques y tú, pequeño bulto de sabiduría, dejas caer tu cabeza con vestigios de niña rubia y piromaniaca, despacio, muy despacio sobre la máquina de escribir, oprimiendo, sin querer, la última tecla.

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Tanatogenesis Mario Jaime La muerta yacía desnuda sobre la plancha. Después de cerrar herméticamente la puerta de la morgue, el camillero acarició los cabellos que se deslizaban hasta los hombros. Desabrochó su cinturón y se bajó los pantalones. No era la primera vez que lo hacía. El olor a yodo, formol y agua oxigenada quedó en el olvido cuando le separó los muslos. Jadeó sobre el cuerpo que se enfriaba con lentitud. Aún tenía unos cuantos minutos antes de que los inoportunos llegaran para identificar el cadáver. En el vértigo apenas y percibió los rasgos inmóviles. Párpados inciertos y labios violáceos. Justo en el momento en que llegó al clímax ocurrió. Por uno de esos extraños espasmos rezagados en el sistema nervioso de los muertos, el torso de la mujer se incorporó sorpresivamente quedando perpendicular a sus piernas. El camillero, incapaz de asimilar el espanto, sufrió un paro cardiaco en los brazos del objeto de su pasión. Cuando los familiares entraron vieron dos cuerpos tendidos en siniestro abrazo. * Abel esperó a que la comitiva abandonara el cementerio. Las últimas tiras del aguacero chorreaban de los cipreses. Los automóviles negros y plateados se retiraron en silencio. Rápido sepelio, fugaz sermón para una dama que no había nacido con la certeza de un Dios y sí con la vergüenza del final episodio en la carne de un pervertido. El escándalo la había envuelto hasta en sus horas postreras. Abel se acercó a la inscripción. «Ariadné». 63


Siempre la había tenido allí, clavada en su memoria como otra cruz. Dejó un ramo de azahares, impresión de muchas preguntas, lenta salmodia y ninguna respuesta. Se alejó como un buque perdido en la niebla invernal. Esa noche, las fotos que aparecían a la luz de la computadora al vaivén del cigarro, le trajeron la certeza. Él había sido tan sólo un fisgón en su vida. Espía anónimo sumergido en un amor inconfesado. Incluso la pantalla transmitía la timidez. Ariadné bajo los tilos, la sonrisa lujosa, destellos de sol en su hombro. Ariadné en medio de un grupo universitario. Ariadné en la playa, en su boda, detrás de sus sobrinos, con un amante esporádico, bailando, gozando, amando, añorando… Ariadné, ¡Siempre Ariadné! Los primeros días soportó un poco. Después el golpe cayó pleno, conciso. Ausencia total, negritud. ¡Ay, Abel qué capricho es el parásito de la obsesión! Los sueños comenzaron a las tres semanas. Ya no eran retratos fijos en un aparato. Eran recuerdos extravagantes, vívidos en el umbral del subconsciente. El sopor, las imágenes. Primero de poca duración. Significado nulo. Ariadné tendía los brazos bajo una tormenta. Las ramas le azotaban el rostro y sus gritos pasaban del terror a la ternura. Las siguientes semanas duraron más. Ella no podía salir del pantano donde un buitre permanecía silencioso, expectante. Sus uñas heridas. De hinojos suplicaba. «Ven», parecían decir sus labios pero una parvada de caribúes le comía los ojos. La mortaja se desvanecía y ella se tocaba el vientre justo antes de que los relámpagos resquebrajaran la noche. Abel ya no iba al trabajo. Pasaba los días tomando café, temblando y fumando. El lavabo estaba harto de recibir un rostro que a cada rato se sumergía en agua helada tratando de olvidar el accidente y las pesadillas. Sobre todo en ese momento en que la locura tocaba a su puerta. Cada vez más y conforme se 64


sucedían las semanas, Abel se convencía de que la muerta intentaba comunicarse. No lo soportaba. Por las tardes su buganvilia envejecía y él se pasaba horas enteras contemplándola. Probó drogas más fuertes. Incluso llegó a golpearse pero invariablemente su reloj interno le imperaba dormir. A los siete meses los mensajes fueron iguales. Constantes. Ariadné en medio de un prado lloraba de alegría. Sentada en el césped contemplando las nubes, la eternidad se le presentaba en figuras melancólicas. Se levantaba de pronto, corría hacia él y le obligaba a esconder un fardo blanco. Luego, transformada en una boa, se retorcía hasta desaparecer en la floresta de su propia metamorfosis. En todos esos sueños hubo brazos suplicantes, bocas ansiosas, nervio puro. Una noche de octubre Abel salió rumbo al cementerio. Meses enteros de pesadillas le habían obligado a tomar una resolución. Tal vez ella, en el páramo omnisapiente de lo eterno, sabía quién la había amado de verdad y ése era el único que podía entender el mensaje. Paladín en busca de significados. Cuando metió la pala en la cajuela se preguntó si todavía su mente conservaba algo de cordura. Cuando en la mañana vio el rostro de Ariadné junto a su almohada supo que no. * El viento le azotaba lodo en las mejillas. Esfuerzo. Dolor. Cada paletada de tierra le costaba un nuevo vacío. Empezó a llover. El llanto de las cruces y lápidas se unió con el del cielo. Las imágenes se inundaban. Sonidos palpitantes esperaban camuflajeados en la obscuridad. Encontró la caja de metal. Pudo sacarla. Sus músculos pidieron consuelo. La tormenta arreció. Ahora el ritmo se volcaba en la tapa. ¡Ábrela! ¡Ábrela! 65


Introdujo el cincel en la juntura. Palanqueó. El ataúd abrió sus fauces dejando que la lluvia se introdujera, desesperada. Entonces Abel aulló en un instante que se impactó hasta en los moldes del infinito. La luz de su linterna le presentó la solución del enigma. No fueron los gusanos saliendo de la nariz, ni las tijeretas devorando los globos oculares de Ariadné. No fue su cuerpo corrupto, ni el hedor, ni los escarabajos. Lo que hizo conservar para siempre los gritos de Abel se hallaba justo en el bajo vientre del cadáver. Entre millones de hormigas cebándose de un charco sanguinolento se retorcía, gritando a pulmón vivo, una figura ciega, colmada de vagidos hambrientos. La muerta acababa de dar a luz.

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Cecilia Sergio Loo El cuerpo de Cecilia está a punto de deshacerse en llamas. Siente como si su sangre se estuviera filtrando por entre los poros. Si eso llegara a suceder, estropearía su nuevo vestido blanco. Los latidos se le aceleran. Yo corro tras ella preocupado de que aquella pastilla la hubiera alterado demasiado. Salimos disparados del antro. Yo tras Cecilia y Cecilia tras el mar que escucha oculto entre los motores de los carros que no puede distinguir. Sus pupilas no perciben más que estrobos. Los autos que le pitan para esquivarla apenas logran ocultar la metralleta que trae por latidos. La veo correr mientras se multiplica en diez o veinte Cecilias con las piernas chuecas. Mis pies se tambalean, no sé si por el comprimido que me metí, o porque la avenida se ondula bajo mis botas. La alcanzo, la tomo de los brazos y ella grita y se sacude como sirena iracunda y se me resbala y la pierdo entre calles angostas. No muy lejos escucho el grito de Cecilia junto con un frenón de algún carro. Me dirijo a donde creo vino el ruido. Mis zancadas pronto toman el ritmo y el equilibrio suficiente para que mis piernas se metamorfoseen en un monociclo. Freno. La calle está vacía. Busco con desesperación los tentáculos de Cecilia pero sólo me topo con una licuadora tirada en una banqueta junto a algunos fierros, cables, ropa y una sola zapatilla. La recojo, la beso y le prometo de ahora en adelante cuidarla mejor.

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Jolopo Gonzalo Martré Francisco Dasís Bueno era un joven soñador que desde párvulo manifestó especial cariño por los animales. La mañana en que descubría un ratoncillo con el vientre cruelmente aplastado en la trampa, era de luto para Paquito. Lloraba todo el día y, aunque su padre lo instruía acerca de los perjuicios ocasionados por esos roedores –epidemias incluso-, el niño permanecía inconsolable hasta la hora de dormir. Su zootropismo le impedía ver animales prisioneros. En cierta ocasión de memorable visita a casa de su abuela materna que adoraba encarcelar aves canoras y parlantes, hecho ya un adolescente, abrió las jaulas en un descuido familiar y liberó a pájaros y pericos por igual. Como era de esperar, su vocación profesional tiró hacia la medicina veterinaria, pero reprobó el primer semestre cuando lo conminaron a practicar algunas torturas –en nombre de la cienciasobre cuerpos vivos de perros, gatos y conejos. Prefirió un modesto empleo en el servicio de limpieza del jardín zoológico de Chapultepec, que le permitiera convivir con animales de todas las especies. Al mes de trabajar entre tan diversos ejemplares, Paco se ganó una felicitación por parte de la directora del zoológico, quien lo mencionó como ejemplo de empleado cumplido. La sección que atendía aquel eficiente muchacho era la más limpia de todo el establecimiento. Aquellos animales recibían su ración completa (algunos empleados infieles solían esquilmarles parte de su carne de equino para hacer reparadores guisos el San Lunes de cruda y otros, igualmente aviesos, hurtaban la carne para su casa donde los niños no la conocían ni de olor). No, los animales a cargo de Paco siempre lucían su pelaje lustroso y sus carnes gordas. Paco fue ascendido de peón de limpieza a intendente de alimentos. Bajo sus mimos y cuidados, la población cautiva vivió 68


días felices; aquella ocupación rebasaba con creces sus aspiraciones respecto al bienestar de los ejemplares bajo su cuidado. Como intendente de alimentación, el joven Francisco disponía de las llaves de todas las jaulas; era tal su amor y dedicación hacia esas criaturas de Dios, que Dios mismo lo recompensó dándole la extraordinaria facultad de adivinarles el pensamiento. Un domingo por la noche, Paco atendió al osito panda, quien maldecía a un pérfido pillastre que a medio día de arrojó una pelota de goma, la cual tragó confundiéndola con una golosina. Paco no se sorprendió en lo más mínimo al percibir el mensaje telepático de sufrimiento localizado, aguardaba con impaciencia la llegada de aquel don supremo; llevó con presteza al pandita hasta la casa misma del veterinario en jefe, quien después de tomar radiografías confirmó su diagnóstico. Mediante complicadas sondas, extrajeron la pelota asesina y a partir de entonces el valioso pandita fue resguardado mejor. A Paco le aumentaron el sueldo. Se preciaba de conocer manías, gustos y padecimientos de todos, absolutamente todos los habitantes del zoológico, y lo mismo amaba a la perversa cobra que al estúpido hipopótamo, por eso le causó enorme sorpresa hallar un lunes por la noche entre la sección de los arácnidos y la de los ofidios, una jaula grande que contenía a una bestia que por su tamaño desentonaba en aquel rincón. ¿Cómo no le avisaron de su ingreso? La ficha técnica de su clasificación, adosada en el tablero de costumbre, lo confundió en vez de darle luces. ¿A qué especie de la escala zoológica pertenecía tan espectacular animal? La leyó por segunda vez: NOMBRE VULGAR: Jolopo NOMBRE: Jolopus corruptus caparrosii priensi horridus. CARACTERES GENERALES: vertebrado, clase y orden indefinidos.

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Hay pocos ejemplares en el mundo, pero no se considera especie en vías de extinción, porque, aún cuando se oculta para reproducirse, siempre aparecen algunos especimenes adultos, sobre todo en Latinoamérica. Cuando vive en libertad, ladra y llora, por lo que se cree sea víctima de un gran complejo de perro chillón. En cautiverio, este animal se torna obstinadamente callado. COSTUMBRES GENERALES: Por su afición desmedida al robo, el Jolopo está clasificado como animal de uña, del orden de los cuervos, aves que gustan de las joyas y el oro. Si se le avienta contra un espejo, ¡ahí se queda prendido!. Debido a su gran capacidad mimética, conserva estrecho nexo con el camaleón. Por su enorme facilidad para hablar, el Jolopo también cae dentro del orden de los loros, familia del cotorro, pues repite cuanto se le enseña, especialmente mentiras e indecencias. Su fogosa actividad fornicadora le da parentesco muy cercano con el gallo. Su manifiesto egocentrismo, sin duda el más desaforado del reino animal, lo hace medio hermano del pavo real. A causa de su desaprensión innata, gusta de construirse enormes madrigueras a costa del trabajo ajeno. COSTUMBRES PARTICULARES: Noctívago; ladra de noche y se acuesta con la luz.

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Electrofóbico: detesta a la corriente. Aureófago: devora todo objeto de oro. Petrólico: bebe cantidades inconmensurables de petróleo crudo. Este espécimen fue capturado en el paraje de las estribaciones del Ajusco conocido como «La colina del perro chillón» MORFOLOGÍA EXTERIOR: Cabeza calva de zopilote tiñoso orlada con algunos pelos blancos en imitación de largas patillas que le bajan desde unas desproporcionadas orejas grandes. Ojos de ave carnicera ocultos por unos gusanos aceitosos e hirsutos a modo de cejas. Cuerpo deforme, demasiado grueso del vientre y uñas rapaces exageradamente desarrolladas.

¿Cómo era posible la existencia de un ser tan desagradable?, reflexionó el joven Dasís; abatido por este molesto encuentro, en lo sucesivo evitó aquel rincón. Todos los animales son bellos y dignos de cariño –filosofaba Paco, y si hay una excepción a ésta regla, lo mejor es echarle encima el manto piadoso del olvido. Borrado el recuerdo del execrable Jolopo, al paso de los meses anidó en su cerebro una idea digna de la madre Teresa, quien, como es sabido, universalmente personifica a la bondad misma: ¡Dejaría en libertad a todos los animales de ese zoológico!. Comenzó por los más pequeños e inofensivos; a los grandes y feroces los dejó al último, pues tendría que enseñarles a portarse bien. ¿Acaso no se decía que la ciudad era una intrincada jungla de asfalto?, ¿Cuál, si no la jungla, era el hábitat ideal de cualquier animal? Soltó a los osos hormigueros y en su huida hacia las minas de arena en Tacubaya, cayeron en poder de la banda de Los Panchitos, 71


cuyos distinguidos miembros sufrían hambre perpetua. Los plantígrados terminaron en la parrilla y fueron servidos en tacos con salsa de chile de árbol. Las focas y jirafas no llegaron más allá de Polanco, donde un peletero judío las convirtió en relucientes abrigos para esposas de funcionarios gubernamentales. Dada la crisis económica imperante, todas las aves no volátiles liberadas –fuesen o no comestibles-, dieron sustancia a nutritivos pucheros. Las aves volátiles fueron pasto de halcones y gavilanes. Cuadrúpedos, felinos, roedores o caninos sirvieron de blanco a los guardias presidenciales del cuartel del Chivatito, quienes demostraron excelente puntería. El zoológico iba despoblándose, sólo quedaban ya las grandes fieras y el indescifrable Jolopo. Público y empleados menores del zoológico muy bien se daban cuenta de aquella reducción drástica, pero ninguno protestaba, pues, al igual que en sexenios anteriores suponían que el presidente y regente en turno utilizaban los animales en sus diversos cotos de casa o para adornar los jardines de sus numerosas residencias campestres. Sin embargo, la revista Proceso hizo tal escándalo que el regente de la ciudad regresó veinte flamencos y el mismo presidente cuatro osos grises que iban a cazar por el rumbo de Tenancingo. El Congreso ordenó una investigación, además de poner guardia militar entrenada en Texas, pues nadie, a excepción de los dos citados funcionarios, tenía permiso para hurtar animales. ¡Era necesario un escarmiento! Dada la repulsiva figura del Jolopo, el Estado Mayor Presidencial no consideró necesario vigilar su jaula. ¿A quién podría interesar semejante ente del averno? Fue entonces cuando Francisco Dasís Bueno, exasperado al no poder liberar de su cautiverio al resto de los animales, recordó 72


al Jolopo e, inundado de infinita compasión y ternura, llegó hasta su jaula y le otorgó la preciada libertad. Apenas el Jolopo se vio libre, tomó a Francisco Dasís por los cabellos y lo llevó arrastrando hasta la jaula de los gorilas Pinochet y Stroessner quienes se hallaban muy resentidos con Francisco por no haber sido liberados a tiempo. El Jolopo trató de meter a su libertador por entre las rejas, pero la abertura entre barrote y barrote era de quince centímetros y aunque el dulce hermano Dasís hacía de asceta, lo cual le daba delgadez de santo, no cupo por tan estrecho espacio. Sin embargo, el Jolopo no se dio por vencido y ayudado por los rencorosos gorilas, lo hicieron pasar a la puritita fuerza. El Jolopo empujaba desde afuera y los gorilas jalaban desde adentro. En la maniobra Dasís perdió la oreja izquierda y la nariz, órganos que fueron desprendidos en la ruda fricción contra los barrotes. Una vez adentro Francisco, los gorilas lo tendieron en el piso y bailaron sobre su cuerpo una danza ritual, hasta no dejarle un hueso sano. Al Jolopo, restituido a la jungla de asfalto, ni los Panchitos, ni los judíos de la Polanco, ni los guardias presidenciales pudieron hacerle daño, halló a una compañerita dispuesta a compartir sus depravadas costumbres y vaga por ahí, depredando.

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Negocios Ernesto Murguía La oficina era en realidad una bodega en el segundo piso del Éxtasis. Al fondo se encontraba un escritorio metálico con papeles y facturas revueltos en desorden. Junto a la puerta había dos cajas de cartón llenas de ropa: alguna puta las dejó olvidadas y ahora formaban parte del lugar. Eran las once y la noche apenas empezaba. El Licenciado se puso de pie, descolgó el diploma del Instituto Comercial Washington y se quedó un momento observando las letras garigoleadas que lo acreditaban como administrador. Colocó el marco sobre el escritorio, vació un papel de coca sobre el vidrio y pintó dos rayas. —Buey, no mames… —La coca explotó dentro de su cerebro y resbaló hasta su garganta—. No mames… En lo que se alivianaba, el Licenciado se quedó observando los viejos carteles que adornaban el lugar: Tamara «La Princesa Egipcia», Lady Kamasutra, Ginger Escobedo, Madame Razor. Se disponía a meterse la segunda linea cuando llamaron a la puerta. Con cuidado, escondió el marco bajo el escritorio y se limpió la nariz. —Adelante. Mendieta entró a la oficina. Era un tipo flaco y moreno, con una cicatriz en la ceja izquierda y una playera de los Diablos Rojos del Toluca. —¿Quihubo, mi lic? Ya me dijeron. —¿De qué? —No se haga, del bisne con los hermanos Legarza. Su papá dice que ahora sí las cosas se van a hacer en grande. —Hay que esperar a ver qué pedo. No habías venido. —No es falta de ganas. Me traen en chinga. —¿De cuándo acá tan explotado? —Es la verdad. Pero para que vea que me acuerdo de usted, le 74


tengo una sorpresa. —¿En serio? Mendieta salió de la oficina; regresó llevando a una niña de la mano. Debía tener once o doce años. —No me chingues, cabrón. —Su papá dijo que estaba bien. El Licenciado volteó hacia la niña. Llevaba chanclas de plástico y un vestidito floreado en el que apenas se marcaban los pechos. Miraba de un lado a otro, como tratando de entender lo que sucedía. —Se llama Justina —dijo Mendieta. —Órale. —El Licenciado se acercó a la niña—. ¿Cómo has estado, Justina? —Justi no habla español. —¿Entonces cómo sabes su nombre? —Me lo dijo un pajarito —respondió Mendieta. El Licenciado se quedó observando a Justina. Tenía buen cutis, se veía sana. Además era bonita. —Ya vas, trato hecho. —¿Le late que lo dejemos en un ventilador? —¿Un ventilador? Estás pendejo. —Apenas es lo del viaje. —Diez kilos y di que te fue bien. —Quince. El Licenciado se inclinó hacia la niña. —¿Cómo ves, Justina? ¿Le damos los quince? La niña retrocedió asustada. —Tifia Niyana —murmuró. —¿Qué dijo? —preguntó el Licenciado—. ¿Qué dijiste, Justina? —A lo mejor tiene hambre —dijo Mendieta. El Licenciado abrió el frigobar, tomó la leche que usaba para los Rusos Blancos, sirvió un vaso y se lo entregó a Justina. La niña sostuvo el vaso en sus manos, como si no supiera qué hacer con él. —Tómatela —dijo Mendieta, fingiendo beber de un vaso imagi75


nario—. No hay bronca, tómatela. La niña siguió contemplando su vaso, sin decidirse a beber. —A lo mejor no le gusta la leche —dijo el Licenciado. Mendieta encogió los hombros. —¿Entonces qué, mi lic? —Ve a la barra. Pide lo que quieras y dile a Palmita que lo apunte a mi cuenta. Mendieta asintió y se dirigió hacia la puerta. Al verlo salir, Justina corrió hacia él y lo tomó de la pierna. —Tú espérate aquí, Justi. —Mendieta le acarició el cabello. Luego se volvió hacia el Licenciado y encogió los hombros—. No me tardo. —Tifia Niyana —dijo Justina, echándose a llorar—. Tifia Niyana —Sí, sí. Ahorita te traigo algo de comer. Mendieta apartó a la niña y cerró rápidamente la puerta. Confundida, Justina trató de abrirla, pero el Licenciado puso el cerrojo. La niña se le quedó viendo. Parecía un animal acorralado. —No te preocupes, Justi. El Licenciado regresó a su silla, levantó el diploma y volvió a colocarlo sobre el escritorio. Le lanzó a la niña una sonrisa tranquilizadora. Luego inhaló la última raya que le quedaba.

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El tic Rocío Noblecilla Mientras recogía los ceniceros que hacía un momento se habían saturado con mi nerviosismo, escuché el timbre de la puerta. Dejé los ceniceros sobre la mesa del comedor, iba a girar la perilla, cuando de pronto... ¯ ¡Maldición! ¡Sabía que brincaría!¯ . Fui al baño y frente al espejo pude constatarlo, ahí estaba otra vez brincando, como siempre. Con los dedos me di masajes alrededor del ojo mientras hacía respiraciones de relajamiento y cuando parecía haber dejado de brincar retiré los dedos y me miré nuevamente al espejo, el párpado seguía brincando, una y otra vez. El timbre volvió a sonar. Mojé mi cara con agua fría y presioné con fuerza mis ojos pensando que a lo mejor eso calmaría el tic, pero el espejo lo delataba. El timbre, al igual que mi párpado, se manifestó impaciente. Fui a la recámara y con dedos temblorosos tomé una hoja de afeitar; me puse frente al espejo ¯ ¡Jamás lo volveré a ver!¯ Y lo hice. ¯¡Me deshice del maldito...!¯

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¡Ah, qué chamaca tan pendeja! Edgar Pineda Estuve a punto de besar una cucaracha. La sorprendí jugando entre las cazuelas de la cocina. Me acerqué y escapó. La verdad, no quiero besarlas pero dice mamá Juana que debemos querer a los animalitos. Antes besaba a Sargento, el perro de la casa, hasta que un día me mordió la mejilla y la dejó marcada. Desde entonces prefiero los insectos. Chapulines y gusanos son mis favoritos. Los escarabajos saben raro. Mi hermano dice que es porque tienen la cara hacia abajo, entonces se ensucian de lodo y eso hace que sepan a caca. Son tonterías, le dije. Me explicó que por eso se llaman así: es-cara-abajo. No entendía entonces cómo miraban si siempre llevaban la cara hacia abajo. Para descubrirlo fui escarabajo por un día y metí mi cara al lodo. Después, cuando entró mi hermano a la recamara se burló porque estaba tirada en el suelo con mi cara pegajosa. Dijo que para ser un «coleóptero» honorable había que comprometerse a todo. No entendí nada pero dije que sí. Fue cuando acomodó sobre mi espalda el sillón ovalado como caparazón, lo amarró con una sábana y me obligó a mascar caca de sargento. ¡Como todo un escarabajo!, gritó de contento. Corrí torpe hacia mamá Juana para que me viera hecha escarabajo y me diera un beso, pues ella sí quiere mucho a los animalitos. Pero me dio un coscorrón y dijo: ¡Ah, qué chamaca tan pendeja! Entonces yo no sabía si era pendeja o si era escarabajo. Salí a sentarme en el patio como mamá Juana cuando tiene problemas; dice que «se reflexiona» y halla una solución. Yo me doblé, y con la cabeza hacia el piso encontré a Sargento. Lo culpé de mi desgracia: Si no me hubieras mordido, todavía te daría besos y no tendría que querer a los insectos, ¡perro idiota! Sargento sacudió la cola y ladró queriendo jugar. Lo perseguí hasta atraparlo, le amarré el sillón redondo en forma de caparazón y le embadurné su propia caca en el hocico. 78


En casa encontré que mamá había llegado de trabajar y le dije: Sargento-es-cara-abajo. Y yo-gran-jefa-mamá-cara-pintada, respondió. ¡Ah, que mamá tan pendeja! pensé. Seguro piensa que juego a los apaches. Pero ella está segura de ser mamá aunque le digan pendeja. Le platiqué mi aventura con los escarabajos y mi deseo de ser como ellos. Ordenó que me bañara y aseguró que acabaría con esta comedia. Al día siguiente me sorprendió cuando fuimos al museo de historia natural. Vimos muchos insectos. Me gustaron esos que parecen palitos voladores. Ella se salió de la sala porque le da asco ver escarabajos. Luego comimos en la tienda de hamburguesas y yo pedí una de escarabajo. La gente se rió. Me explicaron que eran de carne de vaca y no de insecto. Pregunté si las vacas comen caca. Mamá se puso roja de pena y dijo que mejor comeríamos en casa. Por la tarde subí con mamá Juana a la azotea del edificio para coger la ropa seca. Tomé una sábana y envolví mis piernas al posarme en el borde del techo. Como insectos se amontonaron los vecinos abajo. Me gritaban diciendo: ¡No te estires!, o ¡no te tires!, o ¡no mires! Ya ni sé. Sólo recuerdo que mamá Juana dijo: ¡Ah, qué chamaca tan pendeja! Fue cuando aletearon mis brazos y salté al vacío. La gente se volvió loquita. Lo que ellos no saben, es... que... ahora... prefiero... las... libélulas.

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Decisiones estratégicas Keshava Quintanar Roberto llegó decidido al baño y se tiró una meada apoyándose en el pie derecho. —Desde niño comencé a preocuparme por tomar decisiones «estratégicas» —les decía a sus cuates. A los 42 años, luego de incontables cursos de Calidad total y Reingeniería de procesos, ese era su pasatiempo favorito. —Creo que mañana, cuando suene el teléfono de la oficina, diré «hola» en lugar de «bueno»; creo que es más cordial y fraterno. Luego decimos «Hola, cómo estás» sin esperar respuesta, sólo para llenar el espacio con un sonido amable. Mañana diré «Hola»… Con largos monólogos de similar catadura aburría a su esposa mientras le hacía el amor con la televisión encendida. —Considero un sacrilegio el rascarse la cabeza con el dedo índice: tenemos el pulgar, que es más grande. Roberto intentaba impresionar a la nueva becaria de la oficina practicando «aforismos» –así les llamaba– que él mismo se inventó. Quizás, si le demostraba su singular y única agudeza, argüía, no había duda: caería rendida a sus pies. Cada vez que a lo largo de su vida le preguntaron el más trivial de los ¿cómo te va? Roberto siempre contestó, atusando tremenda sonrisa: —Hoy tomé grandes decisiones e hice importantes cambios en mi vida. La vida está en los pequeños detalles. Por eso, cuando lo cremamos, entendimos de inmediato el por qué de las seis horas que tardó en cortarse la yugular con el alfiler de su camisa nueva.

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Great Expectations A Arcelia Lara Covarrubias Antes de darle las buenas noches a su madre, la muchacha se embarra una minifalda negra como la de Gwyneth Paltrow en Grandes Esperanzas, se ve al espejo, se arranca tres vellos de la espalda y descubre que su piel no es tan blanca como la de Gwyneth, así que apaga la luz. Con el reflejo del farol de la calle atravesando esas cortinas de a 10 pesos el metro que compró en la Parisina, se pinta los labios, se quita el sostén, se peina igual a Jennifer Aniston cuando salía en Friends. En ese momento, hace una pausa para recordar la temporada y el capítulo exactos: sonríe y se hace un chongo con dos pasadores que guardaba en la boca. Termina el tocado, se vuelve a ver en el espejo, se sube la falda, se toca las piernas para ver si le quedó bien la rasurada, se toma dos pastillas y del segundo cajón del ropero saca tres condones que guarda en el bolso. Finalmente, ya casi para salir, y antes de medirse en el espejo por tercera vez, se pone unas botas negras casi idénticas a las que usó Angelina Jolie cuando hizo el papel de Lara Croft en Tomb Rider. También esta noche y desde que lo vio de esmoquin como Joe Black, lleva consigo la imagen de Brad Pitt que tiene grabada, no en un recorte, sino en el alma. Después de guardar las llaves, revisa el periódico con los últimos índices delictivos, nerviosa palomea, de nuevo: Iztapalapa. Suspirando, sale a la calle. En esta noche, ella camina feliz y dispuesta a ser violada.

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Sólo busco un hombre verdadero Fernando Reyes A ver, mejor así, no, mejor de este modo, tú abajo… Uff, qué vas a pensar. Me vale. Ya no me importa que me digan que soy una facilota, una insaciable, una chica plástica. A estas alturas todo se me resbala, hasta tú, perdona que te lo diga así tan directo, pero así soy yo, claridosa y bien directa. Cuando quise ser profunda y tomarme las cosas en serio, los hombres se aprovecharon de mí, por eso ahora me tiene sin cuidado lo que ellos piensen, pero bueno, a ti no tengo por qué estar contándote mis razones. ¿Qué te parece si yo me pongo en cuatro patitas y tú haces lo tuyo? Hazme de todo, yo te digo hasta dónde. Ignoro por qué los hombres no han podido encontrar en mí eso que espero que tú descubras. De verdad que yo me abro, me quito mis prejuicios, me olvido de los engaños, de las traiciones de tantos hombres. Porque la verdad sí he tenido varios. No me da pena decirlo. Muchos tipejos han pasado por mí. Después de la primera infidelidad, no sé por qué seguí y seguí probando, pero pues nadie, nadie ha llegado hasta el fondo de mí. Ojalá que tú lo logres. Yo te voy a ayudar. Créeme que no soy tan frívola como dicen. Me gusta leer y saber muchas cosas. Juntos vamos a llegar a donde quiero, yo sé cómo, ya lo verás. Cuando me hablaron de ti, de inmediato y sin pensarlo, me negué. Yo jamás pagaría por tener placer. Eso es para las perdedoras, pensé. Con el tiempo entendí que una mujer puede conseguir lo que se le da la gana, y si los hombres compran sexo ¿por qué nosotras no? Debo confesarte que me tardé un buen tiempo en decidirme, pero conforme iba descreyendo del amor, iba llegando a una conclusión: ¿para qué comprar todo el cerdo si nada más necesitamos un cuartito de longaniza? Quizá contigo logre lo que 82


ando buscando aquí bajo las sábanas, o aquí abajo de la cama, o aquí bajo tu cuerpo perfecto. Inerte. Muévete, muévete, maldita sea, no siento, no siento nada, a ver, méteme la mano. Ay, con cuidado… Separa tus dedos, búscale por allí arribita, como si me tocaras el ombligo por dentro. Vas a sentir algo rugosito, como si estuvieras tocando un paladar. Se llama el Punto de Graffenberg. ¿No sientes allí como una bolita de carne? ¡Qué vas a sentir! Si eres igual de estúpido e insensible que todos los demás. No te quedes así, como un chamaco que lo está regañando su madre. Pagué mucho por ti y mínimo te deberías esforzar. Está bien que no estoy tan húmeda como debiera, pero qué quieres, tú no me mojas, no me prendes, de nada te sirve estar tan bien dotado. Y no vayas a poner de pretexto que nos acabamos de conocer o que debe de existir confianza para llegar al placer. Eres como todos con los que he estado. Creen que ya nomás con encuerarse la excitación va a llegar así de pronto, así como les llega la inspiración a los poetas. Por cierto, una vez me metí con un escritor y si vieras qué fiasco. Tanto que escriben sobre el amor, la pasión, la carne y… pura madre. No me sirvió ni para el arranque. Creo que se lo había torcido, se molestó, se vistió, me dijo «busca primero el placer en tu interior, luego búscalo con un hombre», y se largó azotando la puerta. Qué escenita de telenovela, qué mariposa me salió el escritor de poemas eróticos. Así me han salido tantos, con ropa muy hombrecitos, y ya desnudos se portan como niñas en busca de cariño y besitos maternales. Y yo sólo busco un hombre verdadero, que me dé placer, mucho placer, que me llene y me rellene y no me pida nada. Por eso es que me busqué alguien como tú, bien hombrecito, que no me salga con excusas, que no me pida que primero hablemos, que no quiera emborracharse para ver si así aguanta más, 83


que no me pida besos y ternuras, que no quiera chupadas y lamidas, alguien así, atlético y que no se le doble a la primera. Alguien que haga todo lo que yo le pida sin protestar, que deje de inventar cuentos para amarme, que no me quiera usar como objeto sexual, que no me quiera cambiar, que no me reproche ni se queje por las libertades que me tomo, que haga todo lo que le pido y que se calle, que no le huela la boca ni las axilas, que no le duela si se lo aprieto, si se lo muerdo y se lo arranco. Alguien como tú. Con mucha batería, un año de garantía y hasta con pito de repuesto.

Ni en sueños Dormían profundamente. De repente, ella se incorpora intempestiva y lo despierta zarandeándolo: ¯ ¿Qué estás soñando, maldito?

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Tutsie Marcos Rodríguez Leija Mi debilidad son las mujeres y no me importa el físico a la hora de cogérmelas. Soy práctico, directo. No discrimino. En mí no caben complejos. Me encanta el sexo tanto como la poesía de Neruda. Suelo escribir después del coito. Eso me inspira. Por mi vida han pasado muchas mujeres: morenas, pelirrojas, rubias, flacas, gordas, altas y bajitas. Nunca digo NO cuando se trata de coger, pero entre todas ninguna se compara a Tutsie, una mulata que me arrancó del alma los mejores versos. Era una maestra en la cama. A veces le bastaban cinco minutos de leves caderazos para provocarme una eyaculación intensa. Tutsie vivía en la misma vecindad que yo, en el barrio de Tepito, cada cual en uno de doce cuartos salitrosos de 6x3 que compartíamos con ratones y cucarachas todos los moradores. El baño estaba afuera, era colectivo. Yo siempre le cedía mi lugar a la hora de hacer fila. Ella me agradecía siempre la caballerosidad con una sonrisa. Caderas anchas, pechos redondos y macizos, piel azabache y nalgas bien formadas. Así era Tutsie, curiosamente mitad jarocha y mitad cubana. Siempre anheló triunfar, ser una gran bailarina como su abuela materna en La Habana, pero no pasó de ser la estrella de un carnaval provinciano de Veracruz y, luego, la predilecta en burdeles de arrabal y la más codiciada en Sullivan, una calle de la Ciudad de México donde se encuentra la pasarela de rameras más grande del mundo. A veces, después de sus jornadas, tocaba a la puerta, ya casi amaneciendo. Yo, desvelado y borracho, postergaba mis escritos para escucharla contar las odiseas que enfrentaba al prostituirse. Nunca faltaban los maniáticos. Lo que ella no sabía es que yo 85


también era uno de ésos. —¿Y ahora qué haces, poeta? —me preguntaba con un acento caribeño y dulce. Yo, frente a una vieja máquina Remington que rescaté de un basurero, le decía: «Lo de siempre, escribiendo sobre esta ciudad marchita y deshojada.» Tutsie se quedaba pensativa, como intentando traducir aquellas metáforas cursis que me publicaban en un diario local. A veces pienso que la editora lo hacía por lástima, al ver mi aspecto de viejo menesteroso más que un porte de escritor con un futuro lleno de éxitos. En ese diario eternicé a Tutsie. Una vez me dijo: «¿Por qué no escribes sobre mí, poeta?» Y yo le dije: «No hay poema que pueda describirte. No hay palabras que suenen como suena el mundo cuando mueves el culo. Si la ciudad estalla en ruido no es porque enloquezca, ése es su grito apache con el que alaba tu existencia a Dios.» Y Tutsie se quedó pensativa otra vez, intentando descifrar con su lenguaje cotidiano mis palabras rebuscadas. ¡Pero qué poético era su modo de hablar, e incluso su silencio! Ella decía: «Poeta, a veces pienso que somos el sueño largo de una hormiga. Cuando despierte, se desvanecerán nuestras angustias como una cortina de humo.» Luego de escuchar las palabras de aquella negra mujer, le daba un trago a la cerveza para deshacer una bola de sentimientos estremecedores que se me atoraban en el gaznate como una flema incómoda. Después de conversar, ella siempre se acercaba a mí para abrazarme como una niña tierna, desprotegida, y yo la abrazaba como un viejo libidinoso a una bailarina exótica, como a una puta que merece el aplauso por la maravillosa ejecución de su trabajo. 86


Y nos hacíamos uno en la incómoda tina que rescaté de un basurero para transformarla en una cama excéntrica. Tutsie me abrazaba fuerte como quien abraza a un padre que no ve desde hace mucho tiempo. Y yo, la estrechaba como a la mujer indecente que soñé para satisfacer mis fantasías sexuales. Siempre terminábamos bañados en sudor adentro de aquélla tina cochambrosa. Mientras mi cuerpo transpiraba alcohol; el suyo desprendía el olor del mar. Algunas veces intenté decirle que dejara de prostituirse, que nos fuéramos a vivir a otra ciudad, pero siempre terminaba ebrio y caía dormido junto a la máquina de escribir, soñándola bailar feliz sobre la nube de sus sueños. Así fue que le escribí un poema, en uno de mis desvelos embriagados:

Tutsie sueña lo inalcanzable mientras Dios la busca en Sullivan a bordo de una limousine para besar su sexo sin el más mínimo deseo que saciar su sed de sexo. Lo inalcanzable para Tutsie es una nube, una estrella, un beso de amor, que retoñe una flor bajo su vientre espinado. Tutsie sueña con el final feliz que siempre tuvieron sus muñecas… Ése fue el último poema que me recibieron en el diario. La razón, la ignoro, aunque deduzco que se dieron cuenta de mi falta de capacidad poética. Por desgracia, Tutsie jamás pudo leerlo. Alguien tocó la puerta de mi pocilga durante la madrugada, pero al abrirla no había nadie. Un viento helado 87


golpeó mi rostro soñoliento. Al amanecer vería en los periódicos una trágica noticia el mismo día de mi publicación. La encontraron muerta, estrangulada en un cuarto de hotel. Me tocó identificarla en el Forense. Al regresar a casa, estrellé la máquina de escribir contra el suelo. Bebí una cerveza caliente que reposaba sobre una mesa artrítica y le arrebaté a un ratón un pedazo de pan rancio. Estuve muchas horas con la mente en blanco. Dispuesto a masturbarme, decidí salir a recorrer una ciudad marchita que para mí ya no era la misma. El sueño largo de la hormiga parecía estar a punto del final. La ciudad se veía más triste que nunca. Faltaba la diosa de la noche. Definitivamente, faltaba Tutsie en Sullivan.

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En busca de la belleza Espartaco Rosales Cuando ella mencionó que quería que yo subiera de peso, pensé que era una broma, que lo decía simplemente por decir algo, por llenar un momento en el que no se le ocurrió nada mejor de que hablar. Habíamos hecho el amor. Me había sentido bien, pero ella me decía que le faltaba algo, que no era suficiente, que no había sentido placer. Era una paradoja: yo estaba orgulloso por lo que había logrado en el gimnasio. Los 56 kilos de delgadez, se habían convertido en 72 de músculos bien barnizados y también de fuerza y potencia. Por eso me extrañó que ella dijera que quería que subiera de peso. Pensé que se refería a que aumentara mi volumen. Pregunté en el gimnasio y me recomendaron una serie de complementos alimenticios. Empecé a tomarlos y pronto los brazos y el tórax se ampliaron. A las pocas semanas, insistió. —Quiero que engordes, por favor. Otra vez, creí que bromeaba y me le quedé viendo con un gesto de sorpresa. —A veces me gusta cómo hacemos el amor —dijo— pero necesito más. Cuando me voy a venir siento que crezco y crezco y tu cuerpo se va haciendo pequeño y pequeño, necesito una bola de grasa que me aprisione y que no me permita hacerme más grande. Me quedé confundido; dejé de ir al gimnasio. Empecé a comer todo lo que podía. Todo por ella. La comida se convirtió en un placer que yo buscaba prolongar más y más. Al principio, me esmeraba por comer en lugares lujosos. Me hice aficionado a la comida china. Visité todos los restaurantes elegantes y luego todos los de la calle de Dolores. Me gustaba ir a estos sitios porque los platos eran abundantes, uno podía hartarse y comer delicioso. El pollo agridulce, el pato estilo cantonés, 89


el arroz frito, los camarones rebozados, el chau mein, el chop suey, el wan than dorado, los rollos primavera... todo lo devoraba con placer. Con el tiempo, me di cuenta que la comida china no era la mejor para alcanzar mi propósito. Empecé a probar otras delicias. Opté por las pastas italianas y las pizzas. Luego recorrí los restaurantes argentinos. Era un deleite comer esos trozos enormes de carne, acompañarlos con empanadas, salsa chimichurri y papas al horno. Pronto, en lugar de comprar el platillo para una persona, empecé a pedir para dos y después las parrilladas para tres personas. Lo devoraba todo en un festín que era deleite, placer y gozo. Para mí, comer se hizo obsesión. Pero del gusto pasé a la necesidad. Llegó un momento en que no me era posible pasar frente a un puesto de comida sin pedir ocho, diez, quince, veinte tacos de moronga o de chorizo. Pero era sólo un tentempié para seguir después con quesadillas y garnachas, con pozole, tostadas, birria... El estilo ya no importaba ni el lugar. Lo importante era tragar. Llegó el momento en que empecé a ver el mundo de otra manera. Botero se convirtió en un artista inigualable, las modelos de Playboy, en escuálidas varitas de nardo sin mayor gracia. La panza y la lonja empezaron a atraerme, los senos grandes, rebosantes, se me hicieron deliciosos. Empecé a adorar a Buda, alquilé las películas de Chachita... Un día me enteré de un grupo de gordos que se reunían cada semana con el único fin de aumentar de peso. Me uní al clan y empecé a ver algunos resultados. Mis progresos eran buenos pero no suficientes. El grupo me ayudaba pero yo necesitaba más. Mi novia seguía insatisfecha y aunque a mí ella ya no me atraía particularmente, sí me ayudaba tenerla cerca pues me auxiliaba a delinear los nuevos cánones en los que yo centraba la belleza: mi panza era escasa, la lonja seguía dura, mis pechos no se sentían como de gelatina. 90


Fue entonces cuando conocí a Édgar. Era un gordo respetable, aunque todavía le faltaba mucho para completar su ciclo: La carne no era suficientemente blanda y no tenía mayores colgajos. Luego de observarme un rato me llamó a un rincón del salón en el que estábamos. —Sé que te interesa tener progresos rápidos —dijo como si conspirara. —Sí —le respondí en un susurro. —Yo puedo ayudarte —dijo, bajando aún más la voz. Después me entregó un papel con una dirección, una fecha, una hora y, al final de la nota, una palabra, una clave. —No olvides llevar una toalla y una mudada —dijo antes de irse. Durante el día dudé si debía asistir o no al lugar al que me invitó Édgar, pero hacía una semana que no veía a mi mujer y la próxima vez quería que me dijera que mi belleza era absoluta. —Chicharrón —dije al tipo que abrió una pequeña ventanita de la dirección recomendada. La puerta se abrió. Había poca luz. Cuando terminaba de acostumbrarme a la oscuridad apareció Édgar. Me dijo que estaba feliz de que hubiera llegado y que pronto empezaría todo. En una especie de cuadrilátero, que estaba al centro del lugar, llevaron a un hombre de unos treinta años. Era lo más gordo que yo había visto en mi vida. Alrededor de él, unas veinte personas lo veían con lujuria, con deseo. Pronto empezaron a gritar desaforados: ¡Carne, carne, carne! Alguien llegó y desnudó al gordo. Su complexión era increíble, todo un modelo. Después sólo cupo el asombro: alguien se acercó y le mordió la garganta. Luego todos se abalanzaron —Édgar entre ellos— y empezaron a comérselo, a destazarlo. Se disputaban los pellejos, en una carnicería que me dio repugnancia. A la semana siguiente vi a Édgar. Estaba mucho más gordo. 91


—Tienes que participar del rito —me dijo gravemente. —No mames, es lo más asqueroso que he visto. —Al contrario, es una ceremonia, una purificación. Es la posibilidad de lograr la belleza verdadera, abandonar lo superfluo y situarte al lado de los dioses —dijo, y se fue. No quería ir pero me venció el deseo o el destino o la carne. El caso es que llegué otra vez, di la clave y entré al lugar. No pude quedarme quieto. Al principio sentí asco pero finalmente corrí hacia el festín. Alcancé una oreja y un pedazo de cachete de otro gordo colosal. Sentí la sangre aún caliente y mi corazón latiendo, a punto del colapso. Después probé la panza y hasta las entrañas. El cambio fue excepcional: mi grasa se multiplicó rápidamente, sentí mi carne flotar en un vaivén que se parecía a una ola. Le hablé a ella, le dije que estaba listo, que viniera a verme, que ahora sí lograría aprisionarla y provocarle un orgasmo o más. Respondió que esa noche saldría de viaje, pero que al volver me visitaría. Pensé que esa semana me daría la posibilidad de ser un verdadero coloso. Cuando fui a hablar con Édgar no advertí nada extraño. Pero cuando me dio la nueva clave —moronga—, alcancé a notar un brillo extraño en sus ojos. Aquella noche, luego de atravesar el umbral de la puerta me encontré con una oscuridad casi absoluta. De pronto, alguien me tomó del brazo y luego me amarraron. Debo confesar que sentí algo parecido al placer cuando el primero, de un grupo que se acercaba corriendo, se abalanzó y empezó a morder mi panza.

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Zapatos de tacón púrpuras Guillermo Samperio Los zapatos de tacón púrpuras son pulpa del corazón debilitado. Los zapatos púrpuras están hechos con piel de medusas sacrificadas. En las hebillas relucen moscardones violáceos. Sus tacones son de cornamentas míticas y supersticiosas. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. Fosforescen en los extensos pasillos de la desolación amorosa. En ocasiones, sus tacones de aguja van escurriendo goterones de sangre del amante solitario, moribundo en un cuarto de hotel de los peores en Las Ramblas. Ah, pero cuántas veces ha resucitado ese amante cardenalicio a la espera del siguiente encuentro de amor negro púrpura, inflamado mortalmente por pasión de grilletes. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. El eco que producen los tacones es de origen nigromántico, pues el amasio lo escuchará de forma permanente en la calma de la agonía o en la desesperación de la demora. Los zapatos de tacón púrpuras se ven inocentes dentro de las iglesias, pero no falta el chico que escuche su cruel hipocresía. Aunque semejan estar entintados de orquídeas importadas de Marruecos, su color proviene de los lirios salvajes del Amazonas. Los zapatos purpurados rezan a las quimeras, a los sátiros y, en especial, a las brujas de Salem. La piel de estos zapatos es de murciélago amoratado. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. Se acercarán con el sonido de bisturís de quien va a rasgar los pulmones y el corazón amoroso de José, Lauro, o Guillermo, tacones verduguillos que destrozan con placer mórbido y se alejan para siempre. Pero para los zapatos de tacón púrpuras el siempre, el infinito, o el nunca más, les tienen sin cuidado: regresan como si volvieran de un cósmico hoyo purpúreo. 93


Para ellos el tiempo no es absoluto, en fin, ni tiempo es con tal de imprimir su eco rojo en el recuerdo. Aunque una noche, en la esquina más oscura, el puñal entre setenta veces siete en los zapatos púrpuras, un sonido de eco lejano, un eco que no termina nunca, merodea los barrios mustios y melancólicos. Resuena al ritmo del pálpito del corazón desangrando una y otra vez desde los tiempos de Cleopatra. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. Cínico, el eco se acerca al tipo sentado a la mesa de una cantina medio ambientada con cuadros de viejas corridas de toros de espadas sacrificados. Un tipo solitario, sin sentido en su lobuna vida, para qué decir descorazonado, ese tipo apura uno más de los vasos largos de tequila, que bebe desde no sabe cuándo. Sus ojos turbulentos toman un poco de viveza cuando el eco de los zapatos púrpuras se acerca y se escurre por sus oídos. Aunque ya autómata, aunque ya sin sangre que ofrecer, aunque su respiración se terminó meses atrás, el eco suplanta el latir de su corazón hecho ya manzana roja reseca. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. El tipo se levanta, vaso tequilero en mano, el eco retumba, bailotea, zapatea, en el interior del individuo. El tipo se sabe encadenado como perro zaherido, camina a las orillas de la ciudad al ritmo del eco del taconeo. Entra al camposanto conducido por el eco, el eco, se detiene ante una tumba de mármol sonrosado, deja el vaso de tequila sobre la cripta de junto. Destapa el foso con manos y dientes, la tarde violeta va agonizando, hasta que el tipo mira los primeros restos. Las mujeres van y vienen con zapatos de tacón púrpuras, hablando del Minotauro. Sin importarle que unas tumbas más allá un purpurado rece por un hombre sano que van a enterrar entre familiares de gris y negro que llevan paraguas negros aunque no esté lloviendo, el tipo toma el vaso de tequila y lo bebe hasta las heces. Ha descubierto, al pie de la fosa 94


destruida, un lunar púrpura entre la tierra y las astillas. Termina de desenterrar el cadáver de los zapatos de tacón púrpura y se tira sobre ellos en, quizás, su último acto de amor perruno. El eco, el eco, el deseo, medusas, el eco, las mujeres van y vienen, el eco, lirios, los paraguas negros sin lluvia, manzana reseca, el eco eco, bisturís, el eco, grilletes, el tipo jadea, el eco eco eco setenta veces siete.

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El día definitivo Ignacio Trejo Fuentes Despertó con la certeza de que ese sería un día definitivo en su vida. Se bañó, escogió en el guardarropa algunas de sus mejores prendas y, tras comprobar que sus padres y sus hermanos se habían ido a cumplir sus respectivas obligaciones fuera de casa, salió a la calle. Apenas escuchó el saludo amable de la portera del edificio, casi corrió a la estación del Metro, y al llegar a la oficina donde hacía labores contables habló de inmediato con Patricio: por fin accedería a verlo, luego de inútiles asedios de él, perentorios, rudos, amenazantes. Concertaron un encuentro para esa tarde en el departamento de él, y eso la llevó de regreso a sus días felices como pareja enamorada. Recordó, por ejemplo, cómo Patricio la fue llevando a un torbellino mitad pasmo, mitad deslumbramiento, a través de interminables sesiones amatorias. Supo entonces —creyó saber— lo que era el amor, no esos simulacros anteriores en sus veintisiete años que ahora veía huecos, como simples máscaras que se iban derrumbando ante el furor de su nueva vida con Patricio. Y sintió en la sangre los ríos ardientes de la rabia al recordar cuando se supo embarazada y lo hizo saber, entre dichosa y tímida, a su pareja, y constató la respuesta furiosa de él, incrédulo, sacudido. Patricio se opuso, desde luego, a la locura de tener un hijo, mientras ella se aferró a esa posibilidad como si se tratase de su última batalla contra el mundo. Vino la ruptura, y debieron pasar dos, acaso tres meses, para que Patricio le llamara por teléfono urgiéndola a tratar otra vez con el asunto. Convencida de que aquél había reconsiderado su postura y que habría de ofrecerle vivir juntos, tener al hijo, amarrar los lazos de pareja… Fue a su departamento. No supo cómo, mientras charlaban, se fue quedando somnolienta hasta dormirse; supo, en cambio, que al despertar muchas horas después se sintió 96


terriblemente adolorida, y vio que su entrepierna y la cama estaban inundadas de sangre, de su propia, roja, amarga sangre. Y vio a Patricio sentado en una silla, frente a ella, mirándola con toda seriedad mientras mostraba, dentro de una bolsa de plástico que hacía oscilar como un péndulo, algo menudo, incierto, sanguinolento y no obstante, de indudable naturaleza: el feto que le había arrancado valiéndose de sus rudimentarios conocimientos médicos. Ella volvió a desmayarse, y sólo despertó frente al edificio donde vivía, aún en el auto de Patricio. Como sonámbula pudo subir las escaleras y echarse en su cama, adolorida y llena de terror. No volvieron a verse, aunque él le llamaba por teléfono a horas inverosímiles, intimidándola, preguntándole cómo iba su embarazo, si estaba bien, y preguntaba cuándo esperaba dar a luz. Y reía a carcajadas y colgaba. Hasta la próxima llamada. Ese juego se prolongó durante varios meses, hasta que él dejó de asediarla. Ella guardó silencio, no dijo nada a nadie, pero empezó a extrañar la presencia de su hijo a grados delirantes: conversaba con él, le cantaba canciones, lo veía en cada objeto (la almohada, por ejemplo) hasta que pudo convencerse de sus propios delirios. Determinó entonces tener un hijo a cómo diera lugar, y hurgó en su agenda para citar a sus antiguos novios, a los amigos a quienes había dejado de frecuentar mientras duró su relación con Patricio. Hacía que la llevaran a un hotel y se entregaba frenética, obsesionada con la idea de que en cada encuentro habría de quedar embarazada. Al constatar la inutilidad de sus esfuerzos consideró que sus ex novios y sus amigos eran una parvada de pájaros inútiles, y así se dio a la tarea de engatusar al primer hombre que se cruzaba en su camino, joven o viejo, limpio o desarrapado, hermoso o lastimero. Jamás advirtió en eso rasgos de amoralidad, de desenfreno; hacía todo con los buenos, luminosos propósitos de tener a su hijo. Qué doloroso fue cuando, en un destello de cordura, acudió al médico, que tras examinarla concienzuda, largamente, le dijo que jamás podría embarazarse, que aquel aborto le había dañado las 97


entrañas, volviéndola estéril. El rencor por Patricio se convirtió en ciegas ansias de venganza. Por eso fue que esa mañana, cuando supo al despertar que ese habría de ser un día definitivo en su vida, determinó encontrarse con él. Se vieron como si nada hubiera pasado entre ellos, ni el tiempo, y en vez de discutir, de hacer escenas de reproche o conjeturas sobre una nueva vida, hicieron el amor, y en esa muerte posorgásmica cada cual se entregó a pulir sus planes paralelos, que deberían concretarse de inmediato. Ella esperaba que Patricio se hundiera en el abismo de los sueños para emascularlo, llevaba los instrumentos necesarios para cortarle el pene y los testículos, hacérselos tragar e irse del lugar encerrando a su antiguo amante bajo llave, hasta que se muriera, como un perro, por la pérdida absoluta de sangre. Pero Patricio no dormía, y fumaba una y otra vez en tanto hilaba torrentes de palabras que ella no atendía. Fingió que era ella quien dormía, pero no supo cómo, de repente, Patricio comenzó a retorcerle el pescuezo, hasta rompérselo. Ya no pudo escuchar los denuestos de aquél: —¡Conque querías hacerme tragar el teatrito de que tu hijo era mi hijo, puta de mierda! ¡Te he seguido por todas partes y sé perfectamente cuándo y con quién te has acostado, perra! ¡Púdrete en el infierno! Y ya no pudo ver cómo Patricio le cercenó los senos, cómo metió un cuchillo en su vagina y luego, con el mismo instrumento, empezó a cortar partes de ese cuerpo alguna vez tan amado. No pudo darse cuenta cómo, antes de amanecer, la metió en una cesta y la llevó, en su automóvil a algún lugar ignoto donde le fue imposible confirmar qué ese habría de ser un día definitivo en su vida.

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Senos: el principio del placer o a lo hecho pechos Arturo Trejo Villafuerte ¿Qué tienen los senos que nos atraen y gustan tanto? Lo ignoro, pero desde que tengo uso de razón -acaso cuatro o seis años-, cuando mi sirvienta Cuca me dio generosamente a probar sus senos jugando (¿o no?), sentí lo que después supe que se llamaba «la muerte chiquita» y sus terribles consecuencias. ¿Qué tiene esos bultos de carne, coronados con una aureola -a veces anchas, a veces angosta- y un pezón de distintos tamaños y texturas -algunos levantados, otros ariscos y escondidos- que no hacen extasiarnos y segregar saliva, que se antoja palpar, besar, mimar, succionar? ¿Por qué esos atributos carnosos de la mujer hacen que muchos hombres (y mujeres) perdamos la cabeza -o en el caso de los varones ambas: la que piensa y la que no- yendo tras ellos. He tenido en mis manos senos de todas las clases sociales, de todos los sabores, colores y tamaños, de mujeres famosas y célebres (varios Premios Nacionales de Periodismo y Poesía, estrellitas del espectáculo, bailarinas de ballet clásico y contemporáneo, aprendices de vedette, estudiantes, maestras, mozuelas, teiboleras, enfermeras y, en el colmo de la degeneración, una que otra madura -aunque son las menos-), y en ese largo peregrinar buscando la perfección estética de unos senos, no puedo olvidar dos: los de mi mujer actual -espléndidos, enormes, jugosos, con aroma a sándalo, a vodka y a ginebra (¿cómo no embriagarse en y con ellos?) y los de la señora Manuela. Estoy diciendo «señora» porque era casada, pero no tenía más de 19 años, en ese entonces cuando yo tenía acaso 21. Yo estaba enamorado y andaba con Onfalia, inolvidable mujer, como todas las que han pasado por mi breve vida, por cierto también portadora de un par de maravillosos y espléndidos senos, que repiqueteaban de puro gusto, eran como bóvedas de catedrales góticas y además muy jóvenes y sin haber conocido boca humana, excepto la mía, 99


porque ella apenas tenía 15 primaveras y apenas estaba en tercero de secundaria (¿Cómo no citar a Rubén Darío: «Juventud, divino tesoro/ te vas para no volver/ cuando quiero llorar no lloro/ y luego lloro sin querer» y a mi querido Efraín Huerta: «Juventud, divino tesoro/ te vas para no volver,/ cuando quiero coger, no cojo/ y luego cojo sin querer»). La señora Manuela era mi vecina y era la esposa de Manuel. Vivíamos en la azotea de una de las casas de mi abuelo materno. Ellos en la parte de atrás y al fondo y yo subiendo inmediatamente las escaleras. Era mi cuartucho de una ubicación privilegiada porque tenía una ventana que daba a la calle y, como estaba en un tercer piso, desde ahí podía observar a muchas de mis vecinas cuando tomaban el sol o cuando se bañaban, como sucedió un día con Mónica, a quien vi darse su baño del sábado en la mañana y, como soy muy meticuloso (apunté la hora), siempre la observé hasta que se cambió de casa casi un año después. Manuel trabajó como tejedor de una máquina Links en la fábrica de Hilados y Artículos de Lana de mi abuelo. Ganaba bien, era muy trabajador y no tenía vicios. No tenía ni un mes que acaba de ocupar mi cuartucho, cuando Manuel le pidió los otros dos cuartos a mi abuelo para venirse a vivir con su reciente esposa, Manuela. Mi abuelo no puso reparos y le dejó esas dos habitaciones con el baño que compartíamos ambos. Nuestra convivencia era sumamente pacífica porque yo nunca estaba y él cubría las ocho horas de trabajo de la fábrica, por lo que siempre se quedaba sola la señora Manuela, quien amablemente me subía mi correspondencia y los recados que a veces me dejaban. Sólo los sábados y los domingos coincidíamos: yo porque llegaba a escribir mis reseñas, artículos o crónicas. Ya colaboraba en varias revistas y diarios, comenzaba a ganar prestigio como poeta y periodista -no se en cuál más- y me daba muy buena vida porque en ese entonces pagaban muy bien. 100


Un día todo cambio. Al ir rumbo a la azotea, descubrí a la señora Manuela sofocada y casi a punto del desmayo. Le ayudé con la bolsa del mandado y las flores que traía en el regazo y subí lentamente con ella. Supe que su estado se debía a que estaba embarazada -ya casi con cinco meses- y que todo iba bien hasta ese momento, en que se sintió mareada y con náusea. Le comenté que si quería que llamara a un médico y me dijo que no, que ya se le pasaría. La acompañé hasta la puerta de sus habitaciones y ahí quedó todo aparentemente. Pero comencé a poner atención en ella como mujer: hasta ese momento yo sólo la veía como la esposa de Manuel, una chava delgada, tirándole a flaca, con unos senos regulares, una cara «X», pero dentro de lo que cabía, bien proporcionada de cuerpo. Todo esto coincidió con el cierre de la fábrica de mi abuelo, por lo que Manuel comenzó a buscar trabajo por otros lados y, por fin, consiguió en la «Fábrica de Hilados y Tejidos Seda Real», cuyo único problema es que estaba hasta Tacuba, lo que significaba dos horas de camino desde la casa a la chamba. Ahí también su sueldo disminuyó, ya que mi abuelo les pagaba a destajo: por tiempo y por lo que hicieran, con lo que les convenía mucho a los tejedores. Pero en la fábrica nueva el sueldo era fijo y comenzaron las penurias económicas de la pareja, mientras que yo, soltero, sin pagar renta, tenía dinero hasta de más. El tiempo siguió su curso y Manuel, en un afán por hacerse de más dinero, comenzó a trabajar doble turno, por lo que ya casi nunca estaba en la casa y con su mujer. También vino el feliz advenimiento de Manuelito, aunque con el agregado de José. Después de dar a luz, la señora Manuela estaba en cama y yo me encargaba de subirle el mandado y llevarle ciertos productos que necesitaba (pañales, leche, fruta, etc.). Por fin se recuperó y su trajín cotidiano comenzaba desde temprano, dándole pecho al niño, lavando pañales y biberones, preparando la comida que se llevaba Manuel. Y yo tuve qué estar 101


ahí más tiempo porque hubo una huelga en la UNAM, porque estaban haciendo algunos arreglos en la casa de mis abuelos -donde en realidad vivía- y porque comencé a ver, casi a diario, los senos de Manuela. Desde la primera vez que la vi desde mi cuarto a la señora darle pecho a Manuelito, se me hizo agua la boca. Sencillamente se me antojaron. Pero siempre fui muy cauto en mis miradas para no incomodar a la señora (una cosa es un taco de ojo y otra muy distinta ofender a una dama), aunque ella, cuando notaba que estaba frente a ella, nunca hizo ningún intento por taparse, cosa que sí hacía cuando estaba presente su marido y yo también, por ejemplo. ¿Se cubría de las miradas de él o de que él viera que yo estaba observando? La señora Manuela, después de dar a luz, sencillamente se había puesto sensacional, mucho mejor. Ya no era una chava flaca sino una mujer hecha y derecha. Era un cuerpo delgado que había embarnecido y que ahora se veía pleno: no le faltaba ni le sobraba nada, pero a mí nada más me interesaban esos enormes y rotundos senos que parecían dos zeppelines desafiando a la gravedad y al espacio con su pronunciado vuelo. ¿Pero cómo pedirle una prueba de ellos, qué decirle?: «Señora Manuela, disculpe las molestias pero su hijito me invitó a desayunar», o algo por el estilo. De nueva cuenta sucedió lo que ocurre cuando es y es cuando ocurre. Un día llegué en la tarde, y oí unos gemidos, un llanto casi apagado, casi difuso. Venía de las habitaciones de los Manueles. Me acerqué y vi a la señora Manuela con el niño en el regazo, enfermo, pálido, demacrado. Pregunte que qué pasaba y ella me dijo que el niño se había puesto mal y que Manuel no le había dejado ni siquiera cinco pesos. Le dije que lleváramos al niño con el médico, que yo tenía dinero y que no se preocupara. Manuel iba a regresar hasta el otro día porque le tocaba cubrir doble turno y una emergencia por un compañero que se había lesionado. 102


Fuimos con el único pediatra del barrio, quien atendió solicito y bien al bebé, recetándole lo mejor para el estómago, que ahí era donde radicaba el malestar. El pediatra, dirigiéndose a mi me comentó: «No se preocupe joven, su hijo con esta medicina se va a poner bien», con lo que automáticamente me casaba con Manuela y me hacía padre de su hijo. Compramos los medicamentos y comenzó a dárselos al infante. Yo tenía algunos pendientes pero le dije que regresaría a las nueve de la noche, ella me despidió muy agradecida y con una mirada que podía ser interpretada en muchas formas, incluso como una bella promesa. A las nueve en punto regresé y ella estaba dándole pecho al suertudo chiquillo, quien ávido y desesperado jalaba del pezón ante mis azorados ojos que contemplaban maravillados ese frondoso seno -me imagino que con el asombro pintado en el rostro como cuando Bernal Díaz del Castillo vio por primera vez a la Gran Tenochtitlán- y así estaba yo: anonadado, porque siempre la había visto amamantar desde uno o dos metros de distancia, pero ahora estaba yo colocado a sólo cinco o diez centímetros del cuerpo del deleite. Mi corazón latía apresuradamente y pensaba a mil por hora: ¿La toco? ¿Le pido permiso? ¿Me hago el güey? Era una situación profundamente embarazosa. Mientras, ella me decía que el niño ya estaba mejor, que cuando viniera su esposo me pagaría lo de la consulta y lo de las medicinas. Le comenté que no se apurara, que yo estaba ahí no para cobrarle, sino para ayudarla y ver qué se le ofrecía. Alguna vez un padre de un amigo mío nos comentó que para tener contenta a una mujer la debemos de tener bien vestida, bien comida y bien cogida. Me imagino que Manuel ahora tenía a su mujer bien comida y bien vestida -por eso trabajaba doble turno-, pero acaso le faltaba lo otro -o quién sabe-, la cosa fue en que nunca se tapó los enormes y fabulosos senos, entonces estuve ahí cómodamente de vouyerista, por las casi tres horas que estuvimos juntos, porque tomamos café, 103


platicamos mucho y de todo. En una ocasión le pedí a una amiga que estaba embarazada, muy cercana y querida, me permitiera succionarle los senos. Iba a ser madre, era soltera y no tenía prejuicios, por lo que le hice la solicitud más que nada con fines de experimentación, ya que siendo soltero, nunca había besado unos senos de embarazada, que por lo demás se hinchan y expanden de una manera prodigiosa, entonces se ven y saben más rico de lo normal. Pero me dijo que no, que cómo se me ocurría pedirle semejante cosa. Ahora estaba aquí con Manuela, solos, con el niño dormido, y con ese gran antojo. Teníamos casi 12 horas de tiempo antes de que llegara el marido y bien se podía organizar algo. Pero yo, de verdad, no quería hacer el amor -o sexo- con ella, lo único que deseaba, de todo corazón, era tan solo darle una succionada de pechos, saber qué se siente tener la boca llena de leche materna. En pocas palabras quería terminar de crecer. Además después de darle pecho al bebé y acostarlo, enfrente de mí se limpió el pezón con un algodón y agua, mientras que yo estaba a punto del paroxismo, con ese deseo inclemente que crecía abajo del vientre, puesto que es ahí donde se colman las bolsitas de hormonas. Me decidí y le hice mi petición antecediendo la palabra «con todo respeto» y llenando de halagos a esas dos enormes masas de carne que tenía por senos. Le dije que eran unos de los más bellos que yo había visto en mi vida y que, si no supiera que estaba amamantando, pensaría que eran unos senos adolescentes, por su firmeza y excelente conformación (claro, todo esto era cierto, ya que todavía no conocía los pechos de Fanny Cano, de Liza de Liz, ni los de Rosy Mendoza, ni los de mi mujer actual). Al parecer, Manuel sólo disfrutaba de ellos y se agasajaba pero nunca lisonjeaba ni mimaba o piropeaba semejantes portentos de la naturaleza, por lo que la buena mujer se puso de un rojo encendido y tartamudeó la respuesta: «No, cómo crees; si alguien lo sabe y se entera Manuel». Inmediatamente le comenté que de mi boca no saldría ni 104


una sola palabra (la iba a tener muy ocupada lamiendo esos portentos de carne y glándulas mamarías que tenía por pechos) y que además no se trataba de hacer el amor, sino sólo de disfrutar de la frescura de un sabor (una leche malteada sabor chocolate o fresa). Entonces salieron sus palabras mágicas: «Bueno, está bien, pero sólo una vez y ya, ¿eh?». Dicen que cuando las mujeres están amamantando, tienen muy sensibles los pechos y yo creo que sí, porque estuve besando y acariciando sus enormes y rotundos senos durante casi una hora y ella se retorció en espasmos hasta tres o cuatro veces. Esta relación labios-pechos funcionó a lo largo de casi tres meses. Nunca le pedí que hiciéramos el amor y ella, es casi seguro, me proporcionó el placer de sus senos en agradecimiento a lo que hice por su hijo y por ella. Costo de esta buena acción: $ 100: $ 20 de consulta y $ 80 de las medicinas. Placer conseguido: inenarrable e impagable. Precisamente a los tres meses de esa nuestra primera vez, actividad que repetíamos de lunes a viernes y días festivos, los Manueles se cambiaron de casa. Nunca volví a ver a la señora Manuela. Ahora es casi seguro que sea una ancianita de de 50 ó 51 años, igual que yo. Todo esto sucedió hace casi 30 años y aún no olvido sus bellos, rotundos y turgentes pechos que tanto placer me proporcionaron en esos días, en esos instantes. Lo dicho: a lo hecho pechos.

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Minerva Andrei Vásquez Chávez. Entramos a mi recámara. Dice que se llama Minerva mientras le miro las nalgas, no está nada mal. Me la encontré apenas, después de mi cagada a nivel nacional en plena transmisión del partido. Salí del palco cabizbajo y ahí estaba ella, con su blusa apretada y sus jeans y los brazos detrás. Pasé y puso cara de asombro, ¿eres el zurdo Moreno?, dijo. Me recordó a la Negra Violante y aquí está, en mi cama, besándome el cuello y tocándome la entrepierna mientras enciendo la pantalla y acomodo la cámara. No suelo hacer esto. Tantas viejas que se me han acercado y yo tan pendejo. Cuando debuté era lo primero que me preguntaban, ¿qué tal las viejas?, ¿ya te chingaste a una? Y yo: nel. Cómo me iba a andar tirando a alguien si apenas y me daban para los microbuses de mi casa al centro de alto rendimiento. Minerva se quita el sostén y se desprenden sus senos cargados de alegría. Va a valer la pena. Me besa y me abre la bragueta. Cuando me transfirieron al América fue distinto, ahí se me acercó una que otra como esta Minerva que me acaricia los huevos. Tuve mis encuentros ocasionales, pero yo, que en ese entonces me había comprado un coche nuevo, esperaba conocer a una estrella de la tele. Y así, guajiro, decía yo: alguien como la Negra Violante. Me recuesto en la cama. Comienza a chuparme. A la Negra la veía en los programas de concursos con sus labios gruesos, imposible; enseñando pierna, sentada, amontonando las carnes apretadas por la falda. Una noche llegó al final del entrenamiento. La vi y me hice güey. Me quedé hasta tarde con el portero suplente ensayando tiros libres. Ella y mi representante no dejaban de vernos. Una hora después, salí de la ducha y ahí seguía, con los brazos detrás. Dijo que me quería conocer. Yo acababa de comprarme el bmw y le ofrecí un aventón a su casa. La Negra Violante, señoras y señores. Platicamos y nos fuimos a mi departamento. Dos meses 106


después ya andábamos, justo cuando obtuvo su primera telenovela. En ese entonces yo tenía unos 22 años, y la Negra como 28, creo. Ah caray, Minerva es buena en lo que hace. No sé si tenga más de 18 años, pero no importa, justo hoy en la mañana amanecí con ganas. Quise ir a buscar a la Negra, a rogarle, a pedirle por los viejos tiempos, aprovechando que jugaba el América y su nuevo ídolo, el González Llano; pero por lo mismo yo tenía que ir al estadio, a transmitir desde el palco. Me masturbé, desayuné un par de conchas, un café con leche, y salí como raya. Ahí me recibieron los compañeros narradores y el gordo Grijalva. Grijalva ya lleva más de 20 años de comentarista de fútbol. Lamentablemente es una especie de ejemplo a seguir para quienes empiezan como yo. Y pensar que cuando jugaba le decían el flaco. Era una saeta, se colaba por todas las defensas, llegó a jugar seis meses en España y era el ídolo de todos, incluyéndome. Pude jugar contra él un par de veces poco antes de que se retirara en el Atlante, y todavía era rápido y ágil. En fin, ahora es un gordo, calvo, y además: mierda. En la transmisión, mientras le veía la panza que se carga, no podía evitar pensar en ahorcarlo. Tal vez porque al verme llegar lo primero que hizo fue preguntar por la súper Negra Violante, como si no hubiera leído ningún periódico en la semana. Me dejó por González Llano, le contesté, me puso los cuernos por años, ¿no supiste? Joder tío, me dijo, y luego me dio un abrazo que me recordó al abrazo que el pendejo de González Llano me dio cuando me transfirieron al Atlante, al principio del fin. Minerva ha dejado de chuparme, viene hacia mí, quiere darme un beso en la boca. Supongo que ella ni enterada de lo que hice hoy. Claro que no, ella estaba en el estadio, no vio la transmisión por televisión. Le detengo el rostro ávido de mordiscos, siento su aliento cálido en la boca, huelo mi olor, sus ojos cegados me recuerdan a la Negra. Me levanto, le digo que voy al baño. Abro la puerta. Me echo agua en la cara. El año que fui campeón goleador, la Negra se ponía como loca cada que me lo chupaba, su euforia 107


era incontenible, pasábamos el día entero encerrados. Minerva toca la puerta del baño y yo no puedo dejar de pensar en la Negra, y en la transmisión de hoy en la mañana. No volverán a contratarme y necesito el dinero. Pinche gordo Grijalva. ¿Pero yo en qué estaba pensando? El juego para mi sorpresa estaba bueno. La cancha dispuesta al buen toque de balón, se rendía ante el sol que iluminaba cada rostro lleno de proyectos personales. Mis apuntes hasta ese momento eran atinados. Veía a los jugadores y me recordaban, ahí, a ras de pasto, a mis días con la Negra; ni siquiera me daba envidia la buena técnica ni la juventud de González Llano, la verdad no me importaba. Pero luego, cuando el gordo Grijalva hacía cualquier comentario respecto al juego, me acordaba de todo, volteaba a verlo, le veía la panza y la calva y mis recuerdos se perdían, y entonces me tocaba hacer un apunte, ahora soy comentarista, pensaba, no jugador, ahora soy el retirado, el ex de la Negra, soy el nuevo gordo Grijalva. Salgo del baño. Minerva se me avienta. Dime Negra, me dice, dime Negra, Moreno. Le digo Negra: Negra; y la beso con fuerza, le muerdo los labios, le jalo los pelos hacia atrás, ella jadea, me avienta su vaho, se baja los jeans y las bragas manchadas. Moreno, métemela, Moreno, soy tu Negra Violante. Me la ha puesto más dura que nunca. No he tenido una erección así desde que comencé a ser suplente. La beso, la muerdo, la aviento a la cama, la recojo, la acomodo de modo que se sostiene en sus cuatro extremidades, sus senos cuelgan con firmeza, se estira como gata. Desde el clausura 2002, me cae. Levanta las nalgas y contemplo su amplitud, echa su cabeza hacia atrás. Nos veo de frente en la pantalla. Esto de la cámara me lo pegó la Negra antes de mis temporadas mediocres en el Atlante. Yo tenía Minervas como esta que ahora expande el culo, muchas, que hubieran hecho cualquier cosa; y yo, pendejo, me negaba, pensaba que ya retirado, sin la presión de los juegos, todo se arreglaría y la Negra y yo aprovecharíamos mejor los nuevos avances del video. Esa pantalla, por ejemplo, por 108


la que ahora Minerva encuentra mis ojos y me pide que la jale de los pelos. Le doy un beso tronado justo en medio de las nalgas expandidas, huele a la Negra, la agarro del pelo y, sin soltarla, abro el cajón del buró, busco un condón, no encuentro ni uno. Ella gime. Nada me sale bien, chingao, en la mañana lo del estadio, y ahora esto. No puedo dejar de pensar en la transmisión del juego. Métemela, Moreno, métesela a tu Negra Violante por detrás. Chingue su madre. Domínguez, con fuerza, recupera el balón en la media cancha. Me pongo detrás de ella, la tomo de la cintura. Se la pasa a Espinoza, quien recibe con elegancia. Me agarro el pene y lo coloco en el calor que se agolpa entre sus muslos. Espinoza le pone un pase a profundidad a González Llano que, inteligente, se mueve al espacio. La penetro por el ano, ella bufa, avienta sus nalgas hacia mí, se retuerce, me empapo. González Llano, sin pensarlo, remata con contundencia. La penetro con fuerza, gime igual que la Negra, lo goza; choca contra mí y vuelve en olas su piel. La pelota está en el fondo. Todo el estadio se agita, rechina. La cama se alborota, estalla en júbilo. Escuchen cómo suena. Su rostro manchado por un espeso mechón, se acerca y se aleja del espejo. Vean, vean qué contundencia, el portero nada tuvo que hacer; vamos a ver la repetición. Minerva grita, sus pezones están erectos, jalo su cabeza hacia arriba por los pelos pero su mirada va hacia abajo, se acerca y se aleja, se acerca y se aleja, yo detrás. Veamos la repetición desde todos los ángulos. Mira ésta, qué bruto, y por acá, no, no, no, qué bárbaro. Suena, suena, suena. Qué jugadón, qué golazo, qué clase de gol, qué golazo. Se acerca y se aleja, se acerca y se aleja. Por dónde le veas es un golazo ¿no es así gordo Grijalva? Suena, suena. Bueno, yo qué os puedo decir, es un ejemplo de técnica este chaval González Llano. Se acerca y se aleja, se acerca y se aleja, se acerca y se aleja. Vemos cómo adivina la jugada, acude al espacio y, sin pensarlo, anota con contundencia. Se acerca y se aleja, se acerca y se aleja. Contundente, ¿no es así, colega, 109


zurdo Moreno? Suena, suena, suena. Chinga tu madre, pinche gordo Grijalva, chin-ga-tu-ma-dre. Me vengo adentro, termino, termino y cierro los ojos. Silencio en la cabina. El gordo Grijalva le ofrece disculpas a la audiencia, otro dice: el zurdo Moreno no quiso gritar eso, ¿verdad, zurdo Moreno?; yo me quedo callado, me quito los audífonos, me levanto y, sin ver, salgo del palco, abro los ojos y ahí está Minerva con su blusa apretada, sus jeans y los brazos detrás. Me salgo, abro los ojos y sigue aquí, en mi cama; le suelto el pelo y se desploma, no sé si satisfecha o lo contrario. Me ve en la pantalla, avienta aire hacia arriba y sonríe. Veo mi panza prominente, enorme, llena de pelos sudados. ¿Así se verá el gordo Grijalva después de coger?

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No happy ending Guillermo Vega Zaragoza Después de colgar a su madre, que no dejaba de molestarlo con lo de «la leche se enfría», se encerró en el baño para masturbarse con una revista de modas y luego se cortó las uñas de los pies porque ya las traía como gavilán pollero. Al salir del departamento, tropezó en la escalera con un hombre que se desangraba por culpa de una cuchillada en el estómago. Se acordó que había olvidado los cigarrillos, pero ya no quiso regresar por ellos. Llegó al trabajo y mientras subía en el elevador empezó un temblor. Quedó atrapado junto con tres mujeres. Una de ellas tenía tal convicción de que iba a morir sin haber amado que se arrodilló ante él, le abrió la bragueta y entonó un canto gregoriano utilizando su enjuto miembro como micrófono. Las otras dos mujeres la imitaron para luego besarse y acariciarse entre ellas. Después de cinco horas, el elevador volvió a funcionar. Llegó a su oficina, firmó unos documentos pendientes, respondió unos cuantos mensajes de correo electrónico y decidió ir a comer. En la calle, tres granaderos macaneaban a una indígena que vendía naranjas. Dio un rodeo porque no quería pisar la sangre y se encontró con que su restaurante favorito estaba cerrado por violar el código de sanidad. Se metió a un restaurante de comida rápida. Un comando de leprosos armados con metralletas perpetraba un asalto en ese momento, así que tuvo que esperar casi 20 minutos a que le tomaran la orden. Pidió una hamburguesa doble con queso (sin cebolla), unas papas fritas y una malteada de chocolate. Pagó 235 pesos. Un pinche robo. Decidió no regresar a trabajar. En el camino encontró una sex shop en la que nunca había reparado antes. La dependienta, una rubia con enormes implantes de senos, se estaba abriendo el vientre 111


con una espada samurai, así que juzgó inconveniente (y hasta grosero) interrumpirla para preguntarle por una película cuyo título no recordaba, pero donde una banda de putas guerrilleras tomaba por asalto un asilo de ancianos veteranos de guerra y los masacraban a punta de orgasmos e infartos al miocardio. Deambuló por los pasillos de la tienda y se llevó una película soft porno que aún no había visto y unas braguitas comestibles sabor cereza. Llegó a casa, se quitó el saco y lo colgó con cuidado en el gancho detrás de la puerta. Quedó en calzoncillos y camiseta, y se sentó en el sillón grande de la sala, donde yacía el cuerpo inerte de su padre. Lo hizo a un lado y sintió una molestia en la entrepierna. Se palpó y encontró un forúnculo de tamaño considerable. Lo exprimió y se limpió la mano en el papel tapiz. Fue a la cocina y abrió el refrigerador. Sacó una botella de leche y la vació dentro de la caja de su cereal favorito, que siempre traía un juguete sorpresa. Se sentó en el sillón para ver las noticias. Encendió la televisión. El noticiero de la noche informaba que había estallado la última guerra mundial y que la nube radioactiva llegaría a la ciudad en unas cuantas horas. Alguien tocó la puerta con insistencia. Decidió no abrir. Que la tiraran si así les apetecía. El juguete sorpresa no apareció por ninguna parte.

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Con el surco por la mitad Adolfo Vergara Trujillo La noche es fría, desde media tarde la sentí. La luna salió llena y anaranjada. Son las 11 en punto. Apago el último cigarro de esta cajetilla y abro la otra. Parece que todo sigue igual. Escucho a mi padre en la calle cerrando la puerta con llave, luego de sacar la basura. He pensado en decirle que deje de hacerlo, que yo me ocuparé; pero no estoy hecho para eso; además nunca me lo permitiría: romper con la rutina a sus 75 años puede ser fatal. Mi viejo ha comenzado a morir de cáncer y pienso en el momento en que dejaré de llorar por no tenerlo y cuándo comenzaré a llorarlo a él. Estuve melancólico toda la tarde. Melancólico y con escalofríos. Diría que estuve «deprimido», pero soy un cobarde: eso sería aceptar la posibilidad de que mi cerebro es deficiente al producir ciertas sustancias químicas que regulan el estado de ánimo. Pienso en autorecetarme. De niño me dijeron que no tomara medicinas ajenas pero, ¿qué carajos nos queda? Del escarmiento nace el conocimiento humano. Un tipo que conozco se compró un auto. Es un Renault de última generación. Lo pagó de contado. Hoy me acercó en el camino y me lo dijo todo acerca de la tecnología europea y de sus mecanismos de frenado. —Es muy seguro —dijo. —¿Quién está seguro del impacto de un Boeing 747 entrando por la ventana? —le pregunté. El tipo en su coche nuevo dijo algo acerca del sistema de sonido. Encendió el radio en una estación con una canción estúpida, y de tanto que me explicó la forma tan peculiar en que las ondas sonoras viajan por los interiores del auto, no me dejó apreciarlo. 113


De pronto el locutor de la estación dio un corte informativo; hizo un comentario acerca de una más de las estúpidas declaraciones de Bush. Pero tampoco la escuché. El tipo en su auto nuevo comenzó a gritar que acabaran de una puta vez con los talibanes y con Hussein y con todos los demonios de Oriente Medio. Veamos. ¿Qué tengo aquí? Insogen Plus. Pasta blanca, Redonda; como de medio centímetro de radio; un surco en su diseño que, supongo, sirve para partirla a la mitad. ¿Dónde está el agua? Anoche dejé en mi escritorio un vaso con un poco de Cocacola y ahora está lleno de hormigas. Todo mi maldito escritorio está lleno de hormigas. Bajo el teclado pasa un jodido caminito de hormigas que sigue hasta mi corazón y se me mete al alma. Catorce niños corrían descalzos por las nieves del Hindu Kush, una cordillera de Afganistán. Pero desde lo alto, desde el B52, parecían terroristas. Es el miedo. Un momento: iré por otro vaso. Ok. Pasta. Un trago. Venga. El tipo del auto nuevo me dejó sobre el camino. Tomé un microbús que estaba por reventar, pero al chofer nada le importaba: seguía subiendo gente. Llegué a casa y pensé en el noticiero. ¿Habrá algo nuevo? ¿Cómo moriré hoy? Corea del Norte dijo que sus misiles nucleares pueden llegar a la costa Este de Norteamérica. Advirtió que con ellos no se juega a «la liberación». ¿Cómo muere una persona en la Ciudad de México con radiación venida desde Miami? ¿Moriré de leucemia? ¿De dónde nos llegará la epidemia de viruela? ¿De Nueva Orleans o de Texas? 114


Debe ser heroico morir de ántrax, ¿no? Los viet-kong quemados con napalm están pasados de moda. El ántrax está in. ¿Qué más tenemos? Diestet. No tengo idea de qué es el Diestet. Pasta Blanca; es más chiquita que el Insogen: sólo medio centímetro de diámetro. Es pequeña. Supongo que debe ser potente. ¿Évola? Transpirando sangre me sentiría igual que Jesucristo. El Dieset también tiene el surco que la atraviesa por la mitad. Mi madre está acostada en su cama, en su enorme cama, y mira su telenovela. Me acuesto a su lado y la abrazo. La amo. Me acomodo entre ella y una almohada, pero algo me pica la espalda, me incomoda. Pienso en el cáncer de pulmón con el que mi madre suele maldecirme; pero no, no es eso; se trata de una bolsa de plástico llena de medicinas. Ya la conozco. Reconozco la bolsa. Es el botiquín con el que funciona el metabolismo de mi madre. La telenovela basura termina y el noticiero basura comienza. Recuerdo cómo los noticieros dieron a conocer, como verdad absoluta, «las pruebas de los diarios y los manuales de terrorismo» que la CIA «encontró en el automóvil estacionado en el aeropuerto de Boston» el 11 de septiembre. ¡Ah! Se plantan árboles, se planta droga, se plantan cepas de virus que hacen la hecatombe en 2 minutos. ¿Quién podría, si quiera imaginar, que una respetable institución como lo es la CIA, se atrevería a plantar pruebas? Supongo que la televisora árabe debe pasar escenas trucadas, donde los buenos de los gringos bombardean blancos civiles y hospitales y guarderías de bebés desnutridos y demás «mentiras», porque ellos sí son malos, ¿no? Y quizá habrá un musulmán, cariñoso, «melancólico», dopándose con las drogas de su madre y escribiendo a favor del sueño americano.

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Venga. Un tabaco. Un trago de agua. ¿Qué sigue? Seloken zok. Son grandes, pero también son más chicas que el Insogen. Son blancas, con el surco por la mitad. Pero, ¿por carajos pondrán el surco? ¿Para que uno se tome sólo media dosis? ¿Será un defecto de fábrica, de la máquina de pastillas? ¿Qué pensará un obrero de la Astra Zeneca acerca de la «crisis»? ¿Tendrán trajes de astronauta para repeler los virus? Hace poco vi un programa acerca de la evolución humana. Explicaba que el homo sapiens y el neandertal coexistieron. Pero el homo sapiens extinguió al neandertal, lo mismo que a otras especies animales y vegetales. Y Bush dice que, con la venia de los otros 5 mil millones 999 mil 999 seres humanos, el homo sapiens extinguirá, también, al homo sapiens. En el último capítulo de la serie, se plantea la posibilidad de que el hombre evolucione en las estrellas, y recrean la escena con unos seres humanos azules, con ojos de espejo, curiosamente vestidos al estilo musulmán, en un terreno arenoso. Ya especulando, creo que el hombre evolucionará asimilando radiación, sin piel, sin ojos, sin pelo, sin uñas, sin dientes, tragando mineral, con tanques de gas a sus espaldas y una pequeña sonda para sus toques cada dos o tres minutos. Pero, ¿y las evoluciones? ¡Chingada madre! Las evoluciones tardan de 3 a 4 millones de años, según los expertos. Pero, y yo, ¿qué? ¿Dónde queda el aquí y ahora? ¿Qué pasará contigo? 116


La que sigue no es pasta. Es una cápsula: Plenacor LP. No sé qué sea, pero el nombre suena peligroso. Tiene polvito blanco, muy fino. Tiene un sabor amargón, pero diluido en un vaso de agua pasará sin problemas. Hay unos anuncios interesantes de One Earth. Dicen algo acerca del poder de uno mismo. Pasan escenas conmovedoras de masas. Hay una escena de Gandhi diciéndole a la gente que permanezca en silencio; pasan también a un tipo escapando del «infierno comunista», enredándose en los alambres de púas que otrora dividían Alemania. Pero luego hay un par de escenas buenas. «Defiende tu casa», dice el spot, y pasan a un coreano que se planta frente a un tanque de guerra, bloqueando el camino; luego transportan la misma escena hasta el Amazonas, donde un indígena se pone frente a un tractor talador: —¡Aquí no pasas, hijo de la chingada! ¿Qué puedo hacer? El noticiero inició muy dramático. Dijeron que nos vamos a morir. Aldactone 100: es una pasta amarilla. Y sí, tiene surco. Y sobre su superficie tiene grabado «SEARLE». Caducan hasta junio del 2009. Me pregunto si alguien necesitará Aldactone 100 en el 2009. Ya es viernes. La luna disminuyó unas cuatro veces su tamaño desde que salió y hace frío.Tengo la ventana abierta, y es que me da miedo morir asfixiado. Otra cajetilla de cigarros. Me da miedo morir. ¿A ti no? Soy un cobarde. ¿Tú no? 117


Tengo frío. Traigo puesta mi bata color rojo escarlata. Pienso en mi nariz; alguien me dijo que es fea. Pero ya no me importa. Con un baño radioactivo se me caerá pronto y no daré motivos de burla. También podría evitar esa pena colgándome del candelabro con el cordón de mi bata. Pero no tengo candelabros. Venga. Démonos prisa. Hay unas pastas con forma de balón de futbol americano; también son amarillentas: Imdur. Con surco. Es dulce. Recuerdo que soy un cobarde y que me da miedo morir, pero trataré de olvidarlo. Debo tener valor para enfrentar lo que venga. Y nadie tiene derecho a llamarme desmemoriado: para el borrachín de Bush, Hiroshima es un coctel de tequila y vodka, al que le da un trago mientras condena los ataques contra civiles. Pero el olvido me da sueño. Y debo aguantar. Sólo falta una. ¿Cuál es? Ésta tiene nombre de llantas de Fórmula 1: Pontiride 50. Me viene a la mente Alex Zanardi y sus piernas amputadas. Pero Zanardi es valiente. Se debe ser valiente. Zanardi será valiente cuando los misiles vayan en el aire y llegue la hora de correr. —¡Evacuen la ciudad! —gritarán. Y a Zanardi sólo le quedará arrimar su silla de ruedas a la ventana para mirar la gloria del 4 de julio. Eso es. En esta vida se debe ser valiente. Y yo seré valiente y no vomitaré. Pienso en Bush y en su sonrisa estúpida y las pastas se rasguñan unas con otras en mi estómago, pero no vomitaré. Los ojos se me cierran. 118


No es que no sea valiente, o que no quiera ser valiente, pero los ojos se me cierran. Está bien, mamá, ya me voy a acostar. Te amo. Mis gárgolas me velarán el sueño. Me acostaré y soñaré. Me acostaré en un surco y me taparé con las cobijas hasta la nariz. Y soñaré. Soñaré que hoy no estalla la guerra.

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Índice biográfico A manera de introito Responsabilidad Social C® y Ronald no pudo ver Mauricio Absalón no existe, cuando menos no como un ser humano completo. El cuerpo que habita le pertenece a un tipo aburrido y domesticado por la cultura. No tiene ADN, es una aberración psicótica con bozal de castigo neurótico. Tiene 34 años, es mexicano y escribe… eso dice.

El olor de los días soleados

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Edgar Omar Avilés. Michoacán, 1980. Lic. en Comunicación Social en la UAM-X. Ha ganado el Premio de la Revista Punto de Partida de cuento breve en 2002, y el Premio Binacional MéxicoQuébec de cuento en 2003. Sus textos han sido incluidos en Los mejores cuentos mexicanos, 2004 y 2005.

Yasmín Brown Mauricio Carrera. Volúmenes de cuento:, La viuda de Fantomas, Saludos de Darth Vader, La muerte de martí y otros cuentos. Tiene los premios Jorge Ibargüengoitia, Inés Arredondo, Fernando Benitez y otros. Es Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Gran conocedor del Nuevo Periodismo y de la vida nocturna en el D.F.

Un daño más

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Jesús Francisco Conde de Arriaga. Baterista, narrador y ensayista. Estudió Letras Hispánicas en la FFyL de la UNAM y música en el INBA y en la Escuela Nacional de Música. Ha publicado en algunas revistas literarias para fortuna de las Letras Mexicanas.

Usos eróticos del águila

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Alberto Chimal (1970) Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2002 por el libro Éstos son los días (2004). Ha publicado también Grey (2006), La cámara de maravillas (2003), El país de los hablistas (2001) y Gente del mundo (1998), entre otros. Imparte cursos y talleres literarios. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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A cualquier madre podría pasarle Jéssica de la Portilla Montaño, también conocida como Gina Halliwell. Gusta de comer hombres y de tragar años. Casi fue la «Mejor Escritora de Artículos de Internet» según la 11va Conferencia de Música Electrónica y Cultura Rave. Síguela al infierno en TodoMePasa.com

La educación del perro Gerardo de la Torre. Oaxaca, 1938. Entre sus volúmenes de cuento ha publicado El otro diluvio, Viejos lobos de Marx, Relatos de la vida obrera, Tobalá y otros mezcales, La casa del mono y otros crímenes. Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Niña cuento

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Myrna Díaz Infante Estudió Letras Hispánicas y la maestría en Ciencias de la Comunicación en la UNAM. Es egresada de la SOGEM y del Centro de Capacitación Cinematográfica. Ha incursionado en la crítica de cine y el guionismo televisivo y radiofónico. Su gran sueño es filmar alguno de los guiones que tiene en el escritorio.

Girondiniana Marcial Fernández, novelista y microrrelatista. Su libro más reciente es la cuarta edición corregida de Andy Watson, contador de historias (2007).

Que no se me olvide...

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Fernando Flores, 1976 Amante empedernido de la obsesión, el caos y la histeria, aficionado a la farsa y el humor negro. Ha publicado textos tanto en revistas homoeróticas como en heterosuperficiales. Hace poco descubrió su aversión por los ventrílocuos y sus muñecos.

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Un ángel

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Rogelio Flores. Ciudad de México, 1974. Estudió Periodismo en la UNAM y Creación Literaria en la SOGEM. Chilango de corazón, conoce las entrañas de la noche y los vericuetos del alma noctívaga, como lo muestra en su volumen de cuentos Adiós, princesa.

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Exhibicionista y Mal alumno

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Jesús Vicente García. 1969. Ha publicado Transbordo (cuentos), y las novelas El Gran Vals y ¡Muere, gusano, muere! (Fridaura Editores, 2006). Está por publicar su primer poemario. Su pasión es escribir novelas medianamente largas, cuentos cortos y cuentos largos.

La culpa es de los bolcheviques

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Eve Gil, 1968. Premio Nacional de Periodismo Fernando Benítez 1994 y Premio Nacional de Narrativa Efraín Huerta 2006 por el libro de cuentos Sueños de Lot. Ha sido becaria de Jóvenes Creadores del FONCA y del FECAS de Sonora. Escribe la columna «Charlas de café» en la revista Siempre! www.evegil.blogspot.com

Tanatogenesis Mario Jaime. Biólogo, Maestro en Ciencias marinas y poeta. Estudió en la escuela de escritores de la SOGEM y dramaturgia por parte del INBA. Ha encontrado en la poesía la verdadera esencia de la Diosa y ha visto a la divinidad en el Amazonas y en los ojos del Tiburón Blanco.

Cecilia

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Sergio Loo, 1981. Estudió Literatura en la Anáhuac. Autor de Claveles automáticos (Harakiri, Nuevo León, 2006). Actualmente realiza su tesis de maestría: Incongruencias Teologales entre El Manual de Carreño y El Libro de Job.

Jolopo Gonzalo Martré. Algunos volúmenes suyos de cuento: Los endemoniados, Apenas seda azul y Misión en China. «Damnificado oficial de la vesania de Consuelo Sáizar «a» La cantante de Rancheras.»

Negocios Ernesto Murguía, 1972. Premios: Gilberto Owen 2004, Inés Arredondo 2004, El crimen como una de las bellas artes 2004, Juan Vicente Melo 2002 y Gilberto Owen 2000. Autor de la novela Un dios para sí mismo y de los libros de cuentos Las pesadillas de Lumière y Las puertas de la oscuridad.

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El tic

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Rocío Noblecilla M. «Llegué a México en 1992, empiezo a escri- bir historieta de bolsillo y para hacerlo visito tianguis mercados y el metro, para captar un poco el albur; y, para contrastar un poco, soy articulista para revistas fashion. Me encanta este país, con la característica de poder ser tan dañado como se quiera». ¡Ah, qué chamaca tan pendeja! Edgar Pérez Pineda nació en Acapulco, Guerrero. Ha ganado algunos concursos literarios a nivel estatal, como el segundo lugar del José Agustín 2007 y el Liliana Huicochea en el 2005. La necesidad de hacer literatura le nació de no saber qué hacer con la vida. Decisiones estratégicas y Great Expectations Keshava Quintanar (1973) Estudió Administración y Literatura Mexicana en la UAM-Azcapotazalco. Maestro en Educación Media Superior por la UNAM. Profesor del CCH-Naucalpan. Alterna su Maestría en Ciencias en el IPN con su banda de Rock & Roll.

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Sólo busco un hombre verdadero Fernando Reyes. Profesor del CCH- Vallejo y la UAM-A. Becario de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Su volumen de cuentos No somos tiernas las suripantas (IMC, 2007) es una galería de mujeres andrófobas poseídas por las Erinias de la venganza, la celotipia, la paranoia, la lujuria, la obsesión, la angustia, la mitomanía, y más daños.

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Tutsie Marcos Rodríguez Leija, Tamaulipas 1973. Ha ejercido el periodismo en radio, TV y prensa escrita en México y el extranjero. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo e Información 20002001 en Crónica en Medios Impresos.Autor de Minificciones (cuento, 2002, IMC) y Pandemónium (cuento, 2001, ITCA).

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En busca de la belleza Espartaco Rosales Estudió Ciencias de la Comunicación en la UNAM, institución que le otorgó la medalla Gabino Barreda. Es profesor del Taller de Redacción en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, y en CCH, Plantel Vallejo. Es autor de la novela El Santo mi abuelo y yo y de la plaquette Retratos.

Zapatos de tacón púrpuras Guillermo Samperio, 1948. Es autor de más de una veintena de libros entre cuento, novela, ensayo, literatura infantil, poesía y crónica. Uno de los mayores exponentes del cuento corto actualmente. Su novela ecléctica Ventriloquia inalámbrica es una mezcla de dañadez circense, fetichismo carnavalesco y magia neomedieval.

El día definitivo Ignacio Trejo Fuentes. (Hidalgo, 1955) Uno de los críticos literarios más respetados de México, también ha incursionado en la crónica, Crónicas romanas, en la novela, El vaquero más auténtico que existió, y en el cuento, Tu párvula boca. En su obra crítica y narrativa se refleja el interés por el humor negro, el carnaval de las almas, la borrachera del deseo, y la ternura de las mujeres nocturnas.

Senos: el principio del placer o a lo hecho pechos

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Arturo Trejo Villafuerte. Autor de más de 20 títulos. Periodista cultural por más de treinta años. Profesor investigador de la Universidad Autónoma Chapingo y miembro del PUICSH de la misma institución. Es amante del amor y una de sus debilidades es ser amante de la belleza y de la juventud femeninas.

Minerva Andrei Vásquez Chávez (Oaxaca, 1982) Diseñador gráfico de profesión, guionista ocasional y narrador en ciernes: autor de subrayados, cuentos inéditos, apuntes y proyectos para becas no ganadas.

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111 No happy ending Guillermo Vega Zaragoza. Periodista, profesor, narrador, ensayista y poeta. Ha publicado Antología de lo indecible (cuentos) y los poemarios Preñar el silencio y Espejo infinito. Sus relatos han sido incluidos en Los mejores cuentos mexicanos, ediciones 2002 y 2003. Semiólogo de la podredumbre televisiva y las lolitas posmodernas. Con el surco por la mitad 113 Adolfo Vergara Trujillo, 1975. Escritor, traductor de poesía y economista marxista egresado de la UAM-A. Publicó Freak y otros tormentos, (cuentos, Editorial Ficticia). Ha publicado en revistas literarias como Tierra Adentro, Molino de Letras, Descritura, Textos de la UAS y Tema y Variaciones de Literatura de la UAM-A.

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Fantasiofrenia II se terminó de imprimir en septiembre de 2007. Es un libro publicado por Ediciones Libera e impreso en Desarrollo Gráfico Editorial S.A. de C.V. Municipio Libre 175 Col. Portales C.P. 03300 Del. Benito Juárez, México D.F. E-mail: degrafsacv@prodigy.net.mx

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