COLABORADORES
Amu Alba Cruz Rojas Antonio Basallo - https://www.flickr.com/photos/128820757%40N05/ Carla Padula Villagra - http://tourtheforce.blogspot.com.es/ Cristinargou - http://cristinargou.blogspot.com.es/ DocMartus Íñigo López Laura Rueda Le Murmure - http://unhuecobajolaescalera.blogspot.com.es/ Lev Bourbon - http://desiertodelagrimas.blogspot.com.es/ Linda Ravstar - http://www.huellasenlaneblina.blogspot.com Manu Kurai Moony Parzival While - http://wguail.blogspot.com.es/
EDITORA
Le Murmure
PORTADA Le Murmure
ÍNDICE COMBUSTÓN Eres tortura (Lev Bourbon)
1
Una manzana mordida en medio de la acera (Carla Padula Villagra)
2
El ático con las mejores vistas de la humanidad (Carla Padula Villagra)
4
Amu
5
Laura Rueda
6
Antonio Basallo
7
REMINISCENCIA Días cósmicos (Manu Kurai)
10
Tú, que lo entiendes todo de mí (While)
12
Alba Cruz Rojas
13
Causalidad (DocMartus)
14
Cristinargou
15
¿Qué pasaría si nos contaran el cuento de Caperucita desde el punto de vista del lobo? (Moony)
16
Una oscura máscara blanca (Linda Ravstar)
20
Moscas volando sobre una Hispano Olivetti (Íñigo López)
24
Sensación o La Lengua del Narciso (Íñigo López)
25
Parzival
27
Eco (Le Murmure)
28
AGRADECIMIENTOS
/CASSIOPEIA/
>Hace unos 10 000 años que una estrella en la constelación de Casiopea estalló como supernova y lanzó hacia el espacio una gran envoltura de gas en expansión. Este remanente de supernova, llamado Cassiopeia A, es hoy tan débil que apenas es observable.
>Las supernovas son de los sucesos más violentos que tienen lugar en el universo; explosiones de cientos de veces más luminosas que las novas. Pueden brillar tanto como centenares de miles de millones de estrellas. Sus bolas de fuego en expansión distribuyen por el espacio elementos pesados como hierro o níquel.
((Guía del cielo nocturno. Astronomía. De Robert Burnham, Alan Dyer y Jeff Kanipe).
/COMBUSTIÓN/
Eres tortura
Eres dolor y secuela. No me has dado de ti y ahora estoy esquelético. Yo te he dado de mi lengua y la has mordido. Te he acariciado y me has dado un puñetazo en la nariz. También eres explosión y daño colateral. Te metes a musa y me rompes los folios, tienes el estómago desbordante de poesía y no me vomitas en la cara. Eres tortura y no quiero parar de gritar de dolor nunca.
Lev Bourbon
1
Una manzana mordida en medio de la acera Dio el último mordisco a su manzana y la tiró. La cabrona la tiro como las tías de las películas. Ya sabéis, esas que son muy duras, jodidamente sexys y van a lo suyo. Fue sensualmente repugnante. A su derecha estaba la que todos pensaban que sería el amor de su vida. Una niña rubia, de pelo largo y delgada, de cuento. De comedia romántica hollywoodiense, más bien. La romanticona que decora todo con flores y ahora está intentando descubrirse dentro de la vagina de una chica ruda. Ay, qué estúpida historia cliché y qué bien que les sentaba. Creo que ellas mismas supieron, desde que se vieron a los ojos (o a las tetas, a estas dos el alcohol las pone cachondas), que su relación no sería más que una aventura en sus vidas. Por supuesto que llegaron a quererse, seguro que aún se quieren, pero nunca fue un amor de compartirlo todo. Se usaron, la una a la otra, tal y como usas a un buen libro: para aprender. Antes de conocer a Sammy, Clara estaba cansada. De la ciudad en la que vivía, de los libros que leía, de la gente que la rodeaba, de los estúpidos árboles y los jodidos pájaros que viven ahí, de la música barata y la ropa cara. Vamos, no la culpéis, sabéis tan bien como yo que en el fondo la vida es un asco. Hablaba francés sólo para insultar y caminaba sin mirar a nada. La otra chica, en cambio, amaba tanto cada mierdecita de la vida que continuamente la oías suspirar de la emoción. Consideraba que todo el mundo era tan bueno como ella, (o como ella pensaba que era, diría yo), decoraba hasta las moscas muertas poniéndoles flores de colores y lanzaba besos a todo lo que consideraba digno de ser amado. Es la persona más soñadora que recuerdo; una vez la vi abrazando a un caniche mientras le preguntaba si consideraba primos a los corderitos. Juro que esa vez casi me quedo ciega de poner los ojos en blanco con tanta intensidad. Y, bueno, ya sabéis, chica dulce conoce a chica amargada, se gustan, pasan el tiempo juntas y, como diría el Santo Aviador, se domestican. La chica feliz aprende a ver las cosas tan grises como son y la chica seria aprende a dar abrazos. Final feliz o puntos suspensivos o el eufemismo que os plazca. Pero como sus ojos (o sus tetas) ya dejaron claro el primer día, eso era sólo una aventura y ya tenían que volver a casa. Así que Sammy puso los ojos en blanco cuando vio como su amante arrojaba la manzana al medio de la vía pública y por la cabeza de Clara pasó la imagen de un manzano en flor. Se miraron a los ojos (esta vez es seguro que no fue a sus pechos) y sonrieron sin despegar el pintalabios.
-¿Vendrás a verme algún día a Barcelona, Clara? -¿Vas a estar tan ocupada en Barcelona que no vas a querer venir a verme a... donde quiera que esté? -Quizás. -Entonces supongo que estoy obligada a ir. Y ahora sí se despegó el pintalabios melocotón de Sammy y Clara la abrazó. Después cada una se fue por su lado.
El ático con las mejores vistas de la humanidad
Tac-tac.Tac-tac.Tac. Tac. Tac-tac-tac. Tac-tac. Tac-tac-tac-tac. Tac-tac. La mesa temblaba. Su pie la movía. Si no se quedaba quieta pronto, el bote de aceite para bebés se le caería en el portátil. Si el aceite para bebés se caía en el portátil, se colaría entre las teclas que presionaba con sus dedos. Desastroso. Si el aceite se colaba entre las teclas produciría un cortocircuito en la máquina. Horror. ¿Qué haría ella sin su salida de emergencia de esa pequeña habitación del último rincón de esa enorme casa donde ni siquiera podía abrir las persianas de su vieja y mugrienta ventana? Los dedos se le resbalaban de las teclas. Estúpidas uñas largas. Antes se las mordía. Ahora son los dedos los que están roídos. ¿Acaso esa idiota pensaba que las marcas de sus dientes y la piel rota harían sus dedos más fuertes y bonitos? Apuesto a que se hubiese reído. Si yo le hubiese hablado de las marcas se hubiese reído. Yo le habría dicho que se destrozaría los dedos para siempre y ella se hubiese reído. En mi puta cara. Con esa cínica forzada risa que le sale cuando no te cree. Ella no cree en que algo pueda ser permanente. Ella sabe que todo es efímero. Y que confiar en las personas es una falta de respeto hacia ellas. Tac-tac.Tac-tac.Tac. Tac-tac. Tac-tac. Tac-tac-tac. Tac-tac. Tac-tac. La mesa ya no temblaba. Tenía las piernas cruzadas. Seguía moviendo el pie. Dejaba de escribir para peinarse con los dedos. Para tirar de su cabellera hacia atrás. Nunca se peinaba. Tenía el pelo tan jodidamente suave que se resbalaba. Decía que tenía que cortárselo de nuevo porque las puntas estaban quemadas. Quemadas las pelotas. La pobre se frustra con cualquier cosa. Mi cielito. Pero la culpa es suya. Ni siquiera sabe respirar bien. Y en su cabeza se hace la víctima. Es insoportable. Solo se calla cuando está contenta. O cuando está llorando. No sé cómo puedo compartir piso con ella y el metrónomo sin ritmo.
Carla Padula Villagra 4
Ella era una mujer pasional tanto para querer como para odiar. Caminábamos juntos por los suburbios más grises, por los paisajes más suaves, por las noches más tristes. Era la rosa más hermosa, con las espinas más dolorosas del paraíso de la desesperación. Era cielos nublados, cristales de Swarovski, el día más frío de Diciembre, y el más cálido de Abril. Era el humo, que se escapa por mi ventana cuando nadie lo ve, pero vuelve para buscarme quince días después. Es la enfermedad que la rompe, la piel que la desgarra, la mente que no recuerda, la vida que se pudre. El 'nosotros' que se marchita, y el 'yo' que se lamenta. Es el día más oscuro con el corazón roto, y la espera más larga. Es mi Cassiopeia∞
Amu
Because just a star can shine Like it never dies.
Tocaremos el cielo algún día, de eso estoy segura. No necesitaremos siquiera la muerte para ello. Seremos como las estrellas, que brillan incluso más después de estar vivas, aunque nosotros realmente lo estaremos. Haremos eco en el corazón del firmamento. Confirmaremos nuestra existencia al mundo al grito de la revolución, de las almas enamoradas, de las ganas de sentir, respirar, gritar, bailar, cantar y reír. Seremos lo que siempre quisimos ser sin miedo al qué dirán. Seremos felices para siempre. Y eso nadie jamás nos lo podrá quitar. Nunca abandones tus sueños por muy imposibles que parezcan. En definitiva, nunca dejes de soñar.
Laura Rueda
Flor Pasionaria.
Residencia abandonada (Universidad de Rabanales).
Torre de Delf.
Antonio Basallo
8
/REMINISCENCIA/
Días Cósmicos
Cassiopeia se bebe el cielo de la noche, para volver cuando la mañana arde en los espejos retrovisores. Baila con los cometas, las estrellas, con las Lunas de Marte. Se abraza a Fobos y besa a Deimos, saluda a Ío en la distancia. Se desliza por los anillos de Neptuno, inhala el azur profundo del planeta. Ella es una gigante gaseosa. Hecha de humo, vapor, cloro y ozono a partes iguales, se deshace y se condensa a dos tiempos, siguiendo el ritmo del espacio. El corazón siempre le latió en los oídos. Con la aurora, se cubre de un manto de cosmos, apaga el Sol de un bufido y espera a que la Luna cristalice, hielo y brasa abrazados en la oscuridad. Cassiopeia siempre supo que su vida era un fuera de juego. Más de una vez ha tratado de ser Andrómeda, pensaba que las galaxias estaban hechas para ella. Torbellinos de estrellas, cúmulos gaseosos, asteroides, polvo espacial y mierda cósmica. Pero a quién quiere engañar, más le vale dejarse de soberbias, nadie puede poseer un trocito del Universo. De cuando en cuando, le gusta pensarse como un agujero negro. Se encierra en sí misma, mentalizándose de la negrura infinita. Al fin y al cabo, nadie puede arrebatarte el derecho a ser egoísta, aunque sea lo único que no te han robado. Quién no ha conocido nunca a Cassiopeia. Me he encontrado a Cassiopeia en cada metrópolis, en cada Ciudad Muerta, intoxicada de humo y asfalto. Hay una de ellas en cada esquina, en cada apartamento ennegrecido. Algunas solo toman su forma al caer la noche, metamorfoseándose al atardecer. Si se es lo suficientemente paciente, la verás de camino a su aquelarre, último vestigio de una civilización acabada. He conocido a Cassiopeia en mis domingos de lluvia. Me ha dado conversaciones silenciosas que duelen como el granizo. Acordaos, por favor, de Cassiopeia. De su Cassiopeia, de la mía, pero sobre todo de la vuestra, pues es quien acabará escribiendo los mejores versos, difíciles y amoratados. Nunca dejéis que encuentre a su estrella polar, no permitáis que muera.
Ya hay muchas enanas negras helando las arterias de nuestro ParĂs.
Manu Kurai
11
Tú, que lo entiendes todo de mí No te conté lo que era el pasado porque temía que fuese a decirlo en tu idioma y que lo entendieras. No te describí el sentimiento de mi pecho -de las tantas de la noche- porque tenía miedo a que fuese de la misma manera en que tú lo sientes y lo entendieras. No quiero comentarte, describirte, aconsejarte que te me acerques más de la cuenta y me cuentes cuentos al oído. De esos que acorralan las ganas de respirar, que dan miedo, desesperación y dejan una capa de polvo gris sobre las ganas de vivir. No quiero explicarte lo que es el amor porque sería con la canción que tanto te gusta y lo sentirías. No quiero decirte, contarte, todo lo que una vez observé con mis ojos porque sería con los colores con los que ves tú el mundo y lo entenderías. No quiero, no quiero pero puedo y me muero de ganas. No puedo pero quiero, y sigo con este nudo en la garganta, con estos latidos de más. Con las ansias en el bolsillo cerrado de mi chaqueta, el dolor en todo aquello que no te dije, expliqué, comenté y susurré, y todo porque lo llegarías a entender.
While
I don't need to share I just need to scream.
Alba Cruz Rojas
Causalidad Desde que tengo uso de razón, independientemente de que la use bien o mal, mirar al cielo y ver una 'M' dibujada me ha hecho sonreír. Hay quien dice que es una 'W' pero al final, cada uno ve sólo lo que quiere ver.
Quizás, como tantas otras veces, peco de ilusa al absolver a La Casualidad de tal maravillosa acusación: hacerme capaz de reconocer una única constelación por el mero hecho de dar forma a mi inicial.
Si a algo soy fiel cada día es a la creencia de que las casualidades sólo son para los cobardes, expertos que eufemizan su culpabilidad con ellas.
Buscamos a Casiopea con la mirada desesperada de quien ansiaba recuperar el norte. Y, de repente, aquel destello nos hizo perderlo para siempre.
de manera doblemente paradójica: por estrella y por fugaz.
Jamás nadie consiguió brillar tanto como ella después de muerto. Ni si quiera Van Gogh. Ni si quiera Sartre. Ni si quiera Lennon. Ni si quiera lo nuestro, y eso que fue gigante. O quizás es que esto último esté más vivo que nunca.
Casiopea es a mí lo que el pentagrama a la música, lo que los dedos a una mano: cinco 'puntos' tan débiles como necesarios para dar sentido completo a lo que soy.
DocMartus
15
Me veo reflejada en tus ojos y me pierdo en mi misma. No apartes la mirada. No quiero perderte; no quiero perderme. Trozos dispersos de mi infancia y la tuya cobran vida a través de nuestra risa. La mía se convierte en lágrimas de dolor, la tuya en lágrimas de felicidad. Cassiopeia reflejada en la luna de tus ojos resplandece como aquella noche solo nuestra a las orillas del océano.
Cristinargou
¿Qué pasaría si nos contaran el cuento de Caperucita desde el punto de vista del lobo?
Aquella mañana se levantó como siempre, cansado. El suelo estaba blando, lleno de helechos y olía intensamente a humedad matinal. Sin moverse empezó a tener conciencia de su propio cuerpo. Primero los dedos de las manos, empezó a moverlos poco a poco. Luego las muñecas, la cosa empezaba a doler. Lo siguiente sería articular los codos, y eso sí que iba a ser un dolor agudo. Poco a poco y paso a paso, fue desentumeciendo las articulaciones de su cuerpo. Como siempre. Se decidió a abrir los ojos y a analizar lo que veía. Sentado sobre unos helechos podía observar los altos olmos que le rodeaban. Las verdes cúpulas apenas dejaban penetrar un par de rayos de sol. Aquel día, concretamente, tenía pocos arañazos, sólo un par de moratones y una sola mordedura. La sangre recubría su cuerpo, especialmente esparcida por su pecho y su rostro. No sabía si era suya, pero rezaba para que así fuera. Se dirigió tan rápido como pudo hacia la cabaña a la que últimamente llamaba casa. Las uñas de sus manos tenían tierra incrustada y pensó que quizá era hora para ir contándolas. Desnudo como estaba, notó una brisa de aire frío que acariciaba sus piernas. Pensó en Rose. Un rato después, no sabría si medirlo en minutos u horas, llegó a su destino. Una vieja y destartalada cabaña de madera, cubierta por enredaderas y perdida en medio de un frondoso bosque del norte de Irlanda. Se metió a la ducha con la sensación en el cuerpo de que ya había acabado, al menos temporalmente. Su ducha no era en realidad una ducha, era una bañera a la que alguien había añadido en algún momento una cortina y un grifo alto. Se frotó bien, como siempre en aquellos días, deseando borrar los recuerdos, que aunque difusos, aún conservaba su mente. La noche cada vez parecía más lejana y la tranquilidad se iba instalando en su pecho, haciendo de bálsamo. Salió, al acabar, a la segunda habitación de que costaba la casa. Bueno, casa. En esa estancia había una chimenea y un sofá cama, a la izquierda, y a la derecha una minúscula cocina. No necesitaba más, nunca iba a tener compañía, nunca iba a permitirlo. Pensó en Rose. Alejando como siempre esos pensamientos de su mente, se dispuso a preparar un ambicioso desayuno, pero abrir la “despensa”, si es que se podía llamar así, le recordó que no tenía más que un trozo de pan duro para comer. Con una profunda consternación, salió de la casa y se acercó a su viejo Volkswagen, que apenas tenía la gasolina suficiente para llegar al pueblo. Le costó varios intentos arrancar, quizá por el frío, quizá porque su fiel compañero ya se estaba haciendo mayor. Como él. Recorriendo los, a su parecer, escasos kilómetros
que le separaban de la pequeña muestra de civilización, llegó por fin a la gasolinera, donde no tuvo más remedio que repostar si quería volver a su… casa. Cuando acabó, se dirigió hacia la única tienda de comestibles de la pequeña población, con las manos llenas de aceite. Aquel era un pueblo pequeño, con casas pequeñas, una temperatura generalmente pequeña y sin niños pequeños. Pero el bosque era grande. En los ultramarinos fue recibido con susurros de las mujeres, tertulianas habituales, a las que nunca había agradado. Se preguntaban quién era aquel extraño joven que había ocupado la cabaña del que fue su convecino. Él nunca se paraba a responder. Le susurró a la dependienta aquello que quería y en un rápido intercambio pagó. Se marchó encendiendo uno de los cigarrillos de su recién estrenado tabaco y, ya estaba a punto de abandonar aquel pueblecillo por un par de semanas cuando algo llamó su atención. Pensó en Rose. Los hombres del pueblo estaban reunidos en la plaza donde se situaba aquel establecimiento. Llevaban escopetas en la mano y muecas fieras en el rostro. Se intentó alejar de allí sin que lo vieran, no quería ser reclutado para aquel grupo de acción ciudadana que poco, si no nada, lograría solucionar. Por lo visto sus tácticas de disimulo no fueron efectivas, pues el que parecía el cabecilla de aquella pandilla se le acercó para proponerle acompañarles. Más por su curiosidad innata que por las ganas de participar, accedió a colaborar con aquellos hombres, que olían a tabaco y a suavizante. Rodeado de aquel aquelarre y con las bolsas todavía en la mano, se dirigió hacia el único bar de la población, en frente de los ultramarinos. Los hombres se sentaron en todas las mesas del local y automáticamente, la camarera, vieja pelleja, les sirvió una cerveza, que tragaron con avidez. Una vez caldeado el ambiente, el susodicho líder empezó a hablar. Una chica. Rubia. Muerta. En el bosque. Rose. Pretendían dar caza a la bestia. No se sorprendió, en absoluto, de hecho, estuvo tranquilo desde el momento en que se dio cuenta de que esa chica no podía ser Rose. Rose no estaba allí. Los cabellos rubios de su preciosa mujer se esparcían por la almohada completamente blanca de la cama de aquella habitación de hotel. Su piel de seda color carne se rozaba con las sábanas completamente blancas, como una caricia. Él la miraba desde un extremo de la cama, contemplando la curva de sus caderas, los pequeños montículos que formaban sus pechos, el delicado contorno de su cuello y el color rojo de sus labios. Recordó a Rose vestida con su vestido blanco de novia, tan solo el día anterior, y el corazón se le aceleró. No entendía, ni entendería nunca por qué aquel ser perfecto había aceptado casarse con él, tan perjudicial, tan dañino, pero el caso es que ella estaba allí, en la cama de ese maravilloso hotel, completamente desnuda, desnuda por él. Notó el súbito calor al pensar en ella de esa forma, al recordar lo que habían hecho. La miró, esta vez con deseo, y colocó su mano sobre su vientre. Esa mano fue descendiendo lentamente, disfrutando del contacto con cada milímetro de su piel. Llegó a una zona peligrosa, peligrosa y divertida, despertando a Rose y reiniciando el juego al que se iban a dedicar el resto de su vida. (…) No podía ser. El pelo rubio y las sábanas blancas ahora eran de color rojo, su piel de seda
color carne, ahora con matices rojizos, ya no se rozaba con las sábanas, que habían sido desgarradas. Él la miraba de pie, al lado de la cama y ya no contemplaba la curva de sus caderas, ni los montículos que formaban sus pechos, ni el delicado contorno de su cuello, ni el rojo de sus labios. Recordó a Rose vestida con su vestido blanco de novia, tan solo hacía dos días, y el corazón se le partió. No entendía, ni entendería nunca por qué aquel ser perfecto había aceptado casarse con él, tan perjudicial, tan dañino, pero el caso es que ella estaba allí, en la cama de ese maravilloso hotel, completamente destrozada, destrozada por él. El cuerpo de su mujer, ahora desfigurado y desgarrado, reposaba sobre la cama impregnando las sábanas y todo a su alrededor del rojo de su sangre. Sus manos tenían el mismo color y entonces nada más. Los días pasaron, y luego los meses, pero nunca hubo nada más. Rose no estaba allí porque él no la había dejado estar. Ya ni siquiera le afectaba pensarlo, había pasado tanto tiempo, se había castigado tanto que todo había dejado de tener sentido. Años atrás, tras la muerte de su compañera de vida, había decidido vagar por el mundo, alejarse todo lo que estuviera en su mano de la humanidad, que no merecía en su infinita maldad, tener a alguien como él. ¿Y si volvía a pasar? Si volvía a pasar tendría que volver a irse. Ya era una costumbre. Cuando aquella reunión de los héroes del pueblo terminó, él volvió a su Volkswagen recién repostado y se marchó. “Querida Rose, Lo he vuelto a hacer. Ella también era rubia, pero al menos no eras tú. Cada noche cuando me acuesto sigo viendo tu cadáver, pero ahora siempre estoy atento al calendario, así que los daños se han reducido exponencialmente. Sé lo que dirías si estuvieras aquí, dirías que un descuido lo tiene cualquiera y luego me mirarías con esa media sonrisa y me besarías, y yo te creería. Porque eso hacía yo siempre, Rose, creerte. Quererte. Te echo de menos. Hay días en los que ni si quiera salgo de la cama porque, sinceramente, la vida no tiene puto sentido sin ti. Nunca pensé que alguien accedería a amar a un monstro como yo, pero tú lo hiciste, me amaste sin peros y yo te lo recompensé arrancándote la vida de un zarpazo. Tú dirías que no, pero soy un ser despreciable. A estas alturas, lo único que espero de la vida es que cuando me muera, Dios, o quién sea, me deje estar a tu lado. Sé que no lo merezco, pero apelo a la inmensa misericordia que ese ser debe de tener. Ya sabes, seré tuyo mientras la luna brille. Remus.”
Moony
Una oscura máscara blanca
No le importaba que la gente no supiera su nombre. La mayoría del tiempo ni siquiera lo daba: decía el primero que se le venía a la cabeza o inventaba alguno o simplemente nombraba algunas palabras absurdas —«Oscuridad», «Trineo»— solo para ver las expresiones de incredulidad y extrañeza en la cara de los idiotas. Sin embargo, la verdad era que no le importaba. Pero a sus amigos les decía que se llamaba Espectro. Por supuesto, la tenían por una chica rayada y patética, pero lo dejaban pasar. En el fondo, el problema no era que no le importara. En eso se mentía a sí misma. El problema era que los nombres eran demasiado importantes para gastarlos en tonterías como saludar y conocer gente y, en realidad, tener un nombre anodino y corriente como la maleza no le apetecía nada. Narcicismo, le había dicho su psicólogo. O quizás no había sido él. Quizás fue el cura del colegio. No estaba segura la verdad. Pero vaya a saberse. Espectro estaba pensando de nuevo en los nombres cuando sonó el teléfono. No contestó. Sabía que era Pedro —otro nombre de maleza, pero al menos, envolvía a un buen tipo—, que se preocupaba demasiado y siempre checaba que todo estuviera bien con ella. Se preocupaba con razón, por supuesto, pero sus amigos no tenían por qué saberlo. «Amigos». Ahí iba otra etiqueta, otro nombre en el fondo, que ya no tenía sentido. Quedarse tirada en la cama durante todo el día siempre había sido su mejor plan para pasar las vacaciones. No tenía dinero para viajar demasiado lejos y le aburría salir demasiado cerca. El Internet del vecino de abajo agarraba de vez en cuando y de cuando en vez y su reproductor de música ya la había cansado. Gastaba su dinero en cigarrillos. A veces salía a tomar algo con algún colega —«colega», porque así sonaba más divertido que «amigo»—, pero siempre volvía a la misma posición. Sola. Espectro se incorporó un poco cuando vio una araña deslizarse por el techo, sucio y resquebrajado, una pata por segundo. Era una araña tigre. Su madre siempre había dicho que era de las arañas buenas, de esas que se comen a las malas y que nunca debía matarla. Era una criatura de patas tan frágiles, rayada y pequeña, patética en su lentitud, que Espectro no pudo dejar de mirarla. La araña se balanceó y empezó a bajar hasta su cama. En una pata, larga y quebradiza, llevaba colgada una pelusa.
El teléfono volvió a sonar. Espectro apretó los dientes y dejó que la rabia bajara un poco y se transformara en desdén. Pedro no tenía la culpa de ser una buena persona. La mayoría de la gente apreciaba esa clase de gestos. El problema, claro, que Espectro era «rara de narices», como decían todos y, la verdad, era que ninguno tenía la menor idea. Pedro en especial. Espectro se levantó, se olvidó de la araña y se acercó a la ventana Esbozó una sonrisa con una expresión satisfecha. Estaba nublado y la niebla se esparcía por la ciudad lentamente. Corría una brisa helada y el cielo, blanco, blanco, blanco, pero también un poco gris, tenía cara de querer largarse a llover. Espectro siempre había creído que la vida en general siempre lucía mejor en esos días nublados. Era como si todo tuviera una renovada importancia. Era como si ese cielo demasiado plomizo y el frío demasiado helado hicieran todo más importante. El sol, en cambio, volvía todo más ordinario. Más real. Menos nebuloso y, por ende, mucho más insignificante. Siguió mirando por la ventana y se apartó un mechón de pelo de la cara. Sí, ese día podía ser tan bueno como cualquier otro. Estaba sola. Allí tenía todo lo que necesitaba. Tenía su mundo y se tenía a sí misma. Consideraba que eso ya era mucho más de lo que tenían otras personas que entraban, salían y no se paraban a pensar en los días nublados. O en los nombres. Quizás fuera mejor para ellos. Ella solo necesitaba ese cuartucho solitario, gris, donde podía estar sin nadie. Sí, ahora lo recordaba. Había sido el cura. Él también le había dicho que estar sola siempre no era buena idea. «Todos necesitamos a alguien», le había dicho. O quizás se lo había inventado todo, pero seguro que ese tipo lo pensaba. Estar solo era malo. Enloquecía a la gente, no había nada más que mirarla. Lo que nadie sabía es que Espectro era así antes de encontrar los días nublados y los cuartos grises. O quizás tuvieran razón. No lo sabía. Espectro se dio vuelta y se dirigió al baño. Escuchó el teléfono de nuevo, pero esta vez no se sintió enojada con la etiqueta andante que era su amigo. Incluso sonrió al escuchar el tono anticuado y estridente del aparato. Una vez dentro del baño, cerró la puerta tras de sí. Por supuesto, como el resto de la casa, era un cuarto pequeño, con una luz titilante de lo más desagradable y con la mayoría de las baldosas rotas. La fotografía seguía encima del lavabo, manchada de rojo. «Un recuerdo para cuando crezcan. Te ves preciosa con tu hermano».
Esa había sido la voz de su madre. O de su padre. La foto era vieja, pero todavía podía ver la sonrisa tonta de su hermano, disfrazado de tigre con siete añitos, y el rostro cubierto inteligentemente de sí misma, a los nueve, con ese traje de carnaval veneciano. Adoraba esa capa. En general, Espectro siempre había adorado todo lo que pudiera convertirla en otra persona, pero esa capa, negra, larga, brillante, siempre había sido el símbolo de lo que podía ser. Elegante. Misteriosa. Valiente. Distinguida. Claro, ahora su hermano estaba muerto, el disfraz de tigre lo habían regalado hace años y la capa solo le llegaba a los hombros. Espectro sacó un cigarrillo del bolsillo de los vaqueros y rebuscó en el mueble del baño por el encendedor. Dio un par de caladas mientras miraba la fotografía. Que su hermano se hubiera muerto hace años de una sobredosis, el muy cabrón de mierda, no era tan importante. Podría haber sido su novio. O su padre. O quien fuera. Después de todo, a Espectro siempre le había gustado que la gente se esfumara lo antes posible. Lo importante era la foto. Era la foto, porque los dos niños sonreían y eso era extravagante y sencillo. Solo una fotografía. Y la miraba todos los años ese mismo día. Después de todo, quizás estuviera llamándola su madre y no Pedro. A la vieja le gustaba llorar con ella escuchando. Espectro siguió fumando y el baño, demasiado pequeño para sus alardes y tonterías nostálgicas, se llenó de un humo denso y penetrante que apenas dejaba ver gran cosa. No se sentó en el váter a contemplar la foto ni se dejó caer en el suelo para apoyarse contra la pared. Se recargó sobre el lavabo, que le lanzó un crujido de molestia debido a su peso, y fumó y miró la foto. Durante veinte minutos, Espectro no se movió. Solo volvió a memorizar la foto por otro año más. Luego de un rato, volvió a rebuscar en el mueble y sacó una hoja de afeitar. No titubeó. No hubo música suave o dramática ni cámaras temblorosas ni planos con zoom de sus ojos, que se habían oscurecido por un dolor salvaje, casi abrumador. La verdad, no era como si eso fuera importante. Era como los nombres o los días nublados. O la araña bajando de su techo. Solo sucedía. Soltó un bufido de dolor cuando la hoja le rasgó la piel de la palma de la mano. Goteó sangre. Solo un poco para contrastar con el blanco pálido del lavabo y el gris eterno que estaba en todas partes y que Espectro había hecho suyo. Ardía. Luego repitió el proceso con el dorso de la mano. Cuando acabó, se lavó la mano, la envolvió en una venda y trató de sacar las manchas de la foto. Lo hizo con calma, sin prisas, pacientemente. Después salió del baño. Al parecer, el teléfono se había rendido, porque no volvió a escucharlo mientras guardaba la fotografía en su cuaderno de garabatos y volvía a su posición por defecto en la cama. Hacía más frío que antes, aunque quizás eso no fuera culpa del viento, sino de su nombre y
de que algo allá adentro, en su cabeza, en mitad de sus neuronas, quería congelarse y retorcerle los huesos hasta quebrarlos. O bien podía ser que tuviera que cerrar la ventana. Espectro soltó un suspiro. Uno solo, porque suspirar era un poco estúpido cuando nadie más lo notaba y cuando no te faltaba el aire. Allá afuera, las etiquetas andantes estarían riéndose, tomando buses y aviones, haciendo planes, durmiendo la borrachera, tirando, leyendo, viendo y soltando toda su humanidad por doquier con otras personas que hacían lo mismo Acompañados, rodeados de otros tantos que no se interesaban en lo más mínimo, «disfrutando» como si se conocieran a sí mismos, jugando a que la muerte no existía y que se sentían bien. Jugando a que tenían todo el mundo a su lado. Espectro cerró los ojos y pensó que luego llamaría a su madre. Y a Pedro, qué mierda. Después de todo, parecía una estupidez malgastar las vacaciones tirada en la cama. Sabía que su mente y sus cuadernos y su Internet que iba y venía y su música añeja y sus pensamientos e ideas, recuerdos y sonrisas del pasado, lágrimas y espirales de cosas que eran demasiado blancas y blancas, pero grises al fin, eran un mejor sitio que el comedor de su vieja o que el sofá vencido de Pedro. Pero con su madre podía alardear que se había ganado una beca y Pedro siempre tenía cerveza en su refrigerador. Espectro recordó la sonrisa de tigre de su hermano y pensó que sería genial tener una bella máscara de carnaval para tapar las lágrimas y las carcajadas que algo siempre arrancaba de su cuerpo sin explicaciones. Pero solo podía notar lo que había alrededor suyo. Estaba sola. Y había un terrible y precioso día nublado.
Linda Ravstar
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Moscas volando sobre una Hispano Olivetti
El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Sobre las piernas la luna arroja su luz mortecina. El zumbido de las moscas, que vuelan como saltando, rompe el silencio azul. Varias se posan en las teclas de una Hispano Olivetti, que descansa, junto a un teléfono descolgado, en una mesa de cristal llena de ceniza escarlata. En el papel manchado, que el viajero sujeta, se lee: "Entre narcisos, luz que el bosque ilumina, bailas flotando". Rompiendo el alba, un alma envuelta en un vestido blanco se desliza vaporosa por las calles de piedra. La mañana, fresca y gris, hace que la blanca joven, cuyos cabellos dorados saltan sobre su pecho, parezca un fantasma. Sostiene un cigarrillo entre sus labios temblorosos, y el humo la sigue como un perro fiel. Una lágrima se desprende de sus ojos y rueda hasta su boca roja. En su cabeza, nada de nada. Cuando llegue a casa, su grito de terror hará volar a las golondrinas.
Sensaci贸n o La Lengua del Narciso
Un beso triste robado a una boca triste son diez vidas escapando por la punta de los dedos dulce n茅ctar arrancado de unos labios tristes. Un borracho con su hambre una naranja rodando la luna de siempre en la lengua del narciso. Manchando su plata la sangre escarlata que empapa la punta de estos dedos tristes.
Íñigo López
Aquel trono maldito empezó a quebrarse; dejando libres a sus pilares, en el seno de Cassiopea. Soñando con aquel bravo heleno que la rescató, Andrómeda decidida, se lanzó en pos de encontrarlo, hacia un cálido lugar llamado Vía Láctea. Siguiendo el blanco camino señalado por Hera, no tardó en localizar la empuñadura del cazador, donde habitaba un lánguido recuerdo de otrora tiempo. Al encuentro salió un aterrador dios rodeado de tenues anillos y enfurecido en la bravura de los mares, la hija de Casiopea, palideciendo al verlo huyó hacia el interior, dejando anudada su blusa a un vestigio del poderoso tridente divino. Volvió a sentir algo durante la travesía; el amo y señor de Gea la atisbaba con un desdeñoso desdén, vociferando, aclamando a Zeus de que su cautiva escapó de la prisión marchita. ¡Oh, joven príncipe! ¡Quién pudiera poseer una rosa y abrazarla como tú! Perdida, danzando en un baile funesto perseguida por luces mortecinas, rogando a ese polvo de estrellas por el pobre destino de su amado. Un colérico titán devoraba a su primogénito, preso de una acusada angustia y temor vital. Huyendo, serpenteando al tiránico padre, encontró refugio en el lecho rocoso donde habitaban aletargados los más fieros guerreros, anhelantes de destronar al rey. Deseaba su calor, al cuerpo que le proporcionó aun contrariando a los dioses, guiado por la luz que emitían sus perlados cabellos, refulgentes ate el mar bravío. Esquivó hábilmente al grito posado por Ares, para al fin, contemplar aquel celeste pálido, hogar de su eterno amor al hombre. Y allí, encontró cenizas, nubes huracanadas alrededor de una pira extinta, sofocada por la rabia entre hermanos nacida por la presencia de Deimos y Fobos. Nada pudo hacer que no fuera repoblar las cuencas con sus lágrimas, deshaciéndose en cada sollozo para cavar fundiéndose consigo misma en un débil abrazo.
Parzival
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Eco
Está oscureciendo en esta habitación sin ventanas; está desapareciendo esta noche sin luna. En las afueras de la ciudad, donde los rascacielos terminan y los narcisos crecen, donde este cielo de cristal se agrieta, me siento volar. Esparcirme en pedazos, polvo, apenas moléculas, disolviéndome en el aire, libre; demasiado libre. En el frío de madrugada, los pulmones me duelen, mis dedos se hielan y caigo, muy hondo, en una madriguera. No alargo los brazos; no me aferro a las raíces, solamente me dejo caer, con los ojos muy abiertos, tan abiertos que veo el silencio. Las teclas de un piano se hunden en la distancia. Notas graves y mustias. Notas de invierno. Nítidas, claras, profundas y huecas. Hace frío. Está oscureciendo en esta habitación sin ventanas, y al cerrar los ojos me veo caer.
Le Murmure
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Gracias a todos. Gracias por vuestra participaci贸n y dar cosas tan geniales a esta fanzine. Gracias por hacer que el proyecto salga adelante. Y gracias por leer estas p谩ginas.
CASSIOPEIA Fanzine artística