SE ACABÓ LA MEDICINA
Esa mañana, no había nada más que la luz que entraba por las grietas y llenaba de sombras los trastos de la cocina. Ramiro se levantó más temprano ese día, esperaba a que su papá regresara. -Papi, papi, tengo hambre. La vocecilla, cargada aún de jirafas voladoras y unicornios que la acompañaban en la noche, provenía de la pieza de al lado y se colaba por entre las rendijas que las palabras del periódico no alcanzaban a tapar. - ¿Dónde está papi? Repitió la vocecilla, esta vez desde la puerta de la cocina. - Ya no demora, le contestó Ramiro. Por la mañana escuché que hablaba con unos señores, papá les decía que no le fueran a dar acá en la casa, yo creo que le debían. Se fue con ellos. De pronto fue a comprar con que hacer el almuerzo. - Tengo hambre, repitió la niña. Los ojos inquietos de Ramiro se movían de un lado para otro, como buscando respuestas a las penurias que cabalgaban en caballos de plata y se perdían más allá de la pequeña ventana donde el viento las cubría con un manto de hojas, piedrecillas y polvo. -El día que llegamos, dijo Ramiro tratando de distraer a su hermanita, seguía lloviendo; la puerta estaba trancada por dentro, entré por la ventanita. La casa me pareció más pequeña y destartalada que la que habíamos dejado la noche anterior. Abrí la puerta. Estabas dormida en los brazos de papá; en el suelo la caja de cartón y los maletines donde trajimos lo que el afán dejó guardar: ropa y unas ollas que papá había empacado la noche anterior después que llegamos del entierro de mamá. Recuerdo que le pregunté por qué nos íbamos de noche. Unos tipos se enamoraron de mí y a los novios les gusta la noche para hacer visita, por eso es mejor poner tierra de por medio al asunto, respondió papá mientras seguía empacando. No entendí la respuesta; realmente no le puse cuidado, me distraje con la lluvia. Me traía el recuerdo de los barquitos de papel que tú te empeñabas en salvar cuando yo los ponía a navegar en los riachuelos que se formaban en el patio de la casa cuando llovía. Era una casa grande, allí nacimos los dos. Habían arboles de naranjas y mandarinas, jardines y corredores por los que mamá paseaba su enfermedad. Papá decía que era pena moral porque estaba así desde hacía cinco años cuando perdió a su familia. Si no hubieras nacido es muy seguro que mamá hubiera muerto mucho antes, por eso ella quería que te llamaras Consuelo, pero papá le decía que ese nombre era muy pesimista pues siempre obliga a mirar hacia el pasado, que mejor te ponían Esperanza. Mamá parecía olvidar poco a poco la tristeza que le mordía los ojos. Se veía mejor. Hasta ese día que se dio cuenta que a papá algo le preocupaba. Tranquila mija, no es nada grave le dijo él pero ella no le creyó.
A la mañana siguiente, no se levantó, solamente dijo: siento como si el pasado hubiera despertado de repente como un monstruo que quiere devorarnos. Pasaron varios días y mamá cada vez se ponía peor. Los remedios que le mandaron no le sirvieron. Resulto cierto. El monstruo del pasado empezó por devorarla a ella. -Hermanito, el monstruo me quiere comer la barriga, dijo Esperanza. Ramiro encontró la bolsa con el trozo de pan que había guardado el día anterior. Se lo pasó a su hermanita quien, como en un acto de magia lo hizo desaparecer al instante. Sólo unas cuantas migas el viento hacía danzar hasta caer y confundirse con el polvo y las piedritas del piso de tierra. -Quero más dijo la niña con una voz que le salía de las entrañas. Ramiro, con los ojos como los de una criatura aterrorizada que se mira en la profundidad de un espejo, se vio reflejado en la mirada de su hermanita y tocando el fondo de la bolsa vacía le dijo: se acabó la medicina.
Autor: Carlos Héctor Piedrahita http://www.leaencontexto.org