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los secretos de confesión

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2 canto fúnebre

2 canto fúnebre

Esa mañana de agosto una volqueta rueda en dirección sur norte entre el bullicio de máquinas que se encuentran a lado y lado de la calle veintiuno. El ruido crepita entre metales torcidos, rocas fragmentándose y motores jadeantes que escupen humo. Catorce bulldozers, doce cargadores, cuatro grúas y más de ciento cincuenta volquetas trabajan incansablemente removiendo escombros. La volqueta gira en la carrera primera rumbo al Cementerio Central de Cali. Su carga no puede ser más mortal, transporta una colección de cadáveres producto de una explosión. Esta escena, reconstruida con base en documentos públicos y entrevistas con testigos directos, fue presenciada hace más de sesenta años por los sobrevivientes de la tragedia del 7 de agosto de 1956.

En la primera mitad del siglo XX, las tragedias ocurridas en Colombia estaban asociadas a infecciones por falta de agua potable y un pésimo manejo de residuos y aguas negras. Como catástrofe se cuenta un temblor ocurrido en Bogotá en 1917 que no tuvo víctimas mortales. Lo que sucedió en Cali no tiene precedentes en Colombia.

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La primera noticia que tuve de la explosión fue por una película. Ese día asistí a un cine foro donde proyectaban Carne de tu carne de Carlos Mayolo. En el relato cinematográfco se describe brevemente el estallido y las sirenas posteriores a la explosión. Así lo describe la periodista Lucy Libreros: «Carlos Mayolo nos hizo creer que la madrugada del 7 de agosto de 1956 sorprendió a la familia Velasco en medio de esa nube de polvo y muerte que había provocado la explosión inesperada de diez camiones del Ejército, abarrotados de 1.053 cajas de dinamita». En el foro, un amigo caleño me dijo que la escena fue real, unos camiones estallaron y destruyeron una parte de la ciudad.

La curiosidad guió mi investigación y rápidamente encontré una entrevista en la página de El País hecha a Hurtado Galvis: «Solamente en la fosa común del cementerio central yo vi enterrar tres mil setecientos veinticinco cráneos» dice Hurtado sin titubear.

No supe si creerle, la cifra me parecía algo exagerada pero los números se me quedaron grabados: tres mil setecientos veinticinco cráneos. La periodista Meryt Montiel Lugo en el perfl que hizo de Hurtado en 2009 escribió: «Se calcula que murieron unas diez mil personas. En ese entonces él era capellán del Batallón Pichincha y fue testigo excepcional de la tragedia. Esta historia la ha contado un centenar de veces, pero con ese poder narrativo, lleno de detalles, no deja de seducir al interlocutor».

Además añade que sus acciones en el suceso le merecieron una portada en la revista Life. Tal portada no existe. En la página web de la Revista se pueden consultar libremente todas las portadas, año por año, y en ninguna aparece Hurtado. Lo que sí existe es una fotografía donde aparece el sacerdote publicada en un reportaje de la Revista. Esa publicación hizo que el fotógrafo Stephen Ferry se interesara en la tragedia y visitase Cali. Su indagación es protagonista en el documental Una madrugada explosiva de la serie Viajes a la memoria, la huella de una nación el cual fue reconocido con el XXX Premio Anual de Periodismo y Reportería Gráfca Alfonso Bonilla Aragón.

Vlado señaló en una caricatura que «la culpa no es de las fuentes por informar mal sino de los periodistas por no informar bien». Sí Hurtado en sus afrmaciones decidió atribuirse una portada, es deber del periodista corroborar esa información con todos sus medios posibles. Un periodista no debería romper el pacto de verdad con sus lectores. Quizás puede considerarse un desliz, decir que una fotografía estuvo en la portada de Life, simplemente genera un impacto dramático que no hace mal a nadie y, como menciona el periodista Kevin García, son las libertades que se puede dar un periodista en su ejercicio persuasivo. Pero ¿qué sucede si también exagera en el número de fa-

llecidos?

Además de los tres mil seiscientos veinticinco cráneos, en una entrevista radial, Hurtado añade: «La explosión desencadenó una energía que le arrancaba las cabezas a la gente. Los cuerpos no aparecían».

Hurtado debió tener el don de una visión ágil o, creería yo, imaginativa. En primer lugar, no es fácil distinguir cráneos de demás huesos en los pocos minutos que duró la descarga de una volqueta cargada de cuerpos mutilados mientras se depositaban en la fosa común del cementerio. En las fotografías existentes de lo ocurrido, los rostros de las personas están parcialmente cubiertos y ven sin mirar los cuerpos alineados. En todas ellas, el olor y el dolor que causa la muerte haría imposible una operación aritmética. Sin embargo, Hurtado pudo contar más de tres mil setecientos cráneos.

Unas escaleras descienden a una amplia habitación enmarcada en anaqueles llenas de libros y libros que referen la historia de Cali. Un vibrante sonido eléctrico llena la habitación. Anónimos investigadores cubiertos con tapabocas y guantes de cirugía escrutinan, en papeles amarillos y delicados, pedazos de historia. Hace un frío artifcial de aire acondicionado que resguarda un espacio cerrado donde se encuentran alineados los periódicos de El Relator de la década del cincuenta. Al fondo en un escritorio pequeño se encuentra Olga Eusse quien me permite revisar la prensa y los audiovisuales en VHS de la explosión que pertenece al Centro de Documentación del Banco de la República. Mi primer hallazgo fue darme cuenta que las páginas correspondientes al día de la explosión se encuentran desaparecidas años atrás. Deliberadamente alguien quiso arrancar la historia. Sin embargo, siguiendo el rastro dejado en notas de prensa, boletines militares y fotografías se puede reconstruir cómo el 8 de agosto, en el cementerio, el receptor de la morgue Juan Restrepo y el médico legista Euclides Orozco hicieron titánicos esfuerzos para contar los cuerpos de los cuales solo identifcan el sexo. En los corredores del cementerio se alinearon noventa y nueve hombres, cincuenta mujeres, veinte niños y veintidós niñas. Separaron ochenta y un soldados en dos grupos de acuerdo a su identifcación. Sólo dieciocho fueron reconocidos y se enterraron con ceremonia en el Batallón Codazzi de Palmira. El sepulturero del cementerio informó el 9 de agosto que enterró quinientos cincuenta y cuatro cuerpos en la fosa común. Ese mismo día, al fnal de la jornada, se reportaban novecientas veintidós bajas, trescientos cincuenta y un muertos, quinientos cuarenta y cuatro heridos y diecisiete desaparecidos. El 9 de agosto se habían recuperado mil noventa y siete cadáveres entre los escombros y se decidió parar debido a las difcultades de hacer una cuenta exacta. Las palas al remover los escombros, fragmentan en pedazos los cuerpos que se escu- rren entre los pedazos de muros. Así lo declaró el receptor de los cuerpos del cementerio: «No podemos continuar pensando en los muertos, cuando los vivos, los heridos y los necesitados, requieren nuestra atención»

Teniendo en cuenta el número de mil noventa y siete cuerpos registrados que fueron al cementerio, además del reporte de doscientos heridos que murieron en los hospitales y se especula de cuatrocientos desaparecidos, las cifras estimadas más cercanas a la realidad fueron mil seiscientas muertes. Sin embargo, la periodista Montiel confía y publica los datos de Hurtado de diez mil muertes y tres mil seiscientos veinticinco cráneos en la fosa central. Estos mismos datos son reproducidos en otras notas de prensa y en los audiovisuales históricos hechos sobre la explosión.

A cinco calles del Centro de Documentación del Banco de la República se encuentra la ofcina de don Jorge. El centro de la ciudad de Cali es caluroso, ruidoso y abarrotado. En contraste, al entrar al edifcio, en la ofcina del abogado Jorge Rodas Martinez todo es silencio y orden. El mobiliario en madera está lleno de libros discriminados y organizados. La administradora de empresas Marta Botero quien está interesada en lo sucedido en la explosión me pidió que la acompañe para hablar con Jorge pues le indican que conserva documentos que pueden ser útiles. Jorge no aparenta su edad, de rostro alargado e impecablemente vestido siempre tiene una oración contundente para explicarlo todo. Ahora está trabajando en un libro de genealogías del siglo XIX. Su relato de la explosión se construye con base en sus recuerdos, los cuales intercala con notas de prensa, artículos de revistas y documentos que recupera de su archivador, organizado por temas en carpetas. Me dice que si quiero encontrar una verdad, debo buscar la verdad ofcial y si el documento de investigación de la explosión está perdido, lo más seguro es que esté referen- ciado en los fallos judiciales de los demandantes. De su colección saca la revista Justicia donde se publicó uno de los fallos. Y añade: «Deberías empezar a buscar de dónde provino la dinamita».

Recuerdo la voz de Hurtado en el programa de radio El Corrillo de Mao del periodista Mario Alfonso Escobar cuando dice: «Esa dinamita venía de Suecia en un barco llamado Stockholm, ese barco atravesó el mar báltico, el mar del Norte, el océano Atlántico, el mar Caribe, el canal de Panamá, el océano Pacífco y atracó en el puerto de Buenaventura en Colombia».

Además añade: «Yo vi, con estos ojos, unas cajas de cartón zunchadas con letreros en inglés».

Sin embargo, de acuerdo al fallo judicial, donde se cita el certifcado de la Aduana de Buenaventura (folio veintiséis, cuaderno dos), se indica que la dinamita llegó procedente de Estados Unidos el 31 de julio en el barco de vapor Ciudad de Cuenca importada por Industrias Militares -Indu- mil. La empresa que vendió la dinamita fue Atlas Powder Company la cual transportaba su material explosivo en cajas de madera. Dos años después de la explosión, APC se dedicó al negocio de los fertilizantes.

Días después, mi indagación me lleva a otro abogado que también fue militar. La ofcina de Carlos es austera y un poco oscura, cuenta con dos escritorios, un computador, una impresora y dos archivadores. Su cabello blanco hace juego con los escritorios abarrotados de papeles de casos que están pendiente de resolución. Carlos es un militar retirado que trabaja como abogado principalmente asesorando militares. Me cuenta que, cuando fue militar, trabajó en Indumil y su función consistía en supervisar los cargamentos de explosivos que salían de Buenaventura al centro del país. Hurtado en la entrevista que cedió al audiovisual El 7 de agosto: Un documental sobre la explosión del 7 de agosto justifca la importación de la dinamita porque, según él, no existía Indumil en Colombia. Carlos me confrma que Indumil funcionaba dos años antes de la tragedia. Entre sus papeles tiene el Decreto 2862 de 1954 con la cual se crea y el Decreto 2535 de 1993 de Importación y Exportación de Armas y Municiones y Explosivos y su Decreto reglamentario 1809 de 1994. Me explica como el uso de explosivos en obras de infraestructura, su importación y el transporte desde Buenaventura es algo común hoy en día, es más, se continúan transportando en camiones civiles. Esta información contradice la publicada por muchos periodistas que señalan que los camiones que transportaron la dinamita que causó la explosión eran militares. Hurtado Galvis lo señaló así: «Eran seis camiones Mack propiedad del ejército».

Lo cierto es que eran camiones civiles con una escolta militar. En la declaración extrajuicio dada por el conductor Pablo González en el Juzgado Primero Civil se presenta como evidencia la planilla donde se referencia que el ejército contrató los servicios a la Empresa de Transportes Mosquera Gómez que poseía camiones Ford de seis llantas y varillas. En la declaración se lee: «Es verdad que ese mismo día seis de agosto a las ocho menos diez minutos de la mañana llegamos al Piñal, donde fuimos detenidos por orden militar de un cabo y varios soldados quienes nos ordenaron cargar los camiones con cajas de dotación militar con destino a la Tercera Brigada al polvorín San Jorge de Cali y nos prohibieron terminantemente transportar otra clase de carga».

Esta información es corroborada por el gerente general de Indumil quien certifca que la dinamita salió a las 12 horas con destino al Polvorín San Jorge, lo cual contradice lo dicho por Hurtado Galvis donde señala: «Nos preparábamos para arriar el pabellón nacional (o sea la Bandera de Colombia) cuando llegó un convoy militar de seis camiones carpados y custodiados por soldados armados al mando del Sargento Pedro Higuita. El Sargento se presentó ante el Capitán Gustavo Camargo Eslava, en mi presencia, para pedirle permiso de pernoctar y arranchar en el cuartel, y le advirtió que comandaba un convoy de seis camiones con explosivos. El capitán Camargo le negó el permiso al Sargento Pedro Higuita para pernoctar y arranchar en el Pichincha; y le ordenó retirarse con el convoy con explosivos hacia despoblado».

En contradicción, el conductor del camión declara: «Llegamos a eso de las doce veinte minutos de la noche del mismo día, hora que llegamos con la carga para la Tercera Brigada, Polvorín San Jorge de Cali a la Antigua Estación del Ferrocarril del Pacífco».

Recuerdo entonces una conversación que tuve con Héctor Jirado Ballestas, exmilitar de 86 años del cuartel Batallón Pichincha, quien llegó a Cali para asistir a un matrimonio familiar. Leyendo la prensa del día se enteró de la exposi- ción En Busca de la memoria perdida y decidió visitarla para contrastar sus recuerdos. La exposición no se había inaugurado, sin embargo recorrió las salas donde las personas trabajaban en el montaje. Después de ver las obras se acercó a María del Mar López del Centro de Memoria Étnico y Cultural y fue ella quien me lo presentó.

Héctor nació en Cartagena pero lo trasladaron de Bogotá a Cali en 1955. El era Cabo primero armero y esa noche, salió en una moto a la galería Belmonte para comer, pero tuvo la buena suerte que la moto fallase y tuviese que regresar al Batallón. Al escuchar el estallido de la explosión los soldados se reunieron en la plaza de armas y partieron hacia el centro creyendo un ataque a la Tercera Brigada. Al llegar allí ayudó a salvar a personas aprisionadas entre los esqueletos de hierro que dejaban las columnas estructurales. Cuando pudo también fue a ayudar a casa de su suegra que vivía en la carrera segunda con dieciocho. Su madre, sólo dos días después se enteró de lo sucedido y se comunicó con él. Héctor estuvo en el batallón y, como armero, revisaba los camiones que cargados de explosivos llegaban a Pichincha. Sin embargo, me afrma, el día de la explosión no llegaron dichos camiones.

Carlos se ofrece a llevarme en su carro. En la conversación me cuenta que de niño, jugaba con los estopines en la misma habitación donde su padre guardaba la dinamita en gel. Francisco, el padre de Carlos, trabajó en el gobierno de Rojas empleando la dinamita para la construcción de las vías. Carlos ve en mi rostro sorpresa y me señala que la dinamita no podía explotar sin los estopines y no es una operación tan sencilla como para que él, de niño, corriera algún riesgo. Le pregunto entonces si es posible que un disparo pueda detonar la dinamita a lo cual me responde frunciendo la boca y negando con la cabeza. Recuerdo entonces la anterior entrevista de Hurtado donde dice: «Ya dijimos que no hubo manos criminales, lo que pasó fue que un soldado, según la investigación, un soldado, en el relevo de la madrugada de los que estaban de centinelas, en vez de colocar el fusil verticalmente, con la boquilla del fusil hacia arriba, lo colocó, somnoliento, horizontalmente con la boquilla orientada a los camiones, y posiblemente había un proyectil en la recámara del fusil, y al desasegurar el fusil se zafó el proyectil. De manera que a eso llegó la investigación, que no hubo manos criminales, eso está comprobado, que fue un descuido, que fue un accidente».

La anterior declaración, inculpa a un soldado, le da un carácter de accidente y libra de responsabilidad al gobierno por la tragedia. Algo muy similar sucede actualmente con los falsos positivos. En la investigación ofcial, que quizás desconocía Hurtado, la empresa Atlas Powder Company envió al ingeniero especialista en explosivos James E. Dedman Jr. para que investigara las causas, conclusiones y conceptos del cargamento de los explosivos. Su conclusión fue la siguiente: «Que el agente provocador de la explosión fue un elemento detonante extraño a los materiales transportados de los vehículos automotores y por consiguiente concluyo y me ratifco en el concepto de que el motivo de la explosión fue el de un acto criminal o acto de sabotaje». Es posible que de acuerdo a conceptos como este, se sustente que La Compañía Colombiana de Seguros reconociera una indemnización por la explosión a favor del Ministerio de Guerra. --

Al indagar en la historiografía me encontré con dos escasos artículos, ambos escritos por César Ayala y publicados en la Revista Credencial y Revista Historia y Espacio de la Universidad del Valle. Me desconcertó que con la amplia tradición que tiene el Departamento de Historia de la Universidad del Valle, no cuente con un estudio juicioso sobre lo ocurrido. En conversación con la estudiante Laura Cuellar del Programa de Historia me dice que uno de los ejercicios de la carrera consiste en entrevistar a sobrevi- vientes de la explosión. Me imagino cientos de entrevistas guardadas en medio magnético o digital esperando a un historiador que las analice y comparta sus testimonios. Mientras esas voces llegan a la luz, es posible contar otra historia sobre la explosión.

No es fácil entender una tragedia que lleva seis décadas olvidada. El señor Jair luce unos lentes de lectura circulares en metal dorado y un diseño que evoca los años sesenta, estamos en el auditorio Madera del Centro Cultural de Cali después de escuchar una conferencia sobre la explosión leída por el historiador César Ayala. Ya son más de las ocho de la noche y la discusión no acaba. Jair Quintana es un administrador de empresas pensionado que discute los datos expuestos por el doctor en historia. Jair, lleva años indagando por una motivación personal, fue testigo de la explosión y es un líder del barrio Aguablanca. El público le pregunta al experto por qué menciona diez camiones cuando lo que dicen los informes es que fueron seis. Ayala responde que lo importante no es un número sino los procesos y consecuencias de la tragedia. Sin embargo, para los sobrevivientes es importante ese número, llevan años esperando una historia ofcial y pública que explique la explosión.

La organización del Seminario Historia de Cali nos pide amablemente que nos retiremos pero la discusión continúa en cuanto a los hechos y las causas. Cuando le pregunto a las personas del auditorio donde escucharon su versión, me dicen que en la radio. El discurso que se repite y es parte de la memoria social de muchos sobrevivientes coincide con el testimonio dado por Alfonso Hurtado Galvis. Hurtado tuvo un discurso fel e inmodifcable. El sacerdote Hurtado Galvis reproduce palabra por palabra el mismo discurso en las múltiples entrevistas que le hicieron. El abogado y docente de la Universidad Santiago de Cali también fue un periodista que tuvo la ventaja de comunicar su versión de los hechos a través de su progra- ma de radio La voz del prójimo que durante treinta y ocho años fue transmitido en las cadenas Todelar y Radio Súper. Los periodistas Heinar Ortiz Cortés y Margarita Rosa Silva, quienes lo entrevistaron, destacan como «la memoria impecable y la habilidad narrativa del sacerdote no perdonaban y un dato se empezaba a tejer con otro» y le atribuyen una veracidad institucional: «quien más que ser el último personaje del ‘Cali Viejo’, fue el notario de la caleñidad». Sin embargo, sobre el piso de madera resuenan las voces de un grupo minoritario que desvirtúa esa versión. Un químico de explosivos menciona que esa dinamita no pudo estallar con un disparo perdido, otro dice que es imposible contar diez mil muertos producto de la explosión. Los organizadores del evento deciden programar un conversatorio con los sobrevivientes el mes siguiente. Jair, a su vez, me invita a visitar el barrio y me habla del audiovisual que viene realizando donde muestra sus hallazgos. La tarde del domingo estuvo soleada en la cancha de baloncesto del barrio Aguablanca. Las personas mayores mueven las sillas plásticas buscando la sombra de la casa de dos pisos que se encuentra diagonal a la Junta de Acción Comunal. Cada marzo, el barrio conmemora su fundación. Aguablanca fue uno de los barrios construidos para albergar a los damnifcados de la explosión. Muchos jóvenes desconocen el origen del barrio, algunos ni siquiera saben que hubo una explosión. A las personas que vivieron tragedias no les gusta mucho hablar de ellas. Johana Delgado hizo su monografía sobre Aguablanca y durante meses compartió con las personas del barrio y logró una empatía envidiable. Cuando conversamos sobre su investigación me cuenta cómo se conformaron tres áreas para recibir a los damnifcados: el edifcio República de Venezuela, el barrio Bueno Madrid y Aguablanca. A Aguablanca llegaron inicialmente viudas madres, que se acogieron a una Ley y a la administración de la Fundación Ciudad de Cali. Cada casa de aluminio contiene relatos que construyen una ca- dena de historias de resiliencia. El sacerdote Hurtado Galvis quien se atribuye la fundación del barrio en el programa televisivo Conversan dos dirigido por Hernando Darío Restrepo y añade: «esas casitas las regaló nada menos que el general Eisenhower, son prefabricadas las trajeron en avión». Johana me dice: «No creo que el sacerdote fundara el barrio».

Ella enumera fechas y acciones que se realizaron para la construcción del barrio, la adquisición del lote, la preparación, la demora por la carencia de inodoros, alcantarillado y el afrmado de la carretera. Consultando documentos encuentro que los militares colombianos siempre tuvieron disponibles casas prefabricadas. En la década de los veinte, los militares compraron en Estados Unidos estas casas para colonizar la amazonía y en el gobierno de Rojas hubo una gran inversión de infraestructura para aumentar la presencia militar. En el Decreto 1039 de 1955 Rojas Pinilla autoriza al Ministerio de Salud Pública la adquisición de casas prefabricadas. Al consultar la escritura 69 de 1958, en ninguna parte aparece Hurtado, pero en la entrega estuvo monseñor Caicedo haciendo la bendición y el mayor Díaz entregando las casas a las primeras viudas.

Hace seis décadas Aguablanca estaba en un extremo de la ciudad, ahora es un barrio dentro de las veintidós comunas de la ciudad. De Aguablanca al centro transcurren quince minutos en un taxi sin aire acondicionado. Los domingos en el centro se pueden encontrar actividades culturales. Camino por la Merced con la historiadora del arte Paola Zambrano, ella lleva cinco años en la ciudad y siempre consulta su teléfono para ver los pronósticos del clima: «En Cali se debe elegir la vestimenta de acuerdo al clima. ¿Se imagina vestir de sotana negra en el verano caleño?».

Paola me cuenta que, en septiembre del año pasado, un actor representó, por estas mismas calles, al sacerdote

Hurtado Galvis en un proyecto de la Secretaría de Cultura y la Sociedad de Mejoras Públicas que buscó, mediante una puesta en escena teatral, contar la historia de Cali. El sacerdote, al ser considerado el cronista de la ciudad, mantiene su credibilidad después de muerto. Sus feligreses creyeron más en sus historias que en los documentos.

Ella está realizando una investigación sobre las imágenes de la explosión y consultó varios centros documentales. En la colección de prensa de la Biblioteca Departamental se encontró también versiones desaparecidas de El País del día de la explosión. Luego viajó a Bogotá a la Biblioteca Nacional donde, en un bunker antibombas, se resguardan los periódicos nacionales. Allí los periódicos se encuentran microflmados, se pueden ver en pantallas antiguas donde, para su sorpresa, cuando llegó a la fecha de la explosión, encontró la siguiente nota: «No se conserva el ejemplar». Desde el gobierno de Mariano Ospina Perez existió censura en la prensa, y el gobierno de Rojas no fue la excepción. Sin embargo, es una extraña coincidencia que desaparecieran los ejemplares que lograron ser publicados. La censura en el gobierno de Rojas Pinilla en Cali fue contundente suprimiendo protestas, encarcelando y trasladando presos políticos. Los censores del gobierno prohibieron al periódico Intermedio de Bogotá, publicar cualquier información sobre la explosión del 7 de agosto, tuvieron que abstenerse de divulgar informaciones, fotografías o comentarios. El Intermedio fue un periódico que reunió a los periodistas que trabajaban en el Tiempo, el cual había sido clausurado por Rojas un año atrás. En periódicos como el Relator de la ciudad de Cali también padecieron este tipo de censura.

Sucedida la explosión, una de las primeras actividades realizadas fue la aplicación de una Zona Militar que ejercía censura por medio del control del acceso al área. Los periodistas que quisieron ingresar a la zona fueron bloqueados. La justifcación de la Zona Militar fue buscar efectivi- dad en las actividades de salvamento. Es de anotar que, para la magnitud del evento, las acciones se realizaron en tiempo record y no hubo acciones de disturbios o saqueos por parte de la población civil.

Paola añade que recientemente están saliendo nuevas imágenes a la luz. En la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango encontró un álbum de fotografías de la explosión que, en su mayoría, no salieron publicadas en la prensa. Esto la motiva a seguir buscando las respuestas a las preguntas que surgen de la explosión.

Entre la verdad y la falsedad, las medias verdades dieron paso a la posverdad. Aunque este término es de uso reciente, su práctica existe desde mucho tiempo atrás. La manipulación de los discursos hacen pasar por cierto lo que no lo es. El acto de la vida del sacerdote más recordado siempre será su participación heroica en los sucesos del 7 de agosto. Los periodistas Heinar Ortiz y Margarita Silva elogiaron: «La memoria impecable y la habilidad narrativa del sacerdote».

Su narración se volvió un discurso que se repite cientos de veces y se hace vigente en las múltiples entrevistas que le hicieron y están publicadas en internet. De memoria relata los acontecimientos del 7 de agosto para los audiovisuales, el discurso se mantiene intacto mientras su rostro envejece ante las cámaras. Sin embargo, ningún periodista cuestionó esas afrmaciones. Todo lo contrario, la periodista Pilar Hung dice: «Era la persona que más sabía sobre la historia de la ciudad y de su gente. Era una persona con una lucidez y una memoria a prueba de todo, recordaba nombres, calles y personajes con los que convivió en su vida».

María Helena Quiñonez, quien fue secretaria de Cultura y Turismo de Cali, destacó el legado del sacerdote «en el cam- po de las comunicaciones y su aporte a la construcción de la memoria colectiva de la ciudad». Incluso al Santo varón, como lo llamaban, fue postulado para hacerle una estatua, la cual en el Consejo Municipal obtuvo dieciocho votos positivos en el segundo debate. Con toda la validación periodística y el reconocimiento institucional es difícil cuestionar lo dicho por el sacerdote.

Sin embargo, voces disidentes se están encontrando para exponer las diferencias con el discurso de Hurtado. Jaime Carmona en el perfl publicado en El País señala que el sacerdote: «No se podía acostumbrar a escuchar pecados horribles, delitos espantosos. Eso a él lo traumatizaba y era una de las cosas más difíciles de su ejercicio sacerdotal». El sacerdote fue el capellán del batallón Pichincha, recibió en confesión a militares y civiles. Por esta razón, no es descabellado pensar que el sacerdote pudo escuchar, en sus secretos de confesión, algunas verdades de la explosión que, con su fallecimiento, siguen sin revelarse.

De todas las versiones y construcciones de la verdad hay uno que leí en un fallo y ninguno de mis entrevistados le menciona explícitamente y aquí transcribo: «La nación colombiana es civilmente responsable por negligencia, imprudencia, falta de cuidado, imprevisión, violación de leyes y reglamentos nacionales e internacionales sobre transporte de elementos explosivos, por parte de los funcionarios militares colombianos, al haber estos ordenados a estacionar y pernoctar varios camiones cargados de materiales explosivos en la antigua estación del Ferrocarril del Pacífco de Cali».

CALI, 7 DE AGOSTO DE 2016. CENTRO DE MEMORIA ÉTNICO Y CULTURAL DE CALI.

HOLA, MORE. TE PRESENTO A MARCOS. ÉL ESTUVO EN LA EXPLOSIÓN Y VINO PORQUE SE ENTERÓ DE LA EXPOSICIÓN.

BUENOS DÍAS.

UY QUÉ CHÉVERE, MUCHO GUSTO, LISBETH. AHORITA NOS VEMOS PARA CONVERSAR PORQUE QUE VOY RAPIDITO A LLEVAR LA FOTO QUE FALTABA, ¿LA QUIERE VER?

SI ES TAN AMABLE.

¿QUIÉN HIZO LA FOTOGRAFÍA?

AGUSTÍN OTERO NAVARRO, ¿LO CONOCE?

SESENTA AÑOS ATRÁS.

¿NO VAMOS A PARAR EN EL BATALLÓN PICHINCHA?

NO, VAMOS DERECHO A CODAZZI, EN LA ANTIGUA ESTACIÓN. YA CASI LLEGAMOS.

BUENO, A DORMIR CADA UNO EN LA CABINA. HASTA MAÑANA.

EN ESTA ZONA ES FÁCIL CONSEGUIR HOSPEDAJE. ESO SÍ, MAÑANA LOS QUIERO A PRIMERA HORA. ASÍ QUE NADA DE IR A LOS GRILES.

MI NOVIA ME DIJO

QUE ESA PELÍCULA ES BUENA.

A DORMIR SOLDADO.

MAÑANA CUANDO AMANEZCA

BOGOTÁ, 7 DE AGOSTO DE 1956.

NO ME DIGA. SE VA PARA CALI ¿CIERTO?

EN LA MADRUGADA DE HOY, LA SULTANA DEL VALLE SUFRIÓ UNA TERRIBLE EXPLOSIÓN...

PUES SI, MIJA, TENGO QUE SACAR FOTOS DE ESA NOTICIA SI O SI

¿Y CON QUIÉN SE VA A IR?

CON RAÚL, YA PASA A RECOGERME.

CALI, 8 DE AGOSTO DE 1956.

YO LO ACERCO HASTA DONDE PUEDA.

¿VAS MUY CANSADO? DEJAME MÁS ADELANTE. ANDATE P’AL HOTEL DEL CENTRO, YO LUEGO TE CAIGO ALLÁ.

DETÉNGASE ALLÍ. ENTRÉGAME LA CÁMARA.

NO SE PUEDEN TOMAR FOTOGRAFÍAS. TENGA LOS NEGATIVOS, PERO NO ME QUITE LA CÁMARA..

SI VUELVE A ACERCARSE LO ENCERRAMOS.

BOGOTÁ, DOS SEMANAS DESPUÉS.

LAS FOTOGRAFÍAS ESTÁN MUY BUENAS, PERO NO PUEDO COMPRARLAS. NO DEJAN PUBLICARLAS.

¿CÓMO ASÍ?

LAS COSAS ESTÁN JODIDAS. CADA MADRUGADA VIENEN DEL DEPARTAMENTO DE CENSURA A REVISAR LA IMPRESIÓN. SI NO LES GUSTA LO QUE VEN, NO NOS DEJAN SACAR EL PERIÓDICO. NO QUIERO QUE NOS PASE LO QUE LE OCURRIÓ CON EL TIEMPO.

SEPTIEMBRE DE 1956, BARRIO LA PERSEVERANCIA, BOGOTÁ.

AGUSTÍN OTERO. TENEMOS UNA ORDEN PARA REVISAR SU CASA.

PERO ¿POR QUÉ?

OIGA NO ME EMPUJE. USTED SOLO COOPERE.

MONTERÍA, SEMANAS DESPUÉS.

MIJA, ESTOY EN MONTERÍA, ESTOY BIEN. ME TENGO QUE QUEDAR ACÁ ESCONDIDO HASTA QUE LAS COSAS SE CALMEN. ES POR NUESTRA SEGURIDAD.

LAS FOTOGRAFÍAS

QUE PUEDEN ENCONTRAR EN LA SALA HACEN PARTE DE LA COLECCIÓN DE AGUSTÍN OTERO NAVARRO, SU HIJO LAS RECUPERÓ Y NOS CONTÓ CÓMO SU PADRE LAS ESCONDIÓ Y LAS PROTEGIÓ POR AÑOS PARA QUE HOY PODAMOS CONOCERLAS.

DON MARCOS, ¿UNA VELA PARA CONMEMORAR A LAS VÍCTIMAS?

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