XVII Certamen de Declaraciones de Amor "Dime que me quieres" (2017). Libro con los relatos ganadores

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Esta publicación recoge los relatos ganadores y finalistas del Certamen de Declaraciones de Amor “Dime que me quieres” organizado por el Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga a través de la Red de Bibliotecas Públicas Municipales. Damos la enhorabuena a ganadores y finalistas así como a todos los participantes y les animamos a continuar en su quehacer de escritores. Agradecer, como no, la labor de los miembros del jurado, la profesora Amparo Quiles y las escritoras Isabel Bono y Herminia Luque.


ÍNDICE MODALIDAD NACIONAL PRIMER PREMIO TRAGEDIA, REDENCIÓN Y FORTUNA DE LA TUMBACRISTOS

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Ángel Silvelo Gabriel Madrid

FINALISTAS PAQUITA Y LAS CARTAS DE AMOR

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MI CAJA DE BOMBONES

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EL DULCE TRIÁNGULO DE MI AGONÍA

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CANCIÓN INACABADA

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Ana Isabel Fernández-Roldán Jiménez Madrid Virginia Gil Gallardo Puerto de Santa María Nélida Leal Rodríguez Cádiz Oliva Ortega García Burgos

MODALIDAD LOCAL PRIMER PREMIO LOCURA DE AMOR

Lola Clavero Toledo Málaga

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FINALISTAS ÚLTIMA PARADA

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MEMORIAS DEL TIEMPO

83

QUERIDO LEONARD

91

ODÓN Y EVA

97

Jessica Blanco Domínguez Estación de Cártama Samuel Martínez Linares Málaga Gabriel Noguera Martín Málaga Jose Luis Rosas Guerrero Málaga


MODALIDAD NACIONAL PRIMER PREMIO ÁNGEL SILVELO GABRIEL Madrid


XVII CERTAMEN DE DECLARACIONES DE AMOR

TRAGEDIA, REDENCIÓN Y FORTUNA DE LA TUMBACRISTOS Ángel Silvelo Gabriel

«También la verdad se inventa» Antonio Machado «La literatura a veces te mata, pero en otras, te redime de tus miserias», me dijo el día que me conoció el coronel Echalecu, sin que una supiera a cuento de qué venía tal cosa. Él es una de las pocas personas con las que hablo en la plaza de toros de Madrid, y el culpable, junto a Don Mariano, de que el periodista Don Joaquín Vidal me haya puesto el mote de La Tumbacristos en sus crónicas. A Echalecu, le llamamos coronel a secas, porque a pesar de que está retirado, o en la reserva como dice él, es una autoridad en la andanada del ocho. Da y quita como diría un taurino del coso de Las Ventas del Espíritu Santo. Siempre va acompañado de Don Mariano, un aficionado de los de verdá que, cuando hay una buena corrida, sube desde la plaza de toros a Manuel Becerra dando pases de pecho al personal, lo que le ocasiona más de un altercado inesperado que, sin embargo, el coronel siempre se encarga de mitigar, apaciguando ánimos con su famosa arenga de: «quieto león que aquí no hay bellotas», porque como él dice: «la sangre en la plaza y no fuera de ella». Junto a ellos, están Ángel López, Cela Calvín, Luis Martínez Morcillo, Rafael, Valderrama, La Mocarrera y el entrañable Juan Parra, el más antiguo, el más querido, y al que todo el mundo conoce por Juanito. Su gloria viene de antiguo, porque según me han contado, un día le gritó al palco: «¡Orejas regala usted muchas, pero no devuelve los toros cojos al corral!», y fue detenido. Yo estoy cerca de ellos, pero en la andanada del nueve, en la parte de los señoritos, pero arriba del tó, donde no nos mojamos cuando llueve ni nos da el sol cuando éste pega de justicia. Los de la andanada del ocho son muy echaos pa’lante, por eso, cuando les oigo cuchichear a Don Mariano y al coronel, y luego me miran, sé que están diciendo algo de mi teteramen, como le llama Don Joaquín a mi generosa delantera. Una se desarrolló cargada de pitones, y a eso ya sí que no se le puede poner remedio. Mi marido disfrutaba de ellas de lo lindo, aunque nunca les pusiera nombre. Si supieran lo que una se acuerda de su Tomasito cada vez que me miran mientras yo guardo un respetuoso silencio, seguro que me tendrían más respeto. La mayoría de las veces apenas nos hablamos, esa es la verdá. Poco más de un buenas tardes al principio de la corrida y un hasta mañana al final, pero conforme avanza la Feria de San Isidro,

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nos miramos con más descaro y naturalidad, y las conversaciones ganan en confianza y alguna que otra confidencia. Me refiero al coronel Echalecu, que Don Mariano es demasiado bruto el pobre, y siempre anda que si pase pa’qui y pase pa’lla. Sin embargo, ayer ocurrió algo a lo que no puedo dejar de darle vueltas y vueltas dentro de mi cabeza. «¿Se pueden tener buenas intenciones y no poseer un buen corazón?», me pregunto cada vez que lo pienso, pues una no está acostumbrada a estos trances de la vida, donde la buena suerte viene acompañada de una mala conciencia que pa qué, y bastante tengo yo ya con la portería pa mí sola. ¡Ay Tomasito, ojalá te tenga Dios en el cielo! Menos mal, que todavía soy capaz de echar pa fuera parte de mi desgracia, porque si no, no sé qué sería de mí. A pesar de todo, mi conciencia no está tranquila, sobre todo, cuando pienso en La Mocarrera, porque no soy tan tonta como pa creer que todo el mundo es como yo. La Mocarrera también se sienta en la andanada del ocho, pero dos filas por encima de la mía, y me la tiene jurada después de que se ha enterao de lo de Don Joaquín, y va diciendo por ahí, a todo aquel que quiera escucharla claro, que ella si está bien dotada de pitones y es mucho más ligera de los cuartos traseros. Dignidad es lo que yo le daría a esa señora. Señora por llamarla algo, claro está, porque de señora no tiene na de ná. Yo ya me entiendo. La verdá es que tengo miedo y no sé por dónde empezar a echarlo pa fuera, porque cuando me acuerdo del coronel Echalecu, lo primero que se me viene a la cabeza es lo de la tragedia de La Tumbacristos, igual que si la muerte de mi Tomasito sólo hubiese sido el principio de mi desgracia. Por si acaso me ocurre algo —porque nadie estamos a salvo de que nos pase algo malo—, he escrito una especie de declaración, copiando aquí y allá frases del maestro Don Joaquín, a las que yo pongo un poco de mi cosecha. Mi confesión empieza así: «La noche es oscura…, oscura como el negro zaíno de aquel toro maldito que nos cambió la vida. La noche es oscura…, oscura como el deseo que descansa entre mis piernas sin que tú puedas venir ya a saciarlo. La noche es oscura, sí, oscura como la desdicha que marca a mi mala suerte. Yo, María Dolores... a secas, no soy capaz de imaginarme el mundo sin mi Tomasito, alguacilillo de la plaza más importante del mundo, hasta que el asta de ese toro negro zaíno, negro como la peor de las desdichas, se cruzó en nuestro camino. Héroe por un día, ensalzó su profesión a lo más alto del escalafón, donde sólo tienen cabida los mejores. Sin embargo, mi Tomasito se convirtió en héroe sin saldo, por mucho que le pusieran una placa en la puerta de arrastre

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o me llenaran la vivienda de la portería de dádivas y recuerdos, porque la verdad, fue que él y su mala suerte me dejaron sin nada. A ver, ¿quién me encontrará a mí un trabajo mejor para salir adelante y darme alguna seguridad? El Tomasito y yo no estábamos casados, pues no éramos de tener papeles. De él, aparte de su imborrable recuerdo, no me queda nada más que la portería donde llevábamos trabajando veinticinco años, pues por no quedarme, no me ha quedado ni una mísera pensión, y así me encuentro yo ahora, igual que un toro perdido en mitad de la plaza cuando nada más salir de los toriles no sabe qué hace allí, delante de tanta gente y sin un oponente al que envestir. Eso sí, el único consuelo que me queda es que puedo asistir gratis a la plaza, a una localidad de la andanada del nueve —en un asiento pegado a la andanada del ocho— donde nadie, en verdad, conoce la naturaleza de mi desdicha. Si voy a ver las corridas, es porque lo hago con la esperanza de volver a ver a mi Tomasito arrastrando a los toros, lo que nunca sucede más allá de mis sueños. No sé otros, pero este año, la Feria de San Isidro está siendo muy aburrida. Menos mal que están los aficionados de la andanada del ocho, que siempre tienen algo que objetar, y mostrando su belicosidad hacia el palco, le montan el pollo al presidente. Cuando me hago cruces sobre aquello que escucho, Don Mariano y el coronel —en una de sus miradas furtivas hacia mi tetamen—, me dicen que diga algo como ellos, pero a mí no se me ocurre nada más que aburrirme y acordarme de mi difunto. Lee a Don Joaquín me dicen también, y eso hago en el periódico del día anterior que siempre me dan para que le eche un vistazo cuando llegue a la portería. Si hablo de Don Joaquín es porque el otro día se refería a mí en una de sus crónicas: “Mujer roqueña, pechugona y algo peluda, se sienta en la andanada del nueve con el bolso entre sus muslos prietos y no mueve ni un bucle durante toda la corrida. Como si se hubiese convertido en una estatua. Lo de la Tumbacristos suscitó múltiples comentarios, maledicencias y leyendas entorno a su vida civil y ninguna se aproximaba a la realidad. Únicamente un servidor sabe por qué la han puesto la Tumbacristos”». Después de leer lo que de mí dice Don Joaquín, dejo empantanada mi declaración, porque nunca pensé que el recuerdo de mi marido, al que siempre llevo conmigo cerca de mi corazón en forma de figura de Jesucristo, fuese inspirador de tan rocambolesco sobrenombre, como si una no pudiera dejar de ser, una más, de esos protagonistas de la Fiesta que están detrás del burladero. A pesar de todo, me quedo in albis y me convenzo a mí misma, de la mejor manera que puedo, que si es verdá lo que dice Don Joaquín,

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una tiene que sentirse orgullosa de su porte y pensar que todavía está de buen ver, pues creo que en esta vida, después de dos años sin mi Tomasito, ya sólo me queda buscar de nuevo el consuelo de la carne. Aunque, de momento, lo de leer a Don Joaquín me está viniendo muy bien para distraer mi desgracia, pues poco a poco soy capaz de contarles cosas, dichos y anécdotas a los inquilinos de la comunidad donde trabajo; unos dichos que antes nunca se me hubiesen ocurrido. Claro está, nadie conoce lo de mi mote y lo de los periódicos, no vaya a ser que una se convierta en famosa y ya no sea una digna merecedora de la plaza de portera viuda del titular, pues si algo me quedó claro tras la muerte de mi difunto, es que lo poco agrada y lo mucho cansa, y una no puede andar deslumbrando al personal con apéndices tan poco recomendables para el orden y las buenas costumbres. Hoy, por ejemplo, para poner un poco las cosas en su sitio ni siquiera me he despedido de mis compañeros en la plaza. Llevan varios días intentando invitarme a una caña en Los Clarines, pero desde que me he enterao que el coronel está viudo como yo, me muestro más distante y mantengo las distancias, y nunca mejor dicho, pues no vaya a ser que se exceda en sus confianzas, que primero es una mirada, luego una frase chistosa, y de ahí a tocarme el culo hay un paso. Y por ahí no pienso pasar, al menos de momento, porque tengo que reconocer que el coronel es un hombre muy apuesto para su edad, y tiene un porte que más quisieran muchos. De todas formas, algo se barrunta, porque hoy no me ha dicho ni mu, e incluso le he notado un poco apesadumbrado, a pesar de que ayer estuvo eufórico con las faenas que Manili hizo a los Miuras que le tocaron en suerte, sobre todo, al último, al que cansó después de darle infinidad de pases. De esos que Don Mariano retransmite como un que si pase pa’qui y que si pase pa’lla, como si fuera un comentarista de la radio. El coronel, como los demás, se puso en pie y no paró de aplaudir y gritar olés como un poseso, porque esa es la esencia de los aficionados, perder la chaveta cuando ven algo que ellos entienden que es único. Entonces no hace falta que se pongan de acuerdo, porque todos se enrojecen igual que ascuas de una tea mientras con sus orejas en punta se comportan como lobos antes de hincarle el diente a sus presas. No hay quien los entienda la verdá, porque a otros que yo creo que hacen lo mismo delante del toro les llaman de tó menos bonitos, y la emprenden con ellos con su retahíla de frases hechas. Que si «escoba de tontos», que si «pegapases», que si «pases fuera-cacho»…, o les dicen eso de: «torear significa tirar del toro, vaciar donde se debe ligar. Y deja de pegar circularis interruptus, por Dios», que dicho sea de paso, a mí me suena a otra cosa, más bien a lo que a veces

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hacía mi Tomasito cuando nos poníamos al lío…, yo ya me entiendo. Y cuando están en una de esas, como el otro día les ocurrió con Espartaco, pues todo les parece mal, y hasta incluso Don Joaquín en sus crónicas deja de prestar atención al ruedo y se pone a mirar al tendido, donde por cierto, de nuevo, me vuelve a encontrar a mí, pues en la crónica de ese día escribió: «Espartaco dio todo un recital de lo otro, triunfó y seguirá triunfando mientras quienes no distinguen naturales de circularis interruptus sean mayoría, lo cual se daba ayer en Las Ventas. Asunto que, en realidad, no le preocupó demasiado a la afición. Más le preocupaba que las almohadillas hayan subido de precio y bajado de tamaño. Se sabe de posaderas que en esas almohadillas no caben. La Tumbacristos, por ejemplo, necesita dos, y había que oírla.» A lo que yo tengo que añadir, que no sé por qué dijo eso Don Joaquín, porque una servidora ni lleva almohadillas ni abre la boca en la plaza, pues sólo hablo con el coronel antes de subir a las localidades, cuando él se hace el encontradizo y me insiste una y otra vez que me vaya a tomar unas cañas con ellos a Los Clarines al terminar la corrida. Y una, que no pierde el sitio en la plaza ni fuera de ella, no se dejar arrastrar como el resto por unos falsos halagos que a mí ahora me recuerdan a esos otros que producen en los tendidos unos toreros a los que el coronel y sus amigos llaman pegapases o pases fuera-cacho. Tan verdá es lo que digo, que ayer, el día del triunfo de Manili, el coronel probó de mi mano el sabor amargo de mis convicciones, pero en forma de bolsazo claro, cuando, víctima del triunfalismo imperante en la plaza tras matar Manili al encuentro a su último oponente, se volvió hacia mí y, balanceándose por encima de la valla que separa las dos andanadas, me espetó un beso en los morros como si yo fuera un toro al que se le marca con el sello de la ganadería. Me quedé tan helá que no supe qué hacer, pero enseguida le arreé un bolsazo en la cara que él esquivó como buenamente pudo. Después, imitando el mismo movimiento que él hizo antes para balancearse sobre mi localidad, le lancé un guantazo, que si me llega a ver Don Joaquín, me bautiza como La Tumbacoroneles, pero tuve tan mala fortuna que sólo le pude agarrar a Echalecu por el cuello de su chaqueta antes de que saliera corriendo fuera de la andanada escaleras abajo. Pero lo malo, es que eso no fue ni todo ni lo más escabroso de aquella tarde donde de nuevo me visitó la mala suerte, porque cuando todo volvió a calmarse, vi algo en los pies de la localidad donde antes había estado sentado el caradura del coronel. Y cuando distinguí que era su cartera, en un hábil movimiento me agaché a por ella metiendo la mano entre las barras de la valla que nos separa, y lo hice sin que nadie se diera cuenta,

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pues Don Mariano y compañía, todavía andaban contándose la faena del Manili por quinta o sexta vez, a la espera de que el matador llegase dando la vuelta al ruedo a donde estábamos nosotros sentados. Yo seguía a lo mío, claro está, aunque sólo pude comprobar que la cartera pesaba y estaba llena de billetes. Y con todo el disimulo que fui capaz de aparentar me la metí en mi bolso, que esta vez cerré bien, con cremallera incluida. Sin embargo, cuando creía que ya lo tenía todo arreglado, me di la vuelta y vi a La Mocarrera agitando su pañuelo, desteñido por el uso y preñado tanto de sus lágrimas como de sus mucosidades. Larvas disecadas, diría yo, pues su moquero siempre reposa en el acentuado canalillo de sus pechos. Lo que, entre aplausos, gritos de júbilo y pechos ajenos, me llevó a recordar la verdadera esencia de mi mote y al generador del mismo, porque no me cabe otra, y cada vez estoy más segura de ello, que de alguna forma Don Joaquín no para de mirarme desde su localidad del tendido del diez, o al menos de intuirme. Eso, o que el coronel Echalecu sea su paño de lágrimas y le cuente sus desvelos hacia mi teteramen, porque si no, no se entiende. Es verdá que Don Joaquín, que no da puntada sin hilo, se atiborró de sus sonoros adjetivos para definir lo que él cree que es mi esencia, pero también estoy yo aquí, para decirle, el día que me lo eche a la cara, que se equivoca, porque yo no soy esa que él se imagina: «La Tumbacristos es una aficionada a los toros grandullona, maciza de encuentros, que al sentarse desparrama el rengadero mientras su pechuga se enseñorea en el tendido. El mote —que abona el porte— infunde pavor, y, sin embargo, se lo ha puesto otro aficionado al observar cómo la crucecita que lleva al cuello va siempre tumbada sobre su escote». Dicen que todo sucedió después de que falleciera su marido, el de La Tumbacristos, al que ella de una forma cariñosa llamaba Tomasito.

la cornamenta mirando al cielo. Justo hacia el lugar al que mandó a mi difunto marido. Las crónicas, según tengo entendido, hablaban de lo inaudito del percance y de la astifina cornamenta del corniveleto causante de la tragedia. La tragedia de La Tumbacristos, añado yo ahora, que soy consciente de que he sido desposeída del amor y de la compañía de la persona que quería por culpa de la mala suerte. Una mala suerte que me persigue sin que pueda hacer nada por esquivarla. « ¿Por qué el destino en vez de regalarme un golpe de fortuna puso en mi camino una cartera llena de billetes?», me pregunto. «A mí, que tengo menos papeles que una liebre», me repito.

En parte es verdá lo que dice Don Joaquín, pero a lo que se ve, él no estaba en la plaza aquel día, el día de mi mayor desgracia, cuando Rompedor —porque así se llamaba el animal—, mató a un hombre después de estar él muerto. Según me han contado, porque yo tampoco estaba presente, el suceso ocurrió cuando se estaba arrastrando al último toro de una tarde lluviosa y desapacible, en la que el albero estaba húmedo y resbaladizo. Una tarde donde mi pobre Tomasito encontró la muerte después de enganchar la testuz del toro a las mulillas, pues éstas dieron un fuerte tirón tras el golpe del latigazo que el otro alguacilillo les dio a las bestias, con tan mala suerte, que en el embiste mi Tomasito tropezó con los cables del tiro y fue a caer directamente encima de la cara del toro que tenía

Si de por sí hablo poco en la plaza, después de lo que me ha dicho el coronel me he quedado más muda todavía. Y no sólo eso, porque sus palabras me dan vueltas y vueltas en la cabeza y yo no sé qué hacer para pararlas… A pesar de que digan que yo tengo un teteramen descomunal, que apenas hablo, que llevo la pena por dentro, y que el coronel me apostille que sólo soy una pura invención literaria, no soy tonta, porque lo de la literatura y las miserias sí que sé de dónde proceden, pero no el significado que esa frase tiene para el coronel Echalecu. Si lo sé, es porque la cartera, su cartera, aparte de estar llena de billetes, tenía alguna documentación y las fotografías de su mujer y sus hijos. Lo primero que pensé cuando llegué a la vivienda

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Hace dos días que esquivo a Don Mariano, y al coronel claro, porque no logro quitarme de la cabeza lo del beso, el bolsazo y la cartera. Pero por lo visto, a él le da igual, porque hoy se ha acercado a mí antes de subir a nuestras localidades y, de nuevo, me ha vuelto a repetir eso de: «la literatura a veces te mata, pero en otras, te redime de tus miserias», a lo que esta vez añadió algo que me dejó más helada todavía: «si usted fuera un hombre, le diría que es más serio que la bragueta de Judas», pero como no lo es, sólo me queda esperar a que su genio se apacigüe, o como se diría a sí mismo un taurino como yo: «quieto león que aquí no hay bellotas». Así, mientras un servidor espera a que escampe, sólo me queda recomendarla, a una señora como usted, que lea las crónicas que Don Joaquín le dedica cuando se aburre de mirar lo que sucede en el ruedo. Ya sabe usted ese refrán que dice: «la suerte de la fea la guapa la desea», así que no haga excesivo caso a las añadiduras literarias de nuestro literato de cabecera y siga mi consejo, ¡porque mujer, en el fondo, no hay para tanto! «Usted ya me entiende», me dijo, guiñándome un ojo.

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de la portería fue en devolverla a la comisaría con todos los papeles, pero sin el parné claro, pero sucedió algo que me hizo cambiar de idea, pues igual que si me hubiese iluminado un rayo el pensamiento, presentí que con ella podría redimir parte de mis miserias, como ya me ha dicho el coronel en dos ocasiones que hace la literatura. La culpa la tiene mi difunto, porque como me digo siempre, no hay día que no me acuerde de mi Tomasito, mi gran amor, y a la vez, la gran tragedia de mi vida. Él es igual que una luz que me dice aquello que tengo que hacer cuando me suceden cosas como la de la cartera. La he abierto muchas veces, y siempre me quedo mirando la sonrisa de la mujer del coronel de la fotografía en blanco y negro que guardó en ella, porque esa foto me dice que fue muy guapa de joven, con su pelo negro zaíno —como mi desgracia—, y con esa mirada perdida que, seguro, estaba fija en el hombre del que se enamoró. Cada vez que la contemplo me veo a mí misma de joven, cuando estaba perdidamente enamorada de mi Tomás. Y no puedo evitar sentir esa ternura que sólo tenemos las mujeres ante el desconsuelo que nos causan las desgracias, y, que con el paso del tiempo, se convierte en una melancolía que nos destroza por dentro cada vez que nos acoge. Esa foto en blanco y negro de la mujer del coronel Echalecu, también me dice otras cosas sin la necesidad de que mi Tomasito me ilumine, porque gracias a ella, he comprendido que ese loco que siempre anda diciendo frases hechas, está igual de solo que yo, como solos están el torero y el toro en la plaza cuando se dan cita el uno contra el otro en el ruedo. No sé desde cuando irá a la plaza —día tras día en la Feria de San Isidro, y domingo tras domingo el resto de la temporada—, pero gracias a esa sonrisa de Matilde, su difunta mujer, he llegado a comprender que hay mucha soledad despistada en los tendidos de la plaza. Allí todo son gritos, aplausos y olés, pero en el fondo, todos esos ademanes nada más que nos sirven para espantar a nuestros fantasmas. Lo que me lleva a preguntarme: ¿por qué cogí la cartera del coronel y no corrí detrás de él a devolvérsela? No lo sé, quizá, porque no fui capaz de ahuyentar ese miedo que tengo tan dentro de mí, y quizá, también, porque no quería que pensase que iba detrás de él como una loca, lo que por cierto, ni siquiera hice con mi Tomás, que en paz descanse. Aunque ahora, lo único que tengo claro es que debo redimir mi falta y devolver la cartera intacta al coronel, pero todavía no sé cómo voy a hacerlo, porque lo que no quiero es que haya gente a nuestro alrededor que nos distraiga de todo aquello que nos tenemos que decir. A pesar de que Don Joaquín diga de mí

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que «jamás he dicho que esta boca es mía», o que sea «monolítica y adusta», una no es de piedra y tiene sus necesidades. Y si digo todo esto, es porque cada vez estoy más convencida de que la vida se va de golpe, igual que la cartera de Echalecu, que por culpa de sus más bajos impulsos, le dejó sin aquello que, en verdá, es lo más importante. A Don Joaquín también me gustaría decirle algo, sobre todo, que yo no soy como él me describe, porque una tiene su corazoncito y sus sentimientos, y también la fortuna de que le corra sangre caliente por sus venas. Que una cosa es la timidez o la prudencia y otra el espíritu de sacrifico que tiene una cada vez que va a la plaza, porque él mejor que nadie, debería conocer que la procesión y la pena van por dentro. Es verdá que, como soy muy tetuda, la crucecita de plata que llevo está horizontal sobre mis enormes pechos, pero lo que él no sabe es que la llevo en honor a mi marido, e igual que la fotografía de la cartera del coronel Echalecu, mi crucecita es un amuleto que me recuerda a Tomás, y a la vez, calma en parte mi dolor ante su ausencia ¡Ay Tomasito, ojalá te tenga Dios en el cielo!, porque ese es el único alivio que de momento encuentro a mi pena. Para consolarme, abro de nuevo la cartera del coronel —a la que ya he devuelto los billetes que tenía—, le doy la vuelta a la foto de Matilde, y leo por última vez esa frase que tan intrigada me tiene: «La literatura a veces te mata, pero en otras, te redime de tus miserias». Al día siguiente, cuando termina la corrida, por fin accedo a acompañar a Don Mariano y al coronel a tomar unas cañas a Los Clarines. Para mí, que no estoy acostumbrada a ir a los bares después de los toros, todo me resulta demasiado ruidoso e incómodo, pues entre empujones y algún que otro codazo sin mala intención, los aficionados repasan la corrida y se hacen confidencias de sus vidas, algo que, por cierto, no comparten mis compañeros de cañas, pues apenas se dicen nada, aparte de las consabidas anécdotas del día que casi todas están relacionadas con el ambiente de la andanada del ocho y no con lo que ha ocurrido en el ruedo, igual que si ellos fueran dos de los alumnos más adelantados de su querido cronista Don Joaquín Vidal. Sea como fuere, Don Mariano enseguida se va, y acto seguido, el coronel me propone ir a un lugar más tranquilo. Sin embargo, lo que él no sospecha, es que yo lo tengo todo planificado, y haciendo acopio de un valor que de cara a los demás parece que tengo, pero del que yo misma sospecho, le invito a que venga conmigo a la vivienda de la portería, es decir, a mi casa.

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Él, al principio se hace el sorprendido, pero sin embargo, accede sin pegas, quizá, porque le he prometido que no se arrepentirá. Una vez que estamos en el pequeño salón, donde paso una buena parte de las tardes leyendo novelas románticas desde que me dejó mi Tomasito, pongo en práctica el plan que he preparado minuciosamente. —Estoy muy intrigada por el significado de la frase que me dijo el día que le conocí —le digo haciéndome la distraída. —No sé a cuál se refiere. Ya sabe que yo digo muchas frases hechas —me contesta, mientras sigue distraído mirando con atención la casa donde vivo. —Esa que dice: La literatura a veces te mata… — ¡Ah sí! —me interrumpe—. Esa es una frase que va muy unida a mi mujer y al día que la conocí. De hecho, me la dijo ella a mí la primera vez que nos vimos en la Cuesta de Moyano. Ya sabe, donde están los puestos de libros antiguos. ¿La conoce? —me pregunta mirándome directamente a los ojos. —No, yo sólo leo novelas románticas desde que se murió mi Tomasito, y me las compro en el kiosco que está aquí, al lado de la portería —le contesto sin poder disimular que estoy un tanto sorprendida. —Ya, yo tampoco soy mucho de leer, pero mi Matilde sí lo era, y la literatura nos unió para siempre. Como le decía, por esas casualidades que tiene la vida, los dos buscábamos un libro, y coincidimos en el mismo puesto preguntando por él. El libro en cuestión era Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. ¿No sé si usted conoce esa novela? — me pregunta con firmeza. —No, no la conozco, ya le he dicho que sólo leo novelas románticas para distraer mis penas —le digo un tanto incómoda por mi falta de cultura. —Verá, desde ese día, Tiempo de silencio va pegada a mi vida de una forma feliz y trágica a la vez. De ahí, que mi mujer compusiera esa frase para referirse a ella, y a nosotros claro. Usted no lo sabe, pero poco antes de morir,

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ella me pidió que se la leyera entera. Y lo hice cada día hasta que nos dejó. Ella, precisamente, se murió el día que terminé de leérsela, apenas unas horas más tarde. —Y de qué va ese libro —le pregunto a punto de llorar. —No se aflija, por favor, que ya ha pasado mucho tiempo desde la muerte de mi mujer. Y, aunque usted no se lo crea, a mí esa frase siempre me sirve para redimirme de mis miserias. Perdone, pero he perdido el hilo. ¡Ah, sí!, me preguntaba por el argumento —me dice tocándose la cabeza—. Pues verá, es la historia de un hombre que quiso ser investigador y científico y fracasó. A Matilde le gustaba la novela, porque según me decía, en ella siempre encontraba algo de luz en la miseria del ser humano. Sin embargo, yo no he sido capaz de encontrar esa luz en la vida salvo cuando estuve a su lado y en los toros, porque en la Fiesta, es donde aquel que juega limpio sale como un héroe por la puerta grande, y el que hace trampas, por muchos aplausos que se lleve del público ignorante que llena la plaza, sobre todo, en la Feria de San Isidro, nunca gozará de la auténtica gloria. Por eso, un servidor y el resto de los compañeros de la andanada del ocho, no pasamos ni una a los tramposos. Al menos, allí, en la plaza, nos escuchan aunque no les guste, porque fuera de ella nadie nos tiene en cuenta, salvo Don Joaquín Vidal claro. Todavía emocionada por lo que me acaba de contar el coronel Echalecu, me levanto del butacón en el que estoy sentada, y me dirijo a mi habitación. Allí abro el cajón superior de mi mesilla de noche y cojo la cartera que, casi entre sollozos, le devuelvo a su verdadero dueño. —Tenga, esto es suyo —le digo sin un atisbo de vergüenza—. Que conste que, al principio, pensé en quedármela por su mal comportamiento en la plaza el día que me plantó un beso en los morros como si yo fuera una res brava, pero entre mi Tomasito, que siempre me ilumina cuando lo necesito, y su mujer, cuando leí la frase que está escrita detrás de la fotografía que lleva en la cartera, supe que no podía jugarle tan mala pasada. Y si quiere, cuente el dinero, que está todo, por muchas tentaciones que haya tenido de cogerlo, lo admito. —No sabe lo que le agradezco su gesto. Ya la daba por perdida y desde el día del bolsazo, le confieso que andaba como pollo sin cabeza.

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Y ahora ya sabe por qué. Pero no se sienta afligida, porque si usted quiere, yo puedo ayudarla si necesita algo de dinero. Los chicos están muy bien colocados y mi pensión es generosa, así que no tengo estrecheces económicas.

algún día regresara a mi lado, como tú haces con tu Tomasito cuando vas a la plaza cada tarde.

—Por lo que veo usté tampoco conoce la historia de mi desgracia —le interrumpo. Ni cómo me quedé viuda hace dos años, cuando mi Tomasito fue atravesado por el pitón de Rompedor en el ruedo de Las Ventas.

—Pues muy sencillo, mujer, que a partir de ahora, me gustaría que tú fueses la dueña de él y te sentaras a mi lado en la plaza, porque como los dos sabemos por las cornadas que nos ha dado la vida, no hay mayor fortuna que la de compartir aquello que te hace feliz con las personas a las que en verdad quieres.

Cuando termino de relatarle aquella tarde de mi desgracia, él hace el gesto de sacar unos billetes de la cartera, pero yo, me levanto de nuevo y, mientras le hago un gesto de rechazo al dinero que me ofrece, me acercó a él y comienzo a besarle en los labios, primero con ternura, pero después con pasión…

—No te entiendo —le digo haciéndome la tonta.

A partir de ese momento, el coronel Echalecu y yo, nos hemos convertido en inseparables, y cada tarde, después de la corrida, nos vamos a la vivienda de la portería para estar solos. Y como hoy es el último día de la Feria de San Isidro —igual que hacen el resto de los aficionados en los tendidos de la plaza—, he comprado algunas viandas y una botella de champán para despedirnos de la Feria como este año se merece. Y una vez más, cuando ya estamos solos, el coronel vuelve a sorprenderme por su suspicaz sentido del humor. —Lola —me dice, pues así hemos quedado que me llamaría después de nuestro primer y apasionado encuentro en la vivienda de la portería—. Ya tengo un nombre para la novela de tu vida, porque aparte de convertirte en la musa literaria de Don Joaquín, tu vida es muy novelesca, que lo sepas. De hecho, el título te define a la perfección: Tragedia, redención y fortuna de La Tumbacristos. ¿Qué te parece? —Pues verás, parecerme, parecerme, me parece muy bien, pero tengo una duda, porque sí que entiendo lo de la tragedia y la redención, pero no lo de la fortuna —le digo entre sorprendida y azorada. Y él, se acerca a mí —sin darse cuenta de mi estado de nervios—, y me deposita en mis manos un abono de la plaza de toros mientras me dice: «este es el abono de mi mujer. Aunque hace mucho tiempo que falleció, siempre lo he renovado. Quizá, con la esperanza de que ella

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FINALISTAS Ana Isabel Fernández-Roldán Jiménez Virginia Gil Gallardo Nélida Leal Rodríguez Oliva Ortega García


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PAQUITA Y LAS CARTAS DE AMOR Ana Isabel Fernández-Roldán Jiménez

Amaneció frío aquel día de febrero. Frío pero ingenuamente soleado, como si aquello fuese a mejorar algo. Detesto el frío, al igual que detesto febrero. Las pocas personas que caminaban por la calle se refugiaban entre capas y capas de bufandas o llevaban los cuellos de sus abrigos subidos, en un intento inútil de ganarle la batalla a la temperatura. Lo más curioso era que todas parecían esconder las manos en sus bolsillos y caminaban acelerando el paso al pasar a mi lado, como si guardasen un secreto que no quisiesen compartir conmigo. Yo les miraba recelosa, preguntándome si me estaban juzgando, puesto que estaba segura de que sabían a dónde iba y para qué, pero para mis adentros sonreía con suficiencia y me respondía a mí misma que no me importaba, eso no haría que cambiase mi destino. Me subí el cuello del abrigo en un intento por pasar desapercibida, uniéndome al grupo de personas, anónimas, que transitaban por las calles. En la oficina de correos se estaba iniciando un nuevo día de trabajo cuando llegué. Al entrar, uno de los empleados me reconoció y me pidió que esperase un momento antes de que me atendiesen, que el cartero aún no había llegado. Había cinco asientos en la sala de espera, dos estaban ocupados por una madre y un niño de unos cuatro años. Me senté lo más alejada posible, sabía que me iban a molestar porque los niños son una molestia en sí mismos. No sé cuánto tiempo me tuvieron en aquella cámara de tortura, pero se me hizo eterno. Por el rabillo del ojo al principio–ya que en un primer momento no era tan descarada como para mirar directamente, luego ya me dio igual- miraba lo que hacían sin perder detalle. Estaban dándose besitos y haciendo otra clase de ruidos insoportables. El niño se levantaba, se sentaba, se movía, corría, se tiraba al suelo, hacía ruidos completamente desquiciantes con la lengua y le decía cosas a su madre sin parar. “Le mato”. Pensaba mientras apretaba la mandíbula. “Juro que le mato”.

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Era tan insoportable y estúpido. Repulsivo, ¿cómo podía tener un nivel de odiabilidad tan elevado en un cuerpo tan pequeño?

tú eres el motivo por el que he aceptado el cambio a oficinas, así que no me hagas sufrir más. Háblalo con él. –Se cruzó de brazos sobre el pecho.

Ese era uno de los muchos motivos por los que detestaba el amor: sus frutos, los niños.

–No me lo puedo creer... –Estaba preparada para mantener una seria discusión, pero en ese momento el nuevo cartero salió de la oficina, vestido para salir a la calle y con su cartera preparada llena de cartas. Di por terminada la conversación, despidiéndome con un movimiento de cabeza, y fui hacia el nuevo cartero, un chico joven, de unos veinte años, rebosante de la alegría propia de la juventud.

Cuando por fin me llamaron salí huyendo de allí. Tuve que tomarme un momento para poner mis ideas en orden, atusarme el pelo y pensar claramente porqué estaba yo allí. –Paquita. –Me saludó el cartero, que me conocía de toda la vida. –Buenos días, aunque de buenos hoy no tienen nada, ya lo sabes. – Respondí, haciendo notar mi incomodidad. –Ya lo sé. –Se encogió de hombros, desganado. –Supongo que vienes por el motivo de siempre, ¿es eso? –Exactamente.

Al ver que me acercaba, este me preguntó: –¿Es usted la señora Paca? –Sí. –Y no me dejó añadir nada más, porque enseguida dijo: –No cuente conmigo. Ya me han informado mis compañeros y mi respuesta es no. Si me disculpa, tengo que repartir todas estas cartas, es mi trabajo. Que tenga una bonita mañana, señora.

–Pues tengo noticias para ti. Este mes me han pasado a las oficinas, tenemos un cartero nuevo que empieza justo hoy, así que tendrás que hablarlo todo con él.

–Creo que debería atenderme un momento, ya que soy su clienta. Puede que sus compañeros sean unos incompetentes y le hayan explicado mal. –Repliqué, interponiéndome en su camino hacia la salida.

Me llevé las manos a la cabeza y masajeé mis sienes. No me gustaba nada aquello que me estaba diciendo... ¡con lo que me había costado a lo largo de los años llegar a un acuerdo con la oficina y aquel señor! Y, sin un triste aviso, le cambiaban de la noche a la mañana de puesto. No había derecho.

–Bien, vale. –Me miró sonriente. –Veamos, ¿lo que quiere usted es que no reparta ninguna carta de amor hoy, día de san Valentín? Es más, ¿quiere que las destruya todas?

– ¿No hay nada que puedas hacer para que hagamos las cosas como siempre? –Pregunté.

–Y, ¿que sólo reparta facturas y cartas de la funeraria u otro tipo similar?

–Yo me desentiendo de esto, Paca. – ¿Cómo? –Tienes que saber que nunca me ha gustado. Yo te hacía caso porque... bueno, porque como para no hacerte caso, pero sinceramente,

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–Más o menos.

–Hay matices. –Añadí. –Pero básicamente es eso. –Pues entonces mis compañeros me han informado bien, y la respuesta sigue siendo no. Además, señora, eso es terrible e ilegal. –No me hable de ilegalidades, llevo haciendo esto años. –Dije con desdén. –Estoy segura de que llegaremos a un acuerdo.

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–Yo no lo estoy tanto, pero sin ningún tipo de problema. Que pase un buen día. –Respondió, abriéndose paso a la calle. Le perseguí, por supuesto. Asumía que aquello iba a ser complicado, siempre se resistían y aquel nuevo cartero parecía especialmente duro de pelar... tan sonriente, enérgico y alegre, como si pensara que la vida es un mundo de oportunidades y felicidad sin fin, pero yo ya era una veterana en la materia y había hecho todo esto antes, tenía las habilidades para llevar a cabo mi plan. Podía ser muy persuasiva. Por encima de todo, no podía permitir que el amor se esparciese por el mundo, aquello era repulsivo y había que frenarlo, estaba en mis manos porque parecía que nadie más se daba cuenta. La gente estaba loca. Loca de amor. El joven cartero recorrió la calle hasta llegar a la furgoneta amarilla de la oficina de correos. Seguro que pensaba que se había librado de mí, el pobre iluso. Yo aproveché mientras subía la mercancía a la parte trasera de la furgoneta para montarme en el asiento del copiloto, y esperé pacientemente cruzada de brazos, hasta que al abrir su puerta me vio. – ¿Qué hace, señora? –Preguntó perplejo. –Si no es mucha indiscreción preguntar... –Voy a supervisar su trabajo, no creo que lo haga de forma eficaz. Me miró durante unos segundos en un intenso silencio. Pensé que rebatiría mis palabras y tendría que discutir con él hasta por fin convencerle con mis perfectos argumentos, pero entonces se montó en la furgoneta sin decir palabra y la puso en marcha. Durante el corto trayecto en el que viajamos veía cómo me miraba de reojo de vez en cuando, hasta que llegamos al primer bloque de edificios y salimos para comenzar el trabajo. – ¿Quién?–Preguntó una voz de mujer por el telefonillo. –El cartero. –Y Paquita Contreras. –Me apresuré a añadir, dándome la importancia que merecía, puesto que mi actuación ese día era tan

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importante o más que la del muchacho. La mujer nos abrió y entramos al portal, donde estaban los buzones. El primer portal de muchos. Mi trabajo fue mucho más sencillo de lo que había pensado. Cada carta que el cartero iba a meter en un buzón era revisada por mí, al principio se las arrancaba de las manos recelosa, luego me di cuenta de que me dejaba verlas antes de entregarlas. Después de un rato, cuando ya habíamos pasado por varios edificios y casas, empecé a sentirme anonadada, puesto que no había aparecido ni una sola carta de amor. Estábamos llegando a una casa rosa de estilo sencillo y acogedor cuando se me ocurrió la idea de que hubiesen mandado al otro cartero a entregar las cartas de amor mientras aquel cartero me distraía. Y me indigné, me indigné muchísimo. –Perdona, ¿es que no va a haber ninguna carta de amor?–Pregunté tremendamente enfadada, dejándole ver al cartero mi desconfianza y mi astucia al acabar de descubrir su secreto. El cartero suspiró. Nos paramos delante del buzón de la casa y empezó a mirar en su cartera. Esperé que no tuviese la arrogancia de intentar mentirme, porque descubriría la verdad si el otro cartero se había llevado las cartas de amor. –Lamentablemente, señora, la gente ya no manda cartas de amor. No manda cartas en general. Lo que es una pena, porque a mi estas cosas me parece que son las que le dan emoción a la vida. Dirán que soy un romántico, pero soy un fiel defensor de… –Se detuvo de golpe. Me miró e intentó hacer como si nada, escondiendo su mano detrás de la espalda. – ¿Qué es eso? –Pregunté acusadora, señalando su brazo. –Nada, señora. –Démela. No me haga llamar a la policía. –Le advertí. –Pero, ¿qué está diciendo? Soy yo el que debería llamar a la policía…

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Lo que me gustaría saber es el motivo por el que actúa así, por el que odia el amor. No lo entiendo, el amor es hermoso. Se estaba acercando peligrosamente al buzón mientras hablaba, por lo que me lancé a quitarle la carta maldita de las manos antes de que la entregase sin remedio. Forcejeamos hasta que al final él cedió y conseguí arrancarle el papel de las manos. Era un sobre cuidadosamente escrito con letras estilográficas y dibujos decorativos hechos a mano y con mimo. En el anverso, aparte de los datos del destinatario, ponía: “Dime que me quieres”. En cuanto le quité la carta, el cartero llamó insistentemente al timbre de la casa. En seguida abrió la puerta una chica joven de pelo rubio, largo y liso. Iba descalza y se asomó a la calle en pijama, preguntando qué pasaba y qué era aquel alboroto. –Tiene usted una carta de amor. –Dijo el cartero. –Pero la señora la quiere destruir. No me podía arriesgar. En ese momento salí corriendo con la carta, por si las moscas. Era la última casa de la calle, así que doblé la esquina y corrí por la calle siguiente hasta esconderme. Por fortuna nadie me había seguido, y cuando recobré el aliento miré la carta, arrugada entre mis manos. Quería romperla en mil pedacitos sin pensarlo más, pero no podía hacer eso. Había un riesgo, una mínima posibilidad de que aquella carta no fuese de amor y estuviese destruyendo erróneamente una información que debía ser entregada. De manera que, muy a disgusto por las ansiosas ganas que sentía de destrozarla, la abrí. Era un escrito breve pero conciso. Cuatro líneas sencillas, escritas sin pomposidades, sin esa empalagosa forma que acompaña al amor y lo vuelve insoportable. Pedía disculpas y fijaba una cita. Sin duda era una declaración de amor y como tal debía destruirla. Volví a guardar la carta en el sobre, la rompí dos veces y regresé por donde había venido, tirando los restos a una papelera que encontré por el camino. Al acercarme a la casa rosa, escuché la conversación

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que estaban manteniendo el cartero y la muchacha. –Al menos, ¿pudiste ver quién era el remitente de la carta?–Escuché que le decía la chiquita al cartero. –Pues sí, creo que me quedé con el nombre, me parece que era Mateo Villalón. – ¡Mateo! No puede ser... no puede ser... ¡Oh, cielos, no puede ser!, ¡mi Mateo! – ¿Estás bien? –No puede ser... no puede ser. ¡Mateo! Mi Mateo... La jovencita se emocionó tanto que tuvo que sentarse en el suelo y rompió a llorar, lo vi todo desde la esquina de la calle. No paraba de repetir que no podía ser, su Mateo, que no se lo creía. Y una pizquita de culpa del tamaño de un guisante se asentó en mi estómago. –Lo siento mucho por no haber podido entregarte esa carta, te prometo que esto no quedará así. –Se disculpaba el cartero. – ¿Mateo es una persona muy importante para ti? –Mateo es... –Respondía la chica entrecortadamente entre sollozos. –Él desapareció de la ciudad, tuvo que marcharse. Hace años que no recibo noticias suyas, si me escribe ahora es porque por fin va a volver para quedarse o... se irá para siempre. El guisante de culpa había crecido en tamaño y se había convertido en un melón de culpa que ocupaba todo mi estómago. Aquella chica estaba destrozada por no recibir la carta. Esa carta que yo había destruido y tirado a la basura. Pensé entonces que no había reflexionado bien al obrar, que en realidad no era una carta tan romántica. No era melosa, ni pasional, ni hacía largas proclamaciones, ni promesas incumplibles, ni metáforas raras. No era tan de amor, o sí que era lo era, pero no tanto. Quizás, y sólo quizás, podía haber hecho una excepción y entregársela a su destinataria,

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porque si se pensaba bien, unas disculpas podían ser o no ser algo relacionado con el amor. Comencé a dudar y le di vueltas y más vueltas hasta que finalmente me reuní con el cartero y la joven y les conté lo que había hecho con la carta y dónde la había tirado. –Si pudiese recuperarse, te la entregaría. –Dije finalmente. –Podemos intentarlo. –Dijo el cartero. Los tres fuimos a la papelera e hicimos varios intentos de recuperar los restos de la carta. Era una tarea complicada porque los pedacitos se habían separado, algunos se habían quedado en la superficie y otros se habían perdido entre los desperdicios. Al final solo pudimos rescatar dos trozos, ya que era una papelera cerrada y no podíamos introducir el brazo libremente. Y esos dos trozos no decían nada. Viendo la decepción de la joven al darlo todo por perdido y regresar a su casa, me decidí a esperar allí hasta que el encargado responsable fuese a recoger la basura, para hacer un último intento. El cartero se fue con la joven y yo me quedé allí. En total pasé allí diez horas, sola, sentada en el suelo sucio y mugriento, esperando. Hasta que por fin aparecieron los basureros, a quienes les expliqué la situación –de la cual se rieron bastante, lo que me indignó– y me ayudaron a recuperar el resto de pedazos de la carta. Juntando todos los pedazos, fui a la casa de la joven y le entregué la carta sucia, arrugada, rota… pero recompuesta. Ella me dio tal abrazo de agradecimiento que aquel fue el último año que salí a destruir cartas de amor el día catorce de febrero. Actualmente sigo odiando el amor, mi concepción no ha cambiado ni cambiará nunca, pero aquel día aprendí dos cosas: que aunque a veces se obre con buena intención no se hace bien y que hay que dejar que los locos vivan sus locuras.

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MI CAJA DE BOMBONES Virginia Gil Gallardo

Nunca supe qué me gustó más de ti, si tus grandes ojos verdes o aquella manera de mordisquear tu labio mientras intentabas decidirte entre un pain au chocolat y unos minicroissants, que aún se intuían calientes tras la vitrina de aquella pastelería de París. Yo esperaba paciente mi turno. Salía de clase y había ido a por una cajita de esos deliciosos bombones de chocolate blanco que solo hacían en aquella pequeña confitería de barrio. Mientras esperaba te observaba con descaro. Tu chaqueta de pana color camel, la bufanda de lana negra que apenas dejaba ver tu barbilla. Ibas tan despeinado... Sin darme cuenta sonreí. – Me llevaré dos croissants por favor. Dijiste en un torpe francés, con un marcado acento español. Te disponías a salir de la pastelería. En una mano el pequeño paquete hecho con mimo, en la otra un puñado de francos. Instintivamente alargué con disimulo el brazo para rozarme contigo. Tu perfume se mezclaba con el olor a pan recién hecho. Lo siguiente que recuerdo fue la apresurada voz de la pastelera. – ¡Señorita, señorita! – Sí, póngame una cajita de bombones blancos, de las grandes por favor. Llevaba casi cuatro años en París y sólo conocía a una española, María Carballo, o “la Marita”, como la llamaban. Vivía en el apartamento de arriba. Era una abuelita gallega, que emigró al país vecino como muchos otros en tiempos de hambruna. Había quedado viuda muy joven y no tenía hijos. Aún guardaba fielmente un riguroso luto. Era una mujer con mucho carácter, incluso con algo de malas pulgas, me atrevo a decir. Pero sus mermeladas y compotas eran las mejores de todo el barrio, y en cuanto se enteró de que yo era española en mi despensa nunca faltaban los botes de conservas y algún que otro plato de pote en épocas de termómetros bajo cero. En España tampoco me relacionaba demasiado. Era lo que se suele llamar un “bicho raro”, o como decía mi padre, un alma solitaria.

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Siempre tuve la sensación de que él era la única persona que encajaba en mi mundo. Me encerraba durante días, con la única compañía de un cuaderno de dibujo y unos cuantos carboncillos. Así que cuando me concedieron la beca para estudiar en la escuela de Bellas Artes de París, hice sin dudarlo la maleta, y me dispuse, esta vez, con más gloria que pena, a instalarme en tierras galas. Esa noche no dormí bien. Me levanté temprano, el aire estaba cargado, la cabeza me daba vueltas. Sobre la mesa del pequeño apartamento aguardaban los excesos de la noche anterior; la caja de bombones en la que restaban no más de tres, una botella de Chardonnay vacía, el cenicero repleto y unos cuantos bocetos a medio acabar. Me apresuré a guardar los bocetos en una tosca carpeta, metí en mi bolso un par de bombones y bajé las escaleras tan rápido como las piernas y la resaca me lo permitieron. Tenía clase en treinta minutos y necesitaba urgentemente un café. La cafetería que solía frecuentar estaba cerca de la escuela de arte donde estudiaba. Como todos los días dejé mi vieja bicicleta en la puerta. Al entrar se me empañaron los cristales de las gafas, la diferencia de temperatura era abismal. Cuando por fin pude ver algo, distinguí una chaqueta de pana que me resultó familiar. Ahí estabas de nuevo, con tu misma bufanda de lana negra y con tus mismos ojos verdes que no me habían dejado dormir. Pedí mi café, miré mi reloj, y aún sabiendo que no llegaría a tiempo a la primera clase, me deshice del abrigo y me senté en la barra, cerca de ti. Di un sorbo a la humeante taza, el metal me calentó las manos. Te miraba de reojo, leías un libro de páginas envejecidas, pero no pude distinguir el título desde esa distancia, así que tomé aire y pregunté. – ¿Qué estás leyendo? Por respuesta obtuve una de tus sonrisas. Me ardían las mejillas. – Estoy leyendo Poeta en Nueva York. Es el único libro en español que encontré en la biblioteca. Y así, hablando de Lorca, empezó nuestra historia. Te llamabas Roberto, eras de Málaga, acababas de terminar arquitectura en la Universidad de Sevilla, y estabas haciendo una tesis sobre las construcciones de mediados del siglo XX en la capital francesa. Llevabas en París apenas dos semanas y te alojabas en una pensión regentada por un matrimonio de Nantes. Modesta, pero limpia y con buena comida.

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Mientras hablabas, pensaba que hacía mucho tiempo que no tenía una verdadera conversación con alguien. Tal vez habían pasado años desde la última. El tono de tu voz me tranquilizaba. De repente un sentimiento me invadió, como una ola que te atrapa por sorpresa. Me asusté, sentí nauseas, el pulso en la sien. Como pude lo disimulé. ¿Qué me pasaba? Hacía un par de horas eras un completo desconocido, un tipo guapo que me crucé en una pastelería. Ahora tenía la sensación de conocerte desde hacía mucho tiempo. Estaba aterrada. ¿Era eso amor? Más tarde supe que sí. Seguí mirándote. Tú, ajeno a todo, continuabas hablando y sonriendo. Seguías tan despeinado como la primera vez que te vi. Al día siguiente quedamos en el puente de Alexandre III. Llegué antes a la cita. Era frecuente que el metro de París se retrasara, pero ese día llegó más que puntual. Como tenía tiempo de sobra, anduve a paso lento por uno de los caminos de piedra a orillas del Sena. Atrás la Place de la Concorde. A lo lejos, la Tour Eiffel se alzaba tan femenina y victoriosa como siempre. No me cansaba de observarla. La había dibujado en infinidad de ocasiones, y siempre que lo hacía me sorprendía regalándome un nuevo ángulo desconocido y maravilloso. Lo que para muchos era un simple amasijo de hierros, para mi representaba la belleza y fortaleza de un país, que ahora sentía en parte mío. Llegué al puente. Su majestuosidad no se veía empañada por la masa de turistas que lo atravesaban a todas horas. Era un magnífico día soleado, la Ciudad de la Luz hacía honor a su nombre, y los gigantescos caballos dorados que lo guardaban relucían como nunca. Y así, sumida en mis pensamientos, te vi llegar. Casi corrías. Aminoraste el paso al verme. Seguramente sabías más de París que yo. Al menos de sus monumentos y edificios. Pero cuando me ofrecí a enseñarte algunos lugares, asentiste con ganas. Dejaste que te mostrara mis rincones favoritos, descubiertos la mayoría por azar en estos cuatro años. Me perdía con bastante facilidad, la orientación nunca fue una de mis virtudes. Paseamos por el barrio judío de Le Marais. Me encantaba el bullicio de sus calles, sus colores, sus cafés, sus librerías… Entramos en una de ellas. Al abrir la puerta sonó una pequeña campanita de metal, y de entre montañas de libros y varias cajas de cartón apareció el librero. Un señor de pelo cano, corta estatura, nariz gruesa y un frondoso bigote amarilleado

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de fumar en pipa. Nos echó un vistazo rápido, y tras el obligado saludo de cortesía, volvió a desaparecer tras la pila de libros. Ojeamos más de una decena de estanterías hasta decidirnos por un par de obras. Para mí, una recopilación de las mejores portadas de la revista Vogue y entrevistas a sus protagonistas. Algunas de ellas son verdaderas obras de arte. Para ti, una biografía con numerosas ilustraciones de Gustave Eiffel. Al caer la tarde paramos a tomar una copa de vino en una taberna llena de personajes variopintos. Chez Marie, cerca del bohemio Montmartre, donde las cuentas se seguían haciendo con tiza y el camarero limpiaba las copas y la barra con el mismo paño ajado. El humo del tabaco subía hasta la lámpara dorada que iluminaba la sala. Al fondo, un viejo piano hacía las veces de gatera. Al primer caldo le siguieron un par de ellos más y una copa de Kir. Esta última me dejó un delicioso gusto agridulce en los labios. Notaba como poco a poco mi cabeza iba perdiendo la batalla, y las mil razones que encontraba para no besarte, se estaban transformando muy a mi pesar en un puñado de argumentos atropellados y sin fundamento. Finalmente la razón se impuso. Me acompañaste a casa y aunque me hubiera gustado invitarte a subir, no lo hice. Nos despedimos con un par de besos y un hasta luego que me supo más a un adiós. Me fumé un cigarro mientras ordenaba mis ideas. Me disponía a meterme en la cama y a pensar en ti toda la noche. Definitivamente el vino había hecho estragos. De repente escuché mi nombre. Abrí la ventana, había comenzado a llover. El viento helado y la lluvia entraron golpeándome la cara. Eras tú.

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me trajo de vuelta a la realidad. La toalla yacía en el suelo, tus manos en mi cara, las mías temblando, tu pelo despeinado. - Aún regreso a ese apartamento, a esa noche lluviosa, a ese beso que fue el primero, a esta historia que es la nuestra. Me rescataste de mi misma, de mi mundo solitario, de mis días grises. Asfixiaste mis miedos y mis dudas. Lo has hecho durante estos treinta años. No puede acabar así, ¿lo entiendes? - No sé si lo lograré Marta. Me duele al respirar. No puedo moverme… Estás sangrando mi amor. - La ambulancia está en camino. Aguanta un poco más. - ¿Cuántas vueltas hemos dado? - No lo sé. Ha sido todo tan rápido. Puede que tres, o cuatro. Lo último que recuerdo es esa canción que tanto nos gusta sonando en la radio. ¡Dios!, ¡¿por qué tardan tanto?! - Tranquila. ¿Sabes que te quiero, verdad? - No te despidas de mí. Aún no. - Cierra los ojos, pronto ésta pesadilla habrá acabado.

– La pensión estaba cerrada. No sabía a dónde ir. Estabas empapado. Te busqué algo de ropa seca e hice café. – Algo caliente te vendrá bien, aquí el frío es muy traicionero, sobre todo con este viento del norte, siempre sopla en esta… No pude terminar la frase. Me tapaste la boca con tu mano, aún helada. Yo estaba ahí de pie, petrificada, agarrada fuertemente a una toalla que tenía entre las manos. Y sin más explicaciones innecesarias me besaste. No sé cuánto tiempo pasó. Sólo el gorgoteo de la cafetera

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EL DULCE TRIÁNGULO DE MI AGONÍA Nélida Leal Rodríguez

Desde niña he sabido que el que da explicaciones que nadie le ha pedido lo hace porque tiene algo que ocultar, una especie de excusatio non petita, accusatio manifesta, adaptada a las que siempre fueron mis especiales circunstancias. Desde niña aprendí lecciones que difícilmente hubiese podido imaginar que me haría falta saber. Y siempre, siempre, supe adivinar que aquel montón interminable de palabras huecas, de frases vacías y repetitivas pronunciadas con el único afán de aturdirme, sólo tenían el propósito de distraerme de una verdad que no querían decirme claramente, y que sin embargo, no lograron disfrazar con suficiente habilidad. Me regalaron hermosas y vanas explicaciones con el único afán de protegerme de un secreto que, cuando al fin se hiciera cierto, sólo a mí me afectaría. Y es más, creerían hacerlo por mi bien. No me tomaré la molestia de negarlo, pero, desde que aquel día de febrero en que mi vida y la de ellos se enredaron en un mismo hilo pegajoso, me he dado cuenta de que a veces es preferible, simplemente y desde el principio, no decir nada. Que, como se suele decir, uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios y yo ya llevo sobre mis escuálidos hombros demasiadas cargas. No esperaba verme así, pero quién podría esperarlo a los dieciséis años. Ni siquiera me atrevo a decir, como cualquier otra adolescente testaruda, que hice lo que me apetecía, que pasará lo que tenga que pasar y que puede que algún día, cuando lo recuerde, convertida en una mujer madura de incierta sabiduría, me reiré por mi locura, o lloraré por sus consecuencias. No puedo atreverme, y no sería culpa de una mera cobardía. Porque no podré hacer nada, ni regodearme en mis elecciones ni mortificarme por sus efectos, se me ha privado de especular con mi madurez, nunca habrá un futuro en el que ubicarla. Sólo tengo el presente, ese pedazo de tiempo inconcreto pero claramente breve que pueda quedarme, y nada más. Y a él, lo tengo a él, que, quizá como recompensa de esta muerte al final de un camino cruelmente fugaz, me está mostrando todo eso que no me correspondía vivir, o que al menos no me correspondía ahora, pero que no tengo tiempo de esperar que llegue cuando quiera que fuese su verdadero momento. Carlos. El amante de mi madre. Mi amante.

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Igualmente, porque mi vida se sintetiza en carencias, me falta tiempo para ofrecer excusas y lo que es más, tampoco tengo excusas que ofrecer. Si esto es un error y he de pagarlo, ¿acaso hay castigo más definitivo que saber que no viviré para contarlo? No seré jamás capaz de deleitarme en mi efímero triunfo, no hay un mañana para ello, de mi supuesta hazaña no habrá testigos, ni para reprocharme ni para felicitarme la osadía. Por esa misma razón descarto sin pensar el arrepentimiento: él me ha dicho que estará conmigo hasta el final y he despreciado de un manotazo todo lo que antes utilizaba para combatir el pavor de un final temprano e inevitable: leer, estudiar, cultivar una mente condenada a no poder mostrar jamás sus excepcionales dones… mis intereses se han reducido de una forma brutal pero crudamente efectiva: no existe más que Carlos. Lo que Carlos haga, lo que Carlos diga, lo que me enseñe, lo que consiga hacerme aprender. Carlos, Carlos, Carlos. Incluso la mera evocación de su nombre concede al forzado tiempo sin él una cualidad de aprovechamiento que ninguna otra actividad podría jamás darle. Él llena los espacios, todos, puebla cada uno de los huecos de mi alma incluso cuando no está. Puede que ni siquiera sea amor, sino obsesión, dependencia enfermiza o mera ofuscación adolescente, pero y qué. ¿Importan de veras las definiciones, modificarán el resultado, supondrán alguna diferencia? No. Todo el mundo tiene, además de futuro, el presente. Yo sólo tengo el presente y un nombre con el que deletrearlo. C-a-r-l-o-s. Es absurdo por tanto plantearme la presunta victoria de una retirada a tiempo, un gesto honroso y noble por mi parte, sin duda, pero que no llegará porque está decidido que jamás renunciaré a esto por más motivo que el único irreparable. Sería una hipocresía demasiado grotesca fingir que lamento la única parte de toda mi vida capaz de hacerme creer de veras que habrá valido la pena vivirla, y aunque en el tercer vértice de este triángulo de nuestro pecado esté la mujer a la que en principio debo esta vida que se va consumiendo, no puedo falsear un remordimiento que no podría ser menos cierto. Sí, no me alcanza el cinismo, y hubiera preferido que no fuera un hombre compartido el que nos conforta a las dos a un tiempo, quizá las cosas podrían ser igual de hermosas sin necesidad de ser tan difíciles, pero ésta no ha sido mi elección, ni la de él, ni, por supuesto, la de ella. Y si lo ha sido, si es real esa falacia del libre albedrío, yo cuanto menos no abundaba en opciones. Tomé lo que quería, sí, pero tomé también lo único que estaba en mi mano tomar, una coincidencia

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sorprendentemente generosa. Estoy detenida en medio de ninguna parte, suspendida en un limbo sombrío y confuso, que sólo desaparecerá cuando deba descender a ese supuesto infierno de las hijas que traicionan el amor materno, pero ninguna condena que pueda esperarme consigue hacerme flaquear: hasta que llegue ese momento, hasta que llegue el último aliento de este cuerpo consumido, me quedaré aquí. Con él. Estoy enferma desde que puedo recordar, pero la certeza de mi propia muerte no se hizo palpable hasta hace unos cinco meses, en las últimas pruebas. Yo intuí algo desde el principio, mientras veía al Dr. Revuelta revisar los mismos papeles una y otra vez sin levantar la vista de la mesa. Los informes eran ya un desorden arrugado manchado de sudor cuando por fin se decidió a enfocar la figura de mi madre, tan serena y compuesta como siempre, desprendiendo su cotidiana estela de perfume caro y con sus mejores joyas centelleando sobre el abundante y terso escote. El Ying y el Yang, madre e hija, sentadas en idénticos sillones de cuero, cada una parapetada en la trinchera de su indiferencia, y cada una llevando la parte del abismal contraste entre ambas que le correspondía cargar…siempre me tocó el papel más irrelevante, por cierto, o cuanto menos el más efímero: yo no era más que una adolescente deshilachada que se moría, ella era la distraída autora de un desastre que llevaba mi nombre, un papel del que pronto sería relevada. - Lo siento – dijo finalmente él. Bajó de nuevo la mirada, la levantó un breve instante, pareció no encontrar lo que quiera que anduviera buscando en nosotras, y volvió a bajarla. “Lo siento”, repitió, esta vez con un susurro apenas audible. Dos meras palabra, dos meras e inocuas palabras, una súplica de perdón en cualquier otro contexto, que no era el nuestro, pero, ¿acaso no eran las suficientes? Morir no me asusta. No sé si alguna vez lo ha hecho. A fin de cuentas, hace ya demasiado tiempo que la muerte y yo sostenemos un duelo casi amistoso, un combate en apariencia cordial, sin trascendencia apenas, en el que ambas jugamos a reescribir un final que en realidad, hace mucho que está escrito: ella me asesta un par de dentelladas certeras,

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y yo me deshago un poco y caigo sin ruido sobre la alfombra de mi larga agonía; entonces, quizá compadecida, se aleja, vigilante, y me concede una tregua. A veces, incluso, yo me crezco, rebosante de una salud ficticia, y hasta es posible que me confunda de identidad y crea que soy una chica como otra cualquiera, hasta que ella, invariablemente, decide que es tiempo de volver, y vuelve, poderosa, arrogante, desbaratando de un soplido helado mi espejismo de bienestar, sin protestas inútiles por mi parte. No tengo fuerzas para ser reivindicativa, y me obligaron desde muy niña, y a las bravas, a pesar de bañar la certeza en eufemismos, a ser crudamente realista. Sigo viva. Ella me lo permite. Dejará de hacerlo algún día. No hay más. En otros momentos sí llegué a considerarla una amiga, esa amiga que sabe que la echas de menos y ha prometido venir a por ti para librarte del sufrimiento. Tal vez el haber sido despojada de futuro, me convirtió en una resignada prematura y hasta paciente. Nunca me urgió marcharme, pero sin duda no me preocupaba no despertar un día y descubrir que había concluido mi tiempo de esperas. Ya no es así. El trámite de aguardarla se me ha vuelto ahora un trance amargo: la amiga ha sido bruscamente sustituida y yo reniego de mi única amistad anterior y quiero vivir para rendirle tributo a este nuevo amor. Aunque no sea una decisión que yo pueda tomar, aunque sé que en realidad no tengo nada que decir, sé que en esta nueva etapa, la última sin lugar a dudas, me distraigo creyendo que sigo viva sólo porque así lo he decidido. De todos modos, no sirve de mucho mi débil estrategia de supervisora de mi propia existencia; ella, la muerte, mi antigua compañera de fatigas, no me ha abandonado: sigue esperando, retrasando nuestro encuentro con cada nuevo día que me regala. Pero nada nos impide, ni siquiera a los muertos previsibles, soñar con algo mejor. Tal vez fue esa tarde, la primera desde el “lo siento” que selló mi destino, la peor de todas. El drama de la hija que se muere - de veras - y la madre que debería sentirlo, se estrenó con honores en nuestro particular escenario doméstico. Mamá hacía esfuerzos por llorar, cerraba y apretaba fuertemente los ojos, mirándome con una falsa y elaborada expresión de

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congoja, apelando con desesperación a un instinto maternal con el que no contó nunca y que yo tampoco, si he de ser sincera, me esforcé nunca en provocarle. A ella le gustaba decir a sus numerosas amistades que no éramos madre e hija, sino grandes amigas, con un guiño cómplice de sus ojos azules y una mirada de supuesta camaradería a su “amiga”, es decir yo, que me limitaba a callar y a consolidar mi reputación de chica solitaria y ceñuda. No por ello me hizo nadie nunca recriminaciones de ninguna clase, ni un mal gesto, ni un comentario inadecuado: nadie pide explicaciones ni exige disculpas ante la grosería de los moribundos, resulta inconveniente y muy descortés el recordarles que el hecho de que uno vaya a morirse prematuramente no justifica, no del todo en mi opinión, los malos modales y, además, mamá tenía razón, en parte al menos, y por razones del todo diferentes a las que ella gustaba de esgrimir. En realidad, si sirve de atenuante a su entusiasta ensueño de amistad materno-filial, no éramos amigas, por supuesto, pero tampoco parecíamos madre e hija, o cuanto menos no una madre e hija al uso: ella me llevaba apenas diecisiete años, y gracias a su devoción a la cosmética y a los estragos de mi enfermedad, la diferencia era en mucho imperceptible y, para mí naturalmente, siempre humillante. Se lo puse tan fácil a mamá, desde el primer día que supimos que yo no perturbaría demasiado su cómoda existencia…yo asumí pronto que la vida para mí era un trayecto mucho más breve de lo habitual, y sólo pedía a cambio que la temprana despedida me asestara el último mordisco con la mayor suavidad posible. Nunca me rebelé, hubiera o no servido de nada. No por ello, aunque resulte una deducción razonable, tengo vocación de sufridora: el dolor me paraliza y me intimida, me hace sentir un trozo de masilla en manos de un niño desaprensivo, y me horroriza pensar qué ocurrirá mientras me voy de este mundo que siempre me advirtió, muy claramente, que no me cobijaría demasiado tiempo. Sin embargo, no temo a la única consecuencia de haber nacido en este cuerpo saturado de enemigos, estoy preparada, acepto mi destino. O lo aceptaba. Cuando Carlos me tomó de la mano y convirtió mis últimos días, semanas o meses en un dulce paraíso de sensaciones que pensé que moriría sin probar, recibí un regalo inesperado que agradezco infinitamente a un Dios que hasta el momento apenas parecía haberme prestado atención. No me detuve en consideraciones morales o éticas, no sentía que estuviera traicionando a nadie, pero, obedeciendo a una lealtad que ignoraba poseer, y en nombre del vínculo que a fin de cuentas existía entre mi madre y yo, no quise que ella lo supiera.

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Tal vez no fue respeto, sino simplemente miedo. O la cobardía que va de su mano. En cualquier caso, mis motivaciones no fueron nunca las que hubieran debido esperarse. Engañar a mi madre con su propio amante, aunque fuera uno más entre tantos, era, para mí, una mera frase sin significado y por supuesto sin implicaciones, e incluso me costaba trabajo encontrarle las que, sin duda, hubieran sido lógicas para cualquier otra persona. Después de todo, mi madre también lo engañaba a él, y él se relacionaba con otras mujeres, dato que los tres manejábamos con envidiable soltura, con lo cual quizá la sola utilización de la palabra “engaño” fuera, en realidad, el único engaño posible. Bajo nuestro techo, la infidelidad o la traición eran términos huecos sin trascendencia alguna, cuyas consecuencias ellos experimentaban en primera persona sin efecto aparente y yo como mera espectadora de sus desmanes, hasta que el destino me brindó la oportunidad de protagonizar, yo también, un romance clandestino. Así, probablemente deslumbrada por mi inesperado privilegio, me adherí a aquel concepto abierto y permisivo del amor libre, pero no pude evitar hacerlo en silencio, no por alguna clase de hipotética moralidad, pero sí guiada por una suerte de furtivo sentido de protección: no ignoraba que incluso mamá, que tanto se vanagloriaba de ser una persona tolerante, y de vivir en sus carnes los efectos de un espíritu alérgico a las ataduras, no aceptaría con despreocupación que su propia hija, aquella que nunca pudo considerar siquiera una potencial competidora, le estuviera saboteando el amante que, según aseguraba, con cinismo casi distraído, era “su favorito”. El triángulo de nuestros mutuos engaños se materializó una tarde de febrero, apenas una semana después de que, resueltas las menudencias de cómo podría facilitarse en lo posible el inevitable desenlace, comenzara de manera oficial mi definitiva cuenta atrás. El anuncio no había alterado en demasía nuestra establecida rutina, si acaso había realzado la temporalidad de un acuerdo tácito de secretismo que pronto quedaría resuelto. Ella estaba fuera, yo consumía la tarde mirando el televisor con ojos indiferentes, y Carlos, el único amante de mi madre con potestad para entrar en nuestra casa cuando ella no estaba, jugaba al solitario sentado en la mesa de la cocina, quizá esperándola, nadie podía prever el cruce de erráticos afectos de su de por sí curiosa relación, y, desde luego, jamás había incitado mi curiosidad conocer el alcance de lo que sintiera

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cualquiera de los numerosos hombres que se pasearon por los contorno de mi infancia sin adentrarse jamás en ella. Aquella tarde, sin embargo, se rizó el rizo de la paradoja y confluyeron todas las variables precisas para que se quebrara el previsible esquema de lo imprevisible: desde el sofá donde yo languidecía y dejaba pasar lo que quedara de mi vida, observaba al único hombre de tantos que de alguna manera era distinto a todos ellos, sin parecerlo a primera vista: una figura delgada, morena, de manos elegantes y rápidas que manejaban las cartas con fascinante delicadeza y de cuando en cuando asía la taza para dar cortos sorbos a un café negro. Yo olía el café, cerraba los ojos y me sentía transportada a un mundo más amable, un mundo de niños corriendo por la cocina a la hora del desayuno, nutritivos cereales en boles de colores, una cafetera humeante y un par de padres solícitos y sonrientes que celebran las travesuras de sus retoños. Una imagen fantástica ante mis ojos, que jamás habían contemplado, ni habrían de contemplar, escena semejante. Mi madre puede ser calificada de muchas formas, y maternal es probablemente la última palabra que yo emplearía, nunca he tenido hermanos y mi padre...mi padre fue siempre una fotografía de carné, escondida en una caja de madera al fondo de un armario, donde la descubrí una tarde de mis doce años mientras combatía el aburrimiento espiando entre papeles amarillentos y quebradizos que mamá guardaba por ignotas razones que nunca me decidí a calificar de sentimentales. Hasta entonces, confabuladas mi falta de curiosidad y la escasa urgencia de ella en satisfacerla, mi padre no era más que una figura masculina olvidada en algún recóndito rincón del cerebro materno, un hombre que había huido en cuanto supo de mi existencia y nunca se enteró de que, en un postrer tributo romántico a su legado, mi madre me bautizó Manuela. Aquello era todo. Y descubierta aquella foto de carné ajada en el fondo de una caja, aquello siguió siendo todo. Supe que era mi padre porque los ojos que miraban desde el pequeño rectángulo de papel fotográfico y el arco que sus cejas trazaban sobre ellos, son los mismos que contemplo cada mañana en el espejo, pero recuerdo que guardé la foto en el mismo sitio y olvidé con facilidad los presuntos lazos que me unían a aquel hombre del que nunca supe ni sabré nada ... extraño, quizá, pero en la niña que fui cualquier instinto familiar había sido acallado y reprimido desde antes de experimentarlo y cuando crecí, no encontré razones para despertarlo. Si me equivoqué... ¿alteraría eso algo? “Hola, papá, soy la hija que rechazaste y que pronto desaparecerá de tu vida”. No, como tantas otras cosas que en cualquier otro tipo de vida hubiera tenido sentido,

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aquí carecía de él iniciar el menor movimiento: era mejor que nunca supiera que yo nací, crecí y fui diagnosticada con un mal incurable que no me permitiría alcanzar la edad adulta. No hay por qué conmoverse. Llevo años sin sentir nada más allá del dolor y una descolorida sensación de injusticia que ni siquiera me lastima. Ahora, sin embargo, sí hay alguien que ha logrado atravesar la pétrea armadura de mi pasividad... por fin estoy viva. Por él. Por Carlos. El solitario había terminado y él levantó la vista en el preciso instante en que yo lo estaba enfocando, deteniéndome con admiración en su boca poderosa, de labios gruesos color frambuesa, unos labios casi femeninos en un rostro endurecido y muy varonil, que contribuían a suavizar la solidez de sus rasgos. Me di cuenta, no por primera vez, que aquel hombre me gustaba, pero en mi naturaleza reposada y poco dada a los impulsos nunca se había generado el estímulo suficiente como para concebir siquiera que, siendo él un hombre y yo una mujer, pudiera haber algo entre nosotros, sin entrar en las especiales connotaciones de nuestra relación. Carlos tenía unos cinco años menos que mi madre, es decir, una docena más que yo, pero el tiempo... ¡ay, el tiempo! Yo ya no sé medirlo con los mismos parámetros que el resto de la gente, acaso porque reducir a cifras ese futuro incierto que pueda quedarme no serviría más que para hurgar en una herida que nació para estar siempre fresca. Mis motivos estaban teñidos de ese mismo barniz de resignación que todo lo cubría, sencillamente había admitido que el amor romántico era una de las muchas cosas que no me daría tiempo a experimentar y, en ello, mi madre no tenía nada que ver. Era tan ajena a mí que por supuesto también lo era por completo a los razonamientos que me llevaban a desechar la mera posibilidad de romance; yo ya había aceptado, como muchas otras cosas, que moriría sin haber estado con un hombre, y lo de menos era que el hombre fuera él u otro cualquiera. De mis escasos escarceos adolescentes, cinco o seis besos robados a chicos de mi edad mientras todavía pude ir al instituto, la única huella visible en mi memoria era una leve sensación de pérdida, la certeza de que, a aquellos besos que apenas me importaron, difícilmente les seguirían otros que sí lo hicieran. Ahora, meses después de nuestro presunto error, él duerme sin sueños en el mismo sofá donde consumamos por primera vez lo que tantos llamarían pecado. Lo miro y un deseo inagotable, denso y asfixiante, me nubla la cordura que a veces me aconseja detener este amor transitorio y

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decir adiós sin ruidos, discreta y serena como he sido siempre, como lo fui hasta que él se levantó de aquella silla y acortó, hasta eliminarlo, el abismo que nos separaba. Pero sé que es tarde, si es que alguna vez hubo tiempo, y mi indecisión se diluye sin prisas hasta desaparecer. Si Carlos no hubiera recorrido esa distancia aquella tarde de febrero, a mí no me habría alcanzado el atrevimiento, y hoy no estaría por primera vez rebelándome ante un futuro que nunca antes había conseguido preocuparme. Sin embargo, también habría muerto sin saborear sus labios de fresa, sin sentirme indefensa entre sus brazos, sin descubrir el sabor denso y salado que desprende la piel de un hombre saciado de mí. Ahora pongo la mirada en todos los objetos cotidianos que he visto todos estos años sin importarme nunca dejar de verlos y una ansiedad triste, herida, me inunda ante lo irrevocable de una pérdida que antes no sufría como tal. No quiero marcharme, no quiero estar así, deshecha y moribunda, desliando los hilos que me sujetan al mundo. Quisiera acostarme y despertar a su lado, sana y espléndida, dieciséis años regalados de nuevo para poder disfrutarlos con él, para no tener que cortar en seco las docenas de proyectos que ahora aterrizan en mi mente, hasta hace poco un paisaje yermo y estéril. Pero no puedo. Mi destino es el mismo, es efímero y fugaz, apenas un destello en el libro de la vida. Aquí quedarán ellos, mamá y Carlos, mamá simulando un duelo que en realidad la libera de una equivocación perpetrada en sus propios años adolescentes, Carlos sacudiéndose mi recuerdo para abrazarla, a ella o a otras mujeres anónimas con las que jamás podré competir... porque ni siquiera estaré viva. No sé si siento dolor, celos o impotencia cuando dejo volar mi mente a ese futuro que no podré vivir… no sé si importa. Él dice que estará aquí hasta el final. Y le creo. No tengo muchas alternativas: creerle, y prolongar en lo que pueda este simulacro de vida agonizante o no creerle, o exigirle una exclusividad que ni siquiera deseo, y cerrar todas mis puertas para morir a solas, como a solas he vivido toda mi existencia. Quizá fuera fácil recobrar mi vieja personalidad, quizá no me costara lo indecible volver a resituar mis prioridades, y darle a la supervivencia el primer lugar. Quizá incluso mereciera la pena. Pero ahora, ni siquiera sé por qué, ya no me alcanza el valor para aceptar la muerte y la soledad a un tiempo, no tengo fuerzas para renunciar a todo, quiero morir en sus brazos, consolada por el estruendo vigoroso de un corazón que no esté enfermo. Quizá sea egoísta, no lo sé y no me importa,

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no me quedan ganas para devanarme los sesos en preguntas que ni el paso del tiempo podría responder. Hasta ahora facilité a los demás el presunto dolor de mi despedida, quién podía sentirse mal si ni yo misma sentía morirme... ahora me he dado cuenta de que sin cambiar nada, todo ha cambiado, y no me iré de vacío, me llevaré algo, me llevaré el recuerdo, me llevaré el olor de Carlos y el engaño de mamá conmigo, y no me importa qué pueda ocurrir al día siguiente. Que sobrevivan los dos como prefieran a mi muerte y mi abandono, que sorteen como puedan una ausencia con la que siempre contaron, yo... yo no tendré el privilegio de ser testigo del recuerdo o del olvido, yo soy ahora demasiado poco, una sombra apenas con un hálito de vida, como para suponer alguna diferencia. Pero todavía sigo aquí… todavía. Y es que aquello que siempre se supo pero a la vez guardó una prudente y engañosa distancia, empieza a acercarse tanto que ya adivino los contornos de su guadaña. Sobrellevar mi condena nunca fue fácil, aunque me resultara tolerable, pero ahora permanecer simplemente viva, sin ansias de bienestar, es una batalla que parece consumirme demasiado rápido. Temo despertar un día y no ser más que un par de ojos espantados contemplando un camisón hueco, la mortaja de un montón de huesos polvorientos. En ocasiones estoy tan agotada que hasta respirar supone un esfuerzo que no me veo capaz de afrontar, y comienzo a silbar como una tetera descompuesta, mientras los dedos de las manos se me van amoratando por la falta de oxígeno combinada con mi precaria eficacia circulatoria. Al principio, pasaba esas crisis a solas, arrastrándome despacio al dormitorio cuando comenzaba a notar cómo se me iban cerrando los canales que desembocan en mis pobres pulmones inútiles. Sentada en el suelo con el respirador, apoyada sobre la cama, imaginaba mi propia muerte como si preparara un escenario para una representación teatral: mi cuerpo, desmadejado y silbante sobre las baldosas, el rectángulo de luz que entraba por la ventana tras de mí, confiriéndome un aura en sombras que potenciaba mi crudo desamparo, el marco siniestro de la adolescente moribunda en contraste con el papel floreado de las paredes, los peluches sobre la colcha. Pero ya no: cierto que apenas tengo energías suficientes para levantarme, pero es que no quiero privar a mi madre del espectáculo de una agonía que durante dieciséis años ha jugado a ignorar. Últimamente la miro y noto que aquel aborrecimiento débil, casi cordial, que me despertaba, está siendo sustituido por una punzante ansiedad, rayana en el desprecio, una inquietud urgente de hacer un trueque a un

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Dios distraído y dejar que muera ella, ella que ya ha vivido cien vidas a sus treinta y tres años, mientras yo ocupo su lugar con una sonrisa agradecida desprovista de bochorno… pero el intercambio sólo se produce en mi cabeza y, mientras lo imagino, sé que he muerto un poco ya. Porque siento celos al saber que ella también tiene a Carlos, y sin una despiadada fecha de caducidad. Ahora, cuando ya no esperaba sentir algo que no me había asaltado en todos estos años de morirme poco a poco, tengo en la boca un sabor amargo y maloliente, el sabor de una rebeldía insospechada, y saber que no puedo evitar lo irremediable me desgasta casi más que aquello que me está matando. Mamá está poco en casa, pero cuando está, la veo rezongar, inquieta, intentando sin éxito eludir mi presencia, como si por un extraño sortilegio intuyera mis deseos y temiese que lo que nunca fue contagioso la atrape de improviso y la convierta en lo que supongo que debe ser para ella el más humillante final: convertirte en un despojo moribundo carente de esa belleza que a ella le adorna. Este melodrama la perturba, quisiera encerrarme en una habitación anónima de un aséptico hospital y ahorrarse el espectáculo de mi propia destrucción, pero no pienso hacerlo. Nada evitará el final y no será en sábanas ajenas: ella será testigo, siquiera cinco minutos de su tiempo, de lo que ya no le quiero impedir que vea… de lo que está a punto de llegar. Quizás, de hecho, no pase de esta noche: nunca me he sentido tan mal. Es tarde ya y, esperándola, Carlos se ha dormido y yo agoto los minutos despierta, resistiéndome a ofrecer al sueño lo poco que pueda quedarme, y sin valor para pronunciar un adiós que pueda ser el definitivo. Escucho el reloj, veo las estrellas tras las ventanas, y me convenzo de que, si alcanzo a verlo, éste será mi último amanecer. No siento miedo alguno, ni siquiera rabia. Una calma inesperada comienza a recorrer mis cansados miembros, recupero en parte cierta energía, ésa que precede al último aliento, ésa que me hace pensar que no merece la pena hacer más preguntas. Aún me queda un trámite que completar. Doblaré estos folios cada vez peor escritos, los dejaré sobre su cama, permitiré que los lea, que vea mi despedida por escrito, que sepa que su hija no se limitó a dejar que ella contemplara su agonía sin cobrarle un precio a cambio. El resto, ella misma podrá adivinarlo. Podrá pensar que la he querido, a pesar de todo, y será verdad, porque en mi extraño cariño mezclado con tan amargo resentimiento siempre persistió la duda de que ella, en el fondo, también me ha querido, aunque nunca supo comprenderme, tal vez porque yo,

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intuyendo el fracaso, jamás se lo permití. Todo esto nos quedó grande a las dos, después de todo, y tan ocupada estaba ella en vivir apurando cada minuto, como lo estuve yo dejando que el destino hiciera el trabajo sucio de matarme sin oponerle resistencia. No hay culpables, no hay que buscarlos. En nuestro triángulo, Carlos, el vértice compartido, duerme en el sofá y mañana, pasado tal vez, será todo suyo. Todo lo suyo que pudo o podrá llegar a ser. Te lo cedo, mamá, o mejor dicho, te lo devuelvo, porque sabes que, en el fondo, jamás te lo he quitado. Y ahora voy a buscarlo, a despertarle con besos apresurados, a deshacer lo que me reste de fuerzas amándolo, a diluirme en su cuerpo, necesito que me recuerde que nací mujer. Sí, no hay mejor lugar donde agotar las horas que aún son mías...que aún me pertenecen. Suyas son. Suya soy. Suyo es el tiempo que nos quede. El tiempo que me quede.

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CANCIÓN INACABADA Oliva Ortega García

A Ludovico, por los días de lluvia sobre el techo. I El bar no podía tener más duende, “El lecho de las musas”, con un nombre así se podría haber intuido que algo delicioso tenía que ocurrir. Era pequeño. Se pedía en una barra de mármol blanco. Dos camareros tatuados y barbudos tiraban cañas y le daban movimiento a las botellas de colores que subían y bajaban de las estanterías. La tarima oscura hacía que los pies se sintieran en zapatillas. Olía al café molido de la tarde. A la derecha un antiguo acuario, convertido en vitrina expositora, enseñaba— bajo tapas redondas de cristal—, cruasanes y bollos. En la barra, tarros transparentes de yogur con gominolas de colores, otros más grandes con bombones redondos envueltos en papeles rojos brillantes. Sobre el acuario de los cruasanes, una pizarra negra con especialidades de cafés e infusiones: letras redondas en tiza blanca que hablaban de mandarina, vainilla, caramelo, frutas del bosque. Qué rico todo, pensé. En el pequeño escenario donde otras veces dormitaba el piano con la boca abierta había una caja de percusión, fundas de violín, guitarra y chelo, y tres micrófonos. Esparcidas por el resto del bar, mesas redondas de forja y mármol blanco con dos sillas cada una. En el techo lámparas blancas con forma de sombrero chino que se descolgaban por una cadena. Por las paredes algún farolillo antiguo y cerca del escenario una librería de madera de olmo agrietada con libros de pasta, granates y verdes, páginas amarillentas y las esquinas dobladas. Se celebraba la fiesta de St. Patrick y había otra barra en la que sólo se servía cerveza tostada. Cuando subieron los músicos al escenario, Rebeca y yo ya habíamos tomado la primera. La guitarra acústica, la armónica, el chelo y el violín a golpe de caja nos trasladaron a Irlanda. El bar se llenó con la primera canción. Empezaron a aparecer caras conocidas, antiguos compañeros de instituto y las típicas tribus que frecuentábamos los mismos garitos, cada cual cambiado a su manera. En la segunda cerveza el concierto se había convertido en una niebla de bosque envuelta en acordes, habían bajado las luces, estábamos de pie bailando, hacía calor,

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algún camarero pasaba de vez en cuando a retirar vasos vacíos y se había complicado el acceso al baño. Después de cada canción aplausos, chiflidos y algún trago de los músicos. Fue a eso de la cuarta canción cuando apareció Marcelo. Puso cara de susto al verme, pero apenas se notó, después sonrió, leí en su boca que decía mi nombre y se acercó. Me dio dos besos y un expresivo “hola, qué tal, cuántos años”. Bebía cerveza también. Dijo que venía de tocar en el Auditorio con la orquesta sinfónica de Castilla y León. Homenaje a Rafael Frühbeck. II ¿Cómo llamarla? ¿Canción inacabada de 1986? Me siento a intentar escribir y, la verdad, no sé si darte las gracias o maldecirte. Opto por lo primero, hacía mucho tiempo que no movía el corazón de esta manera, menudo ejercicio. Tanto que no sé si dos días después aún bombea cerveza tostada. Te empeñas en que lo nuestro tiene una canción. Como tú eres el compositor te ocuparás de la música. Me pides que escriba la letra y a mí se me ocurre un título escalofriante: “Amores en formol”. Me vienen frases sueltas: la adolescencia se quedó en una esquina esperando a que uno de los dos volviera. Uf, vamos de mal en peor, así no. Al mirarte, sólo veía esa boca grande que no dejaba de sonreír. Rescato trozos de las frases que dijiste esa noche: tú y yo en una nube, anclados en 1986. Me recordaba a una canción de James Blunt que decía algo parecido. “Eso es, una canción, tengo que componer una canción con nuestra historia, mi primer beso, mi primer amor. Qué loco me tenías y nunca te lo dije. No me hacías ni caso.” Fue entonces cuando se encogió la parte del estómago por donde se empieza a notar que en algún lugar del cuerpo ya se ha escondido el miedo a sufrir. Pero tus manos ya habían rodeado varias veces mi cintura, habías apartado el flequillo de mis ojos, habías dejado un dedo dando vueltas en algún rizo que se apoyaba en el hombro, o colgabas las manos de los extremos de mi fular rosa. Demasiado tarde, seguramente ya estaba escondido en alguna burbuja de las muchas que sentía subir y bajar por el estómago y dar la vuelta por la espina dorsal.

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III Después de aquel “hola, qué tal, cuántos años” y mi nombre balbuceado, estábamos dando saltos con las últimas canciones. No recuerdo bien cuándo empezamos con el año ochenta y seis, tal vez fue después de hablar de nuestros hijos. ¿Cómo sería nuestro presente si hubiera contestado a sus mensajes en papeles desgarrados de una libreta de cuadros? Eso ya daba igual. Mi cabeza se había llenado de bandadas de estorninos en una tarde de otoño con viento, me repetían que terminó el curso con un montón de cartas sin contestar. ¿Se acordaría él de aquello? Se lo tengo que decir, es justo que lo sepa. Esto lo había pensado más de una vez. La cerveza tostada se mezcló con los estorninos. Revolución en mi cabeza. Era el momento, tal vez no vuelva a tener nunca una oportunidad así. Nos acercamos a la barra para pedir a los barbudos tatuados más cerveza, ya iban tres. Y se triplicaban las ganas de contarle la cantidad de oxígeno que me insufló aquel año. Sobre la barra los vasos de yogur transparentes se habían rellenado de gominolas y bombones con papeles brillantes. En el acuario seguían melosos los cruasanes. Qué rico todo, volví a pensar. Marcelo saludó a los barbudos, dijo algo del whisky que había tomado antes. Explicó que sólo pasaba un momento a ver a unos amigos. Quería irse pronto, se iba de turismo rural y aún tenía que hacer la maleta. La última y a casa, dijo. — ¿Cómo es eso de que yo te escribía notas? —Algo le sonaba, pero no tenía un recuerdo nítido, confesó que por aquel entonces se paralizaba cuando me tenía delante. Recordamos —alardes de sinceridad que saca la cerveza tostada— que la primera vez que nos besamos fue jugando a la botella. Para él fue su primer beso. Para mí no. Yo tenía un novio mayor de edad, que iba y venía en función de sus ataques de celos. Si yo me portaba bien, de regalo me llevaba en ambulancia al instituto o a casa. La ambulancia era lo que más recordaba Marcelo, el rubio daba igual. Suponía un reto besar a una chica que él creía inalcanzable, si el rubio tiene ambulancia, sirena y pirulo, yo le daré besos cuando pueda, mensajes en trozos de papel para decirle ¡guapa!, lo mucho que me gusta y lo nervioso que me pone su falda. Que se fastidie el rubio, y que me siga mirando mal.

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Eso creyó recordar que pensaba él entonces. El empeño de aquella época quedó en notas sobre la mesa, un beso jugando a la botella y dos más en la discoteca cuando llegaban los lentos en la fiesta de navidad o la de fin de curso. Pase con invitación para alumnos, no se permitía la entrada a objetores de conciencia voluntarios de la Cruz Roja. — ¿Y qué te ponía en esas notas? —Eso da igual. Poemas de rima facilona, mucha ternura. El caso es que me apetece que sepas que siempre he tenido un recuerdo precioso de ti. Me he acordado mogollón. Y me parece justo confesarte que me diste muchísimo oxígeno aquel año, daba gusto entrar en clase y descubrir otra sorpresa sobre la mesa. Agarró los dos extremos del fular rosa que yo llevaba al cuello y se quedó enganchado un rato moviéndolos mientras me pedía que le contase lo que ponía. —Bueno, alguna de las que tengo guardadas creo que ponía... Agarró el fular rosa por la zona que quedaba justo debajo de mis orejas y me acercó a su cara. — ¿Guardadas? ¿En serio? ¿Las has guardado todos estos años? —Sí, y hace poco tiré una carpeta con una foto de algún roquero, dentro también tenía una dedicatoria tuya. Esa era la que más me gustaba. Soltó el fular. Noté sus dedos rodeando mi cuello, los pulgares en los lados de la cara y el resto hasta la nuca. Eso recordaba yo de él, los dedos de pianista que siempre se acercaban con más inocencia que miedo y se extendían como tentáculos. — ¿Qué ponía? —Algo así como: “Por favor, no te vuelvas a poner esa falda azul porque no me entero de nada en clase”.

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Se mordió el labio. Sonreía. Me acercó hacia él, me retiró el pelo y me dio un beso en la frente. —Cuánto me alegro de haberte encontrado hoy. Me estás dando una alegría. Es increíble que lo hayas tenido guardado tantos años. ¿Por qué nunca me dijiste nada? —Bueno, no procedía. Yo tenía aquel novio, aunque lo dejábamos a menudo. Luego perdimos el contacto y no era cuestión de contarte algo así por las redes sociales, o las pocas veces que nos hemos cruzado en la calle, ¿no? IV ¿Sabes? He visto el fular rosa pillado con la puerta del ropero. Ay, qué daño. Intuyo que se ha vuelto morado, pobrecito, ahí, ahorcado en la percha. Duele pensar que nuestra canción tendrá que quedarse a medias. Hoy me he sentido quijotesca. La vuelta a la realidad deja un regusto a pomelo. Vuelves a tu mundo, con resaca, y te percatas de que el fular por el que se deslizaban los dedos al cuello está ahí pillado, te duele, y sientes que esa soledad con la que te habías reconciliado ahora araña más. ¿Alguna vez has comido un limón sin hacer mueca? ¿Y algo delicioso sin cerrar los ojos? Pues así estoy yo. El recuerdo de esa noche me hace cerrar los ojos, coger aire para llenarme como una rueda pinchada. Pero lo otro —la circunstancia: entonces yo tenía novio y ahora tú estás felizmente casado—, me hace poner la mueca del limón. Me recordaste aquella balada que hablaba de monstruos bajo la cama. El último beso en la fiesta de fin de curso fue bailando aquella canción. Yo no lo recordaba, tampoco sé si podía escuchar algo cuando tú te acercabas, ya por aquel entonces la música la ponías tú. Yo me limitaba a manejar el vértigo que me daba tu presencia, porque si conseguías poner los dedos cerca de mi cara o mi cuello no tenía nada que hacer. Sólo podía esperar a que acercases la boca, para girarme un poco e intentar esquivarte, una vez, sólo una vez. Lo siguiente era derretirme en el segundo intento, atrapada por tus tentáculos y deshacerme en tus labios.

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Pero claro, sólo teníamos quince años. Por aquel entonces yo no sabía decir que no y tú ya sabías cómo insistir. Otra cosa sería a nuestros cuarenta. Eso pensaba yo. Quieres que te escriba una canción. La música la pones tú. Y sé que la tienes. Tal vez ella, con la boca grande y los dedos de pianista que se me enredan en el cuello, sean los culpables de estas palpitaciones que no me dejan abrir la puerta del armario para liberar al fular. De verdad que he intentado escribir algo, pero no puedo. Me he puesto música... vaya, eso precisamente hoy no. Y menos Ludovico. He abierto una tableta de chocolate, suele funcionar, pero no he conseguido abrir la boca. He buscado gominolas, pero me recuerdan tanto a esa noche. Al final he abierto la ventana para que llegase oxígeno. Ha entrado —como otra bandada de estorninos— el sonido de una ambulancia que se lamentaba por la avenida. El fular sigue ahí atrapado en la puerta del ropero, no me atrevo a abrirla, no soportaría verlo morado, ahorcado en la percha desde entonces. Qué vida ésta, una noche estás levitando con la música, las gominolas y la cerveza, y a la mañana siguiente te das cuenta de que has aterrizado de golpe y el suelo te llega ya por las rodillas. Has dormido en una cama de piedra con una almohada llena de guijarros. La habitación es un almacén vacío con olor a vino rancio. Vuelve el miedo a los monstruos bajo la cama y no hay quien encienda la luz. La lengua pegada al paladar. Suspiros que quieren llenar pecho, pero se quedan en la garganta empujados por las pompas que suben y bajan. Las zapatillas de casa llenas de zarzas. Tormenta con truenos. Huevos fritos quemados. Dos hielos en los ojos abiertos. Bicicleta con el viento en contra. El lío de una frase larga de Onetti. Una herida que supura sin drenaje. Calcetines mojados. Lo siento, “mi sol”, pero esta canción se queda como estaba en 1986.

un paseo, dije yo. El bar siguió con luz tenue entre la niebla de música tranquila y murmullos de voces que descansaban de bailar. Botellas que subían y bajaban de las estanterías. Dame un abrazo, cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado. Un beso en la frente. Siguió la charla sobre nuestras vidas, los dos poníamos atención, tratábamos de memorizar, ¿nos acordaremos mañana de todo? —Un cubata y a casa, ¿vale? Preguntaba mucho. Quería saber a qué me dedicaba, qué fue del rubio de la ambulancia, por qué seguía sola, qué hacía los fines de semana. Marcelo repitió curso aquel año —por tu culpa, bromeó—, y no volvimos a coincidir. Al rubio de la ambulancia le di pasaporte ese mismo verano. Conté que estaba en el paro y en cierto modo me convenía seguir así, porque si tuviera sueldo me embargarían para saldar deudas. Había firmado como avalista de algún negocio, los acreedores me perseguían, ya lo había perdido todo: el coche, la casa y parte de la ingenuidad que había conseguido mantener intacta durante toda mi vida. Sobrevivía con la pensión de alimentos que mi hijo devoraba, un subsidio y microjobs en negro. —Pásame tu currículo por si me entero de algo. Si quieres lo puedo entregar en la empresa. —Él contó que era “el aparejador pianista”, más pianista que aparejador, pero la construcción le daba de comer y el piano le alimentaba el alma—. ¿Te imaginas que te rescato de la crisis? Al estilo Tarzán, te engancho de la cintura y te llevo en mi liana. Ya que no pude rescatarte de aquel maltratador en potencia. Ostras, yo me la jugaba, ¿eh? Aquel tío tenía muy mala leche. —Sí, la verdad es que eras muy valiente. Él tenía tres años más. De todas formas, no te pega un taparrabos para sentarte a tocar el piano, déjalo.

V

Habló de la enfermedad superada de su hija mayor. Se agarró al cubata y lo miró cuando recordaba cómo el mundo se le vino abajo sin encontrar la manera de ayudar a su mujer y las niñas.

Terminó el concierto. Rebeca se despidió, tenía el coche aparcado en la puerta. Cuidado con este que te come, me dijo al oído. Yo te llevo a casa, dijo él un rato después. No, tranquilo, me gusta volver dando

—Increíble, las vueltas que da la vida ¿verdad? Quién nos iba a decir que nos encontraríamos casi treinta años después y nos contaríamos todo esto. Tantas dificultades superadas —dije yo.

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DIME QUE ME QUIERES

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— ¿Sabes? Siempre he recordado tus ojos, tu mirada, y me alucina que después de tantos años, con todo lo vivido, sigan teniendo esa fuerza. Me han pegado un latigazo en el pecho cuando te he visto. Yo recordaba sus dedos, había comprobado que eran igual de suaves y largos, tal vez menos tímidos. Sus labios deslizándose despacio por mi cara para buscar mi boca. Pero me callé, no sé cómo lo conseguí, pero no dije nada. Me llevó a casa. Recuerdo poco del camino, tal vez mencionó algo de relaciones abiertas, de compartir películas en el sofá, de alguna noche al mes hacer algo especial. O no. Tal vez era el ruido del motor, o de los otros coches que circulaban por la ciudad, las farolas que se apagaban de vez en cuando, o las bandadas de estorninos que sobrevolaban mi cabeza. Y el viento, mucho viento. Llegamos a mi calle. No sé cuánto duró el silencio. Dos besos, dije, y hasta otra, pensé. O no, tal vez hasta dentro de otros veintitantos años, sonó en mi cabeza. Acercó sus labios a mi pómulo, pero no me besó. Exhaló el aire que tenía dentro, unos segundos, después volvió a exhalar. Al otro lado de la cara noté sus dedos. Me acarició la sien, bajó hasta la boca, siguió por el cuello. Dejó el dedo pulgar en un lado de la cara y los demás se deslizaron entre el pelo hacia la nuca. Arrastró sus labios hasta mi boca. Me separé un poco y moví la cabeza despacio hacia los lados para decir “no”. Creo que conseguí decirlo en un susurro. Lo intentó otra vez, me separé un poco, pero ya no salió un “no” ni moví la cabeza. Los dedos de la nuca me empujaron un poco hacia él. Lo siguiente fue notar sus labios en los míos. Gominolas de colores, boca grande que se hace sirope, chocolate en papeles brillantes. Notas musicales: mi, sol, (ah), mi, la, do. Agua en verano. Cruasanes crujientes. Los tentáculos gelatinosos por mi cuello, mi cintura y mi espalda. Un tirante se quiere escapar por la manga. Respiración de bicicleta. Primavera. Miel que gotea en el panal. Olor a flores de almendro. Y, en susurro, antes del “ya, por favor”, creo recordar que se me escapó un “ay, qué rico todo”.

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MODALIDAD LOCAL PRIMER PREMIO LOLA CLAVERO TOLEDO


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LOCURA DE AMOR Lola Clavero Toledo

Eras feo, Felipe, muy feo. Y eso yo lo puedo decir mejor que nadie. Yo que he convivido cincuenta años casi a solas con tu retrato, que lo veo de día y también de noche, porque el insomnio me acecha desde hace tiempo y no me concede tregua alguna para descansar de este dolor de vivir, sin vivir, que es el peor de los tormentos ¿por qué será que la vida es tan corta para quien goza y tan larga para quien pena? Este existir es condena y cada hora es cadena del eterno padecer que es sufrir por existir, sin hallar deleite al ser. Ya ves Felipe, que hasta versos podría yo escribir. No obstante, mis excelsos preceptores, Andrés de Miranda y Beatriz Galindo la Latina, dijeron de mí que era dama de gran ingenio y agudo entendimiento y muy bien dotada para las letras, pero no quiero desperdiciar el papel y la tinta que, con muchas argucias, he conseguido para hacer vanas galas con las letras. Deseo, más bien, sacar más útil provecho de estas pocas fuerzas que me quedan y, en este documento, liquidar cuentas con la Historia, si fuera posible que esta carta burlase los muros de esta prisión, que no es probable, pues mis carceleros me tienen sometida a estrecha vigilancia y destruirán los pliegos en cuanto los hallen. Ya me han prohibido los paseos por el jardín y por los corredores y hasta la misma luz del sol y no veo más rostros de personas que los suyos airados de vez en cuando y el tuyo siempre, Felipe, a mi pesar. Casi cincuenta años con tu retrato, día y noche, sin apenas más compañía desde que se me llevaron a mi hija Catalina a padecer alguno de esos matrimonios de estado. Como yo, como todas las mujeres de mi familia, qué no estará sufriendo mi adorada niña con el mequetrefe que le haya caído en suerte; la tiranía, las infidelidades, las traiciones, los dolorosos partos continuos, la muerte de los hijos al poco de alumbrarlos o tal vez la suya propia al parirlos y, sobre sí, el peso de la culpa si no le salieron varones. Y, en el mejor de los casos, la soledad. Pobres reinas del mundo con todos sus oropeles, pobres mujeres de la primera a la última. Pobre de mí, que no tengo otra compañía que este retrato tuyo, tan horroroso por cierto. Qué feo eras Felipe, qué feo. Feo de narices. Sobre todo, de narices.

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Esas narices que te ocupaban casi toda la cara. Si con esa nariz, naces mujer y pobre, tus padres te hubieran tirado al arroyo y, si hubieses nacido rica, te habrían metido a monja. Pero naciste hombre y rico, archiduque de Austria nada menos, y te llamaron “Felipe el Hermoso”, como si no tuviesen ojos en la cara. ¿Tú, hermoso, Felipe? ¿Qué desvarío es ése? Si, al menos, hubieses tenido hermosura en tu alma, esa cara tuya podría gozar de alguna grandeza, pero eras mezquino, ruin, altanero y cruel y eso es lo único que se ve en tu retrato. Los ojos desmayados, que no saben mirar de frente y una boca displicente y caprichosa de labios gordezuelos que parece un nido de gorriones. ¿A quién se le ocurriría esa patraña de que fueses “Felipe el Hermoso” sólo para justificar que yo fuera “Juana la Loca”? Loca de amor por ti, menuda cosa ¿Quién se puede creer semejante desatino? Tenía dieciséis años cuando te conocí, cuando me llevaron a Flandes para que te desposara. Como todas las mujeres a esa edad, era de naturaleza ardiente y tú fuiste el primer varón al que había conocido ¿cómo no iba a serme de agrado tu figura? ¿Cómo no iba a sentirme maravillada cuando a primera vista me tomaste en tus brazos vigorosos y dijiste que el desposorio no podía esperar, que había de consumarse sin dilación? Cuán lisonjeada me sentí entonces por la urgencia de tu deseo y cuán mayúsculo fue el arrobo que revolvía mi sangre de doncella en ardientes torbellinos. Sí, acepté de muy buen grado ¿Qué va a decir la Historia? ¿Qué tenía furor uterino? Ay, por Dios, tenía sólo dieciséis años, ni más ni menos. Y el deseo no es sólo propiedad de los hombres, Felipe ¿Alguien se atrevería a diagnosticarte a ti alguna enfermedad porque sintieses deseos hacia mí? ¿Hacia miles de mujeres antes y después de mí? A buen seguro que no. Nuestro deseo era igual, pero en ti era virtud y en mí pecado. La mujer debe parir, pero no gozar. Eso la hace viciosa y bajuna, sospechosa de baja condición, ligera como las cortesanas; esas cortesanas que tanto te han gustado, Felipe. Desde un primer momento, suplí mi inexperiencia con entusiasmo y, sin el pudor o el miedo propio de las vírgenes recién desposadas rehusé a ponerme el camisón nupcial que sólo permitía al esposo acceder

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por aquella abertura al centro en el que el varón planta su semilla, y a toda priesa te despojaba con mis propias manos de tus prendas a la misma par que tú lo hacías con las mías. Quería yo ser tan complaciente como la más dispuesta de tus putas para no privarte de ninguna gracia de las que con ellas te complaces. Completamente desnudos, ora en el fragor carnal, ora desfallecidos de las artes amatorias, pasamos día y noche en la alcoba, sin otras industrias y cuitas; a nuestro entero sabor. Eras muy diestro en esas artes del lecho ¿Cómo no? Flandes, la alegre Flandes del siglo XV no era igual que la austera Castilla. Allí el placer corría por las calles como el vino y los esparcimientos no implicaban nada más. Pero yo qué sabía del mundo, de vuestro mundo. Era castellana, tenía sólo dieciséis años y mi voluntad anterior fue la de ser monja, y entregarme a ese Dios, de cuya magnanimidad y benevolencia aún no dudaba. Al entregarme luego a ti lo hice también con entera fe y, en mi cándido juicio, la carne era de la misma materia celeste que el amor y aventuré sin malicia que si querías mi carne, también querrías mi ser. Cómo iba a saber que aquello era sólo un capricho, que al poco te aburrirías de mí y seguirías con tus juegos galantes. Nuestro matrimonio había sido un acierto y, sin embargo, eso no restaba para que pudieses seguir disfrutando de otras mujeres distintas cada noche. Era la ley, la ley de los hombres. Y una reina, sobre todo una reina, la tiene que aceptar. Pero mi madre, la gran Isabel I de Castilla, no me lo había advertido. Ella nunca me hablaba de estos asuntos oscuros, porque era muy católica, y los daba por supuestos. Para mi madre, los asuntos del estado eran superiores a los del amor y la carnalidad, y siendo ella el poder decisorio, aceptó, aunque de muy mala gana, que mi padre tuviese hijos naturales antes y durante el matrimonio con la condición de que su marido la dejase hacer y deshacer en lo más transcendental. Tuve que aprender de ella que a los hombres los hace frágiles la sensualidad y que hay que perdonársela con mente fría para ocuparnos nosotras de las cuestiones importantes.

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En principio me pareció difícil entenderlo. Mi madre era la poderosa en la relación marital y si se inventó ese lema “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando” fue para atenuar con la supuesta igualdad; lo que a todas luces sabía ya todo el mundo; que quien mandaba, de veras, era mi madre. A la primera ocasión, como ya intentaron algunos, la habrían tildado de loca por su genio vivo e imperativo como lo hicieron con su madre, mi pobre abuela, y conmigo misma, pero su templanza era tal, que renunció a los sentimientos con tal de que le dejasen las manos libres para seguir tomando las riendas del estado. Ella consideraba que era más importante dominar en ese terreno que en el personal. Allá mi padre si perdía el tiempo, gozando de sus privilegios de varón con otras mujeres en el lecho; que ella lo ganaba, extendiendo su poder para hacer inmenso el reino de Castilla.

un lecho bien frío y solitario ¿Acaso merecía eso una señora de tan gran belleza e inteligencia como mi abuela? ¿Qué mujer desea un destino así, sea reina o labriega?

Pero mi abuela y yo estuvimos en otra lucha. Queríamos ser iguales también a los hombres desde lo privado y no ser anuladas por la sombra del marido.

Así pues, el Papa anuló el matrimonio por no consumado y, a la postre, fue Blanca quien sufrió el castigo, pues después de repudiada, su padre, Rey de Navarra, para negarle los derechos de sucesión, la llevó de cautiverio en cautiverio hasta confinarla definitivamente en la Torre Moncada en Orthez, mientras Enrique contraía nuevas nupcias con Juana de Portugal, a quien tampoco consiguió dejar embarazada si no fue, tras largo tiempo, por el ingenio de unos médicos judíos que introdujeron la semilla del marido en la vulva de la reina con una cánula de oro o pudiera ser por ventura, según se malician las gentes, que fue Beltrán de la Cueva, el más que amado valido del Rey, quien obró el milagro de dar al reino una sucesora, llamada por todos “Juana la Beltraneja”. En cualquier caso, Enrique ordenó que fuese también esta segunda esposa quien pagase por lo que fuera que fuese, recluyéndola en el castillo de Alaejos, donde, sin dificultad alguna, parió dos gemelos de su nuevo amante; Pedro de Castilla y Fonseca.

A esta sazón, mi abuela Isabel, digna madre de una hija que fue la más grande reina de Castilla, no estaba por la labor de empalidecer a la sombra de un marido tan débil y frágil como Juan II. Un hombre, que ya, de entrada, tenía más de treinta años que ella y ninguna resolución en las cuestiones de gobierno. Amante de las artes en general y la poesía en particular, su pasión era organizar justas literarias y fiestas donde reunirse con otros hombres de letras e ingenio agudo. Las cosas del estado las dejaba en manos de su amado valido, Álvaro de Luna, quien lo crió desde pequeño, nunca dejó de asearlo y de vestirlo, y le era inseparable de día y de noche. En las luchas y las cenas, en los parlamentos y el festejo, en lo público y lo privado hasta dar que decir que ambos varones se amaban como si fuesen hombre y mujer. Por Dios, que si fue así, cualquiera puede entender las salidas de tono de mi abuela, pues si a una mujer se le hace un mundo que su esposo le sea infiel con otra mujer, qué será si ha de sospechar que la traiciona con un hombre. No es que las damas no podamos comprender que el amor cree vínculos de toda naturaleza, también entre varón y varón, pues somos de temperamento sentimental, pero apenas toleramos servir de coartada a ese mismo amor de cara a las normas sociales; ocultar con sonrisas una cólera caliente e inconfesable y tener a cambio cada noche

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Sobre Enrique IV, hijo del primer matrimonio de mi abuelo, hubo también rumores similares, pues se maliciaba que heredó en su sangre el afeminamiento paterno, si bien aquellos rumores eran aún más insistentes y fundamentados. Enrique, que gustaba de vestir a la morisca, compartía con su padre el mismo amor a la música y las artes y la misma negligencia para las cosas del gobierno. A ello se sumaba su dificultad para tener hijos En doce años de matrimonio con Blanca de Navarra no logró dejarla en cinta y, para entonces, ya lo llamaban “Enrique el Impotente” o” Enrique el Homosexual”.

Resulta notoria la facilidad que tienen los hombres en este tiempo para encerrar a las mujeres en torres y castillos. Imagino que las gentes de los siglos venideros no podrán sino ser presa de la mayor estupefacción al saber de comportamientos tan atroces. Para entonces, mujeres y hombres convivirán en plena igualdad de condiciones. En cuanto a mi abuela, Isabel de Portugal, quién sabe si fueron los celos los responsables de que labrase la desgracia de Don Álvaro de Luna y no la ambición que a ese hombre le arrastró a dominar la voluntad de su monarca,

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Juan II, acumulando títulos de poder y procurándose riquezas extremas a costa de la Corona. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, las mujeres que se han entrometido en los asuntos de poder han sido tildadas de locas y encerradas en algún castillo. Ella en la fortaleza de Arévalo y yo en esta de Tordesillas. ¿Y todo esto por qué? ¿Me lo quieres decir, Felipe? ¿Por qué he de sufrir tan oscuro destino? ¿Por amor? ¿Por tu belleza? ¿De veras? ¿Me vas a decir eso a mí que llevo ya casi cincuenta años mirando tu retrato? Seamos francos por Dios, Felipe, y contémosle a la Historia la verdad. Que tú, en tu orgullo de varón, nunca consentiste ser rey consorte e hiciste lo imposible para desprestigiarme y quedarte la corona de Castilla para ti solo. Al poco de nuestros fogosos días y noches de luna de miel, hacías ostentación de tus infidelidades. No es que las llevases solapadamente, sino que las exhibías para que yo me diese por enterada y así desencadenar mi cólera. De este modo podrías demostrar que estaba desquiciada, deslegitimarme para la Corona y quedártela tú. Y, claro, yo te hice el juego ¿Pero qué van a decir de mí? ¿Que le corté el pelo a una de las damas de mi corte porque se acostaba contigo? ¿Qué menudencia es esa? Enrique VIII a sus esposas les cortaba la cabeza cuando eran adúlteras o le daba la gana de decir que eran adúlteras para ir a casarse con otra. Al menos, mi hermana Catalina, su primera esposa, corrió mejor suerte y la encerró en una torre como me encerraron a mí. Todo por no darle un hijo varón ¿Quién le iba a decir a ese hombre que después de seis matrimonios en busca del hijo varón, su mejor sucesora sería una mujer? Esa Isabel I de Inglaterra que como mi madre, Isabel I de Castilla, le dio a su país la mayor riqueza nunca vista en los siglos. He de decir que Enrique VIII también pretendió mi mano y que mi padre no se la concedió, dada mi precaria salud mental. Se equivocó, sin duda, porque yo le hubiese parido al rey de Inglaterra, el varón que tanto deseaba; un hombre de los pies a la cabeza como mi hijo, Carlos I de España y V de Alemania que hizo de España un imperio donde nunca se ponía

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el sol. Que me diga la Historia si estoy loca, ¿cómo pude alumbrar un hijo semejante? Tal vez si mi hermano Juan no hubiese muerto, no habrían ocurrido estos hechos tan funestos que ahora cuento. Él era el favorito de mis padres, el heredero elegido, pero les salió de salud quebradiza y encima lo casaron con tu hermana Margarita, que en mujer era lo mismo que tú; una viciosa, y lo sometía a continuos escarceos sexuales, sin mayor contemplación a su débil naturaleza. Perdona que use la expresión vulgar que está en boca de todo el populacho; que tu hermana Margarita mató a mí Juan como a las cucarachas; a polvos. ¿Qué clase de leche mamaréis en Flandes? A buen seguro que tenéis una loba por nodriza como Rómulo y Remo. Pero lo cierto es que los hombres en mi familia han sido siempre frágiles, como mi tío Alfonso, el hermano de mi madre Isabel, que murió por la peste o la viruela, aunque se diga que fue por comer una trucha envenenada en una posada de Cardeñosa. Él iba a ser el Rey de Castilla, pero no lo querría la fortuna, Felipe, porque Castilla y España entera estaba destinada como Inglaterra a tener una reina. Primero mi madre; Isabel I, y luego yo. Sí, Felipe, yo también pude ser una buena reina de Castilla. Mucho mejor que tú, lechuguino, pero qué te voy a decir yo que tú no sepas. Mis padres no confiaban en ti. Por eso mi madre, cuando hizo testamento, me nombró sucesora, y en el caso de que no estuviere yo en disposición, a mi padre, Fernando, su marido. Después de eso, se estableció una lucha entre vosotros, mi padre Fernando y tú, pero la verdad, Felipe, es que ninguno de los dos merecíais la Corona. Esta loca que quisisteis confinar, retirándola del mundo, lo hubiese hecho mucho mejor que los dos juntos y la prueba es que fue mi hijo Carlos, sangre de mi sangre, quien tuvo que remediar la situación. Tú no, Felipe, tú no, cuando con tanta felonía conseguiste la corona que a mí se debía, no duraste en vida ni lo mínimo. Así después de una jornada de deporte, te fuiste a morir por beber un vaso de agua fría. Y no le eches la culpa a mi padre, que cada cual es fabricante de su Fortuna,

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como dijo Apio Claudio el Ciego. Así que tonto del haba naciste y tonto del haba te has muerto. No hay más. ¿Qué va a decir la Historia? ¿Qué fui con tu féretro desde Burgos con la intención de llegar a Granada en gélidas noches de procesión durante ocho meses y a menudo pedía que abrieran tu caja mortuoria para comprobar que estabas allí? Pues sí, lo hice. No está bien decirlo en una viuda, pero me daba un inmenso placer verte muerto, bien muerto y decirte en mi interior, Estás muerto, Felipe, muerto del todo, ya nunca más me vas a dar por el saco. Todavía creía entonces que mi destino no iba a ser tan siniestro. Cómo iba a pensar yo que primero mi padre y luego mi hijo me asignarían un encierro perpetuo en este castillo mustio y feo de Tordesillas y, a mi resguardo, pondrían carceleros que me maltratan y me humillan continuamente, que ya ni me dejan salir al jardín para visitar tu tumba, Felipe, y darme el placer de decirte; qué muerto estás Felipe, qué muerto, ya se te acabó la Corona de Castilla y lo de llevarme a maltraer. Cierto es que vino Juan de Padilla, capitán general de las tropas comuneras, a rescatarme, con la idea de hacerme Reina valedera de Castilla y, aunque era una buena propuesta, la rechacé.

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No soy tonta, no estoy loca y ya mi única y última voluntad es dejarle este documento a la Historia. Lo hago con mucho dolor de mis manos, que ya agarrotadas por la artrosis, me mortifican al mover la pluma. Pero he de intentarlo, por más que me sospeche que estos pliegos irán al fuego y no quedarán de ellos ni las cenizas. No me voy a encomendar a Dios como pretenden, con torturas si fuese menester, mi hijo Carlos y mi nieto Felipe- pues no puedo creer en un Dios que permite tantas infamias y crueldades- sólo quiero que mis palabras queden en la memoria de los hombres y de los siglos. Ésta es una carta de amor pero no para ti, Felipe, sino para mí misma y todas las mujeres que hemos padecido las ignominias de hombres de tu mala calaña; que de ninguna se diga, cuando les pisoteen sus derechos más fundamentales, que está loca. Y firmo la presente En Tordesillas, a 7 de abril de 1555 Yo, la Reina, Juana I de Castilla.

Me sentía vieja y cansada y, además, si aceptaba, me tendría que enemistar con mi hijo, mi querido Carlos; sangre de mi sangre ¿puede hacer una madre algo así; contra natura? ¿Puede luchar contra su propio hijo, aunque este hijo la encierre en un castillo y, sin derecho a la luz del sol, le ponga carceleros que la atormenten día y noche? No. Una madre siempre está dispuesta a comprender a sus hijos, aunque actúen de un modo cruel, y yo sabía que él le haría mucho bien a la naciente España, por más que me hiciese mal a mí. Y, en todo caso, prefiero que sea mi hijo quien gobierne en mi nombre que no, un extraño. Juan de Padilla me hubiese usado para lograr sus objetivos y después me habría vuelto a relegar a esta torre u otra.

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FINALISTAS Jessica Blanco Domínguez Samuel Martínez Linares Gabriel Noguera Martín Jose Luis Rosas Guerrero


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ÚLTIMA PARADA Jessica Blanco Domínguez

Ella

El tren para en la estación con un chirrido y ella se sube despacio, como si estuviese distraída por algo o estuviese pensando en otra cosa. Sin embargo lo hace como si conociera perfectamente su entorno, confiada, como si cogiera este tren todos los días aunque estoy seguro de que no la he visto nunca antes porque me acordaría. Tiene el pelo ondulado, la piel oscura y los labios de un discreto tono carmesí. Viste un abrigo rojo que no me deja adivinar que lleva debajo. Me sorprende descubrir que deseo saberlo y a la vez no me sorprende en absoluto. Es la chica más guapa que he visto en mi vida y de repente deseo saber y hacer muchas cosas. No sé qué me pasa. No soy de fantasear con desconocidas. No es propio de mí. Avanza hacia mí, dubitativa, o al menos parece que avanza hacia mí. Creo que está buscando a alguien porque pasea sus ojos por el vagón y por un momento se cruzan con los míos. Retiro la mirada y miro por la ventana. Cuando vuelvo a alzar la vista está sentada frente a mí, concentrada en su móvil. Me pregunto si tendrá novio -o novia- o si estará avisando de que llega tarde al trabajo. Sonríe cuando levanta la mirada y yo imito el gesto, nervioso. -Hey... Su voz es dulce. Grave. Yo me limito a mirarla sonriendo durante unos segundos antes de corresponder a su saludo. -Hey. Es más guapa de lo que parecía de lejos y tiene una sonrisa preciosa. Sus dientes son perfectos y abro la boca para decírselo como un imbécil, pero me callo antes de hacer el ridículo. Ella devuelve la vista a su móvil y cruza las piernas. Resulta que bajo el abrigo rojo hay un vestido gris claro que destaca enormemente contra su piel.

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Miro por la ventana antes de que se dé cuenta de que le estoy mirando las piernas, las cuales parece que sean eternas. -Hace buen día... Sonrío. ¿De verdad ha empezado a hablar del tiempo? No sé si pensar de ella que es poco creativa o alegrarme de que al menos uno de los dos ha empezado a hablar.

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Aranjuez pero que va a Madrid a una reunión de negocios. Debo parecer desilusionado porque ella baja la mirada como si le diera vergüenza. Incluso se ha sonrojado. Me gusta más cada segundo que pasa. -Deberíamos tomar un café entonces. Hoy mismo, cuando acabe tu reunión. Quien sabe cuándo nos volveremos a ver. -Dame tu número y si tengo hueco te llamo...

-Sí, hace buen día. No añado nada más y sigo mirando por la ventana durante unos minutos, suponiendo que ella volvería su atención a su móvil, pero lo ha guardado y ahora mira por la ventana, como yo. Miro su perfil reflejado en el cristal durante un momento más. -Perdona, ¿tienes hora? - Ella mira el reloj de su muñeca y me dice que son las ocho y media. Asiento antes de darle las gracias. - Soy Adrián, por cierto. -Cecilia. Me encanta su nombre y la sonrisa que lo acompaña cuando lo dice. Vuelve a cruzar las manos sobre su regazo y cambia discretamente la pierna que cruzaba.

Lo dice con voz tímida y sonrojada. Le digo mi número y ella lo apunta en la agenda del móvil con una sonrisa. Entonces el tren anuncia la próxima estación y Cecilia se pone de pie. -Es la mía. Nos vemos, Adrián. Coge su bolso y tras consultar el teléfono una última vez, baja la última del tren, que enseguida arranca y entra en un túnel.

* Él

-¿Vas a Madrid por trabajo? - Ella asiente. - ¿A qué te dedicas? Me dice que es contable. No me parecía una contable, la verdad. Si hubiese tenido que adivinar su profesión habría tirado hacia algo más creativo. Más bohemio. Tipo marchante de arte o agente musical. -Abogado. - respondo cuando me pregunta que a qué me dedico yo. Lo sé, tiene el mismo poco glamour que ser contable, o menos. Sólo soy un chupatintas más. Quiero preguntarle si está soltera. Y si lo está, pedirle que tome un café conmigo, pero me limito a mirarle las manos. No hay anillo así que sonrío y me lanzo a preguntarle por donde trabaja. Por saber si frecuentamos los mismos sitios. Ella sonríe y me explica que en realidad trabaja en

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Llevo cogiendo el mismo tren cada día los últimos tres meses, pero normalmente subo por la puerta que está de espaldas a él y me limito a mirarle desde lejos, aunque suene mal. Desde que le vi por primera vez no dejo de pensar en él. Siempre parece pensativo, mirando por la ventana o hablando por teléfono. Como si tuviera mil cosas en la cabeza. Pero hoy es el día. Estoy muy nerviosa pero me he decidido por fin, así que me infundo ánimos antes de entrar en el vagón. Por suerte siempre se sienta en el mismo y siempre junto a la ventana, así que no es tan difícil localizarle. De hecho creo que lo difícil sería que pasara desapercibido a alguien. Tiene los ojos oscuros y el pelo ondulado. No le he visto nunca sonreír pero estoy segura de que es una sonrisa preciosa.

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Me está mirando. Intento hacerme la distraída pero sé que me está mirando. Así que aprovecho la oportunidad y me siento frente a él. Justo en ese momento me suena el teléfono. Quiere saber si ya estoy en el tren y contesto apresuradamente que voy de camino. Cuando termino el mensaje levanto la mirada y sonrío. Él hace lo mismo y descubro que no me equivocaba. Tiene una sonrisa preciosa. Entonces es cuando decido hablarle. -Hey. Es más guapo así visto de cerca. Lleva un traje impecable y el pelo con la raya al lado, aunque se nota que intenta domar una cabellera rebelde. Dejo mi maletín en el asiento de al lado y me fijo que él tiene uno al lado del suyo. -Hey. Me gusta su voz. Grave y masculina. El teléfono vuelve a vibrar con un mensaje y lo contesto rápidamente antes de alzar la cabeza para presentarme, pero él está mirando por la ventana y temo molestarle. En mi torpeza, lo único que me sale es hablar del tiempo, lo cual a él parece hacerle gracia. O más bien se ha reído de mí porque apenas me contesta por compromiso vuelve a mirar por la ventana. Yo hago lo mismo, intentando ignorar su imagen reflejada contra el cristal. No quiero que me pille observándole. Casi me sobresalta cuando me pide la hora. Me aguanto la sonrisa porque puedo adivinar el móvil en el bolsillo de su chaqueta pero se la digo. Él me da las gracias y me dice que se llama Adrián. -Cecilia - le digo con una sonrisa. Porque si su sonrisa ya es bonita, cuando lo hace a medias... Pregunta si voy a Madrid por trabajo y a qué me dedico. -Soy contable. De una multinacional. Creo que está desilusionado y cuando me dice que él es abogado entiendo el por qué. Seguro que es un asociado de un bufete importante

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y que gana casos en juzgados mientras yo vivo entre hojas de cálculo y gráficas. Por un segundo deseo haberle dicho otra cosa y así haberle impresionado, pero supongo que ni tan mal porque me pregunta por qué zona trabajo. -Mi empresa está en Aranjuez, pero hoy tengo una reunión. Por eso voy a Madrid. Creo que se ha desanimado. Y no sé si eso es bueno o malo. Ni siquiera sé si es bueno o malo que me pregunte si podemos tomar algo juntos luego. Le pido su teléfono y le prometo llamarle si tengo hueco. Apenas me ha dado tiempo a escribirlo, anuncian la siguiente parada. -Es la mía. Nos vemos, Adrián. Cojo el bolso y miro una última vez el móvil antes de dirigirme a la puerta y bajar, no sin antes volver la mirada y mirar otra vez a Adrián, que no deja de mirarme mientras las puertas del vagón del tren se cierran y este se dirige a la entrada del túnel.

* Ellos

Inés apenas ha dado unos pasos en dirección de la salida cuando le ve acercarse. Sonriendo, sin tener ni idea. Sabe que no debería haberlo hecho, que está mal. Que la culpa no es más que suya. Desde el primer momento no debió obsesionarse con el chico del tren. Sabe que no ha debido presentarse, que no ha debido conocerle, pero es mejor así. Ahora al menos sabe su nombre y habría tenido su teléfono si no hubiese cometido la sensatez de salir de la aplicación sin guardar su número cuando se lo ha dado porque sabe que la tentación habría sido demasiada. Le habría llamado y se habría odiado toda su vida. Lucas la abraza y la besa y por un segundo Inés desea que sea Adrián.

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-Buenas noticias. Han arreglado ya tu anillo. Me han dicho que podíamos ir a recogerlo, así que me he pasado de camino a la estación. Su anillo de pedida. Se lo había regalado hacía apenas un par de semanas pero era demasiado grande y Lucas lo había llevado a estrechar. Teatralmente pone de nuevo el anillo en la mano de Inés mientras esta no puede evitar sonreír. No podía volver a ver a Adrián. No podía perderlo todo por un capricho. Él sólo era el chico guapo del tren. El abogado guapo que se llamaba Adrián y que quería tomar un café con ella en el centro de Madrid. Si es que él no había mentido, como había hecho ella. Contable en Aranjuez... Ni siquiera sabía de donde había salido eso. Si le hubiese preguntado si estaba casada o soltera no habría podido mentirle, pero no lo había hecho y la conversación había sido... Sí, corta y aparentemente estúpida pero Adrián... Coge a su prometido del brazo y se sacude el pelo de la cara. Ya está. Ya ha acabado todo. El capricho acaba ahí. Lucas es el hombre con el que va a casarse. Le quiere. Ella volverá a cambiar de horarios para ir a trabajar y así no verá de nuevo a Adrián. Nada de tentaciones. No piensa arriesgar su futuro por una idea abstracta de quien podía o no ser el hombre de su vida. Además, cuando él descubriera que Cecilia, la contable de Aranjuez no existía, acabaría todo de todas formas. A nadie le gustan los mentirosos.

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MEMORIAS DEL TIEMPO Samuel Martínez Linares

Eran las diez y media de aquella fría mañana de invierno cuando Julia se preparaba para salir del edificio en el que había vivido durante más de veinte años, en el malagueño barrio de Barcenillas. Proveniente de una familia humilde, residía sola en la planta baja del bloque de pisos en el que su difunto marido, Miguel, había trabajado como portero a cambio de un salario mínimo y alojamiento para él y sus seis hijos. En la quietud de su habitación, sólo rota por el canto de los pájaros, reparó en su imagen frente al espejo de la cómoda. Se pasó los dedos por su melena, que lucía corta y plateada, enmarcando sus rasgos amables con un aire distinguido; su piel, antaño tersa y luminosa, mostraba ahora con orgullo las hermosas arrugas que le conferían carácter y que a duras penas lograban esconder las batallas que le habían llevado de forma incierta al lugar donde se encontraba, como la corriente imparable de un río que arrastra todo a su paso. Nada le hacía presagiar lo que aquella rutinaria mañana de compras en el mercado de Atarazanas le depararía. Desde que su marido Miguel falleció, Julia se sentía vacía y sola, sin un propósito en la vida más allá de ver caer las hojas del calendario bajo el reloj de su pequeña cocina. Atrás quedaron los tiempos en los que Miguel llegaba tarde a casa en la víspera de Reyes tras una extenuante jornada de chapuzas, trayendo consigo los regalos que había conseguido para sus hijos mediante numerosos trueques en las calles de Málaga. Ella, por su parte, se dedicaba a hacer vestidos para las muñecas de sus cinco hijas con los retales que su prima, una costurera de mediana edad, guardaba para ella con cariño. La comida del día de Reyes nunca era escasa, pues Julia se preocupaba de ir guardando algunas pesetas a lo largo del año en la cartilla de la tienda de ultramarinos cada vez que hacía la compra de la semana. A pesar de todo, siempre lograban salir adelante. Cuánto añoraba esos pequeños detalles que le daban sentido a su vida ahora que sus hijos se habían independizado en las afueras de la ciudad y que su marido pasó a mejor vida. Se atusó su vestido negro azabache, colocando cuidadosamente el colgante de oro justo en el centro de su pecho, y comprobó que llevaba todo cuanto necesitaba en su bolso: las llaves de casa, el dinero, un pequeño espejo y la foto de su familia. No llevaba lista de la compra, pues Julia nunca aprendió a leer ni a escribir, pero su memoria nunca le había fallado.

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Salió de casa con paso decidido y se dirigió al mercado a pie, recreándose en cada uno de los rincones que la transportaban a tiempos mejores. No pudo evitar perfilar una sonrisa nostálgica al imaginar a sus hijas cuando todavía la necesitaban, jugando al guiso en la acera que las había visto crecer. El dulce olor de las castañas asadas que tanto le gustaban a Miguel inundaba el ambiente mientras sus pasos la llevaban por una calle de la Victoria que ya bullía con actividad, y por más que intentaba quitarse la idea de la cabeza, no podía evitar hacerse la misma pregunta cada mañana: “¿Es esto todo lo que la vida tiene reservado para mí?” A sus sesenta y seis años, todavía se sentía joven y había una fuerza en su interior que le impedía aceptar que sus mejores días ya habían pasado, que había visto a sus hijos crecer, había amado con pasión y había perdido la partida contra el implacable paso del tiempo. En ocasiones, se sentía egoísta por tan sólo albergar esos pensamientos que se clavaban como un millón de agujas en su pecho y que jamás se había atrevido a pronunciar en voz alta. Absorta en sus pensamientos, no tardó en llegar al mercado de Atarazanas, donde se detuvo a contemplar la imponente puerta de mármol, el único vestigio del antiguo edificio nazarí que daba nombre al mercado. Se abrió paso entre la muchedumbre que se agolpaba ante los diferentes puestos, absorbiendo el aroma de las especias y la fruta fresca mientras deambulaba por los concurridos pasillos. Cuando se hubo cansado de imaginar cómo sería la vida de las familias que transitaban el mercado, se dirigió al puesto de fruta y verdura de siempre. —Buenos días, señora. ¿Qué se le ofrece hoy? —preguntó afable el tendero, que ya contaba a Julia entre sus clientas habituales. —Buenos días. Póngame medio kilo de mandarinas, por favor — respondió Julia despreocupada mientras preparaba el dinero. De repente, oyó una voz masculina que la llamaba desde atrás. — ¿Julia? ¿Eres tú? Un escalofrío electrizante le recorrió de los pies a la cabeza, provocando que el dinero se le cayese y rodase por el frío suelo. “¿Podría ser él?” Se arrodilló torpemente para recoger las monedas sin atreverse

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a mirar atrás, aterrada ante la idea de que todo pudiese ser una ensoñación. Quería aferrarse a la posibilidad de que verdaderamente fuese él durante unos segundos más, deleitándose en las notas graves de su voz. Cuando estaba a punto de recoger las últimas cinco pesetas, sus manos se toparon con las de él. Se estremeció. Alzó la vista pesarosa para descubrir que su memoria no le había fallado. — ¿Julia? ¿Me recuerdas? — ¿Alfonso? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —Deja que me encargue de esto, por favor —dijo aquel hombre de forma caballerosa, pagando la cuenta al tendero y tomando la bolsa de mandarinas en sus envejecidas manos. — ¿Cuánto tiempo ha pasado? —Treinta y nueve años —respondió ella sin titubear, intentando guardar las apariencias a pesar de tener el corazón desbocado. — ¿Me permites que te invite a un café? Creo que tenemos mucho que contarnos —sugirió Alfonso con cautela. Julia aceptó la invitación de Alfonso, recelosa de las miradas que podrían estar juzgando a una mujer respetable que llevaba varios años guardando el luto a su difunto marido interactuar con otro hombre. “Es sólo un café”, se repetía una y otra vez mientras se dirigían en silencio a una cafetería en la Plaza del Carbón. Hacía ya cuarenta años desde que Julia tuvo que emigrar a Francia para trabajar como camarera de piso en un lujoso hotel en búsqueda de unos ingresos que le ayudasen a mantener a sus hijos, que permanecían en Málaga bajo el cuidado de su marido. Aún recordaba los olores de aquella difícil etapa de su vida: el polvo en la moqueta de los pasillos, los ramos de lavanda fresca en las habitaciones recién arregladas… Y su perfume. El dulce aroma de un joven de veintinueve años que trataba de cortejarla sin descanso; aquel joven botones que le hizo replantearse su vida y estar a punto de abandonar todo lo que había construido por amor. Sin embargo, la lealtad y devoción por su familia le dieron la fuerza necesaria para seguir adelante y no caer en los brazos de Alfonso.

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A menudo se preguntaba cómo era posible tener su corazón dividido de tal forma. ¿Cómo se podía amar por igual a dos personas? Tras el duro día de trabajo, en la soledad de su habitación, se convencía de que sus sentimientos eran sólo fruto de las circunstancias. Alfonso se había convertido en su paño de lágrimas, su único amigo y confidente en una tierra extranjera donde no había rostros conocidos. Cada noche hacía acopio de toda su fuerza de voluntad para rechazar a Alfonso, cuyo amor seguía creciendo sin reparos, inalterable ante la determinación de Julia en cada negativa. “Treinta y nueve años”. Encontraron una pequeña mesa junto al ventanal que daba a la plaza y se sentaron el uno frente al otro. Durante unos segundos, un silencio incómodo pareció adueñarse de toda la estancia. Por primera vez, reparó en su rostro: sus penetrantes ojos azules no habían perdido el brillo que los caracterizaba. Su rostro parecía ser el mismo, pero bajo la luz de la cafetería la meya del paso del tiempo dejaba clara su inclemencia. Su piel se había endurecido, y su pelo, antes del color del trigo, se había tornado blanco como la nieve. Por un instante, Julia se perdió en sus pensamientos, imaginando los caminos que habría recorrido, regalándole una vida plena y feliz. La voz queda de Alfonso la devolvió a la realidad. —Aún llevas el collar —observó con media sonrisa. Julia se llevó la mano al cuello de forma instintiva y se sonrojó, avergonzada. —Siempre me ha traído suerte. Me ayuda a recordar que incluso las situaciones más difíciles se pueden superar —respondió tímida. Se sentía desnuda, como si el mero hecho de llevar su colgante revelase todo aquello que se había empeñado por ocultar; como si todas sus heridas e inseguridades quedaran expuestas ante la cegadora luz de sus ojos azules. La incomodidad inicial se fue disipando conforme las horas pasaban y ellos volvían a conocerse compartiendo el amargor de los recuerdos y el café. Julia le contó todo sobre sus maravillosos hijos con el orgullo de una madre luchadora, la felicidad que vivió junto a Miguel y la impotencia que sentía al ver que la vida se le escapaba como agua entre sus dedos, sin sentido ni finalidad. Él le habló de viajes por tierras lejanas y de su vida

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en Francia, donde se refugió en su trabajo durante todos esos años hasta que finalmente se jubiló. — ¿Y tu familia? —se atrevió a preguntar mientras agarraba su taza con fuerza, buscando un apoyo que le ayudase a soportar la respuesta que podría recibir. Deseaba que fuese feliz, que hubiese vivido un amor tan intenso como el que se merecía, y al mismo tiempo, la sola idea de que hubiese pasado página le rompía el alma en mil pedazos. —Nunca me casé ni tuve hijos —respondió alzando su mano sin anillo. —No voy a mentirte, Julia, he vivido la vida, pero no te encontré en ninguna de las mujeres con las que estuve. Cuando me jubilé, decidí venir a Málaga y comprobar si las bondades que contabas sobre tu ciudad eran ciertas. Su franqueza la cogió por sorpresa. Trató de desviar el tema. — ¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Llevo más de un año deambulando por las calles de Málaga con la esperanza de volver a verte. —Alfonso, por favor, no lo hagas más difícil de lo que ya es… Hemos cambiado. Ya no somos dos jóvenes con la vida por delante. ¿Qué sentido tiene? — ¿Es que nunca te has preguntado cómo podría haber sido nuestra vida juntos? El fuerte resonar de las palabras en su mente hacía que le temblase el pulso como a una adolescente que aguarda el primer beso. Todo cuanto anhelaba estaba al alcance de su mano, a tan sólo unos centímetros de distancia y, sin embargo, se resistía a abandonarse a sus emociones. Siempre se había considerado una mujer fuerte y segura de sí misma, pero ahora no se reconocía, incapaz de retomar aquella historia pendiente a la que tantas veces había insuflado vida en sus solitarios pensamientos. ¿Qué dirían sus hijos si la vieran allí sentada? —Lo siento, Alfonso. Esto no está bien. Ha sido un placer volver a verte pero debo marcharme. Deja que yo te invite al café, por favor —dijo Julia

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de forma atropellada. Buscó el monedero en su bolso, intentando no detener la vista en la foto de su familia que siempre llevaba consigo. —Nos merecemos una oportunidad, Julia. ¿Qué te detiene? No quiero remover el pasado ni alterar tu vida, pero si alguna vez te ha asaltado la misma pregunta, si en algún momento te has visto envuelta en la duda, te pido que lo consideres. —Es demasiado tarde, Alfonso. Soy viuda y tengo hijos. No merece la pena. De todo corazón, espero que todo te vaya bien y que encuentres lo que buscas —respondió mientras se levantaba, dispuesta abandonar la cafetería. —Reúnete conmigo mañana a las once frente al mercado. Estaré esperándote —insistió. Julia salió de la cafetería y emprendió el rutinario camino de vuelta a casa. Las cálidas lágrimas recorrían los surcos de sus mejillas mientras lloraba sosegada, como la savia que emana del tronco inmutable de un árbol milenario. Agradeció que el gélido viento cortase su cara, infligiéndole un dolor físico que conocía y podía considerar lógico y real. Cuando llegó a casa se preparó una tila, pues el nudo en su estómago le impedía probar bocado. Incapaz de mantener su mente alejada de los recientes acontecimientos, recurrió a sus viejos álbumes de fotos con la esperanza de recobrar la fuerza de la que hacía gala en Francia y que ahora parecía haberla abandonado. Aún vestida, se perdió entre aquellas instantáneas que durante años la habían definido; retratos de un amor que ya sólo existía en su pensamiento y en fotografías en blanco y negro. Acarició con la yema de sus dedos las imágenes borrosas, tratando de lidiar con el cúmulo de sentimientos contradictorios que la atormentaban. Nunca se había arrepentido de su elección, ni siquiera un segundo. Miguel le había dado una vida feliz y una familia, y llegado el momento estaba segura de que volvería a tomar las mismas decisiones. Pero Julia ya no era la misma y se resistía a creer que se merecía una segunda oportunidad. Ella, de entre todas las mujeres. Aunque se hizo esperar, la noche la encontró en su sillón, trayendo consigo la falsa promesa del olvido. En su sueño, se encontraba desnuda

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al borde de un alto acantilado frente al mar. El sol brillaba con fuerza en un cielo salpicado de gaviotas y la suave brisa marina golpeaba su cara con gentileza. Cerró los ojos. Sentía como un torrente de vida recorría acelerado cada fibra de su ser, desde los talones hasta la punta de sus dedos. Permaneció con los ojos cerrados unos minutos más, disfrutando del reencuentro consigo misma. Se apartó la melena morena de los hombros y reparó en sus manos, que volvían a ser jóvenes y delicadas. Impulsada por la energía proveniente de sus entrañas, saltó al vacío decidida, venciendo al vértigo que la paralizaba. Mientras descendía con gracia por el precipicio se sintió libre, olvidando los prejuicios con la certeza de que encontraría las respuestas que buscaba en las profundidades del mar. Sin embargo, momentos antes de alcanzar el agua, se despertó sobresaltada, derramando el resto de su tila sobre el álbum que todavía yacía en su regazo. Limpió el estropicio adormilada y miró la hora: las diez y veinte. El corazón le latía con fuerza mientras se debatía entre una vida de rutina y soledad y un futuro incierto, pero entonces el sueño de la noche anterior inclinó la balanza y Julia saltó al vacío una vez más. Tenía que intentarlo. Se dirigió a su habitación con la respiración acelerada. Abrió el armario de par en par y comenzó a acariciar lentamente las suaves telas con sus manos. Entendió que su luto ya había terminado, y, por primera vez en años, escogió un vestido verde esmeralda que colocó cuidadosamente sobre la cama, que aún permanecía hecha. Se quitó su vestido negro de forma casi ceremoniosa, y al hacerlo, sintió como un enorme peso se descargaba de sus hombros. No se miró al espejo antes de salir de casa, sabía que la imagen que reflejaba ya no se correspondía con su realidad. Los minutos seguían pasando. “No llegaré a tiempo. Alfonso no soportará otro rechazo”. Se dirigió a paso ligero hacia el mercado, preguntándose si él seguiría allí cuando ella llegara. Intentó pensar en las palabras que le diría cuando lo viese: se disculparía por lo ocurrido el día anterior y le diría la verdad, que su corazón había estado dividido desde el momento en que lo vio; que no podía devolverle el tiempo perdido ni relatarle cómo podría haber sido su juventud juntos, pero estaba dispuesta a pasar su vejez con él. Sin embargo, cuando Julia llegó a la puerta del mercado, no había rastro de Alfonso. Miró su reloj: las once y cuarto. Abatida, comprendió que no la había esperado, treinta y nueve años fueron demasiados y ella fue muy clara cuando se despidieron en la cafetería.

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La imagen de su nuevo mundo comenzaba a desmoronarse ante sus ojos sin que ella pudiese hacer nada para evitarlo. Volvió a buscarlo con su mirada entre la muchedumbre que salía y entraba del mercado de Atarazanas ajena a su agonía, pero no lo encontró. Sus temores se habían confirmado: era demasiado tarde y no tenía sentido intentarlo. Cuánta inmadurez denotaba al dejarse llevar por sus impulsos y pensar que podrían lograrlo. Se llevó la mano al colgante, sintiéndose estúpida y humillada en su vestido verde. De repente, volvió a oír su voz. —Has venido —dijo él con una sonrisa. —Alfonso… Pensé que te habías marchado. Sin pensarlo, Alfonso se acercó a Julia y la rodeó con sus brazos tal y como lo imaginó durante treinta y nueve años. Ella, que pensaba que sus labios ya habían olvidado cómo hacerlo, besó a Alfonso por primera vez, despertando pasiones que habían permanecido aletargadas durante demasiado tiempo. Se entregaron a ese beso que no los transportó al añorado pasado, sino que los invitaba a un futuro aún por escribir. —Te quiero —confesó Julia.

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QUERIDO LEONARD Gabriel Noguera Martín

Querido Leonard: La primera vez que oí tu nombre fue hace más de veinte años, cuando aún era un adolescente ignorante, en una canción de Nirvana. Give me a Leonard Cohen afterworld, pedía Kurt Cobain. Quién será este Leonard Cohen, me pregunté yo. Entonces no había internet en el que realizar una sencilla búsqueda para averiguarlo y mis padres tampoco te conocían, pues nunca prestaron demasiada atención a músicos extranjeros, exceptuando a los Beatles y a ABBA. Sin ninguna duda, el mundo parecía un lugar enorme y desconocido en Málaga a principios de los noventa. Sobre todo si eras un muchacho triste y solitario. Unos años después, ojeando en una librería, hallé un pequeño poemario de color negro titulado La energía de los esclavos. En la cubierta aparecía también tu nombre, que aún recordaba, y tu rostro, que veía por primera vez, enjuto y en blanco y negro, casi camuflado entre las sombras. Me llevé el libro a casa, por supuesto, y leerlo hizo que mi universo se expandiera de manera repentina. Podría decirse que tus palabras fueron mi Big Bang y a partir de ese momento ya nunca sería el mismo, aunque creo que entonces no me di cuenta de que se trataba de un instante fundacional de mi vida. Me impactó sobre todo un poema que decía así: «Muero / porque tú no has / muerto por mí, / y aun así / el mundo te ama. // Escribo esto porque sé / que tus besos / nacen ciegos / de las canciones que te emocionan. // No quiero que haya finalidad / en tu vida. / Quiero perderme entre / tus pensamientos, // igual que uno escucha a la ciudad de Nueva York / cuando se duerme». Internet era todavía un lugar en construcción, poco habitado y donde abundaban las avenidas vacías, pero de todos modos conseguí encontrar información sobre ti en Altavista o alguno de aquellos buscadores rudimentarios de los inicios de la red. Eras un cantante canadiense, pero antes habías sido poeta y novelista y lo último que se sabía de ti era que te habías retirado a vivir en un monasterio budista. No sé por qué, pero me pareció que lo más adecuado era introducirme en tus discos de manera cronológica,

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como si hubiera sido un joven en la década de los sesenta y no treinta años después. Comencé de inmediato la lenta tarea de descargar tus álbumes mediante Napster. Canción a canción, poco a poco a causa de las deficientes conexiones de la época. Tu primer disco llevaba el sencillo título de Songs of Leonard Cohen y la primera canción se llamaba Suzanne. En cuanto sonaron los acordes iniciales, esos acordes que me han acompañado toda mi vida, me vi llevado a la casa de Suzanne junto al río. Ella estaba medio loca, decías, pero por eso querías estar allí y te ofrecía té y naranjas que venían de China. Hablabas para mí. En Winter lady, en Hey, that’s no way to say goodbye, en One of us cannot be wrong (¿puede haber forma más poderosa de acabar un disco?). En So long, Marianne, por supuesto. Yo en aquella época creía haber encontrado a mi Marianne, con la diferencia importante de que ella no me hacía el menor caso a mí, pero no importaba: la sensación de ausencia sempiterna me ayudaba a sentirme identificado con tu despedida en forma de canción. ¿Pues qué era mi vida amorosa sino una constante despedida? Pero a través de la soledad y el tormento encontré tu voz y ya nunca me abandonaste. En los días oscuros tu música fue siempre la grieta por la que se coló la luz, como dirías tú. Con el paso de los años fui adquiriendo todos tus libros y discos. El juego favorito se convirtió en una de mis novelas predilectas y en numerosas ocasiones volví a pisar las calles de Montreal junto a Breavman y Krantz y las de Nueva York con Shell. Recuerdo que en el libro de poemas que equivocadamente tradujeron como La muerte de un mujeriego escribías una de las mejores declaraciones de amor que he leído nunca: «Exceptuando el miedo a perderla, no tengo ninguna queja». Quién no habrá sentido eso alguna vez. Sobre ti edifiqué mi religión. Siempre dije a la gente: yo sólo rezo a las mujeres y a Leonard Cohen. Y a todas las mujeres de mi vida intenté convertirlas a esta fe en ti, pero creo que nunca entendieron mi obsesión por la obra de un señor judío de Canadá. Pensaban, supongo, que yo estaba un poco loco, que no era para tanto. ¿Cómo hacerles comprender lo que significaban las eternas horas de soledad? ¿Cómo explicarles lo que habías hecho por mí? ¿Cómo encontrar las palabras adecuadas? Tendría que haber sido tú para lograrlo.

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En enero de 2008 anunciaste tu primera gira en quince años, una gira mundial. Yo tenía veintinueve años y amaba a otra mujer que no me correspondía. Me acordaba de un corto y jocoso poema tuyo en el que decías: Marita, / please find me. / I’m almost thirty. «Marita, por favor encuéntrame. Tengo casi treinta años». No dejaba de pensar que resulta adecuado que en inglés a las palabras thirty (treinta) y thirsty (sediento) sólo las separe una letra, pues yo me moría de sed de amor y vida mientras me consumía de soledad a orillas de la treintena. Pero de pronto la posibilidad de verte en concierto llenaba de ilusión mis días. Qué regalo para todos nosotros que abandonaras tu retiro, aunque tuviera que ser a costa de tus ahorros. Dicen algunos cristianos que en realidad Judas no fue más que el instrumento de Dios para que Cristo cumpliera su cometido de sacrificarse por los pecados del mundo. Me gusta pensar que tu agente nos hizo a todos un servicio similar al robarte todo tu dinero y obligarte a volver a dar conciertos, aunque seguro que tú no compartirías mi análisis. Diecinueve de julio de 2008. Justo dos meses antes de mi trigésimo cumpleaños. Los fieles aguardábamos junto a la puerta del recinto donde se celebraría tu concierto de Lisboa. Así empiezan las religiones, pensé. Con una peregrinación. Con una prueba de resistencia bajo el sol veraniego, también. Llegó un minibús y la gente saludó con gran revuelo a sus ocupantes. Yo les dije a mis amigos: «sólo son los músicos, qué reacción tan exagerada». Pero nada más terminar la frase vi que tú también nos saludabas desde uno de los asientos. Qué estúpido por mi parte, ¿cómo no ibas a ir con los músicos como uno más? Me levanté de un salto con una gran sonrisa bobalicona y agitando la mano como un demente. «Era Leonard Cohen», dije a mi amigo y su novia cuando el minibús se introdujo en el recinto vallado y desapareció de nuestra vista. «Era Leonard Cohen», repetí como si ellos no hubieran estado presentes, como si el momento hubiera sido sólo para mí. Recuerdo bien la carrera cuando abrieron las puertas, el ansia por alcanzar la primera fila, la suerte de lograrlo, el casi desfallecimiento por el calor y el esfuerzo físico, el apretar los dientes para no echar a perder lo logrado. No, llevaba años esperando este momento y no iba a permitir que mi cuerpo me traicionara ahora con algo tan prosaico como un golpe de calor. Cerré los ojos, bebí agua, me aferré a cada bocanada de aire y aguanté.

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El sol se escondía en el horizonte cuando apareciste en el escenario con una amplia sonrisa y tu coro de ángeles empezó a tararear. Dance me to the end of love. «Baila conmigo hasta el fin del amor». Qué aplauso atronador recorrió el público. Tres horas de gracia, elegancia y belleza nos concediste esa noche en la que vertimos lágrimas de felicidad. Señalabas la luna lisboeta mientras nos cantabas que eras nuestro hombre y una mujer del público respondió con espontaneidad: yes, you are. Nos guiabas con una señal en el cielo. Magic is alive, God is afoot, escribiste una vez. «La magia está viva, Dios está en marcha». Y Dios eras tú. En 2009 volví a acudir a tu llamamiento, esta vez en Granada, a mediados de septiembre. Había hablado con mi ex novia A. sobre ir juntos y compré para tal fin dos entradas, pero a la hora de la verdad se echó atrás y me dijo que aquello nunca había ido en serio, que ella lo que quería decir es que habría sido bonito ir juntos si las circunstancias hubieran sido otras, pero no lo eran. Como siempre, yo no entendía nada. Así que me vi con dos entradas para un concierto de Leonard Cohen y sin acompañante. Me gustaría decirte que supe resolver el problema como en alguna comedia romántica, pero te estaría mintiendo. Le propuse a B. ir juntos, pero ella tampoco podía. Probé con otras, hasta con L. Y con un buen amigo, pero también le era imposible. Al final fui solo, claro, con las dos entradas en el bolsillo. Sopesé la posibilidad de revenderla frente a la plaza de toros donde ibas a tocar, pero nunca he sabido muy bien cómo funcionan estas cosas. En El juego favorito, Lawrence Breavman le decía a una chica que quería acostarse con ella «porque una vez nos cogimos de la mano». Mis motivos para invitar a esas chicas eran parecidos, me temo. Porque una vez nos cogimos de la mano. No sé si muchas personas irán solas a los conciertos, pero quizá fuera mejor así. A fin de cuentas, era como volver a escucharte en la soledad de mi cuarto. Qué importaban las miles de personas que me rodeaban. En octubre de 2012 te vi por última vez. En Madrid. Entonces no lo sabíamos, pero era tu gira final. Esta vez, sin embargo, me acompañaba una chica que además me quería. Yo no sabía que tú y yo nos estábamos despidiendo, pero creo que ésta sí era una manera de decir adiós.

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Ahora pienso que era como si te estuviera diciendo: Mira, Leonard, lo he conseguido. Lo hemos conseguido. Y Sonia se emocionó tanto como yo. «Es el mejor concierto en el que he estado», me diría después. Gracias también por esto, Leonard. El año pasado, cuando falleció Marianne, tu amor de los tiempos de Hidra, me dije que era muy extraño que las musas fueran también mortales. Los medios publicaron que te habías despedido de ella en una emotiva carta en la que afirmabas que la seguirías pronto. Quise pensar que con «pronto» te referías a unos años, no a unos meses, pero poco después el New York Times publicó un artículo sobre ti en el que declarabas que estabas preparado para morir. Me negué a aceptarlo. Tú tenías que llegar a los ciento siete años de edad, como Roshi, tu maestro budista. El secreto tenía que estar en la meditación zen. Luego presentaste You want it darker, tu último álbum, y con tu estilo socarrón dijiste que habías exagerado con lo de que estabas preparado para morir. Que pensabas vivir para siempre, afirmación que despertó la risa de los periodistas. Siempre supiste ganarte al público. Nos engañaste a todos para que no sufriéramos. Y te creímos a pesar de tu aspecto frágil. ¿Qué había sido de aquel anciano jovial que no hacía tanto brincaba y danzaba por el escenario? ¿Cuándo te había alcanzado finalmente la vejez? Sí, quizá ya no pudieras dar conciertos, pero nos aseguraste que seguías trabajando. Habría nuevos poemas, nuevas canciones. Seguirías con nosotros mucho tiempo. El diez de noviembre de 2016 por la mañana tenía un mensaje de voz en el teléfono móvil. Me lo mandaba un amigo desde Colombia. Yo dormía y él leía que habías muerto. De inmediato lo comprobé en distintos medios digitales, como si buscara que el siguiente desmintiera a los anteriores. Miré por la ventana. La vida seguía como si nada aunque había muerto Leonard Cohen. Y repetí estas cuatro terribles palabras como si así pudiera deshacerlas: Ha muerto Leonard Cohen. No me avergüenza confesar que lloré. Lloré porque se me había ido un amigo muy querido. Intenté razonarlo, decirme que habías habitado el mundo ochenta y dos años y eso estaba muy bien. Pero no podía evitar sentir dolor. Love itself was gone, como cantabas tú.

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Magic is alive, God is afoot. Ya no sé si la magia está viva. Ahora que ya no estás. Nunca sabrás todo lo que hiciste por mí, las veces que me salvaste. Me enseñaste a ser elegante en la derrota. Me gustaba pensar que un día tendría la fortuna de conocerte y podría contarte la influencia decisiva que has ejercido en mi vida. Ya nunca podrá ser. Gracias por todo, Leonard. Por tu presencia constante. Por tu voz, por tus palabras. Hasta siempre, viejo amigo. Me quedo sobre todo con estos versos tuyos de La energía de los esclavos: «Tu belleza está en todas partes, / la que destilamos juntos / de los tiempos difíciles».

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ODÓN Y EVA José Luis Rosas Guerrero

Odón era jardinero del extenso territorio y cuidador de los animales, los cuales eran muy numerosos y lo mantenían ocupado todos los días menos el domingo, que era el día para rendir cuentas de lo hecho y para descansar, y esto y nada más era cuanto sabía y quería saber. Le bastaba para vivir y eso era bueno, y alababa a su Señor. Eva apareció una mañana durmiendo a su lado; ella podría ser lo que quisiera, si tuviera ganas o por lo menos recordara qué eran las ganas: no tenía ningún recuerdo de su vida, como si empezara aquella mañana en que despertó al lado de un hombre desconocido, con tan fuerte olor animal que al principio lo confundió con uno, así como por la melena enmarañada y por ir vestido con pieles. Solo recordaba un nombre: Eva. Supuso que sería el suyo; le daba igual, como si fuera otro. Apareció entre la bruma matinal caminando descalza y muy cansada, sin saber de dónde llegaba o cuánto habría caminado; lo que sabía era que se sintió atraída hacia esa pared infinita que recorrió por mucho tiempo hasta que halló una abertura que la invitaba como un hechizo y entró por aquel portón de hierro, única entrada de esa pared de tres metros de altura y tan larga que no se alcanzaba a ver dónde terminaba en la lejanía o si doblaba en ángulo. Ahora el portón estaba abierto para unos operarios uniformados de verde que sacaban cajas de plástico llenas de fruta y las depositaban en camiones y las reemplazaban por cajas vacías; las nasas tenían en un costado un logo de un ojo inscrito en un triángulo amarillo. Entró como si fuese invisible a los hombres y a pocos pasos encontró una choza minúscula hecha con materiales de la zona, más como protección del clima que como habitación, primitiva, sin puerta, y dentro ocupaba la mitad del espacio disponible un jergón aún tibio por el cuerpo de su ocupante, que ya había salido a trabajar en el jardín. Se acostó y durmió casi hasta el final de la tarde, cuando se despertó, se levantó y salió a por agua. Deambuló un tiempo y cuando sintió hambre levantó el brazo y cortó una fruta que comió con fruición, y luego otra distinta, y se sintió satisfecha, pero no sació su sed; un par de cervatillos pasaron mansamente

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delante de ella y los siguió; vio que iban a beber a un arroyo, donde se maravilló de la cantidad de animales distintos que abrevaban juntos en pacífica convivencia, tomó agua y se quedó embelesada de la belleza y la tranquilidad de la zona. Al rato, cuando comenzaba a oscurecer, volvió hasta el habitáculo; ya Odón ocupaba el jergón, durmiendo de lado hacia la pared de cañas, con el sueño lento del jornalero del campo; se acostó a su lado y se quedó nuevamente dormida sin sueños. Apenas clareó el hombre despertó y tomó agua de una calabaza seca partida que le servía de jarra. Miró con cierta curiosidad a la mujer que acababa de despertar y a su vez lo miraba asustada; se señaló el pecho con la mano. —Yo, Odón. —Sonrió satisfecho de sí mismo, al poder autonombrarse. —Eva. —Ella, que ni sonrió ni lo miró, tomó la calabaza y bebió hasta la última gota que quedaba; él la señaló a ella y luego su dedo indicó la dirección del arroyo. Ella entendió. A él no pareció importarle demasiado compartir su lecho ni la comida que abundaba, y tampoco dijo nada más porque era muy parco; la verdad es que Eva era el primer ser humano, además de los operarios, que él había visto y con el que había intercambiado esas dos palabras. Salió contento de sí y del mundo que le rodeaba. Eva, con la calabaza en las manos, tomó la dirección contraria y se encaminó al arroyo, confusa. El jardín era un rectángulo, una inmensa extensión de hectáreas de tierra fértil, sembrada de todos los árboles frutales y cuanta planta y arbusto hubiera sobre la faz de la tierra. El dueño de toda esa tierra era don Primitivo, un hombre que se había hecho a sí mismo, un autodidacta y exitoso inversor, pero su vocación real era la de botánico y zoólogo por convicción. Cuando cumplió los cincuenta años su fortuna no tenía límites. Se compró un mini país, un latifundio, su heredad, y con sus manos rompió terrones, desbrozó tierras y niveló terraplenes, y vio que era bueno lo que quería y comenzó a plantar y a traer desde todos los lugares del mundo

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vegetación, árboles y plantas florales, además de animales a los que dejaba en libertad para que pacieran o cazaran; era un plan evolutivo. Hasta que le sobrevinieron tres ataques al corazón, sucesivos y malignos, que lo dejaron imposibilitado físicamente, si bien no financieramente, y recostado en almohadones de pluma de oca cerró los ojos y comenzó a diseñar el Plan Maestro, su creación. No hacía caso a nadie en su abstracción, ni a médicos ni a enfermeras ni a quien le quisiera sacar de ese estado; pasaron unos días en que lo alimentaron por vía intravenosa e hidrataron por goteo. La enfermera que acudió a su lado contó que lo hizo porque oyó la risa del convaleciente, pero que cuando entró a la habitación, él reposaba con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica que le hacía brillar el rostro. Odón creció allí mismo, no conocía nada más que el trabajo de sol a sol y durante todas las estaciones; tal vez había otras extensiones, otros jardines además de esos terrenos que tan bien conocía, pero ese era su mundo y a él le bastaba; a veces levantaba la cabeza para enjugarse el sudor mientras cavaba zanjas o trasplantaba almácigos y daba gracias a su patrón. Su alimentación era mayormente vegetariana y la comía cruda por no usar fuego, que podía ser devastador si no tenía cuidado; no sembraba un huerto propio, ya que todos los frutos y las hortalizas estaban a la mano; no obstante, de vez en cuando incluía carne en su dieta. Era bajo, muy ancho y peludo, caminaba descalzo y vestía solo un taparrabos de piel; algunas veces, cuando el calor apretaba, haciendo cuenco con las manos, se rociaba con el agua del arroyo que, con sus compuertas y trampillas, regaba el jardín. Solo había dentro del parque un lugar vedado, vallado y cerrado para que no entraran los animales; un gran candado cerraba la verja, cuya llave colgaba del cuello de Odón: era como parte de su cuerpo, nunca se la quitaba, salvo para reemplazar el cordón que la sostenía. Dentro del vallado, don Primitivo tenía árboles frutales y plantas exóticas: mangos, papayas, maracuyás, lúcumas, lichis, tamarindos,

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durianes, rambutanes, pitahayas y tantos otros que los nombres se nos escapan. Además, don Primitivo era tan celoso de su orgullo que había prometido castigo al transgresor. Odón respetaba el acuerdo: entraba para cuidar, podar y extraer las frutas, que con delicadeza depositaba en cajas especiales de color cielo. Una noche, mientras Odón dormía, unos eficientes operarios conectaron cámaras y altavoces, con los que de vez en cuando desde su lecho de enfermo monitoreaba a través de ordenadores don Primitivo y le indicaba a Odón lo que quería; este miraba a todos lados, sin saber de dónde venían esas órdenes, pero él las cumplía. Odón tenía prohibido comer de esas frutas, su cometido era meterlas en cajas y apilarlas junto al portón de hierro; de las que crecían fuera sí podía consumir las que quisiera. Él se acostaba al anochecer y despertaba al clarear y las cajas estaban apiladas pero vacías, e iniciaba un nuevo día de recolección, así, sin preguntas, día tras día. Hasta que apareció Eva en su mundo Odón había empleado poco su voz, solo la necesitaba para arrear a los animales, calmarlos para que no peleasen o cuando se golpeaba. Los animales pastaban a su aire y eran controlados mediante la saca o la eliminación, en la que él no participaba; lo hacían para que su número no excediese la disponibilidad de pastos y se cumpliera la cadena alimentaria, depredadores y predados. Algunas veces encontraba al salir a trabajar, colgado de una percha, un cuarto trasero de un venado o de un cabrito o un costillar de algún animal mayor; al volver encendía una fogata con extrema precaución, los asaba y los comía con gusto: él no mataba. Después de ese primer amanecer con Eva, cuando se levantaba Odón cogía de un cuenco una manzana u otra fruta que ella recolectaba y salía de la cabaña. Era una rutina que se habían fabricado entre ambos y no se fastidiaban mutuamente, pero ella estaba aburrida de pasear todo el día, de esperar la noche sin otra ocupación que recoger agua del arroyo o recolectar alguna fruta que le llamase la atención; fue una mañana brillante, cuando Odón salió, que a ella se le ocurrió una idea, más por aburrimiento que por suspicacia.

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Eva lo siguió, no tenía nada más que hacer, también cogió una manzana del cuenco, la probó y era deliciosa: dulce, suave y con un aroma que mareaba, como también notó que mareaba el olor a sudor rancio de Odón desde lejos. En ese momento llegó al vallado, donde él estaba abriendo el candado, se acercó y quiso entrar; él, con la palma de la mano a la altura del pecho y con gesto adusto, la paró y cerró la verja tras de sí; se quedó por allí, comió algunas frutas, sesteó y jugó con algunos cervatillos. Odón salió cuando caía la tarde y sin decir palabra se dirigió a la cabaña; ella fue tras él, y al pasar junto al arroyo, donde había formada una poza natural, Eva se detuvo y lo llamó: —Eh, ven acá. —Odón se acercó; ella le señaló el agua, se desnudó y se lanzó en un clavado perfecto. Sacó la cabeza chorreando y lo llamó con la mano; Odón se tiró chapuceramente y estuvieron un rato retozando, hasta que Eva consideró que el tiempo de remojo era el justo. Salieron y se secaron con la brisa en el corto trecho a la cabaña. Se asustaron cuando una voz, salida como de todas partes, dijo: —Odón, veo que has conseguido una compañera, lo cual es justo porque no es bueno estar solo; en honor a esta relación, mata un cabrito que encontrarás entre la maleza, se ha roto una pata y no sobrevivirá; os lo podéis comer. Mis parabienes, creced y multiplicaos. Esa noche, Odón encendió el fuego en un sitio apropiado y luego acudió a ayudar a Eva, que no sabía cómo desollar el animal; lo preparó y ensartó en un palo, y pronto la barbacoa desprendía un humo que se elevaba al cielo, con un olor delicioso. Odón y Eva dieron gracias a la Voz por ese placer otorgado. Lo comieron con ganas. Después de la opípara cena se recostaron en la hierba y uno a otro señalaron las estrellas, las fugaces y las fijas, y se reían y estaban pasando un buen rato. Poco a poco Eva se acercó a Odón y este a ella, que estaba buscando con sus labios entre la barba una boca que también la buscaba, y cuando se encontraron se lamieron y jugaron a los besos y pasaron a otros juegos, y Odón, sin ninguna experiencia previa salvo sus instintos más recónditos, supo llevar ese momento hasta sus últimas consecuencias un par de veces. A Eva la satisfizo y ambos se descubrieron y vieron que eso era bueno. Durmieron al raso uno en brazos del otro.

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La rutina de Odón dictaba pasar la jornada dentro de la valla una vez por semana y los demás días por toda la finca, pero no era la de Eva y esta se aburría; trató de sembrar y rompía los esquejes, intentó regar y casi transforma el jardín en un arrozal. Estaba cansada de bañarse, de comer fruta, de sestear todo el día, de no hacer nada, ya hasta hacer el amor todas las noches se había convertido en parte de su tediosa jornada; comenzó a dar paseos alrededor de la verja a ver si reconocía alguna fruta, ninguna conocía y le intrigaba por estar cerrado, por lo que decidió preguntarle a Odón; sería en vano: sabía su nombre porque era una de las pocas palabras que le había dicho. Paseaba cuando se le ocurrió hacerle una broma: le quitaría la llave para ver su cara de espanto al no tenerla colgada del cuello… Mejor no, no jugaría con eso. Era una mañana soleada y decidió ir al estanque y bañarse largo rato; se dirigió hacia la poza, era una manera como cualquier otra de romper el hastío que día a día crecía en ella. Una vez al mes llegaba el ingeniero Ofilio. Eva se quedó con la boca abierta al verlo llegar a media mañana. Era ingeniero agropecuario: por ley y extensión, la finca debía contar con uno; se le veía elegante, muy bien vestido con vaqueros, camisa blanca y botas de media caña de trekking, y con una sonrisa deslumbrante. Él también quedó sorprendido al ver a esa belleza junto a Odón. Le preguntó su nombre y se presentó; él le preguntó de dónde había salido y qué hacía allí, ella no recordaba nada y cambió la conversación hacia él, que de buen grado le ofreció un sinfín de detalles de su vida. Ella estaba encantada de mantener un diálogo que no fuera a base de monosílabos o gruñidos guturales. Como era costumbre, Odón estaba trabajando desde muy temprano, pero esta vez el ingeniero no salió en su busca por el terreno, sino que se quedó haraganeando por el lugar y buscando conversación con Eva, que por contraste se sintió avergonzada de llevar harapos e ir descalza; el ingeniero no pareció notar su turbación y le ofreció café de un termo que llevaba y que a Eva le supo a cielo. Algunos recuerdos atascados en un embudo pugnaban por salir; el olor a tabaco la despertó de su ensimismamiento y coqueta pidió uno, le vino la tos al encenderlo y él le acarició

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la espalda como quien le daba golpecitos; al rato charlaban y reían como viejos amigos. Después del mediodía, él se tuvo que marchar. Las visitas de Ofilio se hicieron más frecuentes, comenzó a asistir una vez a la semana, terminaba rápido su trabajo y paseaba con Eva, a quien enseñaba los nombres de árboles y plantas. Ella notó que los ojos de él miraban de modo furtivo dentro del vallado; adoptando un aire conspirador le pidió que le contara qué le interesaba dentro, dándose aires de que ella sí lo conocía. Ofilio miró a todos lados y llevándola bajo una sombra le confesó: —Estoy preocupado porque ahí dentro no tengo jurisdicción, no hay control fitosanitario y las frutas pueden estar contaminadas, y las venden al público. —Yo te puedo conseguir la llave. —Ofilio la miró asombrado y ella sonrió, y ahí, bajo esa enramada, hicieron planes: la próxima vez que él volviese, ella la tendría. Le hizo jurar que no se lo diría a nadie, que sería su secreto. Durante sus paseos diarios, ella se había dado cuenta de que, cuando llegaba a un campo específico con un mar de flores que se movían al impulso del viento, siempre se quedaba dormida por horas ahí mismo; lo consultó con Ofilio y este le habló de las adormideras, se quedó pensativo y luego le dijo lo que tenía que hacer. Eva le dio a Odón una infusión de plantas serenadas al levantarse y este se la tomó: no cuidaba mucho su ingesta; ella lo siguió por unos cientos de metros, él se metió bajo una enramada y se recostó. Eva se sentó sobre un tocón de árbol; una hora después se acercó y, sin importarle los ronquidos, con gran cuidado le desató el cordón y regresó al claro donde estaba Ofilio. Con la llave entraron los dos dentro del vallado, de inmediato él sacó unos envases y comenzó a llenarlos de muestras mientras ella paseaba entre los árboles; tocaba la fruta, pero no le apetecía, recordaba la advertencia: podía estar contaminada. Rato después, ella se acercó de puntillas; ya Odón no roncaba; rodeó con sus brazos el cuello y él se movió; comenzó a anudar el cordón. — ¿Qué pasa, qué haces? —Eva abrió los brazos y se echó para atrás.

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—Te vi acostado y pensé que te habías caído y hecho daño, solo quería abrazarte. —Él se tocó la llave. —Estoy bien, solo algo mareado, voy a la cabaña a acostarme. —Eva lo vio marchar y pensó que había podido anudarla por muy poco. Esa noche los despertaron ruidos y voces, luces que se movían, y agitados salieron fuera: las potentes luces de reflectores les cegaron; al rato pudieron ver que entraban máquinas bulldozer, excavadoras, coches de policía, y en medio de todo ello estaba Ofilio. Odón se le acercó. Este le mostró un edicto mediante el cual, por motivos de salubridad pública y debido a la contaminación por no fumigar y tener insectos y parásitos, el sitio sería arrasado.

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Al llegar a la calle, Odón se detuvo, levantó la cabeza y miró a ambos lados: todo le era extraño, no conocía nada; miró a Eva. — ¿A dónde iremos? —Tú a la izquierda y yo a la derecha. —Y echó a caminar. Más adelante la esperaba una camioneta con Ofilio al volante. Eva aún no lo sabía, pero en su vientre llevaba germinados un par de mellizos.

Varios días con sus noches les llevó hacerlo; al amanecer del último ya era una tierra llana con una reja por tres de sus lados. Odón se sentó sobre la tierra, con las manos sostenía su cabeza. Eva estaba parada a su lado mirando el desastre. Algunos animales les miraban desde lejos. El resto del terreno seguía igual que siempre. Una voz atronó el espacio: —Odón, traicionaste mi confianza, la mujer a tu lado es la culpable; tenías dicho que era terreno prohibido, os tenéis que ir ambos, no os quiero ver más aquí. —Señor, ¿dónde iremos? —Yo te crie, te saqué del barro donde te encontrabas, te enseñé todo lo que sabes y me aseguré de que tuvieras casa y comida, y a cambio solo te pedí un poco de respeto que has traicionado, ya no me sirves; ahora sal al mundo y gana tu sustento con el sudor de tu frente, al igual que tu comida y tu techo, tú y tu descendencia; váyanse ya, ahora. Odón y Eva fueron a la cabaña, se vistieron con ropa que Ofilio les había dejado con buen tino sobre el jergón, recogieron un par de cosas y se dirigieron sin mirar atrás al lugar por donde habían salido las máquinas: el portón estaba destrozado y las hojas pendían de los goznes; pasaron sin mirarlo. Odón llevaba la cabeza baja, Eva miraba hacia fuera.

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Edita: Excmo. Ayuntamiento de Málaga. Red de Bibliotecas Públicas Municipales. Maquetación: Cuatrocento Imprime: Gráficas Urania D.L. MA 601-2017


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