Relatos premiados. XIV Certamen de Declaraciones de Amor "Dime que me quieres" (2014)

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S E R E I U Q E M E DE AMOR

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RED DE BIBLIOTECAS PÚBLICAS MUNICIPALES DE MÁLAGA



Relatos premiados en el

Xiv Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2014

RED DE BIBLIOTECAS PÚBLICAS MUNICIPALES DE MÁLAGA



xiv Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2014

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omo Teniente de Alcalde Delegado de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, siempre resulta grato presentar una publicación como esta, producto final de un proceso en el que intervienen la creatividad y el buen hacer literario y que culmina con la edición de estos diez relatos de amor que estamos seguros disfrutarán los “amantes” del género. La Red de Bibliotecas Municipales del Área de Cultura convoca este Certamen de Declaraciones de amor “Dime que me quieres”, con el convencimiento de que cada año cobra mayor respaldo y participación. En esta edición la participación malagueña ha sido notable, como pone de manifiesto el fallo del Jurado que ha estado compuesto por la Doctora de Filología Española Amparo Quiles y los escritores José Antonio Garriga Vela y Pablo Aranda, a quienes expreso mi agradecimiento por su entusiasta labor. Y para los ganadores, finalistas y participantes en este “romántico” certamen vaya mi enhorabuena. A todos animo a seguir participando en próximas ediciones. Damián Caneda Morales

Teniente de Alcalde Delegado de Cultura Ayuntamiento de Málaga

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Índice

PREMIADOS

Primer Premio

El cofre del hombre muerto . . . . . . . . . . . . . 9 Pedro Rojano Rincón de la Victoria, Málaga Segundo Premio

La última vez que vi a Petra . . . . . . . . . . . . 23 Rocío Lerma Sánchez Madrid Tercer Premio

Pablo (masculino y singular) . . . . . . . . . . . . 35 Lola Clavero Toledo Málaga

finalistas

El hilo rojo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 José Luis Aguilera Luna Ronda

Jorge. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Liliana del Carmen Islas Luz Málaga

Cena conmigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 Daniel Martín Vegas Málaga

Volver a bailar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Isabel Mª Merino González Málaga

A la velocidad de la luz. . . . . . . . . . . . . . . . 83 Dolores Pérez González Málaga

Año Cero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 Salvador Rivas Gálvez Antequera, Málaga

De Julia para C. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Justo Sánchez García Valladolid 5



IO M E R P R PRIME

El cofre del hombre muerto Pedro Rojano RINCÓN DE LA VICTORIA, MÁLAGA



xiv Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2014

El cofre del hombre muerto Pedro Rojano

John siempre mostró hacia mí la mayor amabilidad. Siempre fue dulce conmigo, me trató con delicadeza. Eso formaba parte de su problema. J. M. Coetze, Verano

Recordar es volver a vivir lo que perdimos.

Onofre Rojano, La memoria que vuelve

A Manuel le gusta vivir como si fuera otro, sentarse junto a la ventana y contemplar la calle desde arriba. Hoy hace terral. El aire viciado por el tráfico y los humos de Carretera de Cádiz penetra por el cierre de aluminio meciendo las cortinas, y es como si el verano penara por el pasillo como una santa compaña. A Manuel le gusta el sonido del tráfico. Le recuerda otras épocas, de trabajo, de prisas, y también de amores fugaces y arrepentimiento. Ya no queda nada de lo que arrepentirse si no es de no haber vivido más, de no haber saltado desde el quinto piso y haberse estrellado contra la feliz arquitectura de lo efímero. El café ya está listo. Esta mañana, su hija le ha regalado una de esas cafeteras modernas que, al introducir cápsulas de colores chillones, escupen café con aromas de lugares a los que nunca irá. Manuel prefiere la antigua cafetera que utilizaba Miriam y que él nunca usó hasta la primera noche en que ella faltó. De repente supo tomar la medida, calentar el agua, esperar el tiempo necesario y no echarle azúcar, tal y como le imponía Miriam. A ella nunca le gustó lo dulce, y ahora él ya no puede soportarlo. Con cada regalo, su hija se empeña en convertirle en un abuelo moderno, uno de esos que salen 9


Primer Premio

EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO Pedro Rojano

en las revistas con la sonrisa estúpida de mono de zoológico, y que asombran al mundo porque saben navegar en internet, mandar correos electrónicos o descargarse una maldita película en blanco y negro pasada de moda. Él la soporta con estoicismo de abuelo, aguanta su insistencia para que se vaya a vivir con ellos, escucha las interminables instrucciones del artilugio y asiente abriendo bien los ojos para simular un poco de interés. Cuando se marcha su hija, Manuel deja que el silencio airee las consignas, luego se levanta con parsimonia reumática, coge el nuevo aparatejo y lo lleva al armario donde guarda el vestuario de Miriam. A ella siempre le gustó aparentar ser moderna, está bien que ahora disfrute de la tecnología. A Manuel le gusta escribir novelas, novelas de otros. Por las tardes se sienta junto a la ventana y, en una libreta de anillas, copia párrafos de novelas que leyó hace años. Es un ejercicio de memoria, dice, porque al copiar las frases, regresan los personajes, los espacios, las tramas, y no sólo eso, también retornan los momentos de su vida asociados a esas novelas. A Miriam nunca le gustó esa afición suya. — ¿De qué te sirve escribir lo que ya está escrito?, ¿acaso alguien va a leerlo? El no parecía oírla, alternaba la vista entre el libro y la libreta. Eso la irritaba aún más. Él lo sabía. Miriam dejaba aquello que trajinara y le arrancaba la libreta de las manos. —Por hoy ya está bien —decía. Aunque el calor es sofocante, a Manuel no parece importarle. Mientras busca un libro en la estantería del mueble, se seca la frente con su pañuelo planchado. LA ISLA DEL TESORO Hoy ha elegido la novela de Stevenson. Tiene una edición ilustrada bastante deslucida con la portada mutilada desde hace años. La localiza con rapidez porque, aunque se ha borrado el título del lomo, él la conoce. Más bien se conocen los dos, como un par de antiguos amigos que pueden pasear juntos sin recelo al silencio. Manuel lo atesora entre sus manos y lo lleva hasta la mesa donde antes colocó la libreta y el bolígrafo. Con una letra grande y temblorosa escribe el título en el centro de la primera hoja, después se moja 10


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la yema del dedo y pasa la página. Abre el libro al azar acariciando el tacto rasposo de las hojas, vuelve a tomar el bolígrafo y escribe: Me hallaba, a mi entender, atrapado por ambos lados; a mis espaldas los asesinos, y ante mí esa misteriosa criatura que me acechaba. E inmediatamente preferí enfrentarme a los peligros ya conocidos que a aquellos desconocidos. Cada vez le cuesta más igualar la inclinación de las letras, la firmeza de los trazos. Desvía la mirada hacia la ventana secándose de nuevo con el pañuelo. “Demasiado calor este año”, piensa. “Mucho más que el año pasado”. Las imágenes ya pueblan su cabeza y no piensan marcharse por mucho que haya dejado de copiar. Se aventuró con la Isla del Tesoro en el verano del cincuenta y dos. El andaba por los trece y era el mejor defensa de Segalerva. Jugaban a medio día en el campo de futbol que se extendía junto al cuartel de la Guardia Civil. A esa hora hacía mucho calor, pero a los muchachos se les olvida cuando se trata de correr tras un balón. Sin camisetas, dejaban que el sudor los tiñese de brillo y esfuerzo. Irene se sentaba detrás de una de las porterías. Les miraba mientras se cepillaba su pelo largo y obsesivamente liso. Manuel no sabía si ella estaba allí para mirarle driblar el peligro de gol o para que él la viese cepillarse el pelo. Tanto si era por él o por su pelo, Manuel deseaba que estuviese allí, aunque nunca la miraba por temor a que ella pensase que la estaba mirando. En la calle ya no corretean los muchachos. Ahora andan metidos en sus casas, idiotizados con pantallas que simulan que corren tras un balón. Todo es estúpido. Quizás en eso sí tenía razón Miriam: “La gente se ha vuelto tonta, y tú el primero…”, y luego decía aquello de…” ¡Qué mala suerte tuviste, Miriam!” Al principio era algo que a Manuel le encrespaba. No toda la culpa había sido suya. Pero a medida que pasaron los años se acostumbró a esa letanía de reproches, de impertinencias, amagos de crisis, o riñas por el desorden, o porque le habían estropeado el pelo en la peluquería, o porque se le habían colado en el puesto de la fruta. A Manuel dejaron de importarle las salidas de tono de Miriam y las aceptó con igual sumisión que cuando tuvo que decir “sí quiero” frente al párroco de San Pedro. Ante aquel error 11


Primer Premio

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no había otro remedio que aceptar el castigo y procurar adaptarse. Y así lo hizo. Así lo ha hecho irremediablemente durante toda su vida. Es una actitud innata en él, nada puede hacerse, ni siquiera cuando murió Miriam. Aquella mañana de funeral, a pesar de la encapotada tristeza que se apoderó de él, Manuel supo restarle importancia. Sabía que aquello pasaría, “es cuestión de acostumbrarse”, pensó. El crepúsculo se retrasa en los días de terral. Un auténtico despilfarro de luz y aire que enciende de hogueras la ciudad. Una ciudad adormecida y perezosa en verano, de playas incandescentes y olor a aceite refrito. Manuel recuerda sus tardes en la playa de La Misericordia. Zambullirse de golpe, nadar hasta dejar de hacer pie y desprenderse del bañador para ondearlo al viento como un trofeo. El trofeo al más atrevido. Irene sonreía desde la orilla, se tapaba los ojos cuando veía aparecer el bañador por encima del agua y cómicamente le hacía aspavientos para que recuperara la cordura. A él le encantaba verla mover los brazos de aquella forma exagerada, no le importaba cuantas veces lo hiciera, verla mover los brazos arriba y abajo como los molinos de Don Quijote. Tenían diecisiete años y todo el mar por delante. Quince hombres sobre el cofre del hombre muerto… ¡Jo, jo, jo y una botella de ron! Una ráfaga de viento caliente revolotea las páginas del libro, dejándolo abierto por una de las ilustraciones. Manuel repara en ella divertido; un enorme lienzo negro sobre el que está pintada una calavera con dos huesos cruzados. Con la mano se tapa el ojo derecho y observa la salita; parece diferente. Es como si la viera por primera vez, como si desde ese ojo de buey, las cosas que jamás han cambiado le jugasen una pesada broma. A su mente regresan aquellas cartas, aquella letra esbelta y bien alineada que guardaba la misma distancia de renglón a renglón. Recuerda el lugar donde permanecen escondidas, a salvo de la obsesión por la limpieza de Miriam. Ya cesó el peligro para ellas, pero Manuel sabe que ahora se han convertido en un auténtico abismo. Un acantilado demasiado picado para asomarse. Aparta la mano del ojo y vuelve a posar la vista sobre la Isla del Tesoro. Escribe: 12


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Así que me detuve y si la fortuna no me hubiera favorecido de nuevo hubiera debido abandonar mis planes. El viento ligero que soplaba del sudeste y del sur había cambiado al anochecer a sudoeste. Mientras meditaba, una ráfaga impulsó la Hispaniola a favor de la corriente y con gran alegría note que se aflojaba el cabo… Fueron muchas las veces en las que Irene le besó en los labios, pero ninguna como aquella vez en las Acacias. Habían pasado la tarde bañándose frente a las barcas varadas en la arena. Al caer la luz, se refugiaron del relente bajo el lomo astillado de una de aquellas barcas. Irene encendió una vela que había traído en la bolsa junto a su ropa, y en aquella claridad barnizada de azul, Manuel se prendó de sus rasgos suaves y de su erizada piel. La oscilante luz le hacía parecer como surgida de un encantamiento, y Manuel imaginó que así deberían ser las sirenas que avistaron los habitantes de Ítaca. Creyó estar soñando y no dijo nada: en los sueños no se habla. Irene acercó su boca a la suya y él dejó que el mar le rozase con su lengua con sabor a algas. Fue una noche sin estrellas, de besos y caricias que le atraparon como las gruesas redes que alfombraban la arena. Por la mañana ella se había ido y ya nunca volvió a verla. Comencé a recordar cuanto había oído acerca de los caníbales. Estuve a punto de gritar para pedir auxilio. De todas formas me quedé quieto, tratando de pensar en alguna manera de huir y mientras cavilaba me vino a la memoria el recuerdo de mi pistola. Manuel cierra el libro de golpe. Aquella parte de la historia siempre le ha parecido falsa. A decir verdad siempre se ha sentido identificado con Jim Hawkins, pero al llegar a este punto todo se desmorona con la fragilidad de un rimero de hojas secas. Ha comenzado a oscurecer y apenas tiene luz para seguir con su inútil tarea. Su hija le ha dejado una cazuela de puchero sobre la encimera. Solo tiene que calentarlo en el microondas, el único aparato que ha adoptado tras la muerte de su mujer. Irene se marchó a vivir a otra ciudad. Sus padres la enviaron a un internado en el pueblo de su familia, un pueblo demasiado al norte. Ella le escribió antes 13


Primer Premio

EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO Pedro Rojano

de marcharse. En aquella carta le dijo que le escribiría todas las semanas, le dijo que la marea aún rumoreaba en su oído como en una caracola, le dijo que se llevaría consigo el olor de las redes, que soñaría con él todas las noches, que dormiría anhelando tenerlo de nuevo entre sus brazos. Todo eso le dijo en una carta con una letra esbelta y bien alineada que rompió de rabia. El arrebato le hizo perder cierta perspectiva, pero al cabo del tiempo lo aceptó con fingido aguante, como se asumen las malas noticias. Ella siguió escribiendo, todos los meses. Manuel jamás se atrevió a responderle por pánico a no encontrar las palabras, por eso utilizó los textos de otros. Le enviaba trozos de novelas copiadas por él en papel de carta. Novelas escogidas al azar, como si la fortuna fuese a reunirlos de nuevo, como si su reencuentro dependiese de la literatura. Igual que se habían escrito novelas románticas, pensó, ¿por qué el azar no habría de encontrar las palabras para hacerla volver? Irene no regresó y apareció Miriam. Era una chica aplicada y frágil. Tenía los ojos negros como pozos y sabía llevar una casa, como dijo su madre. Él comenzaba a echar horas en la zapatería de un amigo de su padre, y con lo que ganaba, además de ayudar en casa, le alcanzaba para invitar a alguna chica al cine. Quizás fue una de aquellas tardes de terral, ya no lo recuerda. Con el terral la gente se trastorna un poco y se comportan de una forma irreal, como si todo el entorno formara parte de alguna pesadilla. El Goya era un cine con las butacas de madera y el suelo alfombrado de cáscaras de pipas. Esa mañana había recibido carta del norte. Irene se empeñaba en mantenerlo vivo en sus sueños, y toda aquella literatura prestada no había hecho sino alimentar la herida. Manuel no pudo soportar el calor, por la noche llegó a su casa con el pantalón moteado de cáscaras de pipas y una mirada distraída y ausente. A los dos meses se destapó el embarazo de Miriam y ya no hubo marcha atrás. Menos uno todos la diñaron, y eran setenta y cinco cuando zarparon Su hija ha heredado la receta del puchero de Miriam. Es una suerte, piensa Manuel mientras se lleva a la boca la última cucharada del plato. Miriam fue una buena cocinera, y una buena esposa, pero él nunca la amó. Y de alguna 14


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manera esa actitud debió influir en su amargado carácter, en su empeño por reñirle e incordiarle. Manuel no le culpa, y el recuerdo de su mujer se va suavizando con el paso de los días. El tiempo erosiona las aristas y allana desniveles. Ahora que ya no está, Manuel la recuerda con cierta nostalgia, con la misma consideración que se otorgan los compañeros de celda. Eso le conmueve. Es algo que respeta profundamente y que la mantiene viva en su memoria. Por eso no puede librarse de sus cosas y aún le guarda su mitad de la cama. El libro le espera sobre la mesa junto al cierre de aluminio. Manuel no tiene sueño. Los viejos duermen sobre todo durante el día, es como si la oscuridad de la noche evocase una metáfora demasiado pesada que sobrellevar. En la calle ya ha caído el sol, y las luces de los bares y terrazas iluminan el bochorno de la madrugada. Manuel enciende el flexo y continúa un poco más con la copia del texto: Me hallaba solo a bordo del barco y la marea acababa de cambiar. Faltaba tan poco para que el sol se pusiera que ya la sombra de los pinos de la costa occidental se extendía sobre el fondeadero y dibujaba formas sobre la cubierta. Recibió la última carta de Irene en el mes de junio de 1958. Lo recuerda con claridad porque coincide con el nacimiento de su hija. No hubo en ella despedida ni nada que lo indicase. Pareció ese punto y seguido del que aún se espera mucho más. Pero Irene no volvió a escribir. Su rastro desapareció y sus cartas se cubrieron de olvido en una caja de zapatos al fondo de una estantería. Manuel siguió enviándole copias de novelas. Para él se había convertido en un hábito irrenunciable; algo que le mantenía aferrado al verdadero amor, aunque fuese a través de las palabras de grandes novelistas, aunque fuese a través de la vida de otros, de besos y caricias prestados. Manuel no recibió jamás ni una carta devuelta, ningún aviso de correos indicándole que su destinatario rehusaba su correspondencia, y para él aquello significaba un mensaje definido, una sutil declaración. Sus cartas se convirtieron desde aquel instante en el mensaje lanzado al mar desde una isla: una auténtica isla del tesoro cuyo único náufrago era él, como aquel solitario Ben Gunn de Stevenson. 15


Primer Premio

EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO Pedro Rojano

A pesar de sus heridas, era extraordinaria la agilidad con la que era capaz de moverse, con la cabellera enmarañada frente a su rostro y su propia cara colorada como la roja insignia de su odio y de su rabia. Por la mañana el levante agita el mar y la brisa fresca vuelve a circular por las calles derrocando al poderoso terral que huye hacia África. La ciudad, aliviada por la tregua del verano, retoma su rutina con renovado colorido de turquesas y platinos, de verdes y morados. La hija de Manuel llega temprano a la casa y descubre al padre recostado en el sofá, el flexo encendido y decenas de cartas desparramadas sobre su regazo junto a una vieja y polvorienta caja de zapatos. Algunos de los folios yacen fuera de sus sobres. Son folios amarilleados por el tiempo, con una letra esbelta y bien alineada. La hija apaga el flexo y atusa con una caricia la rala cabellera de su padre. Se sienta a su lado y suspira con una mezcla de resignación e impotencia ante la tozudez de su padre por continuar viviendo solo. Le mira, dibuja una sonrisa y menea la cabeza admitiendo que esa testarudez también vive dentro de ella. Es su hija, no hay duda. Al fin y al cabo no son tan diferentes. Desvía la mirada hacia las cartas, toma una de ellas y se acerca al balcón para tener mejor luz. 29 de junio de 1958 ¡Querido Manuel! Me alegra tanto recibir tus cartas. Aunque nunca me hablas de ti, de alguna forma he aprendido a leer entre líneas y puedo intuir tantas cosas… Si he de serte sincera, al principio me sentí frustrada por no conocer tus sentimientos a través de tus propias palabras, pero poco a poco he comprendido que al combinar los textos de los clásicos, utilizas la literatura para hablar a través de ella. Lo acepto, y por nada del mundo quisiera que te rindieras. A pesar de la distancia, seguiremos unidos por las palabras de grandes autores, y de esa forma, lograrás que nuestro amor, como los grandes clásicos, sea eterno. Las frases escogidas de Sentido y Sensibilidad fueron tan sugerentes que una vez que leí tu carta corrí a la biblioteca para sacarlo prestado. Lo he leído sin descanso durante varias noches, y me he emocionado, 16


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y he llorado, y he reído, y he pensado mucho en ti. Te he identificado con ese triste personaje de Willoughby, preso de su responsabilidad. A veces las circunstancias impiden el verdadero amor. Me encanta haberte amado desde los ojos de Marianne, y sufrir de rabia como ella, pero he comprendido. ¡Sé cuánto me amas, a pesar de todo! Yo te querré siempre, Manuel. Ya te perdoné. Irene. Manuel abre los ojos tímidamente. El sueño y el frío le han entumecido los músculos y es incapaz de moverlos. La luz entra por sus ojos como timbales y aún no es capaz de localizarse. De repente siente el tacto tibio de una mano sobre las suyas. Mira hacia un lado y se encuentra con la mirada compasiva de su hija. Ahora le espera la riña. — ¿Volviste a verla? Manuel se rebulle confundido en el sillón y descubre todas aquellas cartas desparramadas por el sofá y la alfombra. — ¿De qué me hablas?, ¿cuándo has llegado? —Te hablo de esa mujer, Irene. Debes llevar toda la noche releyendo sus cartas. — ¡Ah, eso! Manuel comienza a recoger cuidadosamente los sobres y a guardarlos en la caja. Su hija le ayuda con aquellos que se han caído en la alfombra. Lo hacen con la lenta dulzura que une al padre con la hija. — ¿La amaste mucho? A Manuel le incomoda hablar de amor, es una palabra sepultada hace años. No está bien desenterrar a los muertos y menos aún si se trata de palabras. Termina de recoger el último sobre y coloca la tapa sobre la caja. Los ojos de su hija aún esperan la respuesta. —Solo son historias de juventud. Historias olvidadas. —Ahora entiendo todos aquellos libros que nos leías, esa afición tuya por copiar los textos de las novelas. —No busques significados donde no los hay. — ¡Pero ya qué importa, papá!—protesta divertida la hija. 17


Primer Premio

EL COFRE DEL HOMBRE MUERTO Pedro Rojano

—Por eso, porque ya no importa. Su hija le da una palmada en el muslo. —Hoy te vas a librar de la riña, pero vete haciendo a la idea de venirte a casa el fin de semana. A ver si te vas acostumbrando a vivir con nosotros. No soporto verte vivir tan solo. —No estoy solo. Tengo los libros. —Los libros… es verdad. Mamá siempre tuvo celos de los libros. Ahora veo que tenía sus razones —dice la hija levantándose y dirigiéndose a la cocina—. ¡Vamos!, lávate un poco que voy a prepararte un café. Manuel acaricia la parte superior de la caja y se levanta con dificultad ayudándose con los reposabrazos. Luego se inclina hacia la caja y la agarra con las dos manos. Al llegar a la cocina, mientras su hija está colocando la cafetera en el fuego, Manuel tira la caja al cubo de la basura. — ¿Pero qué haces? —protesta la hija recuperando la caja del cubo y colocándola sobre la encimera—, es parte de tu vida. Anda, siéntate que voy a prepararte unas tostadas. Después veremos qué hacemos con esto. Manuel se deja llevar, como siempre lo ha hecho a lo largo de su vida, es algo que sabe hacer bien: Vivir como si fuera otro. Probablemente ha llegado el momento de cambiar, pero no lo hará. Se adaptará de nuevo a los tiempos. Se marchará a vivir con su hija y su yerno sin perder la compañía de sus novelas. Al terminar el desayuno su hija se marcha con la firme disposición, en contra de la opinión de Manuel, de averiguar qué fue de aquella Irene de la letra esbelta y bien alineada. Manuel no puede oponerse más de lo que lo ha hecho. Se resigna una vez más y acude a sentarse junto al cierre de aluminio para contemplar el verano a través de la ventana. Sigue haciendo calor, aunque menos. Manuel está seguro de que su hija no encontrará a Irene. La mujer a la que amó ya no existe. Se ha convertido en un personaje más, como Ana Karenina o Madame Bovary, y al igual que ellas únicamente sobrevive impregnada de tinta sobre el recuerdo, escondida tras las novelas que él ama, aquellas que atesora en su propia isla y cuyos finales ya están escritos. Manuel abre el ventanal y otea el horizonte. Unas sábanas se agitan sobre la azotea vecina. Imagina que son las velas de un bergantín a punto de zarpar, y como si fuera un marinero a horcajadas sobre el trinquete, trata de calibrar la velocidad del viento y el estado de la mar. En la mesa aguardan la libreta y 18


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el libro de Stevenson a la espera de sus órdenes. Se sienta, agarra con mano trémula el bolígrafo y escribe: Aquello fue lo último que hicimos antes de dejar la isla. Una espléndida mañana levamos anclas y ya casi sólo nos quedaban fuerzas para ello, y salimos de la Ensenada Norte ondeando la misma bandera que el capitán había izado bajo la que habíamos combatido en la empalizada.

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SE

O I M E R P GUNDO

La última vez que vi a Petra Rocío Lerma Sánchez MADRID



xiv Certamen de Declaraciones de Amor Dime que me quieres 2014

La última vez que vi a Petra Rocío Lerma Sánchez

­ Señores miembros del jurado, se les ha encomendado la complicada misión de – expresar un veredicto. ¿Prestan juramento de hacerlo con sinceridad absoluta y de acuerdo a sus convicciones, según los testimonios que se recaben en esta sala? Si es así, pueden tomar asiento. Lamentablemente, solo tenemos aquí a una de las partes en conflicto, el señor Händler. La otra parte se encuentra desaparecida, supuestamente, en compañía del barco del señor Händler. Como ya saben ustedes, éste ha interpuesto una denuncia debido a la desaparición de su propiedad. Pasemos, sin más dilaciones, a escuchar las declaraciones para que, ustedes, queridísimos miembros del jurado, tengan una visión más clara de los hechos. Que pase a declarar el primer testigo presencial, el dueño del barco desaparecido. Señor Händler, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? —Sí, lo juro. —De acuerdo, siéntese por favor. ¿Podría explicar a los miembros del jurado cómo conoció a Petra? —Sí, fue exactamente el ocho de abril de hace dos años. Serían en torno a las diez de la mañana y yo me encontraba limpiando mi barco de recreo en el lago de Münster. Quería tenerlo a punto para el comienzo de la temporada de navegación y siempre lo abrillanto para que sea el más reluciente del lago. —Muy bien señor Händler, díganos: ¿qué estaba haciendo Petra aquel día? — Nadaba. Me acuerdo que la estuve observando porque nunca la había visto antes o, al menos, nunca había notado su presencia. —¿Y qué impresión le causó? —Me pareció realmente hermosa. Recuerdo que me llamó la atención lo 23


Segundo Premio

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mucho que la luz de la mañana brillaba sobre ella. ¡Quién hubiera pensado entonces que era una arpía! — Señor Händler, limítese a responder a las preguntas. Por favor, cuente a los miembros del jurado si notó algo raro en la actitud o el comportamiento de Petra. —Disculpe señor juez. Al principio no noté nada raro, todo me pareció normal. Ella se bañaba en el lago y yo desataba mi barco del remolque para ponerlo a flote. El caso es que todo parecía normal hasta que quité cuidadosamente la lona que lo cubría. Entonces, ella se acercó y empezó a nadar en círculos alrededor nuestro. —¿Qué hizo usted? —No hice nada en ese momento porque me sentí del todo intimidado por su atrevimiento. Nadaba alrededor del barco como si yo no estuviera allí. Pensé que era como un juego y, aunque no me gustan nada los juegos, concluí que lo mejor era no dar ninguna importancia al caso. Me equivocaba, porque no era un juego, ella lo tenía todo bien calculado desde el principio. En cuanto vio mi barco, ya no se quiso separar ni un solo momento de él. Y, a la mañana siguiente, cuando volví al lugar donde lo tenía amarrado, ella seguía allí, tomando el sol con total desvergüenza junto a mi pedaló. —¿Y tomó alguna medida? —¡Por supuesto! Aquel día navegué el lago en todas direcciones para cansarla y perderla de vista. Incluso la grité y le lancé chorros de agua. Quería darle a entender que su presencia no era grata pero ella no parecía darse por aludida. Era una excelente nadadora y se mantuvo pegada a la popa todo el tiempo. ¡Nadaba con total descaro detrás de mi barca! —Las aguas del lago son públicas, Petra no cometía ningún delito por permanecer detrás de su barco, ¿por qué le molestaba tanto a usted? —Pues porque, en un principio, pensé que su presencia insistente podría arruinarme la temporada. Verá, la mayoría de mis clientes son amantes que quieren estar a solas. Ya me entiende, para poder tener un poco de intimidad en aguas profundas. Por eso no me hacía gracia, la verdad, que ella se empeñara en estar todo el tiempo pegada al barco. ¿Qué quería? Las aguas del lago son públicas pero también abundantes, ¿por qué no respetaba la distancia de intimidad de mi patín a pedales? ¡Era una conducta intolerable! 24


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—No estoy muy seguro que el concepto “distancia de intimidad” sea aplicable a un barco. En cualquier caso, ¿hizo algo más para que Petra se alejara? —Sí, claro. Muchas cosas, por ejemplo, instalé una bocina con el sonido más fuerte y desagradable que encontré. Cuanto más se acercaba ella, más tocaba yo la bocina para que huyera del sonido atrompetado que salía de mi pedaló. Inexplicablemente, conseguí el efecto contrario. Ella parecía sentirse incluso más atraída por mi embarcación. Aquella noche, preocupado, volví al lugar de atraque con una linterna y descubrí que ella seguía allí. Dormida en el agua y entre el hueco que quedaba entre los dos pedales del barco. ¡Qué furia sentí! ¡Esa bruja me estaba volviendo loco! —Señor Händler, por favor, modere su lenguaje si quiere que su testimonio sea tenido en cuenta por el jurado. Por favor, descríbanos cómo es su embarcación para ayudarnos a entender un poco más la fascinación de Petra con este objeto. —Sí, señor juez. Pues es un barco a pedales de fibra de vidrio muy ligero y manejable. Aunque me temo que la característica que lo hace más atractivo es su forma de cisne blanco gigante. Decidí construirlo así, no porque sea un romántico, sino porque pensé que sería ideal para atraer bañistas. Lo alquilo por un precio muy razonable la hora para aquellos que quieren alejarse del bullicio y nadar en aguas más tranquilas. Además, en una nueva estrategia de marketing para atraer parejas, y evitar familias que siempre me dejan churretes de helado, he creado un compartimento secreto entre los dos asientos. Allí introduzco dos bombones en forma de corazón siempre que noto cierta pasión entre mis clientes. —Sin embargo, al cabo de un tiempo, no solo no se sentía molesto con la compañía de Petra sino que incluso se desvivía porque no se alejara de su barco, ¿me equivoco? —La verdad es que, en un principio, pensaba que era un estorbo pero cuando descubrí que su presencia atraía a más y más veraneantes, decidí no dar tanta importancia al asunto. Parecía que toda la ciudad se moría por tener una foto de Petra tomada desde mi barco. A mí esto me parecía excelente porque mis ingresos se multiplicaron. Pero ¡cuidado! también aumentó la basura de todo tipo que los curiosos abandonaban en mi embarcación. Quien más y quien menos llevaba algún aperitivo para Petra. Y me dejaban el barco lleno de 25


Segundo Premio

LA ÚLTIMA VEZ QUE VI A PETRA Rocío Lerma Sánchez

envases y restos que yo siempre reciclé como buen ciudadano que soy. —Su actitud hacia Petra volvió a cambiar cuando llegó el invierno, ¿no es verdad? Por favor, cuente a los miembros del jurado qué pasó. —Mi actitud no cambió, simplemente yo tenía que poner mi propiedad en un lugar seguro. Con la llegada del hielo el casco puede deteriorarse si no se pone a resguardo. Además, con esos fríos, ya no era momento para que Petra se pasara el día nadando por el lago. Si hubiera llevado un traje de neopreno, tal vez. A mí, en cualquier caso, su insistencia me resultaba cargante y empalagosa —Ya, ya señor Händler pero dejó de sentirse empalagado la primavera siguiente cuando se dio cuenta de que su barco y Petra atraían, ya no solo a curiosos de la ciudad, sino a admiradores y periodistas de todo el mundo. Pero el jurado ya se hace una idea de sus cambios de humor. En fin, una pregunta más: como consta en su denuncia, Petra y su barco llevan doce semanas desaparecidos, ¿tiene alguna idea de qué pasó y dónde pueden estar? —Para mí está clarísimo. La última vez que vi a Petra estaba con mi barco. Lo que quiere es quedarse con él porque sabe que es una fábrica de hacer dinero. Ella, muy astutamente, ha estado vigilándolo durante casi dos años y se ha dado cuenta de la cantidad de bañistas que atrae. Simplemente, quiere robarme mi maravillosa idea de construir un barco a pedales en forma de cisne gigante. —Muchas gracias señor Händler, puede retirarse. Llamó a declarar a la ornitóloga de la Universidad de Münster. Señora Vogel, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? —Sí, lo juro. —Señora Vogel, usted lleva décadas estudiando el comportamiento de las aves, ¿cree que es posible que un cisne sienta un verdadero vínculo amoroso hacia un objeto inanimado como, por ejemplo en este caso, el barco del señor Händler? —No me atrevería a llamarlo vínculo amoroso, pero sí vínculo afectivo. En realidad, es un fenómeno tan antiguo como el mundo: ¿no se enamoró el rey Pigmalión de la escultura que él mismo había hecho? ¿No desfalleció Narciso por su propia sombra reflejada en el agua de una fuente? En el reino animal también está constatada la fascinación por objetos inanimados: la urraca que roba un trozo de cristal y convive en el nido con él a riesgo de cortarse; 26


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el perro que cae rendido a las zapatillas de su amo, no a su amo, solo a sus zapatillas; el gato que ronronea cada noche a la misma chimenea; o la jirafa que encontró un amor electrizante en una farola. Los cisnes, por supuesto, no son una excepción. Tenemos documentados vínculos afectivos entre cisnes y un aspersor, un banco de madera, un matorral de bambú y, el caso que nos ocupa, un barco a pedales. Lo más sorprendente es que, en el caso de los cisnes, los vínculos afectivos son de larga duración. Cuando un cisne elige a su pareja, normalmente, es para toda la vida. Por eso, cuando llegó el invierno y el señor Händler retiró el pedaló del lago, Petra se comportaba con gran ansiedad: nadaba en círculos ella sola y dejó completamente de comer. —¿Cuáles cree usted que fueron las razones para que Petra creara este “vínculo afectivo” con el barco? —Bueno, en primer lugar tenemos que considerar que, con la salvedad de las dimensiones y el material, el patín a pedales se parece mucho a los posibles compañeros reales entre los que Petra podría haber escogido. El señor Händler además cometió una terrible equivocación al principio de esta historia. Cuando intentaba espantar al cisne de su barco mediante la bocina, lo que consiguió, como muy bien ha relatado él mismo, fue el efecto contrario. No era consciente de que el sonido atrompetado que hacía era un reclamo muy parecido al que emiten los cisnes macho para atraer a sus parejas. Y esta terrible equivocación acabó de fraguarse cuando se produjo la tormenta eléctrica la tarde del 29 de junio. El pequeño torbellino que atravesó el lago creó una triste coincidencia. Su fuerza movió al pedaló con unos movimientos circulares exactamente iguales a los que haría un macho interesado en emparejarse con Petra. La elección estaba hecha y, según nos dice la biología, sería para siempre. —¿Fue este, según usted, “vínculo afectivo” la razón de que Petra no quisiera volar hacia el sur con el resto de cisnes para escapar del frío? —Absolutamente sí. —¿Por eso mismo Petra hizo caso omiso de los cisnes reales que le ponían cerca cuando ella y el barco pasaron el invierno en un lugar habilitado del zoo? —Efectivamente. Petra intentaba mantener su fidelidad contra todo descreimiento. Demostrar que su elección no era un capricho motivado por el atrayente diseño del señor Händler. 27


Segundo Premio

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—Pero si los biólogos del zoo, científicos como usted, intentaron que Petra se emparejara con un cisne real, ¿tal vez ellos no consideraban que sintiera un auténtico “vinculo afectivo”? —Supongo que ellos tenían la esperanza de que Petra pudiera encontrar una pareja más activa con la que compartir chapuzones en lagos, vuelos en el cielo y con la que, tal vez, fabricar algunos huevos. Además, durante el invierno, al estar el barco y el cisne encerrados en un espacio tan reducido, llegó un momento en que el comportamiento de Petra era ciertamente preocupante. Debido a que las parejas de cisnes se imitan el uno al otro durante el cortejo, Petra pasaba el día bamboleándose mecánicamente como hacía el patín a pedales debido al viento y a las corrientes. Empezaba a moverse como una autómata, como si sus plumas se estuvieran endureciendo y transformando en fibra de vidrio. —Por favor señora Vogel, hable claramente al jurado, ¿usted nos puede demostrar que lo que Petra sentía por el barco a pedales era amor verdadero? —Como ya le he dicho, científicamente no podemos usar la palabra amor. No obstante, tenemos pruebas gráficas que muestran que el comportamiento de Petra con el pedaló reproducía a la perfección el patrón que tienen las parejas de cisnes: nadaba tras el barco, dormía en el hueco que quedaba entre los dos pedales como si fuera el regazo del cisne gigante, emitía sonidos arrulladores a su amado e, incluso, intentaba alimentarlo. Diariamente ponía dentro de la barca la mitad de sus capturas en el lago consistentes en algas, plantas acuáticas y hojas de espadaña. A lo que añadía muchas de las golosinas que le ofrecían los admiradores de la novia más famosa de Alemania: pan mojado, hojas de lechuga, palomitas, patatas fritas e, incluso, trozos de helados de vainilla. Estas eran las basuras a las que se refería el señor Händler anteriormente. No eran los veraneantes despreocupados los que las dejaban en su propiedad, era la propia Petra en su afán de que su pareja se alimentara convenientemente. —¿Y esta conducta de Petra no le parece un tanto desequilibrada? —¡En absoluto! Hacía todas las cosas que un cisne hembra haría, con la única salvedad de que su pareja no podía responder a sus reclamos. —¿No le parece algo trastornado alguien que intenta tener huevos con un pedaló de fibra de vidrio? Por favor, relate al jurado este incidente. —Yo lo llamaría una medida desesperada más bien. Sí, fue durante la se28


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gunda primavera que pasó junto a la barca. Todo empezó cuando nos dimos cuenta de que Petra, por primera vez en meses, se separaba de vez en cuando del barco. Eso nos pareció, a todos los ornitólogos que hemos seguido este caso atentamente desde el principio, tremendamente extraño. Yo misma me ofrecí voluntaria para seguir sigilosamente a Petra con el fin de averiguar qué hacía durante estas escapadas. Fue así cómo descubrimos que Petra recorría el lago en busca de piedras. No sabíamos qué hacía con ellas hasta que, a las pocas semanas y en un descuido del animal, las encontramos almacenadas en un nido construido en una pequeña isleta. El nido era el típico montículo de cañas, hierba y maleza. Lo sorprendente es que dentro, en vez de huevos, Petra había reunido las cinco piedras más redondeadas que había encontrado durante sus inmersiones. Todo indicaba que tenía un embarazo psicológico porque empollaba estas piedras de color verde claro como si verdaderamente creyera que de allí nacerían sus crías con el barco. —Gracias señora Vogel. Le hago la misma pregunta final que al señor Händler, ¿tiene alguna teoría sobre qué ha pasado con Petra y el barco? —Como científica solo puedo explicar lo que se puede demostrar en un laboratorio. Lo que habría pasado con Petra en un laboratorio es que, más tarde o más temprano, se habría cansado de una situación insostenible en la que sus llamadas no eran nunca atendidas. En algún momento, una gota habría colmado el vaso. En mi opinión, la gota que colmó la paciencia de Petra sucedió la última vez que la vi. Se alejaba del nido porque se sentía incapaz para hacer nacer unas piedras redondeadas que ella misma había reunido e incubado durante treinta y tres días con sus noches. En ese momento, su instinto de supervivencia la llevó a abandonar al barco. Si no podían tener crías juntos, biológicamente hablando, su relación era imposible. —¿Y qué pasó con el barco? —Del barco no me toca opinar a mí porque yo solo soy experta en pájaros. Mejor pregúntele al señor Händler. —Muchas gracias señora Vogel, no hay más preguntas para usted. Llamamos a declarar al señor Herz, representante del grupo de “Amigos de los cisnes que se atreven a enamorarse de barcos”. Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. —Sí, lo juro. 29


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—Cuéntenos señor Herz, ¿cuándo se creó su grupo y con cuantos socios cuenta? —El grupo apareció poco más o menos cuando se hizo pública la relación entre Petra y el barco de paseo. Yo iba al lago todas las mañanas con el pan que me sobra del día anterior. No es gran cosa dar pan duro, pero a los gorriones y a las carpas parece gustarles. El caso es que yo ya me había fijado en Petra. Era el único cisne negro y, por eso, me gustaba llevarle siempre un par de hojas de lechuga. Al principio no noté nada hasta que un día oí a un niño que decía que el cisne negro y el barco eran novios. Fue cuando me di cuenta de que Petra se acercaba a mí para coger la lechuga y, un segundo después, nadaba a toda prisa hacía el pedaló en forma de cisne gigante. Poco a poco, un grupo de curiosos, fundamentalmente jubilados y niñeras, nos empezamos a reunir en una zona de la orilla. Al principio éramos un grupo pequeño y nos pasábamos largas horas en silencio, pegados a nuestros prismáticos. Después empezamos a compartir tazas de café de termo y a hablar de esto y lo otro. El día que se acabó la temporada de navegación y que vimos cómo el señor Händler, con total dureza de corazón, se llevaba el barco a su garaje, decidimos hablar seriamente por primera vez. Teníamos que convertirnos en algo más fuerte para poder luchar contra semejante injusticia. —¿Qué decidieron hacer? —Empezamos a movilizarnos por la ciudad para recaudar fondos. Todo el mundo se sentía enternecido al oír la historia de amor de Petra y donaban generosamente. Pronto conseguimos la presión y el dinero suficiente para convencer al señor Händler de que su barco ya no era tanto suyo, que tenía que tener en cuenta que se había convertido en la pareja de alguien. Acampamos un par de días frente al garaje donde lo tenía injustamente encerrado para hacernos oír. Al final fue el grueso fajo de dinero que le ofrecimos el que lo convenció para que Petra y su barco pasaran el invierno juntos. Nosotros ya les habíamos construido una casita de madera que queríamos instalar junto al lago, pero, en el último momento, conseguimos una charca privada en el zoo de la ciudad, donde pensamos que estarían mejor cuidados. —Si pensaban que allí estaban bien atendidos, ¿por qué se manifestaron a las puertas del zoo en más de diez ocasiones durante aquel invierno? —¡Por qué no hacían más que meter cisnes macho en la charca de Petra! 30


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Que no era ninguna pilingui para que le presentaran tanto pretendiente. Disculpe señor juez, lo que quiero decir es que queríamos defender su derecho a elegir libremente a su pareja. ¿No tenemos los humanos el derecho a escoger a la persona a la que amamos? ¿No hemos luchado por abolir los matrimonios de conveniencia? Nosotros solo queremos que los cisnes tengan un derecho que nadie pone en duda entre los hombres. —¿Y por qué están tan convencidos de que lo que existía entre Petra y el barco era amor que había sido elegido libremente? —La señorita Vogel lo ha explicado mucho mejor de lo que yo podría explicarlo. Solo puedo decir lo que vi con mis prismáticos. Tendría usted que haber visto, señor juez, la manera incansable en la que Petra perseguía al barco durante las largas horas en que estaba alquilado. Y cómo picoteaba el casco intentando inútilmente acicalar lo que ella consideraba el plumaje de su amado. —Está bien señor Herz, díganos, por último, ¿qué piensa que ha pasado con Petra y con el barco? —Yo no sé que ha podido pasar con ellos. La última vez que vi a Petra fue muy hermosa. Soplaba un viento generoso sobre el lago y ella se había colocado en el lugar exacto para recibir los besos que, a intervalos regulares, el barco del señor Händler le ofrecía al oscilar en el agua. Después de este momento, ya no le sabría decir qué habrá sido de ellos. Lo único que sé es que a la sede de nuestra asociación, que es mi casa, han llegado decenas de cartas de gente que los ha visto. Por ejemplo, la de la familia de astrónomos aficionados de Bremen que aseguran que vieron un cisne blanco de grandes dimensiones seguido por un cisne negro volando rumbo al sur. O la niña que nos contó que había visto a Petra montada en el patinete y pedaleando por el Rin. Sin olvidar al peluquero bávaro que nos envió un recorte de prensa con una playa de Honolulú donde había rodeado con un rotulador dos manchas que, según él, eran la pareja de amantes. —Perfecto señor Herz, ha quedado claro. Ya se puede retirar. Ahora les toca a ustedes, estimados miembros del jurado, decidir su veredicto. Tienen que tener en cuenta que no deben dejarse influir por ningún sentimiento de piedad o simpatía hacia la acusada o los testigos, así como basar sus conclusiones en la pasión o el prejuicio. Simplemente mediten sobre todo lo que se les acaba de contar y decidan si las declaraciones que han escuchado son una declaración de amor o no, si la acusada Petra es culpable o no culpable. 31



IO M E R P R TERCE

Pablo (masculino y singular) Lola Clavero Toledo Mรกlaga



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Pablo (masculino y singular) Lola Clavero Toledo

A veces sueño que me despierto y que Pablo no está, porque no ha estado nunca. O sea, que sueño que he soñado a Pablo y la única realidad es esta oscuridad en la que me despierto. Y lógicamente no veo nada porque Pablo es el único en el mundo que sabe dónde me he dejado olvidadas las gafas. Y como Pablo no existe ya, creo que nunca volveré a ver en la vida ni a despertarme del todo, puesto que si Pablo existiese ya me habría traído el primer café a la cama y sabría si estoy despierta o soñando. Entonces, despierta o soñando, imagino que Pablo es una imaginación mía y que mi vida de ahora con Pablo es igual a mi vida de antes sin Pablo, cuando soñando o despierta, estaba siempre dormida o intentando dormir porque el mundo era muy oscuro y aburrido y terrible y plomizo y no me interesaba nada. Y sin levantarme de la cama, iba cada día al trabajo y al supermercado y al cine y de copas, siempre con el pijama y con sueño hasta que me dormí del todo durante cien años y me desperté como la bella durmiente con el beso de mi príncipe azul. Pablo es mi príncipe azul, aunque, a veces, más bien parezca un perro verde. Tal vez, precisamente, porque me lo he inventado en un sueño y, en los sueños, sólo puedes inventarte cosas raras. O sea, no es el tipo de príncipe azul que sueña una madre para su hija o el que sueñan las propias hijas cuando empiezan a parecerse a sus madres, pero sí es el tipo de príncipe azul que sueñan las niñas cuando todavía son niñas; el que vive en los cuentos inmerso en un mundo imaginario, poblado de fantasías. Un mundo ingenuo, perfecto, ingrávido e indoloro donde sólo me ha vuelto a apetecer la vida.

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Pablo (masculino y singular) Lola Clavero Toledo

A veces creo que he soñado a Pablo, pero la mayoría de las veces pienso que Pablo es real y lo imaginario, en todo caso, es el mundo de ahí fuera. Un mundo tan cruel y tan inhóspito no se merece existir ni en sueños. Y, en todo caso, Pablo ocupa demasiado espacio para ser un sueño. Los sueños son etéreos y no miden casi dos metros ni pesan más de cien quilos. Pablo significa “pequeño”, pero él es grande, muy grande. Ahora vuelvo a ver y veo nítidamente que Pablo entra en la habitación con un café humeante y un palo en la otra mano. Me temo lo peor. Pero, como aún estoy medio dormida, doy unos sorbos al café para tomar alguna energía y empezar a indignarme. Mientras tanto, Pablo mira su palo fascinado y se hace lenguas de la suerte que ha tenido al encontrar un palo semejante, porque ya no es como antes, que la gente dejaba de todo en la calle y encontrabas tesoros en la basura. Que, con la crisis, se desechan pocas cosas y de ellas se ocupan los vagabundos, cada vez más, que están constantemente rastreando los contenedores. Y que ese palo no es un palo cualquiera como yo pienso sino un tablón o un tabloide de forma verdaderamente singular que pertenecía nada menos que a una cama de Ikea y le va a servir para construir un instrumento hasta ahora inédito en el mundo. Que le va a poner unas clavijas, sirviéndose de los palos de dos pinceles introducidos a presión en los agujeros y las cuerdas de una vieja guitarra de juguete y lo va a bautizar con el nombre de tablarra, cuyo antecedente es el monocordio de Pitágoras. Y está tan ilusionado con ese nuevo hallazgo que revolucionará la música mundial con sus sonidos sobrenaturales que no debería sino alentar su irrefrenable entusiasmo, pero, por más que sepa que no va a desistir de su proyecto, me sale decirle que estoy hasta los pelos de su síndrome de Diógenes y que la casa se está convirtiendo en un basurero con todas las cochinadas que trae de los contenedores. Porque no son sólo los palos o las tablas o tablones o tabloides sino también las latas vacías de cerveza y los frascos de colonia que hay que almacenar para construir los instrumentos revolucionarios e inéditos que no para de fabricar. A Pablo le ciega la falta de ambición o quizás de ambición común, porque su codicia es francamente inconmensurable cuando se trata de buscar el sonido perfecto, si bien los bienes materiales que necesita para ello pueden encontrarse en un basural o en el cajón del mueble de la cocina, pues no es 36


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extraño que, de repente, desaparezca un cucharón, un tenedor o las cucharillas del café para volver a reaparecer en forma de complementos de algún instrumento revolucionario o en el revolucionario instrumento en sí mismo. Para Pablo, cualquier cosa no es más que un instrumento en potencia, lo que a veces es muy incómodo para la vida diaria, pues hay ocasiones en las que un prosaico cucharón es más necesario que un instrumento inédito por más sonidos sobrenaturales que pueda emitir y eso, en un momento de urgencia, te puede poner de los nervios. Porque una “cucharra” con sus pertinentes cuerdas y clavijas será la pera para la música experimental pero no para remover un guiso, cuando se te ocurre hacerlo. Y la verdad es que me cabreo del modo más absurdo porque si, ciertamente, yo hubiese querido llevar una vida práctica nunca me habría planteado estar con un tipo como Pablo ni me hubiera pasado cien años dormida esperando a que, por fin, llegase a despertarme con su café humeante en una mano y en la otra su palo fascinante, que ahora contempla con el orgullo con el que debió contemplar el rey Arturo su espada Excalibur cuando consiguió extraerla del yunque. Mi príncipe azul es tan raro como un perro verde, pero a quién se le ocurre que los príncipes azules sean hombres comunes y que la vida a su lado no sea sino un cuento lleno de fantasías. Que se sepa, ninguno se ha interesado jamás por un cucharón. Y, bien pensado, tampoco me hubiera enamorado yo nunca de un tipo que se interesase por los cucharones si no es para convertirlos en instrumentos de valor sobrenatural. Nunca me hubiese enamorado de Pablo de no ser tan raro, pero, a veces, me indigno precisamente porque no es nada común, pues el amor no es más que un amasijo de contradicciones y, en ocasiones, una auténtica lata. Lo mismo que me enamora de Pablo, también me saca de quicio y tal vez por eso sé que Pablo no es un sueño, porque con un sueño no discutiría tanto. Discutir es parte de la esencia del amor, del amor real, y también luego arrepentirse y quitarte a ti misma la razón, pues quién dice que no debo estar orgullosa de convivir con el ilustre Luthiers de la tablarra y de la hierrotarra, construida con una bella tabla roja, por supuesto hallada en otro contenedor y llamada así por tener dentro de ella una parte metálica, y de la plasticarra, cuya pieza base es un calzador de zapatos de plástico y del ultramoderno canjo, cuya 37


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inspiración reside en el canjo primitivo que tiene en los EE. UU una antigua tradición de constructores e intérpretes y básicamente se construye con un listón de madera, una lata (de tomate, de cerveza, o cualquier otra lata que haga de caja de resonancia) unas clavijas y varias cuerdas (de nylon para pescar, alambres o cuerdas de algún instrumento convencional.) y algún que otro componente (tornillos, pequeños botes de cristal, etc.), y para mayor colmo ahora es el insigne ideador de la escobarra que es una escoba musical, cuya fabricación basada en los preceptos del canjo norteamericano, dará alegría a amas y amos de casa mientras barren el hogar. Y me digo que sí, que debería estar contenta por estar con un genio semejante y no tendría que preocuparme si, a lo mejor, triunfa en el siglo XXII, cuando ya estemos los dos muertos y no podamos disfrutar del producto de sus éxitos, que es lo normal en los genios, pues son incomprendidos en su época y sólo se reconocen a título póstumo, si se piensa que Van Gogh nunca vendió un cuadro en vida y todo eso. Y entonces lo veo claro, como él lo dice, que su musa es una musa alada que lleva en una de sus manos algunas herramientas de carpintería y en la otra un instrumento que emite extraños y hermosos sonidos. Ella no tiene edad, va atravesando el tiempo, dando vueltas por el Mundo, viajando…, dejando caer cada tanto una lluvia de inspiración en las mentes de muchos seres humanos que se iluminan y tienen visiones para construir e interpretar las composiciones de la eterna musa alada. Algunos se acercan a la construcción e interpretación de esas extrañas y hermosas melodías, otros lo intentan una y otra vez con resultados mínimos pero no carentes de inspiración, dedicación y tiempo y por último, están los que dejan abandonadas las ideas e inspiraciones para que las recojan otros y también están los que regresan a los instrumentos convencionales comprados en una tienda de música… Y pienso que nadie sino un genio puede decir semejantes palabras y que, no obstante, por algo se llama Pablo y vive en esta ciudad donde se dan tan bien los Pablos geniales; que ésta es la ciudad nada menos que de Pablo Picasso y de Pablo Aranda, el escritor, y de Pablo Pineda, que es el primer licenciado en Europa con síndrome de down y va dando conferencias por ahí y también ha sido actor y ha recibido la Concha de Plata en el Festival de San Sebastián y que es la ciudad de Pablo Alborán, la actual revelación de la canción melódica y el que más vende y de Pablo López, que también promete, y de Pablo Puyol, el 38


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actor de moda. Y creo que eso es una señal y también mi Pablo será reconocido incluso antes del siglo XXII, pues se lo merece más pronto. Eso pienso cuando lo quiero después de arrepentirme por alguna discusión, aunque cuando me saca de quicio le digo que estoy hasta los pelos de su tablarra, de su hierrotarra, su plasticarra y su escobarra y que por qué no hace una música más normalita, que se pueda vender antes del siglo XXII para que, mientras tanto, yo pida excedencia en el trabajo y tenga tiempo para escribir, porque yo soy más mediocre y puedo escribir cosas que se vendan; una novela de la Guerra Civil o un folletín sobre una marquesa adúltera del siglo XIX o simple literatura femenina con muchas mujeres víctimas de la soledad y la infidelidad de sus maridos. Y entonces me responde que no, que yo también soy tan friki como él y sólo se me ocurre escribir historias de estrellas del porno, de pederastas, maltratadores, intelectuales vendidos al poder, reyes libertinos y ancianas lujuriosas y alcohólicas y eso no vende nada sino que no hace más que cabrear a la gente y crearme enemigos, pero que está bien porque, como trasgresora, soy más genio que él y, si él triunfa en el siglo XXII, yo triunfaré en el siglo XXIII y, que qué importa la fama inmediata, si eso es cosa de mediocres. Y entonces me cita a Baudelaire, que es su poeta favorito, y me cuenta de nuevo cómo él, siendo trasgresor, fue el padre de la poesía moderna, aunque eso le costase el escándalo social, la persecución del gobierno y la iglesia y que parte de sus poemas de “La flores del mal” fuesen prohibidos por inmorales y, sin embargo, si hubiese sido un conformista y hubiera pasado por la vida sin hacer ruido, nunca habría llegado a transcender en los tiempos. Pero me sale recordarle que Baudelaire se podía permitir ser un maldito porque recibió una cuantiosa herencia de su padre y, viviendo de las rentas, uno ya puede ser trasgresor y escribir lo que le dé la gana, sin embargo, a quienes no disfrutamos de ninguna fortuna familiar, más nos valdría ser conformistas para pagar las facturas e ir tirando. Se lo digo, aunque sin creer demasiado en mis propias palabras, pues si yo hubiese sido conformista y pensase en pagar facturas e ir tirando nunca habría elegido compartir mi vida con alguien como Pablo, porque no es cierto que los polos contrarios se atraigan y, posiblemente, si yo lo quiero, siendo él tan friki, es porque yo soy más friki todavía. Sin duda, nos entendemos, a pesar de estas absurdas discusiones y ése es el mayor de todos los triunfos, pues para cualquier persona no hay mejor hallazgo que encontrar en vida a otra que la 39


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comprenda y no esperar a ser comprendido después de cien o doscientos años por las generaciones postreras, lo cual dará mucha gloria, pero no hace ninguna compañía. No hay otro bien material o inmaterial que pueda dar tanta alegría como encontrar con quien reírse incluso en los peores momentos. Y para eso necesito a Pablo, que sabe reír como un niño y llorar como un hombre, porque sus sentimientos son tan intensos y tan grandes como todo él y es incapaz de disimular su tristeza si se siente herido. Su llanto resulta conmovedor en medio de tanta corpulencia. Llora como lloraban los fornidos legionarios romanos cuando los puteaba Asterix, que era un galo, chiquitillo y enterado como Sarkozy. Habrá excepciones, pero los chiquitillos en la historia siempre han sido muy megalómanos y prepotentes; como Napoleón y Hitler y Mussolini y Franco. Los grandullones, sin embargo, me producen mucha ternura. Desde Polifemo a los dos gigantes del sastrecillo valiente y el gigante egoísta de Oscar Wilde. Pablo es un poco gigante y ya es una verdadera odisea poder encontrar su talla en una tienda al uso, pero su talla de corazón es la de un niño de ocho años. Porque su corazón infantil es tan grande como él y siempre abierto a las intensas alegrías y las más fuertes compasiones. En él tienen cabida, los pájaros que tanto ama y los mendigos y los ancianos y los inválidos y los perros y gatos abandonados. Siempre está dispuesto a ayudarlos por el puro instinto de su alma nacida para la bondad. Pablo tiene pájaros en el corazón y también en la cabeza. Después de la música, lo que más le gusta son los pájaros. Creo yo que porque son libres y vuelan y porque son musicales y cantan. Él sabe distinguir por su canto a cualquier clase de pájaro; el gorrión, el vencejo, el mirlo, el cernícalo y el búho que algunas noches trae presagios de buena fortuna y también sabe lo que dicen cuando cantan; si es que tienen frío o calor o están llamando al amor o advierten a la bandada de algún peligro o les indican dónde pueden encontrar alimento. Y les responde en su mismo lenguaje. A veces creo que alguna vez ha sido pájaro o lo sigue siendo por ese amor suyo a la música y la libertad y a celebrar la llegada de cada mañana sólo porque es una nueva mañana. Debe ser que vivo con un pájaro porque su amor me da alas. Desde que conozco a Pablo, he aprendido a volar y cada vez vuelo más alto. Me parece que yo también me estoy convirtiendo en pájaro. 40


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Soy un pájaro y cada mañana recibo en el pico mi alimento; la celebración del día que me trae Pablo al vuelo. Lo acaba de ver en el Google, que hoy es el día del árbol o de la paz o del niño y, sobre todo, de la música. Yo le digo que es imposible que haya al año tantos días de la música, pero él insiste en que sí y en que hay que celebrarlos. Y no quiero discutir con él porque, bien pensado, para un pájaro todos los días son el día de la música. La mayoría de las veces, entiendo a Pablo, pero hay otras que se me olvida que lo entiendo y nos ponemos a discutir y lo que antes me encantaba de él, de repente me saca de quicio. Y me parece, por ejemplo, que es absurda esa manía suya de las celebraciones; que eso del día de esto y de lo otro no se lo cree nadie y que es una tremenda tontería que se pase gran parte del año componiendo versiones del “cumpleaños feliz” para algún miembro de su familia, porque los años a todo el mundo empiezan a pesarle y ya no apetece que te los recuerde nadie. Y, además, que sus versiones del “cumpleaños feliz” me parecen desafinadas, que ni se entiende lo que está tocando y ahí le duele porque no entiendo su concepto de la música, pues, según dice, la afinación no es propia de la música más pura y antigua, la oriental, donde se usaban instrumentos sin trastes para que la expresión de la melodía fluyese en libertad y no sometida a las castradoras pautas occidentales. Y será porque yo no entiendo nada de música en estado puro, pero me sale decirle que la afinación por castradora que sea es necesaria, pues la música desafinada no hay quien la aguante y toca bastante las pelotas y que, como siga componiendo esos temas estrafalarios, no se va a comer un rosco porque, de momento, estamos en occidente y los castrados occidentales piensan como yo. Pero resulta que no, porque busca en el St Cloud y me pone unos temas aún más desafinados de grupos que, según dice, están triunfando en el mundo, y hay que reconocer que lo suyo al lado es Johann Sebastian Bach. Y, bueno, me he quedado antigua, pero me da que esas tendencias van a durar poco y lo suyo es volver a un estilo Supertramp o Al Stewart o Dire Straits, que es todavía una música razonable. Pero después vuelvo a pensarlo mejor y me quito la razón, pues qué hubiera pasado si alguna de las mujeres de Picasso le dice que su pintura cubista no tiene perspectiva ni proporciones ni armonía y que deje de pintar retratos con cuatro ojos y lo pone a pintar bodegones y paisajes marinos. De haberle 41


Tercer Premio

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hecho caso Picasso, ni hubiera habido arte contemporáneo ni nada, aunque lo más seguro es que Pablo Picasso hubiese mandado a una mujer así a hacer gárgaras porque él era muy suyo y hacía lo que le daba la gana. Y si una mujer le daba la lata, se iba a por otra y si no le daba la lata también, porque se aburría de las mujeres enseguida y, aunque tuviese varias a la vez, lo único que le importaba era pintar. O sea, yo nunca hubiese podido truncar la carrera de Pablo Picasso. Menos mal. Pablo no me va a mandar a hacer gárgaras si le digo que cambie de estilo ni se va a ir con otra, pues es monógamo como un águila, como el 90% de las aves, y su obsesión por la música no le deja tiempo ni para ser polígamo. Si le digo que cambie de estilo, me dice que sí, pero luego sigue con lo mismo. Y, a veces, me enfado porque no me hace caso pero la mayor parte de las veces lo comprendo, pues, aunque sea un pájaro monógamo, es un pájaro al fin y al cabo y tiene que volar con sus propias alas. Algún día me lo agradecerá la música del futuro. El futuro, ése es el problema. A veces me preocupa el futuro, no el futuro en general, sino nuestro futuro en concreto. Qué vamos a hacer, Pablo, si llegamos a viejos. Tú me cuentas esas historias de los Luthiers de EEUU que viven en la miseria y son felices en una granja en mitad de la nada y te parece todo muy poético, pero a mí no. Yo no quiero terminar mis días en una granja llena de cochambre. De vez en cuando, me gusta ir a un restaurante caro y alojarme en un hotel de lujo. Y no me hables de Baudelaire. A Baudelaire también le gustaba eso y precisamente por eso se arruinó. Y, a lo mejor, yo tampoco puedo ni quiero ser Baudelaire, sobre todo, si llego a vieja. Si llego a vieja quiero llegar en un lugar con calefacción y asistencia médica y no en una buhardilla infectada de cucarachas. Pablo, a lo mejor yo quiero ser mediocre. Los mediocres llegan mejor a viejos. Ven la televisión y no se plantean nada más ¿por qué no te preparas unas oposiciones? ¿Por qué yo no dejo de escribir y me centro sólo en mi trabajo? ¿Por qué tenemos que ser así? El arte es morirse de hambre y también morirse de frío. Es mejor ser un topo y refugiarse en una madriguera que ser pájaro. Los pájaros vuelan pero también se mueren de frío. Estoy harta de que me cuentes esas biografías de tus músicos favoritos. Me dan miedo. Todos acaban fatal. Los perdedores mueren en la miseria y 42


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los triunfadores de cirrosis hepática o sobredosis o se suicidan. No me hace ninguna gracia la historia del club de los 27. Todos esos jóvenes que huyeron de la realidad y la vejez y de la fama y de sí mismos con una muerte trágica, a manos de la autodestrucción; del alcohol y las drogas. Como Janis Joplin o Robert Johnson o Jim Morrison que apareció muerto en su bañera después de un festín de cocaína o Jimi Hendrix que se ahogó en su propio vómito tras una ingesta masiva de alcohol y somníferos o Brian Jones quien fue encontrado ahogado en su piscina o Kurt Cobain que se voló la cabeza con una escopeta para no ser menos. Los del club del 27 y todos; Dee Dee Ramone hallado muerto en su casa por sobredosis de heroína como Tim Buckley, cuyo hijo, Jeff Buckley, se ahogó mientras nadaba en el río Wolf y James Honeyman-Scott con la variante de que su sobredosis fue de cocaína. Desde Elvis Presley vienen marcados por la misma puñetera estrella. De qué vale, dime tú, ser el rey del rock y acabar tus días tendido en el baño, fulminado por un chute de fármacos con la cabeza ya casi perdida y sin poder apenas moverse por el exceso de peso. Elvis, tu Elvis, me dices que naciste el mismo mes y el mismo día que él y eso es una buena señal ¿una señal de qué? Y yo ya lo sé, que tú no consumes nada, pero es que la obsesión por la música es ya una droga en sí misma y te consume de cualquier modo. Mírate, horas y horas, días y días buscando el sonido perfecto, enajenado, te olvidas de cualquier otra cosa como si no hubiese vida fuera de tu estudio improvisado y tus instrumentos. Ya no sabes si es lunes o miércoles y un día de estos te olvidarás también de comer y dormir y perderás del todo el sentido de la realidad. Como yo cuando escribo, exactamente ¿estaremos locos? Soy como tú, Pablo, por eso te entiendo, pero, a veces se me olvida que te entiendo y creo que soy diferente y dejo de entenderte y añoro esa vida plana, plácida sin obsesiones ni inquietudes que pienso que llevan los demás. Esa vida que llevaba antes de ti, cuando estaba siempre dormida o intentando dormir porque nada me importaba, pero tampoco nada me dolía. Pablo, mi Pablo. Hoy he soñado que me despertaba y que tú no estabas, porque no habías estado nunca, que te había soñado y la realidad era sólo esa oscuridad en la que me había despertado y, como tú no existías, no veía nada porque eres el único en el mundo que sabe dónde he dejado olvidadas las gafas. 43


Tercer Premio

Pablo (masculino y singular) Lola Clavero Toledo

Y te necesitaba tanto que volví a soñar que te soñaba, que te inventaba en mis sueños, después de dormir cien años. Fue justo entonces cuando me despertó la música. Me envolvía una música que me hacía flotar en la habitación y luego volar hasta lo más alto del cielo y sentía una cálida e intensa sensación de plenitud como si, de repente, el universo estuviese en un perfecto equilibrio, y me volviese a gustar el mundo y una emoción bondadosa me empujase a abrazar a todas las personas. La música es la más exacta de las ciencias y también el hondo misterio de la voz de Dios. Es el arte más puro e inmediato y el único capaz de emocionar en un instante a doctos e indoctos, a personas y bestias. Entonces entra Pablo en la habitación con una bandada de pájaros posada en sus hombros y su cabeza y una taza de café humeante en la mano y me dice: —¿Sabes que día es hoy? —El día de la música ¿a que sí? —No, es un día más especial. Es el día de tu cumpleaños. Te he compuesto un tema ¿lo has oído? Éste me salió afinado ¿no? —Te salió perfecto. Te quiero, Pablo.

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S IF NALISTA

El hilo rojo José Luis Aguilera Luna RONDA

Jorge Liliana del Carmen islas Luz MÁLAGA

Cena conmigo Daniel Martín Vegas MÁLAGA

Volver a bailar Isabel Mª Merino González MÁLAGA

A la velocidad de la luz Dolores Pérez González MÁLAGA

Año cero Salvador Rivas Gálvez ANTEQUERA, MÁLAGA

De Julia para C. Justo Sánchez García VALLADOLID



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El hilo rojo José Luis Aguilera Luna

Querida C.: Hay una leyenda china, “el hilo rojo”, que cuenta que las personas estamos unidas por un hilo rojo invisible. Este hilo se puede tensar, enredar…pero, a la larga, las personas unidas por él se acercan y se encuentran: sus destinos son inseparables. Esta leyenda creo que se ha cumplido con Sayuri, mi hija adoptiva. Pero creo que se cumplirá también contigo, a pesar de lo imposible que me parezca ahora, por las múltiples circunstancias que nos separan. Cuando yo era joven tenía un sueño recurrente. Estaba con una mujer que era la madre de muchos hijos míos. Esa mujer eras tú. Y he tardado mucho en conocerte y en recordar aquel sueño. Pero aquella imagen se me reproduce ahora con toda nitidez. Entonces algunos amigos míos y yo estábamos empeñados en interpretar este sueño como un sueño del inconsciente colectivo, el inconsciente que Jung dice que tenemos y nos influye. Era la expresión de la paternidad y la fecundidad maternal. Algunos estudios antropológicos han establecido que, efectivamente, lo que tenemos más grabado en nuestro subconsciente es la idea de una pareja que se protege y que busca su reproducción. Experimentos más recientes han podido demostrar, detectando a través del electroencefalograma cuándo se soñaba e interrogando inmediatamente después a las personas que se sometían a las pruebas, que tenemos todas las noches cuatro sueños: el primero sobre nuestra infancia; el segundo, sobre nuestra adolescencia; el tercero, extraño y difícilmente descifrable, podía ser éste, el del inconsciente colectivo, coincidiendo con el momento de sueño 47


Finalista

El hilo rojo José Luis Aguilera Luna

más profundo; el último, próximo a la hora de despertarnos y que solemos recordar mejor, se refiere a nuestras vivencias cotidianas. Desde luego nuestro hilo estaba muy lejano. Tú aún no habías nacido. Pero siempre he tenido la intuición de que estabas ahí. Estabas ahí cuando hice aquel viaje a Yugoslavia. Lo hicimos un grupo de amigos convencidos de que podíamos aprender algo del sistema autogestionario yugoslavo. Fíjate lo equivocado que estábamos. Pero recorrimos lo que hoy es Eslovenia, Croacia, Serbia y Bosnia-Herzegovia. Vimos muchas cosas interesantes. Fue inolvidable la contemplación de los 70 minaretes de Sarajevo, ahora me temo que bastante destruidos por la guerra. Igualmente la visión de los paisajes kársticos de Croacia olas islas dálmatas en el Adriático. También la experiencia de la animación callejera en Belgrado, cuando aún no existía en la España recientemente democrática. Y me acuerdo especialmente de los lagos Pltvçe, en Croacia, derca de Split, pero en el interior. A ellos lancé unas monedas pensando en que un día volvería con alguien muy especial. También tuve una sensación parecida cuando estuve, esta vez por motivos de trabajo, en aquel hotel de Creta. Estaba construido a imitación de los palacios micénicos. Las habitaciones eran en realidad chalets separados unos de otros, con edificios de tiendas, restaurantes, salones y uno central: la recepción. El agua de un Mediterráneo limpio llegaba hasta la puerta de los chalets. Por la mañana, muy temprano, un empleado se afanaba en quitar el menor rastro que pudiera empañar aquellas aguas cristalinas. Yo llegué de noche y no pude hablar con nadie ni apreciar dónde estaba. Por eso al día siguiente fue mayor la sorpresa. La reunión, por lo demás, fue muy tensa. El ministerio español cuestionaba mi continuidad en aquel grupo de la Comisión, al que había pertenecido durante años y con varios responsables políticos. Pero gané la partida. Ya te contaré cómo. Desde luego mis trabajos previos y mis conocimientos de idiomas tuvieron que ver. Pero al final, una estrategia elemental: iba a haber un nuevo responsable político pronto. Y así fue. El entorno me sirvió para relajarme. La visita a toda la isla, incluyendo el palacio de Knossos, contribuyó a ello. Me prometí también volver con alguien en mejores condiciones. Ese alguien eres tú: no hay duda. Tu afición a las 48


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civilizaciones antiguas acrecentará tu interés por esta visita. Hay otro lugar, que he visitado dos veces. La segunda vez ya te conocía y acababa de estar contigo ese mismo verano. Es Killarney, en Irlanda. En los pubs hay música en directo y la gente se anima a los bailes tradicionales, muy alegres. El ambiente es envolvente. Es una ciudad pequeña, pero por las calles se oye la música por todas partes y no te puedes resistir a entrar en un sitio y otro. Es una atmósfera en la que el amor se ve en el brillo de todos los ojos. No sé a cuál de estos lugares iremos primero. Quizás a Irlanda, para que practiques tu inglés. Conozco la isla palmo a palmo: Dublín, Athlone, Galway, el Ring (Anillo) de Kerry, Tralee, la península Dingle, Cork… También Belfast, en Irlanda del Norte. Cuando era joven, mis compañeros de piso de estudiantes estaban más obsesionados por viajar que yo. Al final, sin proponérmelo, yo he viajado más que ninguno. Leímos un libro (La vuelta al mundo en un 2CV, de unos franceses que habían conseguido patrocinios para hacerla) que concluía algo que me dejó impresionado: la felicidad puede estar en cualquier parte, en el patio de tu casa, y hay que saber aprovecharla. Así ha sido contigo. Me gustaste desde el primer momento. Me alegrabas la vida cada vez que te veía, que venías a mi casa para cualquier cosa. No se me olvidará tu mirada en un polideportivo, en el que asistíamos juntos a un espectáculo. Parecías adivinar mis pensamientos y corresponderlos. Aquel verano que fui a Irlanda coincidimos en Marbella. El apartamento en el que estaba me lo habían ofrecido unos familiares. Estaba pensando en comprarlo. Y me imaginaba contigo en él. Esta fantasía me duró meses, no sé si más de un año quizás. Después las cosas se pusieron más felices de repente. Me separé. Pero, mira por donde, estaba más libre para coincidir contigo, para encontrarte con cualquier pretexto. Los pretextos existieron. Me enteraba de lo que te gustaba y te lo conseguía. Cuando te encontraba sola en casa, los nervios me traicionaban. Reaccionaba con síntomas de timidez. Tenía más prisa por irme que tú ganas de que me fuera. ¿Sabes? He pensado mucho esto de la timidez. Estoy convencido de que las parejas se forman porque se complementan unas personas a otras. 49


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El hilo rojo José Luis Aguilera Luna

Yo, en principio, no soy tímido: todo lo contrario. Pero, es curioso, sí me comporto como tal ante ti. Tú eres extrovertida: de eso no hay duda. Guapa, simpática, sociable. Hoy mismo me he sorprendido marchándome rápidamente después de haberte saludado por la calle. Por una parte, busco mil pretextos para verte. Por otra, cuando se presentan las mejores ocasiones, me vence la timidez. Por eso me lo tienes que decir tú: dime que me quieres. Telepatía sí tenemos. Estoy convencido de que funciona la telepatía. Como tantas cosas, se sabrá como funciona en el futuro. Pero el caso es que sí la tenemos. No solo me he dado cuenta de que funciona contigo, sino con otras personas: amigos, por ejemplo. A veces decido tomar una calle en vez de otra que sería la más apropiada y me encuentro con alguien. Contigo yo diría que ha funcionado hasta el extremo. He dado la vuelta por un determinado sitio porque intuía que estabas allí y así ha sido. Esto, muchas veces. No me imagino cómo puede ser cuando llegue el momento de que me digas que me quieres. Porque tienes que ser tú. Yo soy tímido ante ti y además veo las barreras que nos separan por todas partes. Tú las podrías quitar de un plumazo. Sí, lógicamente lo he pensado. He pensado muchas veces en ti. En hacer el amor contigo. Creo que soy capaz de percibirte con todos los detalles. Me inspiras la mayor ternura, los mejores deseos de acariciarte, de besarte… Me han comentado algunas amistades comunes que no estabas satisfecha con tu cuerpo. ¡¿Cómo puede ser?! ¡Si tu cuerpo es perfecto! Los enamorados, los perdidamente enamorados, so solemos ver los defectos. No los concebimos. Yo sí te he visto enfadada y haciendo desplantes. Pero me gustas. Me gustas de todos modos. Es mejor haberte visto así: no me podré decepcionar con lo que hagas. Me pareces maravillosa. En Facebook tienes colgadas muchas fotos. No hay día que no las vea. Bueno, a decir verdad, es imposible verlas todos los días. Pero me encanta mirarlas: las más recientes, las que me gustan más (¡difícil elección!)… A veces me entretengo en ver tu evolución de un año para otro. 50


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He encontrado un tema que nos vincula necesariamente. Tu afición a la lectura. Yo tengo libros que te gustan y te los entrego poco a poco. Barreras hay. Las diferencias de edad la primera. Sobre este tema, me imagino una relación muy libre entre los dos. Sobre todo, dejándote toda la libertad a ti para que conozcas a más gente, para que tengas experiencias, para que evoluciones… Por otra parte, no tengo toda la estabilidad económica que te querría ofrecer. Por eso tienes que ser tú la que des el primer paso, la que digas que me quieres. He soñado que me toca la lotería, un número concreto. Sobre este tema también habría mucho que investigar. Hay “premoniciones” que se han cumplido. Juego a este número todas las semanas. Sin obsesión. Sin prisas. Desde luego, si se cumple esta “premonición”, se allanarían mucho las cosas. No por esas locuras que piensa la gente si le sonriese la suerte. Simplemente, porque me daría unos recursos mínimos que ahora no tengo. A estas alturas de mi vida, estoy convencido de que no hay nada peor para la relación hombre-mujer que ese afán machista y vanidoso de querer forzar las cosas. Es verdad lo que he leído más recientemente: hay que echar las redes con paciencia. Lo que puede parecer un retraso, se convierte de repente en un mejor encuentro. He aprendido mucho del “feminismo”. La primera vez que hice una Investigación sobre la Inserción Laboral de la Mujer, estaba decidido, con toda arrogancia, a acometerla. Me desmontaron mi arrogancia. Me hicieron ver que las “contradicciones” de las mujeres entre su vida laboral y su vida personal estaban en la base de lo que pretendía investigar. Fue lo que he llamado después mi “conversión”. Años más tarde, asistí a una conferencia sobre el “Liderazgo del Futuro”. El ponente lo resumió en una frase: “el liderazgo del futuro es mujer”. Con ello resumía vuestra capacidad de hacer varias cosas a la vez, de simultanear la familia con el trabajo, de saber escuchar y observar, de intuir… Una vez en esta onda, no he dejado de observar y aprender, sin renunciar a mi masculinidad. ¡Qué difícil lo tenemos los hombres y qué equivocadas están algunas mujeres cuando defienden un feminismo que no es sino copia del actual patriarcado! 51


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El hilo rojo José Luis Aguilera Luna

Durante muchos años, por circunstancias, me he tenido que ocupar de las tareas de la casa. Me han entrevistado el estudioso de la igualdad. Dicen que hay que estar 10 años desempeñando ese papel para poder apreciar la situación de la mujer. Yo los he cumplido. Pero les he dicho que lo hacía no por gusto, sino por necesidad. Sí creo en el reparto de las tareas domésticas, porque es una esclavitud para cualquiera. He podido apreciar lo que vive un ama de casa: el aislamiento, la inseguridad de que salga bien la comida, el temor a los comentarios… En los últimos años he asistido a unas Jornadas Feministas, muy interesantes. Te tengo que invitar a que vengas conmigo. Se han tratado diferentes temas desde la óptica de la mujer: economía, ecología, salud, emociones. Una de las ponentes de la salud hizo una reflexión muy curiosa. Las mujeres que realmente son las cuidadoras de los dependientes, tendrían que aprender de los pocos hombres cuidadores que hay a desconectar aunque sea los 5 minutos de un cigarrillo. Es verdad que las mujeres sois cuidadoras las 24 horas del día. Me acuerdo otra vez de Jung: primero, hay que conocer el propio sexo (género se dice ahora); después, el componente del otro sexo que hay en uno mismo (nos negamos los sentimientos, las emociones, la intuición y tantas cosas); en tercer lugar, se puede conocer al otro sexo y, por último, el amor universal. Estos descubrimientos, no faltos de contradicciones y avatares, me han conducido a poder amar mejor, a poderte amar mejor… los doy por bien empleados. Ya ves, te he resumido mi vida, sin darme cuenta. Pero lo importante es que sepas que te quiero y que todas esas vivencias me han preparado para quererte mejor. Pero dímelo tú. Dime que me quieres.

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Jorge Liliana del Carmen Islas Luz

Málaga, viernes 14 de febrero, 2014 Jorge: Tenerte cerca. Estar contigo. Verte a diario. Conocerte, intentarlo. Son algunas de las cosas que deseo hacer y no puedo. En consecuencia, hoy veo el horizonte de mi vida sin ti. Hoy existo ingrávida sintiéndome frágil sin serlo. La realidad es innegable. Nuestros caminos se bifurcan y me veo obligada —por las circunstancias— a guardar distancia, mas no silencio. Te escribo esta declaración de amor en respuesta a todo lo que me ha ocurrido estos últimos seis años. Entra a éste —mon jardin interieur— y camina a mi lado a través de mis palabras. Ven a mí sin más intención que compartir los claroscuros matices de mi alma. Ya me conoces, soy alma con cuerpo, no viceversa. Ojalá esta recolecta de aromáticas metáforas, de bellas sinestesias, de palabras sembradas con suma delicadeza se conviertan en el prólogo de una duradera amistad que arraigue con fuerza entre nosotros. Me has conmovido profundamente, I feel so deeply touched, y eres esa clase de persona a la que no deseo perder de vista el tiempo que me quede por vivir. Mis escrúpulos y los tuyos, mis malditos escrúpulos me contienen, a partir de hoy debo tener las manos vacías para ti.No puedo ofrecerte nada excepto el testimonio de mi profundo sentimiento de mujer, mi poesía. Habrás notado el lenguaje de mi mirada, con los ojos no te miro, te acaricio. Por eso hoy quiero regalar, no a tus oídos, sino a tu corazón esta oración de amor en prosa, escrita con una franqueza casi adolescente, porque es así 53


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JORGE Liliana del Carmen Islas Luz

como acostumbro hablar a Dios, es así como te nombro en sueños, es así como yo te rezo. Estoy siendo muy valiente al declararme, ello puede suponer perder todo contacto. Lo presiento y lo temo, pero voy a correr ese riesgo, vivir es inevitable. Además, no quiero que pases de largo para siempre sin antes conocer, de primera mano, el efecto que ha tenido enamorarme de ti: positivo, poético, profundo, rebosante de sensibilidad, pero también cargado de cierta frustración melancólica. Recuerda que el significado etimológico de melancolía es bilis negra, nunca mejor dicho. Como si de un imprimación imborrable se tratase, J-O-RG-E, llevo tatuados el halo de tu esencia y la huella profunda de tus enseñanzas. A mi corazón sólo se llega a través del intelecto, el mundo de mis emociones es muy complejo, no guardo recovecos oscuros, pero debo admitir a pecho abierto que soy “especial”. No me siento exclusiva ni prodigiosa, lo digo sin egolatría. Es que me aquejan ciertas secuelas que me hacen acusar la vida de una forma muy intensa pero en extremo diferente a la mayoría de las personas. Soy, para el común de los mortales, rara. Debido a esta aparente incapacidad de crear lazos afectivos con terceras personas, mucho antes de ver en ti al hombre, ya había visto bajo mi lupa tu filantropía. Eres un ser hermoso y sabio, un humanista. Independientemente de esta emoción imperfecta que es el amor, aun si estoy tan enamorada, también estoy agradecida porque aunque parezca exagerado, sólo hay un día negro en toda mi vida en el que he tenido miedo a morir: cuando descubrí aquel bulto del tamaño de un garbanzo en uno de mis pechos, el cual se inflamó desde la base hasta por debajo de la axila, deformando dolorosamente su curvatura, e invirtiendo su cúspide. Fuiste el único que lo supo (y la médica que me envío al CARE). Estuve semanas con fiebre alta, casi sin dormir, acobardada. No quería enfrentarme a la posibilidad de que aquello podía ser un tumor. Ya me conoces, alma con cuerpo, pero con una mente fría y calculadora porque todo, absolutamente todo, tengo que medirlo y pasarlo por el tamiz de la ciencia, soy así desde niña. Por el disgusto tan grande que me llevé, mi corazón estalló con una ira vetusta y desconocida hasta entonces para mi. Una ira acuñada desde mi infancia, alimentada en silencio por todo lo malvivido, por todos aquellos golpes 54


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que me han ido esculpiendo día a día sin conseguir doblegarme ante ninguna tentación. Mi paraguas, la ética. Mi balsa de salvación, los libros. Ganamos experiencia acortando la distancia que nos separa de nuestras tumbas, ese es el precio de vivir, y es inexorable. Fue entonces cuando se tocaron mi temperamento y mi ira, una mezcla explosiva y nada recomendable. Tuve miedo, no de morir, sino de lo que implicaba hacerlo a esta edad y momento: dejar dos huérfanas. Sé lo que eso es en mi propia piel. ¿Qué iba a ser de mis hijas? Ya me dirás tú, venir sola a este país con una mano delante y otra detrás, con una niña de dos años y una barriga de tres meses y medio, sin más equipaje que el anhelo de sacar adelante a las crías, sí o sí. No se deja la tierra natal en estas circunstancias por gusto. Se llama huir para salvar la vida. Y literalmente, así fue. Amándote en silencio como te he amado, mi corazón gritaba “¡Jorge, no las abandones, si yo falto, mira por mis hijas en lo qué puedas!” Pero a cuento de qué ibas tú a mirar por unas desconocidas. Luego, esa ira acuñada durante los 22 años de cruzar el infierno en México… ¿todo había sido para nada? Mis papeles en proceso… esos 10 años de limbo administrativo en España, iban a quedar inconclusos después de luchar tanto. Mujer, pobre, inmigrante, latina: nunca he estado ni estaré a la venta… los papeles al día de hoy me los he gestionado con esfuerzo y mucha paciencia. Lo hice en beneficio de mi pequeña familia, por obligación, pero también porque pensé que al ser tú un hombre libre, y desear tanto estar contigo, tener todo hecho y bien hecho por mi misma para que nadie pudiera señalarme…”Bah, inmigrante, lo hace por los papeles” Pensé en mi certificado de estudios de seis años, por el que había estudiado tanto año tras año, desde el 1º de enero al 31 de diciembre ¿Tanto esfuerzo para nada? Pensé en ti: Mi Jorge. ¿Mi Jorge? ¿En serio? Bastante pasar por la vida sin haberte disfrutado, sin compartir contigo ni un ápice de nada excepto lo que mi vista me regala de ti. No eres mi Jorge. ¡Cuánta ira se despertó en mí y a la vez cuánto amor se me derramó por todos los flancos! Porque me surgió un amor incontenible por la vida, por mis hijas y por ti. Ese día acepté que estaba enamorada de ti. Dejé de resistirme al sentimiento, de negarlo, empecé a disfrutar de ello. 55


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JORGE Liliana del Carmen Islas Luz

(Por aquel entonces no sabía que estaba sanando y subsanando toda una vida de desavenencias, estaba emprendiendo un camino lleno de sentimientos nuevos, entre los más valiosos, el perdón.) ¡De acuerdo! Si iba a ser vencida por un sospechoso bulto —un presunto cáncer de mama— no iba a someterme al miedo, a la dejadez de enfrentar la realidad, a la derrota del cuerpo que es comido desde dentro. Presentaría batalla una vez más, daría la cara sola como lo he hecho siempre. Usaría mi mejor arma: tal como soy: un alma con cuerpo de una sola pieza. Hecha de esa pasta especial dura e irrompible y con la pizca de locura que me distingue. Esa locura tan mía que me permite bailar con el universo cuando los demás no escuchan música. La locura que me hace ver belleza donde nadie más la encuentra. La locura que me lleva a buscar siempre el lado grato y fructífero de la vida, por más oscura que ésta se vea. La gente de a pie la llama esperanza. Los psicólogos la estudian como la resiliencia humana. Te miré de frente, dije que tenía que hacerme una mamografía, existía la posibilidad de ausentarme. …ya nos veríamos… para los finales, acaso. Dos años antes mi amiga Mónica tuvo un cáncer de mama detectado a tiempo y se salvó no sin antes pasar lo suyo. A la par de lo que a mi me sucedía, ese año Juana, la madre de Bárbara, una de mis empleadoras, estaba recibiendo quimio (R.I.P. Juana). Inmensa fortuna la mía, una inflamación en uno de los conductos lácteos mamarios y una acumulación extraordinaria de tejido quedaron en un susto de mal gusto. No era grave. Abrí mi corazón y toda su energía contenida, desde entonces soy un volcán en erupción. Gracias por estar ahí, por escuchar, por tus palabras. Dijiste que te mantuviera informado, que las cosas se irían acomodando poco a poco. Y así fue. ¿Sabes? Me encantas como hombre. Te quiero mucho como persona. Al principio, hace 6 años, resultaba chocante soñar contigo. Me despertaba atónita al darme cuenta que te había tomado de la mano, y en un escenario bucólico, recorríamos un bosque de hayas mientras hablabas y hablabas de asuntos diversos. En otras ocasiones te veía bañarte desnudo, te secabas con calma, y mientras te vestías, así tan casual y elegante como vas, me dabas consejos serios y útiles, me llamabas al orden por las peca56


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tas minutas de mi irreverente conducta: ser impuntual, ruidosa y rebelde. También ha habido veces en que placenteramente te he hecho el amor… y cuando despertaba a la realidad…era terrible…” ¿por qué me tienen que pasar a mi estas cosas?” Eras tan real en mi sueño profundo y a la vez, tan intangible en la realidad. Ahora me río a solas, pero por entonces viví momentos personales muy crudos. En la bancarrota y a cargo de dos menores, injustamente increpada por presuntos terceros, arreglando trámites administrativos contra reloj… pero ahí estabas tú, en esa atmósfera dual: real y onírica al mismo tiempo. ¿Dime, mi dulce intruso, tengo que perderte por completo y para siempre, por llegar a tí con 20 años de retraso? Tu en tu vida y yo en la mía. Lejos. Distantes. Ajenos. Pero habría peleado como una leona por ti si hubiese tenido la oportunidad en su momento. El tiempo, amigo mío, el tiempo no perdona a nadie a su paso irreversible. La peor parte me la llevaba durante los primeros veranos después de conocerte. Acababan las clases en junio y sabía que tendría 120 días por delante sin verte. El primer año decidí dar carpetazo. Después de tratar contigo todo un año, contenta por haber alcanzado mis metas, pensé que lo mejor era olvidarme de ti, pasar página, quién quiere complicarse. Eso sí, nunca he sido una mujer fresca ni fácil. Mucho menos contigo, te tengo por un caballero, un hombre íntegro, hecho y derecho. Por mi parte, tengo un concepto alto de mi misma: soy una mujer decente. Me equivoqué, y lo hice sola. Al poco tiempo de conocerte, en una de las conversaciones de grupo dijeron: “Jorge es divorciado” Pensé que se referían a ti. Lo di por cierto. Guardé silencio y dejé pasar el tiempo. Ya me conoces, todo es contable y científicamente comprobable. Había que cotejar las palabras con la realidad y los hechos, la observación y la hipótesis, por la comprobación. No eras tú ese Jorge divorciado. Entonces, de noche, se me llenaban los ojos de lágrimas bajo las pocas estrellas que permiten ver las luces de ciudad. Me había hecho tremendas ilusiones. Pero las mujeres mexicanas estamos acostumbradas al dolor como algo cotidiano, comemos picante y eso significa comer con dolor. Desde que nacemos mamamos de una ideología llena de los dos mundos: la vida y la 57


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JORGE Liliana del Carmen Islas Luz

muerte. Somos místicas, mágicas y religiosas. Y tenemos dichos para todo, en este caso: “Para hacer reír a Dios, cuéntale tus planes.” Seré alma con cuerpo, pero seamos realistas, en las cuestiones materiales de la vida, el cuerpo camina siempre por delante. Al creerte divorciado iba a invitarte a salir conmigo, a probar el roce desenfadado y dulce de nuestras bocas. A experimentar si el frenesí que me desborda es compartido, o si solo me llena de fiebre a mí. Quería, en este viernes 14 de febrero, tomar tu mano entre las mías y preguntar al estilo más mexicano y por lo bajo, “¿Estudias o trabaaaajas?” porque donde nací, esa es la manera de decir a alguien que te gusta. Me habría encantado des-en-can-tar-me de una vez por todas del erótico misterio de tu piel. Ir despacio, muy despacio, tocarte. Hacerte mio. ¡Qué dilema el tacto, Jorge! Ver sin poder tocar…nunca. ¿Conoces la codicia? ¿Has sentido su mordedura? Eres para mi un ser físicamente etéreo, visible, intocable e imposible ¿Sabes cuál es el sentido más importante en el desarrollo de los primates, el único sentido imprescindible? El tacto. La mayoría de las personas afirman muy convencidas que la vida cotidiana les sería insoportable sin ver, oír, incluso, sin saborear u oler. Patrick Süskind escribió aquella magistral obra El Perfume basándose precisamente en el mundo de los olores. Si has tenido la oportunidad de leerla, recordarás que Jean-Baptiste carecía de olor propio aun si tenía el sentido del olfato más desarrollado del mundo. Es fascinante el tratamiento que el autor da a la compleja trama criminal que construye a partir de algo tan sublime como un perfume y las consecuencias de su atroz carencia en el siniestro personaje principal. Pero la gente en realidad consigue salir adelante siendo ciega, sorda, muda, incluso con atrofias olfativas o paladares insípidos. Nadie puede sobrevivir sin tacto. Personne! Tiene que ver con el deseo más primario, con el animal que somos y que nos empeñamos en esconder. Aromas artificiales, lacas, gominas, peinados, perfumes, nos arrancamos el pelo de aquí y de allá, pagamos fortunas por cambiar de aspecto. Esta moda de hombres metrosexuales… no es para mí. Varonil, elegante y gallardo, pero al desnudo, un hombre natural. Suena mal, lo sé, pero mi visión del mundo y los seres que lo habitan es así: macho alfa de homo sapiens sapiens a la vista, hembra alfa con pulgar oponible y bolígrafo en mano observa a distancia y escribe en cuaderno de poesía… 58


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En esta sociedad consumista más llena de intereses y roles de poder que otra cosa, yo no encajo con mi anticuado instinto de buscar la base sólida sobre la que toda relación debe sustentarse (homínidos de sexo opuesto en mi caso): inteligencia, respeto mutuo y la bioquímica compatible y armónica de respectivas feromonas. Para que nadie malinterprete mis palabras, no soy la clase de mujer a la que le enamoren el dinero, el éxito, el poder, la posición social, o un muy favorable aspecto físico según la opinión general: ¿George quién… y cuál Brad guapos? ¡Guapo tú Jorge! ¡Qué si todo lo otro viene anexo… por supuesto que es bienvenido, sin falsa modestia ni hipocresía! Claro que agradan esos atributos, pero no son esenciales, no para mí. A mi lo primero que me pone… en órbita es la inteligencia. Tu inteligencia. Y tu aspecto físico, digamos, tan asilvestrado y natural. Un hombre inteligente que pueda darme conversación y debate, que tenga argumentos sostenibles y aun siendo de ideología opuesta a mí, que sepa defender —sin ser beligerante— su postura. Claro, es un filtro estrecho. Además, ese hombre debe tener la química —clara, cristalina e indescriptible que me eriza el bello y me hace sentir escalofríos como agua helada. La famosa “química”, ya me encargo yo de enseñarle como me gusta hacer el amor. Sin problema. Tú despiertas todo esto en mí. Por ti tengo contacto con mi lado más humano y más animal. Es la primera vez que me enamoro, que me siento realmente feliz per se, por ser mortal y a la vez, sentirme invencible, porque me haces sentir única y hermosa. Estoy en la cúspide de la vida. En la mejor edad y en mi mejor momento. Y te veo tal como eres, sin engaños, ni disfraces ni espejismos. Te acepto. Siempre lo he hecho. Y acepto perderte sin haberte tenido, acepto las risas de Dios, la mala suerte, porque es de mala pero que mala suerte con tantos hombres solitarios, divorciados, separados, viudos…y el que me ha venido a gustar a mí… está casado. Felizmente casado. Desde mi lado más amable y noble, que lo tengo, sin egoísmo, desde una espiritualidad bastante zen, me alegro que hayas triunfado donde yo fracasé. Que coseches éxitos y que cultives todo eso que tan esmeradamente construyes día a día, sea lo que sea, y con quien quiera que estés, que sigas siendo muy feliz. 59


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JORGE Liliana del Carmen Islas Luz

Durante estos años he habitado mi corazón rodeada de una cálida comodidad a la que no estaba acostumbrada. Como si de una pequeña crisálida se tratase, he atestiguado, en silencio, una metamorfosis, como las mariposas Monarca, de las nacidas en tierras mexicanas, que cruzan el continente americano volando miles de kilómetros hacia otras tierras lejanas para dejar la siguiente generación…y sin tiempo ni energía suficientes para regresar a su tierra natal, morir ahí donde han plantado su prole. Esas mariposas no esperan nada de nadie. Así, sin dudas ni preguntas, hoy vivo mi corazón. Te amo sin culpas ni esperanza. No debo pedirte nada. Después de dar mil vueltas al tema, resulta imposible por casi todos sus flancos… excepto uno, minúsculo y escaso. Si existe una posibilidad, de verte sin ponerte en un compromiso, y para mí, será la ocasión extraordinaria de volver a ver tu sonrisa, esa sonrisa tan breve como tímida, porque eres cotidianamente serio. Es entonces cuando me entran ganas de apretar tus mejillas y decirte a la cara, “¡Sonríe más a menudo, sonríe qué es como ver salir el sol!” Lee mi poesía. Una vez al año, y si tú estás de acuerdo, si no te causa argumentos ni disgustos, quiero verte y dejarte uno a uno, por cada año que queda hasta tu jubilación, un poema. Este es el primero, acaso el último. Lee mi poesía, dado que no puedo ser amada como mujer, conoce al menos, la persona que soy a través de mi poesía. Después de todo, eres el protagonista de esta historia, el personaje, el actor principal. Y enamorada, ésta soy por ti. Por favor, vete lejos, pero vuelve. Y si te vas definitivamente, ve con Dios, y vete despacio por la misma puerta que entraste, andando lento y leyendo en voy alta este que es mi poema favorito, porque por primera vez en toda una vida me voy a permitir tener un favorito: Tu, Jorge, tú.

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Desde que te vi bailo en el silencio como una loca que no necesita música [para su danza, ando los caminos descalza, sin brújula, por no llevarte de la mano y a mi vera está la melancolía de saber que tú, existiendo, me faltas. esde que te vi ni mi sombra me refleja ni mis huellas son ya mías, D me desdibujo poco a poco resbalando como fina arena en el reloj del tiempo, y me diluyo toda cuando cruzo a nado mis lágrimas, lejos de tu orilla. esde que te vi se lo que es vivir sin el abrigo de tus besos, al desamparo D como una ciega despreocupada de las siluetas a mi alrededor, aprendiendo torpe e inconforme, a caminar en este mundo oscuro sin tu luz. esde que te vi ni siquiera guardo un atisbo de esperanza, D un futuro mediocre, incluso, la promesa de un fracaso, nada. Me evaporo, poco importa la sólida materia de las cosas, sólo las circunstancias. ntraste en aquella habitación como un rayo sin tormenta mientras yo espiraba E la primera bocanada de ti. Alegre, sarcástica, altiva, sorprendida al conocerte en voz alta reía ignorante de mi devenir: Tu EMBRUJO. Desde que te vi.

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Cena conmigo Daniel Martín Vegas

No sé cómo habíamos llegado ya hasta los postres. De hecho, no sé ni cómo habíamos llegado hasta esa mesa que, iluminada con una sola vela esférica, emitía luz a tintineos en su cara y en la mía. No tengo ni idea de qué había pedido de postre, (y en realidad era lo que menos me importaba), pero antes de que pudiese abrir la boca emergió por mi derecha una silueta negra que me sirvió un plato blanco impoluto de considerable tamaño con dos cerezas adornando lo que parecía un bizcocho de chocolate. Un nuevo intento de pregunta rozó mi boca justo en el momento en que el camarero decía —Y para el señor nuestra tarta Sacher con anacardos sobre coulís de frambuesas acompañada de cerezas al Kirsch—. “Para el señor…”. Miré hacia adelante y vi que en su plato había también algo oscuro, como de chocolate. Intenté ver si también le acompañaban esas cerezas “al no sé qué” pero no pude… Mis ojos siguieron el rastro de cacao y sin querer se mezcló con el castaño con leche de su pelo que subía y subía hasta dar con sus ojos… Esos ojos de color avellana que ahora me miraban desconcertados, inquisidores, esperando esa pregunta que debía haber salido ya de mi boca. Juro que lo intenté. Pensé en abrir los labios, pero antes de imaginarlos siquiera separándose el uno del otro, mucho antes de que cualquier sonido llegase a ellos, llegó una imagen; una imagen con sabor a vino y al rojo de sus labios que me embriagó de tal forma que cerré los ojos. Y más que cerrarlos pareció que los abría hasta ver cómo el enorme plato blanco se fundía con el mantel y se deslizaba por debajo de mí, como si fuese ahora una enorme sábana que nos envolvía, salpicada por dos cerezas que intentaban no caer fuera de los límites del plato, 63


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CENA CONMIGO Daniel Martín Vegas

dos cuerpos que se degustaban bañados también en algún impreciso licor de toques dulces y amargos, con sabor a delincuencia de dormitorio. Me supe pequeño y ligero y no sé si queriendo o sin querer, me dejé arrastrar. La marea de muslos me llevaba y me traía, mecido como el vino tinto en una copa tan grande que se sabe a salvo, que sabe que no rebasará los límites transparentes y frágiles que no deben rebasar dos cuerpos desnudos que pelean por comerse el uno al otro sin cubiertos, sin protocolo, sin más modales que los que caben en una cama. Pero algo me quemaba la garganta, algo pugnaba por salir, las palabras se amontonaban fugaces, destellantes como un flameado, pero a la vez pensadas al fuego lento de la razón, con el punto justo de pasión. Y no salieron. Una vez más se atropellaron alrededor de mi lengua cuando la luz del restaurante nos trajo de vuelta a mí y a su mirada. Me miraba y me devoraba a ráfagas con los ojos, sin dejarme ver si lo que llevaba en la cuchara desde la sábana de los postres a su boca era el dulce del chocolate o a mí, pero el resplandor que casi me quemaba de su gesto era inequívoco, los dos sabíamos que en nuestros paladares no había hueco para nada que estuviese regado siquiera por un atisbo de razón, por un mínimo de cordura insana, no había hueco para nada que no cupiera en una cucharilla de deseo. Había algo más; deteniéndome en esa paleta de rojos carnales que era su boca bajo aquella luz, no podía dejar de pensar en si un hombre y una mujer son capaces de perderlo todo para no ganar nada, en cómo puede uno abandonarse a los dionisíacos deseos que liban la vida como ella el elixir de su copa, que se comen a dentelladas salvajes la calma de una vida sólo con la promesa de unos instantes explosivos, livianos, etéreos en fin, pero eso sí, profusos en concupiscencia. ¿Realmente merecía la pena?… Ahora allí, alrededor del festín de frutas y alcoholes habría dicho que no, pero hacía dos horas ni siquiera nos habríamos planteado la pregunta. Sin dejar de comerme en silenciosa contemplación cogió delicadamente algo parecido a una grosella para fundirla con la melaza de su boca, pero en un descuido cayó, la vi rasgando el vacío, descolgándose de su mano al suelo y en esa caída me vi, nos vi, de nuevo cayendo desde el suelo al cielo del salón, embarrándonos en besos en el parqué, claudicando la razón entre 64


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sus pechos sin más heredero que la memoria, testigo mudo del banquete de amor que éramos los dos yendo y viniendo de un borde del plato al otro, sin otras bocas que alimentar que las nuestras, sin más vocación que expiar lo cotidiano en una ración de amor, en un entrante de champán seguido de un postre de grosellas que también cayeron al suelo cuando la mano que debió dármelas a probar no supo más que alimentar la recámara de besos, porque en noches como aquella no hay primer plato. Ni segundo. Ni más mantel que el suelo desnudo que quema, que acucia al abrazo que en lo más hondo busca el amor extinto en días cotidianos, acres como el vinagre añejo que riega la realidad en dosis de rutina diaria. —¿No vendrá tu marido, no?— qué fácil se hubieran separado mis labios en esa tesitura y qué imposible resultaba ahora con la insalvable distancia de dos postres entre su boca y la mía… —No, pero no pienses en eso ahora. No pienses en nada más que en nosotros, en nuestro momento. No pienses…– No sé explicar ahora cómo podían esas manos ser tan precisas al acompañar cada una de las escasas pausas insumisas con una fruta roja y dulce que acercaba hasta mi boca, dándome a comer lo que bajo aquella luz naranja, como la que ahora me señalaba el postre, no podía ser otra cosa más que la guarnición de su piel, aún más dulce y áspera, cegadora como el instante antes de que salga el sol. Probé a contar las migas del pastel que intentaban escapar a la tiranía lasciva de su boca, a la alevosía primordial que emanaban esas dos líneas curvas que se separaban para engullir mi alma y mi cuerpo que se partía como un caramelo en trocitos más pequeños que las huidizas migas. Pero una vez más no pude. No acerté más que a perder la cuenta de los lunares de su espalda, esparcidos como virutas de chocolate en el ácido sabor a eternidad que me dejaba toda ella en la lengua. Lunares que parecían saberse avocados también a la extinción tras esa noche, pero esta vez por miedo a que nadie más los contara con los ojos, por temor a la certeza de que fuesen una exigencia de pasión inmediata sólo para mí. Y no sólo perdí la cuenta, también perdí la cabeza, o quise perderla me temo… Pero nada hay más racional en el amor que la frialdad naciente de deseos unívocos, de sabores que se pasean delante de tu cara para luego ir a parar a otra boca que no es la tuya. Así me sentía yo frente a la sábana que cubría la mesa, como un lobo olisqueando 65


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su presa, como un depredador de besos empalagándose con el perfume que, ligero como un suspiro, volaba de su cuello a mi nariz de forma tan explícita que creo que incluso lo vi. Juraría que durante un segundo la luz en derredor se atenuó lo suficiente para que el sendero inconcluso que guiaba mis fauces carnívoras hasta su cuello resplandeciera como una luz salvadora. Aún no tengo claro en qué dirección había de recorrerse aquel sendero, y aquella duda, que nació y creció en menos de lo que nace y crece el trazo de una estrella, no murió, sino que buscó, una vez más, el hueco en el ángulo justo que impedía que mi lengua, sumida ya en un preámbulo de éxtasis, diese paso a las palabras. Aún así hice acopio de fuerzas, y acompañando una cucharada del delicioso Sacher abrí camino en mi garganta al sonido revelador. Eché la silla hacia atrás, dejando espacio suficiente a lo que había de venir, como si comprendiera de repente que allí sentado era tan pequeño que nunca me sería posible articular palabra. Armado de valor intenté levantarme, pero el destino casi nunca juega en favor de los enamorados, y esta vez más que ayudarme a retirar mi silla, confabuló para que fuese ella quien se levantara en menos de lo que yo fui capaz de asumir la visión de su espalda. Lo que había surgido como una intempestiva voluntad de levantarme se deshizo como un algodón de caramelo en la boca de un niño; silenciosa, suave y dulcemente, y el contacto de la silla en mi espalda resultó ser tan desgarrador como el de la suya en mi mirada. Me deshizo, me aplastó de nuevo ante la sábana culinaria que acunaba mi postre, me quemó por dentro, y sentí como algo en mí se desplomaba cuando vi, a través de la abertura en el reverso de su vestido negro de satén, un puñado de esos lunares de chocolate amargo. Un puñado tan minúsculo que cabría en cualquier beso, pero tan grande a la vez que mi cordura no cabía en ellos. Si los impulsos pueden tener un bozal de mesura, esa visión se lo arrancó de cuajo. El aroma que desprendía al alejarse de la mesa hacia el baño mezclado con un té de jazmín que portaba uno de los camareros me asieron por el pecho y me lanzaron a otra vorágine de capítulos inconclusos de voluntades que se curvan como juncos a orillas de un fluido vital que ahora lo impregnaba todo. No había rincón en el mundo en el que nadie que dijese saber qué es El Amor no supiese del perfume que emanaba su cuello. Supe racionalmente que no debía quedar un sólo alma por pétrea que fuera que no rechazara de pleno sus más firmes convicciones ante la aparición de 66


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esa silueta perfilada en negro. Coronada con una melena chocolateada que caía como una cascada impetuosa incapaz de contenerse ante la promesa de derramarse en sus hombros, perlada de migajas de lunares que habríamos de contar una y otra vez en noches exultantes, como si levitara en la sinrazón de todos los presentes, así se deslizaba lejos de mi vista, buscando ocultarse de mis ojos tras una puerta, pero quizás ignorante de que no habría fuerza capaz de ocultarla a los ojos de mi memoria. —Dímelo. Dímelo ya por favor. Necesito oírlo— me gritaban sus caderas ahora ya quimeras fuera de mi visión. —Quiero oírlo de tu boca, necesito que me lo susurres al oído, como un secreto a voces entre tú y yo—. Pero no podía. Era incapaz de articular palabra ante su mera presencia, mucho menos ante la vívida imagen de dos pecadores que no sabían si redimirse a besos o comerse la condenación eterna con abrazos febriles. Giraba en la silla como una peonza sin dirección, sin sentido, abatido por los aromas que se aferraban a mí como yo me aferraba a su cuerpo, como quería aferrarme a cualquier pedazo de eternidad con su nombre aún a riesgo de que la razón dejara en mí su quemadura. Giraba y oía su voz, melodiosa, suave, con un tono como de miel —Te quiero— me decía, y yo me derretía, me colaba entre las grietas de sus dedos que jugaban a dibujar el contorno de mi cara, me rendía a toda ella sin condiciones… Me rendía y algo en mí se sublevaba, se desprendía como la lava de chocolate del coulant de su plato, algo que bajo aquella luz y siempre desde el prisma reducido que me dejaba su aroma quería parecerse a mi voluntad. Se sublevó, me inflamó, se creció, se supo fuerte y tal vez invencible cuando la vi reaparecer, levitando entre jazmines hacia la mesa, con ese postre a medio terminar… como mi discurso. No sabría precisar qué fue lo que me dio ese último aliento vital, y ahora aún cuando lo pienso no llego a ninguna conclusión clara. A veces, cuando me siento más melancólico pienso que fue la suma de todos los recuerdos aún por vivir que, reunidos como los matices del vino tinto en cada gota, me hicieron ver lo urgente de la situación, que me trajeron a la retina del recuerdo sabores y sudores, olores y pudores que debían ser, que debían devenir entre los dos, no para quedar en el recuerdo, sino para reinventarse día a día y servir de ejemplo al mundo, a todos los que alguna vez aspiren a comprender qué es La Pasión. Sin embargo, otras veces me veo insustancial e impotente, me sé fútil, 67


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como aquella última grosella que intentó resistirse a la bendita condena de morir entre su curvilínea frontera roja, y, como su gemela, hubiera preferido caer al vacío de lo profano y estrellarse en el suelo frío y duro de los días sin su presencia, pero yo soy tan pequeño que ni eso pude elegir, tan débil que pienso que lo absurdo y trágico de saberme sin ella fue como la piedra de un David desesperado ante un Goliat, tanto que la propia justicia poética de la vida la colocó en la honda de mi garganta y me disparó hacia el destino inevitable que era mi confesión, pero no por voluntad propia, sino simplemente porque como he dicho antes, el destino no está del lado de los enamorados, y esta vez desde luego, no estaba del mío. Fuese como fuese, el caso es que por más que el instinto de auto conservación quisiera alejarme de su hechizante presencia, mi lado más salvaje, mi parte más animal, invocó su nombre y todos los trozos de caramelo amargo en que me había descompuesto se fundieron al fuego de su piel para reconstruirse como un milagro alquímico en lo que debió ser un enamorado con voluntad propia, algo a todas luces absurdo. Recién recompuesto veo como pide la cuenta, y su voz me saca de la lucha interna en que me encuentro. Nada se ha oído jamás en la faz de la Tierra que pueda ser siquiera comparable a lo perfectamente armónica que era la conjunción de tal melodía con ese cuerpo. Creo que hasta el sumiller palideció al oírla, comprendiendo lo que era de verdad el perfecto maridaje, la excelencia de conjugar lo divino y lo terreno en un cuerpo de mujer, de dar cabida a lo infinito entre unas pocas curvas finitas. Repasé mentalmente todo lo que nos quedaba por vivir mientras me apoyaba en la mesa para poder levantarme, como si mi cuerpo fuese un cascarón vacío, ya quebrado, al haber dado a luz el fin último para que el que fue creado, resquebrajándose irremisiblemente por el sonido de la clepsidra de vino tinto que marcaba el fin de la agonía. Y así, no sé si decidido o simplemente guiado por el rastro aéreo de virtudes y aromas de canela y otros placeres que exhalaba, finalmente me levanté. Me erguí lo más dignamente que puede erguirse algo tan ínfimo como yo a la sombra de su luz. Casi arrastrándome, dejé a un lado mi mesa, el Kirsch, las sábanas revueltas, el miedo de chocolate y los cubiertos que no se necesitan cuando estamos solos, para encaminarme hacia su mesa. Fueron solo cuatro pasos, pero parecieron cuatro resúmenes de mi vida, los cuatro momentos más eternos que hayan podido vivirse nunca, cuatro 68


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compendios de amor en grimorios tan densos y con letra tan pequeña que sólo pueden leerse cuando es el deseo quien los rubrica. Cuatro pasos pesados, ajenos al tiempo, cuatro pasos en los que el restaurante se paralizó, en los que el mundo entero se giró hacia mí, como si no existiera más que para contemplar aquel momento, cuatro pasos en los que rememoré por última vez lo que debía ser esa noche y las demás que sólo vendrían si era de su mano. Por última vez todo adquirió un tono tostado, como el de la mantequilla noisette, como el del parqué que nunca nos cobijó más que en mi imaginación, un tono azafrán, como el de una naranja amarga que deja sabor a azahar en las manos cuando se come con piel, como me la comí a ella en mi eterno paseo de cuatro pasos. Entre temblores y piel erizada reviví noches en vela, suspiros callados, besos que me despertaban, vacíos enormes como el de dos postres que separan dos partes de un único todo; vi a dioses ruborizarse ante lo perfecta que debía ser nuestra unión, oí cómo parejas de enamorados se escandalizaban y gritaban para sus adentros al comprender qué era lo que me acercaba a ella, vi cómo los hombres perdían la razón al saber que yo debía ser el único heredero de su ombligo, que sólo yo bebería de sus sudores, que sólo yo la amaría y que sólo yo sería amado por ella. Y entonces sí, fuerte, valiente, grande, puse una mano muy cerca del último resto de su coulant, que como yo rebosaba vida, y apoyado en el mantel de alcoba que cubría la mesa que compartía con otro hombre, junté todos los matices en dos únicas palabras que quedaron al margen de esa otra presencia que se sentaba con ella, al margen de mi Sacher, al margen de las velas esféricas, al margen de mi mujer que me miraba extrañada desde nuestra mesa, y sabiendo que me jugaba ser el único habitante de su tierra prometida, quemándome la vida con sus ojos pero aguantando estoico la mirada mientras el mundo se quedaba sin palabras, exhalé –Te quiero—.

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Volver a bailar Isabel Mª Merino González

A Patri, …ella sabe.

Málaga, 27 de Enero de 2014 Querido hijo, La calle no había estado tan animada desde las antiguas verbenas de San Juan. Me divertía saludar a los vecinos que hacían cola en la puerta de la casa de Matías. Todos octogenarios. Buenos días. Buenos días. Buenos días. Y así, hasta quince antes de doblar la esquina y subir la cuesta de los Dolores donde a esa hora siempre había alguien que preguntaba qué se vendía en esa casa. Ya había escuchado varios disparates al respecto, que si era un prestamista, un contrabandista de tabaco, etc. ¡Qué locura, a su edad y con unos valores tan firmes!, respondía yo. Pero sentía curiosidad, Francisco. Por eso la mañana del dos de enero, cuando más fuerte caía la lluvia, cogí el paraguas de tu padre, guardé prudentemente la cola, y entré en esa casa a ver qué se cocía allí. Uno tiene sus sueños, Adela, sus cosas íntimas, me dijo. Y yo asentí. Y cuando me ofreció sentarme para escuchar el resto de la historia, pues me senté a escucharla. Sin prisa. Después me enseñó el canasto con los números. Los escribía a mano, uno a uno. Números torpes salidos de sus dedos artríticos. A las ocho en punto salía a la calle a repartirlos y ya había vecinos esperando. Todos los días. Así que cuando me ofreció uno, no pude negarme. Por ti, Francisco. Después hablamos de cuando éramos jóvenes y quedábamos 71


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donde el pozo de Santo Domingo a reunirnos con la pandilla. Coincidimos en algún guateque, pero nunca bailamos juntos. Antes se bailaba agarrado cuando se podía, y moviendo los brazos y las caderas cuando creíamos que nadie nos veía. Íbamos al cine Victoria en invierno, a los baños del Carmen en verano, y nos movíamos entre calle Ancha, la plaza de la Merced y El Palo, como si Málaga sólo fuera eso, un pedacito de lo que es. También estuvimos viendo viejas fotografías. Deberías ver las de la nevada del cincuenta y cuatro, con el río Guadalmedina helado. Yo me acuerdo, Francisco, pero tú eras muy pequeño y ni siquiera te dejé salir de casa por miedo a que cogieras una pulmonía. El frío de ese día se ha quedado atrapado en viejas fotografías en blanco y negro. Como si en aquella época no existieran los colores. Pero sí que existían. Ese día, la nieve era blanca como la cal, las fachadas eran amarillas y naranjas, yo llevaba una falda roja y tu abuela una camisa verde con lunares amarillos. No vivíamos en ningún mundo en blanco y negro, como se empeñan en mostrar. Nuestra vida tenía tanto color como la vuestra. Matías piensa como yo. A veces, hasta decimos lo mismo a la vez. Dice que eso es un nexo. ¿Sabes tú lo que es eso? Pues una cosa muy grande que nos une a todos los que somos de la misma generación. Haber vivido las mismas cosas nos hace entendernos. El hambre. La represión. En fin, todas esas cosas que cuanto te las cuento tú nunca me escuchas. Eso ya no existe, dices. Pero sí existe, hijo, cuando Matías y yo cerramos los ojos, está ahí. Tan vivo todo, como el sabor de la cebada y del pan duro. Pues eso, que nos reímos un buen rato, porque cuando uno recuerda no sólo añora, también se ríe. Cuando salí de allí llevaba el numerito en el monedero chico. Y para no perderlo, me lo guardé en el pecho, junto al pañuelo y la medallita de la virgen del Carmen. Cuando llegué a la casa lo dejé sobre el taquillón y entré a despertarte. Tu habitación estaba en penumbra y olía a rancio, así que descorrí las cortinas, abrí la ventana, y me senté a los pies de tu cama. Te miré largamente antes de despertarte. Suspiré, varias veces, y carraspeé bien fuerte, pero tú seguías dormido, con los pies destapados y la cara cubierta por la sábana. ¡Qué alto eres, hijo! Si te tapas los pies, te destapas la cabeza, y lo mismo al revés. ¡Cuánto te pareces a tu padre! ¿Dejaré de verte alguna vez como un niño? Justo me hacía esa pregunta cuando abriste los ojos. Tan azules aún. Te he traído un numerito, te dije, así que te levantas, 72


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te aseas, te vistes y mientras yo pongo algo de orden en esta casa, te vas a ver a Matías. No respondiste porque estabas demasiado somnoliento, si yo lo sé, hijo, por eso cerraste los ojos de nuevo y te pusiste a roncar como un oso. Pero… Sí, siempre tengo uno. Las madres tenemos nuestros deberes, y el mío, en ese momento era volcarte ese jarro de agua fría sobre tu calva brillante. ¿Quieres matarme?, vociferaste sobresaltado. ¡Ay, si pudiera!, dije. Y entonces te volviste como loco. ¡Le estás faltando el respeto, madre! Te levantaste torpemente, buscaste apoyo en tu bastón, pateaste las zapatillas y la alfombra y te dirigiste al extremo de la habitación. El viejo marco con la fotografía de tu boda presidía la pared. ¿Recuerda a Matilde? ¡Mi mu-jer!, y usted, madre, le está faltando el respeto. ¡Qué tragedia!, murmuré. Pero no me oíste. ¡A Dios, gracias! A las cinco de la mañana sacaba el ordenador del maletín, lo colocaba en la mesa camilla junto a la impresora y pulsaba el botón ON con un solo dedo, como le había enseñado su nieto. Mientras el ordenador arrancaba, abría el cajón de la cómoda y escogía una corbata. Se la colocaba frente al espejo del armario. Un nudo simple que cada vez le costaba más. Descolgaba la chaqueta del perchero y se la colocaba. Un poco de Brummel como toque final. Parecía un banquero, ¿quién lo iba a decir? A sus ochenta y cuatro años y con tanto campo a sus espaldas. Todo eso me lo refirió mientras llovía fuera. Una débil luz se colaba por la ventana y traspasaba el cortinaje floreado creando figuras en las paredes. Créeme que le daban un aspecto primaveral al salón. Los hombres no os fijáis en esas cosas, pero Matías sí. A Matías le gustan las flores. Cuando tiene todo listo, entorna la puerta de entrada, cuelga el cartelito de Abierto, se sienta en la silla de enea y vocifera: ¡Que pase el primero! Ese día yo era la quinta de la mañana, pero no llevaba número, me colé. Te preparé el desayuno sin discutirte la hora. Te había estado preparando tostadas con mantequilla, mermelada y miel durante treinta y cinco años. También un vaso de leche semidesnatada con un culito de café. Desde que te casaste con Matilde preferías huevos revueltos, salchichas, bacon y té verde con manzana y canela. Los hijos se vuelven desconocidos cuando se marchan de casa. Pero, ¿qué ocurre cuando vuelven veintitantos años después? Pues que regresan con un puñado de manías que no hay quien las entienda. Y por eso te saqué el numerito, Francisco. El siete. El de la buena suerte. 73


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Yo quiero a mi hijo, le conté a Matías. Pero no como antes, cuando venía de visita y por no hacerme un feo se sentaba conmigo a ver una película de Sarita Montiel y comentábamos que esas caderas eran un pecado del Señor, y nos santiguábamos los dos y nos reíamos a carcajadas y Matilde se quejaba de que no podía con los dos juntos. Ese es el Francisco que quiero, Matías. Un Francisco risueño, enérgico, y más hombre. Lástima que Matilde se llevara todas tus cualidades a la tumba, hijo, y que ahora me toque a mí bregar con un pelele que encoge los hombros cuando su madre le pregunta qué quiere de desayunar. ¡Esto es lo que hay!, te dije soltando el plato con las tostadas sobre la mesa. Volver a ejercer de madre cuando debería ser abuela, ¡o bisabuela!, me crispa los nervios, hijo. ¡Bébete la leche, Francisco, o te la tiro por encima! Jonás. Jubilado. Soltero. 72 años. Visitó a Matías ese mismo día que te cogí el número. Era su tercera visita esa semana y ya saludaba a Matías con la familiaridad de un viejo amigo. ¿Ha contestado? Matías es muy explícito contando las cosas. Para que puedas verlas como si hubieras estado aquí, Adela. Jonás no traía las gafas y en la pantalla sólo podía ver una mancha borrosa. Aún así parecía feliz de alguna manera. Matías apretó una tecla del ordenador y la impresora crujió. Al instante salió de la bandeja una copia impresa con la imagen de una señora de muy buen ver. Aquí tiene su cita. Jonás besó la imagen borrosa. Es guapa, ¿verdad? ¡Más que la Rivelles! Se despidieron con un apretón de manos. Espero que haya encontrado a su pareja de baile. Luego dijo ¡Siguiente!, y entró Antonio, que tenía el número seis. La rehabilitación no te ha servido para nada, hijo. Bajaste la cuesta de los Dolores apoyado en el bastón que heredaste de tu padre. Es todo de cabeza, dijo el médico, pero tú insistías en que no te habías recuperado del todo de la operación de la rodilla. Con el bastón voy bien, madre. ¡Pareces un anciano!, te dije desde la puerta. Acabas de cumplir sesenta y siete años, Francisco, y si no fuera por la calva, la barriga y la cojera, parecerías un madurito de cincuenta. Deberías quitarte esas cosas. Al menos la barriga y la cojera. Ya sé que lo de las pelucas no es discutible. Pero ahora las hacen de pelo de verdad, Francisco. ¡De pelo de verdad! Ahí lo dejo, hijo. Tú, piénsalo. El número seis. Más de metro noventa, casi como tú, pero delgado como un fideo, y una cabeza que apenas sobresalía de los hombros. Parecía un alfiler. Llevaba una chaqueta a cuadros y un pantalón de pijama. Vivo aquí al lado, dijo 74


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cuando le di los buenos días. Tiene voz de niño. A estas edades esa voz no queda bonita. Yo no le di conversación. Ya sabes que con los desconocidos yo no paso de un buenos días, buenas tardes, buenas noches. Con Matías es diferente. Él no es un desconocido. Hemos sido vecinos toda la vida. Pero su mujer era muy celosa y nadie se le podía arrimar porque cacareaba como una gallina y te lo hacía pasar mal. Nadie del barrio se les acercaba. Y era por eso. Pero a lo que vamos, hijo. Matías, todos estos años, se había preguntado a qué se dedicaba aquel hombre alto, silencioso y huraño, y resulta que escribe cuentos. ¡Cuentos para niños! ¿Quién lo iba a decir? Matías lo puso en el perfil que le estaba creando, y luego le pidió una fotografía y como no traía, pues le pidió que se pusiera derecho, que mirara a la pantalla y que sonriera. Y Antonio sonrió por primera vez en mucho tiempo. ¿Ves lo que hace Matías, hijo? Hace feliz a la gente. Todos tenemos una pareja de baile, Adela, dijo. Sólo hay que encontrarla. Por eso toda esa gente se levanta temprano y haga frío o calor, llueva o truene, se ponen en fila y aguardan su turno. Por eso te cogí ese número. Para que vuelvas a bailar. El video club de la plaza se traspasa. Una lástima. Tenía buenas películas antiguas. Y como estaba de liquidación, me fui con una lista en el bolsillo del abrigo. Podía haber escogido el camino corto para llegar, pero preferí bajar la cuesta y pasar por delante de la casa de Matías sólo para ver si seguías allí. Te vi de lejos. Hablabas con varios vecinos de la cola. Te reías. Eso ya era algo. Un cambio importante. Ya sabía yo que el siete era un buen número. Te saludé con la mano al pasar. Te volviste de espaldas, como si no me conocieras, por eso me acerqué, te di el toquecito en el hombro y te dije: hoy comemos potaje de habichuelas blancas, Francisco. No me llegues tarde que la cocina la cierro a las tres. Farfullaste algo a mis espaldas, pero hice oídos sordos y me asomé por la ventana a la casa de Matías. ¿Todo bien?, le pregunté. Todo bien, Adela. Atisbé a ver a Don José con él. Fue tu pediatra, y el de todos los niños del barrio. Lleva jubilado más de veinte años. Pero qué porte tiene Don José. De siempre. Matías me contó más tarde que Don José no buscaba pareja de baile, sino un casamiento como Dios manda. Llegué al video club y le solté la lista al encargado. Éstas son todas las películas que tengo de Sarita Montiel. ¿Tiene alguna que no esté en esta lista? El encargado me ofreció El enamorado, La reina de Chantecler y Furia roja. Me pidió veinte euros por las tres. Cuando le dije que sólo tenía diez no los aceptó. 75


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A la vuelta, pasé de nuevo por casa de Matías. Aún no habías entrado, pero estabas ya en la puerta. Eras el siguiente. Me asomé por la ventana y le dije: Matías, el siguiente es mi Francisco. Y como se acercó y me dijo que seguro que te encontraba una mujer no tan buena como tu Matilde pero parecida, le ofrecí los diez euros de las películas en agradecimiento. Pero no los aceptó. Le conté que en el video club tampoco los habían querido. ¡Dinero que me ahorro!, dije. Y como me vio algo enfurruñada, me dijo que me pasara al día siguiente que me invitaba a un café. Y allí me planté a por mi café cuando el sol ni había salido. Me gusta madrugar y aprovechar el día. A Matías le pasa igual. Le pregunté cómo te había ido porque no decías ni mú que dicen las vacas. En lugar de contestarme, me dio un paquete. Pero si no es mi cumpleaños, dije. No lo abras hasta que te hayas ido, dijo. Es cierto que nos tuteamos, pero es normal, nos conocemos de toda la vida, ya te lo he dicho. Lo ayudé con los números y con la canastilla, y al salir, saludé a los primeros de la fila. Buenos días. Buenos días. Buenos días. Abrí el paquete nada más doblar la esquina. Me pudo la curiosidad, Francisco. Eran mis tres peliculitas, hijo, esas que no me quiso vender el del video club. Envueltas en papel con imágenes de cromos de esos a los que jugábamos las niñas en el Llano, y con un lazo rojo. ¡Un lazo, Francisco! Encaré la cuesta arriba como si no me pesaran las piernas, ni me pincharan las varices. Hablamos de ti mientras tomamos el cafelito. Con sacarina y con poca leche. Matías me contó que soltaste el numerito en la canastilla y el bastón de tu padre en el paragüero y dijiste: Estoy aquí por mi madre. Y luego le contaste toda la cantinela, tal cual se la cuentas a todo el mundo: Yo a Matilde la quería con locura y no tuvimos hijos porque Dios no quiso mandárnoslo, pero criamos a Rulfo, a Neruda y a Corín como si lo fueran. Mi madre no quiere animales en casa, ya la conoce usted, que dice que es alérgica a los pelos de los gatos, pero yo creo que es por fastidiarme. Matías sólo dijo: Le recuerdas demasiado a tu padre. Y es verdad, Francisco. Lo reconozco. Tarde. Pero lo reconozco. Si somos iguales, hijo, que reconocemos las cosas pero no lo confesamos hasta pasados muchos años, cuando creemos que ya nadie se acuerda de que tenemos algo que confesar. Yo quería tener un hijo, Francisco. Más que nada en el mundo. Se lo dije a mi madre. Mamá, yo quiero tener un niño. Mi madre me acarició la cara, el pelo, los hombros, y luego me besó en 76


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la frente y me dijo: Pídeselo a los Reyes Magos. Y se lo pedí. Año tras año. Pero sólo me traían bebés de plástico. Y cuando fui mujercita y me vino el periodo, estas cosas no se le cuenta a un hijo, pero esta vez es necesario para que lo entiendas de una vez, yo dije: ¿Ahora ya puedo ser madre de verdad? Y mi madre me respondió: siempre que te cases, hija. No había cumplido los quince cuando conocí a tu padre. Quiero tener un hijo, le dije. Naciste a los nueve meses. Desapareció antes de echarnos las bendiciones. Nos dejó su bastón y una caja de cartón llena de fotografías. Para que sepa de dónde viene, dijo. No se trata de no contar, Francisco, ya ves que no sé mucho más de tu padre que tú. Matías me dijo que sacaste un pañuelo del bolsillo y te limpiaste el sudor de la calva y la frente. ¿Cómo se puede sudar tanto en el mes de enero, Francisco? Eso hay que vértelo. Te sentaste en el butacón donde momentos antes se había sentado Don José y le confesaste que estabas nervioso como un chaval. Y él te sirvió un pajarete en una copa de coñac. No es el vaso adecuado, le dijiste. Y muy bien dicho. ¡Ese es mi hijo!, le dije a Matías. ¿Qué más da el vaso? Sí, que da. Sí, que da. Le contesté muy seria. Creo que levanté incluso el dedo, como cuando te mando a ordenar tu habitación. Ay, hijo, cuando se es madre, se es madre todo el tiempo y con todo el mundo. Si hasta le dije lo flaquito que se está quedando con tanto trajín de ayudar a la gente, y le llevé unas salchichas, unos huevos de codorniz, un fuet y un yogurcito griego. En estos días yo lo veo hasta más repuesto. Me dijo que le pusiste pegas a todas las mujeres que te enseñó. Que no te gustaba ninguna. Que no hacías más que resoplar y decir: Fea. No me gusta. Fea. No me gusta. Flaca. No me gusta. Etc. Cuando te di por perdido y me fui a levantar de la silla, Matías me rogó que me volviera a sentar porque aún quedaba historia. ¡Pare!, dijiste. ¡Esa! Y señalaste la pantalla. Siempre te he dicho que está muy feo señalar, que no es de hombres educados, pero en este caso está justificado. Esperanza. Bonito nombre. Rubia. Rellenita. Gafas de artista. Vestido alegre. Sonrisa coqueta. Sí, Francisco, la he visto. Matías me ha enseñado la fotografía. Amenacé con dejar de visitarlo. Soy muy impertinente, hijo, lo sé, pero parece que a él no le molesta. Él se retrepa en el butacón, me mira, se ríe y me dice, Ay, Adela, y luego me deja hacer. Es un hombre muy amable. En su juventud ya apuntaba maneras. Se daba un aire al actor ese tan alto y tan guapo, que salía 77


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en las películas de convoys. Me dijo que saliste de su casa sin el bastón, que se te olvidó en el paragüero, y que cuando quiso dártelo, dijiste: Sólo es un recuerdo de mi padre, quédeselo. Ay, Francisco, ya era hora de que ese viejo bastón inútil saliera de nuestras vidas. Viejos tangos de mi flor, y un gato de porcelana pa que no maulle al amor. Desde que volviste a vivir conmigo no he vuelto a comer con la radio puesta. Con lo que me gusta, Francisco. Ya sabes que me gusta canturrear cuando estoy sola. Y todo a media luz que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos. Sólo son viejas canciones que me llevan a otra época, letras y melodías que me traen a la memoria bailes, verbenas y amores de juventud. Desde que se te murió tu Matilde en esta casa ya no se escucha música, sólo la emisora esa que sólo retransmite fútbol y más fútbol. Suena a disco rayado. La misma voz impostada, los mismos equipos cada semana, el uyyyy, el aaaay, y al final ese gooooool ensordecedor. Maldita la hora en la que arreglé el aparato. Un desastre que Matilde se muriera. No te lo he dicho hasta hoy porque hasta hoy no he entendido ese querer tan grande que le tenías. Como si no existiera nadie más en el mundo que ella. Como si te hubiera dado la vida, y la vida se te hubiera ido con ella. No, hijo, no entendía que la quisieras más que a tu madre. Porque fui yo quien te crió y la única que daría mi vida por que la tuya fuera más dichosa. Ahora soy capaz de verlo. Celos, Francisco. Ya que está escrito, escrito se queda. Matías me preguntó: ¿Quién ha sido el amor de tu vida, Adela? Mi hijo, dije. Desde que era un bebé de plástico y yo una niña. Entiendo, dijo. Y como se hizo un silencio, dije lo primero que se me ocurrió: Las mujeres deben sobrevivir a sus maridos. El silencio no se fue, así que me fui yo. Me fui a misa, que ahora para escuchar música tengo que irme a la iglesia. Cuando termina la misa de las siete, me quedo a la de las ocho, que ahí es cuando cantan. Y todo por escuchar las canciones. También rezo. Por tu padre. Por Matilde. Por la mujer de Matías. En fin, por todos nuestros muertos. Cada vez son más, así que después de comulgar, me arrodillo, les rezo un Padre Nuestro de los antiguos, que el nuevo no me lo sé, y les pido que se lo repartan. Mi canción favorita es esa que canta una chiquilla del coro que no debe de tener más de quince años y que canta como los ángeles. Siempre procuro sentarme cerca porque la niña además de cantar, interpreta. Y es una delicia verla. Tan bajita. Tan flaquita. Con esos ojos tan grandes y 78


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ese sentimiento que pone cuando canta Jesús quién eres tú. El guitarrista es el novio. Tiene la cara empedrada, pero es de ese tipo de acné que se cura con los años. Tú también lo tenías y fue cumplir los veinte y ni pomada ni nada, se te quitó solo. Me eché tres cucharones de potaje de habichuelas en el plato, con cuidado de dejarte los tropezones, que sé que te gustan. Lo hice al estilo de mi madre: con patatas, arroz, chorizo y habichuelas blancas. Ella sí que sabía cocinar. El reloj de la cocina atrasaba unos minutos, así que más o menos eran las tres y media cuando empecé a comer. Como no estabas, abusé del salero. El plato ardía, así que acerqué la cabeza al plato en lugar de la cuchara a la boca. Es que así sabe mejor. Sorbí ruidosamente y me reí al escucharme. Me encanta ser traviesa cuando no estás. ¡Qué aproveche, Adela!, escuché tras de mí, donde la ventana que da al patio. Me giré y ahí estaba Matías. Traía un ramito de margaritas en la mano. Si alguna vez te has preguntado si las viejas podemos sonrojarnos como las adolescentes, la respuesta es que sí, sólo que esperamos que las arrugas y los pellejos nos sirvan para algo más que para avejentarnos esa juventud que nos palpita dentro, y sepan disimular nuestro apuro. Buenas tardes, Matías, ¿quiere un poquito? Pues no le voy a decir que no, dijo. Y por eso lo dejé pasar. Matías es de buen comer, hijo, no sabes lo que disfruté viéndolo rebañar el plato con piquitos de pan. Dijo que el potaje estaba exquisito. Esa palabra jamás se ha escuchado en esta casa. Ex-qui-si-to. Mi potaje, hijo. El de habichuelas blancas. Ya sé que a ti no te hace mucha gracia, pero a Matías le supo a gloria. Me dio conversación mientras comía. No es algo a lo que esté acostumbrada, ya sabes que en esta casa, por oír algo que no sea el tic tac del reloj, yo pongo la radio, pero no hizo ni falta. Hablamos de cine, no del cine de ahora, sino del que se hacía antes, y coincidimos en que la mejor película de todos los tiempos es Lo que el viento se llevó. Matías se compró la película en el video club, cuando me compró las de Sarita, y me ha invitado a verla una tarde en su casa. Antes de irse me ayudó a fregar los platos y a poner las margaritas en agua. Me asomé por la ventana y le dije adiós con la mano. Lo seguí con la mirada hasta que llegó abajo de la cuesta. Antes de girar, se dio la vuelta, levantó la mano de nuevo y me sonrió. Le devolví la sonrisa porque tenía la intuición de que antes de desaparecer 79


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por la esquina, se volvería. Si se vuelve es que le importo, pensé. Cuando cerré la ventana aún sonreía como una tonta. Y de repente, Francisco, me sentí sola. Cuando llegaste, el vacío y la soledad persistían. ¿Dónde has estado? Por ahí, dijiste. Tu aliento olía a vino. Te fuiste a tu habitación y cerraste la puerta. Me senté en el sofá, con la mano en el pecho, y me puse a pensar. Debería haber pensado en ti, como hago siempre, pero pensé en tu padre. La última vez que lo vi tenía diecisiete años. Iba vestido con traje de chaqueta y corbata y me hablaba de minas, de diamantes, de África, y de cosas que yo no entendía. Tu padre era como un plato de angulas, como un batín de raso, como un sillón de cuero. Pero Matías es otra cosa. Matías es como ponerse las zapatillas viejas y echar una cabezada en el sofá de la salita. Eso es Matías. Llamé con los nudillos a tu puerta. Siempre entro sin preguntar. A veces te he pillado en calzoncillos. Aún sigues tapándote. Siempre tan pudoroso, Francisco. ¡Adelante!, dijiste. Estabas sentado en la cama, con el retrato de tu boda en la mano. Los ojos llenos de lágrimas. Las lágrimas sobre la imagen de Matilde. Perdóneme la tristeza, madre. ¿Podría usted abrazarme? Si es que yo no sé abrazar, Francisco. ¡Ya eres muy grande y muy viejo!, dije. Me puse en pie y salí de tu habitación. Matías dice que las palabras hay que escribirlas, que las historias hay que contarlas y los besos hay que darlos, así que me volví. Esta vez entré sin llamar. Te soné los mocos con el pañuelo que siempre llevo en la manga, y abrí los brazos cuanto pude. Procura no aplastarme, hijo. Fue una sensación extraña y placentera a la vez. Te besé en el hombro y en el cuello, y hasta que no te volviste a sentar en la cama, no pude besarte la frente y la calva. ¡Eres tan alto, hijo! Me tomé medio vasito de anís, como una deliciosa medicina, antes de bajar la cuesta de los Dolores. Era temprano pero ya había gente en la puerta de Matías. Buenos días, buenos días, buenos días. La puerta estaba entornada y entré sin llamar porque ya le había avisado que iría temprano a tomarnos el cafelito de la mañana. Ya tenía el ordenador encendido, la canastilla repleta de números y a otro de los vecinos, el que fue maquinista de tranvías, sentado en una silla. Es un señor muy mayor. ¿Qué hace usted aquí, Don Federico? Quiero aprender a bailar. ¿Usted sabe bailar, Adela? De joven bailaba Foxtrot. Yo nunca tuve tiempo de aprender, dijo. Pero nunca es tarde. No sé por qué 80


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ese empeño en camuflar las palabras, hijo. Dicen bailar cuando quieren decir amar. Es como con las fotografías. El pasado de los viejos es blanco y negro. Los viejos no aman, bailan. ¡Estupideces! Todos somos ríos que van hacia el mar, tengamos la edad que tengamos. Y si yo fui aquella mañana a casa de Matías, fue con el ánimo de pedirle un baile. Yo no tengo claro si lo que hice fue ganar o perder en la vida, Francisco, pero sí sé que quiero seguir jugando en esta tómbola. Y a esta edad en la que no se debe tener miedo a nada, de repente le tengo miedo a todo. Ya ves que los dos nos parecemos también en eso. Ya le has llorado suficiente a esa mujer con la que compartiste la mayor parte de tu vida. Deja que duela, así es como desaparece. Ahora debes volver a la pista de baile porque a ti te gusta bailar, Francisco. Da saltitos. Mueve las caderas. Sigue el ritmo. Déjate llevar, hijo. Y yo haré lo mismo. Ese viejo solitario que le arregla la vida a la gente y que tiene buena conversación, buenos modales, y que me trata con tanta dulzura y amabilidad, hace que cada uno de mis huesos vuelva a estar en su sitio y que en vez de andar, vuele. Por eso he cogido un numerito de la canastilla para mí. El quince, la niña bonita. Hace muy buena noche para ser enero, ni demasiado frío, ni demasiado viento, y el cielo despejado. Hoy vas a conocer a Esperanza. Te has puesto traje y corbata, te has perfumado y le has comprado flores. Estoy nervioso, madre, dices. Hace cuarenta años que no tengo una cita. ¿De qué voy a hablarle? Tú háblale de las pequeñas cosas de la vida y de esa despreocupación que uno quisiera tener en la primera cita. Dile que odias los entierros y que te encantan los recitales, que roncas como una bestia y que no usas peine. Que lloras mucho, al menos tres veces a la semana, y sobre todo cuando estás bien. Dile también que las sábanas se te quedan cortas, que no tienes un libro favorito y que has viajado tantas veces a Madrid que si la ciudad desapareciera tú serías capaz de volver a reconstruirla. Dile todo eso si quieres, pero no le digas que tu madre es soberbia y desdeñosa, ni que no puedes olvidar a tu esposa muerta. El quince, la niña bonita. Me vestí para la ocasión. Un vestidito de flores. Muy alegre. Nada de negro, que ni me favorece, ni soy viuda. Matías se sorprendió cuando le entregué el número. Su cara, por lo general sonrosada y alegre, se tornó de repente triste y cansada. ¿Qué te ocurre, Matías? Yo 81


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ya sabía por dónde iba, pero una mujer ha de hacerse la interesante. ¿No es este un lugar para volver a bailar? Pues vengo a por mi carnet de baile. Matías me ofreció asiento donde tantas veces me he sentado a tomarme el cafelito, se sentó delante del ordenador y abrió la página donde elabora los perfiles de los vecinos. Adela Gutiérrez, dije. Puede elegir un seudónimo, dijo. Y el usted surgió así de repente, como de repente surgen las cosas, y todos los escalones que habíamos subido, de repente los bajamos. ¿Ahora me hablas de usted?, pregunté agarrada a mi bolsito de mano. Las piernas juntas y ladeadas, los ojos entornados. Así lo hacía Sarita en sus películas, y siempre con muy buen resultado. Matías no respondió. ¿Y por qué? A usted le gusta imponer distancias, me dijo. Acaba de imponer una, y créame que lo siento. Como se hizo un silencio como el que se hace cuando pasa un ángel, lo rompí diciendo que prefería un seudónimo. La niña bonita. Ponga usted eso. Y lo puso, y dijo: como decía un sabio griego, los niños matan a las ranas por juego, pero ellas mueren de verdad. ¿Me va a hacer usted un perfil, sí o no? Matías apretó los labios y escribió de carrerilla, con sus dedos artríticos golpeando el teclado, lo siguiente: Déspota, soberbia, altiva, ingrata, ególatra, fría, pero conserva la tez hermosa. Me levanté alterada. Vencida por mi propio juego y con ánimo de salir de esa casa en la que tan cómoda me había venido sintiendo, pero lo reconsideré, y volví a sentarme. Prosiga, dije. Matías arrimó su silla a la mía y dijo: De cerca tienes los ojos bonitos. ¿Ya no me habla de usted? Ya no. Ah, dije. Matías se volvió hacia el ordenador y pulsó una tecla. Ambos permanecimos en silencio mientras las pantallas se sucedían una tras otra y aparecían y desaparecían fotografías y fotografías de señores tan mayores como nosotros. Nada, dijo al fin. ¿Nada? No hay ningún perfil que coincida con el tuyo. Tendrás que conformarte conmigo. ¿Bailamos, Adela? Ahora te toca a ti, Francisco. Basta con tener ganas de bailar.

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A la velocidad de la luz Dolores Pérez González

Llevaba meses bloqueada. No conseguía avanzar en el libro de relatos que estaba escribiendo. Tú te enfadabas cuando me quedaba trabajando hasta la madrugada. Discutíamos sin mucho afán y te marchabas de mal humor dando un portazo. Creí que alejarme de ti, me permitiría poner mis ideas en orden y podría centrarme en terminar el libro. No conseguí dormir la noche antes de mi partida. Con los ojos abiertos trazaba rayas imaginarias entre los puntos de luz que escapaban de las farolas y entraban a través de la persiana mal cerrada. La lluvia caía despacio sobre el alfeizar de la ventana, aún estaba oscuro, la luz fosforescente del reloj marcaba las seis de la mañana. Escuchaba tu respiración a mi lado y me parecía imposible que siguiéramos juntos después de tantos años, que nuestra vida siguiera siendo rutinaria e incruenta, a pesar de que una vez me juraste que serías capaz de matarme si te abandonaba. Creo que a los dos nos unía la misma desesperación, el mismo instinto de supervivencia. Me marché a Berlín en pleno invierno. Huía de ti, o tal vez solo de mí misma. De ese amor mutuo, intenso, solitario y que alguna vez creí no correspondido. Nos despedimos sin demasiada efusividad en el aeropuerto de Málaga y te hice una foto para llevarme algo tuyo conmigo. Cuando volví a mirarla, ya en el asiento del avión, me asustó tu cara de angustia, aunque sabía que tratabas de no expresar nada. Me alejaba de ti con una mochila colgada a la espalda en la que había metido unos libros y algo de ropa de invierno, insuficiente para el frío del mes de enero. El vuelo tuvo turbulencias. Yo leía Tanta gente sola, de Juan Bonilla, en medio de dos señoras alemanas ya mayores. Una llevaba el marido en 83


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A LA VELOCIDAD DE LA LUZ Dolores Pérez González

el asiento de atrás y no paraba de molestar y hacerle recomendaciones. Me dijo que en español solo sabía decir: hola, adiós y café con leche, pero que llevaba años viviendo en Benajarafe. La otra llevaba un bolso entre las piernas, después me di cuenta de que dentro viajaba un perrito al que le dio agua en mitad del viaje. Cuando aterrizamos nos dijimos gudbay y salimos apresuradas, como si fueran a llevarnos de vuelta si nos quedábamos rezagadas. Volví a verlas esperando en la cinta transportadora que giraba y giraba de forma hipnótica con las maletas de los pasajeros. La mía igual pasó ante mis ojos varias veces antes de que la viera. Al salir al exterior, mil agujas de frío me entraron por la nariz y se me clavaron dentro de los pulmones, en las orejas y la cara. Descubrí una ciudad helada, cubierta por un cielo eternamente gris. Iba sin ganas de nada y a la vez dispuesta a impregnarme del ambiente, a mezclarme con las personas en aquellas calles llenas de nieve y gravilla, que destrozaban la suela de mis maltrechas botas de montaña. La melancolía helaba el aire, era como ir recibiendo cubos de nieve sobre las mejillas a cada paso, llenos de recuerdos y reminiscencias de otros tiempos. La estación del tranvía estaba mojada y oscura, despedía un olor a desinfectante, a orina y humedad. No me recordaba para nada las imágenes de la película Good Bye, Lenin, ni siquiera aquellas de la muchedumbre que derribaron el muro, tal vez algunos edificios se parecían un poco a las imágenes que guardaba en la retina de El lector. Se veían muchos estudiantes de otros países y viejos muy viejos con miradas de saber y haber sufrido mucho. Una mujer con el pelo blanco y gorro de piel que hablaba sola, se acercó a mí y me gritó unas palabras inconexas en su idioma, que no entendí, me limité a sonreírle, encogerme de hombros y seguir mi camino. Había poca gente por las calles y pocos coches. Las bicicletas aparcadas delante de un centro comercial, tenían los manillares y los asientos cubiertos de nieve. Entre los edificios descoloridos resaltaba una iglesia con torres puntiagudas de ladrillo rojo, donde los revolucionarios se reunieron justo antes de la caída del muro y se podían escuchar las últimas emisiones de radio clandestinas conectándose a unos auriculares. Me quedaría en una habitación alquilada de la zona este. Tracé en un mapa los sitios que quería visitar y las líneas de metro adecuadas. El edificio era 84


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muy antiguo, de unas cinco plantas, austero y aséptico. Detrás de una ventana con cortinas transparentes me pareció ver un rostro que miraba al vacío. En el interior del edificio también olía a humedad y decadencia. Las escaleras de madera crujían al pisarlas y no había ascensor. Tenías que quitarte las botas en la entrada para no mojar el suelo de parqué. En la habitación, la cama no era más que un colchón sobre una alfombra en el suelo, casi tan dura como tumbarte sobre el tronco de un árbol. Una butaca antigua, una mesa de madera y un pequeño armario eran todo el mobiliario que me acompañarían aquellos días, además de un mapamundi antiguo que colgaba de la pared. Pensaba en ti, ensayando lo que te diría cuando volviéramos a hablar, imaginando cómo sería lo nuestro cuando volviera. Llamé a casa pero nadie respondió. Sin saber muy bien por qué, lloré hasta quedarme adormecida sobre la cama. En ese momento no sentía rencor, ni rabia, tal vez solo miedo. Esos días eran un aplazamiento, como cuando esperas en la sala de un hospital a que te den un diagnóstico. A pesar de los errores, quería que todo siguiera como siempre, quería volver y que estuvieras esperándome, ahora lo sabía. El olor a antiguo del piso hizo que imaginara a las familias que lo ocuparon en otro tiempo, cuando la guerra o ya en la época comunista, con sus miedos, sus vidas grises, austeras y tal vez llenas de pasiones ocultas. Estar sola hacía que la imaginación tomara derroteros insospechados. Aún no eran las cuatro de la tarde y ya había anochecido. Comencé a imaginar qué estarían haciendo nuestros hijos, si se habrían levantado aquella mañana al primer toque del despertador o se habrían hecho los remolones como hacían siempre, si saldrían con las legañas pegadas y el estómago vacío, sin tomarse siquiera el Cola-cao de rigor que tú les preparabas todas las mañanas y que más de una se dejaban sobre la encimera de la cocina sin beber. Imaginaba la ventana cerrada, sus camas revueltas ¿recuerdas con qué esmero las hacían de pequeños antes de salir para el colegio? Y cómo ya en el instituto, sus habitaciones se fueron convirtiendo en unas auténticas leoneras en las que no podíamos entrar ni tocar nada, llenas de zapatillas malolientes, juguetes dispersos, libros y montones de ropa limpia y sucia mezclada sobre la silla. Por la mañana, salí a desayunar a una cafetería cercana. Tenía una vitrina llena de dulces de hojaldre rellenos de manzana y muchas clases de pan de 85


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A LA VELOCIDAD DE LA LUZ Dolores Pérez González

semillas y frutos secos. Me pedí un dulce que señale con el dedo a la dependienta y un té con leche. Comí despacio, saboreando cada bocado y cada sorbo de té. Mientras apuntaba en mi libreta las sensaciones que empezaba a experimentar. Al día siguiente había quedado para almorzar con Hernán, mi antiguo profesor de literatura que me aportaría documentación importante para mi proyecto. En la Universidad casi todas las alumnas estuvimos secretamente enamoradas de él. La mañana tenía una luz singular, reverberada por la nieve que cubría las aceras en cúmulos adosados a los bordillos. Parejas de jóvenes paseaban a sus bebés rubios en carritos muy abrigados. Me pareció una ciudad distinta a la del día anterior, por la luz, los edificios de piedra con restos de metralla en las fachadas. Los restos del antiguo muro lleno de grabados y pinturas. Stolpersteine, que significa tropiezo y son unas placas de acero incrustadas en las aceras, en recuerdo del genocidio judío, con los datos esenciales de la persona a la que conmemora. Pregunté mapa en mano con mi precario inglés, por el lugar de mi cita, a una mujer vestida con abrigo y gorro de pieles. Ella me explicaba con todo lujo de detalles por dónde tenía que ir, yo afirmaba con la cabeza diciendo okey, okey, pero sin entender absolutamente nada. Cuando la mujer siguió su camino, miré a ambos lados de la acera y seguí hacia adelante por donde me pareció. Encontré sin dificultad el Monumento al Holocausto, me pareció una especie de cementerio tristísimo con tumbas semienterradas por la nieve. Un poco más adelante en la Puerta de Brandenburgo, pedí a un transeúnte con pinta de turista que me tomara una foto. No era difícil comunicarse por señas aunque desde que me despedí de ti no había mantenido una conversación coherente con nadie, y ahora que lo pienso, creo que ni contigo desde hacía semanas. Detrás del monumento había una manifestación de protesta. Un tipo simulaba ahorcar a un muñeco vestido con una túnica en un patíbulo de cartón piedra. Pancartas jaspeadas de letras enormes en negro y rojo coloreaban el nombre de un país de Oriente Medio. Con la llegada de la policía se dispersaron los manifestantes y no tuve tiempo de tomar una foto, aunque me pareció macabra aquella representación. Era consciente de no haber hecho este viaje para alejarme de ti, como pensé en un primer momento, sino para estar contigo de un modo surrealista, más 86


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consecuente que si estuvieras conmigo físicamente con tu sarcasmo. Recordé cuando éramos novios y tú hacías la mili en un barco perdido en mitad del océano. Yo te escribía creyendo que compartíamos cierta telepatía y ambos pensábamos a la vez el uno en el otro. Claro que ya no éramos dos jóvenes insensatos y los años de convivencia habían soldado nuestras vidas sin océano de por medio. No era fácil olvidar lo que de verdad nos unía en esos momentos. Añoraba tanto estar de vuelta que no me podía explicar esa sensación de incertidumbre que me asfixiaba. Quería teneros cerca a ti y a nuestros hijos, pero sabía que la vida no tenía palanca de marcha atrás, que ellos no tardarían en marcharse lejos y que tendrían que afrontar sus propias dificultades y crecer. Temía no poder protegerles, no poder estar a su lado cuando les hiciera falta o, lo que es peor, que ya no me necesitaran. Temía que sufrieran, que se equivocaran más de lo necesario, que no pudieran conseguir esa felicidad a plazos que da la rutina. El reencuentro con mi profesor Hernán fue cálido, teníamos mucho de qué hablar y poco tiempo. Me había perdido buscando el sitio dónde habíamos quedado, tomé el camino contrario, pregunté, pero seguía sin enterarme de las explicaciones de los viandantes. Al fin, Hernán salió a buscarme a la estación de partida. Comimos en una especie de mercado donde había un bufé con comidas típicas de varios países. Pedí una ensalada, no tenía apetito. Creo que hablé sin parar la primera media hora. Llevaba días con cientos de palabras aglutinadas dentro de la cabeza y empezaban a producirme jaqueca. Hernán comía y asentía con una sonrisa, me pasó la carpeta con los papeles traducidos llenos de datos y fechas que me serían muy útiles. Antes de marcharse me acompañó a ver un templo antiguo de piedra que resistió al embate de la Segunda Guerra Mundial y del que sólo quedaba una torre medio derruida de la construcción original, y justo al lado habían construido un edificio muy moderno. Le pedimos a un transeúnte que nos hiciera una foto para que se viera de fondo, el fotógrafo nos pidió que nos juntáramos más y sonreímos tímidamente los dos. Hernán me acompañó a la boca del metro y nos despedimos con un abrazo. Hubiera querido pedirle que me acompañara más días, pero sabía que no le era posible. Anochecía y el frío era cada vez más gélido. De vez en cuando daba saltitos y palmadas para entrar en calor mientras esperaba la llegada del 87


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metro. En un recodo del pasillo había un viejo con un acordeón que tocaba melodías tristes. Le eché unas monedas dentro de la gorra que tenía en el suelo. Sonrió y me dio permiso para tomarle una foto. Salió movida como si se tratara de un fantasma. Las paredes de la estación estaban llenas de dibujos y grafitis. Te llamé desde la habitación. Tu voz no expresó alegría ni sorpresa, ni me preguntaste cuándo volvería. Te pregunté por ti y por los niños y respondiste con evasivas y sin ganas de hablar. Nos despedimos, te dije que te quería y contestaste un y yo también, solo eso, un yo también que me resultó insuficiente y seco. Al colgar me sentí como si caminara con los brazos en cruz y los ojos vendados sobre el filo de un viaducto y pudiera perder el equilibrio en cualquier momento. La luz mortecina de un piso superior iluminaba el patio. En el espejo me vi extrañamente pálida, como si hubiera donado sangre sin tener la suficiente, con los ojos centelleando sobre unas ojeras moradas y desgreñada como una muñeca vieja. Pensé que si me alisaba el pelo y me echaba un poco de agua sobre las mejillas recuperaría la imagen de mí misma que guardaba en la memoria, de cuando aún todo parecía estar en su sitio. Te dije que estaría fuera dos semanas, pero la soledad en estado puro era demasiado para mí. Berlín era una oquedad de la que necesitaba salir, a pesar de su belleza y de esa luz tan peculiar que reflejaba el cielo sin sol sobre las calles nevadas. A pesar de esa falta de ruido que lo envolvía todo, los bares silenciosos con velas sobre las mesas y música de jazz de fondo que se podía escuchar nítidamente. Se me hacía raro no escuchar conversaciones ajenas. Visité museos hasta quedar extenuada y admirada al mismo tiempo, paseé por las innumerables plazas inundadas por el olor a salchichas calientes. Todo en perfecto orden. En un idioma del que no entendía ni lo más elemental. Halou, Chus y Cenquiu, fueron las únicas palabras que pronuncié aquellos días, ensayadas tras una sonrisa tímida. Cambié el billete de vuelta y regresé volando al presente. Había temporal y el avión estuvo retenido más de una hora en el aeropuerto, mientras le echaban anticongelante con una manguera a presión. Cuando logramos aterrizar, caminé de prisa por los pasillos interminables del aeropuerto, temí que no hubieras venido. Se me aceleró el pulso 88


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cuando te vi en una esquina de la sala de espera, apoyado contra la pared y con los brazos cruzados sobre el pecho. Esperándome, desde hacía más de dos horas. Aunque tendrías que haber estado trabajando, te habías escapado para recogerme. Nos abrazamos largo rato sin decirnos nada. Tiraste de mi maleta y no quise que cargaras con la mochila. Cuando salimos al exterior, el sol radiante casi me ciega. Hacía frío, caminamos cogidos de la mano hacia el coche y fuimos a comer a un chiringuito. Aunque era invierno aún hacían espetos de sardinas asados sobre las ascuas en una barquilla. Nos pedimos uno de tapa, con un vino dulce que me llenó de calor y saboreé a gusto. Los camareros vociferaban los platos de pescado, los comensales hablaban en voz alta, las olas iban y venían a la orilla. Volvía de un mundo silencioso y gris, a otro inundado de luz y ruido. Tomamos café, le dejamos propina al camarero y volvimos a casa. Los niños habían llegado del instituto y se habían vuelto a marchar dejando los platos sin fregar sobre la encimera. De todo eso han pasado cuatro años. Ahora sigue lloviendo. Preparo un té y lo bebo a pequeños sorbos. Tú te has despertado y pronto saldrás para tu trabajo. Me das los buenos días y un beso en la mejilla. Siento ese calor que deja tu mano sobre mi clavícula, encojo los hombros intentando retener un poco de ese calor para el resto del día. El silencio de la casa se va iluminando poco a poco. Transito por sus habitaciones ordenadas, limpias y vacías. Intento recordar las imágenes de la niñez de nuestros hijos, sus risas divertidas con las peleas de cosquillas, las tardes haciendo puzzles sobre la alfombra o jugando a la oca, los dibujos y lápices esparcidos por el suelo, la ropa amontonada en la silla y los calcetines sacando la lengua por debajo de la tapa del canasto de la ropa sucia. Recuerdo esa otra época cuando pensaba que mis padres no me querían y deseaba secretamente haber nacido en otra familia, ser hija única y tener muchas muñecas sin la obligación de aguantar las pesadas bromas de mis hermanos. Estoy segura de que ellos tampoco tienen, aún, ni idea de cuánto les quiero. Lo nuestro ocurrió casi sin pensarlo, como un juego entre amigos a ver quién se decidía antes. Nosotros fuimos los primeros en irnos a vivir juntos, lejos de la familia, solos, el uno para el otro. A veces me faltaban las palabras, 89


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las conversaciones, que encontraba cada fin de semana al volver al pueblo. Encuentros animados con los amigos, pero me fastidiaba que todos quisieran dirigir nuestra vida. Surgieron las primeras peleas, los enfados. Volví a desear haber escogido a otra persona, vivir otra vida. Con esas dudas a cuestas nació nuestra primera hija y me di cuenta de lo que de verdad me importaba, tenía mi propia familia y no la cambiaría por nada, aunque hubiera días en los que me sintiera como una partícula de polvo a punto de desaparecer. Abro sus armarios, aún cuelgan algunas perchas con los vaqueros y camisetas que no se han llevado, el niño a Escocia con su beca Erasmus, la niña a Colonia con su trabajo de traductora. Arrimo la cara y aspiro su olor. Paso la mano por sus libros de aventuras y cuentos. Todavía quedan algunos juguetes que dejan constancia de cuando vivían aquí, como reliquias de una civilización extinguida. Le enderezo los brazos al pequeño Playmobil, le aliso el pelo a la Barbie, tan rubia y delgada, tan perfecta, con su sonrisa congelada, manteniendo a duras penas el equilibrio sobre la repisa. Tú desayunas mientras escuchas la radio. Voy a la cocina y te acaricio el cuello, encoges los hombros y atrapas mis dedos con tu calor. No todos los años vuelven por navidad, como en aquel anuncio, donde eran otros muy lejanos y desconocidos los que se marchaban y volvían para abrazar a sus padres y morder un trozo de turrón. Vuelven, y la casa se llena de vida. Recobro una vitalidad que se había escondido debajo de la cama, dentro de una zapatilla olvidada en una de esas habitaciones vacías. Y no es que estuviera triste, no, pero tampoco encontraba una razón para estar contenta. Las llamadas telefónicas con la niña, hablando de nuestras cosas durante horas. Las conexiones al Skype con el niño que a veces se quedan congeladas y hay que cortar. No son suficientes. Quiero que vuelvan y tenerles cerca otra vez. No me canso de mirar a nuestro hijo cuando no se da cuenta. De alguna forma veo tus rasgos reflejados en él, y también los de tu padre, iguales pero distintos, mientras aparta la fruta escarchada del roscón de reyes y dice que no le gusta, sé que sonríes para tus adentros. La hermana asegura que es lo mejor y se la zampa de un bocado. Me pregunto cómo pudo pasar la vida a la velocidad de la luz, cómo escaparon aquellos años casi sin darnos cuenta. Las ganas de que fueran mayores, de dejar de temer que les subiera la fiebre, la tos por la noche, los picores de 90


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la varicela, el miedo a que se cayeran en el parque y se hicieran daño por leve que fuera. Los abrazo y los huelo como si fuera una gata con sus cachorros y pudiera lamerlos, protegerlos. Quiero escuchar sus voces, que repitan una y otra vez la travesura de aquel día que el niño le dio caqui verde a la hermana diciéndole que era melocotón y salió corriendo, o el día que se fue a jugar a casa del vecino sin decir nada y a ti por poco te da un infarto. Nos sentamos a charlar con ellos y tú me coges por la cintura y vuelvo a sentir ese calor, igual que aquel día que regresé de Berlín cargada de incertidumbre. Cuentan divertidos el viaje de regreso, la anécdota en el avión con las turbulencias, el tipo mal educado que se tiraba pedos. La casa se llena de risas. Te miro, siento rebosar tu felicidad y unas enormes ganas de llorar y gritar de alegría. Quisiera congelar ese momento, dejarlo grabado en mi mente y rebobinarlo una vez tras otra. Llega mi madre, la encuentro más pequeña y desvalida cada día, devorada por la vejez. Sin querer me veo a mí misma dentro de unos años y siento un miedo y una ternura inmensa. Me doy cuenta de que no puedo hacer nada por retener los momentos, los días, los años, el amor que se expande ahogándome casi. Ha dejado de llover. Cuando se han marchado estoy tan cansada que no me apetece hablar, apago la luz, la tele y me sumerjo en un baño de espuma con los ojos cerrados. Me enfundo en la bata, y ovillada en el sofá intento leer ese libro de Bonilla que de vez en cuando sale una manada de Ñus que cada año cruza un río infestado de cocodrilos en busca de pastos verdes. Mi madre confunde los nombres de los que no le importan, cuenta una retahíla de cosas que hizo hoy, mientras miro sus manos artríticas, con las manchas que el tiempo le ha ido tatuando. Las mías llevan el mismo camino. Cuando faltó mi padre me sentí desprotegida por primera vez. Ahora que nuestros hijos se han ido de casa, un vacío me carcome por dentro. Tú dices que volveremos a ser novios, que tenemos que aprovechar los años que nos quedan. Te miro con ternura, intento sacar toda la pasión que encuentro, pero cada día me cuesta más tirar de ella y mantearla. Llegaron de nuevo las despedidas, las habitaciones vacías y el silencio. Pronto empezará a llover. Pienso que la vida es como un puzzle que se va haciendo y se deshace cuando apenas lo acabas de encajar. 91



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Año cero Salvador Rivas Gálvez

Centenares de pequeñas hogueras dibujaban el perfil de los barrios cada anochecer. La luz temblorosa se derramaba sobre el mar. Desde la carretera de los montes escrutábamos con prismáticos los movimientos que se adivinaban en cada esquina. De repente prendía un incendio en un edificio en ruinas y las llamas iluminaban los desperdicios esparcidos por las calles, los socavones del pavimento, los chasis corroídos de los coches abandonados. Los helicópteros acudían con sus cañones de luz, lanzando botes de humo al azar, y en pocos minutos el cielo y el suelo danzaban en un inusitado espectáculo de sombras chinas. Ella vivía en la frontera de uno de esos barrios, a unos metros de los puestos de control que era imposible atravesar sin el certificado de trabajo. Yo había alquilado un cuartucho cerca la Comisaría Central, que había sido mi casa en los últimos años. Había decidido establecerme por mi cuenta, aunque hasta ahora nadie había acudido a mí. Sólo es cuestión de tiempo, me decía, a mi alrededor lo que sobran son crímenes. Aunque tal vez escasean los misterios. Tenía un pequeño escritorio que me había llevado del almacén de la comisaría. La tableta era de mi completa propiedad. Podía conectarme a Internet y a las bases de datos policiales con la clave de un compañero. La mía había sido anulada en cuanto pedí la baja. Alguien trabajó ese día en la delegación del ministerio y su trabajo fui yo. En una tienda de chinos de Portada Alta compré un par de sillas de oficina. Un ratero al que detenía habitualmente me consiguió un mueble archivador a muy buen precio. Con toda esta decoración casi no me cabía el cenicero. En la pared cenicienta que quedaba a mi espalda coloqué la foto enmarcada de mi juramento como policía. Que los clientes sepan que he sobrevivido ahí fuera, pensé. 93


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AÑO CERO Salvador Rivas Gálvez

Cuando me cansé de esperar que entrara alguien y había consumido todo el porno digital que es capaz de absorber el cerebro, me compré un par de novelitas carcomidas que el quiosquero me entregó a través de la bandeja de seguridad. Una era La máscara de Ripley y la otra El sueño eterno; ambas contaban historias del siglo pasado, cuando el mundo era más feliz. Las ojeé en la oficina y me decidí por la segunda, porque tenía la letra más grande. Además, si llegaba un cliente me vería leer un libro de título sugerente, que igual podía aplicarse a la filosofía que a las modernas técnicas de investigación policial. Así me encontró ella cuando subió las escaleras arrastrando los pies y empujó suavemente mi puerta a medio cerrar. Tenía el pelo gris enmarañado, los ojos brillantes como rescoldos y una sonrisa anclada en el camino de ida. La camiseta ceñida y unos pantalones ajustados se conjuntaban en ese color, indefinible, de los tonos oscuros abatidos por el desgaste. No era joven pero todo en ella parecía gritar lo contrario. Puso encima de la mesa unos pocos billetes nuevos. Yo los cogí y le indiqué amablemente que se sentara. Me dio una foto con la inyección de tinta deteriorada, pero no lo bastante como para no distinguir el rostro de un hombre sonriente que rondaba los cincuenta, con chaqueta y corbata, impecablemente afeitado. —Es mi marido. Se lo llevaron de casa hace tres noches. Pero nadie me dice dónde está. —¿Fueron guardias de seguridad privada? —Sí. La policía dice que no tiene jurisdicción y en los juzgados no consta nada. Su tarea es encontrar a mi marido. —Saldrá caro. Tendré que hablar con personas que arriesgarán su trabajo. Y perdóneme, pero usted no parece en situación de pagar. —Por el dinero no se preocupe, recibirá un sobre semanal y buscará hasta que mi marido aparezca o dejen de llegar los billetes. Tomé nota de su móvil, de su correo, de su domicilio. Piqué su nombre y el de la persona a la que debía buscar. —¿En qué trabaja su marido? —No puede. Se lo prohibieron. Tampoco tiene derecho a ningún servicio, ni aun pagando como todo el mundo. Oficialmente no existe. Es un muerto en vida. —Entiendo. Entonces es un político. 94


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—Es una buena persona. —Por supuesto, no he querido decir lo contrario. —¿De veras? No le creo. —En eso nos parecemos: yo no creo en nada. —Hubiera sido usted un magnífico político. Se fue igual que llegó, arrastrando los pies escalón a escalón, y dejó mi puerta a medio abrir. Su cuerpo se disolvió en la penumbra gris de las escaleras dejando un rastro tibio a su paso. No era un encargo difícil y el hecho de que la víctima fuera un político me resultaba indiferente. Yo no tenía prejuicios y, aunque hacía muchos meses que no oía hablar de ellos, sabía que habían sido expulsados de los recintos amurallados de la Costa Occidental. Ya no mandaban. Nunca hubo militares patrullando las calles, ni tanques agrietando la calzada. No hizo falta el toque de queda, nadie declaró el estado de excepción. Cayeron como fruta madura, agradecidos de no ser ya los responsables de tantas penurias. Seamos pobres, nos dijimos, pero que dejen de tomar decisiones imposibles. Que otros elijan cómo serán nuestros días. Pocos años antes me hice policía. Porque era un trabajo para toda la vida con un discreto salario, porque mi físico me facilitaba superar las oposiciones, porque me atraían las armas. Me hice policía porque imponía respeto en los demás. El terrorismo era sólo un recuerdo lejano y las mafias reptaban, silenciosas, para ocupar ese vacío en nuestras pesadillas. En la primera ocasión que tuve para usar la porra le abrí la cabeza a un desgraciado que en la Granja Suárez vendía tarjetas de racionamiento falsas, y que pretendió pincharme. Se organizó un buen tumulto y salimos de allí como pudimos, con piedras de medio kilo estrellándose contra las lunas blindadas del coche patrulla. Estuvieron toda la noche quemando contenedores, reventando cajeros automáticos y asaltando las tiendas de los chinos, las únicas que sobrevivían. Nosotros les dejamos hacer, cortamos los accesos al barrio y no picamos el anzuelo de los disparos ocasionales. Tres muertos y quince heridos; ni siquiera salió en el telediario. En cuanto amaneció metimos cinco furgones en la pista polideportiva de San José Obrero y dimos caza a jovenzuelos con rastas y chicas con las sienes rapadas. Si no llevaban el certificado de trabajo los arrojábamos al furgón. A mediodía ya habíamos enviado a cincuenta al Centro de Formación. 95


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Cuando suspendieron las elecciones nos limitamos a echar un ojo a las sedes de la Unión Bancaria. No sucedió nada. Siguieron las mismas colas ante las panaderías de los barrios, decenas de personas cabizbajas eran interrogadas en los Servicios Estatales de Empleo. Nadie intentó atravesar los controles de las zonas residenciales, nadie escaló los muros de las grandes áreas financieras. En sus garitas los guardias de los hipermercados saludaban rutinariamente a los clientes, mientras comprobaban sus saldos en las tabletas para permitirles pasar. Los viejos partidos políticos cayeron como las hojas en otoño: lentamente, desplazándose sin control de un lado a otro, marchitos y quebradizos. El Estado se declaró en bancarrota. En los ministerios, una oleada de directivos de las grandes corporaciones ocupó los puestos clave. El Gobierno rendía cuentas ante sus nuevos empleadores de los consejos de administración. El Congreso de los Diputados cerró sus puertas. Las urnas dejaron paso al Ibex 35. Para mí nada cambió. Recorríamos los barrios en busca de parados, los sacábamos de las calles y los enviábamos al gigantesco Centro de Formación en que se había convertido la estación del AVE. En torno a las vías abandonadas miles de personas se hacinaban en chabolas. Los móviles, las tabletas y el sexo estaban prohibidos, si no se disponía de dinero para comprarlos en el mercado negro. Las alambradas rodeaban el recinto. Cada amanecer se abría el pesado portón y las brigadas de andrajosos se dispersaban para aportar su Jornada de Esfuerzo Solidario. Las obras de las carreteras de tráfico restringido, los puertos deportivos y las urbanizaciones fortificadas avanzaban a buen ritmo en toda la costa gracias a la solidaridad. Pero sabía que antes o después llegaría “ese” momento. La policía era el último eslabón de la cadena. Los hospitales y centros de salud, las escuelas, las pensiones, las cárceles, la gestión del tráfico y los transportes… El Estado se había ido desprendiendo de todo. En un lustro el Gobierno anunció la privatización total de la seguridad ciudadana. Nos sacarían a concurso, con una concesión administrativa de treinta años. Para entonces yo tenía la suficiente experiencia y los contactos para abrir negocio propio. Cada vez ganaba menos y no me apetecía trabajar para una empresa en la que nunca sabría a ciencia cierta para qué me arriesgaba. Se me fue un buen dinero en conseguir la licencia de emprendedor, tan exclusiva, pero repartiendo un billete aquí 96


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y otro allí siempre consigues ver tu nombre en la base de datos adecuada. No tardé ni una semana en dar con el paradero del hombre al que buscaba. Le ofrecí doscientos a un amigo que me dio un número de teléfono, en el que un amigo de mi amigo empleó un par de días en hablar con alguien que jugaba al fútbol habitualmente con un guardia de seguridad, que hacía trabajos fuera de horario, sin registro y sin hacer otra pregunta que no fuera cuánto pagaban. Conseguí una dirección que me llevó al Limonar, una zona relativamente tranquila de la ciudad. Rescaté de un rincón una camiseta arrugada y manchada. Me coloqué unos vaqueros rasgados sobre los que esparcí un poco de tierra y unos cuantos goterones de aceite. Cogí una mochila desgastada y me calcé las zapatillas de deporte que ya debería haber tirado. Me abstuve de afeitarme hasta conseguir una sombra sucia y descuidada sobre la cara. Aquella mañana caminé esquivando los territorios de las bandas callejeras: Carranque, el Puente de las Américas, la Alameda Principal… Evité los itinerarios habituales de las patrullas policiales. Dejé atrás los restos derruidos de la, antaño, única torre de la catedral y el túnel de la Alcazaba cegado por el derrumbe. Al fin llegué a una calle solitaria flanqueada por pequeñas villas abandonadas, sus muros exteriores destruidos, las puertas reventadas y los cristales de las ventanas rotos. Empecé por revisar los contenedores de basura que habían sobrevivido al fuego, deteniéndome ocasionalmente en algún objeto que acababa introduciendo en la mochila. A mitad de calle localicé una villa de fachada tan descuidada como las demás. La diferencia estaba en sus muros desconchados pero intactos, las puertas reforzadas chapuceramente pintadas y las ventanas de cristales oscuros tras las rejas. Hice todo el ruido que pude revolviendo los desperdicios, pateé latas de refrescos y volqué un contenedor. No podía ser discreto para que no repararan en mí. Por la noche busqué la parte trasera de la casa que estaba frente a la que me interesaba y, ya en silencio, me introduje en ella, trepé sobre los escombros al piso superior y preparé un nido lo más confortable posible junto a una ventana. Comencé a frecuentar el piso de ella, un estudio minúsculo mal ventilado en Carretera de Cádiz. Mi aspecto patibulario combinaba con los callejones color orín como un coche deportivo con las piernas de una modelo. Cada pocos días ella entreabría su puerta cuando el sol se desplomaba sobre las 97


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AÑO CERO Salvador Rivas Gálvez

azoteas, convertidas en gigantescos y voraces palomares. Se apartaba para dejarme pasar y, dándome la espalda, se deslizaba hasta el otro extremo de la habitación. Yo observaba su cuerpo sin edad, sus caderas que hendían el aire como un barco hiere el mar en calma, sereno y elegante. Se sentaba en el suelo sobre un montón de cojines y sus ojos incandescentes me invitaban a su lado. Los labios finos, apenas una línea perceptible en la penumbra, susurraban: “Por favor, cuénteme”. Y yo luchaba para no alargar la mano y recorrerlos lentamente hasta introducir mi pulgar en su boca. Sacaba mi libreta de notas y le contaba cuanto había observado. A su marido le permitían salir al patio de la villa quince minutos al día. Sus ropas estaban gastadas y sucias pero no eran las de un pordiosero. Ocasionalmente aparecía magullado. Lo vigilaban cinco hombres con armas automáticas. Tenían una furgoneta con el logo de un proveedor de Internet, que utilizaban para ir y venir del supermercado. Una rutina que se prolongaba ya varios meses. Ella se mantenía distante, atenta a detalles que parecían cambiar sutilmente, y que en realidad nunca cambiaban. La monotonía de mis informes se fue transformando en la historia que brotaba de aquella mujer dulce y suave, inquebrantable, que en aquel agujero aguardaba con sosiego alguna suerte de milagro. Me contó la abundancia de los buenos viejos tiempos, el dinero de los sobres que pasaban de mano en mano, el silencio de los juramentados y las grietas que derrumbaron el pacto. Me contó el pánico que la invadió el día que su marido la convenció para llevar escoltas armados, la huida para salvar sus vidas, la prisión, el juicio. Y después el exterminio social, la nada, el aislamiento. Pero sabían que antes o después alguien se inquietaría y ordenarían buscarlo. No era el primero. Las visitas se hicieron más largas, las conversaciones más variadas. Ambos escudriñamos en la vida del otro, hablamos de los sueños que se fueron y de los que se hicieron realidad, atrapándonos en ellos. Hablamos de los sueños por llegar, tan temerosos que se escondían debajo de la cama para evitar las pesadillas. Hablamos de la soledad y de la lealtad, de las miradas inquietas y de las miradas en el vacío. En un acuerdo tácito decidimos ignorar el mundo que se tambaleaba ahí fuera, entre humaredas y detonaciones. Ella era una sombra dibujada dentro de otra sombra, dejaba caer las palabras en murmullos y cuando callaba una brasa incandescente brillaba ante su boca, convirtiendo 98


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su voz en humo. La primera noche que dormimos juntos nos dimos cuenta de que nunca nos habíamos tocado. Nos desnudamos en la oscuridad y durante unos segundos el silencio fue insoportable. Luego nuestra piel invadió todos los sentidos. Cuando su mano agitó mi miembro y lo condujo hasta su vulva me olvidé de dónde me encontraba, de quién me acompañaba, de mí mismo, y cerré los ojos esperando la última y agónica sacudida de placer. Ahora estoy en mi nido de camuflaje, ante la ventana, frente a la villa donde se consume el prisionero. Hace dos horas que no hay ningún movimiento. He sacado mi tableta, me he puesto los auriculares y he abierto un videojuego. De vez en cuando hecho un vistazo y me aseguro de que todo está tranquilo. No me concentro en la partida. Imagino mi vida junto a ella con el hombre muerto y la imagino con el hombre vivo. Si yo tuviera que elegir, si pudiera llegar hasta él, ¿qué haría? Ah, he hecho un movimiento torpe, no he sido suficientemente rápido. En la pantalla parpadea un mensaje: “Game over”.

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De Julia para C. Justo Sánchez García

De: Julia Para: C Asunto: desde mi hotel Enero 2014; 22:00 Esta mañana la niebla se desprendía de los pinos. La escarcha dibujaba la silueta helada de las plantas. Los aviones cruzaban el cielo en líneas paralelas mientras la nieve deslumbraba las montañas. La tarde, salvajemente anaranjada, arañaba el cielo de Madrid y cada nube ocupaba su sitio, lo mismo que la luna, panza arriba. Tus manos desordenan mi ropa y tus besos el mundo. Qué hermoso es este caos. Qué perfecta me parece la vida. Cómo, cuánto te quiero. De: Julia Para: C Asunto: Cierto Enero 2014; 23:45 Me mosqueé un poco porque pusieras en duda mi cariño, pero nada más. Con mi amenaza de no volver a morderte jamás, sólo quería jugar un poco. A mi el hijo pródigo siempre eme cayó mal, me parecía un jeta porque además nunca pensaba que ese hijo podría ser yo. Ahora soy bastante más generosa y hasta te permito que el pródigo seas tú por unos días con tal de que vuelvas a mi regazo. Si lo sé, no te cuento nada de mis preocupaciones, que no han sido para

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DE JULIA PARA C. Justo Sánchez García

tanto. Sólo he querido hacer las cosas bien sabiendo que había una posibilidad entre mil. Como estaba contenta y algún día me habías preguntado algo he querido decírtelo para que te quedaras tranquilo. No me he mosqueado contigo en ningún momento por esa cuestión, ni hoy ni ningún día. Soy adulta y responsable de mí misma. Y le adoro a usted señor C. y le voy a leer a Paul Claudel en francés en cuanto regrese. No te mereces ninguna hostia y menos que te pilles un mal rollo por mi culpa, bastante tienes con sufrir la calma tensa. Me encanta ser tu amiga, que me cuentes tus cosas, que me pidas algunas, que seas sincero. Te comprendo y no me enfado, en serio. ¿Cómo iba a enfadarme hoy, en el tercer aniversario del Miracle? Sin querer te he amargado la tarde. Estarás cansado de que te diga lo siento, pero tengo que volver a repetirlo. Además tengo que darte una noticia: yo ya te he perdonado. No he conseguido olvidarme de las cosas, pero al final te has ganado mi perdón. No quería decírtelo todavía pero esa es la verdad. Has cumplido con creces tu condena. Por lo que a mí respecta estás absuelto. No eres horrible, eres maravilloso. No pienso castigarte más, sólo voy a quererte. Besos tórridos, como la noche De: Julia Para: C Asunto: “Que te den morcillas” Enero 2014; 00:15 Desde ahora, esta frase dejará de tener un significado peyorativo para mí. Cada vez que la escuche pensaré en un pequeño patio destartalado, donde unos amantes de dan un festín de amor y otras cosas ricas mientras Corto Maltés vela una vez más por ellos. Un beso del color de la canela. De: Julia Para: C Asunto: Enero 2014; 18:00 Este fin de semana ha sido tan intenso que he acabado muertecita, ya te contaré. 102


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Ahora me voy a la cama, imaginé que te abrazo y que no son imaginaciones mías. Abrázame tú a mí también. Quizá, en algún lugar del universo, dos clones nuestros pasen la tarde acurrucados bajo en edredón, a ratos dormitando, a ratos contándose historias al oído. ¡Cómo me gustaría hacer lo mismo! De: Julia Para: C Asunto: ¿nos vemos? Enero 2014; 17:00 Ya sabes que voy a ir a renovar el libro. ¿Quieres que nos veamos? Si la respuesta es Sí, dime si te viene bien a las 8 o cuando salgas de trabajar. Abrazos De: Julia Para: C Asunto: Nada de ti. Enero 2014; 00:45 Espero que todo vaya bien. Que sólo me estés castigando por haber tardado tanto en escribirte ayer. De: Julia Para: C Asunto: Menos mal que me has escrito Enero 2014; 01:20 No sabía si me estabas castigando o si te pasa como a mí, que ya no sé qué decirte sin repetir las palabras: ternura, pasión, deseo, precipicios, amor, locura, adicción, cuerpos, intersecciones, besos, emoción, risa, susurros, lengua, labios, abrazos, olas gigantes, caricias, mordiscos, estrellas, bosque, saliva, manos, gozo, susurros, corazones latiendo, felicidad, placer, sueños cumplidos, sueños para seguir soñando.

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De: Julia Para: C Asunto: Enero 2014; 16:50 Intentaré estar allí a las 8. Más tarde no me atreveré a entrar, pues me parece mal interrumpir a tu profe. En ese caso te esperaría a la salida o te mandaría un mensaje al móvil que supongo tendrás apagado mientras dure la lectura. Del café no puedo decirte nada por ahora. Te digo besos con los labios. De: Julia Para: C Asunto: sobreviviendo Enero 2014; 23:08 La canción de la que te había hablado era otra, se titula sobreviviendo, pero esa que te he mandado tiene la misma fuerza y refleja más mi estado de ánimo. Me impresiona la potencia de la voz de la Negra, me traspasa el sentimiento que pone al cantar. Me gusta que me hables de tu vida terrenal. Sabes que aparte de muchas otras cosas, quiero ser tu amiga y tu cómplice. También conoces la vehemencia con la que expongo mis ideas, para lo bueno y para lo malo. No entiendo que por ciertos errores tuyos que supuestamente, cometiste hace unos años, hayas renunciado a tener voz y voto sobre cuestiones que atañen al futuro de quien tanto quieres. Pero en el fondo no es importante que lo entienda o no, porque seguramente me falta perspectiva y sobre todo muchos datos que tampoco son de mi incumbencia. De todas formas para héroe ya tengo a Frank de la Jungla. Tu eres my love. Kisses, only kisses De: Julia Para: C Asunto: Ni rap, ni merienditas Enero 2014; 19:07 Ayer tras escuchar en la tele que habían llegado grandes bandadas de aves 104


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migratorias a Villafáfila, decidí cambiar de planes. Ni he ido a la cita que teníamos hoy por la mañana para hacer el Rap, ni pienso ir luego a la merienda oriental, porque acabo de llegar y estoy cansada. Al final no ha llovido pero el frío allí siempre es tremendo. No me ha importado soportarlo mientras contemplaba a los cientos y cientos, probablemente miles, de gansos. Verlos volar en grupos tan numerosos resulta impresionante. La llanura se llena con sus gritos y cuando hacen la V no puedes despegar tu vista del cielo. Las avefrías también se contaban de cien en cien, aunque esta vez no estaban tan cerca de los caminos. Para verlas hacía falta usar prismáticos. La carretera estaba llena de rapaces de todo tipo. Una en cada señal, en cada poste. He visto patos nuevos para mí, pero no puedo decirte el nombre porque, aunque se lo he preguntado al guarda, no me acuerdo. Lo mejor es que vayas tú a verlo y alucines con el secreto que oculta esta “tierra de campos”. Donde cualquiera pensaría que lo único que pueda ofrecer el paisaje son palomares de adobe o de ladrillo. No vayas disfrazado de colibrí, porque no vuelves. Hoy no bailaré para ti, pero si quieres puedo aletear. Besos que vuelan. De: Julia Para: C Asunto: Luego te escribo Enero 2014; 22:15 Prepara la cena y te beso y te beso. De: Julia Para: C Asunto: Algo que no sabes de mi. Enero 2014; 00:08 Que puedo estar en silencio durante horas y más horas.

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De: Julia Para: C Asunto: Velos Enero 2014; 00:12 Los velos no se usan para tapar el rostro, sino para cubrir y descubrir el cuerpo al ritmo de la música, para hacer dibujos en el aire con gasa. No lo parece, pero bailar con ellos es cansado. Agotada llego hasta ti esta noche. Sorpresa, abro la puerta y aquí está el paraíso. Tienes razón, llego con hambre y lo primero que hago es quitarme los zapatos. Brindo por ti mientras devoro el sándwich. Qué rico está. Acerco mi nariz a la copa. Bebo mientras cierro los ojos y es entonces cuando siento tus dedos apartando el cabello de mi nuca, ya no los abro. Contra tus labios mi cuello es puro escalofrío. Bajo tu influjo me vuelvo cursi, loca, enamorada. Creo que deberías quitarte ya las gafas. Y quizá algún día tengamos que pagar muy caro por ello. Hasta entonces déjame que te bese… En la boca. De: Julia Para: C Asunto: posibilidades Enero 2014; 16:20 También yo quiero verte un rato. La cena la dejamos para otro día. En la casa del capitán Akab a las 8,30, si estás de acuerdo. Besos ahora, luego no se sabe. Todavía lo es más a la luz del día. Twilight kisses. De: Julia Para: C Asunto: lo paso mal Enero 2014; 00:20 Cuando llega estas horas y no se nada de ti. Voy a echar la culpa a tu servidor de tu ausencia para no ponerme triste. Me consolaré pensando en lo que me 106


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escribiste anoche. Mis besos para ti. De: Julia Para: C Asunto: La presentación del libro es a las 20h. Enero 2014; 12:14 Disfruta de Madrid tranquilamente. Podemos quedar un par de horas antes, si quieres. O tres. Cinco besos mansitos y un abrazo rebelde. De: Julia Para: C Asunto: Enero 2014; 16:48 Me ha llamado P. para decirme que la hora del enlace estaba equivocada, que efectivamente es a las 18h, tal como yo había dicho en un principio. Espero que no tengas problema para quedar a las 17,30 en la parada del bus. Besos soleados De: Julia Para: C Asunto: Enero 2014; 00:17 Ayer, cada vez que te mandaba un SMS, o mi móvil antipático me decía: Imposible mandar mensaje a Julia. Nunca me había ocurrido. ¿Líneas sobrecargadas? Hoy, nada más levantarme, me ocurre lo mismo. ¿Conspiración telefónica? Mi única esperanza: que te conectes a un ordenador y leas mi mensaje, que recibas mis veinticinco besos.

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De: Julia Para: C Asunto: Enero 2014; 00:20 Anoche, fue llegar a casa de mi madre y encontrar un montón de razones para enfadarme. Mi sobrina, que debió verme la cara me dijo que ella se había propuesto no cabrearse este año, que al final era mejor hacerse el tonto. Así lo hicimos las dos. La noche fue totalmente anodina y las tontas volvimos a casa tan campantes. Para que tú, que eres más templado, acabes cabreándote, debe haber una razón más poderosa. Ya me contarás, si te apetece. De momento, a mí me ha puesto contenta saber algo de ti. Un beso suavecito, como lana de oveja recién escardada. De: Julia Para: C Asunto: mientras te escribo Enero 2014; 12:47 Limpio afanosamente la cocina mientras escucho L´Orfeo. De alguna manera hay que hacer más hermosas estas grises tareas cotidianas. Pienso en ti y en el éxtasis. El petirrojo sigue huyendo de mi cámara como si de una escopeta se tratase. Besos. De: Julia Para: C Asunto: preocupada Enero 2014; 00:30 ¿Piensas escribirme antes de irme a la cama? ¿Te has enfadado conmigo? ¿Me mandarás lo que escribiste? ¿Sabes que hay ranas que son capaces de parar su corazón y volver a la vida después de un tiempo? ¿Te veré mañana un momento? ¿Cerrarás los ojos cuando acerque mi cara a la tuya?

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De: Julia Para: C Asunto: no hay asunto Enero 2014; 00:08 Todos los besos que no he podido darte esta mañana te los mando ahora. Decirte que se me ha hecho muy corto el tiempo, como casi siempre, que también me gustas con el pelo corto y que me sentí muy mal la última vez que nos encontramos por haber reaccionado como lo hice. También me hubiera gustado abrazarte para sentirte un poco más, acunarte en mis brazos. No me extraña que estés contento. Hace menos de un mes me contabas lo nervioso que se había puesto M al coger el coche en la autoescuela, ahora resulta que ha aprobado a la primera. Enhorabuena al padre, ya que al hijo no se la puedo dar. Cierto que ahora pueden empezar los problemas y a lo mejor hasta se te acaban algunos subterfugios, el tiempo lo dirá. De momento alégrate porque es más hábil de lo que creías. Chico listo. He llegado rendida de la piscina. Tengo la sospecha de que el (jovencísimo) monitor quiere matarnos. No nos deja parar ni a respirar. Con el frío que hacía, casi consigue hacernos sudar dentro del agua. Bueno, la verdad es que estoy encantada y mi cuerpo más. ¿Has visto que maravillosa cencellada caía esta mañana? Es una pregunta retórica, porque ya sé que madrugas mucho más que yo y la habrás visto en todo su esplendor. El Campo Grande estaba precioso, lástima no tener a mano la cámara de fotos. También es fantástica esta niebla que embellece las calles. Me gustan las luces de las farolas semi desveladas, la ciudad fundiéndose en la nada. Pasear por el callejón es como adentrarse en un misterio. Me encanta. ¡Mira que perderte la reunión poética! Aunque estoy contigo en que la presencia de La Magnífica resta mucho interés al asunto. La poesía es pura intimidad y uno no suele estar dispuesto a compartirla con cualquiera. Mientras cenaba he acabado de ver Gilda, Sólo recordaba la escena del guante. Me han entrado ganas de verla entera. ¡Cómo me gustan las pelis de aquella época! En eso sí que me parezco a mi madre. Tengo que ver alguna de Fred Astaire, hubo un tiempo en que las vi todas y me divertí bastante. 109


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Bueno, mon cher, sigue contento. Hoy te mando un abrazo. Es lo mejor para combatir el frío. El baile de anoche me encantó. ¿Cuándo repetimos? De: Julia Para: C Asunto: Tienes razón Febrero 2014; 00:19 Me duele cuando podan los árboles. Sobre todo los plátanos. Después del paso de los jardineros, parecen garras de pájaros horribles. Es como ir en contra de la naturaleza. Obligar al manzano a dar más fruta de la que está dispuesto a regalarnos. Cortar las copas en forma de bolita hasta convertirlos en gigantescos chupa-chups. Impedir a los sauces llorones desahogarse. Convertir en pigmeos a esos brotes que nacieron para tocar el cielo. Mutilar viejas ramas, todavía convida, porque no son estéticas, porque sus hojas o sus frutos ya no serán perfectos. Serrar los brotes que nacieron desafiando al calendario. ¿Te has preguntado lo ridículo que puede sentirse un seto transformado en conejo vegetal? Todos los árboles tienen vocación de selva, deseos de dar sombra. La poda, ahí te doy la razón, tendríamos que aplicárnosla nosotros. Rescatar la silueta verde de aquellos días en que nos deslumbrábamos. Eliminar espinas, hongos letales. Conseguir que vuelvan a anidarnos los pájaros. No sé por donde empezar a amputarme, pero lo haré. Me sobran muchas hojas, me pesan muchas ramas. Espero ser lo suficientemente cuidadosa, hay cortes que son irreparables, y volver a brotar en primavera. Te quiero mucho, ¿Sabes? Te he llamado para preguntarte si querías verme mañana. Luego me han interrumpido y de ahí el lío. Bueno, me lo has dicho tú. Me he quedado tranquila al oírte. Hoy también hubiéramos podido dar un paseo, pero como no me habías contestado cuando te dije que estaba deseando verte, supuse que no te apetecía, así que quedé con N. Para tu información te diré que “la línea que no es precisamente recta” está cerrada. Ya me dirás. Un besazo.

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De: Julia Para: C Asunto: Hola-hola Febrero 2014; 11:32 No he madrugado tanto como tú, ni mucho menos, pero llegando a la casa de Campo he visto un petirrojo, una lavandera y, maravilla de las maravillas, una abubilla picoteando entre las hojas secas, bien cerquita. Esta tarde, por el cielo de la autopista cruzaba una bandada de gaviotas, mientras el arco iris caía vertical sobre el paisaje. Después se ha asomado la luna entre un hueco de nubes, incompleta. Ahora te encuentro a ti con tus bellas palabras. No puedo pedir más. Todo tiene sentido. Un beso y otro, y otro, y otro. De: Julia Para: C Asunto: ¿a que no sabes? 14 febrero 2014, 00:01 QUE TE QUIERO En mayúsculas. Sin comas.

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