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omo Delegado de Cultura del Ayuntamiento de Málaga me resulta muy grato presentar esta publicación que contiene los mejores relatos presentados a concurso en el XII Certamen de declaraciones de amor “Dime que me quieres”. De los casi 100 participantes, que han enviado sus amorosos relatos, desde todos los puntos de la geografía española, este año, por primera vez, son escritoras y escritores malagueños los que han resultados premiados y finalistas. En este volumen se recogen sus relatos. Diez relatos en los que el amor se nos presenta desde múltiples perspectivas; porque no hay una sola manera de amar ni hay un tiempo para el amor. Porque el amor, como la vida, se forja constantemente. De todo ello nos hablan estos relatos. Les invito a que lo descubran y disfruten de esta lectura. Vaya mi agradecimiento a la profesora Amparo Quiles y a los escritores José Antonio Garriga Vela y Pablo Aranda quienes, con el entusiasmo y el rigor que les caracteriza, han asumido la difícil tarea de ejercer como jurado. Asimismo quiero dar la enhorabuena a los ganadores, finalistas y a todos los que participan en este certamen. A todos animo a seguir participando.
Damián Caneda Morales Teniente de Alcalde Delegado de Cultura, Turismo y Deportes.
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Primer Premio
ES TARDE
Antonia Toscano López Ronda Málaga Segundo Premio
EL SECRETO DE MIS ZAPATILLAS VERDES María del Rocío León Padial Málaga Tercer Premio
EL TIEMPO AZUL
Héctor Márquez de la Plaza Málaga
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FINALISTAS LA VIE EN ROSE María José Amador Montaño Antequera- Málaga LARGO RECORRIDO Luisa Díaz Carbayo Estepona- Málaga “...PERO UNA ESTRELLA LLEVA TU NOMBRE” Pablo Díaz Morilla Málaga NI SE TE OCURRA DECIRME QUE ME QUIERES Marísa López Pérez Antequera-Málaga UN FRENTE FRÍO Isabel María Merino González Málaga ÁLBUM Inmaculada Reina Segovia Málaga EL AVE DEL AMOR María Antonia de la Torre Orozco Málaga
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Primer Premio
ES TARDE
Antonia Toscano L贸pez
Ronda - M谩laga
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evo varias horas pensando en escribir esta carta, pero la desazón que me provoca su inutilidad ha postergado una y otra vez el comienzo. Aún ahora que ya estoy viendo las letras surgir de la nada en la blanca pantalla con el fondo intensamente azul, no le encuentro sentido porque ya es tarde. Los recuerdos se mezclan de forma intemporal en la memoria sin estar sujetos a la disciplina del tiempo. A veces es la imagen de un pequeño automóvil rojo serpenteando por empinadas carreteras de montaña bajo una intensa lluvia, una lluvia de julio. Éramos jóvenes y veía tu perfil afilado y tu largo flequillo recortados sobre el cristal de la ventanilla, detrás todo era verde y húmedo. Tus manos eran seguras y precisas al girar el volante. En el asiento de atrás iba Miguel, con su gran bigote y sus pobladas cejas, como una visera sobre sus ojos verdes, junto a aquella atractiva mujer de la que se había enamorado a primera vista. Su romance fue intenso, pero corto, solo duró unos meses porque ella se cansó. Desde el radio cassette la voz de Marlene Dietrich cantaba Lili Marleen con una voz antigua y lejana. Sin pretenderlo me he ido al primer recuerdo, el de aquellos breves días en Asturias. Mi hijo dice que el azar no existe, que las cosas que le atribuimos tienen unas causas o reglas que desconocemos. Yo no estoy segura de que él esté en lo cierto. Para que yo estuviera allí, en aquel coche, entre aquellas montañas
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que no había visto antes, otras tres personas renunciaron a este viaje que se presentó de forma inesperada en el trabajo. Tuve que quedar en el aeropuerto con unos desconocidos y viajar por primera vez en avión con un arquitecto que contaba chistes y un escultor que tenía miedo a volar. Este pequeño viaje dentro del viaje es mi recuerdo más nítido de aquellos días, aquellos en los que comenzó todo. Muchos años después tú me hablaste de unos poemas que yo te había escrito y que metí por debajo de tu puerta la madrugada en la que me marché, pero yo no los recuerdo. Quince años más tarde, un sábado por la noche yo estaba sentada en el sofá del salón con un montón de pañuelos de papel arrugados junto a mí, creo que era a finales de noviembre, cuando sonó el teléfono. Estaba viendo una película que me habían recomendado, “Quédate a mi lado” protagonizada por Julia Roberts y Susan Sarandon y una voz cuyo registro me resultó lejanamente familiar, me hablaba desde algún lugar ignorado. —No soy un vendedor de enciclopedias ni le llamo del Corte Inglés. A medida que iba hablando, el recuerdo de su voz se hacía más nítido y claro. Eras tú. —Me he acordado de ti cuando han hablado de la muerte de Rafael Alberti y he buscado tu nombre en la guía de teléfonos. Los recuerdos se agolpan en la memoria. Aquella vez que andábamos por las montañas, tus montañas, después de haber atravesado pueblos minúsculos con casas del color de la tierra y recorrido húmedos caminos sin asfaltar, allí estabas con tu hijo que tendría entonces tres años y su cometa roja flotando al viento bajo el cielo gris y sus brillantes botas de agua de un intenso color amarillo. Otras montañas bien diferentes son el escenario de otros recuerdos, unas imágenes extrañas de unos pueblos de la Alpujarra granadina a la que fui con un amigo entrañable en aquel destartalado “cuatro latas” de color verde quirófano
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que yo tenía por entonces. Tú te mostraste esquivo y distante, pendiente de una atractiva mujer que venía de Monfragüe, con la que en la soleada mañana de un sábado te fuiste montando a caballo a hacer una ruta, mientras yo me quedaba triste porque no había monturas para todos. No fue la única vez que te vi así, también aquel día en el aeropuerto, creo que fue en aquellos días de mayo en los que recorrimos muchos kilómetros por el Penedés. No sé por qué te sentías tan incómodo o tan enfadado. Algunos de aquellos viajes fueron muy desdichados, con aquella supuesta amiga que me acogía en su casa amablemente, pero que con el tiempo comprendí que solo me utilizaba para ocultar sus escarceos amorosos a los ojos de un marido aburrido al que solo le gustaba pescar y jugar al tenis y con el que tenía dos preciosos hijos. Aún recuerdo aquella larga tarde que se hizo noche en el castillo de Montjuit, sola, sin conocer a nadie, mientras ella acudía a una cita con un tipo de Santander. Me parecía muy interesante su imagen de mujer mundana y moderna y ella encontró a quien confiar sus traiciones. Yo estaba tan lejos de su casa y de su círculo que no representaba ningún peligro para ella y me escribía largas cartas con su letra redonda y suelta de niña de colegio de monjas. Cuando aquella doble vida desapareció ya no me necesitaba. Tú no querías ni mencionarla, pensabas que era una mujer egocéntrica que solo estaba pendiente de sí misma y sus caprichos. Probablemente tuvieras razón. Aquel verano del dos mil volvimos a vernos otra vez después de diez años, si porque la primera vez que estuviste aquí fue con tu mujer, tu hijo y aquel abogado de Marbella, a dónde habías venido a descansar después de que te diagnosticaran aquella enfermedad. Aún tengo las fotos de aquel día que me diste mucho tiempo después, allí estamos todos en los balcones del mirador: mi marido, mi hijo en su cochecito, vosotros… Tú estabas extremadamente delgado y tu hijo, con esa seriedad heredada de ti, comentaba sorprendido que mi hijo tenía cero años. Yo quería mostraros todo el mosaico de paisajes desconocidos e ignorados de esta tierra siempre sorprendente, pero tú tenías unos horarios muy estrictos para las comidas y solo hicimos una pequeña ruta turística por el laberinto de calles empedradas y angostas. Un largo paréntesis se abrió entre nosotros desde esta inesperada visita hasta aquella noche de noviembre, un largo silencio profundo y vacío.
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Ah, nuestro reencuentro fue divertido y agotador. Desde aquella noche en la que me llamaste por teléfono hablábamos muy a menudo y tú me llamabas mi amor andaluz —Será que tiene un amor en cada puerto—pensaba yo. Fue en el mes de agosto. Habíamos quedado en vernos en Granada, a pesar de lo mucho que me gusta esta ciudad no he estado en ella tantas veces como correspondería al placer que siento al verla. Aparqué el coche en el primer sitio que encontré porque el tráfico es infernal —como en cualquier otra parte o más— y cogí un taxi hasta el hotel en el que te alojabas. Te esperé en la recepción. Cuando apareciste no te reconocí, creí que eras un extranjero, un viajero solitario de los muchos que han venido a Andalucía a recorrer sus caminos, como Richard Ford, Teófilo Gautier o Ernest Hemingway, con tu barba blanca, y tus blancos cabellos asomando por debajo de aquel ridículo sombrero de color mostaza que tanto te gustaba ponerte, tu pequeña maleta con ruedas y tu andar incierto. Aún estaba reponiéndome de la sorpresa de tu aspecto y tú me contabas los planes para el día cuando te llamaron por teléfono. Aquel joven y encantador matrimonio que te había invitado a un pueblo de la Sierra de Cazorla, acababa de llegar a recogerte, aunque tú lo esperabas por la tarde. Dios mío ¿Qué hacía yo después de haber hecho tantos kilómetros para ir a verte? Me sentía desconcertada, estábamos a merced de lo que unos extraños —para mí— quisieran y parecían tener mucha prisa. Sin ningún equipaje, solo con lo puesto y sin haberlo previsto, acepté la propuesta de acompañaros. Tú te subiste a mi coche y allá que nos fuimos siguiendo el coche del joven matrimonio que nos precedía. Llegamos pasadas las tres de la tarde a un hermoso merendero a orillas de un pantano que se perdía en el horizonte y nos sentamos a una larga mesa como la que se prepara para las bodas, comiendo bajo aquel intenso calor. El pueblo, como tantos otros de Andalucía en el día de la Virgen de agosto, estaba en feria, lleno de bombillas de colores y música ruidosa y pachanguera por todas partes, incluso delante de la casa de nuestros anfitriones. Nos dieron un cuarto con una pequeña ventana con cortinas de flores que daba a la calle
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principal, cada uno en una cama, con las luces apagadas, hablando y con una insoportable banda sonora de fondo hasta que el cansancio pudo más que cualquier ruido y dormimos por un breve espacio de tiempo hasta que una banda de música tocaba la diana floreada, la fiesta continuaba. Desayunamos en un bar y me dispuse a irme. Tú me constaste después que te habías quedado triste porque me marché sin un gesto de emoción, en realidad estaba agotada y no quería irme, pero como tú sabías, no traía equipaje. Es Navidad y me siento triste. Los recuerdos me llevan a buscar los lugares en los que estuvimos juntos. Escribo nombres en el buscador de internet una y otra vez intentando encontrar una imagen en la que situar las siluetas de nuestros cuerpos recortadas en su atmósfera, como aquellas fotos que nos gustaba hacer de nuestras sombras proyectadas sobre las paredes o sobre las hojas del otoño caídas en la hierba. Uno tras otros van apareciendo hoteles, restaurantes, museos, campos y campanarios, caminos, carreteras, desfiladeros, árboles rojos y amarillos, lagos como cielos, cielos de colores, mercados abigarrados y aromas de flores secas, de velas y de chocolate; briznas de nieve en los cabellos, manos en las manos… En los restaurantes los camareros nos conducían a mesas para dos, una silla a cada lado, frente por frente, a mí me gustaba cambiar la mía y sentarme a tu lado, aunque a veces eran enormes y pesadas. Y subíamos deprisa a los taxis y quedábamos cada uno junto a una ventanilla, yo me aproximaba a ti y tú cogías mi mano entre las tuyas. Estos gestos parecían divertirte mucho y nos reíamos como niños libres y felices. Cuando he abierto el buzón estos días esperaba encontrar uno de aquellos sobres con aquella letra alargada, fina, casi ininteligible, pero armoniosa que trazaba ni nombre debajo de los matasellos que manchaban de tinta los sellos cuidadosamente escogidos de flores, globos, objetos curiosos o con la figura del rey al revés, nada era irrelevante y volvía a verme abriendo aquel humedecido por la ausente lluvia de este año que contenía las canciones de Compay Segundo o aquel otro de María Joao Pires interpretando a Chopin. En estos días que se inundan de la luz de la nostalgia como el haz que entra por las rendijas de las puertas cerradas en las horas calientes del verano, tam-
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bién he ordenado las fotografías y he guardado las nuestras todas juntas en una caja. Siento la pérdida de aquellas otras que te quedaste y que nunca más volveré a ver, aunque las conservo en la memoria como si las tuviera entre mis manos en este instante…aquellas que nos hicimos en Aranjuez en blanco y negro, como las antiguas. Vuelvo a repasarlas, desde ellas me sonríes en la distancia del tiempo o desde ellas me miras y yo te sonrío, tú detrás de la cámara. Incluso a veces miro aquellos negativos en los que antes de la moda digital quedaba nuestra imagen en negativo... y del revés. Y visto así, hasta el amor es una ciudad de siete colinas bajo la luz de Italia. A veces me río sola recordando el escalón del salón de tu casa en el que me subía para abrazarte, la altura perfecta para tu estatura o el día aquel que habíamos quedado en la Estación de Santa Justa, en Sevilla, solo para viajar en el AVE hasta Córdoba y cómo llegué en el último segundo a subirme agarrándome a tu mano tendida, como el héroe rescata a la dama en el último segundo antes de que se hunda el mundo tras ellos. Recuerdo vagamente la historia de aquel marinero que pensaba que era mucho más fácil viajar de norte a sur que al revés, por la imagen de los mapas colgados en las paredes de las escuelas. Lo comentabas a menudo cuando usabas nuestro “submarino”, la agencia de transporte urgente en cuyas furgonetas viajaron de norte a sur y de sur a norte libros de poemas, recortes de periódicos, sinopsis de películas, chocolatinas con formas curiosas, como aquella de una llave, flores escogidas en mi jardín, como los pensamientos que usaste para una ensalada o las plantas aromáticas y medicinales que preparaba cuidadosamente en bolsas transparentes de papel de celofán, atadas con cintas doradas o de raso verde carruaje, con unas etiquetas craqueladas decoradas con guirnaldas menudas y tus flores secas atadas con rafia o aquella rosa envuelta en papel de seda blanco y una cartulina rosa que en estos días he enmarcado y la he colgado aquí, junto al sofá en el que te escribo. A veces releo las notas que escribía en aquellos días que pasábamos juntos, como la primera vez en Madrid. Estabas allí, tumbado boca arriba en aquella cama de noventa. ¡Cómo te reías recordando mi comentario al entrar en la
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habitación de aquel hotel y ver que no había cama de matrimonio! Después ya siempre lo preguntabas. Yo te observaba sentada en un sillón junto al balcón al caer la tarde lluviosa y fría. Aún me costaba acostumbrarme al hecho de que me quisieras. Me había emocionado cuando temblabas como un adolescente tímido entre mis brazos. Después dormías con aquel cansancio profundo en el que a veces te sumías. Tal vez por eso me acuerdo de las primeras dudas durante aquel viaje al Ariège, en aquel hotel con nombre de hada junto a un maravilloso lago, aquel en el que dibujaste en un papel nuestros pies sobre el suelo de madera sentados al borde de la cama. En medio de tanta felicidad de pronto recorrió mi pensamiento el título de una vieja película, “La sombra de una duda” del gran maestro Hitchcock. —En menudo lío nos hemos metido —te comenté en algún momento, aunque tú no entendiste muy bien lo que pasaba por mi cabeza. Pensaba en los kilómetros que separaban nuestra vida cotidiana, tu hijo y los míos, nuestros trabajos respectivos. Llegaría el momento en que vernos solo de vez en cuando, estar todo el día colgados de un teléfono, o enviarnos correos electrónicos con poemas de Miquel Martí i Pol o de mi propia cosecha, ya no sería suficiente. En el primer aniversario de nuestro encuentro en Madrid me di cuenta de que no siempre sería fácil. Yo quería verte a toda costa y por primera vez me gritaste y me dijiste que tenías que trabajar para ganarte la vida. Claro, como yo y la mayoría de la gente y no nos vimos. Una mañana de verano nos despertamos temprano. En realidad me desperté temprano, porque tú siempre estabas ya despierto, de hecho a veces tenía la sensación de que no dormías nunca. Tu habitación daba a un patio cuadrado enorme con grandes árboles y pájaros que alborotaban con gran algarabía. Ya habías mencionado varias veces que deberíamos tener un hijo, mejor dos niñas. Esa mañana estábamos contentos e incluso pensamos en los nombres que le pondríamos…Talló, Laia…
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En algún momento me di cuenta de que tú hablabas muy en serio y sentí un miedo espantoso. Me había quedado sola hacía unos años con los hijos pequeños y además ya no era muy joven. Nunca me hubiera imaginado siquiera pensado en tener más hijos y te lo dije. Sé que no te gustó nada, pero creo que fue una de las decisiones más sensatas que he tomado en mi vida. Sin embargo, algo estaba cambiando entre nosotros. De pronto tenías celos de todo y de todos, sobre todo de mi hijo mayor y de mi trabajo. Tú querías que yo buscara un trabajo aquí para ti y lo intenté sin resultado y tú intentaste buscar un trabajo para mí, pero aún era más difícil por la dificultad del idioma. Ya no querías resignarte a que estuviésemos viviendo en la distancia y tus temores y desconfianza aumentaban de día en día. Cuando iba a verte no querías que quedáramos con amigos ni con otras personas de tu familia, ni que fuésemos a ningún sitio; no querías venir a mi casa porque decías que era como “La casa de Bernarda Alba” y no querías ver a mi hijo. En nuestro sexto aniversario viajé hasta Barcelona para verte, fue la última vez que nos quisimos apasionadamente y yo me sentía feliz, creí que habíamos superado nuestras dificultades. Me regalaste aquel libro de Monserrat Roig “Dime que me quieres, aunque sea mentira” (parafraseando a Johnny Guitar pidiéndoselo a Joan Crawford). Pero al cabo de unos meses me dijiste que no sabías a qué había ido yo a tu casa, que tal vez solo quería un amante y unas vacaciones gratis. Estabas en la puerta de la estación de Guadix con un aspecto deplorable, el pelo blanco demasiado largo y rebelde, unos bermudas blancos de finas rayas azules que no te favorecían nada y una camisa blanca también de rayas mal remetida por la cintura del pantalón. Habías alquilado en un “rent a car” un coche y mientras íbamos a buscarlo me explicaste que en lugar del turismo que te habían prometido, te habían dejado una furgoneta enorme. En ella viajamos durante dos días viendo cuevas y casas cuevas porque querías diseñar algún proyecto relacionado con ellas, de hecho nos alojamos en un apartahotel formado por un conjunto de ellas. He de reconocer que era muy bonita, pero pensar que estábamos debajo de tierra me daba claustrofobia. A pesar de estar juntos dos días, apenas si tuvimos intimidad y cada uno regresó a su casa triste y frustrado.
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Entre tanto seguías llamándome por teléfono a todas horas y me dejabas mensajes desagradables en el contestador, cuando hablábamos me insultabas y me culpabas de tu separación y me acusabas de haberte engañado haciéndote creer que íbamos a tener dos hijas o que íbamos a vivir juntos y que luego no era cierto… Luego te arrepentías y decías que lo único que pasaba es que me querías demasiado y yo te respondía que no me quisieras tanto, pero que confiaras más en mí. Tuve que tomar la decisión de decirte que ya no podía más y que teníamos que terminar nuestra relación. Al cabo de los meses volvimos a hablar a menudo y una y otra vez tuve que recordarte que no podíamos volver porque nos hacíamos mucho daño. A veces te echaba de menos, como ahora y te enviaba postales y tú a mí e incluso estuve tentada a decirte que iría contigo a ese viaje del que me hablabas, pero al que nunca fuimos a Oporto y a Lisboa, como nunca fuimos a Colliure ni a la Toscana… Al cabo de dos años, conocí a otra persona e inicié una nueva relación. Tú me llamabas por teléfono a menudo y un día cogió él el teléfono y te dijo cosas vulgares y ordinarias. Nunca me perdonaré el permitirle la libertad de que cogiera tú llamada por mí, nunca me perdonaré no haberte llamado y haber hablado contigo, disculparme, explicarte, algo… No volví a oír tu voz, aunque después he sabido que insististe en tus llamadas al teléfono fijo, pero nunca coincidió que yo lo cogiera. Hace un año un amigo nuestro me localizó a través de las redes sociales la víspera de Navidad. Solo quería que yo supiera que habías muerto. Muerto. Leo la palabra escrita y aún no me lo puedo creer, necesitaría saber por qué decidiste no ir al hospital como me han contado, necesitaría poder hablar de ello con alguien que estuviera cerca. Le agradecí a esta persona que se hubiese acordado de mí y me tratara con tanta comprensión, sin preguntas ni explicaciones. Su respuesta me trajo algún consuelo. Él piensa que no supiste o no pudiste ser feliz, pero que solo te había visto contento el tiempo que estuviste conmigo desde que erais unos muchachos.
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Le escribí a tu hijo pidiéndole mis cartas, nuestras cartas, nuestras fotos y aquel libro de poemas que encuaderné para ti con pastas azules y letras doradas en el lomo que comenzaba con estos versos. Estar contigo o no estar contigo, /es la medida de mi tiempo. / Eso fue hace un año y él no me ha respondido. No sé a dónde habrá ido a parar todo aquello que con tanto amor compartimos durante aquel tiempo. No me siento la misma desde que sé que no podré volver a verte y que es tarde para poder contarte lo que siento y sé que esta carta es absurda, pero necesitaba escribirla para enviarla a ninguna parte. Me gustaría estar bendecida con tener la fe de quienes dicen hablar con los espíritus y tener la certeza de que cuando le hablo a tu fotografía, leo o escucho la grabación de los versos que escribí para el homenaje que te hicieron los amigos en aquella pequeña e íntima iglesia románica en el corazón de tus montañas y que resonaron en sus piedras con mi voz temblorosa por la emoción y el réquiem de Mozart de fondo, desde alguna parte me estás escuchando y por si acaso me he comprado un llamador de ángeles y lo he colgado del cabecero de mi cama.
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ierro la puerta de mi casa. Es un piso alquilado cerca del centro comercial Vialia, con grandes ventanales por donde entra la luz al salón desde por la mañana iluminando todo lo que necesito: una estantería grande que hace esquina con mis libros y cedés, con la colección de clicks de Famobil, los vaqueros con su caravana y sus accesorios como cantimploras y rifles, la mujer del pañuelo, los policías y ladrones que andan sueltos, los bomberos con sus cascos y su coche rojo, las mangueras y escaleras, y todos repartidos entre mis libros de lectura y entre los marcos de colores con las fotos de mis sueños y mis hijos Elena e Iván. No los veo desde hace tiempo. Siento que es una eternidad, pero están presentes en cada minuto de mi vida. Algún día estoy seguro que hablaré con ellos, aunque ya no los pueda poner sobre mis rodillas, y los sentaré a mi lado, y los abrazaré y los miraré a los ojos y ellos sonreirán, y les diré lo mucho que los quiero y todo lo que los he recordado sin que lo supieran, y con nuestras miradas nos lo diremos todo. No hará falta que les hablé mi enfermedad, porque al fin y al cabo, fue la parte más pequeña y grande a la vez de nuestra distancia. Pero ahora todo va ser distinto. He tomado mis últimas fuerzas para estar con ellos de nuevo, aun a costa de que el novio de su madre y ella nos separaran. Por eso en las fotos se ve alegre a Iván y la adolescencia de Elena refleja el dolor de nuestra separación, aunque sabemos que estamos cerca unos de otros, los tres sentimos lo mismo, porque a pesar de todo nos queremos. Junto a las fotos de ellos, la de Estela. Ella es como se definió a sí misma cuando la conocí: “pequeño rayo de luz” en mi vida. Fue
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aquella tarde de verano en el cumpleaños de JJ, mi mejor amigo. Nuestras miradas eran cómplices de una nueva esperanza por una amistad verdadera. Ella dice que es pequeña, y ante mí es grande por ser como es y aún no lo sabe por mis miedos a que se desvanezca ese pequeño rayo en mi vida. Me niego a sufrir más. Delante de la estantería, una mesa de tablas blancas de mi propia cosecha mantiene el ordenador entre mis lápices, libretas que guardan mis secretos en todos los momentos de inspiración, y al lado el mechero rojo y mi cenicero. Fumar entre mis sueños es el único vicio que mantengo para llevar mejor las recaídas de mi enfermedad. Aún recuerdo aquel médico con su bata blanca y sin remordimientos que me confirmó que me iría deteriorando poco a poco y me encontraría con una soledad no buscada o tal vez me encontró ella a mí. Las piedrecillas y cristales de colores rodados de la playa en mi cenicero me recuerdan los largos paseos con Estela entre la tibieza del agua de las olas que iban y venían a nuestros pies haciendo que nos sintiéramos otra vez más vivos. Él sofá de diseño blanco con las cuatro sillas de leopardo los compré en una tienda que con la crisis lo dejaba todo de saldo. La cerraron con el último dormitorio que también compré en el último día. El dueño debió alegrarse de mi aparición porque él y yo llegamos a un acuerdo. Y lo más importante son mis instrumentos musicales: el piano Yamaha, las guitarras Fender y el equipo de grabación, donde cuando me coloco los cascos y compongo me traslado a un viaje lleno de letras y notas musicales que me hace olvidar por un instante mis añoranzas y recordar composiciones que hacía para Elena e Iván en tardes de invierno, tardes de colorear y recortar, mientras yo tocaba para ellos. Cierro la puerta y, mientras introduzco la llave en la cerradura y le doy la segunda vuelta, escucho el piano del vecino, sus notas que, puerta con puerta, tabique con tabique, no dejan de fluir porque no se detiene ni para almorzar. Son melodías clásicas o ejercicios de piano. Su perro ladra. Aún no me conoce y olisquea en la puerta pero yo continúo mi camino hasta el ascensor. Las zapatillas verdes me llevan a la calle sin rumbo, con mi mochila naranja donde meto la botella de agua, el pastillero, mi cajetilla de tabaco negro dura, mi móvil y en mi cartera lo justo para un café y un taxi que no tendré que utilizar si la mañana me permite sentirme liberado de mi esclavo cuerpo, de mis altibajos. Pero esta noche he dormido y he tenido un sueño que me impulsa a ir detrás
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de él. Mis zapatillas verdes y mi cinturón me hacen sentirme seguro al salir a la avenida de la carretera de Cádiz. El ir y venir de gente que pasa por mi lado sin apenas darse cuenta de con quién se cruzan ha hecho que afine mis sentidos y me proteja ante las adversidades que el día a día va presentándome. Las calles en obras hacen que el gentío vaya más desorientado aún, los coches por los cambios continuos de direcciones y los peatones porque tenemos que sortear miles de huecos y pedruscos, vallas metálicas que rodean a los hombres que con las taladradoras provocan ruidos que nos aíslan aún más; ellos con los cascos sólo tienen en su mente la orden de taladrar donde se les ha señalado, sin equivocaciones, para eso están los otros, los desconocidos jefes, sus superiores, que les mandaran perforar de nuevo. Calles enteras llenas de locales cerrados, vacíos o con algún objeto, restos de lo que fue el negocio que cayó por crisis, y obras interminables. Pero yo sigo andando, me dejo llevar por mis zapatillas verdes. Cabizbajo entre las calles estrechas, o amplias avenidas de aceras anchas entre hombres y mujeres que no ven lo que ocurre a su alrededor, metidos en sus pensamientos, en sus preocupaciones donde no existe ni un minuto para saborear el templado sol y la mirada del que pasa a tu lado, esquivan todo lo que pueda relacionarlos con otros. Sigo. Mirando al suelo sólo veo ladrillos que se tambalean y otros trozos de acera recién cementada, al mirar al cielo veo altas grúas de cables y largos brazos, entre edificios nuevos y antiguos, noto que mi pantalón roza con algo distinto, más frágil, un vaso de plástico blanco con algunos céntimos y por un momento creo perder el equilibrio: en uno de los locales cerrados, con el cartel de “se traspasa” hay un hombre tirado en la acera, encogido. Apenas puedo distinguir entre su barba y melena abandonada, tan sólo al lado un cartón de vino arrugado y un cartel que cuelga de su cuello donde se puede leer “NO TENGO TRABAJO NI FAMILIA AYÚDENME”. Tanteo en mis pantalones. No me gusta dar limosnas y menos para paquetes de vino. Siento que participo en su agonía, pero esa frase sin faltas de ortografía y tan clara me llega a algo más de mí, rebusco en el bolsillo derecho del pantalón y encuentro dos monedas de veinte y diez céntimos. Se los echo en el vaso, y no quiero mirar más. Esta vez no. Sigo mi camino y pienso que al menos mi trabajo en la radio me ha proporcionado un sueldo digno. Alguien me golpea en las rodillas con la cartera de mano, pero yo continúo empujado por mis zapatillas verdes.
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Con el golpe me viene a la cabeza el desastre, el caos al que hemos llegado con la palabra crisis, con la pérdida de mentes equilibradas que pongan orden a este desorden. Llego al final de la calle cuarteles y el escaparate de instrumentos musicales me hace detenerme: una guitarra roja semiacústica tiene el cartel blanco con letras en rotulador negro al 70%. Pero no. Pienso en las dos guitarras que tengo en casa, no puedo abandonarlas, son más antiguas, nos conocemos demasiado bien para abandonarlas. Entro. El dependiente atiende a un estudiante de solfeo que lleva una funda oscura de guitarra al hombro y ojea una libreta de notas musicales. Pienso que al menos la inspiración sigue presente en espíritus delicados como el de ese joven que a pesar de su pelo desordenado de grandes rizos que oculta parte de su rostro, no levanta sus gafas negras de la libreta que acaricia de forma delicada como si desease llenarla de su composición, de sus propias notas. Me recuerda a mí en mis comienzos entre los estudios de grabación y la universidad. El dependiente con gran interés se dirige a mí y le pido unas cuerdas mientras miró de reojo la guitarra roja. Es preciosa, pero no. Cambiaré las cuerdas de mi guitarra “margarita” y compondré una melodía inspirada en mi esperanza contra el desaliento de lo que estamos viviendo. Entran unos niños con su madre, una mujer joven y con prisas pide una flauta para el colegio de una de los niños que la recoge con ilusión y se pone a soplar las notas do-re-mi-fa-sol-la-si, me da el cambio el chico y salgo recordando a mis dos hijos, preguntándome si tocaran la flauta, o escucharán el piano como yo lo tocaba en las tardes frías de invierno componiéndole a mi hija Elena una canción sólo para ella mientras Iván dibujaba círculos y líneas indefinidas con sus lápices de colores y sonreía con esa sonrisa pícara de él. Definitivamente ellos son mi musa. Guardo las cuerdas en mi mochila, y bebo de la botella de agua y tomo del pastillero de colores la pastilla amarilla. Trago con dificultad, comienzan mis músculos a fallarme y quisiera llegar al museo contemporáneo para ver la exposición de este mes. Subo las escaleras del puente y paso el río observando el atardecer, a lo lejos el mar, alguna gaviota que me trae recuerdos de la Residencia Marimar donde me vine después de que me echara de mi casa la madre de mis hijos porque le pesaban mis problemas de salud. Decidí ir a una residencia al filo de la playa con el mar y las gaviotas. Tardes de escuchar su estado si estaba sereno o con viento y cuando estaba inquieto con olas enormes que se escuchaban en el silencio de la habitación fueron mis compañeros por
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un tiempo que ya quedo atrás. Ahora no puedo perderlo mientras los demás se quejan. Yo necesito luchar. Bajo las escaleras y en la puerta del C.A.C. está la figura del hombrecito doblado. Es curioso que un mercado de abastos se convierta en un museo modernista, me siento en la terraza de la cafetería en la zona de las carpas, pido un café, saco mi libreta, necesito inspiración, letras, observo que va viniendo la gente, murmullos y risas de fin del verano. Es agradable la brisa, el bolígrafo no escribe o soy yo, comienzo a dibujar las notas musicales, DO-RE-MI-FASOL-LA-SI, me río, me recuerda al niño de la tienda. Es agradable volver a ser niño, y siento que de pronto dos niños me rodean y juegan mientras sus padres toman un café en la mesa de al lado, y vuelven a mí como las gaviotas los recuerdos. Ellos, mis hijos. Escucho música que sale de unos altavoces de las esquinas de la cafetería. Es mi cadena, “Un día más” Punto Cero. Intento concentrarme en la canción que van a presentar. Es la voz de JJ, mi amigo de la infancia y con quien comparto la esperanza de que a pesar de todo siempre me quedé con lo bueno de las personas, grandullón y bruto, escucho su voz presentando mi canción “37 días….” y siento nostalgia de mi profesión, de encontrarme de baja por enfermedad, una enfermedad que no me queda más remedio que hacerme su amiga porque viviremos juntos. Sigue la canción con toda su fuerza y el poder que contiene es como el antídoto a mi persona, tengo ganas de coger el teléfono y llamarlo pero lo cogerán los niños y volvería a recordar a los míos, ¿qué harán a esta hora de la tarde? ¿cenando? ¿dibujando? No, dejo el móvil y al pagar el café me doy cuenta de que mis gafas están rayadas al leer el tique. Me viene a la cabeza Estela, estará en su óptica, cerca del hospital civil, la llamaré desde el móvil, ella me ayudara a encontrar solución, pero mis zapatillas verdes me empujaban andar. Desde el principio de la calle se podía ver la única palmera que sobresalía entre los edificios, de barrios que iban retirándose de las obras, cada niño o niña que pasaban a mi lado con las carteras del colegio y con sus madres o padres me hacían volver a mi memoria la cara de Iván, y con palabras como papá hoy he ganado el partido en el recreo, hoy me ha salido un bonito dibujo...etc., o Elena con sus rizos y mirada de complicidad y de cariño mientras me cogía la mano y el silencio lo decía todo. Soñaba con ese instante natural y cotidiano donde sentía que nos queríamos los tres.
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Llego a la palmera y observo la silueta de Estela fuera de la óptica. Ya a punto de llamarla me quedó extrañado cuando veo que saca del bolsillo derecho un paquete blanco con un lazo azul desgastado, levanta el contenedor y lo echa dentro, se ajusta la bata y se mete en la tienda. Mientras yo la observaba, parecía estar ausente del mundo que la rodeaba y ella no era así. Seguí hasta colocarme cerca del contenedor y mis zapatillas verdes me pararon. Parecían decirme que las rescatara, que eran parte de su vida. Sin pensarlo abrí el contenedor y cogí el paquete, eran tres cartas y no parecían abiertas, así que decidí guardarlas entre mi botella y mi paquete de cigarros, pero leí Para Iván. No pude resistirme sin apenas esfuerzo aun a pesar de sentirme incomodo por ella, por Estela, por ese hatillo de papel blanco con una cinta azul que contenía algún secreto sin abrir. Entré en la óptica. Estela detrás del mostrador intentaba con mucho esmero introducir un tornillo diminuto en la patilla de unas gafas con la ayuda de unas pinzas. Al verme la sorpresa fue tal que soltó sobre el mostrador todo el instrumental y el tornillo rodó hasta mis pies. Lo recogí a pesar de mis cristales borrosos. Veía a Estela sonreír hasta que vio que de mi bolsa sobresalía un pequeño lazo azul que reconoció de su hatillo, su sonrisa se trasformó en preocupación. Le ofrecí el tornillo y le saque las cartas alargándolas hacia ella, pero me puso la palma de la mano y me las ofreció diciéndome que eran para mí y para ellos, Iván y Elena. Me explicó que las leyera y se las diera a los niños. Eran sus sentimientos, ella nos quería. - Sentí esperanza desde aquel día que me dijiste ¿Quieres ser mi amigo toda nuestra vida, pase lo que pase? - Sentíamos los dos la necesidad de no estar derrotados por lo que habíamos vivido, se podía empezar de nuevo pero sentí miedo, tu miedo, y decidí no entregarte las cartas, ahora me alegro de que el destino te trajera a mi lado. Sin darnos cuenta entraron en la óptica dos vecinas de mediana edad que, ajenas a lo que nos ocurría, esperaban con unas gafas en las manos a que Estela las atendiera mientras yo la miraba de reojo y le explique que los cristales los tenía rayados. Ella me hizo sentarme entre las dos mesas y me situó en el oscuro y frío aparato poniéndome la barbilla entre dos círculos donde colocaba
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distintos cristales con diferente graduación. Por un instante sentí que su mirada me hablaba y cada cristal que cambiaba, me acercaba más y más a ella. Al final sentí su perfume y el calor de sus manos mientras colocaba unas letras enormes en negro con fondo blanco y ella me repetía dime si cada letra que te pongo la ves borrosa o más clara. Yo sentía su mano pequeña y templada a la vez que iba leyendo: ” D-I-M-E Q-U-E M-E, Q-U-I-E-R-E-S”. -TE-QUIERO! confesé sin dudarlo. Sentí como mis zapatillas verdes que habían recorrido muchos pasos y que me llevaron a ella se movieron despacio y la abracé entre la curiosidad de las dos vecinas que sin darnos cuenta nos miraban con sonrisa de complicidad. Me repetía al oído en silencio DIME QUE ME QUIERES.
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Tercer Premio
EL TIEMPO AZUL
Héctor Márquez de la Plaza Málaga
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B
uenos días, amor: He querido contarte como me siento desde ayer de muchas maneras. Pero la inspiración me pilló trabajando, como decía Cela. Así que pasaba de la carta al documento, de éste al libro que debía leer y reseñar antes del mediodía, y del libro a cada escalofrío preñado con tu olor. Mal negocio escribir de otra cosa cuando andas enamorado. Ahora pienso que los enamorados escriben porque tienen miedo. ¿Recuerdas cuando hace 32 años te escribí por primera vez poemas? Los releo ahora y te confieso una mezcla de vergüenza y ternura por aquel chaval que tomaba palabras prestadas para hablar de su desazón y del deseo. Sí, debería haberme sentido bien por ellos: me los acabaron premiando. ¿Recuerdas? Cuando llegó el libro a tu casa ya hacía un año que habías dejado de verme. Podía haber sido una buena venganza: al cabo, eras la primera chica de la que me enamoraba, tú no quisiste seguir viéndome pero yo alcanzaba “la gloria literaria”. Sí, confieso: me dije entonces a mí mismo muchas veces, imitando poses de actor de cine, “ella se lo pierde”. Pero no era cierto. Yo entonces creía que había que sufrir para merecer el amor. Que una palabra poética bastaba para conjurarlo. No era cierto: tal vez existan palabras que obren el conjuro, pero lo cierto es que mis versos de entonces no consiguieron su propósito. Yo entonces no sabía dos cosas –no sabía casi nada, claro, pero desconocía la magnitud de mi ignorancia- sobre la poesía. Una se la leí a una mujer, poeta, algunos años después y le agradezco a un verso suyo haber colgado los laureles: “un poema puede comenzar con una mentira”, decía, “y entonces debe ser despedazado”. La otra verdad la entendí aún más
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tarde en las palabras de un poeta francés, cuyo nombre no recuerdo ahora: “el hombre feliz/ no tiene necesidad de poesía”. Y fue así que dejé de rimar poco a poco. Laurel sin chica es peor que barco sin honra, debí pensar. Lo que es cierto es que ya sabía que no existía belleza sin verdad. Que el amor es premio para quien deja de buscarlo e invocarlo. Que no puedes fingir el dolor con metáforas por muy bellas que éstas sean. Que todos los poemas que te escribí hace treinta y dos años debían ser despedazados. Que no eras tú quien no comprendía la fuerza de mi amor, sino yo quien era incapaz de entender la sencilla profundidad del tuyo. Y así, entre idas y venidas voy pasando las horas. Acabo de contarte que nunca más volví a publicar poema alguno. Sí, de cuando en cuando me dedicaba a intentar invocar a las musas, al cabo, acabé ganándome la vida juntando palabras. Pero siempre que rubricaba los versos recordaba que no era feliz, y que nunca era del todo cierto lo que escribía. Quizás influenciado por la lectura del poemario que esperaba mi crítica, hice sobre el correo interrumpido este ¿poema? –no sé bien qué es, llámale como tú quieras- que sé que entenderás y con el que se han ido arremolinando todas las cosas esenciales de este reencuentro estelar. Es lo que tenía dentro esta mañana, después de tus hermosas, sencillas y emocionantes cartas donde me decías que merecía la pena tanta espera “porque, ahora sí, estamos preparados el uno para el otro” y me contabas que de todas tus vidas y separaciones emocionales, aquel libro que de adolescente te dediqué era de los pocos recuerdos que conservabas, a pesar de que nuestro amor adolescente fue -¿cómo llamarlo?- un instante fugacísimo. Yo entonces usaba palabras esdrújulas y extrañas para decir que quería estar a tu lado. Pero incapaz de decirte eso mismo sin temblar. Y eso es lo primero que me dijiste tú hace unos días, cuando este reencuentro tan inesperado e inapropiado acabó arrasando con todo lo que eran nuestras vidas hasta entonces. Los poetas tienden a idealizar a sus musas. Será mejor así para poder seguir siendo poetas, despojarlas de humanidad para enfatizar el anhelo y el desespero que, aún hoy, siguen siendo valores al alza en el mundo de la lírica. Creo que muchos poetas prefieren el desamor de la musa inalcanzable al tacto de la persona real porque prefieren seguir siendo poetas de mesilla antes que hombres. Toda mi vida me he preguntado cómo serán los verdaderos poemas
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de amor. Seguramente como los haikus japoneses: una estampa del instante donde el amor puede suceder, el escenario donde la vida se detiene. Como la secuencia de aquella película donde un chaval enamorado le mostraba en silencio a la chica que le gustaba una bolsa de plástico flotando en el aire. Anoche fui a dormir más temprano que de costumbre. Debieron ser los días acumulados sin poder descansar por esta excitación que me tiene –nos tiene, creo- sumido en una extraña vigilia, como si el tiempo se detuviese y corriese sólo en sus extremos: ahora casi detenido, al instante siguiente disparándose como cuando pasas una película a la máxima velocidad. En este momento tengo una mezcla de agradecimiento, esperanza, alegría, ganas... y vergüenza por haber dudado del valor y la razón de muchas cosas que me han atormentado en mi vida. Es cierto que los caminos son escarpados, que el juego nunca acaba, que todo es y no es al mismo tiempo, que la vida es una espiral infinita de eternos retornos de la que sólo en escasos momentos de lucidez vislumbras su sentido... Todo eso es cierto. Y yo quizás sabía sin saber que sabía. Y ahora sé, que tampoco importa nada. La vida decide esos caminos que un día comprendes de repente. Y yo ahora, y desde ahora, quiero hablar contigo de tonterías cotidianas. Quiero reírme con tus chistes y preguntarte cómo te quisieron ese día los abuelillos que cuidas. Quiero hacerte cosquillas y darte una paliza a las damas y ofrecerte luego la revancha para que me dejes abochornado. Quiero que estés en el entierro de mi gata y, si un día hago algo que merezca la pena, estés en la primera fila y pueda alzar tu nombre y atender a tus señas para saber cuándo el silencio corresponde. Quiero ver cómo mandas a la mierda con estilo y sonrisa a los que te hacen daño sin motivo. Quiero no esperar nada de ti y enterrar mis temores de no estar a la altura de algo que nunca me faltó. Quiero, como decía Kiko Veneno en una de sus canciones más hermosas, decir eso de “Mirando a los cielos/ con los pies en la maceta/ yo también tengo/ mi fórmula secreta/ La cocacola/ siempre es igual/ pero yo no/ yo puedo cambiar. /Ya no quiero más/ tener buena suerte/ Abrázame fuerte/ y hazme volar/Hazme reír/ hazme llorar/ Reír y llorar/”. No le doy más vueltas. Aquí está esto que he escrito. No sé si es un poema. No pretendí que lo fuera. No sé si tiene talento. Pero tiene corazón y tiene, sobre todo, tu aliento. Como desde entonces.
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El calendario Un calendario me mira mientras hablo: Guarda imágenes de estrellas de película. No siempre vuelvo sus hojas. A veces me hacen daño sus mensajes cifrados. En junio, corté una vida buscada de raíz. Me quedé solo. Groucho Marx duerme solo en su cama el mes de junio, y con su personaje finge que nada le hace daño. Es extraño cómo y dónde la vida cifra sus mensajes. En enero, Kirk Douglas, Tony Curtis y Jean Simmons miraban a un costado sin dejar de reír. En enero pasó que yo ya no era dos. Y yo no lo sabía. Tuvo que llegar junio para al fin darme cuenta y cerrar el calendario a la esperanza. ******* Mamá quería parecerse a Jean Simmons. Guardo a mamá cercana al almanaque. De veras se parece. Pero se va disolviendo un poco cada día y ya apenas se distinguen sus facciones. Hay cosas que el tiempo transforma en otras cosas: una perla requiere muchísima paciencia. Un extraño entra en ti. Normalmente lo expulsas. Pero si abres la concha te expones al peligro de quedarte arrasado por el miedo. Eliges dar forma a la extrañeza mientras rumias si tal vez algún día podrás nadar sin concha a mar abierto.
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Para cuando ya es perla, alcanzas tu destino: tus miedos y batallas van a sobrevivirte convertidos en esfera improbable, en lágrima durísima, y reinarás cercano al corazón de la belleza. ******* La mayor perla del mundo era La Peregrina. Su dueña era Liz Taylor, la actriz favorita de mi padre. (Mi madre le decía que era como Jean Simmons pero con grandes tetas). Mi madre tenía los pechos pequeñitos. “Así no se me caen”, me contó un día de broma. Ella también tiene los pechos pequeñitos. Yo les canté hace tiempo, cuando estaban naciendo. Nunca vi los pechos a mi madre. O ya no lo recuerdo. Nunca le vi los pechos a Ella cuando se los cantaba en poemas de arrebato adolescente. Ahora que los probé, me avergüenza aquel canto. Tal vez no sea vergüenza sino asombro: cuando aún era ángel, cantaba sin saber lo que cantaba. Ella me regaló el fuego una tarde de abril sin calendarios y me lancé a invocarlo entre palabras. Eran raras y esdrújulas. Venían a mi cabeza. Yo conocía sus ecos. Sólo quería decirle que el tiempo no es problema, aunque la espera queme y te deshaga si al final encontrabas la perla que guardabas. *****
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Hay que cuidar las cosas que se dicen, los sueños que se cantan porque a veces suceden. Ya lo sabemos todos, aunque se nos olvide: el verbo, antes del tiempo y sus agrimensores, es origen de todo. ¿Cómo sería aquel verbo antes del calendario? Hay quien buscó las huellas del verbo del inicio para rehacer el mundo. Hay quienes lo buscaron para vencer la muerte. Hay libros muy secretos que dicen que lo guardan. Seguro que está al fondo del alma del lagarto, escondido y arcano, esperando a ser dicho. Los poetas lo intuyen, pero no saben nada. Para cuando lo saben, eligen el silencio. Una perla no habla. El tiempo es una esfera. ****** Era septiembre ahora. Ella vino de abril un abril amarillo, de hace mucho tiempo. Como siempre en los cuentos, estaba tan cercana que parecía disuelta. Cuenten noches perdidas, setenta y siete amores, canciones y escenarios, féretros y noticias, un chaval bendecido con un nombre improbable, tu origen, cenizas esparcidas por aguas y por montes, tantas heridas que no vale la pena irlas contando: y mientras millones de palabras esperando ser verbo eternamente y eternamente acercándose al principio sin serlo. En el salto de Ella pasaron muchas cosas.
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Perdió flores de cera. La engañaron. Se dejó en el camino las claves de dar vida. Pero siguió adelante. Se hizo devota de las palabras simples. Aprendió a usarlas como bálsamo. Salvó vidas. Las muertes abrazó. Supo decirle adiós a todas las muñecas. Cada día usó el barro para restañar llagas. Fue feliz y no tanto. Como toda la gente. Del ángel que yo era guardaba esas palabras nacidas un abril de ya hace mucho tiempo. El ángel dijo entonces: “las rosas se marchitan en los ojos de los niños”. Ninguno de los dos sabía qué escondían esos versos. Nacieron esperando una revelación, la alquimia de los brujos, el improbable azar de los conjuros. Y quedaron callados tras aquel baile azul donde no alcanzaron qué decirse. ***** No era su tiempo entonces. Una voz se lanza al universo a intentar entenderse. Para cuando regresa los hielos sepultan los ramos de las novias. Gritó el ángel entonces en las voces de un niño “porque te quiero a tí solamente” al invocarla. Era el nombre de un libro que jamás escribió el poeta que aún buscan por darle sepultura. Luego, lo ha repetido mil veces entre sábanas, otras tardes de abril, de septiembre y de enero: Eran Ella y no eran, como siempre sucede. Como el ángel perdía cada vez más sus plumas e iba envejeciendo, sin dejar de invocar a Ella en todas ellas,
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convirtiendo en arena tanto afán, tanta lucha, cansado y retirado, ya apenas lo decía: la marca de unas alas perdidas ya le pesaba mucho, y no dejaba a nadie hurgar tas la coraza. ***** Ella volvió en septiembre porque al fin ha escuchado, o, mejor, el ángel ya dejó de buscarla. Sucede que las noches perdidas ya no lo fueron tanto. En una de esas lunas a Él le regaló el sabor olvidado de sus antiguos versos. Lo que entonces oscuro pozo fue de demencia y anhelo se descubrió al fin fuente. Y sus pechos, como los de la madre, eran chicos y hermosos. Y no, no se caían. En un amanecer se llevó con dulzura un crisol de su sangre para anunciarle gozo y posible ventura. Y otra tarde acampó con un cuadro pequeño lleno de seres chicos que devolvió el color a la alcoba apagada. ***** Él no sabe si es Ella, aunque no tenga duda. Ella no dice nada, pues no puede saberlo. Habla con sus acciones. ¿Vas a pedir promesa después de tantos dones? Te enseñó sin quererlo el principio del fuego. Y te impulsó al viaje que precisan los hombres para ser lo que exigen
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antes de merecerlo. Y hace nada, aún arden las brasas como prueba, apretaste sus manos sellando una promesa. Bebiste de su luz y cuidaste su sueño en el templo cerrado. Si Ella es Ella y Tú estás preparado el Verbo lo dirá, que no el Tiempo. Eso es un buen principio. Yo tengo en la pared un calendario grande donde salen estrellas. La imagen de septiembre son Gene y Leslie Caron a punto de besarse, después de haber bailado las calles de París, donde papá y mamá decidieron amarse hace ya mucho tiempo, antes de las palabras. ***** Ahora el tiempo lo mido con un reloj de arena azul, como entonces creí que eran sus ojos verdes; azul como los párpados de la infancia perdida; azul como el color de su cuadro de luz; azul como el matiz que yo puedo entender en mi vista dañada. Azul arena como la escena más hermosa que escribió aquel poeta del que tomé su libro nunca escrito para hacerte presente. ***** Nunca se va esta arena, nunca avanza. Me has regalado un Tiempo que tampoco tú alcanzas. Y entendí mi misión: intentar explicarte qué dicen las canciones. Entender que ya sabes lo que andabas buscando. Aceptar
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que todos estos años, sus señales, el frío, el azul y la arena, tus pechos que no caen, el sueño de los padres, todos los avatares donde busqué tu nombre, los ojos de ese abril donde empecé a contarte han estado ahí siempre y nunca se han movido, sólo giran y giran a punto de encontrarse un septiembre en París que yo casi recuerdo, el instante preciso que supimos que la palabra origen nunca puede decirse hasta beber del agua donde el tiempo no existe ni debe ser nombrado. ***** Es jueves y es septiembre. Veintidós. Y no tiemblo.
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FINALISTAS
LA VIE EN ROSE
María José Amador Montaño Antequera-Málaga
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a luz irisada del foco centelleó brevemente en sus pupilas al pulsar el interruptor. Francisca evitó detenerse en la imagen del espejo hasta haberse puesto un turbante dorado que descansaba en el tocador. Sólo cuando escondió los últimos mechones de la nuca se permitió acercar su cara para examinar, mientras deslizaba sus dedos de largas uñas por el rostro, cuál era exactamente la situación esa noche. Una vez que obtuvo el balance mental: piel … con brillos pero no estaba mal, ojeras … podían dar problemas, papada… pasable, se estiró divertida las sienes para imitar la sobreactuada mirada de Gloria Swanson en “El crepúsculo de los Dioses”. - Nunca es demasiado oro para una reina- dijo a su imagen Después, inició su rutinario proceso de transformación. A través de la puerta entreabierta del camerino le llegó, como un vendaval, la voz ronca de “La Lola de los puertos” cantando por Concha Piqué. Sabía que desde el “apoyá en er quisio de la mansebía…” hasta que la llamaran a ella disponía de unos escasos veinte minutos por lo que decidió dejarse de bromas y centrarse en lo que tenía que hacer. Por experiencia sabía que el noble arte del maquillaje requería, además de buenos productos y mucha práctica, también cierta dosis de genialidad. Y ella, en ese aspecto, se sentía al nivel del mismísimo Picasso.
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Mientras se aplicaba abundantemente un afinador de poros por todo el rostro, pensó en la tremenda injusticia que suponía que la depilación láser no tuviera adjudicado aún un día de fiesta nacional. Hasta no hacía tanto tiempo, el proceso era muchísimo más largo y sus resultados menos satisfactorios. Recordó con escozor cuando tenía incluso que ocultar la línea original de las cejas, tapándolas previamente con Mastic u otro producto parecido y volver a redibujarlas unos centímetros más arriba para feminizar la mirada. Feminizar se dijo para sí, como si ella no hubiera sido siempre mucho más mujer que algunas andróginas escuálidas que la miraban por encima del hombro… Evitó pensamientos amargos. Desde hacía años sabía que era inútil acumular rencor por la incomprensión de los demás. Las cosas estaban como estaban y ella al fin y al cabo no había tenido tan mala suerte. Se preciaba de haber disfrutado de una infancia feliz a pesar de la nebulosa que representaba la confusión permanente de los primeros años. Consideraba las inevitables burlas de los compañeros de colegio como un obligado impuesto que tuvo que pagar en su proceso de conocimiento interior pero que, con empeño, había conseguido almacenar en algún lugar de su memoria en el que ya no dolía. Instintivamente miró una foto de sus padres que tenía adherida al lateral del espejo y se sintió culpable, como siempre, al saberse en cierto modo responsable del constante gesto de tristeza en el rostro de su padre. ¡Pobre hombre!,… tan callado, tan correcto siempre… lo que habrá pasado todos estos años al saberse en boca de todo el pueblo … por eso no le tenía a mal que nunca la hubiera dejado de llamar Paquito, sabía que había llegado hasta donde humanamente había podido… Continuó con el proceso buscando de forma espontánea la crema hidratante y el corrector sorprendida por llevar más de cinco minutos sin pensar en Norberto. Una sonrisa pícara se le dibujó en los labios siliconados al imaginar algún modo de sorprenderlo una noche más. Un guiño a destiempo, dibujar un corazón en el aire, introducir su nombre en alguna canción…cualquier detalle que lo significase de entre todos los demás. Se le iban agotando las ideas pero aún así le encantaba esforzarse para él en ese juego infantil que tanto les entretenía.
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Casi sin darse cuenta se remontó con el pensamiento al día que lo conoció. Ella había terminado su actuación de cada noche en el Bristol Club, un local en el que cantaba desde hacía más de tres años dentro de un espectáculo de lo más diverso que aglutinaba todo tipo de estilos, desde el tango arrabalero a la copla pasando por la bossa nova. Francisca era la encargada de la Chanson francesa: Ne me quitte pas, versión siempre de Nina Simone y no de Edith Piaf que resultaba más deprimente en escena; La vie en rose, esta vez si por boca de la Piaf, La mer… y alguna más de Dalida o Charles Aznavour. Se hacía llamar Franchesca Valois y antes se hubiera dejado torturar que confesar que su acento francés no lo era por nacimiento sino por mera adhesión en los años que fue a Bourdeos a trabajar en la vendimia. Aquella noche no tenía nada mejor que hacer después de la actuación por lo que, después de quitarse las plumas, bajó a la sala a entretener a algunos clientes. En realidad no había nada en el contrato que la obligara a alternar pero le gustaba dejarse ver siempre por la sala para que el jefe estuviera contento. Cuando finalmente se disponía a tomarse el wisky con hielo que a buen seguro se había merecido después de una actuación en la que habían proliferado algunos improperios por parte de un grupo de jóvenes que celebraba la despedida de soltero de uno de ellos, la saludaron llamando su atención desde un rincón tres hombres que, a pesar de las horas, aún conservaban las ropas de lo que con seguridad parecía haber sido un día de caza. Sugerente se acercó contoneando las caderas al ritmo de la música ambiental. - ¿Cazando conejos?- preguntó guasona cuando llegó frente a ellos, abatiendo suavemente sus pestañas postizas. - Y hasta truchas si hace falta, bombón!- le contestó el “abogado” mirando sus curvas con deleite . Franchesca solía etiquetarlos en cuanto les echaba el primer vistazo. En un grupo siempre estaba “el abogado” que solía ser el que contestaba primero y creía saber de todo, “el payaso” que se prestaba al chiste fácil y cansino y que podía presentarse bien en su forma más elemental o junto con la variedad “machoman” en cuyo caso solía decantar sus gracias a la grosería machista, “el filósofo” que acostumbraba a intercalar citas del tipo “lo que es la vida” o el
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“Montecristo” que cuando conseguía escapar de su monótona rutina de padre de familia, se transformaba súbitamente al entrar en contacto con las luces de neón en un salido e incontrolable púber. Franchesca identificó sin mayor dificultad al “abogado” en el primero que habló y al “payaso” en el de al lado quién, como respuesta al chascarrillo de su amigo, soltó una risa estridente y a todas luces desproporcionada al escaso ingenio demostrado. Miró al tercero del grupo y se extrañó de no saber a qué especie pertenecía. Era algo grueso y calvo, tendría unos sesenta años y aspecto de querer esconderse en cualquier rincón. A pesar de la penumbra que los envolvía, Franchesca vio que las rayas de las perneras del pantalón le trazaban unas líneas tan perfectas que no pudo más que admirarse. - Y tú, qué??- se le acercó. - Yo…- balbuceó sin mirarla, encogiéndose de hombros. - A éste no le hagas mucho caso, que no tiene costumbre…-contestó por él “el abogado”. Franchesca lo ignoró. Se sentía a la vez divertida e intrigada por la timidez de un hombretón como aquel por lo que seguir provocándolo era una tentación demasiado irresistible y ella jamás gastaba un ápice de energía en vencer tentaciones, simplemente se las bebía de un trago. - ¿Te ha gustado mi actuación???- le interrogó acercándose hasta rozarlo. Olía a Baron Dandy y suavizante. El hombre, en vez de contestar, se agarró al vaso y dio un largo trago buscando quizá ganar tiempo o las fuerzas que a todas luces no tenía. Franchesca estaba dispuesta a esperar pacientemente la respuesta pero cuando sintió en la nalga la sudorosa mano del “abogado”, no tuvo más remedio que dejar el pasatiempo para mejor ocasión. Le soltó dos frescas no porque se sintiera ofendida sino más bien aburrida de tener que pararle los pies cada noche a algún mamarracho que, por el hecho de cantar en el Bristol y llevar trajes de lamé y lentejuelas, la creía una prostituta. Cuando se alejaba dejando al “payaso” desgañitándose con su risa desafinada, escuchó algo en su espalda que la hizo volverse.
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- ¿Has dicho algo?- le preguntó al tímido de antes que la miraba congestionado de la vergüenza. - He dicho que creo que… ha estado usted maravillosa. Y Franchesca se volvió sabiendo sus ojos en su espalda. Habían pasado seis meses desde entonces. Francisca se sorprendió de lo rápido que transcurría el tiempo de la felicidad. Se sacudió las manos buscando equilibrarlas antes de ponerse las pestañas postizas y sonrió recordando su sorpresa al ver a Norberto en la primera mesa la noche siguiente a aquella en que lo conoció. Estaba solo y sus ojos no se separaron un momento de cada uno de sus movimientos. Ella empezó actuando para todos pero acabó haciéndolo sólo para él. Después de su actuación la buscó en el camerino, la invitó a tomar algo y ella aceptó pero cuando se reunió con él dispuesta a compartir los wiskies que el destino tuviera a bien ponerles por delante, él insistió “en ir a donde pudieran hablar”. Y se la llevó a tomar churros con chocolate. Norberto volvió la noche siguiente y la otra y cada una de las que vinieron después. Pero también estuvo en los paseos al sol de esos mediodías en los que los gatos ya han dejado de ser todos pardos. Francisca se sorprendía de verlo regresar y de que quisiera llevarla al cine o a tiendas para que le ayudara a elegir unas camisas. Hasta ahora sus relaciones habían sido siempre todo lo contrario, un juego del escondite en el que, jugara con quien jugara, siempre era ella la que se tenía que esconder. -Tú sabes que pasa conmigo ¿no?- le preguntó un día harta de torturarse con la idea de que lo suyo fuera fruto de su ingenuidad. - Y qué pasa contigo??- contestó Norberto. - ¿Lo sabes o no?- le gritó nerviosa. - No sé muy bien… - ¡Que si sabes que no soy una auténtica mujer, joder¡- escupió Francisca miró la cara petrificada de Norberto y se preparó en su interior para el “fue bonito mientras duró” aunque no pudo reprimir un escalofrío cuando él empezó a hablar con un tono como jamás le había escuchado.
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-Si cuando dices que no eres una auténtica mujer te refieres a que naciste con el nombre y los atributos correspondientes a Francisco Garrido Moreno tengo que decirte que lo sé desde siempre. Si cuando dices que no eres una auténtica mujer quieres decir que aún no has completado el proceso de intentar solucionar los errores que la naturaleza cometió contigo, sabes que no puedo saberlo pero te informo de que no me importa demasiado. A mí nunca me han gustado los hombres, no soy homosexual, me gustan las mujeres y de entre todas ellas me gustas tú. Sinceramente creo que te llevo buscando toda la vida, así que hazme el favor de no traicionar mis esperanzas diciéndome que lo que tengo es falso. Franchesca enjugó una lágrima que amenazaba con destrozarle el maquillaje. Se embutió en su faja reductora y subió los brazos para deslizar un vestido verde-pavo real que la cubrió hasta los pies. Se miró en el espejo poniendo sus manos en la cintura y agachándose para ver el efecto del escote, se gustó. Unos nudillos golpearon la puerta para informarle de que era su turno y colocándose la peluca salió. Los focos del escenario titilaron como estrellas en el cielo y tuvo que mirar hacia el fondo de la sala para que sus ojos se acostumbraran a la luz. Giró la cabeza para encontrar los de Norberto y abriendo hacia él sus manos como una flor empezó a cantar:
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“Des yeux qui font baiser les miens, Ojos a punto de besar los míos un rire qui se perd sur sa bouche, una risa que se pierde sobre su boca voila le portrait sans retouche aquí está el retrato sin retoques de l’homme auquel j’appartiens. del hombre al que pertenezco.
Quand il me prend dans ses bras Cuando me toma en sus brazos il me parle tout bas, habla en voz baja. je vois la vie en rose.....” veo la vida en rosa…..”
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LARGO RECORRIDO Luisa Díaz Carbayo
Estepona- Málaga
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ací en un pueblo con olor a tren, con ruido de trenes.
En ese tiempo en el que no hay nada que hacer, tiempo largo y sin memoria, me iba a la era para ver pasar los trenes. Me sentaba a caballo en uno de los topes, al final de la vía muerta, y esperaba, con la vista al frente, el resplandor del metal al sol. Me gustaba sentir el ruido seco y veloz que me atronaba los oídos y me hacía cerrar los ojos cuando pasaban los más rápidos. Algunas veces pasaban muy cerca del tope, por la vía de al lado. Entonces me sujetaba con fuerza al hierro y creía que galopaba, porque la estela de viento que dejaba el tren al cruzarme me hacía perder el equilibrio un poco y me obligaba a recuperarlo dando pequeños saltos en mi caballo negro sin ensillar. Como no era muy valiente, siempre elegía el tope izquierdo y, aun así, volaba y volaba a un lugar sin nombre, verde y difícil, atractivo y marrón, donde cogía flores de colores imposibles, olía la alegría y corría con los brazos abiertos desafiando al sol, desafiando al frío. A veces esperaba el tren con los ojos cerrados y los oídos bien abiertos, como si mis orejas fueran enormes y llegaran hasta más allá de la viña de mi tío Lauren. Mucho antes de que llegara a la era, yo ya lo había notado. Esas veces el tren se me metía por el oído derecho y escuchaba diferentes sonidos según la fuerza y la velocidad con que lo impeliera el aire. A mí el que más me gustaba de todos los sonidos era el “pi, pi” grave y seco, un poco triste; pero, como yo no quería ser una de los tristes, cuando estaba cerca, empezaba a silbar a todo
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pulmón una alegre melodía que mi padre me había enseñado, hasta quedarme sin aire, hasta que el tren había pasado. Entonces, abría los ojos y también la boca para llenar de oxígeno la sangre que corría, contenta, por mi cuerpo aun desinflado. Un gozo ver pasar la tarde en la vía muerta. Los trenes fueron mi primer gran amor, amor que les declaraba casi cada día en aquel tiempo lejano y blanco al que vuelvo, olvidada del presente, buscando cobijo. Como tren de largo recorrido, sin destino final, el amor va pasando por el mundo, por mi vida. Y yo me subo a él o me bajo, o lo dejo pasar, o lo saludo o le digo adiós, o lo miro con tristeza, o me alegra escucharlo. Me gusta dejarme mecer en su movimiento, a veces suave, a veces brusco y atropellado. Y me gusta, cuando se acerca, sentir la vibración que trae y que expande a su alrededor. Desde aquella tarde de sueños color violeta a lomos de mi caballo negro no he dejado de hacer declaraciones de amor. Algunas sin pronunciar palabra. Sin darme cuenta. Sin saberlo. Como en una mañana cálida del mes de mayo. “Era una mañana cálida del mes de mayo. Desde la ventana de la derecha de la clase, la señorita Isabel vigilaba a sus niñas en el patio. La señorita Isabel sólo tenía niñas en clase. Pero el patio era otra cosa. En el patio no mandaba la señorita Isabel ni nadie. Era una liberación el patio, una alegría, un ir y venir de pantalones rotos en los muchachos y de horribles desmangados grises en las chicas, y de camisas de un color amarillo rabioso que hermanaba a todas las almas. Amarillo canario para todo bicho viviente, y zapatos bonanza, eso también. Desde la ventana de su clase, la señorita Isabel no podía distinguir a sus niñas por los zapatos, ni por nada, porque era un poco miope y la parte iluminada del patio no le quedaba cerca. Era una mañana de esas en las que el sol acompaña y no molesta. La niña siempre buscaba el sol, siempre tenía frío. Era agradable dejar volar la imaginación en el recreo mientras el sol te arropaba. Ruido y color, risas y juegos…
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Y, de repente, toda la luz de un mediodía luminoso de mayo quedó atrapada en unos ojos color miel que la miraban fijamente. Fue la primera vez que la niña dejó de oír y de ver –después le ocurriría más veces, algunas veces-. Ni ruido ni niños ni nada. La niña pegada a la miel de unos ojos. La niña que cierra los suyos y ve canela por todas partes. Y sabe y huele a miel y a canela. Mucho tiempo después volvería a oler a canela en una noche de enero pero ya no era ni tan joven ni tan verde”. Pasada aquella mañana el tiempo empeoró y empezó a llover, y llovió tanto que la lluvia se llevó al mar del norte el olor dulzón de la canela y los sueños color violeta. Pero vinieron otros. Otros sueños. Otros amores. Otras declaraciones de amor. Acompañando y acomodándose a mi evolución, a mi ritmo, al latido de mi corazón. Declaración de amor salvaje en el salvaje despertar Acércate cuando no queden estrellas que puedan romperte, cuando la forma de un cuerpo te despierte la voluntad. Las noches no serán noches sino mares, playas, lunas; soñaremos sueños sin retorno en tu lánguida cama. Acércate porque mis pequeños ojos han amado por primera vez tus grandes ojos que amaron muchas veces, porque te regalé un cielo de terciopelo y yo pensaba que no era nada. Una vez te dije “¿te doy un beso?” y tu mirada no fue la que yo esperaba. Me estuve toda la tarde sin despegar esos labios míos, tan míos, que nadie puede tener unos labios tan delgados y blancos que parecen dos trocitos de luna arrancada de una de esas noches en las que sólo hay luna. (La luna es blanca y tiene amores con un calé). Yo también soy blanca y nunca tendré los soñados amores contigo. Y eso que me gusta tu pelo anillado; me gustan tus labios; aun tus ojos me gustan, tus ojos que apenas son ojos, son indiferencia de metal acompañada por duda metódica –porque él lee mucho a Descartes-. El negro de tu cuerpo que nunca he visto me hace despertar. Algún amanecer tendré una sonrisa que regalar y no recordaré que te hice el amor entre sueños. Mientras llega el amanecer de todos los amaneceres…
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Mientras agonizo confieso que te quiero Te vi por primera vez una mañana de verano sentado en la escalera del portal del abandono. Yo bajaba a poner mi nombre en el buzón y quise que ojalá nunca lo olvidaras. No fue decisivo: sucedió sólo que tus ojos se quedaron flotando en el mar revuelto de mis deseos. Otra mañana con luz, de lejos y por sorpresa, me volví a encontrar con el torrente azul de tu mirada desbordándose hasta mi terraza. Sin más preludio, te colaste en mis noches, en mis sueños, en mi memoria: en mi habitación. Todas las mañanas me levantaba pronunciando tu nombre que inventé y ensayaba ante el espejo un “hola, qué tal” muy cariñoso, imaginando tu sonrisa que nunca he visto. Ha pasado mucho tiempo. Cada noche el mismo deseo: tener tu cuerpo desnudo frente a mí y escurrirme lentamente por tu piel. Una noche cualquiera cuando la luna, cansada ya de mirarse en tus ojos, nos abandonase. Todo cerrado, todo. Y, en silencio, un beso. Y otro, y otro, y muchos besos. Tus ojos clavados en mis ojos. Despiertos. Desnudos. No hay pudor; sería imposible amándote como te amo. Te he amado en la soledad de mi cuerpo mientras mis manos buscaban, ciegas, tu boca en mi almohada. No estabas. Fija la mirada en mi ventana, en tu ventana, y mis manos, temblorosas, buscando, buscando…no encuentran nada: silencio, lágrimas. En la tregua declaro mi amor al mundo Primavera en Chicago Chicago, tu nombre me gusta. Me gusta pronunciarlo en voz baja y confirmar su poder y su sensualidad. Algún día volveré a ti. Para demostrarte mi amor. Mi encuentro con Chicago fue extraño. Cuando llegué no me gustó demasiado. Después me impresionó. La Avenida Michigan es un hervidero de gente, tranvías y tiendas. Los tranvías me rodean, están por todos lados. No son tranvías, son el metro; yo me hago ilusiones y para mí son tranvías. Los siento a cada paso, sobre mi cabeza, los veo cuando levanto los ojos, si vuelvo la cabeza para ver un rascacielos. Los tranvías tienen vida y me dan un poco de miedo; también me gustan como me gustan los puentes que los sostienen en alto para que la gente pueda verlos allá arriba, no muy arriba, lo suficiente para que las manos atrevidas no se atrevan a tocarlos. Los tranvías quieren mecerse en los puentes, quieren ser bailarinas en la cuerda y observar a la gente que no baila
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–sólo anda si es que puede- debajo del hierro que los acoge. La gente de la Avenida Michigan es muy variada. Me llaman la atención los negros. Negros que me matan con la mirada o me aman para siempre; negros por los callejones y en las esquinas; negros debajo de los puentes y en las parada del autobús; negros que me miran, clavándome los ojos, al centro del corazón; negros que están dentro del sistema y sonríen; negros que interrogan a los blancos. Hombres y mujeres que se cruzan en mi vida durante diez segundos, gente con alma que no descubriré y que olvidaré pronto. A Chicago le queda bien el blanco y el negro. Y el azul de Michigan Lake. Y el verde de Lincoln Park y de Grant Park. A Chicago le quedan bien los colores. Cuando abandoné Chicago llovía. Por entre la cortina de agua y tierra que me envolvía intenté vislumbrar su estela, su huella que, sin duda, me ha quedado. Viaje al centro de la tierra: Grand Canyon Todavía es de noche. El sueño desaparece buscando otros sueños. En el amanecer. En lo alto del Bright Angel Point el frío duele. Mi frío se va de repente: me abandona. Como yo me abandono a la inmensidad, al silencio infinito, a la belleza. Atracción, miedo al vacío y a la profundidad sin límite. El eco no llega abajo, se pierde en el naranja, en el marrón y en el negro de las piedras, y en el verde de los árboles. Un paraíso de roca delante de mis sorprendidos ojos que intentan llegar lo más lejos posible. Ojos que se cierran y se abren para comprobar que no es un sueño lo que ven. Ojos que se esfuerzan por guardar en su memoria unos minutos de eternidad. Ojos cansados que se cierran cuando me alejo de la barandilla y no quieren abrirse para no olvidar lo que han visto. Al fin, el frío vuelve. Mi frío de siempre en mi cuerpo de siempre. Con una recién estrenada calma que no sé cómo anunciar. Despunta el amanecer: el sol ordenando y adornando. Y yo sintiendo el amor. Declaraciones de amor sin anestesia Cómo explicarte que te quiero Cómo explicarte que te quiero desde lo más hondo, desde un lugar remoto al que no alcanzan mis dudas ni tus porqués. Quizás sólo el mar pudiera entenderlo, y contártelo: él sí sabe de profundidades; yo sólo sé que navego en la
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felicidad cuando me miras como hoy me has mirado, y que no puedo sostener tu mirada porque temo que me descubras temblando, indefenso junco doblado; o igual me pierdo en el abismo de tus ojos, imán verde que me hipnotiza si me dejo llevar. Y el mundo deja de existir. El mundo somos tú y yo. Cómo explicarte que en cada abrazo me quedaría en ti para siempre: ser parte de ti, de tu cuerpo, tu segunda piel. Tu única piel. Para no dejar de mirarte, de escucharte, de tocarte. Para no dejar que te vayas sin mí. Nunca. No dibujar sonrisas cuando te veo es muy difícil: castigo impuesto por el azar de los enfados, niña enfadita; secreto: labios y ojos se mantienen a raya; el corazón, de fiesta. (Tú no puedes verlo aunque lleves gafas porque eres miope y te pilla muy lejos mi corazón cuando estamos enfadados). Déjame entrar en tu territorio, ese que marcas como lobo desconfiado; déjame cobijarme en él, en su tibieza y en su ternura. Déjame encontrar ese lugar oculto tuyo al que no alcanzan tus dudas ni mis porqués. El deseo me despierta El deseo me despierta. El deseo de ir adonde tú vayas, a playas solitarias o a ciudades imposibles; de tu mano, siempre de tu mano, detrás de ti. No hacer caso al cansancio ni al sueño y aferrarme a ti como a una roca; clavar mis manos como garfios a tu cuerpo, agarrarme sin descanso, escucharte sin descanso. Seguir tus pasos, seguir tu sombra, seguirte con la mirada. No perderte nunca. Nunca cansarme de mirarte, de tocarte, de que me toques. Sentir tus manos en mi cuerpo, tu boca en mi boca, tu respiración al lado mío. Y tus sueños al costado de los míos, muy cerca: tus sueños posibles y los míos imposibles enredados como tela de araña de la que no podemos salir, no queremos salir. Tú: mi casa, mi castillo. Tú ahuyentando el miedo, mi miedo. El miedo, mano negra que me atrapa y paraliza, que me ciega y que me hace llorar. El miedo a dejar de sentir lo que ahora siento, el miedo a que dejes de mirarme como ahora me miras. Miedo como amenaza de desamor. Mi miedo. Pero pasa pronto porque te pienso, y me calmo, y vuelvo a ver el mar; y me dejo llevar por las
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olas, me acoplo a su ritmo, meciéndome en su movimiento mientras te pienso, mientras pienso que iré adonde tú vayas. Si quieres. El deseo me despertó cuando llegaste tú a volarme el corazón. Tú, pura dinamita para mi corazón. Cuando el naranjo en flor … Del verde al rojo Del verde al rojo, en un largo atardecer, he visto cómo cambiaban tus ojos. En mis oídos aún resuena tu voz: tus palabras han tejido una vida como tela de araña que se ha quedado colgada en mi memoria. Me he despertado con tu recuerdo enredado entre mis manos, y he acariciado tu pelo suave y tu cara triste. Azul, mi sueño, también te alcanzaba. Como fino hilo y, sin embargo, firme, amarras mi noche a mi mañana y te paseas, liviano, por el cielo de mis sueños. Me he despertado pronunciando tu nombre bajito y con mucho amor para regalarte, y me he acurrucado contra la pared para guardarte y que no escaparas aún. Tan pronto. Mientras hablas yo siento deseos de abrazarte, flaco; pero no me atrevo, no vaya a ser que se rompa el hechizo de tu mirada y de mi embeleso. Abandonando el deseo, vuelvo a tus manos, mariposas inquietas, que mueven el aire que yo respiro: tus manos que tanto me gustan. De relojes parados quiero pintar mi tiempo cuando estoy contigo; y mi espacio con tu cuerpo, con tu voz. Inventar para ti mundos nuevos, menos tristes. No volverte a ver la amargura que mata, la desesperación. El amor era eso: sentir los labios del otro ardiendo en los tuyos. Como espadas, como espuma. Querer borrarme de mi cuerpo y dibujarme en el tuyo. Ladrarle al tiempo. Así, pasando por días de soles, noches de frío, días de fuego, noches de invierno, días eternos, noches oscuras, días de viento, noches de sueños, el tren de largo recorrido llegó, un amanecer, a la Estación Libertad, un lugar maravilloso donde descansar en aguas mansas y abrir el corazón. Un lugar ideal para dar las gracias y declarar mi amor a todos los hombres y mujeres que me han ayu-
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dado a conocerme, quererme y respetarme. A todas aquellas y aquellos que me han animado a decirme que yo también me quiero. Hombres. Mis mujeres Casi siempre me he movido con mujeres; ahora me conmuevo con ellas. Las entiendo: todo está claro en sus ojos, en su voz, en su gesto. Todo pasa por el tamiz de la comprensión y queda diluido en el océano infinito de la ternura y de la compasión. No me siento nunca sola entre mujeres. Hombres. Hombres que me han hecho feliz, hombres que no me han hecho feliz. Ya no sufro por los hombres. Desde mi preciosa libertad, la que yo me he dado, los miro ahora. Mi comprensión también os alcanza. Entre vosotros, hombres, y ellas, mis mujeres, me habéis fabricado un espejo maravilloso donde mirarme, conocerme, quererme. Gracias.
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“... PERO UNA ESTRELLA LLEVA TU NOMBRE” Pablo Díaz Morilla Málaga
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1.
l primer día golpeó la puerta del baño desgajando un trozo de madera y un centímetro de sus nudillos. Aún debe quedar algo de ella, un trozo minúsculo, entre las astillas. La primera semana Eva vino a buscarla. Una vez. Otra. A la tercera fueron a tomar café. Eva. Ella una tila. El primer mes se hizo largo. Víctor ya no llamaba. Ni una sola vez. Al finalizar el primer año los investigadores del CSIC golpearon su puerta. - ¿Sandra Reina?
2. Ella aún no sabía que eran del CSIC, ni siquiera qué era el CSIC. Pensó que eran policías, quizás por el tono imperativo de su voz. “No salir del país en un mes”. Vacaciones en verano trabajando en un hotel…Si la situación no hubiese sido tan extraña habría resultado incluso irónico. “Trabajamos para el Estado, sería delito que abandonase usted el país sin comunicárnoslo” Y el tipejo le extendió una tarjeta con un teléfono, un nombre y un escudo. Y allí estaba ella, buscando la cámara oculta, sin encontrarla, y “estoesunabroma” varios y las caras hieráticas de los policías. O lo que fueran. El más alto sólo torció el gesto una vez, cuando ella, ya en la puerta, les preguntó por última vez: - ¿Es que de verdad no van a decirme por qué?
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Y el alto: - Es que no lo sabemos. Y el gesto de crío que ve por primera vez algo que no comprenderá hasta años más tarde: - Es que no lo sabemos. Sandra Reina no había salido NUNCA de su país, y tampoco iba a hacerlo durante ese mes.
3. Víctor la dejó por otra. Rubia, no demasiado guapa, pero las mujeres nunca ven a otras guapas a no ser que no sean guapas, entonces sí. Le gustaban los perros. Tenía un carlino y en enero Sandra vio a Víctor pasearlo. De lejos. Creyó que era Víctor y tampoco sería demasiado raro, a Víctor siempre le gustaron los perros. A Sandra no. De Víctor quedaban muchas cosas, claro, fueron muchos años, pero principalmente quedaban dos: una imagen, de lejos, paseando a un carlino, y esa frase: “Yo nunca quise tener hijos contigo”. De Víctor quedaban muchas cosas, pero ésas dos principalmente.
4. Estaba con Jaime la mañana que volvieron a golpear su puerta. A ella no le gustó nunca mucho Jaime, pero era amigo del primo de Eva, y una cosa llevó a la otra. Y era guapo, éste sí. El hombre alto se había cortado el pelo y su compañero era ahora una compañera. -Mañana pasará un coche a recogerla. A las nueve. Posiblemente venga yo también. -No voy a ir a ningún sitio… El alto se impacientó por un segundo y ofreció la apariencia de un tipo resolutivo, al menos a ojos de Sandra, al menos durante un instante.
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-¿Sabe usted cuando le dan el día libre en el trabajo por ir a declarar a un juicio, o cuando le pagan 100 euros por hacer de vocal en unas elecciones? Pues esto es lo mismo, trabajamos para el Estado. Hablaremos con su trabajo esta tarde. Jaime tenía muchos abdominales pero poca conversación. Así que se vistió y la dejó con toda la tarde libre y una duda bastante razonable: ¿Qué se pone una cuando te viene a recoger a casa “El Estado”?
5.
- ¿Sabe usted qué son los rayos Lebeu-Summers? –y la cara de Sandra, imagínatela.- No, ni nosotros, porque acaban de nacer, acaban de bautizarlos unos señores de la NASA. El señor trajeado señaló con la cabeza a un par de tipos, uno rubio, el otro lo fue en su día. - Éstos no, otros. La sala no era gran cosa, en su día fue un juzgado, y a Sandra le llamaron la atención los enormes ventanales en los cuales las cagadas de paloma habían dejado demasiadas huellas. Por lo demás, una enorme mesa de reuniones de roble antiguo, unas sillas de roble antiguo, unos espejos antiguos. Dos policías en la puerta, charlando de sus cosas. Tres hombres trajeados que miraban a Sandra expectantes y los americanos, o de donde fueran. Y Sandra. - No sabemos muy bien qué son esos rayos, señorita Reina. Lo que parece seguro es que nos los han enviado. En una sucesión rítmica. También tenemos constancia de DESDE DÓNDE nos los han enviado, y por eso está usted aquí. Estos… lo que sean… nos los han enviado desde un planeta que lleva su nombre.
6. Eso era el presente. Esto es el pasado: Diez años atrás, las piedras del morro del puerto, gatos que buscan restos de los cubos de los pescadores, Víctor
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abrazado a Sandra. - He visto una cosa hoy en la sala de ordenadores. En Internet. - ¿El qué? - Nada, una cosa. - Pero ¿el qué? - Nada, una gilipollez, a lo mejor no te gusta, pero no me ha costado dinero y he tardado un ratillo nada más. Víctor sacó un folio de la mochila, entre las páginas del libro de Psicología Social. Un montón de cosas en inglés, unas coordenadas y una foto en bajísima resolución. Puntos blancos y un cuadradito en el centro. Comían golosinas. - Le he puesto tu nombre a esto.
7. Dos días después Sandra llegó de trabajar, se descalzó
y cogió el móvil. Se lo pensó un instante, pero no llegó a llamar. Por lo que le dijo el hombre trajeado: “Todas sus llamadas van a ser grabadas”. Pero por lo demás aún no tenía que hacer nada. Aún. Encendió la tele. Abrió un yogur, chupó la tapa. En el informativo el presidente afirmaba sentir un “profundo respeto hacia el trabajo de la NASA y la Agencia Espacial Europea” pero también pedía “la cautela y el entusiasmo contenido que esta noticia requiere”.
8.
Si no hubiese sido por los astrónomos aficionados no habrían dicho nada del nombre. O al menos eso pensaría siempre Sandra. Pero, por lo que aprendió después de las entrevistas, un montón de astrónomos aficionados de todo el mundo sabían que precisamente allí, en ese cuadrante, estuviese donde estuviese, hacia arriba o hacia abajo, hacia la izquierda o hacia la derecha (y
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depende de donde estuviese la Tierra en ese instante) la mayoría de los planetas tenían nombre. Nombres de personas cualesquiera que hubiesen rellenado siete campos registrándose en una vieja página de Internet. Una iniciativa como otra cualquiera. Nombres como “HD 209865b Sandra Reina”.
9. Las entrevistas. Muchas. Toda la semana siguiente y gran parte de la posterior. En casi todas le pagaban. Durmió en el Hotel Ritz de Barcelona dos noches en dos semanas distintas. Eva no hacía más que reírse, la acompañó a los Estados Unidos, pero vamos, tres días, apenas vieron nada. Eso sí, Eva colgó en su oficina una foto con el traje de astronauta y ellas dos riéndose. 10. A las tres semanas Sandra entregó las llaves de su habitación a una familia de irlandeses. Se la quedaron mirando. No sabían de qué les sonaba su cara, le pasaba mucho. Se desperezó tras el mostrador y quitó la chapita con su nombre de planeta. Caminó hasta la puerta y encendió un cigarro un par de pasos antes de salir. Prácticamente chocó con él. - ¡Hombre, la famosa! Le dio dos besos casi sin darse cuenta, como un acto reflejo. - Has salido muy guapa en la tele. Te he visto muchas veces. - Gracias. Tenía el pelo más largo y paseaba un perro que le miraba impaciente. - Todavía tengo el papel. El Iván dice que lo venda en el EBay. - Pues sí, seguro que te dan algo. Bastante, seguro, no veas la peña cómo está con esto.
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- Si es que es la hostia, tía, tú ahora no lo ves, pero es la hostia. No se cree nadie que fui yo quien… vamos, tampoco es que yo lo cuente mucho. - Ya, yo tampoco, he acabado hasta las narices. - Oye, y… ¿se sabe algo? - Qué va, que enviaron la señal ésa, lo que sea, vete tú a saber cuándo, años luz… y ya está. Uno de los que conozco que me he hecho más coleguita de él dice que lo más seguro es que no se sepa nunca lo que es. - Joder… Oye, y por lo demás qué tal, no sabía que seguías aquí. Sandra se encogió de hombros. - Ya ves… pedí una excedencia pero ya estamos de vuelta… Víctor apenas esperó que terminara de hablar, apresurado por la mirada del perro. - ¿Cómo sigue tu jefe? - Bien, tú sabes, con sus paranoias… te tengo que dejar, que va a llegar ya mismo. - Vale, vale… oye, un día podíamos quedar para una caña, ¿no? No iba a pasar nada malo, vamos, digo yo. - No, ¿qué iba a pasar? - Pues si no has cambiado de teléfono te llamo yo esta semana… o la que viene.
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- Venga, vale. - Ciao. Sandra tir贸 la colilla. A unos metros de la puerta, V铆ctor volvi贸 a detenerse a que el carlino olfatease a un schnauzer.
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NI SE TE OCURRA DECIRME QUE ME QUIERES Marisa López Pérez Antequera-Málaga
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A
quella mañana no pensé en ti cuando me desperté, seguramente porque andaba entretenida maldiciendo al osado que me levantaba a timbrazos un sábado a primera hora. Cuando eché un vistazo por la mirilla y solo vi rosas rojas tu imagen y el lambrusco que habíamos compartido la noche anterior se agarraron a mi cabeza como un pulpo divisando una olla de cobre. Abrí la puerta con el cefalópodo por sombrero y el gesto a lo Escarlata O’Hara que sabes que adopto cuando algo me incomoda. Naturalmente el chico de la floristería desmontó su sonrisa cuando me vio y, tras cumplir su misión, dio tres pasos hacia atrás mientras yo sostenía el exagerado ramo lo más lejos de mi cuerpo que pude. Con el sabor de la venganza en su voz me susurró “No cierre la puerta” y señalando el ascensor, que acababa de llegar, dejó salir a su duplicado con una bandeja de desayuno con cinco globos atados en forma de corazón. No me moví, ni emití sonido alguno. Tras dejar la bandeja en el mueble de la entrada se marcharon los tres juntos, incluido el pulpo, a festejar que le habían amargado la mañana a la tía más desagradecida que se encontrarían jamás. Dejé caer el ramo en el fregadero y observé la bandeja con detenimiento, la repera, no había visto tanto corazoncito rojo por centímetro cuadrado en mi vida. Supuse que conociendo mi severa alergia a las pamplinas amorosas habías decidido inmunizarme de una sola dosis. Me revestí de valor y abrí el sobre que la acompañaba, previsiblemente tus azucaradas palabras explotaron dejando toda mi casa llena de un insoportable olor a almíbar. Para no marearme salí a la terraza a respirar aire fresco, a comer un croissant de la bandeja y a lamentar haber terminado la noche anterior en el asiento trasero de tu coche.
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Dediqué un buen rato a recopilar vocablos malsonantes dirigidos al entrometido querubín que tan buena puntería había tenido contigo. Luego pasé a una fase más práctica y me puse a ensayar qué decirte: “A estas alturas de nuestra amistad, mejor olvidémoslo”, o quizás un “Lo de anoche fue fantástico, pero no conviene mezclar estas cosas con el trabajo”, o mejor un “Entre los dos sumamos más de noventa años y tres divorcios, no estamos para chiquillerías”, pero por más vueltas que le daba no conseguía encontrar el pegamento que dejara intacta la vajilla que rompimos a besos la noche anterior. Sabía que estarías esperando una llamada de agradecimiento y decidí improvisar sobre la marcha, pero no encontré mi teléfono y lo que en otras circunstancias hubiera sido un drama ahora resultaba ser el tercer y mejor regalo de la mañana, lo habría dejado en mi despacho, así que tendría hasta el lunes para dejar enfriar el asunto. Esa noche dormí poco y mal. Comencé la semana felicitándome delante del espejo por la elección tan acertada, no podía estar más sosa, ropa amplia, zapato plano, nada de accesorios… el uniforme perfecto para darte una docena de hermosas calabazas sin ensañamiento. Con el discurso bien preparado salí de casa dispuesta a zanjar el asunto esa misma mañana. La sensación de tenerlo todo bajo control me duró poco. Cuando apareciste inesperadamente en la puerta de mi despacho me puse nerviosa, seguí rebuscando en el cajón para evitar mirarte y no sabes lo que te agradecí que empezaras a hablarme con naturalidad de la agenda del día. Por un momento pensé que habías decidido hacer borrón, pero me pasaste la vieja cuenta sacando mi móvil del bolsillo y susurrando sonriente aquel “se quedó en mi coche” que me obligó a ser educada y agradecerte tus presentes en ese mismo instante, cuando en el fondo lo que me apetecía era darte un zarandeo y devolverte la sensatez que habías perdido entre tanto corazoncito rojo. Cuando empecé a sugerir que quizás deberíamos hablar seriamente fuera de la oficina tuve que hacer algo mal, porque te ofreciste entusiasmado a buscar un restaurante para el viernes por la noche. Una cita, el asunto se complicaba, yo queriendo desarmar y tú con la caja de herramientas en la mano. A solas respiré profundamente y decidí serenarme, solo posponíamos unos
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días la conversación. Llevaba años viéndote afrontar cuestiones más transcendentales con una facilidad para el diálogo, una empatía y unas ganas de encontrar soluciones que siempre me sorprendían. Sería incómodo pero no desagradable, terminaríamos la noche riéndonos y firmando en una servilleta el juramento de no volver a compartir juntos una botella de lambrusco. Pero el martes por la noche soñé contigo. Omitiré los detalles, tan solo cambié el escenario, tu coche por la mercería de mi tía Lola y lo más grave es que me desperté con una amplia sonrisa. Me estaba convirtiendo en un caso de libro para el descansado del Dr. Freud. A duras penas conseguí disimular en la oficina esa incongruencia que me agarraba por el cuello cada vez que recordaba el dichoso sueño y que no me dejaba respirar, aunque nuestras secretarias tan discretas y prudentes como siempre empezaron a captar cierto extraño olor en el ambiente, tú andabas perfumado con gominolas y yo con insecticida, la mezcla no podía pasar desapercibida. Cuando llegó el jueves ya estaba de nuevo más sosegada, nos habíamos visto poco. Me llamaste a tu despacho y cogí el informe sobre los objetivos del último trimestre, convencida de que íbamos a preparar la próxima reunión con el gran jefe. Te noté cierto aire bobalicón y me senté mientras terminabas de hablar por teléfono. No parabas de juguetear con el sobre que tenías sobre la mesa y decidí no perderlo de vista hasta que me permitieras, con un movimiento involuntario, ver el logotipo que llevaba dibujado, que resultó ser el de tu agencia de viajes habitual. Para colmo reparé que tras la ventana estaba Cupido revoloteando, muerto de risa y haciéndome un gesto con el dedo corazón impropio de su persona; si lo llego a pillar en ese instante le hago tragar el pañal, el arco y las flechas. Me detuve a pensar por un momento lo previsibles que sois los hombres cuando os creéis enamorados y lo falsas que somos nosotras cuando mostramos sorpresa ante lo que ya sabemos que vais a hacer. En aquel sobre había dos billetes de fin de semana para París o Venecia, seguro. Empecé a ponerme tensa, no encontraba la postura idónea. Cuando colgaste y me preguntaste por lo que haría el fin de semana agarré fuertemente la silla, sin dejarme contestar seguiste hablando abiertamente sobre nosotros, me petrifiqué. Por si mi lenguaje corporal no era suficientemente claro en mi frente apareció un letrero luminoso, como el de la farmacia de mi barrio, con el mensaje “Ni se te ocurra decirme que me quieres”, y no lo hiciste, guardaste
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el sobre disimuladamente y me pasaste el testigo de la conversación. No voy a repetir la de tonterías que te argumenté, de hecho me las habías escuchado millones de veces, pero lo que tú sabias y yo no es que todas esas excusas eran los residuos tóxicos que me habían generado mis anteriores relaciones. Me dejaste hablar sin interrumpirme, observándome intensamente y tratando de ocultar, sin éxito, cierto aire de decepción. Decidí terminar elegantemente ofreciéndome por si necesitabas algo y entonces me soltaste aquel “Pues sí que necesito algo…vete a la mierda”, esta vez me sorprendiste aún más por tu facilidad para el diálogo, tu empatía y tus ganas de buscar soluciones. A solas en mi despacho sentí como caía sobre mí todo el peso de la realidad, no podía culparte por sentir, ni culparme por no hacerlo. Los actos traen consecuencias y tenía que asumirlas, pero el precio me parecía tan elevado que estaba a punto de echarme a llorar, y no porque me hubieras mandado a tan distinguido lugar sino porque eras precisamente tú quien lo hacía. Antes de empezar a hacer pucheros llamaste a mi puerta a pedirme perdón y mientras nos dábamos un abrazo me aseguraste que en un par de días se te pasaría. Y vaya si se te pasó. El lunes por la mañana algo me llamó poderosamente la atención en la mesa de tu secretaria, un pequeño objeto que estoy segura que el fabricante jamás hubiera imaginado que se convertiría en tan eficaz útil de tortura, una góndola en miniatura con una pinza para sujetar las notas. Cuando pregunté con naturalidad por el origen del souvenir ella, con su habitual aire angelical, me contestó que había estado inesperadamente el fin de semana en Venecia y terminó ruborizándose cuando su compañera me insinuó que muy bien acompañada, allí olía a secreto condensado. Le contesté inofensivamente mientras la observaba y delante de mis ojos se produjo la transformación, sus tacones se afilaron, su falda menguó dejando ver un liguero negro con encajes morados y su barra de labios se volvió rojo fuego. Yo pensando durante todo este tiempo que tenías por secretaria a la doble de Blancanieves y ahora resultaba ser un híbrido entre Betty Boop y la mujer de Roger Rabbit. Tardé cuatro días y seis horas en averiguar que el príncipe azul que había besado bajo El Puente de los Suspiros a nuestra damisela no había sido otro que el coordinador de contabilidad, yo sí que suspiré de alivio. Cuatro días y seis horas en las que te evité todo lo que pude porque solo verte me producía un
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escozor en los ojos insoportable. Unas semanas antes te habría preguntado sin tapujos por tu vida amorosa y te hubiera aconsejado con naturalidad, pero ahora no podía. Esos días mi única confidente fue la gastritis que me apareció tras coincidir con la gondolita de las narices y que después de una caja de antiácidos se marchó aconsejándome que hablara profundamente conmigo misma. Y precisamente eso es lo que hice. Empecé a recopilar viejos recortes de nuestra amistad que había ido dejando olvidados a lo largo de los años, los planché, los puse en orden y los disfruté. Todas las risas, todas las confidencias, todos aquellos malos momentos en los que te sujeté o en los que me sujetaste, tantas horas de trabajo en las que descubrimos que las responsabilidades son menos pesadas si se comparten, alguna que otra acalorada discusión… Pero hubo uno de esos recortes en concreto que me sorprendió, una de aquellas cenas en las que todos éramos felices, mucho antes de que tu esposa y mi segundo marido nos salieran ranas escurridizas, una de esas veladas en la que los cuatro disfrutábamos de un buen mantel y de una engañosa estabilidad, ni siquiera recuerdo el tema de conversación que tan animados nos tenía, pero hiciste un comentario tan maduro como divertido que solo yo entendí y que me hizo por una fracción de segundo desear vivir otra vida tan solo para compartirla contigo. Ese deseo, que en su aparición era totalmente inadmisible, se diluyó en mi memoria hasta ahora. Estas semanas han sido para mí tan intensas como reveladoras. Tengo todos mis sentimientos en orden, sin taparlos, sin prejuzgarlos, sin menospreciarlos. No me ha resultado demasiado complicado encontrar a los repartidores de la floristería, con los cuales me he reconciliado tras una generosa propina y que por cierto no han sido capaces de darme norte sobre el paradero del pulpo, espero que no haya terminado regado con pimentón sobre un lecho de patatas. He vuelto a ver a Blancanieves con su recatada faldita amarilla, ni rastro del liguero, parece ser que ella y el coordinador se van este fin de semana a París, supongo que este viaje no se lo habrás regalado tú. También he enterrado el hacha de guerra con el querubín, pasó inesperadamente a verme hace unos días y mientras yo esperaba que me atravesara despiadadamente el corazón con todas sus flechas se limitó a darme un beso en la mejilla y a desearme suerte Todo arreglado, menos lo más importante, tú.
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Y ese es el motivo de esta extensa carta, que no es otro que pasarte el testigo de nuestro sino. Si me devuelves la docena de hermosas calabazas que tan inconscientemente te regalé, lo entenderé, buscaré una buena receta para cocinarlas y la compartiré contigo. Aunque he de confesarte que esta decisión será la más cómoda para mí porque no me habré guardado nada y seguiremos como antes, salvo que de vez en cuando seré feliz soñando contigo y con la mercería de mi tía Lola. Si por el contrario decides venirte el próximo fin de semana a Venecia conmigo, quiero que sepas que estoy aterrada porque no sé hasta donde puedo llegar a quererte y es la primera vez en mi vida que esto me ocurre. No voy a entretenerte más que se enfría tu café, como habrás comprobado la bandeja de desayuno que acompaña esta carta es la más grande del catálogo y habré invadido tu casa de globos y corazoncitos, donde las dan… Espero haberte hecho sonreír con ello. Por cierto, guardame un croissant.
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UN FRENTE FRÍO Isabel María Merino González Málaga
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Málaga, madrugada del 11 de Febrero de 2012.
E
s de noche. Te escribo sentada en mi escritorio, frente a la ventana. Algo me ha despertado, no sé qué, no duermo bien últimamente, y menos aún esta noche. He encendido la lamparilla y he subido un poco las persianas para comprobar que tú sí duermes tranquilo, pero hay luz en tu despacho. Me encantan todas esas reglas que incumplimos juntos, como esta de no poder conciliar el sueño mientras todos duermen. Tal vez, esta vez, preocupados por lo mismo. He leído por ahí, quizá en uno de esos libros que te gusta recomendarme, que el ser humano nunca sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta. Esta es mi forma de saber, de ser capaz, de intentar que en el último instante, tal vez, todo cambie. Lo he pensado durante todo el día: cuando fui a recoger el vestido de novia y agradecí los deseos de felicidad de la encargada de la boutique, cuando pasé por delante de la librería Rayuela y vi tu último libro en el escaparate, cuando atravesé el parque para coger el Circular y rocé con los dedos el banco en el que de adolescentes nos sentábamos a comer pipas y a contarnos nuestros secretos. Bueno, no todos, nos dejamos siempre atrás el más importante. Tú no te atrevías a preguntar y yo no me atrevía a admitir. Nos queremos, de eso estoy segura, me decía mientras miraba tus pies en constante movimiento. Siempre que te sientas a mi lado, lo haces en un vaivén continuo, nunca te estás quieto. Sin embargo, con Sara siempre estás en calma.
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Te mudaste al piso de enfrente hace hoy dieciocho años. Son curiosas las fechas, a veces, en un mismo día, en diferentes años, suceden los acontecimientos más importantes de la vida de las personas. Aquel día cambió mi vida. Hoy, volverá a hacerlo. Pero si he de elegir una de ellas, sin duda, me quedo con la primera, con aquella vez que, cargado con tu Olivetti, mantuviste la puerta del ascensor abierta y te hiciste a un lado para que yo entrara. Me sonreíste con la mirada al entrar. Incluso aquella primera vez ya hubo algo. Bien en esa mirada torpe a través de tus gafas, bien en mi silencio que te observaba. Hubo un sentimiento, de eso estoy segura. Después nos hicimos amigos. Ahora quisiera volver a aquellos días donde mi única pandilla eras tú. No necesitábamos a nadie más para divertirnos. Cogíamos prestada la Vespino de mi hermano, y recorríamos Pedregalejo gritando, como hacía DiCaprio en el Titanic. Tú eras el rey del mundo, de mi mundo, y yo me apretaba contra ti, y gritaba contigo. Eres mi mejor amiga, Alicia, me dijiste inflando el pecho, orgulloso de nuestra camaradería, aquella noche en que la moto nos dejó tirados a la altura de los Baños del Carmen, cuando volvíamos de Bobby Logan. A esas horas, los chupitos comenzaban a hacer su efecto y nos sentamos en un banco, junto al tranvía, a esperar que se nos pasara la chispa. El mar, furioso, sonaba a nuestra espalda, y las olas nos salpicaban, pero no podíamos dejar de reír por cualquier tontería. Nos sentamos frente a frente y jugamos a ese ridículo juego de mirarnos a los ojos sin hablar. Quien ría primero le lleva la mochila al Instituto al otro durante toda la semana, dijiste con esa sonrisa que volvía pícara tu mirada miope. Yo cerraba los ojos, los abría y allí estabas tú, serio, con tu cara frente a la mía, tan cerca, que casi se rozaban nuestros labios, pero no quise estropear aquel momento con un beso que, quizá, lo habría roto todo, o que, tal vez, lo habría empezado todo. Te levantaste de un salto y dijiste: ¡He perdido! ¿Lo ves? Esbozaste una gran sonrisa, volviste a colocarte las gafas y trataste de arrancar la moto. Yo te miraba preguntándome por qué tiraste la toalla tan pronto. Llevaste mi mochila durante toda la semana. También la siguiente. Durante todo un mes. Hasta que apareció Sara. Quizá, ahora que rememoro algunos pasajes nuestros, a estas horas de la madrugada en que los dos debíamos estar durmiendo, creo que exagero al decir que las cosas comenzaron a cambiar tan deprisa como la noche se convierte en día.
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Las persianas de tu despacho hacen un ruido estrepitoso cuando las subes o las bajas. De noche es más audible. Me he asomado y te he sorprendido mirando hacia mi ventana, respirando el aire con olor a lejía y detergente del ojo patio. Has levantado la mano para saludarme, y yo te he correspondido con la mía, con la palma de la mano muy abierta, estirando los dedos, dejando ver, si es posible hacerlo en la oscuridad de la noche, (tan sólo con el haz luminoso de nuestras lamparillas a nuestras espaldas), que aún no hay ningún anillo en mi dedo. El cielo está despejado, pero se avecina una tormenta en el patio, pienso. Aunque mis apuntes de Facultad la definan de manera más rigurosa y extensa, a groso modo podría decirse que una tormenta es un fenómeno caracterizado por dos o más masas de aire de diferentes temperaturas. A mí me gusta pensar que una tormenta, con toda su parafernalia de lluvias, vientos, relámpagos y truenos, somos tú y yo, cuando estamos a punto de estallar. ¿Qué haces levantada? No podía dormir, te digo encogiéndome de hombros. ¿Qué haces en el despacho a estas horas? Escribía, dices. ¿Y Sara? Duerme tranquila. ¿Estás con el nuevo libro? No, sólo escribía. ¿Sobre qué? Cosas, dices con la mirada clavada en una sábana que se revuelve en los cordeles. ¿Se trata de una nueva novela? Cuéntame, Leo, ¿salgo también en esta? (Siempre me reconozco en algunos de tus personajes, sobre todo en aquellos que caracterizas con más empeño para que no me encuentre). Es ridículo hablar de eso ahora, Alicia. ¿Y de qué quieres que hablemos? Los susurros, durante la noche, parecen tener eco. También los silencios. Nos miramos como cuando jugábamos a aquel juego, esta vez sonrío yo primero. ¡He perdido!, te digo bromeando. Deberías irte a dormir o amanecerás con ojeras el día de tu boda. No me importa, quiero pasar la noche aquí, contigo, entre cordeles. Esto no lo digo, sólo lo sugiero acomodándome en el quicio de mi ventana. Buenas noches, me dices bajando las persianas, dejándolas caer ruidosamente. En la madrugada, suena como una explosión. Sara es la chica más maravillosa del mundo. Lo pienso de verdad, porque nos quiere a los dos. Es una de mis mejores amigas, quizá, la mejor que he tenido nunca, y eso ha complicado las cosas. Eso lo hace todo más difícil. A veces,
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cuando nos miramos, tú y yo, cuando me coges la mano y parece que vas a decirme algo que no debieras, pero que pareces desear, yo digo su nombre en voz alta. Y tú te sonrojas, sueltas mi mano, y me cuentas lo que ha hecho Sara esa mañana, o me hablas del proyecto de las misiones que Sara coordina en Mozambique, o me hablas del robot que habéis comprado, que con darle a un sólo botón va dando vueltas por la casa, limpiándolo todo, hasta las esquinas más recónditas. Estamos encantados con él, dices. Y cuando hablas en plural, de vosotros, entonces todo vuelve a estar bien, y nuestra amistad, la de los tres, vuelve a dejar de correr peligro, y nuestras manos, si vuelven a rozarse en ese justo instante, quizá ya no sienten ese choque eléctrico. Sara se vino a vivir contigo cuando tus padres se mudaron al pueblo, y si ya entonces el vernos a diario iba siendo complicado durante las jornadas de estudios, tú con tu carrera de Filología y yo con la mía de chica del tiempo, (así te burlabas de mi pasión por los fenómenos meteorológicos), la cosa se redujo a los pocos días que me invitabais a cenar o a ver alguna película en versión original. Fue una de aquellas noches que os entró aquella loca idea de buscarme un novio para que pudiéramos salir los cuatro juntos, y con las copas llegó la gran pregunta: ¿Hay alguien? A veces sí. A veces no. Pero negué con la cabeza. Entonces me miraste con lástima, o como si te sintieras culpable de que uno de los dos tuviera pareja, y no fuera yo. Me excusé diciendo que yo no estaba hecha para esas cosas: Ya me conocéis, soy una solitaria, una amante de las tormentas, del viento, de la libertad. Así era yo, hasta que conocí a Sara, dijiste besándola en la mejilla. ¡Pero qué mentiroso! Nos reímos. Lo cierto es que no te comías una rosca con ninguna hasta que llegó ella. Y lo cierto es que yo tampoco lo hice hasta que apareció Óscar, y pude mirar a Sara sin sentir celos, porque había pasado la época de las tormentas. Cuando un cuerpo se encuentra frío y hace contacto con otro cálido, recibe ese calor y este cuerpo se entibia. Este traspaso de calor entre los cuerpos se llama equilibrio térmico, pero a mí me gusta llamarlo Cuando Alicia encontró a Óscar. Por las rendijas de las persianas de tu despacho no se vislumbra nada de luz. Has debido acostarte. Pero, ¿duermes? ¿No estás recordando aquel momento en que tumbados en vuestra cama hablamos de Lo Nuestro? Habíamos toma-
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do unos tequilas para celebrar la quinta edición de tu tercera novela, y no me dejaste marchar a casa. Quédate conmigo, Alicia. Sara se encontraba a 8.000 kms, en alguno de sus congresos, y Óscar estudiaba para su examen de ingreso en el Cuerpo Nacional de Policía, pero de alguna manera estaban allí con nosotros cuando nos metimos en la cama, y arropados hasta el cuello, hablamos por primera vez de ese vínculo que nos unía. Es algo más que amistad, dijiste mirando al techo. Y menos que un noviazgo, respondí tirando de las mantas. Habíamos bebido lo suficiente como para poder encarar aquella conversación aplazada tanto tiempo y jugar un poco debajo de las sábanas. Después de besarnos, permanecimos callados un rato, abrazados. Nos dormimos, cómodos, al parecer, en nuestra propia indefinición, pero ambos sabíamos que nuestras verdades se escondían en nuestros silencios. Mi vestido de novia es de color hueso. Sobre el sofá, parece un cadáver sin pies, ni brazos, ni cabeza. Un hueso enorme, pomposo, elegante. Algo que no va conmigo, pero que vestirá el día más importante de mi vida. Sara se emocionó cuando vino a la prueba y me lo vio puesto. Se llevó las manos a la cara, y dijo oh, Dios mío, es perfecto, Alicia. También dijo que Óscar era muy afortunado. Supongo que he de acostumbrarme a estas cosas, pues mañana todo el mundo hablará de mi vestido de novia y de la suerte de mi marido. ¿Cuáles serán tus comentarios? Preferiría que no los hicieras, quisiera tan sólo leerlos en tu mirada, como cada cosa que me dices sin hablar. Son esas las cosas que se van depositando en los platillos de la balanza, las que no me dejan dormir esta noche. Me gustaba la barba espesa que cubría el rostro de Óscar cuando lo conocí, pero reconozco que ahora está más guapo sin ella, y la piel de mi cara se irrita menos cuando me besa. Me gustaba despejarle el pelo de la frente, desenredarle la melena con el cepillo de púas gordas, y hacerle una cola de caballo. Desde que se cortó el pelo hemos perdido ese momento de intimidad, pero es cierto que su atractivo ha crecido. Con la cara despejada, y el uniforme de gala, mañana parecerá Richard Gere en la película de Oficial y Caballero. Y yo me sentiré orgullosa de ser su esposa. No sólo por eso, si no por todo lo que Óscar es conmigo. Y porque a pesar de nosotros, él me quiere. Me regaló aquel anillo de Tiffany´s en una caja color turquesa y se declaró haciendo hincapié en que nunca serías tú. Pero te querré más que mil Leos juntos, aseguró sin levantarse, con la rodilla apoyada en el suelo.
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Nunca olvidaré las palabras que dijo Sara cuando me presentó a Óscar: Te gustará, es lo más parecido a Leo que he encontrado. Sí, pienso cada día, cuando me besa, cuando me ama, cuando me lee a Whitman o a Goethe, pero no eres tú. Esta noche, cuando nos despedíamos delante del ascensor y ambos éramos conscientes de que alguien se ocultaba tras vuestra mirilla, tal vez tú, me he dado cuenta de cuánto ha cambiado Óscar en estos dos años, de hecho ahora me recuerda a ti más que tú. Por eso mi boda es precisa. Tengo que alejarme, para amar la parte de ti que Óscar ha cultivado sin yo pedírselo. Pero flaqueo. Dudo. Me acerco al sofá una y otra vez en la madrugada, sin hacer ruido, para no despertar a mis padres, y observo el vestido de novia color hueso, y siento ganas de rajarlo. Y miro mis maletas, y las cajas llenas con mis libros y mis cosas, alineadas en la entrada, tan poco dispuestas a marcharse como yo, pero elegiremos el destino que le toque a Óscar, y nos iremos con él.
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ร LBUM
Inmaculada Reina Segovia Mรกlaga
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Y
o inicié mi vida sexual como quien colecciona un álbum de cromos. Más precisamente, yo era el álbum y mi primo quien pegaba las estampas. Mi primo era hijo único y se aburría sólo. Su madre lo mandaba a casa a jugar con nosotros cinco. Y así, a ojos de los mayores, se convirtió en uno más, pareja de juegos habitual de mi hermano mayor y principal organizador de los campamentos que montábamos en la habitación de las niñas. Vivíamos en un piso antiguo con un largo pasillo de baldosas octogonales de color café, que bailaban bajo los pies cuando lo atravesábamos. Nuestro dormitorio, el lugar donde solíamos jugar, estaba al final de aquel pasillo; las cuatro camas dispuestas en hilera le daban un aspecto de clínica o internado, a no ser por el papel pintado y las colchas de estampado psicodélico que a mi madre se le había ocurrido elegir para su decoración. Aquellos girasoles turquesas y verdes, sobre un fondo de espirales y círculos se repetían sobre las paredes y las camas. El efecto estridente aumentaba por la afición de mi madre a vestirnos con faldas escocesas. Entre mi hermano y mi primo, colgaban una de las colchas desde el clavo de un cuadro a la barra del ropero, dejando una de las camas discretamente separada de las otras tres. Decíamos que era para jugar al teatro, pero en realidad se trataba de un hospital en el que mi primo oficiaba de médico y mi hermano de ayudante. Mi primo nos iba haciendo pasar a las pacientes, de una en una, a aquel reservado, después de haberle pedido al ayudante su maleta. Mi hermano aparecía detrás de la cortina con un maletín viejo de mi padre. El maletín se acercaba más al de un ejecutivo que al de un médico, de hecho también lo usábamos para la entrega de los premios en metálico cuando jugábamos a los concursos. El médico, entonces, sacaba del
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maletín un rollo de algodón envuelto en papel de estraza azul y el bote del alcohol de 90 grados, los auriculares del transistor de mi abuela que hacían de fonendoscopio y mi plumier, que era el más surtido. Después de despedir al ayudante comenzaba un reconocimiento completo. Aplicaba el fonendo a la espalda y al pecho, sin conseguir reproducir del todo el escalofrío del médico de verdad. A veces, poniendo cara de haber encontrado una irregularidad, hacía a un lado el aparato y escuchaba el corazón sin intermediarios, para lo cual tenía que desabrochar un poco más la blusa y dejar caer la cabeza sobre el torso de la paciente que sentía resbalar por la piel el pelo fino y un poco más largo de lo habitual en un chico. Luego, se levantaba de nuevo y hacía un gesto tranquilizador con la cabeza, sin articular una sola palabra. Con las manos, te ordenaba darte la vuelta mientras te comunicaba que había que pinchar penicilina si se quería atajar la infección. Después de levantar la falda y bajar las bragas preparaba con parsimonia la inyección. “Mejor cierra los ojos”, aconsejaba. Y tú obedecías, tras verle levantar el bolígrafo hacia la luz de la ventana para desperdiciar la primera gota del antibiótico. Notabas el frío del alcohol que se evaporaba rápidamente dejando paso a un calor extraño y, en ese preciso punto, la presión ambigua del capuchón del boli, que mi primo levantaba justo cuando deseabas que siguiera un poco más. Te dejaba la propina del algodón sobre el pinchazo y te recomponía la ropa para que salieras a avisar a la siguiente. Mientras esperaba que mi primo terminara de vacunar a las demás, yo me quedaba tumbada en otra de las camas del hospital de campaña pensando en la naturaleza del frío y del calor, en si eran cosas distintas o una sola, y en si lo mismo ocurría con el dolor y el placer, si era posible sentirlos juntos o era algo raro que sólo me ocurría a mí. Cuando jugábamos al escondite, mi primo me cogía de la mano y me arrastraba debajo de la cama de mis padres, o me metía tras las puertas correderas del armario que había en la entrada de la casa. Mientras yo aspiraba el olor a alcanfor que salía de la gabardina de mi padre en la completa oscuridad del interior del ropero, mi primo me metía la mano bajo el vestido de verano informándome de que me iba a auscultar. Más que pedir permiso, intentaba colocarme en situación. Había un momento en que yo no sabía si el golpeteo acelerado del corazón se debía al nerviosismo que siempre proporcionaba el juego del escondite o a aquella sensación añadida por la mano de mi primo recorriéndome a ciegas detrás de los abrigos.
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Fuimos creciendo y mi primo seguía viniendo por casa para estar con mi hermano o para que yo le ayudara en los estudios. Estábamos en el mismo curso y se le habían atravesado la Sintaxis y la Química. Llevaba el pelo más corto, pero el flequillo le seguía cayendo sobre los ojos como un surtidor. Yo, a pesar de mis gafitas de empollona y mi coleta, me había desarrollado lo suficiente para tener aspecto de lolita con mi uniforme azul marino y blanco. Nos sentábamos en el escritorio de mi hermano, que estaba colocado de cara a la pared. Mientras yo hablaba sin parar del sintagma nominal, de las subordinadas, de la tabla periódica o del cloruro potásico, mi primo me daba otras lecciones por debajo de la falda tableada. Yo intentaba no callarme, para aparentar normalidad si alguien venía, mientras la mano autoritaria de mi primo se paseaba a su antojo por sus territorios. Me obligaba a abrir las piernas y a levantarlas apoyando los talones en el travesaño de la silla y mientras yo le recitaba la lista de las conjunciones adversativas el iba repitiéndolas y metiendo los dedos bajo mis bragas, que se atirantaban y se me hincaban en la ingle. Pasábamos a la formulación y la mano continuaba incansable. Yo escuchaba el picaporte de la puerta girando. Mi primo se detenía brevemente, pero no retiraba la mano. Con la que tenía libre recogía la bandeja en la que mi madre nos traía la merienda. La sonrisa con que se enfrentaba a ella y mis explicaciones sobre valencias y elementos químicos, que yo sólo cesaba cuando mi madre se encontraba justo a nuestro lado, hicieron que ella nunca sospechara nada. Se iba tan feliz y cerraba la puerta tras de sí, seguramente pensando que no había que molestar a su pequeña Madame Curie y al futuro médico, tan absortos en sus estudios. Para entonces, la interrupción había conseguido que se multiplicara el hormigueo que se irradiaba desde mi centro hasta todos los extremos de mi cuerpo, y que pareciéndome al límite de sus posibilidades, mi primo conseguía acrecentar siempre un poco más. Cuando se iba a su casa, yo me quedaba pensando qué placer sacaba él de aquellas actividades, pues me parecía mucho más ventajoso mi papel que el suyo. Con frecuencia iba a buscarme a la salida de la escuela de idiomas. En invierno, a las ocho de la tarde, era completamente de noche. Cruzábamos el puente que atravesaba el cauce seco del río, apenas iluminado por unas farolas viejas. Allí abajo había siempre algún muchacho con la correa de su perro en la mano, vigilando el vagabundeo del animal que olisqueaba aquí y allí. Mi primo me obligaba a ir a buen paso. En el primer portal que veía abierto,
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entraba tirando de mí. Bajo una escalera que olía a humedad o en el ascensor, controlando los botones para no detenernos en ningún piso, me besaba en la boca, las orejas, el cuello, lamiéndome y mordiéndome, bajando hasta el pecho que había liberado del sujetador en una incursión rápida por la espalda, y yo me iba aflojando y las piernas apenas me sostenían, pero el me sujetaba firmemente por el costado. Hacía todo aquello apresuradamente y parecía que con el único objetivo de conseguir respuestas de mi cuerpo. No había palabras, nunca pronunció mi nombre, ni me pidió que hiciera nada, solamente probaba cosas sobre mí y constataba el resultado. Ya estábamos estudiando el bachiller, cuando empezó a organizar fiestas en el apartamento que sus padres tenían en la costa. Llegábamos hasta allí en el tren de cercanías, en el que nos colábamos sin pagar. Pasábamos todo el trayecto trasladándonos de un vagón a otro para dar esquinazo al revisor. Cada sábado, el grupo era más numeroso. A mi hermano y a mí no nos cobraba nada, pero el resto tenía que pagarle una pequeña cantidad para subvencionar la ginebra, la coca-cola y el hielo. Tenía un amigo gordito que se ocupaba del tocadiscos. Todo tenía que discurrir con las luces apagadas, porque los pocos vecinos que vivían allí en invierno no podían enterarse. El pinchadiscos ponía alternativamente a los Bee Gees, a Olivia Newton John o a alguno de aquellos italianos de voz grave que cantaban baladas con un fondo de olas del mar. Sonaba un tema de Sandro Giacobe que a todas las chicas nos encantaba. Mi primo fue hasta donde yo charlaba con las otras, bebiendo nuestros cubalibres y, sin decir nada, me cogió del brazo y me arrastró hasta el centro del salón, que habíamos despejado al llegar retirando la mesa y las sillas del comedor. Por la ventana entraban los reflejos de las luces de neón de una bolera en la acera de enfrente. Yo estaba feliz por aquel alarde de posesión de mi primo delante de las demás. Al fin y al cabo, él era el dueño de la fiesta y me elegía a mí. Como era bastante más alto que yo, bailaba un poco encorvado para poder acercar su cara a la mía. El flequillo le resbalaba por la frente y rozaba la base de mi cuello, yendo y viniendo con el movimiento del baile. De repente se enderezó un poco y ajustó nuestros cuerpos por las caderas. Yo sentí aquel bulto con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Su rigidez y su calor llegaban hasta mí a través de sus vaqueros y los míos. Al mismo tiempo reafirmaba su papel activo y era un síntoma de que él también sufría los efectos de nuestros restregones.
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Yo me limité a dejar que él aplicara aquel apéndice donde le pareciera oportuno, preguntándome como habría que llamarle a aquello cuando ya no se le podía llamar pito. Se me ocurría que los nombres que conocía no le eran apropiados: pene era el nombre que le daban en el tema de la reproducción animal, sonaba muy formal; polla no me gustaba, si era una metáfora no encontraba la relación. Ahora sonaba Hotel California y seguíamos dando vueltas al compás de la música. Mi primo parecía haber encontrado la postura y de vez en cuando soltaba mi cintura para alcanzar su vaso y beber un trago. El olor a ginebra llenaba por unos segundos el aire a nuestro alrededor. Los temas se sucedían y la presión en mi entrepierna permanecía constante. Yo sumaba minutos, dándole una media de tres a cada canción. La cifra era cada vez más alta, pero yo no conocía el funcionamiento de aquel asunto, ni siquiera sabía si mi primo poseía control sobre el mismo, con lo cual estaba confusa sobre si aquello era un síntoma de su virilidad o un simple mecanismo fuera de su control. En cierto momento me llevó a la habitación de al lado. Cerró la puerta y se apoyó en ella. Sin soltar mi cintura, con la otra mano se abrió la bragueta y lo dejó salir. Yo lo miraba atentamente mientras pensaba que el nombre que más le cuadraba era periscopio. Mi primo cogió mi mano y la guió hacia el periscopio. Era la primera vez que su cuerpo era objeto de alguna atención, pero en realidad era él el que dirigía las caricias y yo sentía que me estaba acariciando la mano a mí. Ahora recuerdo todos aquellos momentos como quien mira un álbum de recortes. Pienso que ha sido mi mejor amante, si tengo en cuenta el índice de aciertos: un cien por cien. Pero es un álbum incompleto. Cuando entramos en la Universidad hubo un tiempo de distanciamiento. Por ejemplo, nunca llegamos a estar desnudos uno junto al otro, nunca me penetró… Yo intento imaginar cómo serían esas estampas de haber existido. Imagino una cama con cabecero de hierro donde mi primo me tumba y me obliga a sujetarme a los barrotes. Imagino que se echa sobre mí y me penetra sin preámbulos, mientras observa detenidamente mi cara para ver qué ocurre en ella. Todavía seguimos viéndonos de vez en cuando. Su mujer es muy aficionada a organizar reuniones familiares y como él no tiene hermanos siempre invita a los primos de su marido. Aún hoy nos llamamos primo y prima, nunca por
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nuestro nombre. En realidad, apenas nos dirigimos la palabra. Yo charlo con su mujer y él con mi marido A veces le descubro mirándome de lejos mientras da tragos a su ginebra y entonces pienso que cualquier día me mete de un empujón en la habitación de su hija, que tiene cama de barrotes.
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EL AVE DEL AMOR
María Antonia de la Torre Orozco Málaga
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M
iré otra vez el billete del Ave – destino Estación de Atocha – salida 09:00 horas- llegada 11:50 horas– día 21 de Marzo -. Sólo faltaban cinco días para cambiar mi vida. En realidad cuando saqué el billete para Madrid, ya la había cambiado. ¡Mamá es una locura!, tú ya no tienes edad, has perdido el juicio, papá se revolverá en su tumba. Eran algunas de las frases que mis hijos me habían dedicado últimamente. Yo callaba y sentía una profunda tristeza, al pensar que quizás la educación que les había dado era demasiado similar a la que yo había recibido, con prejuicios y barreras a veces insalvables. Pero ahora era mi momento, seguiría mis impulsos, “Donde el corazón te lleve”, era el título de una novela de Susana Tamaro y, eso era lo que yo haría. No era casualidad la fecha de mi viaje; empezaba la primavera y la naturaleza emergía con fuerza renovando las plantas; nacía la vida y el aire traía olores de flores nuevas. Pablo no llegó a la primavera, se fue igual que vivió, sin hacer ruido, en una noche de invierno gélida. Nuestra relación hacía tiempo que había muerto y, sólo nos quedaba una compañía mutua y necesaria para dejar correr los días, esos días repetidos y agonizantes, en los que nos mirábamos sin vernos y a veces hablábamos sin escucharnos. No era culpa nuestra, nos faltaba el valor para romper con todo y seguíamos unidos a un compromiso forjado en la juventud, de sueños y de ilusiones, de promesas para siempre, que se nutría de razones poderosas como: los hijos, la familia, los amigos. Así seguíamos manteniendo un amor sin un ápice de deseo y pasión.
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Las perchas vacías colgadas en el ropero daban una sensación de soledad. Debajo, mi bolso de viaje a medio llenar era el futuro incierto que tendría que descubrir yo sola; guiada por añoranzas de un tiempo pasado. Repasé los cajones, donde guardaba algunos recuerdos de mi juventud: un joyero pequeño que me trajo mi padre de Ceuta, una bolsa de medias que bordó mi madre, alguna canción de Adamo escrita en papel amarillento, postales de artistas de moda con la sonrisa perfecta y los ojos soñadores que, seguían mirándome igual que entonces; como si el tiempo se hubiera detenido. Esos recuerdos eran el puente entre lo vivido y lo que me quedaba por vivir; sin duda viajarían conmigo. Tenía quince años cuando conocí a Julián. Ese mismo día yo estrené un vestido rojo con bodoques blancos; ajustado a la cintura por un cinturón ancho que me puse a propósito para parecer mayor. Todos los años mis tíos me invitaban a las fiestas patronales de Calera y Chozas, un pueblo de Toledo. Ese año fui a regañadientes. Mis amigas habían planeado ir a un concierto de Joan Manuel Serrat. No pude conseguir quedarme, mis padres también iban a estar unos días fuera y, yo sola en casa era inimaginable en esa época y con esa edad. Con el ánimo decaído fui a la procesión de las ofrendas al Cristo. Mientras, imaginaba a mis amigas dando saltos en el concierto. Con el pensamiento en algunas de sus baladas y mi tía tirando de mi brazo, me encontré en la puerta de la iglesia entre un tumulto de gente exaltecida que gritaba - ¡viva el Cristo de Chozas! – y empujaba bruscamente sin miramiento. Yo intentaba sujetarme en los zapatos de tacón fino de la avalancha sin apenas conseguirlo, pero mi tía, firme como una roca aguantaba estoicamente, mientras me decía - ¡ya viene, ya viene!, Paulita hija que emoción- y se santiguaba. Cuando el Cristo llegó, la presión fue aún mayor y la banda de música a duras penas pudo hacerse camino. Fue entonces pegada al portón y sin poder respirar cuando le vi. Era alto, el pelo negro largo le tapaba parte del rostro, llevaba una camisola blanca con un crucifijo en el pecho, en su mano derecha sujetaba el botafumeiro, que movía a un lado y a otro al tiempo que marcaba el paso en el medio de dos sacerdotes, detrás, el señor Obispo departía bendiciones y alargaba su mano para que los fieles devotos le besaran el anillo. Desde ese día comenzó un fervor religioso inusual, para asombro de mi fami-
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lia. Todas las tardes acudía a rezar el rosario y, con el pretexto de estudiar las imágenes y los retablos antiguos, después de las misas me quedaba haciendo fotos con una máquina japonesa Nikon; que me había dejado mi padre después de rogarle y prometer que se la devolvería sana y salva. La primera vez que hablé con él, ya conocía parte de su vida. Se llamaba Julián, era tímido y le gustaba el arte. Desde pequeño ayudaba al sacerdote en los actos litúrgicos haciendo de monaguillo. –Soy Paula – me presenté, - tengo una curiosidad sobre este cuadro -. Se trataba de un óleo oscuro, un poco siniestro, donde la pintura realzaba infinidad de rostros sin expresión. El paso del tiempo había borrado parte de sus inscripciones. Al principio me miró sorprendido, pero en sus ojos vi una luz de interés y complacencia, me estrechó la mano sonriendo, -soy Julián, este óleo representa las persecuciones de los cristianos y está dedicado a los mártires. Las inscripciones que apenas se ven son los nombres de cada uno de ellos y las fechas de su nacimiento y muerte-. Creo que la explicación que me dio fue esta o parecida, pues mientras hablaba, era incapaz de apartar mis ojos de sus labios, sin apenas escuchar lo que me decía. Las fiestas terminaron, y yo me quedé allí. Los días siguientes los recuerdo de forma atropellada. Dos adolescentes que se acaban de conocer y sienten una atracción física primero y, casi a la vez, surgen sentimientos que nunca han tenido. Empiezan a vivir una historia de amor, que les desborda y ocupa su pensamiento las veinticuatro horas del día, consiguiendo aislarse de todo lo que les rodea y crear un mundo solo para ellos. Con Julián saboreé las cosas sencillas; descubrí la naturaleza desmenuzada en un cuadro, los sonidos de las aves en los atardeceres, el olor a hierba mojada y el silencio de los claustros, cuando sólo nuestras pisadas tímidas como un eco, se esparcían en aquel lugar sagrado. Nuestro primer beso fue en el Puente de Silos, muy cerca de la Ermita de la Virgen de Chilla. Habíamos planeado, con amigos ir de excursión a la Vía Verde, que es un recorrido ecológico de paisajes naturales. La buena reputación de Julián conseguía que mis tíos no se opusieran a nuestras salidas, que cada vez eran más frecuentes. Ese día madrugamos y con las mochilas cargadas de provisiones, emprendimos la marcha. Después de finalizar una etapa de más de cinco kilómetros, hicimos una parada para comer y descansar. Era la pri-
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mera vez que veía a Julián de esa manera distendida y relajada, hablaba, reía y me miraba con la complicidad que nunca pude conseguir a lo largo de mi vida con nadie. La vuelta la tuvimos que hacer en un tándem que alquilamos. Los dos deseábamos quedarnos solos y, fueron mis piernas, que empezaban a flaquear por cansancio, lo que originó que tomáramos esta decisión. Julián pedaleaba y yo me dejaba llevar. Cuando pasamos por el Puente de Silos oscurecía, y las aguas creaban infinitos reflejos que lograban un momento mágico difícil de describir. Fue entonces cuando nos paramos a contemplar la puesta de sol. Con mi cabeza recostada en su hombro y su mano rodeando mi cintura nos besamos. La sensación de su cuerpo tan cerca del mío, aquella primera vez, la retengo a través de los años, intacta. Una carta sellada con fecha – dos de Octubre de 1.965 – resume nuestra dolorosa separación. “Mi querida Paula: Solo hace unas horas que te has ido y ya te echo de menos. Te imagino en ese tren que te lleva tan lejos. Apoyada tu cara en la ventanilla mirando el paisaje. Ese paisaje que yo envidio porque tú lo miras. Conocerte ha sido un sueño y creo que ahora mis días sin ti serán una pesadilla. El único consuelo es saber que me tendrás en tu pensamiento hasta que, de nuevo, volvamos a encontrarnos y será como si nunca nos hubiéramos separado. Mañana salgo para Alcalá de Henares donde empezaré mis estudios. He anticipado la fecha de mi partida, no quiero estar aquí ni un solo día más sin ti. Cuando recibas esta carta, estarás con los tuyos en tu querida Málaga, arropada por tus cosas y tus amigos. No me olvides mi amor…tuyo siempre”, Julián Es la primera carta que me escribió y la única que conservo. Entre las hojas de un misal ha guardado nuestro secreto más de treinta años. Hoy con la tinta un poco corrida, la vuelvo a leer y es como si la acabara de recibir. Es lo único que tengo, durante algún tiempo guardé sus fotos, algunas postales y recuerdos. Pero un día decidí ser fiel en cuerpo y alma a Pablo y romper con el pasado. Debo decir que con el pensamiento nunca lo conseguí.
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El día de mi viaje había llegado. Hacía justo una semana que mis hijos no me hablaban. La víspera no pude dormir, con los ojos puestos en el despertador, dejé pasar las horas lentamente. Cuando empezó a clarear me vestí y repasé el equipaje, casi todo lo que llevaba era nuevo. El día anterior, toda mi ropa usada la había metido en un baúl: trajes pasados de moda, bolsos de todos los tamaños, zapatos incómodos haciendo juego y un sinfín de accesorios. Me despedí de aquella casa fría, que daba la espalda al mar. Al pasar por el espejo de la entrada, vi por primera vez en mucho tiempo a una mujer atractiva, el pelo corto me hacía más joven, los colores vivos del vestido resultaban casi pecaminosos comparados con el alivio luto del último año. Al salir del ascensor, recogí la correspondencia del buzón. Con los dedos cruzados, me dirigí a la Estación de María Zambrano. Las ventanillas de los trenes siempre me han parecido cortometrajes de paisajes diferentes, con espacios infinitos donde la naturaleza expone su belleza y, dependiendo de las estaciones, los colores de la vegetación nos muestran multitud de verdes distintos como si fueran acuarelas. En esta ocasión no miro el paisaje, mis ojos están entornados. Las llanuras de la Mancha y sus molinos siempre me han transmitido paz y sosiego. Esa quietud de los campos de Castilla llenos de girasoles mecidos por la brisa, relajan mi alma. Los recuerdos bullen en mi cabeza. Van y vienen y escenifican situaciones vividas y decisiones tomadas, equivocadas a veces, pero que forman parte de mi vida; la tristeza en los ojos de Julián en el entierro de mi tía; su mano cálida apretando la mía en la despedida; una nota escrita por él, arrugada en el bolsillo de mi abrigo. “Querida Paula, como sabes mi decisión está tomada, dentro de unas semanas salgo para París, donde me han ofrecido un trabajo en un estudio de restauración de obras de arte. Quiero que vengas conmigo. ¡Lo deseo tanto mi amor! Espero anhelante tu respuesta, tuyo siempre. Julián.” El silencio contenido a sus llamadas y mi ausencia un día gris de invierno, todavía pesan como una traición a mis sentimientos. Creo, que el deseo férreo de mi padre por alejarme de Julián y las súplicas de mi madre para que no me fuera con él, fueron sin duda motivos que incidieron en nuestra irremediable ruptura. Al morir la tía prematuramente, mi tío vendió la casa y dejamos de ir a Toledo. Yo empecé a trabajar en una gestoría y conocí a Pablo, mientras tú, seguías con tus cuadros en París.
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Nuestras vidas se fueron distanciando, igual que nuestras cartas sin esperanza de un reencuentro cercano. Como dijo en un poema Mario Benedetti, “una carta de amor no es el amor, si no un informe de la ausencia”. El tren sigue su marcha, haciendo honor a su nombre atraviesa veloz los pueblos, deja atrás algún castillo en ruinas que se muestra impertérrito en el tiempo. A mí no me queda mucho para ordenar mis ideas, los demás pasajeros, continúan atentos a la pantalla donde, los “niños del coro” despliegan sus sentimientos. Yo ya la he visto. Me hace pensar en mis hijos y en su distanciamiento, ¿estaré haciendo bien? De nuevo las dudas atenazan mi pecho. Los impulsos no siempre son acertados y, un impulso ha sido el que me ha llevado a buscar a Julián, a saber de su vida y en estos momentos, a reunirme con él. Su voz ahora tiene acento extranjero, solo hace un año que ha vuelto a España. Nunca se casó, aunque tuvo una hija. A medida que me habla imagino sus gestos, adivino su sonrisa. Él no sabe que soy yo quien está al otro lado del teléfono. No me atrevo a decírselo. Hace un mes que le llamo con el pretexto de preguntar por las clases de dibujo y pintura que imparte; me intereso por saber cuándo empiezan los cursos, los horarios, etc…Julián me pregunta qué nivel tengo y, me recomienda empezar con lápices de carboncillo, sombreando objetos y haciendo trazos. No puedo mantener más esta farsa. La azafata acaba de pasar ofreciendo caramelos. La película está a punto de finalizar. Mi compañera de viaje, de vez en cuando, saca un kleenex y limpia sus gafas, me mira y sonríe. Es una señora mayor, educada y prudente; viaja sola pero la esperan sus hijos en la Estación de Atocha. Se casa una nieta, mientras me lo cuenta, yo asiento con la cabeza y cierro los ojos. Ella enmudece. A la llegada de los trenes, siempre se sucede una explosión de alegría. Caras sonrientes se hacen un hueco en las entradas de los andenes y escudriñan con los ojos muy abiertos la llegada de sus familiares. Mientras, los que llegan forman un tapón en la puerta de cada vagón, impacientes por ser los primeros en bajar. Yo también estoy deseosa por llegar al hotel. He decido llamarte – “Julián, soy Paula, estoy en Madrid. ¡Tengo tantas ganas de verte!”-.
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Con rapidez, los viajeros van abandonando el andén. Las caras familiares y cercanas que han viajado durante tres horas conmigo se pierden entre el tumulto. La señora mayor me dice adiós con la mano, sonriendo le devuelvo el saludo y, sigo sin prisa dubitativa mi camino. A lo largo de los años, sé que has preguntado por mí en muchas ocasiones, incluso una vez, viniste a verme y no lo conseguiste. Nunca me lo dijeron. Esta vez soy yo, quien viene con el corazón huérfano buscando cobijo en el tuyo. La estación es inmensa. La gente se agolpa esperando en los tramos de cercanías. Las escaleras mecánicas suben y bajan abarrotadas, y en las cafeterías, los clientes esperan pacientes oír por megafonía la salida de su tren. Desde hace unos minutos tengo la sensación de que alguien me sigue. Me dirijo a la parada de taxis. Estoy un poco aturdida. De vez en cuando vuelvo la cabeza y miro con recelo. Sólo veo mucha gente y hago lo posible por tranquilizarme. Pero, en el momento justo en que me dirijo a coger el taxi, una voz grita: -¡Paula, Paula espera! He llegado tarde- me dice. Es la voz de un hombre. No le reconozco. Es alto, tiene el pelo canoso y viste de manera informal. Cuando se acerca, un temblor incontrolable recorre mi cuerpo. Sin poder reaccionar me abraza y besa mientras dice una y otra vez - ¡mi Paula, mi Paula! “Querida Mamá: Desde hace unos meses, hemos sido egoístas contigo. Llegando a dudar de tu cariño. Estamos arrepentidos y sólo queremos que seas feliz. No tenemos ningún derecho a privarte del amor en esta nueva etapa de tu vida. Esperamos que nos puedas perdonar y te deseamos lo mejor. Tus hijos: Pablo y María.” P.D: “Avisamos a Julián de tu llegada en el Ave”.
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Este libro se acab贸 de imprimir
con mucho
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el 9 de junio de 2012 en M谩laga con motivo de la Entrega de Premios del
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Edita: Ayuntamiento de Málaga Red de Bibliotecas Públicas Municipales de Málaga 2012 Diseño: Natalia Resnik Imprime: Gráficas del Guadalhorce S.L.
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