¿Traza, forma o mensaje? Régis Debray* 1. ¿El arte primero? ¿Los mediólogos y los monumentos? Estábamos hechos para reencontrarnos, si acaso nuestro objeto es el transmitir, o mejor, el paso del tiempo por una información. El monumento, como dispostivo mnemotécnico, fue el primer aparato de transmisión de la especie, mucho antes que la escritura. El primer abecedario del sapiens sapiens, en donde código, soporte y mensaje no eran más que uno. Y nosotros que estudiamos las bases materiales de la memoria, no podemos dejar de lado la base de la base, que es mineral. Túmulos, cairns * , menhires... El bípedo que entierra sus muertos pone algunas piedras sobre el lugar de la inhumación (el chimpancé emite unas señales, eventualmente instrumenta algunas ramas de los árboles, pero no monumentaliza nada, simplemente porque él no entierra a sus congéneres). El monumento nace de la muerte, y contra ella (advirtiendo a los vivos, del latín monere). Materializa la ausencia con el fin de tornarla visible y significativa. Exhorta a los presentes a conocer lo que ya no es y a reconocerse en él (de monumentum como, dicho literalmente, un curso de instrucción cívica). Es a la vez un soporte de memoria y un medio de separación. El útil por excelencia de una producción de comunidad. Si llamamos cultura a la capacidad de heredar colectivamente de una experiencia individual, no vivida por uno mismo, el monumento, en tanto que atrapa el tiempo en el espacio y atrapa lo fluido en lo duro, es la habilidad suprema del único mamífero capaz de producir una historia. La inmemorial idea del constructor tiene por emblema asaz persistente el monumento funerario, hecho de muertes, en los cementerios de los que están bien vivos. Máquina de proyectar de lo abolido en lo eventual, este verdadero canon en el tiempo que es el artefacto monumental da una figura sólida al “diálogo de las generaciones”. Más aún: “El medio más seguro que hay en las manos del hombre para hablar a las razas futuras es emplear el arte de la sepultura” (Mopinot, 1790). La eficacia simbólica comienza por el armazón o la escultura, en una palabra, por una materia trabajada (nuestra querida M.O **.) ¿Queréis prolongar vuestra audiencia? Empezad por petrificar el mensaje, y se verá después. No importa que el estudiante de antropología haya podido formular estas primeras verdades. Como un paso obligado de la historia cultural, “¿qué es el monumento?”, es una pregunta de trámite. La pregunta propiamente mediológica se plantea más allá (o quizás, más acá): ¿qué es lo que la técnica hace en la cultura? Y en este caso, ¿qué es lo que la evolución de las mnemotécnicas (que se han tornado de un modo considerable más ligeras y menos hilvanadas, más hablantes y portátiles que la construcción o la escultura) ha modificado en cuanto a nuestras prácticas monumentales? Se trataría en suma, para valerse de autores conocidos, de transportar el Denkmalkultus de Riegl “a la era de la reproductibilidad técnica” de Benjamin... ¿Cuales serían los efectos de nuestras nuevas tecnologías de transmisión y de almacenamiento sobre la institución monumental, y más allá, sobre nuestra facultad para eternizar las cosas memorables (que sería aventurado tomar como una invariante universal)? ¿Qué producto queda, entre la eternidad y el viento Monzón, de los materiales *
Tomado de: Les cahiers de médiologie; la confusion des monuments; N° 7; en: www.mediologie.com/numero7/art3.htm. * Cairns: túmulos celtas (N. De T). ** M.O.: Materia Organizada
deleznables como la madera o la piedra? ¿Entre la idea de memoria y la humedad del aire? De nuevo, es de este corto circuito descabellado, entre lo sublime y lo trivial, que puede hacer brotar la chispa mediológica. “¿El abuso monumental?” El conflicto de las palabras en tanto que es un chocar. Es el título que hemos retenido de un número de los Cuadernos de mediología en donde Michel Melot se proponía interrogar, junto con otros, el atasco contemporáneo de las memorias. La fórmula no busca más que abrir la reflexión, o como se dice coloquialmente, el apetito *. La mía, más bien, habiéndome conducido a la idea de un déficit monumental sobre el fondo de un abuso patrimonial, no quisiera extraviase. ¿Es necesario precisar que el elogio del vandalismo no es nuestro propósito?¿Ni de abogar por un maltusianismo memorial, en complicidad con una pérdida del poder público? Sabemos bien que Francia no tiene suficientes maestros arquitectos (los Países Bajos tienen tres veces más); no tiene suficientes créditos para restauración y conservación; y que se ha visto en demasía como los monumentos se degradan, se desfiguran, se ven desaparecer (sin remontarnos más allá de Halles de Baltard). Tratemos de tomar las cosas mucho más río arriba. 2. Tipología del monumento Lo que nos va a ocupar e una invención occidental bastante reciente (la antigüedad como valor e signo de modernidad), que ignoran por lo general las sociedades “frías” o tradicionales (como la China o el Japón antes de la era Meiji), que tienen sus mnemotécnicas propias. El monumento histórico aparece en Occidente al comienzo del Renacimiento, con el culto a las ruinas de la Antigüedad (François Choay: “se puede hacer el monumento histórico en Roma hacia el año 1420); un culto en principio interesado por un cuidado de la identificación o de la confirmación de sí. La invención del monumento como bien colectivo emerge con la conciencia histórica, que pone el pasado en distancia con respecto al presente y permite así, objetivar en documentos las creaciones antiguas. El Occidente moderno es el lugar en donde, por primera vez, se ha manifestado para con las ruinas un interés desinteresado, es decir no unido inmediatamente a un plus-valor genealógico o nacionalista; en donde las trazas de los otros (culturas, épocas o países) han sido valoradas de alguna forma por ellas mismas. Cuando el Italiano Pablo III, en 1534, tomó las primeras medidas destinadas a proteger los monumentos antiguos, lo hacía a la manera romana, para defender su patria y su historia, redorar el blasón, subrayar una filiación. El siglo XVIII fue entre nosotros el momento de esta transformación, de lo extranjero en valor, y de un desinvestimiento funcional en un investimiento estético. Significativo, en esta consideración, el nacimiento casi simultáneo de la historia del arte y de la estética como disciplina (con Baumgarten y Winckelmann), y del monumento histórico como categoría aparte (con el Abad Gregorio y Alexandre Lenoir). Esto que se institucionaliza a escala nacional, en París, en 1837, culmina a escala europea en 1931, en Atenas, con la primera Conferencia Internacional consagrada a los monumentos históricos. Y el “complejo de Noé”, por llamarlo así, ha ganado todo el planeta en la segunda mitad del siglo XX (1972, Unesco, Convención sobre la protección del patrimonio mundial cultural y natural, con 112 países signatarios desde 1991). El sur tiene otras prácticas de memoria no necesariamente ligadas a las construcciones duras ni siquiera a las obras humanas, pero el hecho es que todo el planeta se ha convertido a la religión patrimonial del Occidente, incluso extendiendo el campo de las protecciones hasta un patrimonio oral e inmaterial que no figuraba en la acepción original de la palabra. *
En español sería mejor, provocar o incitar.
Observemos desde ahora que el primero, sino el más nocivo, de los abusos monumentales bien podría ser este de la palabra misma. En la noche de lo absoluto, decía Hegel, todas las vacas son grises. En la noche de las leyes de protección todo puede convertirse en monumento, de la Vallée de las maravillas a la plancha de la chimenea, de los cuellos de Tarn al cuchillo de cocina. La categoría jurídica “monumento histórico” representa una conquista capital lo mismo que un abismo semántico. Es el acto administrativo de clasificación el que engendra el monumento destacable, el cual puede ser un sitio, un objeto, un edificio, un bien mueble o inmueble, en fin, todo eso “de lo cual la conservación presenta, desde el punto de vista de la historia o del arte, un interés público.” La palabra “histórico” no debe tampoco llevar a equívocos ya que el valor de antigüedad no es el único necesario: después de Malraux, unos edificios de los años 1950 y 1960 pueden ser catalogados como “históricos”. El uso común, igualmente, anuda a la sombra de una palabra-carrefour*, todas las variedades de “edificios notables” sin otra manera de proceso. Cuando se mira un tal Diccionario de monumentos de París, por lo demás excelente, ¿no se ve en la cubierta un fotomontaje en color para amalgamar un monumento por intención y destino como la colonia de Julieta, una construcción utilitaria como la Ópera de la Bastilla que no se convertirá sin duda en un monumento de referencia, pero sí Nuestra Señora de París y la Place de los Vosgos, que son bellos y sobre todo, históricos (lista a la cual se añadirán, en el cuerpo del texto, las construcciones con vocación industrial o comercial, unos decorados de restaurantes, unos jardines y equipamientos deportivos, unas salas de espectáculos, y unos talleres de artistas)? Muchas discusiones han tenido el monumento como tema clave de un diálogo de sordos, porque no se entiende lo mismo con la misma palabra. Si en los círculos concéntricos del patrimonio, se franquea el gran círculo de lo “natural” (paisajes, parques, sitios, jardines, territorio rural), luego el círculo intermedio de los bienes culturales (objetos muebles e inmueble por su uso, antigüedades y objetos de arte), para llegar al primer círculo del patrimonio construido, se debe entonces proceder, parece, a hacer unas distinciones capitales. Riegl ya las usó con éxito (monumentos intencionales, históricos y antiguos, “todo lo que ha sufrido la mano del tiempo”). ¿Se podría juzgar esta participación un poco anticuada y no muy clara? Si la respuesta es afirmativa, quisiera proponer otra rejilla simplificadora, susceptible de convertir nuestros edificios en los más nobles decidibles, entendiendo claro está, que los indecidibles no son menos interesantes. Ya que el poder discriminatorio del Monumento mayúsculo, síntesis imprecisa entre lo singular, lo durable, y lo público, queda debilitada. Se nos opondrá que es necesario una lectura nota por nota, sobre una polifonía, partiendo en pedazos el continuum patrimonial. Este último es una película en donde la edición da sentido y color a cada plano, esto que invalida detenerse sobre lo inmueble como entidad distinta y unidad discreta. Esta bien. Pero mejor se quiere leer una parte antes de entrar en la orquesta (el solfeo no choca con la sinfonía). Que se nos permita entonces, distinguir conceptualmente, entre el monumento-traza, el monumentos-forma, y el monumento-mensaje. Ellos no movilizan la misma cualidad de respeto y afecto: el placer estético del observador no es el interés histórico del visitante, el cual, a su vez, no es la moral cívica del participante. Antes de ver en éstos cómo se agrupan o se recortan, no es inútil confrontar uno frente a otro, estos tres tipos ideales. En este esquema, el Arco del Carrusel sería un monumento-mensaje; la pirámide del Louvre, un monumento-forma; la pasarela del Puente de las Artes, un monumento-traza. Si llegáis a la Plaza de la Bastilla, viniendo por la calle de Lyon, tendréis *
Podría traducirse como palabra-multicruzada o de múltiples usos. (N de T.)
delante, en el centro, un monumento-mensaje, la columna de Julieta, a vuestra derecha, un monumento-forma, la Ópera de la Bastilla, y en el ángulo opuesto, la cervecería Bofinger, un monumento-traza (inscrito en el inventario). Sería bastante dañino, el intervenir los sentimientos: exhalar un fervor patriótico delante de la cervecería Bofinger; ponerse en actitud de admiración estética ante la columna de Julieta; y derramar una emotiva lágrima ante la Ópera de la Bastilla. El monumento-mensaje se relaciona con un evento pasado, real o mítico. Comienza con la marmolería funeraria (pilastra, obelisco, “enfeu”, capilla) y culmina en el monumento conmemorativo o votivo. Vulnerable, más que los otros a la intemperie pero sobre todo, a las vendettas, al vandalismo o a la destrucción planificada (Vichy expulsa a Jaurès en el Tarn), está por lo general puesto en un lugar destacado y rodeado por un cerco. Su carácter propio no es el valor artístico (hay unas “tomboramas”* y unos monumentos funerarios en serie), ni su valor de antigüedad. No tiene otro valor más que el simbólico: estipular una ceremonia, sostener un ritual, interpelar una posteridad. Gusta de los puentes, los pasos obligados tales como las plazas, puertas o glorietas, los campos de batalla y los cementerios. Es pensado y ha sido querido como tal. Es una carta soterrada, debidamente dirigida, desde una época a la que le sucede. Es el monumento en el sentido primigenio, entendido como “marca pública destinada a transmitir a la posteridad la memoria de alguna persona ilustre o de alguna acción célebre” (Diccionario de la Academia Francesa, 1814). El monumento a los muertos de una comuna de Francia no es frecuentemente clasificado o inscrito, si empero no es, este tipo de construcción que enlaza el contrato monumental tipo, con las generaciones futuras. Un almacén, una fábrica, una sala de cine, una locomotora, un avión, que pueden recibir la etiqueta de “monumentos históricos”, no están para leerse como mensajes enviados a un receptor virtual o futuro. El monumento-forma es el heredero del castillo y de la iglesia. Puede ser un palacio de justicia, una estación ferroviaria, una oficina central de correos, en una palabra, el “monumento histórico” tradicional. Sea un hecho arquitectónico, civil o religioso, antiguo o contemporáneo, que se impone por sus cualidades intrínsecas, de orden estético o decorativo, independientemente de sus funciones prácticas o de su valor como testimonio. Pueden añadirse a esta categoría parques y jardines, paseos y explanadas. Es, si se prefiere así, el “sustantivo de monumental”. Le Corbusier: “llamamos monumental a lo que contiene unas formas puras ensambladas siguiendo una ley armoniosa” (una casa-un Palacio, 1928). Puede estar por fuera de lo patrimonial (la obra de un arquitecto vivo no es, en principio, clasificable). Es un edificio silencioso sin credo ni mensaje, que se conmemora a él mismo. Muy frecuentemente es una construcción con fines prácticos, y al contrario del primero (que no tiene interior), no llama a ceremonias particulares ante sus fachadas. Su título de elección reside en su carácter espectacular; no remite a un significado exterior, decimos de él que es autorreferencial (dentro de un código normativo de formas arquitectónicas). Él no recuerda ni llama. La ruptura de escala que lo distingue de su entorno basta para ponerlo fuera de contexto. Jerarquiza un espacio, rompe un continuum, se pone en un punto de mira. Su conservación al no ser necesariamente de interés público, su valor o no valor patrimonial, no constituye un criterio. El monumento-traza es un documento sin motivación ética o estética. Sin intención alguna, no ha sido hecho para que se le recuerde, sino para ser útil, y no pretende el estatuto de obra original o estética. Al contrario de las anteriores, no tiene una voluntad explícita de ser arte. Puede ser una calle, una barraca, una trinchera, sin ningún interés arquitectónico. Como una ruina puede constituir *
“tomboramas” en francés: especie de mausoleo
un sitio para ser protegido. Su valor es frecuentemente metafórico o metonímico, no remite a una institución sino a un medio, a un saber-hacer, o a un estilo. Generalmente más modesto o prosaico que los precedentes, está mezclado con lo cotidiano, en el terreno, con “la vida”. Con un fuerte valor de evocación, de emoción o de restitución. Nuestro cuadro comparativo quisiera sistematizar esta trama de lectura. Una edificación puede, desde luego, desafiar lo Eclesiástico de diversas maneras, al menos exige una tregua a la ruina. De este modo, se dirá que en el monu-forma la piedra canta; en el monumensaje, ella implora o declama; y en el monu-traza, ella murmura o sopla a la oreja. Si la monumentalidad fuera una ópera, nosotros haríamos de la traza el recitativo, de la forma el aria, y del mensaje el coro. Evidentemente, una misma obra salida de las manos del hombre puede cumplir su trascurso vital desempeñándose sobre diversos registros. El relicario medieval es una traza (los huesos del santo) metamorfoseados en forma (serie y escultura) y que hoy tratamos como un mensaje. Un crucero de ojiva, constituye un monumento-forma; un tímpano narrativo o una estatua yacente, un monumentomensaje; y todo el constructo un suntuoso testimonio de la época gótica. Claro está, sin olvidar que un monu-forma de nuestros días, puede servir de soporte a mensajes (tableros, tableros electrónicos, pantallas, etc...), tal como el Centro Pompidou. La Torre Eiffel no es un monumento clasificado (sino, simplemente inscrito en el inventario suplementario). Se estuvo a punto de destruirla en sus primeros años, mientras tuvo sus enemigos y quien se burlara de ella ¿En cual casilla meterla? Ella las ha hecho todas, sucesivamente, y ha acumulado hasta el presente el prestigio de las tres. Al principio, en el plano, fue un monumentoforma, que se quería como algo útil y temporal (veinte años de explotación se habían previsto, en el contrato con Eiffel), proeza de ingeniero (el hierro) y azaña de arquitectura (las nervaduras). Bien pronto, ella encarna un mensaje político: la victoria de la Ciencia y de la Industria sobre la superstición religiosa simbolizada por el Sacré-Cœur. Se convierte para el mundo entero en la metonimia visual de París, y, en una visión patrimonial de las cosas la más manifiesta traza de la Belle époque, el monumento histórico por excelencia. Para pasar de un tema al otro, la fachada reconstruida de Saint Pierre d‟Echebrune, sobre el paso de la autopista de Lozay, en Charente, es un monumento por la forma, que no es ni traza (como el original) ni mensaje. No contiene ninguna carga identitaria, relacional o histórica. Sirve de pretexto para un alto en un área “cultural”, para distraer la trashumancia automovilística. Maticemos así mismo, el activo del sustantivo. Según se cambia de rúbrica, el verbo monumentalizar cambiará de sentido. Monumentalizar en el sentido patrimonial, es hacer encasillar o inscribir un objeto usual o un edificio funcional. La operación transforma un bien privado y privativo en un objeto de visita, en un lugar abierto al público. Se dirige entonces hacia una puesta en exhibición, por un gesto ambiguo: la estetización por la llegada al museo quiere promover el morillo o el tirabuzón, pero a su vez, quiere la degradación del copón o del sagrario. Monumentalizar en el sentido cultural, es privilegiar, proyectar, investir de sentido y de afectividad un objeto o un lugar cualquiera, transformado en un particular monumento conmemorativo.El fetichista monumentaliza el calzado o el pañuelo, como el niño de pecho lo hace con su “objeto transicional”. Se convierte entonces super-significativo.
Monumentalizar en el sentido arquitectónico, es por ejemplo transformar una puerta en un portal o en un pórtico; o una simple silla en un prototipo de silla. Sin quitarle su función a un edificio o a un objeto, se tendrá cuidado en hacerlo trascender por una puesta en representación de la cosa por ella misma que se autonomiza de este modo, de su propia función. Este postura entre comillas se obtiene por lo general desde un doble aislamiento en el espacio. En vertical, se levanta (zócalo, pedestal, gradas o pilotes al estilo Le Corbusier). En lo horizontal, se despeja (explanada, perspectiva, terraplén). Lo monumental es una masa realzada por lo vacío. 3. ¿Qué entender por abuso? Ensayemos por ahora un término neutro. Borremos, en cuanto se pueda sus connotaciones moralizantes (abuso de confianza, de poder, de bienes sociales, etc.) para recogerlo en una sobriedad casi dietética, incluso deontológica. El alcohólico abusa del vino, que sin embargo, en una dosis adecuada, es excelente para la salud. Una sociedad de conmemoraciones como la nuestra, ¿abusa del monumento hasta el punto de convertir el remedio en veneno? Y si mañana todo se convierte en monumento, ¿cuáles sentidos podrían entonces guardar la palabra y la cosa? Bajo unos aspectos sacrílegos, la pregunta surge de los hechos mismos. Y en principio, unas cifras. La expansión geográfica, cronológica y tipológica de la noción no puede ir sin una seria inflación cuantitativa (y desde luego, de devaluación cualitativa necesariamente). Se lee en Francia, en los cuadros estadísticos. 44.709 edificios protegidos (clasificados + inscritos) en 1996, 24.000 en 1960. De 1880 a 1889, 610 medidas de clasificación. De 1980 a 1989, 2126. En 1962, 762. 125.000 objetos mobiliarios clasificados (el número se incrementó en 1800 por año, diez veces más que la progresión anual de edificios). Otros evocarán, más que yo, las dificultades de gestión suscitadas por esta ampliación, que luego se dirá que es emocionante, pintoresca o asombrosa, de nuestro parque monumental (jardines, piscinas, fábricas, cabañas, castillos de agua); incidencias financieras sobre el presupuesto del Estado, incertidumbres y complejidades de criterios de escogencia, difícil repartición de las labores entre los constructores y los conservacionistas, tareas de invención y tareas de salvaguarda. No tengo competencia para hacerlo, pero cuando existen 45.000 espacios protegidos de 78 ha., cada uno (radios de 500 metros), 90 sectores salvaguardados y 250 ZPPAUP, sin hablar de canteras arqueológicas, cada quien puede adivinar las repercusiones de dicho estado de cosas sobre el movimiento de la vida, y de las formas. Un apasionante coloquio recientemente conducido por François Barré y Joseph Belmont, “Memoria y proyecto” (junio de 1998) evocó el peligro que podría constituir, para una armoniosa respiración del territorio, la creciente distorsión entre por una parte, unas zonas sobreprotegidas, impregnadas de autenticidades más o menos artificiales y de nostalgias más o menos devotas, y de otra, unos baldíos periféricos abandonados al caos de los locales de los comerciantes y (chalandonettes); ruptura, desde luego, entre el centro de la ciudad y la periferia urbana; entre una belleza muerta y unas vitalidades feas; entre, acá un pasado sin porvenir, y allá, un porvenir sin pasado. Para hacer una imagen: unas zonas-Venecia, imbricadas en unas zonas-Mestre. Esta especie de hiato puede inscribirse en el inventario del “abuso monumental”. Se percibe otro efecto inducido, en el centro de las ciudades, cuando se ve a los visitantes de un museo, absorbidos en la contemplación de la construcción ultramoderna y mirando las obras expuestas con una mirada distraída. El “abuso” se expresa aquí en la primacía que se le otorga al joyero sobre la joya, al receptáculo sobre la razón de ser. El templo toma el lugar de dios: la paradoja del monumento se reúne con aquella del
conservador. Todo el mundo tiene los ojos puestos en el Museo Gerhy en Bilbao, de ahí a saber que se expone en él... Sin embargo, el “abuso” puede ser también el monumento público sin público, del cual se ha perdido, por ignorancia o saturación, el uso y el sentido; cuando el significado, por alguna razón, ha abandonado el signo (lo cual no es un defecto de las piedras, sino de los humanos...) Los conocemos todos, esos lugares de memoria en donde se accede cada vez más a los lugares y cada vez menos a la memoria. El fetichismo puede hacer una buena combinación con la amnesia, esto que sugiere una relación de causalidad entre el exceso patrimonial y nuestras carencias de filiación. Los integristas de una fe, sea esta la que sea, rara vez son sus viejos practicantes. Varias veces han sido evocados los factores que han puesto en alza la demanda de monumentos históricos, la cual toma más y más ventaja sobre la oferta (los decretos de protección se desaceleran, las solicitudes se aceleran). Recordemos en una palabra la descentralización de las instancias de opinión (los CO.RE.PHAE) y de decisión, el aumento de las aspiraciones minoritarias, antes dominadas o despreciadas por el Estado-nación, de buscar un pasado propio. El carácter obsoleto acelerado de las construcciones contemporáneas que aumenta las necesidades de conservación (mantenimiento y restauración). El marketing municipal buscando siempre un cliente, y el amor propio de las oficinas de turismo buscando tanto de prestigio como de rentabilidad (ya que el monumento se enlaza con el concierto, la visita pagada, el plegable, el estudio de agravación, en otras palabras, a la “animación cultural”). El estímulo, para las personas, de las subvenciones y las exenciones fiscales, que compensa, al parecer, ampliamente las restricciones del disfrute. Un cierto descosido del tejido urbano, en donde la solidaridad orgánica de los elementos cede su lugar a una yuxtaposición de “gestos” que aspiran más a menos a lo excepcional, y desde luego a las consideraciones excepcionales. Por estos motivos (precio de una sana democratización de la cosa simbólica), ya explorados por conversaciones (diálogos, consideraciones) un mediólogo se debe ajustar a las mutaciones de la logística monumental misma, con sus dos vectores decisivos, la imagen y el viaje. Porque, subyacente a las visibilidades, hay un macro-sistema muy ordinario (análogo entre otras cosas a los “macro-sistemas técnicos”, por ejemplo, a la inmensa cadena eléctrica del frío tras mi refrigerador, o incluso la Organización Internacional de la Aviación Civil sosteniendo en el aire, literalmente, mi pequeño avión). Un monumento catalogado, luego protegido, celebrado y filmado, es un punto capital sobre una trama poco visible pero decisiva que acumula de modo anónimo nudos de representación y bucles de itinerario. La tarjeta postal y el carro de turistas son los puntos en donde aflora esta organización mundial. El grabado y la calesa eran antes, más económicos. No olvidemos, que la pragmática, acá como en otras cosas, dirige a la semántica. Antes de estar para proteger, restaurar, o mantener, un monumento es cualquier cosa que “nos hace un guiño” y “merece ser visto”. Que ha sido restituido como interesante por los guías, libros, poemas y comentarios, atractivo para unas pinturas, diseños, fotos y carteles, accesible finalmente a unos vehículos y a unas vías de acceso. Catherine Bertho y Monique Sicard hablaron con conocimiento de causa, de estas mediaciones cruciales. Paso de santuario sin peregrinos, paso del peregrinaje sin rutas ni caminos férreos. De niño, descubrí personalmente los monumentos y sitios del hexágono gracias a la S.N.C.F., gracias a las fotografías en blanco y negro enmarcadas encima de las banquetas de molesquina, bajo las molduras. El monumento crece con nuestros vehículos. ¿Y habría un “patrimonio mundial de la Unesco” sin Boeing y sin Airbus? El desarrollo del tren, del automóvil, del avión de gran volumen ha producido el monumento sucesivamente nacional, local y mundial, incluyendo el monumento “natural”. Y cuando se pasó del tren al auto individual, han aparecido puntos de destino menos visibles o más ocultos (la guía Joanne es vía férrea, la guía Azul es 4 CV) -iglesias campesinas, puentes enmohecidos, calvarios u hornos de pan- lo mismo que nuevas cargas para el presupuesto.
Igualmente, la evolución de los procedimientos de restauración y reproducción visual han tenido un papel decisivo. Gravado (en el siglo XVI), fotografía (en el XIX), cine y televisión (en el XX) han engendrado el nacimiento y la metamorfosis del monumento. La reactivación del original por la copia, o la paradójica reactivación del aura (“única aparición de una lejanía”) por la imagen en serie ha hecho mucho por el imperio de las piedras y el desarrollo de las ciudades-museo. El touroperador, la cuadricromía, y el camescopio son unas máquinas, no para reproducir, sino para producir cada vez más patrimonio. Cuando el turismo se convierte en la primera industria del mundo, la señalética monumental se convierte en un interés económico mayor. En ciertos países pobres en la primera fuente de divisas. 4. La tragedia del monumento. Nacidos el uno y el otro en 1858, el historiador austriaco Riegl y el sociólogo alemán Simmel no se han, en apariencia, ni leído ni encontrado. Es una lástima. El primero escribió La cultura moderna de los monumentos y el segundo, La tragedia de la Cultura. Ya que nada como tal de lo de acá para ilustrar esta tragedia allá. Simmel llamaba “tragedia” a la necesidad en donde se encontraba un impulso espiritual de volverse a dar confianza en una institución para llegar a transmitirse. Simmel pensaba sin duda, más en las religiones y en las ideologías, que no se prolongarían en el tiempo si no se daban unas organizaciones normativas, dogmáticas y rápidamente fosilizadas. “Se alcanza a Cristo, es la iglesia que ha venido” (Loisy). Esta inmanencia de la muerte y de la vida, o el hecho de que lo vital no se puede perpetuar más que invirtiéndose en la muerte, ¿no es el destino del monumento conmemorativo? Se llega a la memoria, es el memorial el que ha llegado... ¿Y cómo hacerlo de otro modo? Para inmovilizar el recuerdo, o inmovilizar sus trazas. Para transmitir, es necesario conservar; y conservar, es poner aparte. Para mantener una memoria viviente, es forzoso embalsamarla. Lo extraño entonces, es que para conjurar el olvido, se va de cualquier modo a provocar la exteriorización y la materialización en el espacio público por ejemplo, donde el poco a poco se va a fundirse en el paisaje y a convertirse en hábito visual desprovisto de todo poder de interpelación. Exteriorizar un memorable hace público el riesgo de no tener que interiorizar más el recuerdo. Lo invisible debe tomar apoyo sobre lo visible (decimos: la idea de la patria sobre el monumento a los muertos), lo simbólico sobre lo material, con el peligro de que lo material termine devorando lo simbólico y que la mediación se convierta en un obstáculo. Sale de ahí una posible coartada. Delegando el trabajo del recuerdo a un depósito inerte, permito a los otros –y a mí mismoaligerarlo. Este guarda-memoria guarda cualquier cosa, pero no se sabe bien qué... Se puede hacer de ello un estratagema, y no sería absurdo inscribir la erección de un monumento en el registro de las estrategias sociales de borramiento, como una técnica de direccionamiento entre otras. Cuando un gobierno quiere enterrar un expediente, nombra una comisión. Cuando un colectivo quiere enterrar por las buenas un héroe o una guerra, hace una estatua –memorial o mausoleo-. Salva así el honor –y los muebles-. Es esto un poco lo que temía Quatremère de Quincy ante la expansión de los Museos, en sus Consideraciones morales sobre el destino de las obras de arte (1815). “Luego de que se han hecho los museos para crear unas obras de arte, no se han hecho más obras de arte para llenar los museos” porque, añade él, “todos los objetos pierden su efecto perdiendo su motivación”. Estos pensamientos son impíos. Conducirían a un espíritu malicioso a ver en la Dirección del patrimonio una suerte de administración de las perezas colectivas, y en el día del mismo nombre, el equivalente al día sin carro en París. Un día de bicicleta y de transporte en común para hacer pasar 364 días de asfixia silenciosa. Un día de salud en los lugares de memoria, para compensar el borramiento, perdón el alejamiento de los cursos de historia, Marignan 1515, en la
primaria y en la secundaria. Los actores se hacen mirones, y lo esencial, decorativo. Es esto también, el abuso monumental: en el despliegue siempre más costoso y sofisticado del surgir cultural, que no deja escoger más que entre el desafecto y el alejamiento. Y el surgir amenaza cada vez que la Cultura quiere solucionar los problemas de la Educación. No se concluirá que los servicios de conservación constituyen una “cría de polvo” a lo Duchamp, en las circunstancias de las ruinas bien conservadas. Pero el monumento menos la enseñanza, se llama el vestigio. Se eleva la cabeza ante el monumento y se bajan los ojos sobre un vestigio. O el monumento, desprovisto de investidura, mudo, convertido en enigma, porque ninguna persona puede hacerlo hablar (el megalito bretón). Decimos al contrario que el monumento como memoria viva puede verse como un vestigio que se pone a hablar y el cual se puede apropiar por el lazo que restablecemos desde lo lejos entre él y nosotros. Es la ceremonia del recuerdo –el toque de las campanas, banderas, minuto de silencio- que hace vivir un monumento a los muertos. El memorial de Ypres se convertirá en una memoria muerta el día en donde el clarín dejará de sonar en el crepúsculo. 5. El desaliento monumental y sus motivos. La más cruel paradoja del monumento es quizás esta: nuestra sociedad los salvaguarda cada vez más y los crea cada vez menos. Tendría casi un lema: “lo monumental, sí; el monumento, no”. La demanda social de monumentalidad concierne prioritariamente al percepto y a la percepción (el monumento-forma), de preferencia al sentido y a la rememoración (el monumento-mensaje). La señalética desplaza la simbólica; lo llamativo, al lugar de encuentro; la megalomanía, el ceremonial. Torre, pirámide, rascacielos, columnata, frontón, los poderes dominantes (hablamos de los lugares sociales de las empresas, las cadenas de televisión y los hoteles de las regiones), rivalizan a cual más por ahondar la diferencia en altura y en extensión. Se puede entonces preguntar si lo monumental, en la megalópolis, no va a matar al monumento, en el sentido de “mensaje”. Es cada metrópilis la que se monumentaliza en conjunto. Oficinas y alojamientos ordinarios se ponen en la dimensión de lo extraordinario; el tejido construido se convierte tan indistinto, y el desgaste urbano se torna tan anárquico, por la yuxtaposición incoherente de escalas desproporcionadas que no dan cuenta de la elevación majestuosa de una metáfora de excepción o de un punto de intensidad. El ojo del paseante se enloquece, le falta el poder posarse o fijarse, se dispersa en un espacio ostensiblemente desjerarquizado, y termina por desistir. Es el momento en donde se invierten las relaciones del antiguo ordenamiento urbano: la ruptura de escala que puede polarizar va a buscarse por lo bajo, lo más bajo, e incluso lo interior (el monumento invisible o el antimonumento). Y en el monumento ex professo, en lo antiguo –sobredimensionado, axial, central- el arquitecto contemporáneo, de acuerdo en esto al hombre de la calle, no percibe más que un híbrido atizador de retórica y de propaganda, de academicismo y de ideología. ¿No habría una relación entre el aumento en poderío del patrimonio y la baja evidente del monumento? No podría decirse: ¿less (monumento) is more (patrimonio)?* Es claro el temor que una sociedad que se atiborra de archivos pierda las ganas de crear. Alejandría traduce, comenta, conserva, pero es Atenas la que inventa. Los alejandrinos fueron los primeros expertos en materia patrimonial, pero la cultura griega sin embargo se hace en otro lado. Amplia discusión. En todo caso, la situación reservada por el individualismo contemporáneo en el acto monumental permite
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En inglés el original (N del T.)
radiografiar bastante bien el aire de los tiempos. Revela y pone al desnudo lo público, en su más simple aparataje. Se podrían, en este sentido, distinguir cuatro motivos en el actual desaliento monumental, los cuales en conjunto por lo menos vuelven problemática la fórmula de Malraux: “está bien proteger los monumentos, es todavía mejor crearlos”. 1. El monumento se oculta porque el poder se oculta, el político claro está (los otros son menos tímidos). Se hace invisible, como tienden a convertirse las prisiones y los cuarteles (el derecho de juzgar se manifiesta más –al ver la visibilidad del Palacio de Justicia- que el derecho de castigar y reglamentar). El derecho de recordarse, en sí mismo, parece más retrazado en relación al “deber de la memoria”, el ponqué decorado * de la oficialidad. Esa es la regla histórica (de la cual el cartero Cheval sería la agradable excepción): más allá de lo construido, busquemos la institución. El sujeto institucional capaz de financiar, de escoger y de imponer. La familia hace la morada, la Iglesia el templo, la empresa la fábrica; los poderes públicos hacen el monumento público, solidario como es él del espacio público: ágora, forum, plaza o explanada. Cuando se produce un retroceso, incluso una depresión institucional, el más ostentoso de los “aparatos ideológicos del Estado” que es el monumento público es el primero en sufrir. El gesto de celebrar ha sido siempre un acto de autoridad y de voluntad. El monumento-mensaje iba bien con el Estado Educador, aquel de la Tercera República. Es adicto a las estatuas porque seguro de su legitimidad, no vacila en preestablecer las memorias de las generaciones futuras en su lanzamiento, si puede decirse, de lo memorable plenamente visible. El Estado Seductor de hoy se repliega sobre los monumentos-forma, visibilidades consensuales, sin dedicatoria (inscripciones explicativas o bajorrelieves narrativos), donde el mensaje ha sido borrado (se puede saber pero, ¿cómo ver que El Arco de la Defensa está oficialmente dedicado a la Fraternidad después de 1989?). El Estado no se reconoce ya en el derecho a inculcar o incluso a configurar unos valores o unos ejemplos (falta sin duda de saber hacia dónde va o que es lo qué quiere). He aquí que se inclina por una arquitectura de la pulcritud, o de opinión pública. Reconozcámoslo: la democratización no es propicia para la decisión monumental, que se ajusta más al hacer del Príncipe que al referendo cotidiano (dejando a Suiza de lado). Nace de ahí cierta frivolidad (frilosité) de los maestros de obra, y una fuerza inercial bien conocida. “Hoy, dice François Barré, no se pueden construir ni destruir los mercados de Baltard”. Golpe de fuerza imposible. Se ratifica, se reconduce, se defiende. Tan numerosas son las personas que toman parte en la más pequeña decisión: asociaciones de barrio, representantes locales, defensores del viejo Montmartre, amigos de los castaños, periodistas, notables, y así otros tantos. Jean Nouvel observa en algún lugar que “los arquitectos públicos están castrados en Francia. O entonces, ellos vienen de lo alto, como unos monstruos que se han lanzado en paracaídas”. Seamos francos. Es a nosotros, los simples “paisanos”, a quienes estos monstruos no les parecen amables, porque en todo símbolo de poder de entrada vemos la arrogancia, y en todo arbitraje una marca de arbitrariedad. La victoria de la monumentalidad sobre el monumento traduciría entonces en términos ópticos la preeminencia de la sociedad civil sobre el Estado, o, si se prefiere así, de la civilidad sobre la ciudadanía.
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El original dice Tarte-à-la-creme
2. El monumento es solidario de una larga temporalidad. Ese conmutador temporal (pasadofuturo) encargado de “conectar las edades olvidadas y sus sucesoras” en la duración por medio de un material principal , materializado en bronce, fundición, plomo o piedra. La abreviación del tiempo –sobre todo de las demoras de la construcción y de los ciclos de rentabilidad- así como el ideal de la rapidez –construir lo más rápido posible unos edificios para no durar- en apariencia no crean el ambiente propicio para el edificio que tiene en la duración su razón de ser. “Lo no permanencia lo lleva, todo se convierte en movible”. La comunicación inflada en detrimento de la transmisión. Cuando el consumo es instantáneo, y la ganancia también, el rascacielos mismo se hace un pañuelito kleenex; la perdurabilidad, que no es más que un valor del mercado, se vuelve descabellada y contraproducente (para una construcción moderna, perdurar treinta años está bien). Después de mí y de mis ganancias, el diluvio. Es bastante significativo que la reparación y conservación, inherentes a la noción misma de edificio, y sobre la cual Alberti había ya insistido en su De res ædificatoria (1453), no son ya, o muy raramente, incluidos en los programas presupuestales de los proyectos, grandes o pequeños. La videoesfera tiene unas condiciones de funcionamiento, por ende, unos valores técnicamente antinómicos con los del monumentomensaje, con su apropiación lenta. En su pesantez, tan pesada y local fijación, la idea clásica de monumento se ha visto atrapada por la velocidad, como clavada sobre la plaza, “hundida” por la aceleración de los flujos de información, la virtualización de las referencias, el “vagabundeo” nómade. Para subsistir en este flujo, el monumento debe él mismo volverse fluido y convertirse en acontecimiento (Christo). Flash, información, escándalo. Hacer imagen y bullicio, subir a la almena, enfocar la ubicuidad por retransmisión, sostener la concurrencia. Es que la videoesfera compone un espacio-tiempo singular en donde la matriz acrecentada del espacio se paga con una parte de la matriz del tiempo. Mientras más se extienden la redes de transmisión, se fluidifican los transportes, se agrandan las escalas de disposición (que pasan de lo local a lo territorial), más se acortan los términos de atención y de espera, más se abrevia la esperanza de vida de los objetos (que se convierten en gadgets), y se fragilizan los materiales ( una gotera en el techo al cabo de un año ). El electrón volatiliza las memorias, y el reino de lo “en vivo” promete naturalmente la animación, la exposición, la emisión efímera, de preferencia a la construcción en duro, triste estabilidad que no hace más que un “actu”. “La imagen fuerte” del primer centenario de la Revolución se construyó en hierro, la Torre Eiffel. El segundo, probablemente igual de costoso, se ha descompuesto en pixeles, el desfile Goude. 3. Hay algo de religioso en el monumento civil. En el doble sentido de relegere, acopiar trazas, y religare, religar a los hombres. El mantenimiento del lazo entre generaciones, solidifica la identidad colectiva. El individuo rey y la economía reina tienen menos necesidad de estas dos llamadas al orden: el orden del tiempo y el orden del grupo. La afirmación de una permanencia como de un dominio público afuera y por encima de las esferas privadas, está sin duda ligada a un sentimiento de obligación al contrario de unos seres mayúsculos, virtuales y transindividuales. Ellos se denominan la Nación, la Humanidad, la República, Francia, el Proletariado, la Raza, la Revolución. La desaparición de estas presencias imperiosas e invisibles, trascendencias seculares, no favorece ni el acto de fe ni la belleza de la muerte, conjugados en el clásico monumento a los muertos de nuestras poblaciones. Este género de edificios inútiles y no rentable postula que la historia tiene un sentido. Reemplaza un hecho cumplido, dichoso o desafortunado, bajo el horizonte de un mejor porvenir. Lejos de ser pasajero, el monumento-mensaje, es quien sublima un antecedente
en precedente, osa llamar a un futuro con un indeclinable espíritu de seriedad. Transfigura una memoria en proyecto. Cuando la modernidad, la cual era un presente futuro-centrado, cede su lugar a lo postmoderno, que es un presente irónico y sin proyecto, el monumento votivo se convierte casi inmediatamente en una evidencia de inconsciencia. Nada menos irónico que un monumento público, ya que este conduce forzosamente unas memorias. El más humilde materializa un “gloria a” (al condotiero, a nuestra antigua barba, a nuestros niños muertos por la patria, a nuestros héroes, a la Francia eterna, “a los mártires, a los valientes, a los fuertes”). Esta aleluya se presta a risas, o a burlonas carcajadas. Tomando por encima unas parodias vanas, los monumentos efímero o evolutivos, deliberadamente banales, o lúdicos, o metafóricos. 4. Vivimos la era de los residuos, de los fragmentos, de los jirones. De los enredos, duraderos o insinuados. Hacia unos residuos y detritus (enmarcados y expuestos en galerías tal cual: la obra deslustrará la crónica). Queremos estar en directo. Ante, o mejor, dentro de todo lo próximo, de lo táctil, de lo estremecedor y de lo envolvente. Mientras que el monumentomensaje, que se contempla a lo lejos y nos sujeta en la distancia (es la tristeza de la majestuosidad), es algo que hay que descifrar, no para palpar. “Sólo las trazas hacen soñar”, decía Char. El monumento portador de sentido (y de letras) no es un indicio (la humareda del fuego o la huella de un paso), sino un símbolo, sea un discurso intransitivo que exige una decodificación, un aprendizaje de lectura, una atención reflexiva. El obelisco simboliza el rayo de sol, la columna, el tronco de un árbol, y la fachada de un edificio se deben mirar, dice Vassari, “como el rostro de un hombre”. Quizás, pero si no lo sé, no lo veo así. Por tanto, para nosotros, el sustituto de la cosa nos aburre, queremos la cosa misma o un fragmento de esta cosa. Una foto es más patética que una pintura, y una reliquia todavía más que una foto: ella hace saltar el “como”, cortocircuita los códigos. Cuando voy en peregrinación a Colombey-les-deux-Églises, lo que me emociona no es la monumental Cruz de Lorena en granito elevada sobre la colina sino la oficina de la Boisserie, el sillón, la carpeta, los objetos familiares del general. Struthof: una barraca misma tiene más carga emotiva que cualquier columna votiva o artefacto conmemorando los campos de concentración. Una humilde traza tomada de lo real tiene para nosotros más aura que el más bello de los monumentos del arte. En síntesis, la hegemonía memorial del monumento está construida en su propio desmedro por el aumento en poder de lo ordinario y de lo inmediato vía las nuevas técnicas de registro. Barthes no está equivocado, en un sentido, en el viraje de la Cámara lúcida, de dirigir el acto de deceso de los viejos signos de piedra: “Las antiguas sociedades se disponían para que el recuerdo, sustituto de la vida, fuese eterno y que al menos la cosa que decía la Muerte fuese ella misma inmortal: era el Monumento. Mas haciendo de la Fotografía, mortal, el testimonio general y como natural de „esto que ha sido‟, la sociedad moderna ha renunciado al Monumento.” Habría que precisar: ha renunciado al monumento-mensaje pero ha sacado provecho del monumento-traza, que es la foto en duro de un ‘esto que ha sido’, como lo muestra el hecho de que la inmensa mayoría de los monumentos clasificados y sobre todo, inscritos después de treinta años señalan la categoría de traza. El monumento-mensaje, que comenzó con la Cruz y culmina en la estatua (ecuestre o en pie) pasando por el busto, el bajorrelieve y el medallón, abarca el cementerio artístico y la galería de los ilustres. Tenía por presa preferida “el gran hombre”, por finalidad la propagación de la fe y de los “verdaderos valores”. Su gratuidad deliberada exige unos donantes, suscriptores o
comanditarios, fuera del circuito económico. Se comprende que la época casi no le sea favorable: ha sido necesario medio siglo para que un Churchill de bronce, en uniforme de la Real Fuerza Aérea, se erija en la capital de un país que no le debe poco. 6. ¿Hacia un renacimiento? Asistimos en síntesis a una mutación, no a una desaparición. La pulsión monumental ha sufrido un cambio de transporte: reflujos de signos, inflación de volúmenes. Por una parte, la desindustrialización incita a la estetización, que es la Providencia de los baldíos; el paso de un universo fabril a la sociedad de servicios se acompaña de una promoción museística de los sitios de producción abandonados. La fábrica Renault de la isla Seguin, los almacenes de depósito de Dunkerque, el “Lingotto” o la fábrica de la Fiat en Turín, y otros, harán mañana de fuerte de bellos monumentos que serán admirados a la vez como trazas y como formas, blanco de visitas emocionadas y de refinadas fotos, casi plásticas. De otra parte, la prolongación de la vida, del tiempo libre y de los fondos de pensión acrecentarán la demanda, ofreciendo al peregrinaje monumental un público cautivo, ávido de “quiero el retorno” y “quiero el viaje”. Estas son las buenas nuevas para las jornadas del patrimonio, aquí y en otras partes. Mas las buenas nuevas para las trazas y las formas, antiguas o nuevas, hacen las veces de malas noticias para los mensajes intencionales. La creciente vitalidad del primer sector saca provecho de una taza de mortalidad elevada en el segundo. Porque los monumentos sin ceremonia son como los reyes sin diversión: ellos mueren. ¿En qué se convierte el Muro de los Federados sin la coronas, las banderas y las manifestaciones del Primero de Mayo? Unas piedras grises y de categoría. ¿En qué se convierte el memorial a la Resistencia del Drôme, que domina en el Ródano? Un vestigio fúnebre y blanco, sin un gato para reanimarlo. Quitad las garitas, la guardia montada y allá retirad los bonetes velludos delante del Palacio de Buckhingham, y tendréis un Museo, casi listo para el consumo. Es de los lugares sagrados que viven como una afrenta el paso del culto a la cultura. Es verdad que hay, entre los lugares de la memoria más consagrados, unos vivos eclipsados o unos muertos en suspenso. De ellos hace parte el Panteón. Se despierta de tanto en tanto, en cada transferencia de cenizas; en cada retorno, empero, la panteonada muestra un poco menos de entrañas. ¿El templo de la República, ganado por la indiferencia, se convertirá en breve en un Museo? Estamos inquietos, pero no apesadumbrados. El hombre sin monumentos es la barbarie; ¿el monumento sin hombres es la decadencia? No está prohibido soñar para el mañana un estado intermedio... Un revivalismo del monumento-mensaje no tiene nada de imposible. El hundimiento de las largas duraciones por el instante no es sin duda, viable, a largo plazo. De entrada, la cultura del flujo tiene su efecto-jogging, la cual es la necesidad de unos stocks destacados, totems visibles de continuidad. El frenesí de lo nuevo lleva a su contrario, el apetito anticuario; y la dictadura del “todo debe ser ahora inmediato, vivido, próximo y sensible”, invoca en compensación al código, lo intransitivo y lo estable. El mármol se remonta por el flujo, lo centrípeto por lo centrífugo. No es un azar si la era de las innovaciones técnicas más desestabilizadoras es también la era de las conmemoraciones maniáticas. La circulación imperativa y el tránsito generalizado suscitan unos vacíos de centralidad, que hacen un “llamado de aire”. Se ha observado, por ejemplo, que la imagen de síntesis más vendida comenzó por transportarnos a la abadía de Cluny resucitada. En este sentido, nada estaba
más a contrapelo del futuro, más retrógrado, que el futurista “plan Voisin” de Le Corbusier, quien en 1925, proyectaba arrasar el viejo París, no dejando en pie más que tres o cuatro hitos-testimonios. Por ende, el destino del monumento no le pertenece propiamente. Está en la aspiración de hacer grupo. En conjurar la soledad. En anclar una pertenencia. En volver a estrechar los lazos. ¿”Resemantizar” el espacio urbano? No se ve como esto sería posible sin revitalizar el espacio público y el sentido cívico. Recordemos que la primera edad de oro de las celebraciones fuertes en nuestra civilización, antes del siglo XIX, fue el Renacimiento. La reaparición de los lugares al estilo romano en ciudades medievales hasta entonces laberínticas, repartidas en clanes y familias, tachonadas de torres de defensa de carácter privado, cercadas por trampas, desprendidas de una centralidad aireada brindada por el bronce y el mármol honoríficos. El caserío medieval era anarquía y multiplicidad pura; curiosamente, esta es un poco la situación de nuestras megalópolis. Un retorno a una civilidad de buena ley y justa medida – sobre el modelo italiano, si se quiere- sería propicio para el “erigir monumental”, inseparable del propósito político, en lo que tienen tanto el uno y como el otro, de más noble. Cuidémonos, por seguridad, de exaltar el valor ordenador de las formas. El monumento-demiurgo no resuelve los problemas de la ciudad. No se trata, para hacer lugar al aumento de las impaciencias y las ironías, de evocar no se sabe cuál retorno al orden monumental, antiguo o neoclásico, del tipo de los años treinta. Esto sería hacer un llamado, más o menos soterrado, a unos regímenes de autoridad, a unas asignaciones de valor que no tienen nada de republicano. Un régimen de auténtica libertad, por fortuna, no sabría dejarse encerrar en la triste alternativa que obligaría a elegir entre el olvido puro y simple de la historia y el retorno neurótico al pasado, entre la obsesión de orden y el dejar pasar. Es decir que todavía hay, no detrás sino delante de nosotros, otros monumentos para inventar.