31 cuentos de amor rosados y no tanto

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Colecci贸n Narrativa Internet, febrero de 2007


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Escribir es un arte pero también es un oficio y una profesión. El poder de llevar la creatividad al nivel de una obra maestra encaja en la primera definición; el manejo apropiado de herramientas en la segunda; corresponde a cierto carácter de escritores intentar que la tercera se desarrolle en un esquema que no interrumpa al arte ni al oficio. Uno de los objetivos últimos de la literatura —obviamente, no el único— es publicar. Ver el propio nombre impreso puede ser alimento para el ego, pero también es la culminación de un proyecto que tuvo en un principio sus planos y coordenadas como cualquier otro. Pero el mundo está cambiando y el papel no es soporte suficiente para la inquietud humana. En un lapso relativamente corto, el nuevo medio de comunicación que es Internet ha entrado en nuestras vidas y las ha revuelto, provocando rupturas en las fronteras de los paradigmas y concibiendo novedosas manifestaciones en todos los órdenes. La literatura no ha escapado a ello. Para respaldar la obra de los escritores hispanoamericanos, la revista Letralia, Tierra de Letras, ha creado la Editorial Letralia, un espacio virtual para la edición electrónica. La Editorial Letralia conjuga nuestra concepción de la literatura como arte, oficio y profesión, y la imprime sobre este nuevo e intangible papiro de silicio. Los libros que conforman las colecciones de la Editorial Letralia en los géneros de narrativa, poesía y ensayo son en su mayoría inéditos. Se acompañan con magníficas ilustraciones de artistas contemporáneos, muchos de ellos también inéditos. Pueden ser leídos en formato de texto o en HTML, y cada uno tiene su propio diseño. La tecnología le permitirá no sólo leer el libro que seleccione, sino además comentar con el autor o con el ilustrador sus impresiones sobre el trabajo. La Editorial Letralia imprime sus libros desde la pequeña ciudad industrial de Cagua, en el estado Aragua de Venezuela. Nació en 1997 como un proyecto hermano de la revista Letralia, Tierra de Letras y es la primera editorial electrónica venezolana. Reciba nuestra bienvenida y siéntase libre de enviarnos sus sugerencias y opiniones. A los escritores que nos visitan, les animamos a participar de esta iniciativa con toda la fuerza de sus letras.


Introducción

Amores cortesanos de la dos veces reina ¿Cuáles son los ensueños de esta púber de 14 años? ¿Dónde se refugian los suspiros? Anhelosos brotan de su pecho, hundida en él la daga de un mal presentimiento. La mirada oceánica fulgura. Se empaña, por instantes, como la superficie de un cristal, con la salitre de sus lágrimas. Las manos equivocan, una y otra vez, el punto en el hilado, que no logra concentrarla. La dama de honor que la acompaña y dirige la labor, no se atreve a interrogarla. Teme un estallido. Eleonora puede ser suave como el roce de una pluma, o explotar con la furia de un ciclón. Cautelosa desvía la atención hacia los jardines: su otra pupila, la joven Alicia, se pierde atrás de la arboleda, persiguiendo una mariposa con un tul. Las hermanas son difíciles; el carácter determinado de ambas y el estrépito de sus arranques intimidan a la señora. Mejor usar el sigilo respetuoso, y la diligencia astuta. Desde el día que el padre de las muchachas partió


para Santiago de Compostela, encargándole el cuidado de sus hijas, éstas han sido sus reglas. El viajero, a su regreso, sabrá retribuirle generosamente tamaña responsabilidad. Tal vez por ser un año mayor, Eleonora es más peligrosa; salta de la fantasía melancólica como la de ahora, a hilvanar versos donde burla escandalosos enredos picantes que involucran a hombres y mujeres que conoce, tal como lo hacía su abuelo, el galante trovador Guillermo VII de Poitiers. La herencia no se detuvo solo en versos. De su padre, exhibe la fuerte contextura física, y la vehemencia para luchar por sus ideales... sin olvidar a su consanguínea... aquella mujer horrenda que entregó a la amante de su amado a la brutalidad de los soldados, para terminar con los ojos de la desgraciada, arrancados de las órbitas por sus manos sobre un plato. Sí. La joven cubierta con la pesadez de la seda no puede ocultar lo inocultable: los senos empujan vigorosamente desde sus apretadas cárceles; ahí donde los pezones atrevidos pían sus soledades vírgenes. Las manos de Eleonora intuyen placeres que nada tienen en común con la rueca; y los ojos... esos ojos, marchitan las flores que yacen en su falda. Un ramillete recogido por Alicia, que se sabe la única debilidad de la mayor. Esta, perdida el alma en oscuros laberintos, retribuye el regalo con un gesto, alejándola, como si su presencia fuera una molestia agregada a las que ya padece. El mal agüero turba a Eleonora desde la noche precedente. Intuición que se hace carne y dolor en ese instante: un cortejo de nobles se aproxima. Reconoce en el acto a Godofredo III, Arzobispo de Burdeos. Lo siguen, con idéntica expresión de duelo dos caballeros allegados a la iglesia. Los hombres se arrodillan y besan el ruedo del vestido de las jóvenes, que se estrechan en el llanto. El extrañado, fuerte y amado padre ha muerto antes de llegar a Santiago. Están solas en la tierra. El siglo XII y el tumultuoso mundo cortesano al que pertenecen las espera. El amor y el odio. La envidia y la intriga, La pegajosa cohorte de aduladores, que las divertirán de a ratos, o las enviarán al cadalso sin lástima si el mero pensamiento sirviera de ejecutor. Presa de esos temores, Eleonora enjuga su pesar y levanta la barbilla. Es heredera también de las propiedades de su padre, Guillermo VIII de Poitiers, y es responsable de su hermana. Debe ser fuerte. El Arzobispo lee un largo pliego redactado por el padre precavido. Va dirigido al Rey. Ruega protección para sus hijas... y ofrece la mano de Eleonora al príncipe Luis El Joven. No se conocen... ¿pero qué importa el detalle? Son jóvenes y poderosos. Juntos en la pasión, el amor llegará como consecuencia.

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Documento en manos, Luis VI se regocija. La Ile-de-France, con la unión, pasará a poseer las tierras ricas y calientes de Auvernia, la Marche, el Angoumois, el Poitou, el Limousin, la Saintonge, el Pèrigord, la Guyena y la Gascuña. Tiene referencias de la vital belleza de Eleonora que , a no dudar, será capaz de contagiar energía a su rubio, hermoso y débil hijo de 17 años. El matrimonio es bendecido en la Basílica de San Andrés. Transformada en salamandra de fuego, la novia se agita en comezones de urgencia, en tanto el Arzobispo alarga sus mensajes y bendiciones a los cónyuges. Luis no es apasionado pero no es de piedra. Sucumbe ante el resplandor de la consorte..., y entrega lo que buenamente puede. En el viaje hacia París, Eleonora cuchichea en el oído de Alicia: —Luis... NO SABE HACER EL AMOR... La hermanita suelta una risotada vulgar, que alegra la solitaria campiña, y abochorna a las damas de la escolta. Rato después, se detiene el cortejo. Los aguardan mensajeros reales que vienen de París. El Rey ha muerto. Luis El Joven ya es Rey, y Eleonora Reina. La noticia recompone en el acto el mal genio de Eleonora; estruja el velo de novia y lo aventa hacia los aires de su amado Poitiers junto a su decepción de esposa. No es preciso adivinar. Sus sueños pasionales, negados con Luis, le serán ofrecidos por otros, mejor dotados. ¿Quién podrá regatear favores a una bella de 14 años, si además es Reina? Nuevamente es la rudeza del mentón desafiante la que delata lo que la joven piensa. —Prepárate para la guerra —dice en el abrazo con que aprieta a su hermana. Con el esplendor decente que permite el duelo, en la noche de Navidad son coronados en la Catedral de Bourges. A la ceremonia no falta nadie. Todos son sorprendidos. La hermosura de Eleonora desborda; se desliza mas que camina hacia el altar. La corona le calza en la cabeza como si hubiera nacido para sostenerla. Todo hombre presente se encandila, viejos y jóvenes. Una ola de envidia enturbia el corazón de las señoras. Hasta para ellas, habituadas al escándalo y la confabulación, este vendaval campesino que portan las hermanas resulta excesivo... y peligroso. La única alegría genuina es la del pueblo. Volcados en las calles, terratenientes de alma, festejan las posesiones que aporta Eleonora a su bien amada patria. http://www.letralia.com/ed_let

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No son propias, pero sí de su Rey. Alegres, abren las camisas no obstante el frío, levantan sus faldas, beben vino y ríen. Son ricos. ¡Que Eleonora les dé príncipes robustos y viva para siempre! Alicia y sus trece años revientan la pólvora del primer escándalo palaciego: se mete sin titubeos en la cama del Senescal de Francia, el caballero Raúl de Vermandois. Por desgracia casado. Nada menos que con la batalladora Gilberta de Champagne, sobrina del brioso Teobaldo. Conmovida por las altas temperaturas de esta pasión, Eleonora pretende anular el lazo eclesiástico que une a Gilberta con Raúl. Esgrime el trillado argumento de un parentesco cercano entre ambos. Alicia, entretanto aguarda el veredicto del Obispo de Reims, se acurruca en los brazos de Raúl, mimosa como una gatita. Las estridencias de los encuentros sacuden la vetustez de los muros, y las carcajadas del goce erizan la nuca de los pobres guardias, apostados por si aparecen los esbirros de la esposa burlada. El Obispo rechaza la anulación. Pero Eleonora anegada de amor filial, acude a un Concilio, que otorga el sí permitiendo a la pequeña Alicia apropiarse de Raúl. ¿Cuáles son los encantos de Raúl, capaces de provocar tales incendios? Es la oportunidad de dejar volar la imaginación. La historia severa no se nutre de detalles de minucia sabrosa. Se limita a las consecuencias político-económicas que estas lides traen como desenlace: la guerra, en la que morirán los mismos que ayer bebían vino festejando en las calles. Gilberta consigue que Teobaldo declare la guerra a Luis El Joven; al frente de los soldados, éste vence a los de Champagne en Dormans y Epernay. Sitia Vitry y prende fuego a la ciudad. 1300 compatriotas mueren quemados. Gana la guerra, pero en el corazón, los llora. Avergonzado, culpa a las hermanas del desastre. Confiesa su pecado a San Bernardo. El perdón le llega, condicionado: su penitencia es combatir infieles en Palestina; un Cruzado Real. No obstante su mermada sexualidad —o tal vez por ello— obliga a Eleonora que lo acompañe en el azaroso viaje. Innumerables preparativos y enorme comitiva viaja con los Reyes, que salen de París el 1º de junio de 1147 hacia Tierra Santa. Atraviesan la Alemania, ribetean el Danubio por los parajes de Ratisbona. Se detienen en Belgrado, más tarde en Adrianópolis. Admiran la riqueza de Bizancio y Efeso, hasta lograr embarcarse y navegar por el río Nar-el-Así, para arribar a la rica, sensual, espirituosa y embrujada Antioquía. El Príncipe de la ciudad es, ¿para bien, o para mal?, nada menos que Raimundo de Guyena, tío de Eleonora. Tío para el regazo, para la confidencia tierna... y para la cama. ¡Al fin, pobre Eleonora! Con un hombre hombre, que desconoce la

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palabra incesto, inmoral y divertido. Por cierto la apatía de Luis lo nausea. Algunos comentan que las noches de Antioquía permanecieron mágicamente azules acoplando estrellas novas al joyero nocturno. Parten como rayos hacia el cielo, desde la cama del cariñoso tío, mientras dura la visita regia. Por más alta que se halle la cima del volcán, las llamaradas son visibles para el pueblo. La lava corre por las calles de Antioquía. La murmuración es un grito: ¡Incesto! ¡Incesto! Luis es débil pero no sordo, ni tampoco tonto. Con sigilo de esposo cuidadoso, desbordado del temor de perder las tierras de la voluptuosa consorte, hace arreglos con hombres fieles de su escolta. Eleonora descansa —sola por casualidad— en su habitación. Un hoyuelo precioso en la mejilla, la languidez plácida del momento después en todo el cuerpo. La mata de pelo derramada en la seda. Resulta fácil amordazarla y meterla en el carruaje, ya preparado para marchar a Jerusalén en plena noche. Lejos de la influencia de Raimundo, liberada de manos y mordaza, ella escupe su ira: —Raimundo te acusa también. ¡Tú y yo somos parientes, vivimos en pecado!... ¡Un pecado nada divertido, si lo tengo que soportar contigo! A Luis le tiembla la mano en el pliego que dirige al Abad Suger, Regente del reino en su ausencia: Debe divorciarse de Eleonora, el parentesco existe. Ambos están en pecado ante la Iglesia y el Dios en el que cree. Tropieza su conciencia con la ambición política de Suger: si se divorcia pierde las tierras de Eleonora; él convencerá al Papa para acallar escrúpulos molestos. De regreso hacia París, la pareja es recibida en Roma por el Papa, alertado por Suger. La reconfirmación del matrimonio por la máxima autoridad, la innegable belleza de los veinticinco años, expertos ahora, de la esposa, refuerzan la sexualidad del Rey. Esa noche, engendran una hija, que aquieta el pulso de Eleonora... por un tiempo. Muerto Suger en 1152, otros Obispos ayudan a Luis a divorciarse. No es un http://www.letralia.com/ed_let

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secreto que la esposa cambia de amantes como de humor; con idéntica volubilidad, variable como una veleta. No se precisa de más. La Iglesia concede el divorcio. Eleonora festeja la libertad. ¡Por fin es ella misma! Puede hacer lo que se le antoje. Las dos hijas nacidas de Luis, quedan bajo la custodia del padre, beato hasta en calzoncillos. Está harta de París, añora la juventud en Poitiers, y sabe que las señoras de su palacio, que la conocen de niña, acallarán la murmuración —que inexplicablemente— la persigue. El conocido cosquilleo de una nueva flecha en el cuerpo la estimula: es la visión de Enrique Plantagenet, Conde de Anjou y de Touraine, bastante menor que ella. Desnudo, una provocación memorable. Ya se probaron en la cama en París cuando todavía era reina. Un amante brioso, a su medida. En mayo de 1152, Eleonora y Enrique contraen matrimonio- Así, anexadas sus tierras, se imponen frente a Luis, quien les declara una guerra que pierde. Suger tenía razón, pero es demasiado tarde para borrar los hechos. El flamante consorte es nieto de Guillermo el Conquistador de Inglaterra. El Rey no tiene hijos. El encanto de Enrique hace el resto: lo nombran heredero al trono de Inglaterra. En Poitiers, Eleonora mece en sus brazos al robusto hijo, al tiempo que la nostalgia de antaño la acongoja. ¿Otra vez Reina? ¿En un país tan frío, lleno de neblinas, sin el fabuloso sol de su terruño? ¿Sin la gente que de verdad la ama? ¿Resignada a refugiarse ante los leños, que no calientan como un buen amante? Detesta la sola idea de cambiar de idioma, de moderar sus arrebatos, de frenar su festejo de estar viva y hermosa, para investirse con la letal carga de solemnidad orgullosa que es menester ante esa corte extraña que la critica severamente. La realeza es idéntica en hábitos censurables en ambas cortes. Pero estos de la isla se cobijan en el disimulo apático, solapados sus actos, a cubierto. Deberá aprender a simular moral, a cubrirse de trapos. Tapar su naturaleza para intentar ser aceptada. Los escarceos de jardín, la tibieza del piropo en su jerga, la ironía burlona de los juegos de salón, donde la lengua se enrosca, divertida, punzando a hombres y mujeres, sus amigos, será una distracción que pasará al recuerdo. Pecadores cómplices, la censura no existe. Parte a Inglaterra como una desdichada. En la isla, Enrique es el fuerte, el poderoso. Tendrá que someterse a su autoridad. Patea el suelo con un berrinche niño, y con los puños cerrados, suelta palabrotas contra eso que algunos llaman suerte. Esta nueva coronación la encuentra crecida en años. La energía de su fuerza campesina es idéntica, no obstante. Idéntico su fulgor. Fatal para las mujeres su belleza, que oscurece hasta las joyas que luce cada una. Mas de un flemático

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corazón masculino se perturba con la avalancha de ideas perversas que ella provoca con su sola presencia. La codicia por las posesiones, enfrenta, a través de este nuevo enlace a Francia e Inglaterra. En una lucha que se inicia para dar lugar a la Guerra de los Cien Años. El país es glacial y la gente altaneramente helada. Eleonora, sin alegría, tañe la viola o teje; nada la distrae... ¡Odia la circunspección, y la sangre se le escapa hacia Poitiers... que está tan lejos! El recuerdo de Bernardo de Ventadour, un trovador delicioso, al que supo escuchar desde su ventana, cuando Enrique la invita a pasear por Francia, por las tierras que les pertenecen, la reanima. “Yo no sé más gobernarme y ya no puedo hastiarme desde el día que ella permitió a mis ojos mirarme en el espejo que tanto me place. Espejo, por haberme mirado en ti. Mis profundos suspiros me matan. Si me he perdido en vos. Como un narciso en la fuente”.

Canta el trovador, y Eleonora se conmueve por ese desgobierno del corazón, que su sola visión provoca en el joven juglar. Tanto la conmueve, que llora en sus brazos, agradecida y como domesticada por la ternura ingenua de las palabras. Le parece mentira. Siempre la trataron de brutal o de siniestra. Bernardo la llama espejo, narciso, fuente. ¿Podrán aunarse en un solo hombre, la virilidad imprescindible a su temperamento, junto al sosiego tierno y romántico que sigue al éxtasis? Un desafío para ambos, sin lugar a dudas. Pero Bernardo es todavía un esbozo de sueño. Enrique, a caballo por sus posesiones, calentado a pleno con el sol, que se prodiga, la embaraza nuevamente. El hijo, otro varón, será en la adultez nada menos que Ricardo, apodado “Corazón de León”. Inglaterra la congela hasta en el pensamiento. Próxima una nueva Navidad el llamado de Poitiers se torna irresistible. Extraña. Suspira por su grupo de amigos. Las reuniones que se vuelven sabrosas cuando el sol se oculta. Las bromas maliciosas, las esquelas con nuevas citas, la impúdica disputa de las mas feas por las migajas que ella les arroja. http://www.letralia.com/ed_let

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—Juntaré mi corte, las damas que me asistieron cuando me separé de Luis... Llamaré a trovadores y músicos. Mi vida necesita un cambio. —Otra vez, la barbilla altanera, y un verdor negrusco en el fondo de los ojos. Para colmo la chusma en Inglaterra murmura que Enrique se enciende en la cama de Rosamunda; damisela oculta y vigilada para no exponerla a uno de sus famosos arrebatos de furia. Ventadour la espera en Poitiers, junto a la lumbre; iluminado el palacio, repletas las mesas de manjares. Las damas escandalosas, sin escrúpulos. Los caballeros, listos a complacer sus menores caprichos. Eleonora vuelve a sentirse joven y hermosa, reina en su corte de amor. La plenitud del cuerpo que sigue a la maternidad, el resguardo de esas paredes que la vieron nacer, se aúnan para que el resplandor de sus famosos ojos verdes suelten chispitas de alegría. ¿La insultan en la cama de una insulsa inglesita? ¡Viva el hechizo de Francia y los franceses! —Cántame, Bernardo —murmura en el oído del trovador embelesado. “Mi corazón desborda de tanta dicha que todo me parece cambiado en la naturaleza. Ya no veo en el invierno sino que flores blancas, rojas y amarillas. Con el viento y la lluvia se agranda mi felicidad mi talento se acrecienta y mi canto se embellece. Yo tengo en el corazón tanto amor de placer y de alegría que el hielo me parece flor y la nieve verdura”.

Otros jugueteos del amor cortesano son festejados por el enjambre de invitados, olvidados en la sala. La dueña de casa arrastra a Bernardo hasta su lecho, lugar donde tranquiliza su conmocionado corazón con las endechas de los versos, y ese interior insaciable, que ni intenta justificar. Eleonora suprime todo rastro de remordimiento cuando estrena un hombre nuevo; máxime, si el hombre, sabiamente, la suaviza de a ratos con ternura, para instantes después sostenerla en la cúspide de una exaltación que desea interminable. Mañana volverá iluminada a su reunión de amigos. Ha impuesto una moda: examinar las respuestas amorosas de los asistentes con unos divertidos códigos de amor. Códigos que posteriormente, en el año 1184, han de ser parte de un satírico y discutido libro: Tratado del amor cortesano. El autor es Andreas

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Capellanus. Contratado por la Condesa María de Troya, hija de Eleonora, que alienta su trabajo. Los 31 preceptos del amor cortesano brotan de la habilidosa mala intención de Capellanus quien, en la página 36 de su libro acusa a las prostitutas de ser dañinas en el amor. ¡Las mujeres de la corte no están consideradas entre ellas! Al editarse el libro en francés, se perciben desde sus páginas las influencias de Ovidio, repleto de sarcasmos sobre las relaciones amorosas. Capellanus desata el debate lógico de la Iglesia, que a través del Obispo de París, Stephen Tempier, condena su lectura. Huelgan las palabras. La prohibición libera un oleaje de curiosidad depravada. En toda reunión galante, los preceptos son recitados, cuestionados y respondidos, entre risas y cáusticas acusaciones. Cada uno se ve retratado en una u otra regla. Nadie escapa a la delación burlesca, ni los reyes. Cuando Eleonora regresa desganada a Inglaterra, entibia en el corpiño las últimas estrofas del bardo, en su arriesgada y desnuda despedida: “Ella puede ahora negarme su amor. Yo podré siempre vanagloriarme de haber obtenido el dulce testimonio”.

La vida borrascosa de Eleonora finaliza en la Abadía de Fontevrault. La que se llamara a sí misma: “Reina de Inglaterra por la cólera de Dios” tenía 82 años. Jamás le interesó ser reina... pero a su través, tuvo a todos los hombres a sus pies. Si en algún momento logró amar a alguno de tal forma que la plenitud del cuerpo y la gracia del alma la tocaran elevada en la cresta de la ola, inconsciente y feliz..., sin dudarlo, valió la pena soportar el peso de la tiara.

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Índice Introducción. Amores cortesanos de la dos veces reina ....................................................................... 3

Las reglas del amor cortesano i. El matrimonio no es una excusa real para no amar ..................................................................... 2 4 ii. Aquél que no es celoso no tiene capacidad de amar ...................................................................... 2 8 iii. Nadie puede estar sujeto a un doble amor .................................................................................... 3 8 iv. Es bien sabido que el amor crece o decrece ................................................................................... 4 6 v. Aquello que el amante toma contra la voluntad de su amada no tiene razón ......................... 5 0 vi. Los niños no aman hasta que no llegan a la edad de la madurez .............................................. 5 6 vii. Cuando un amante muere, un luto de dos años es requerido del sobreviviente .................... 6 2 viii. Nadie debería ser privado del amor sino con la mejor de las razones ..................................... 6 8 ix. Nadie puede amar a menos que sea impulsado por la persuasión del amor ............................ 7 4 x. El amor es siempre un extraño en la casa de la avaricia ............................................................. 7 8 xi. No es correcto amar a una mujer de la que uno se avergonzaría al casarse ........................... 8 6 xii. Un verdadero amante no desea abrazarse en el amor con nadie más que con su amada ..... 9 4 xiii. Cuando es hecho público el amor raramente perdura ........................................................... 1 0 2 xiv. El amor logrado fácilmente tiene poco valor; la dificultad para obtenerlo lo hace valioso .................................................................................................................................................... 1 0 8 xv. Todo amante empalidece frente a la presencia de su amada .................................................. 1 2 6 xvi. Cuando un amante ve repentinamente a su amada su corazón palpita ............................. 1 3 2 xvii. Un nuevo amor pone en vuelo a un viejo amor ..................................................................... 1 3 8 xviii. Un buen carácter solamente hace a cualquier hombre ser merecedor de amar ............. 1 4 8 xix. Si el amor disminuye, falla rápidamente y raramente revive ............................................. 1 5 2 xx. Un hombre enamorado es siempre tímido ................................................................................. 1 5 6 xxi. Los celos reales siempre incrementan el sentimiento del amor ............................................. 1 6 2 xxii. Los celos, y por consiguiente el amor, son incrementados cuando uno sospecha de su amado .................................................................................................................................................... 1 8 0 xxiii. Aquél que ama come y duerme muy poco ............................................................................. 1 8 8

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xxiv. Cada acto de un amante termina en el pensamiento de su amada .................................... 1 9 4 xxv. Un verdadero amante considera que nada es bueno excepto que piense que aquello complacerá a su amada ...................................................................................................................... 2 0 2 xxvi. El amor no puede negarle nada al amor ................................................................................ 2 0 8 xxvii. Un amante nunca está satisfecho de la alegría de su amada ............................................. 2 1 6 xxviii. Una leve presunción hace que un amante sospeche de su amada ................................... 2 2 4 xxix. Un hombre vejado por mucha pasión, usualmente no ama ................................................ 2 3 0 xxx. Un verdadero amante está constantemente y sin intermisión poseído por el pensamiento de su amada .................................................................................................................. 2 3 8 xxxi. Nada prohíbe que una mujer sea amada por dos hombres o un hombre por dos mujeres .................................................................................................................................................. 2 4 2

Poesía y pensamiento sobre el amor a través del tiempo Castidad. BenJarach de Jaen (¿? - 976) ............................................................................................. 2 3 Refrán armenio ...................................................................................................................................... 2 7 San Gabriel. Federico García Lorca (1899-1936) ............................................................................. 3 7 Niño de marfil. Lucía Dolores Meso ..................................................................................................... 4 3 Siglo I A. C. - Roma ................................................................................................................................. 4 9 El laberinto. Jorge Luis Borges .............................................................................................................. 5 5 Doncella nací cuitada. Salvador de Madariaga (1886) ................................................................... 6 1 Poema. Gutierre de Cetina (1520-1557) ............................................................................................ 6 7 De El nido de boyeros. Rafael Obligado ................................................................................................ 7 3 Escrito está en mi alma... Garcilaso de la Vega (1503 - 1536) ....................................................... 7 7 Pinta brava, milonga rea. Julio Ravazzano Sanmartino ................................................................ 8 5 La mujer... Erasmo de Rotterdam (1469 - 1536) ............................................................................. 9 3 Leyes de Manu, año 1280 A. C. Regla nº 154: ................................................................................. 1 0 1 Soy hombre. Jorge Debravo ............................................................................................................... 1 0 7 Sobre las prostitutas. De El arte del amor cortesano. Andreas Capellanus ................................... 1 2 5 De Martín Fierro. José Hernández (1834-1886) .............................................................................. 1 3 1 Poema número cinco. Pablo Neruda (1904-1973) ......................................................................... 1 3 7

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Sexo. Osho ............................................................................................................................................. 1 4 7 A Él (fragmento). Gertrudis Gómez de Avellaneda ......................................................................... 1 5 1 Las mujeres son... William Somerset Maughan (1874-1965) ....................................................... 1 5 5 Canción. Andrés Rey de Artieda (1549-1613) ................................................................................ 1 6 1 Erótica. Marcos Ricardo Barnatán (1946 - ) .................................................................................... 1 7 9 Barrio sin luz (fragmento). Pablo Neruda (1904 - 1973) .............................................................. 1 8 7 Una mujer desnuda y en lo oscuro. Mario Benedetti ...................................................................... 1 9 3 Bienvenida. Mario Benedetti .............................................................................................................. 2 0 1 Memorial 70. Jaime Siles (1951) ...................................................................................................... 2 0 7 Porque la experiencia es eso... Josefina Vicens ................................................................................ 2 1 5 Tu mujer... Jules Rostand (1868 - 1918) ......................................................................................... 2 2 3 Trozo de la copla XXXIX. Antonio Machado (1875 - 1939) ........................................................... 2 2 9 I King. Jorge Luis Borges ..................................................................................................................... 2 3 7 De los tiempos del tranvía. Julio Ravazzano Sanmartino .............................................................. 2 4 1

Cuentos de amor Pasión en el desierto ............................................................................................................................... 2 5 ¿Solitarios o pastillas suizas? ................................................................................................................ 2 9 Bomba en el tiempo virtual .................................................................................................................. 3 9 Compañeros de viaje .............................................................................................................................. 4 7 Por la hendija ........................................................................................................................................... 5 1 Esas viejas sensaciones .......................................................................................................................... 5 7 250 dólares por cabeza .......................................................................................................................... 6 3 El pánico del reptil anciano .................................................................................................................. 6 9 Botecitos en alta mar ............................................................................................................................. 7 5 El cuarto nivel de Dante ....................................................................................................................... 7 9 Caballero rubio de traje bordado ......................................................................................................... 8 7 Misionando .............................................................................................................................................. 9 5

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Matorrales y lechos de dosel ............................................................................................................... 1 0 3 Líneas convergentes ............................................................................................................................ 1 0 9 Pálido, como muerto ............................................................................................................................ 1 2 7 Reyes y coronados ................................................................................................................................ 1 3 3 El aviso .................................................................................................................................................. 1 3 9 Un hombre bueno ................................................................................................................................. 1 4 9 Ambidextro ........................................................................................................................................... 1 5 3 De glándulas y apéndices incordiosos ............................................................................................... 1 5 7 El metejón ............................................................................................................................................. 1 6 3 Los de a bordo ........................................................................................................................................ 1 8 1 El último crepúsculo ............................................................................................................................ 1 8 9 Por sorpresa ........................................................................................................................................... 1 9 5 Recursos humanos ...............................................................................................................................2 0 3 Cuando se desperezan los ángeles ....................................................................................................... 2 0 9 Dentro del museo ................................................................................................................................. 2 1 7 Amores de sofá ...................................................................................................................................... 2 2 5 Águeda en el espejo .............................................................................................................................. 2 3 1 Pibes de barrio ...................................................................................................................................... 2 3 9 Albergue transitorio ............................................................................................................................ 2 4 3

Sobre la autora, Carmen Rosa Barrere ............................................................................................. 2 4 7

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Š 2003 Carmen Rosa Barrere Š 2007 Editorial Letralia http://www.letralia.com/ed_let http://www.letralia.com/ed_let

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Dedicado A Valeria, mi nieta, quien me presentó a Andreas Capellanus. A Mónica, que me puso las pilas para que terminara el libro. A Gladys, el ángel que calza 38 y medio, y creyó en mí.

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Definición de la palabra amor según el Diccionario General Ilustrado de la Lengua Española VOX (Barcelona, 1973)

Amor 1

m. Vivo afecto o inclinación hacia una persona o cosa: amor a los padres; amor a la gloria. Amor propio, sentimiento complejo de inmoderada estimación de sí mismo que incita el vehemente deseo de realizar cumplidamente lo que puede ser apreciado por los demás, y una viva susceptibilidad en todo cuanto atañe a ese aprecio. Expr. Al amor del agua. De modo que se vaya con la corriente, navegando o nadando; fig., contemporizando; al amor de la lumbre o del fuego, cerca de ella o de él; con, o de mil amores, con mucho gusto.

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Blandura, suavidad: los padres castigan a los hijos con amor.

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Apasionado afecto hacia una persona de distinto sexo.

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Persona amada: amor mío.

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Amor al uso, arbolillo malváceo, parecido al abelmosco.

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Amor de hortelano, planta rubiácea de fruto globoso, lleno de cerditas ganchosas en su ápice. También cuajaleche y presera.

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m. Pl. Amor entre personas de distinto sexo.

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Expresiones de amor, caricias, requiebros.

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Cadillo (planta).

SIN. 1 y 3 Querer.

Amor cortés Movimiento literario Medieval y Renacentista que abarca poesía trovadoresca, hasta libros de caballería.

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Castidad Aunque estaba pronta a entregarse, me abstuve de ella, y no obedecí la tentación que me ofrecía Satán. Apareció sin velo en la noche, y las tinieblas nocturnas, iluminadas por su rostro, también levantaron aquella vez sus velos. No había mirada suya en la que no hubiera incentivos que revolucionaban los corazones. Mas di fuerzas al precepto divino que condena la lujuria sobre las arrancadas caprichosas del corcel de mi pasión, para que mi instinto no se rebelase contra la castidad. Y así pasé con ella la noche como el pequeño camello sediento al que el bozal impide mamar. Tal, un vergel, donde para uno como yo no hay otro provecho que el ver y el oler. Que no soy como las bestias abandonadas que toman los jardines como pasto. BenJarach de Jaen (¿? - 976)

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Regla número uno “El matrimonio no es una excusa real para no amar”.

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Pasión en el desierto Mi amigo-cómplice silba arrimado a mi ventana. Me incorporo con el sigilo aprendido en el pecado. Furtivo como un gato ladrón, me deslizo de la cama. La compañera de vida, a la que amo y respeto con reverencia, sigue quieta, los párpados en reposo. Alá sea bendito. Que sus sueños sean placenteros. —Tu hijo lo ha descubierto todo... hay escándalo en su casa... pronto estarán acá — cuchichea en mi oreja. —¿Todo? —tartamudeo, hundido en la aflicción. —Todo —recalca, al mismo tiempo que pone en mis manos una bolsa. —Hay dátiles... queso de cabra.. agua... una manta de lana. Hace frío. Debes irte... ya —se aleja en la oscuridad sin despedirse. Me desplomo en la arena de la puerta. Ovillo mi cuerpo, arrollo mis brazos en busca de cobijo. Siento el frío de mi sangre, detenida. Aunque mi corazón resuena, descarriado, mortal como una metralleta. En un segundo, roto. Por fuera y por dentro. No hace mucho me acosté plácido, sonriendo junto a mi esposa bien amada. Sin conciencia de culpa. Satisfecho de mí mismo. El Observador de mis actos no duerme. Su mano se alarga. Me señala para destruirme. Sólo Su Potestad puede segar así mi vida y la vida de los que amo, sin preaviso ni equívoco. Cuando la turba derribe mi puerta, no tendré ya ni esposa ni hijo. Mis amigos me despreciarán. En el fondo, celosos de la mala pasión que encendió mi sangre y borró mis consignas. http://www.letralia.com/ed_let

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Los limosneros no querrán mi limosna, temerosos del Observador de dogmas y preceptos. Los ancianos no volverán a mirar mis ojos. Seré un leproso sin pústulas ni escamas. Y ella... ella será arrastrada al pozo cavado frente a la plaza. Mi mente repite esa escena macabra que presencié otras veces con el mismo horror: los parientes varones de la adúltera, con palas y picos, arremetiendo la tierra con odio. En cada hendidura, parten un pedazo de carne, arrancan los ojos, vomitan su furia... y su miedo. Como si la arena no fuera arena, sino ese cuerpecito tibio y sedoso ayer entre mis dedos. Mi hijo, feroz, con la razón perdida, al frente de la horda. La cubrirán entre insultos y empujones con el sayal negro igual que el velo. La arrojarán al hueco, refugio final de su vergüenza, babeada de escupitajos y de sangre. Las manos —azucenas de olor— atadas atrás. Lacias y solas. El insulto inmemorial del macho cerrará sus oídos. Hasta que el piadoso camión de piedras lapide en su seno el latido fetal incestuoso que jamás tocaré. Camino sin mirar atrás, hasta el árbol que planté cuando nació mi hijo, sintiéndome una bestia. Hasta la luna se escurre cuando miro al cielo, oculta en nubarrones. Interrogo Al Que Todo lo Ve y lo Sabe: ¿Por qué permites el amor nuevo para un hombre viejo? ¿Por qué me abandonaste, inasistido el primer día que la vi? ¿Cómo consentiste mi ceguera que ahora nos deshonra? La respuesta —si la hay— castiga mis flancos con la arena caliente que azota mi desdichado cuerpo. La soga es ruda y la rama es fuerte. Estalla la tormenta. Empuja el cuerpo inerte, que se retuerce con el viento. Liviano, muy liviano. Libre al fin del deseo furibundo de la carne. Y el alma pobrecita, se arrodilla. Debe pedir perdón por el pecado de haberse enamorado en el tiempo y el lugar equivocados de la única mujer vedada.

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Refrán armenio “Solo una espada no se oxida jamás: la lengua de la mujer”.

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Regla número dos “Aquél que no es celoso no tiene capacidad de amar”.

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¿Solitarios o pastillas suizas? A los pueblos chicos suele endilgárseles un rótulo descalificante: ...pero infiernos grandes. No porque la gente sea mejor o peor que en las ciudades, qué esperanza. Es la chatura del medio, el orden sin altibajos, la monotonía que los apresa la que desarrolla esas naturales capacidades de atisbo, casi de espionaje que es el pan nuestro de cada día de sus habitantes. Es bien sabido: cada uno ve a su alrededor según funcione su mente o lloren las heridas de su corazón. En este trozo de pampa, que no es poca cosa, ya que lleva el nombre de un general —ausente sin aviso en los libros de historia que hablan de batalla—, vegetan los personajes de esta historia. Las matronas dignas, embanderadas en una suerte de Liga Por La Preservación De La Moral, consideran lógica su intromisión en la vida ajena. La tenacidad para obtener datos que corroboren sospechas, un premio que debe festejarse. En las mesas de té compiten. Calculan matemáticamente las lunas que transcurren desde el casamiento de Juanita y el arribo del bebé; ya no caen en la trampa de los sietemesinos, por supuesto. Como tampoco se tragan que Marta viajó a la capital para quitarse un quiste en el ovario. —Si aquí tenemos al doctor Álvarez. Buen cirujano, mejor persona —arroja el dardo una flaca, desde el extremo de la mesa. —¿Se acuerdan cuando recién llegó? No quedó nadie con apéndice. Le sirvió para comprar su primer auto —la que habla es la suegra frustrada del galeno,

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que de la noche a la mañana se casó con la enfermera. La hija despechada, cambió de religión, incrédula hasta de San Antonio. —Ayer pasé por lo de Eugenia. Le hice una torta con nueces, que le gusta tanto. ¿Pueden creer? Me recibió en la puerta. —Antonio estaría borracho de nuevo. Dicen que los hijos, si aparece por la casa un compañero, corren a sacar la botella y el vaso de la mesa. Lo enderezan en la silla, le ponen un diario en la mano para hacer creer que lee, que está distraído y por eso no habla... —Pobre Eugenia... claro, si miramos bien, ella se la buscó. Se encandiló cuando él le contó de sus viajes, de la familia escocesa, del castillito de los parientes. ¿Se acuerdan, aquel 9 de julio, cuando él se apareció en la misa con la pollerita a cuadros y la gaita? Para Eugenia, el papelón del siglo... ¿Y el hijo más chico, que le daba tirones a las sogas del instrumento? La carcajada se generaliza. Levantan la mesa, ayudan con las tazas a la que las reunió. Caminan con la última risa por las calles atardecidas, hacia el hogar. Hay que preparar la cena, mientras ven el programa de Su. ¡Lo bien que les vendría un premio! Aunque dicen... Mañana será otro día. Largo para olfatear algún gato encerrado. Hasta no averiguar qué o quién pudrió al gato, los teléfonos sonarán al rojo vivo. Las lenguas, lanzadas en carrera, disputarán llegar a la cabeza. Algunas familias resultan inaccesibles a la malicia. Es la gente especial. Esa a la que todos respetan porque, de una u otra forma, dependen de su gracia. El comisionado, que ubica a los haraganes en cargos de morondanga con suelditos de hambre pero algo es algo. El director del hospital, venerada institución con ambulancia, médicos sin especialidades, pero portadores de una inequívoca humanidad. El dueño del diario. Dios nos libre si se ensaña con alguien. El cura y el pastor. La corta lista la remata el boticario. Más bueno que el pan, es la voz que se alza cuando se lo menciona. El farmacéutico se llama Román. Es plantígrado, de cara ancha y corazón en juego. Los conoce al dedillo en salud y en enfermedad. Su negocio no sabe de turnos ni de horarios; atiende a todos con la sonrisa abierta y la palabra justa, invierno y verano. —A ver, doña María —rebusca en los cajones de la vitrina—, estas pastillas de clorato le quitarán ese dolor de garganta. —Palmea a la viejita en el hombro con generosidad cómplice:— Es una muestra gratis, no se aflija. Yo le cobro a los ricos.

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Si los pudientes están realmente enfermos, tras sigilosa acordada con el médico, encarga medicamentos de vademécum, caros, del extranjero. El ana-ana y las diferencias de cambio de moneda son el agua y la harina que amasa su sólido bienestar. También están los mañosos de siempre. Los escucha con serenidad de obispo. Luego mortero en mano —como antes— diluye polvos coloreados de rosa o de azul con agua mineral. Estos placebos magistrales, cargados de la fuerza de su buen deseo y la credulidad del paciente, curan desde una calvicie hasta la rigidez del macetero, en un abrir y cerrar de ojos. Si la autosugestión ya consagró en el otro siglo al farmacéutico de Nancy, su ídolo, el doctor Emile Coué ¿por qué no ha de servir a sus amigos de siempre? Después de tantos años, está seguro de una cosa: la salud no es cuestión de remedios. Es un asunto personal, entre el cuerpo y la mente. De una intimidad secreta, que acepta y nos sana, o nos hace salir de la mejor clínica del mundo con las piernas tiesas. Una vez a la semana la bicicleta de reparto de la botica entrega en la Sala Maternal varios tarros de leche en polvo y paquetes de pañales. La Maternidad está regenteada por doña Lucrecia, esposa de Román y madre de Enriquetita. Cargo compartido con un grupo de matronas intocables. El agradecimiento a este aporte generoso, hizo que la única competencia que intentó instalarse cerrara a los dos meses. A la nueva farmacia no entraban ni los perros. Encima, el boticario no era tal. Resultó ser solamente idóneo. No es lo mismo aserrín que pan rallado, vociferaban indignados. Para colmo, del pueblo vecino. Un pueblo que imbatible, les gana cada año el campeonato de fútbol zonal. Un bochorno para los pataduras que boicotearon de entrada al idóneo, haciendo gestos de mano caída, con un tilde por demás vergonzoso. La retirada del intruso significó para ellos una victoria con ribetes épicos. —A lo mejor en una batalla así ascendió el general de nuestro pueblo —comentario cáustico, de “aquí no se salva nadie”. Prosigamos con la familia de Román. A doña Lucrecia la conocen. Dama refinada, desde chica. Por un berretín alcurnioso de su madre, supo que no se señalaba con el dedo “excepto que la mano tuviera guante”; que la única revista que podía hacerlas codear con la sociedad de Buenos Aires, inaccesible y remota, transpirar las tardes del Pellegrini entre las patas de los caballos o palpar los alabastros de las lámparas del Jockey Club, idealizar a don Marcelo Torcuato, con galera y guantes, en una sonrisa exclusiva para ellas, era esa aterciopelada, preciosa publicación que se llama El Hogar. Por el satín de sus hojas, intima el interior del país y ellas, con señoras de

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hasta tres apellidos. Se visten en sueños con atuendos de París, y se cuelgan estolas de zorros de plata sobre collares de perlas con broches fulgurantes. A esa revista, que hojean una y otra vez, le deben el conocimiento, la cultura de asombro, anonadante, cuando como al descuido, dicen: —Me parece que prefiero los castillos del Loire... exudan pasado... transmiten emoción, como si alguna vez hubiera bailado en sus salones... La madre de Lucrecia es imbatible en sociales. Lucrecia, su heredera. Y ahora, en tercera generación, Enriquetita. Una joven preciosa, con una gentileza que conmueve. Dos veces maestra: de escuela y de música. Para colmo el diminutivo le calza como un guante. Ni el más osado podría llamarla sin ese ínfimo: ...tita. Azúcar obligado, homenaje de los tímidos, adulonería de las viejas o acíbar de las envidiosas. —Una verdadera monadita —ponderan las invitadas al té. La joven entretiene la tarde. Sus dedos languidecen con Chopin, su suspiro se une al de las damas. Efluvios que se escapan a través de las ventanas abiertas donde están las oscuras golondrinas pasionales. De pronto, revive en un bolero que conmociona al grupo. Desde Hojas Muertas, son arrastradas con el viento a los zaguanes de la juventud olorosos a glicina. Al intercambio febril de apretones sudorosos con galanes aceptables, que se quebraban con la tos seca del padre o el golpe de los cubiertos ruidosos sobre el mantel. Códigos familiares sin palabras. Hora de cenar. Final de la visita. El farmacéutico envejece. Excesivos el peso para esos pies que ya no remedia con plantillas, y las madrugadas de frío cuando atiende urgencias que no puede esquivar. La aparición de un egresado joven, con el título recién impreso lo decide. A Ernesto —que así se llama— lo conoce desde chico. Se crió bien, en un clima saludable, obediente a una madre piadosa y exigente, que lo acompaña el primer día de trabajo. Con naturalidad, es invitado a cenar los sábados en casa de Román. Los domingos, con otros amigos, los jóvenes van al cine. Cómodos. Con la comodidad de la cabeza sobre una almohada cuya altura es la medida justa. —Una pareja perfecta —doña Lucrecia ya tiene in mente la casa que les van a regalar. Amplia, con jardín para los nietos y parrilla para la carne del domingo. Enriquetita, con la sumisión conocida, acepta el galanteo tímido de Ernesto. Una tarde en el cine, él la toma de la mano en una caricia inesperada; se inclina sobre el oído de la chica, y con una intrepidez sorpresiva le suelta: “Enriquetita... estoy enamorado de vos... te elegí como madre de mis hijos”. Un proyecto de Editorial Letralia

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vida en tiempo récord sin escaramuzas pasionales. Descarnado. Enriquetita no se sorprende. A la declaración la veía venir; lo que no supo adivinar era la forma o el lugar de la propuesta. Hasta había divagado que una noche cualquiera, Ernesto le golpearía el vidrio del cuarto, y se metería con ella entre las sábanas. Un sigilo picaresco, una ventolera apasionada antes del gran sí. Cinco son las amigas confidentes de la joven, cinco que siguen los avances del romance como un folletín por entrega. Todas opinan. La más zarpada, la insta: —Si el primer beso no es de lengua, largálo, estás a tiempo. Y otra, desconfiada: —Mirá que hasta ahora, nadie lo vio de noche por lo de Rosita. Rosita vive del otro lado del arroyo, en una casa que hace esquina, en el barrio prohibido. Sobre la puerta de acceso, con el orgullo del oficio más antiguo de la tierra, hizo grabar dos R enlazadas. Nombre y apellido de la regente de las chicas que desmadran a los jóvenes, entretienen a los alicaídos e impiden que los viejos maduren. Enriqueta lucha con dos fuerzas: el temor de perder el cetro de la dignidad heredada que la resigna. La otra, la escondida, la disuelve con la habilidad de sus preciosos dedos, en ese trocito diminuto pero atrevido, que se alza pidiendo a gritos la caricia, entre sus muslos. La tarde que la inaugura como novia oficial, Ernesto la guía por el codo, advirtiéndole sobre baldosas flojas y promontorios de raíces dañinas hasta la puerta de su casa. Sereno como agua de tanque. No agrega una sola palabra a la propuesta. Como si el gato le hubiera comido la lengua y estuviera desnudo de palabras. Atento sólo al movimiento de los visillos de las casas vecinas, donde los vasos de la sobremesa se aquietan en el trinchante para que el ojo no se pierda nada. —Bueno, Enriquetita... aquí estamos. ¿Te parece bien que mañana, después de cerrar la farmacia, venga con mi madre? La muchacha, que esperó la despedida con los ojos cerrados, los volvió a abrir para recibir un incierto apretón de manos y un poco de sudor en la mejilla. Ernesto transpira y la humedad pringosa de su labio superior, se adhiere a la piel de Enriquetita, súbitamente desamparada. En la vida, ciertos hechos nos toman desprevenidos. Esta formalidad del canhttp://www.letralia.com/ed_let

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didato, sumada a su certeza de ser aceptado, la congela. Cualquier ilusión de desmesura, huye espantada. Descienden los brazos que volaban hacia el cuerpo masculino; la boca se cierra en un hermetismo de vergüenza. Cuando abre la puerta para entrar a su casa, comprometida para siempre, no entrevé la receta que aquiete la bulliciosa, entusiasta corrida de su sangre, o el entrevero loco de los huesos, o cómo hará para resucitar sus sueños. Advierte que cae velozmente en una trampa, de donde jamás podrá escapar. —Estar con Ernesto va a ser más duro que encerrarme en Sing Sing. Pero es el único candidato a la vista... y la farmacia quedará en familia. Se anima, enterada desde los pies a la cabeza que este alegato de consuelo jamás la hará feliz. Se casa con Ernesto a los seis meses. Las cinco amigas le regalan, cada una, un amuleto para la felicidad; lo que las amigas desconocen es que para que un amuleto responda, es menester el agregado de la magia. No cualquier magia. Sólo la magia del fuego, esa que el novio no posee. Sobre el pueblo del general pasan los días, se enciman los meses, se vienen los años. De vacas gordas y de vacas flacas. La pareja ya casó a las dos hijas. Una vive en Córdoba. La otra en La Pampa. Enriqueta libre de compromisos, enrarece. Ahuyenta a las amigas, decae a ojos vista. —Esta es una menopausia severa —el padre, que los visita después de cenar para hablar con Ernesto de política o de fútbol, la sigue con la mirada, preocupado. —La revisación no dio nada... los análisis están bien... ¿Qué le parece si hablo con la psicóloga? Esa, la nueva que vive frente a la plaza. Un poco de terapia, fuera de la casa, que la obligue a salir... —Ernesto revuelve el café y se estira sobre el sofá. Hombre práctico con una quietud saludable. Sabe que la solución existe. ¿Qué mujer se muere de menopausia? Ninguna. —Le agregaremos esas pastillas de Suiza... el prospecto dice que contienen lo necesario para menopausias con esta característica —don Román habla como para sí, aunque en el fondo, lo acecha el temor por esta hija que languidece sin motivos. Enriquetita habla con la psicóloga, y no olvida la ingesta de pastillas. En las mañanas, se mece en las hamacas de las hijas, en el fondo. Teje distraída, o mira pasar las nubes. Hasta que una mañana... —Señora... en el zaguán la busca un señor... —dice la mucama. Editorial Letralia

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—¿Es alguien que pide? Dale un paquete de fideos... hay pan de ayer en la bolsa —Enriqueta lee en el jardín, y habla sin mirar a la muchacha. —No, señora. No es uno que pide. Está bien vestido... vestido raro... y tiene una valija... Cuando se enfrentan, no lo reconoce. —¡Enriquetita! —exclama él—, ¿tanto cambié? ¡Soy Juancho, tu primo! —la abraza desde la cintura, la levanta en el aire, la da vueltas. En el giro, se le escapa un zapato, la hebilla del pelo se desarma. Ella se desarma toda porque Juancho huele a hombre, y el beso que le estampa, sonoro, estremecedor, hace tintinear los caireles de la araña y ahuyenta de un manotón los preceptos arraigados. Los otros parientes de Juancho viven en el campo. Sin hacerse cargos por rogativa alguna, se instala en la pieza para huéspedes. El ritmo de la casa cambia como por encanto. Juancho viene de la India; se viste con camisolas blancas, ata su cabello ensortijado con una goma de tres vueltas, de una oreja le pende un arito de oro, usa babuchas con bordado y cuando se calza —rara vez— el pie tiene andares de silencio, porque sus chapines son de seda, puntiagudos como los de un maharajá. El cuerpo musculoso despide neblinas tormentosas. Y su risa..., amorosa o desfachatada, es más contagiosa que el sarampión. Produce iguales ronchas en la piel rubia de la joven señora, atrapada de nuevo, pero a gusto. Obliga a Enriquetita a sentarse con la espalda al norte, para aprovechar la energía del planeta. Le enseña a cerrar los ojos, a respirar profundo. A sentir, a acariciar su cuerpo desde adentro. A aceptar la emoción, en este extraño encuentro de ella, la de afuera, y esta incógnita de ella, la de adentro. La joven se abre a la energía, como una corola al amanecer, ávida de la gota de rocío. De noche, resplandece. Juancho le regala una túnica blanca, con encajes. Una chalina misteriosa, que la envuelve como una telaraña tenue pero sólida, de color violeta, la acompaña. De noche, mientras don Román pierde o gana a su yerno al ajedrez, Juancho enseña a la prima a jugar al solitario. Usan una mesita cuadrada, con mantel que toca el piso. —Hasta mañana —se despide Ernesto cuando el suegro ya partió—, no te dejes hacer trampa —recomienda a la esposa subiendo los peldaños hacia el dorhttp://www.letralia.com/ed_let

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mitorio. Con la misma sonrisa confiada, con sus certezas de siempre, sin conflictos. Juancho mueve las manos con las cartas sobre la mesa, con los dedos livianos de jugador con experiencia. Enriquetita espera. El largo, increíble dedo grande del pie de Juancho investiga entre las faldas. Como un pintor sin manos, sensual y erótico, acaricia tibiamente la entrepierna de la prima que tuvo dos hijas y ningún orgasmo. Con las manos, que no se juntan —porque las empleadas jamás duermen—, distribuye cartas con su gran sonrisa. Su mirada caliente empuja el titubeo, alienta al río a desbordar el cauce. Enriquetita ahoga el largo, milenario grito tapando su cara con las manos. En la radio, el barullo de los tambores de una zamba mitiga el estertor caliente, el suspiro final, gemido y grito. —Realmente —comenta don Román a su yerno en la farmacia— estas pastillas de Suiza son muy caras. Pero se pueden recomendar sin miedo. Por la gracia de Dios, Enriquetita es otra.

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San Gabriel Sevilla Federico García Lorca (1899-1936) “Un bello niño de junco, anchos hombros, fino talle, piel de nocturna manzana, boca triste y ojos grandes, nervio de plata caliente, ronda la desierta calle. Sus zapatos de charol rompen las dalias del aire con los ritmos que cantan breves lutos celestiales. En la ribera del mar no hay palma que se le iguale, ni emperador coronado, ni lucero caminante. Cuando la cabeza inclina sobre su pecho de jaspe, la noche busca llanuras porque quiere arrodillarse. Las guitarras suenan solas, para San Gabriel Arcángel, domador de palomillas y enemigo de los sauces. —San Gabriel: el niño llora en el vientre de su madre. No olvides que los gitanos te regalaron el traje”.

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Regla número tres “Nadie puede estar sujeto a un doble amor”.

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Bomba en el tiempo virtual Con Anita nos conocemos de toda la vida. Pero amigas, amigas somos desde que se me ocurrió estudiar psicología. Apenas colgué el título el tenor de nuestra relación varió. Sus visitas se hicieron más frecuentes y tomar un tesito cotidiano se volvió rutina. Advertí que me transformaba en una escuchadora valiosa para la catarata derramada entre sorbo y sorbo. Sus ojos buscaban mi aprobación. —Largué la carrera —anunció una tarde, tres años atrás. Se despatarró en la hamaca del jardín, acomodó su vestidito hindú coquetamente, para completar: —No me puedo concentrar... no soporto memorizar los versos de Verlaine cuando espero que me llame Julián. Y te aseguro, la gramática de los franceses es lo más jodido de aprender. —Pero estás casi al final de la carrera —argumenté desde mi mejor postura de madre supletoria. —Por más que te lo explique... a pesar de tu título... no sé si me entenderás. Desde que Julián apareció en mi vida, me di cuenta de un montón de cosas: yo era un vaso vacío. De buen cristal, bien construido, pero vacío. Sí, no te rías. El vaso que soy, tocado por sus manos, se transformó. Me despierto y oigo música. Hasta el viento, que se cuela y agita el voile de mis cortinas... en ese aire está su voz... Julián usa una entonación especial cuando me nombra... es un dulce... también un sibarita exigente —remata vivenciando recuerdos picantes.

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La miré asustada. Anita tenía la mirada perdida, distanciada de mí, de la taza, de la realidad. Parecía hipnotizada, en otra dimensión. —Lo que tenés, amiguita, es un soberano enamoramiento. ¿No estarás colocando demasiadas flores a un matorral común? Ella me observó con verdadera lástima. —¿Te enamoraste de alguien alguna vez?... Si nunca te pasó, no podés entender —meneó la cabeza, enfatizando:— Estás como aquel curita, nuestro asesor espiritual en el colegio... se escandalizaba con las confesiones, colorado como un tomate, y casi sin terminar de oírnos, nos amenazaba con el horror del fuego que quemaría nuestro cuerpo y haría trizas nuestra alma... ¿Por qué tanto miedo, si él, a la pasión la tocaba de oído? —Ya no quedan de esos curas... ellos, como yo, aprenden, aun sin experimentarla, que ese delirio existe... Me da miedo que tu entusiasmo te haga caminar por la cornisa, que pierdas pie. —Lo que decís es cierto, pero se queda en eso: una certeza intelectualizada. Ni vos, ni aquel cura, conocían este ímpetu como algo que se enciende, arde como una antorcha, te provoca vibraciones inigualables, convoca los placeres y la belleza, todo junto. ¡Cuando Julián me abraza, o sólo me roza, tengo la seguridad de estar viva..! Ese final: “estar viva”, saltó muchas veces desde mi fondo a la superficie; era como un dedo acusador: Anita está viva. Y yo ¿qué hago? Derribar murallas para entender a Freud, quemar mis ojos para socializarme con Lacan, hurguetear en teorías sobre perturbaciones producidas en sueños e insomnios, ¿me hacen vibrar? ¿Estos últimos seis años de mi vida lejos de mi patria, persiguiendo la verdad o el mito que en el cromosoma 18 se podría encontrar el asiento de la manía bipolar, inaugura una chispa, aunque sea pequeñita, parecida al calor volcánico que se desprendía de la piel de Anita, como si la piel ya no pudiera retener tanto fulgor apasionado? Finalizo el viaje, y vuelvo a casa. Me reinserto a la actividad en la clínica, doy alguna conferencia interesante. A solas con mi verdad, vegeto. Y recupero a Anita, luego de llamarla varias veces a su casa. Mientras preparo las tazas, me acuerdo de sus confesiones, que todavía me producen ese cosquilleo conocido: una mezcla de envidia con mucha admiración. Para enamorarse como ella, hay que ser valiente. También recuerdo que a los tres años de noviazgo, tenía elegido el barrio donde viviría con Julián y se sabía de memoria

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la ubicación de los muebles; habíamos consultado en revistas de plantas de interior si el ficus y la dracena rubra combinaban, y una tarde de calor insoportable, pateamos el Once esquivando vendedores ambulantes para elegir la tapicería. Tendré que esperar su arribo para entender por qué todavía no se ha casado con el Julián de sus sueños. —Muchas de nosotras —señaló mi hermana con tonito corrosivo— dudamos que el tal Julián exista. Anita ya no languidece dentro de la gasa hindú. Tampoco centellean los ojos, que me eluden todo el tiempo. Sí, por supuesto, sigue con Julián. Pero en los últimos años, la empresa donde trabaja le dio otro cargo. Viaja por todo el mundo. Salta de un hotel a otro, pobre querido mío. Te das cuenta, el país cambió. Ahora, si querés llegar arriba, tenés que hacer sacrificios, si no te serruchan el piso. Nos vemos menos. Pero seguimos con nuestros planes, nos queremos como siempre —argumenta medio a la defensiva. Falta algo en la parrafada. Falta énfasis. Mi amiga miente. Está bien, como ratón de biblioteca, no tuve tiempo para enamoramientos fulminantes. Como dijo Anita, no me sentí viva, en resonancia con mi par. Sólo que los años de prestar atención a otros, me volvieron perceptiva, descubridora de omisiones y silencios. Hay un vapor apagado en aquella voz. Hasta las manos permanecen herméticamente trabadas en la falda. Ya no aletean, como antes, cuando viajaban por el cielo, abiertas como alhajeros a la espera del mejor brillante. Su tristeza me lastima, como me dolía su alegría de antes, así que decido recomendarle una colega para que la ayude. Mientras la selecciono, llego tarde al final. Somos un grupo acongojado el que la despide en el jardín donde los sueños descansan en paz. El mismo grupo de compañeras de colegio, la familia de Anita, otras personas que no conozco. —Se enteró de la forma más brutal —lloriquea la hermana de Anita dentro del auto con que la acerco a su casa—. La llamó la suegra por teléfono. Le largó la verdad sin anestesia. Le contó que cuando Julián volvió del último viaje a Japón, trajo una sofisticada computadora. Explicó que el SIDA, para él, había pasado a la historia. Que en un “party line”, no había peligro de contagio. Que con su unidad integrada, un periférico sexual y su CD-ROM interactivo, lo del sexo dejó de ser un problema. Es el feliz poseedor del ciberespacio, inyección casera de pla-

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cer. —Se encierra con cara de perro en ese cuarto a oscuras, se coloca unos arneses como de caballo y con las teclas llama a una pelirroja con grandes senos que se mueve como una víbora —dijo la señora—. Buscáte otro hombre, Anita. Resígnate. Yo no voy a tener nietos. Mi Julián te cambió por la computadora.

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Niño de marfil Lucía Dolores Meso San Miguel del Tucumán (febrero de 1988) La luna se esconde, no quiere alumbrar por donde, una estrella, se pone a buscar. A la ronda, ronda, de la luna nueva; les falta un lucero para armar la rueda. Va a nacer un niño con piel de jazmín y van a llevarlo, ¡no lo dejen ir!... El niño ha nacido y a buscarlo van con ramos de lirios, hasta el Tucumán. ¡Quédate conmigo..! No parece oír; quiere hacer la ronda, quiere sonreír. Acuna un lucero la luna, en Tafí. Ángel pequeñito, niño de marfil, ojos asombrados http://www.letralia.com/ed_let

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que no quiso abrir. A la ronda, ronda, de la luna nueva, ยกya tienen lucero para armar la rueda..!

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Regla número cuatro “Es bien sabido que el amor crece o decrece”.

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Compañeros de viaje —¿Cuántos millones de gente dijiste que éramos? —ella habla con desánimo. —Los que anotaste el mes pasado... más los recién nacidos... —el hombre revuelve el café, distraído. Los ojos se le obstinan en las colinas próximas, ciegos al verde o al sol, que intima velozmente con el paisaje. La mujer teje mecánicamente, los dedos tensos como cables. Cuando él se incorpora y abre la puerta, ella persigue por un segundo una mariposa amarilla que se cuela por la hendija. —Parece que hay isocas —comenta, sin esperar respuesta. Retoma velozmente su labor. Tal vez, si continúa tejiendo día y noche, como lo viene haciendo desde años atrás, cuando regresó del hospital con las manos vacías, todos los recién nacidos tendrán su abrigo. Remata con cuidado el extremo de la manga de la batita rosa, alisa la prenda con delicadeza y se la frota contra la mejilla. Se dirige a la habitación del fondo; apiladas contra las paredes, bolsas celestes y rosadas desbordan prendas para niños. Una cuna blanca anida solitaria a un osito de peluche, recostado sobre la pequeña almohada; en el piso una diminuta bacinilla azul; un elefante con aretes de oro; cortinas con duendecillos de musculosas rojas y un ángel dorado que se balanceaba suavemente desde el techo. Abstraída, sortea la cuna y toma un nuevo ovillo de lana de la bolsa, mide a ojo el grosor de las agujas y ya sentada, se mece en su viejo Thonet. Si no se entretiene, seguro que pronto ningún niño del mundo tendrá frío. Afuera el marido consigue arrancar la camioneta. Cada mañana la misma

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sensación: compulsivos deseos de huir de la locura, de respirar. La ruta solitaria, abierta, lo recibe; ella será testigo que este hombre viaja con la sombra de un niño en el asiento del acompañante, y un vacío angustioso que le empaña la visión, como únicos camaradas de viaje.

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Siglo I A. C. - Roma “Un cinturón de castidad liviano —el cingulum pudicitae— se hace popular entre los patricios cuyas aventuras militares los alejan de los hogares por largos períodos”.

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Regla número cinco “Aquello que el amante toma contra la voluntad de su amada no tiene razón”.

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Por la hendija Desde que nos enamoramos la palabra tiempo empezó a ser trascendente. Para mí, porque tu trabajo te alejaba por largos meses. Para vos, porque la separación te era dolorosa. Esa lejanía no se acortaba ni con tus cartas, muchas, ni con tus llamadas telefónicas. ¿Y sabés por qué no servían? Porque el famoso día que traspasabas el umbral, de regreso, nada parecía caber entre las paredes. Tu presencia lo desbordaba todo. Las plantas de interior pretendían huir hacia los patios; trepidaban inquietas las copas en el armario; las cortinas se encogían en sí mismas y tus hijos y yo apenas alcanzábamos a ser albergados por tus brazos, en un enlace con sabor a poco. —Nos queda escaso el tiempo —murmurabas en mi oído, cuando la noche había cerrado, y yacías exhausto pero hambriento al lado mío, atrayéndome al contacto, urgido de nuevo, contagiándome calor. Estoy cierta que ese era “tu” momento. Dentro de mi cuerpo. Dueño de pedazos de mi piel, de mi pelo, de mi sonrisa, amo de tu pertenencia. Sólo tuya. La seguridad que te daban estos trofeos se marchitaba pronto. El día que seguía, podía esconder un inmenso temporal. Con la fiesta de tenerte en casa, yo reía con el verdulero y mi risa te ofendía. Levantaba los brazos al aire, feliz y enamorada, y vos inventabas del otro lado del ligustro un admirador furtivo. Viéndote así, ensombrecido, hundido en el pozo de tus miedos, una inmensa compasión me recorría, movida de cabeza a pies. La luz de mi linterna no hallaba en el fondo de tu abismo el porqué de tus celos. Me atacabas con la mirada, extraviado en tus laberintos. Me arrinconabas contra un muro, para interrogarme, forzarme a confesar un hecho que jamás http://www.letralia.com/ed_let

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había ocurrido. Matabas de un tiro certero a la alondra de la que decías estar enamorado. Cercenabas sus alas. Limitabas su espacio aéreo, donde ella se encontraba en libertad... cuando partías. No el uso de la libertad que temías. Solamente la minúscula, estimulante de la risa; el bullicio de desparramar alegría conectándome con la vida. Me conformaba con pequeñeces, si esto te garantizaba seguridad. Con precisión de cazador, tus rejas, doradas por fuera, me encerraban. Cada día pretendías más: era tu posesión, una propiedad que, enfermizo, sobrevalorabas. Pero cuando se está enamorada como yo lo estaba, se cede paulatinamente, hasta que la concesión se hace resignada, y el dolor afloja. Abandoné la idea de pintarme. Le dije no a esas pequeñas escapadas al cine, a charlar naderías en medio de un té fuera de casa. —Que vengan tus amigas cuando quieran —decías con esa ternura que te fluía, mansa cuando me mimabas—, pero la calle... vos sos provinciana. No sabés los riesgos que se corren en esta gran ciudad. Sobran los lanceros y caraduras. Y otra noche en tus brazos: —Me desespero cuando no te tengo cerca —añadías con evidente amargura—. Sos mi vida entera. Cuando estoy con vos, te veo más linda que a Marilyn y más inteligente que a la mujer de Sartre. No me gusta su existencialismo, pero por lo menos piensa. Yo me echaba a reír. —No soy linda. No soy brillante. Todo lo inventás, en ese ratoneo que conozco bien. Soy común. ¿Qué pueden verme o decirme? —tus ojos me seguían la línea del mentón. Tus dedos acoplados a mi espalda, atrayéndome de nuevo, sin necesidad, porque no me había ido. Yacía mansa a tu lado, en el sosiego. —Lo que vi yo. Lo que sos. Hay muchos tipos por ahí, solitarios y perceptivos. No quiero que nadie te adivine. Que nadie se te acerque —culminabas con un dejo autoritario. Hacer el amor como desesperados. Abrazarnos, pasar a la ternura. Discutir. Hablar. Pelear. Reconciliarnos, con la misma vehemencia del enfrentamiento, hacía que nuestra relación se moviera veloz como una flecha, hiriendo o besando. Recobrado el equilibrio, de retorno, yo decía:

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—¿No podés quedarte un poco más? Te extrañamos tanto... Hasta Colita... se niega a comer, no persigue a la pelota por varios días... El Particulares Negro humeaba en tus labios. Reías con el recuerdo del terrier malcriado. Tu risa era tan contagiosa. Recorrías mis hombros, encerrabas mis senos. Un reconocimiento de escultor que pretende conservar el instante precioso para internarlo en la memoria. —No, vieja... ¿te das cuenta cómo crecen los chicos? Cada día, más compromisos... más deberes. —¿Por qué no me permitís trabajar? Y la rencilla, antigua como nuestra relación, me catapultaba de golpe, de la luz a la oscuridad. La discusión comenzaba así, como una bolita de nieve, que enseguida era un alud que no aguantaban mis hombros. El remate, siempre el mismo: Mientras viva, mi mujer no trabaja afuera. Mientras viva, ningún jefecito te pondrá la mano encima. El famoso tiempo se nos evaporaba. Vivir con vos era tan intenso como exponerse a una fogata al aire libre, cambiante con el viento. Luces y sombras, rodeándonos y consumiéndonos; a vos, por tus celos. A mí, por mis desconsuelos. Mi cachito de felicidad la compraba renunciando a ser yo. El tuyo, engullendo mis retazos. —Nada es fácil en el amor —decías, como si yo no lo supiera, intentando nuevamente la concordia. Tenías razón con lo del tiempo. Nos quedó corto para madurar. De golpe, el cachetazo de la realidad. Te fuiste, esta vez para siempre. Recuperándome, en medio de la lucha, miro el cielo para buscar tu huella. La estela de tu esencia inmortal, que tal vez se divise en la cola de una estrella fugaz, la de los deseos, para que yo pida. Y lo hago. Pido que tengas paz. Pido que puedas seguir volando, libre, como lo hacías aquí, cuando vivías y dentro de la cabina de tu avión, oteabas ese azul que ahora es tu casa. Que absorbas la luz en el remolino de las nubes. Pido que sepas cuanto te quise. Como te esperaba... con el amor contenido, floreciendo al verte. Ahí, cuando nos encontremos, estará tu sonrisa. Tomados de la mano, hallaremos la hendija en el cielo, que seguro existe, para espiar juntos a nuestros hijos y reír con nuestros nietos. Como vamos a estar solos, el tiempo eterno será nuestro y podremos, al fin, estrecharnos seguros y dichosos. En el cielo no hay sombras.

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El laberinto Por Jorge Luis Borges “Zeus no podría desatar las redes de piedra que me cercan. He olvidado los hombres que antes fui; sigo el odiado camino de monótonas paredes que es mi destino. Rectas galerías que se curvan en círculos secretos al cabo de los años. Parapetos que ha agrietado la usura de los días. En el pálido polvo he descifrado rastros que temo. El aire me ha traído en las cóncavas tardes un bramido o el eco de un bramido desolado. Sé que en la sombra hay OTRO, cuya suerte es fatigar las largas soledades que tejen y destejen este Hades y ansiar mi sangre y devorar mi muerte. Nos buscamos los dos. Ojalá fuera este el último día de la espera”.

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Regla número seis “Los niños no aman hasta que no llegan a la edad de la madurez”.

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Esas viejas sensaciones Con la carta de Ni-Pu en el bolsillo de la campera, busco una piedra sin aristas y me siento. Debajo, el mar se mueve en un vaivén voluptuoso. Cuando rompe la espuma es marrón, oxidada. Se disuelve en la playa, carente del sentido de belleza del primer impulso. Si lo miro más lejos, mis ojos se encandilan en el cabrilleo del sol sobre la engañosa superficie, que parece levemente inquieta, cuando en realidad, bulle. —Superficie levemente inquieta —me reitero—, el mar, y yo. Con un trasfondo fenomenal, de vida y muerte. De oscuridad y luz. De éxito y fracaso. Entre todos los saludos, cartas y llamadas telefónicas de este día en que cumplo cincuenta años, busco la costa para tener próximo, encerrado en el cuadrado del bolsillo, el aliento, la presencia de Ni-Pu. La arena está tibia. El agua, fría. Me quito el calzado y las medias. Sumerjo mis pies y mis tobillos, que se azulan velozmente. Rasgar el sobre me transforma en el mitológico Epímeto, el que abrió la caja de Pandora. Como él, seré dueño del contenido. Lo bueno y lo malo, arrojados al viento. Me quedará el consuelo, como a él, que el residuo de permanencia lo conforma la esperanza, último aliento de los afligidos. Mi sobre contiene fotografías. Ni-Pu y José, su marido, en el centro de un grupo de turistas en el Templo Borobudur. Otra, de un aborigen de Tanganam. Inclinada la cabeza sobre el trozo de ébano, en la que su mano hallará la entraña de la magia. Transformar lo informe en la grácil figura de una joven que carga una cesta de ratán con las ofrendas para las diosas. Una de José y los niños. En la última, ella sola. Atrás escribe: “Aquí estoy a orillas del mar que mira hacia donde vives. Me tranquiliza la certeza de que aunque sea a través del agua, seguimos conectados”. Abro los dedos de los pies, por los que se escabullen, minúsculos, los granitos de arena. Arena en vaivén eterno, musicales al compás de esta agua que por cierto, es el único nexo mudo que nos queda, mi querida, bien amada, extrañada

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Ni-Pu. Si te hundes ya en el agua, ella y sus partículas serán las transportadoras del mensaje. El que no te di en la niñez. El que negué en la juventud. Por cierto, te sorprenderá en parte —no en esencia— el reverso de esta medalla que soy, y de la que con cuidado, oculté a tus ojos: en los afectos, cometo reiteradas faltas de coraje, siempre. Tu presencia en el hogar de mis padres, y la de Suardana, tu madre, hubiera sido un eterno misterio para mí, si aquella puerta, aquel día, no hubiera quedado entreabierta. Con mis doce años curiosos, me oculté y supe de tus orígenes, de porqué vos y Suardana vivían con nosotros. Eras la hija natural de un magistrado, nacida en una aldea donde las escalas sociales eran rígidas, y la presencia de ambas, una mancha a perpetuidad para tu familia enraizada en la tradición. Suardana incorporada a mi madre como amiga y consejera. A cargo de esa inmensa tarea de ordenar comidas con muchos platos, educar a camareras, cocineros y choferes, portando un diccionario del nuevo destino en el amplio bolsillo. Mi padre, diplomático, era removido de un país asiático a otro, porque comprendía esa mentalidad, y porque era el académico poseedor de once utilísimos idiomas. Te das cuenta. Se podía expresar en once lenguas, y jamás encontré un hombre más silencioso y con tanta parsimonia como la suya. Una gran diferencia conmigo. Callaba pero siendo un guerrero valeroso, defendía escrupulosamente lo que a sus ojos era defendible. Callaba porque era fuerte... yo, por cobardía. Dicen que los niños, al crecer, pierden la memoria de sus primeros intentos de aprehender su entorno. Te aseguro que no es tan cierto. Mi primer recuerdo viene del sonido de tu risa, y del perfume de tus manos, en esos propósitos de madrecita de cuatro años, pretendiendo que soltara una silla para la aventura de caminar sin tu ayuda. Cuando al final caía, te tirabas al piso junto a mí; ese dorso aceitunado de piel que era tu mano, acercándose para secar mi llanto. ¿Te acordás lo llorón que era? Ahora sé que lloraba para asegurar que me rondarías para consolarme, Ni-Pu, la bien amada. Crecimos juntos. Peleamos a la par, con idéntico conflicto con Pitágoras y las ecuaciones. Sólo la paciencia de Suardana, haciendo resúmenes y empujando nuestra pereza, logró que nos tituláramos académicamente en algo juicioso para el porvenir. Amábamos la naturaleza. Empezamos temprano el interés por mariposas y colibríes. Paladear y oler las plantas raras que encontrábamos. Me acuerdo de una fenomenal pelea, porque tu herbario ganó una distinción que yo me corría como fija. —No importa el premio —dijiste—, importa el esfuerzo que pusimos. Editorial Letralia

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Colocaste el trofeo en mi cuarto, y te inclinaste para hacerme cosquillas en la oreja. Tu pelo de seda, largo y liso. Derramado sobre mi cara, tapándome. Oscureciendo mi visión, oscura desde adentro por un sentimiento extraño. Ese fue el preciso instante en el que supe que te amaba. Mejor dicho: que te deseaba. Y si el deseo adolescente es amor, sentí que se revelaba mi propia epiphaneia, como a los Reyes Magos en el catecismo de mamá, cuando las apariciones de su religión se entrecruzaban con el budismo de la tuya. Juventud tironeada, la nuestra, por dos expertas en demostrarnos que “su” verdad era camino, pero soltándonos para que halláramos la propia. Que personas trascendentes, ambas ¿verdad? Por aquellos días, vividos a fondo a tu lado, empecé a percibir el mundo asiático a través de tus ojos. Religiones, costumbres, culturas que me entregabas en conferencias compartidas en viajes, en charlas al borde de la alberca. No creas que recuerdo mucho lo que hablabas. Me perdía siguiendo el giro de tus manos, preso del sonido de tu eterna risa y de esas gotas de agua que, empeñosamente traslúcidas, pretendían seguir adheridas a la piel de tu espalda, en una deliciosa curva desnuda. No hablé aquel día del trofeo. Enmudecí en esa juventud en la que me querías conectar con Elisai, el maestro del Zen. Tal vez para que en esa interacción, propuesta magistral de esta enseñanza, me animara a decirte mi verdad. No podía. No podía porque creía que había tiempo. Que te encontraría siempre en casa. Eras mía y estarías esperando. Mi estancia en Europa, inmerso en el negocio de perfumes, se alargó demasiado. Mi negocio florecía. Debía cuidar mis logros con celo, en un mercado competitivo y a veces poco honesto. Viajar a América. Abrir otras puertas. Una vorágine exitosa, una vanidad que me hizo perder tu rastro. En América presenté esa esencia exótica que lleva tu nombre. Una mezcla del árbol de jazmín con flores rosas o amarillas, que estrujamos juntos en el patio del Templo de Tamán-Ayún. Esa fragancia, agregada a la exudación de tu piel, cuando la exponías al sol, y de ella brotaba esa sutil, tenue respuesta de tu interior inexplorado. La caja, lujosa, muestra el leve rasgado de tus ojos, que me miran. Lleva tu nombre, se vende porque es íntimo. Para mí, sólo un pálido reflejo de mis sensaciones primitivas. Consolidé un porvenir que dejó de interesarme apenas se hizo palpable. Me torné pobre de solemnidad cuando me enteré que te perdía. Mundo lleno de ironías —palabras quietas de Suardana. Cuando me alerté, te habías casado con José. Un joven honorable, de Denpasar, al que conociste en un curso de hotelería. Ambos con idénticos ancestros. Un José silencioso, buen amante, que te adivinó y tuvo el coraje de confesártelo. José, el dueño de la fantasía, el http://www.letralia.com/ed_let

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romántico que te catapultó a ser madre de estas dos preciosos jóvenes, tus hijos. ¿Pudieron haber sido nuestros hijos? Tendré que retomar el Zen para tratar de encontrar una respuesta. Como toda respuesta valiosa, tarde para llevarla a cabo pero enriquecedora como experiencia, tal vez para otra de nuestras existencias. Entretanto, debo salir del agua, que está fría. Una ola enorme, inesperada, estalla en mi flanco y me empapa. Miro el firmamento y sonrío, aliviado. Te llegó el postergado mensaje, el inconfeso. Nuestro mar me devuelve tu eco. Consolándome, como antes.

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Doncella nací cuitada Por Salvador de Madariaga (1886) “Doncella nací cuitada, doncella naciera yo; yo no sabía de amantes yo no sabía de amor, que la aurora nada sabe de los ardores del sol. Pasó un hombre por mi vida. Pasó un hombre por mi amor. En los ojos luz llevaba, en las mejillas color, en los labios sangre roja en las venas fuego y sol, el color de sus mejillas mi mejilla enardeció. La luz de sus ojos negros el alma me iluminó, con el besar de sus labios mi corazón encendió, con el fuego de su sangre mi doncellez abrazó. Pasó un hombre por mi vida. Pasó un hombre y se alejó. De mi amor se llevó el ascua, las cenizas me dejó. Si se me llevó un tesoro, otro mayor me dejó, que si no hubiera pasado por mi vida y por mi amor, doncella como he nacido doncella muriera yo”. http://www.letralia.com/ed_let

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Regla número siete “Cuando un amante muere, un luto de dos años es requerido del sobreviviente”.

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250 dólares por cabeza La casamentera del barrio es todo un personaje. Es rusa. Inmigrante como todo el vecindario, escapó de un campo de concentración por milagro. Milagro producido por un precioso brazalete de platino con brillantes enormes, que escondió en los genitales burlando las requisas de los guardias. La alhaja, el revoloteo de sus ojos azules, la entrega del cuerpo una y otra vez, el asco, el odio que escondía en lo profundo, le dieron por fin la libertad. A salvo en América, al coraje contenido lo transforma en un canto a la vida, a la redención. ¿Qué mejor oficio elegir? —El amor es la única fuerza capaz de salvar a la humanidad —es su carta de presentación. Esconde entre el traperío que la cubre una libretita negra. Ningún viudo, soltero o solitario escapa de su lista. Ocupación, ingresos, domicilios, mañas y virtudes desfilan en sus páginas. Asiste a todos los casamientos armados por sus servicios; en los velorios, el ingreso del solitario a su agenda es inmediato. Camina por las calles como un viejo barco, en un contoneo natural que nace en las caderas, moviliza sus collares de oro, tintinea en sus pulseras y atrae la atención sobre los pesados bolsos y carteras que transporta. Si alguien le pregunta por el contenido de su carga, suelta una risita maliciosa: —A mí no me roba nadie más. Lo llevo todo encima. Y ésta —exhibe la culata de un arma— me defiende de los pillos. Ese día regreso de mi trabajo y encuentro su esquela debajo de la puerta. http://www.letralia.com/ed_let

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Anuncia que pasará por mi casa alrededor de las cinco. Me pongo en guardia. Debo refrescar mi memoria con argumentos reales para esquivar su ofrecimiento. Abrir el viejo baúl de cuero, revolver en su interior me contacta con el dolor como una cachetada. “Naciste en la cuna equivocada, en un tiempo nefasto”. Las palabras de mi madre, aquel terrible año 1933. Colocó en mi mano temblorosa una pequeña urna envío desde un campo de trabajo y una carta con el símbolo maldito: “Estas son las cenizas de su marido. Ha muerto a causa de un ataque cardíaco. Gastos de expedición: 3,50 marcos”. Como en un sueño, me parece escuchar, simultáneamente, las voces del violín que mi padre, en el fondo del único cuarto que compartíamos, sacaba una y otra vez de esas cuerdas que lo salvaban de la locura. Tres meses más tarde, escapamos. Mi padre murió en el viaje y su cuerpo fue arrojado al mar. Mi madre lo siguió antes de darse cuenta que estábamos a salvo, antes de maravillarse con la primavera, que estallaba en yemas en los árboles de nuestra calle. Me contacté enseguida con el vecindario. Un viejo carpintero me regaló una mesa y un banquito. Las mujeres alborotaron mi cocina con cacharros, recogidos en los hogares de los que ya estaban instalados, y se sentían ricos porque comían y sus niños iban a la escuela. A la distancia el ariano demoníaco parecía esfumado en un escenario dantesco; creíamos que no nos podía alcanzar. Pero no era verdad. En 1935 nos enteramos de las leyes de Nuremberg, que deportaba ¿adónde? a 12.000 judíos polacos. Muchos de mis vecinos eran polacos. Me condolí, sabiendo que nadie puede llorar las lágrimas de otros. Velozmente, llegó 1938. —Tenemos esperanzas —un compatriota; abogado inteligente y sagaz, exhibe la noticia, en grandes titulares, de un periódico. “Conferencia en Evian, a orillas del lago Leman. Se realizará el 6 de julio, con la participación de delegados de 32 países, a los que se suman numerosas organizaciones privadas y personajes famosos: Pablo Casals, el Gran Rabino de Nueva York, un enviado del Vaticano. El Presidente Roosevelt, quien los ha convocado, intenta analizar y buscar una solución a la persecución antisemita en la Alemania nazi”. Los doscientos periodistas de la prensa mundial, los acreditados ante la Sociedad de las Naciones, los historiadores presentes, los caucásicos, católicos o no, los enviados de países de todo el mundo, se niegan a creer las palabras del emisario de Hitler a la reunión: “Soy médico, Caballero de Héthars por generosidad Editorial Letralia

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de Su Majestad Francisco José. También soy judío. Traslado a su atención el mensaje por el que fui enviado aquí: Se fija el precio por cabeza de judío en 250 dólares. Si se compra toda una familia, sin importar el número de niños, el precio será de 1.000 dólares. Se venden medio millón de personas en lote. No se aceptan compras parciales”. El mensaje del Reich es claro, y el contenido, feroz: “Si tanto aman a los judíos, cómprenlos o déjenlos en mis garras”. Para ninguna de aquellas inteligencias reunidas en la sala, esto podía ser verdad. Otra provocación del loco. No era otra amenaza. Era una monstruosidad que esperaba. El enviado fue el único que lloró. Lloró la certeza del futuro personal, el de su familia detenida aguardando el resultado. Sus compatriotas, escondidos como ratas, o camino a los trenes de las sombras. Rechazó la oferta de ser salvado por un ofrecimiento presidencial, y con la dignidad de un Caballero de Los Siete Tilos, regresó empujado por su vigilante de la Gestapo a cumplir su destino de hombre nacido para morir. Me angustio sobre mis recuerdos. El papel con el envío de las cenizas, amarronado, permanece, lo puedo releer. La pañoleta de mi madre, la fotografía de mi casamiento. Parezco tan tonta, tomada de sorpresa por el fotógrafo. Kurt, sentado derechito, rígido dentro del traje prestado. Mi mano en su hombro, transitando el amor de locos que nos compelió a casarnos, no obstante el desastre que se avecinaba. Amor y dolor, como espejos reflejándome a cada paso de mi vida. Cuando tocan la puerta cierro mi baúl, conmocionada. —Rosquillas de anís —anuncia la casamentera. Ubica su pesada humanidad en la silla, y me observa. —Vendrán bien para el té —pero ya sabes, no me gusta andar con vueltas... Llevas muchos años de viudez. La soledad no le hace bien a nadie. Luces guapa y eres sana. No, no me detengas. Escucha. Bebe el té a grandes sorbos y mastica con fruición. —Afuera está la vida. Está el amor. Está el sol, que sale para todos. Mi recomendado es... No la escucho. Parada en la ventana, miro afuera. En la calle corretean los niños detrás de una pelota. Dos muchachitas discuten por una bicicleta. Una pareja se besa como si ese fuera el último beso de sus vidas. Le pido tiempo para pensar. No sé si seré capaz de cerrar para siempre mi baúl. Descorrer la oscuridad del cielo para contemplar la presencia de una estre-

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lla, o acompasar mi paso al de un nuevo hombre para intentar la vida. No quiero tener hijos. No quiero que nadie más nazca en el lugar equivocado. Me duermo y sueño. Con mi madre y con Kurt. Están de pie, sonriendo ante una puerta dorada, de la que emana una fosforescencia clara, como un velo de niebla. Desesperada rescato su mensaje: “Ante Dios son iguales todos los mortales”. Quiero gritarles: ¿cuál Dios?, ¿cuál Dios? Entiendo que no me oyen pero la dulzura de sus rostros me certifica que no sufren. Permanezco amodorrada en mi sudario de sosiego, las incógnitas de la duda reveladas. Abro los ojos y la claridad sigue conmigo: una mágica esencia luminosa que me transforma. Cambia mi enfoque. Retorna a mi corazón mi alma extraviada. Si es verdad que la energía de las alas de una mariposa en China puede desatar un tornado en Alaska, ¿qué impedimento habría para que los sedimentos del dolor pasado, transmutados, reboten hacia mí para tocarme con la varita de la esperanza? Tal vez tenga razón esta moderna celestina, y el amor sea la única fuerza capaz de salvar al mundo. Haré un último intento. Aprenderé a rezar al Jesús de Jerusalén, para que mis rencores se laven. Transitando el camino del perdón, experimentaré, seguramente, la dicha de estar viva. Con alguien a mi lado.

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Poema De Gutierre de Cetina (1520-1557) “A los hombres, por ser más principales, se la puso (Dios, la cola) delante y puso en ella más guerras de virtudes principales. A la mujer, tan delicada y bella, no quiso poner cola; mas que fuera su ansia principal, la guarda della. Por estas causas quiso que tuviese, según dicen algunos, un secreto lugar do la guardase y escondiese. De aquí nació el amor, porque, en efecto, amor no es otra cosa que un deseo de darle a nuestras colas su receta”.

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Regla número ocho “Nadie debería ser privado del amor sino con la mejor de las razones”.

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El pánico del reptil anciano La noticia se publica con grandes titulares: “Niña negra, norteamericana, brutalmente asesinada por sus padres”. “En nuestra populosa y civilizada ciudad, un suceso que conmueve. Una joven pareja de color fue investigada por la policía local, a raíz de la denuncia de una asistente social. La profesional solicitó una investigación para determinar el paradero de una niña de dos años, hija de estas dos personas, inmigrantes africanos que no se expresan correctamente en inglés. Ellos son residentes de su área de trabajo. Tomada por sorpresa en un allanamiento domiciliario realizado con cautela, la mujer, que estaba sola en la casa, en medio de una crisis de llanto, acusó al marido de la muerte y posterior entierro de la niña en el fondo del jardín. ”Un intérprete solicitado por las autoridades, transcribió la espeluznante declaración: la niña de dos años, llamada Mitzi, norteamericana, fue sometida un mes atrás a la castración del clítoris, de los labios mayores y menores por su padre. Se utilizó una navaja de afeitar, sin anestesia alguna. Drogaron antes a la niña con un poderoso somnífero para que no gritara. Fue cosida con hilo y aguja, se le colocaron gasas esterilizadas sobre un ungüento sin etiqueta que está siendo analizado en el laboratorio policial. Posteriormente, la envolvieron en gruesas toallas para evitar hemorragias. No obstante el vendaje, la niña amaneció muerta, desangrada. Fue entonces cuando este par de bárbaros decidió el entierro del cuerpo. El padre de treinta años, fue detenido horas mas tarde. En completo dominio de sus facultades, fríamente, expuso que la infibulación practicada a su hija era una noble tradición de su país. Interrogado sobre lo que denomina ‘tra-

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dición’, expresó que una mujer que honra a su marido no goza en el acto sexual, sensación que por derecho, corresponde al hombre. Según su concepto, así evitan en su tribu, desde siempre, que la mujer cometa infidelidad”.

Nueva York. Comentario de Angela Wrigth, de 15 años, referida al hecho: “Cuando aprendí en historia que un señor feudal tenía el Derecho de Pernada sobre las jóvenes que se casaban, vomité en el baño todo el desayuno”. . Miami. Pancartas en las calles: “Instruyan a los bárbaros o regrésenlos a sus países”. . Estocolmo. Ingrid, 18 años: “No se conforman con castrarlas. Esa mutilación, al ser cosida la víctima, deja una abertura del grosor de un palito de fósforo. Orinar y menstruar son etapas de la tortura, si sobreviven. Al casarse, y luego del parto, las zurcen nuevamente: el pene del amo debe satisfacerse en un túnel angosto. Pienso meterme en los movimientos feministas. Tal vez algún día huya de los bárbaros practicando el lesbianismo”. . Boston. Entrevista a una socióloga de 43 años: “No nos conformemos con la historia del hombre. Si nos introducimos en la evolución de su cerebro, entenderíamos mejor sus acciones, la raíz de su crueldad —basada en la fuerza— que los machos usan contra las hembras. Sabemos, académicamente, que los mamíferos superiores, en lentísima evolución sobre el planeta, poseemos tres clases de cerebro. ”El más antiguo se llama Reptílico. Nos remonta a la era salvaje, cuando intentábamos pararnos en dos patas, nos manejábamos a puro instinto y el macho era el mandamás de su hato. Vigía atento, secretor de la adrenalina que lo impulsaba a la huida o a la matanza, indiscriminadamente; a tumbar a la hembra para perpetuar la especie, a conseguir alimento, a encontrar guaridas en el frío, a orinar grandes chorros para determinar los límites de su territorio; cegatón de fuerza extraordinaria, todo un jefe. Editorial Letralia

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”Cuando la hembra engendraba la cría, cuando la paría en soledad, sin socorro alguno, empezó el miedo del grandote. Era rudo. Era fuerte... pero la debilucha engendraba y paría. Estoy segura que fue una hembra la que encendió el primer fuego, la que arracimó a la cría en sus ancas, la que miró hacia arriba, intuyendo poderes mayores, aún desconocidos. Creo que el reptil que hay en el hombre poco evolucionado, es el que otorga autoridad a estas atrocidades a las que titulan ‘tradición’, cuando en el fondo, son solamente miedo”. . Mendoza, Argentina. Leticia, 22 años: “Cuando me gradué, mis padres me regalaron un viaje. Siempre me tentó lo menos trillado, y entusiasmada con Yul Brynner en el rol de Rama V, Rey de Siam, incluí Tailandia en mi itinerario. Junto a cientos de peregrinos, me descalcé en templos refulgentes, y con respeto, pretendí entender la religión del Buda. Los cinco mil kilos del Buda de Oro, la lánguida postura del Reclinado, el Irisado, Majestuoso Buda de Esmeralda, que solamente es tocado por manos reales dos veces al año en el recambio de ropaje. Incursionar en otros credos, acrecentar vivencias, una emoción tras otra. ”Visité palacios fabulosos, insertos en una naturaleza explosiva, sometida apenas por jardineros y guardabosques, perseguida por el chillido de los monos, encantada con la gentileza de la gente. ”Volé hasta el norte, a la ciudad de Chiang-Mai. Una avioneta pequeña me acercaría más tarde hasta Mae-Hong-Song para, embarcada en un bote, remontando el río Mae, arribar al fin al puerto en cuya aldea vivían las Mujeres Jirafas. Un guía joven me sustrajo del fondo del bote, que no tenía ni asientos ni toldo. El calor era insoportable. Cubría mi cabeza un pañuelo, que mojaba en el agua, encima, un sombrero de paja, además de una sombrilla. Subimos una cuestita, y apareció el caserío. Casuchas de cañas y hojas de palmera, livianamente sostenidos los techos por endebles vigas de madera. Un escenario armado para turistas, algo irreal, a punto de romperse. ”Ellas, las pobrecitas Mujeres Jirafas, birmanas de la tribu Paduang, exhibidas en grupos de dos o tres, tiesas debajo de aquella inútil protección. Las manos delgadas, las muñecas aprisionadas dentro de aros rígidos, igual que sus cuellos y la parte baja de las piernas. Estáticas y lejanas, las encías sumidas, y un estupor de angustia acorralada en el fondo de sus ojos. Son privilegiadas. Nacieron un miércoles de luna llena. La usanza las hace merecedoras del suplicio de deformar su cuerpo para agradar a sus dioses con un método inmoral y bárbaro.

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”Les compro unas postales. Me permiten tomar unas fotografías a cambio de unos míseros bath. Nadie sonríe. Nadie habla. Aunque el sol revienta mis sesos, siento frío y veo todo negro. Los hombres dormitan en hamacas, algunos me espían desde sus estanterías de Coca-Cola, postales y abalorios. Regreso al bote en un retorno apresurado: de la edad de piedra a la bendita civilización. Mis ojos están húmedos, con lágrimas que no ayudan a nadie, que no son nada comparadas a la tristeza sin futuro de estas pobres mujeres comercializadas en la ignorancia por un asqueroso tratante de la miseria”. . Kuala Lumpur. Esquela pasada por debajo de la puerta de un colegio católico: “Ayuda, por favor. Al que encuentre esta carta: ayuda. Me llamo Jazmín. Tengo diez años y soy musulmana. Si no recibo ayuda pronto, mi padre Mahomed, dueño de la tienda que está en esta calle, me venderá a un marido de setenta años. Ayúdenme, por favor. Gracias”. . Año 1997. Fondo de Población de la ONU. Estadística del horror: 130 millones de mujeres-niñas mutiladas con infibulación no solamente en África. Hay conocimiento de crímenes similares en Europa y Estados Unidos.

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De: El nido de boyeros Por Rafael Obligado “...Se la ve en la canoa (una canoa pequeña y blanca, con filetes negros) reclinada en la popa, y con la pala que le sirve de remo... ...Fatigada abandona, destilando, sobre la falda atravesado el remo; y tal, semeja un cisne que dispone las alas para el vuelo. Suele verme al pasar, y me amenaza, fingiéndose enojada, con el dedo; del recodo inmediato, vuelve el rostro y me grita: ‘¡hasta luego!’ ”.

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Regla número nueve “Nadie puede amar a menos que sea impulsado por la persuasión del amor”.

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Botecitos en alta mar Querida Margie: Cuando avanzaste hacia el sillón donde estaba hundido, y extendiste la mano para decirme: holavossoselreciéninternado, tenías en la siniestra un pañuelo que apretabas como estrangulando a alguien. Tu voz no era voz. Era como un estertor de desahucio, qué sé yo. Mi postración era tal, que no puedo recordar con precisión los detalles. Solo eso. También, que sonreí cuando me contaste que tu nombre era Marjorie, por una pelotuda — así dijiste— intención sajona de tu madre, gallega por los cuatro lados. El enfermero me buscó. Estuve ausente de la salita de televisión por cinco días. Me durmieron. Vos recibiste el mismo tratamiento, así que sabés de qué hablo. Abrir los ojos no era la resurrección de la carne. De la carne, en parte. Lo duro era la resurrección de la mente extraviada. Era sólo poder abrir los ojos, e inciertamente, entrever la claridad, sin noción de dónde estaba y por qué. No podía recibir visitas. Vos tampoco. Me alcanzaste una revista, que terminó en mi pie. Nada de lo que la revista dijera me importaba. De espaldas al televisor, incapacitado para juntar mi dispersión. Sin recuerdos de que alguna vez, cuando estaba sano, yo tenía una vida. Una casa. Una familia. Un perro negro y mis hermanos. Yo andaba por mi cuarta internación. Vos por la primera. Tenías la edad de mi hija. Querías ser mi hija. Yo te miraba sin saber por qué. Como una estela en mi razonamiento ausente, pensaba que creías hallar en mí al padre que yo ni siquiera podía ser para mi hija. Inmerso en ese oscuro pozo, que me llamaba desde el fondo, en un siniestro imperativo: sólo matándote se acaba. http://www.letralia.com/ed_let

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Casi al mes de conocernos, una tarde, te aferraste a mi mano y me dijiste: —¿Sabés, Miguel? Vos y yo somos como dos barquitos. Al garete, en alta mar. Te acepté la intimidad de la mano para darte coraje. Coraje chiquito, el único valor que poseía, deseando compartirlo con vos, tan joven y tan sola, en esa horrible soledad de la conciencia en conflicto con la realidad. Vos creíste —yo te dejé creer— que podíamos salvarnos juntos. Que podíamos inventar una expedición heroica, tal vez a otro país donde no nos conocieran. Donde nuestras historias clínicas borradas volaran con el viento. Un país de mitos, con sabios que curan sin pasar por el espíritu de Freud; donde la química del cerebro es pan comido, la reconexión de neuronas fallidas, inmediata. Ciencia-ficción para dos desesperados. Ciertamente a la deriva. En un mar con olas altas, peligrosas. Desde la costa, los saludables, alertas, desean no ser testigos del naufragio. A medida consigo un poco de equilibrio, y la remanida conciencia me retorna, debo decirte adiós y pedirte perdón. Perdón por no poder ser tu padre, sos mucha mujer para eso. Pero tampoco tu amante, porque no te amo. Mientras la deriva era mutua sirvió para sostenernos, nos ayudó a emerger ya que hablábamos el mismo lenguaje. Ahora vos estás dada de alta. Yo también. Y mirá qué hermoso: en tu living, tus dos niños esperan tu abrazo para mitigar tu ausencia. En mi hogar, donde hubo dolor y aturdimiento, muchos brazos me aguardan. En el patio, Bartolo ladra intuyendo mi regreso. Te llamaré algún día, no lo dudes. Para contarte cómo logré por fin, amarrar mi viejo barco al muelle escurridizo de la paz. Con mucho cariño, Miguel

P. S.: Te pido leas este trocito del Demian de Hermann Hesse. Te ayudará a perdonarme. “No soy un hombre que sabe. He sido un hombre que busca y lo soy aún. Pero no busco ya en las estrellas ni en los libros: comienzo a escuchar las enseñanzas que mi sangre murmura en mí. Mi historia no es agradable, no es suave y armoniosa, como las historias inventadas; sabe a insensatez y a confusión, a locura y a ensueño, como la vida de todos los hombres que no quieren mentirse a sí mismos”.

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Escrito está en mi alma... “Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuando yo escribir de vos deseo; vos sola lo escribiste, yo lo leo tan solo, que aun de vos me guardo en esto. En esto estoy y estaré siempre puesto; que aunque no acabe en mí cuanto en vos veo, de tanto bien lo que no entiendo creo, tomando ya la fe por presupuesto. Yo no nací sino para quereros; mi alma os ha cortado a su medida, por hábito del alma misma os quiero. Cuanto tengo confieso yo deberos; por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero. Garcilaso de la Vega (1503 - 1536)

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Regla número diez “El amor es siempre un extraño en la casa de la avaricia”.

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El cuarto nivel de Dante Al anciano lo traen al hospital en una destartalada silla de ruedas. El que empuja es un morocho joven y fortachón. Sostiene en la mano la papelería necesaria para ingresarlo. Eloísa, la auxiliar, me alarga la historia clínica. —¡Pobre hombre! —mastico entre dientes. El historial canta cuatro operaciones de cáncer en diferentes zonas del cuerpo. El resultado es ese saco de huesos con la piel pegada, escamosa y marchita que tengo enfrente. Advierto algo notable: el inmenso desamparo de los ojos, que de tanto en tanto pierden lágrimas. Ojos inteligentes, que me siguen. El morocho se agacha para hablar en mi oído: —Don Guillermo no está enfermo de nada, creo yo. Tiene hambre. Eloísa toma de mis manos la papelería con el ceño fruncido. Oído de murciélago, el de Eloísa. Hecha la internación, el paciente es sometido a las revisaciones que están a nuestro alcance. El hospital es carenciado, en este pueblo pequeño. Hacemos lo que podemos con el instrumental y medicamentos que conseguimos de los políticos antes de cada elección, cuando nos afilian y comprometen nuestro voto. Mientras dura el mandato, retaceamos lo imprescindible para que no nos falte en emergencias. Cuando empecé en el hospital, yo era un médico joven e idealista. Mis rebeldías contra el sistema casi me cuestan el cargo. Para esa época ya estaba casado, tenía dos hijos y mujer a quienes mantener. http://www.letralia.com/ed_let

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Me fui quedando en el molde, como quien dice. Un molde con clavos que no dejan de lastimarme, por más que desee tomar distancia. No logro inmunizarme ante el dolor físico, o la patética soledad de los internados. El muro de indiferencia de las familias, que prometen “pasar a verlos” cuando las visitadoras sociales se hartan de insistirles, descubre las pústulas del egoísmo de los jóvenes que creen que a ellos jamás les pasará lo mismo con sus hijos. Ahora, este Guillermo. Es norteamericano, según leo en sus documentos. Las operaciones que tuvo, no hicieron metástasis. Fueron focos malignos atacados a tiempo, tratados con eficacia de la mano de la suerte. Le descubro un peligroso ritmo cardíaco, al que se añade la desnutrición evidente y una deshidratación bestial. Ordeno un goteo de suero de inmediato. Se niega a comer. Recurro a alimentarlo a la fuerza. Elijo la sonda naso-gástrica, que soporta callado, sin resistir el manoseo, sin las náuseas que suele provocar ese elemento extraño dentro del cuerpo. Hago mi ronda de la noche. La última cama de la sala de hombres es la suya. Está solo. Parece dormir. El pulso sigue acelerado. No me gusta. El morocho partió hace un rato prometiendo pasar en la mañana. —¿Tiene familia? —le preguntaron cuando lo trajo. —Sí, tiene. Tiene cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Pero viven en otros países... no sé bien en qué lugares... —¿Y esposa? —Bueno... la esposa —el morocho daba vueltas la gorra, indeciso—, la esposa también es gringa. Ella... ella me parece que no está bien de acá —señala la cabeza— si no fuera porque vivo en la finca, don Guillermo ya se hubiera muerto. De hambre... o de sed. La señora no le cocina. Si lo lleva al baño, se olvida que lo dejó en el inodoro... yo escucho los gritos y entro. La auxiliar que escribe está atenta. Aunque incrédula, advierte que el joven no miente. —No cocina... ¿son pobres? —el hombre niega con la cabeza—. ¿Está mal... enferma, o deprimida?... a mí no me mientas, ¿eh? —Eloísa está brotada de indignación. —No, señorita. Deprimida no... yo vi unos deprimidos en la televisión. No son así. Ella se levanta temprano, escribe en la computadora, o revisa fotografías... o agarra el auto y sale como loca al banco en el pueblo. Grita porque dice que la roban: ¡Manga de ladrones! Nadie la quiere atender... Editorial Letralia

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—Entonces, por qué no se ocupa del marido, por qué no le da de comer. Este hombre está inválido, abandonado, desnutrido —a Eloísa la voz se le escapa rabiosa. —Es que doña Lucita es avara, y no lo quiere a don Guillermo. Si revisa los armarios, puede ver: montones de aparatos eléctricos que trajeron cuando vinieron acá y compraron la finca, sin usar en las cajas. Don Guillermo estaba fuerte, cuando vinieron. El mejor gringo del mundo. En la casa hay de todo. Buenos muebles. Estantes con libros, discos que él escucha cuando ella sale... Ahora, ni pan viejo hay. Desde que no puede caminar, sin comer... creo que no aguanta más, pobrecito. El morocho se toma un respiro y suena su nariz para justificar las lágrimas. —Don Guillermo cocinaba bien... sabrosito. Pensaba poner un comedor para la gente que pasaba por la ruta. Mire si le gustaba cocinar... tiene libros de cocina de todos los lugares del mundo... —¿Avisaron a los hijos? —Eloísa pasa de la bronca a lo práctico inmediato. —Doña Nela —doña Nela es la única amiga de la señora— mandó unos mails... eso, por computadora. Ella viene mañana, hoy viajó a San José... Doña Nela puede contarle más cosas, señorita. La enfermera de la noche lo vio tan quietecito en la ronda, que no se detuvo ante la cama. La de la mañana, a gritos, pidió auxilio. Don Guillermo —quién sabe cuándo— se quitó el suero y se arrancó la sonda naso-gástrica. Ya estaba frío cuando lo encontró. Los ojos, ausentes al fin de la realidad terrible de su vida, suavemente apoyados. La piel clara, los mechones canosos, que me trajeron la imagen de mi padre ayer nomás. Cuando deshacen la cama, cae un librito negro. Librito que ojeo más tarde. No es un diario. Se ve que lo empezó cuando la debilidad lo retuvo en la silla de ruedas. Alcanzó a escribir retazos de su vida, que me lo revelan, desnudo en el amor y el dolor. Cómo descubrió la pasión, el día que vio a Lucita por primera vez. El encantamiento con su belleza, contenida en un pequeño cuerpo bien proporcionado, donde el imán eran dos preciosos ojos de color azul. La alegría que explotaba en su risa. Los dientes pequeños y parejos. La agilidad de sus movimientos. La gracia sensual para bailar. “Parecía una bailarina de caja de música” —dice—, “así que cuando me dijo sí, le compré una. Venía en una caja azul, que giraba al son de Ojos Españoles. ”—Para qué gastaste en esto —dijo cuando se la entregué—, tenemos que

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usar la plata en algo práctico. ”Los enamorados primerizos como yo, no perciben señales. Ese día pensé: ¡qué suerte tengo! ¡Además de hermosa, cuida el bolsillo! ”Por años seguí así, encandilado esperando recuperar la danzarina azul. Demasiado soñador, evidentemente. Prisionero sin rejas de la cárcel con reglamentos a los que debíamos acceder los chicos y yo, si queríamos tener algo de paz. Mi adaptación a sus modales bruscos, a la rudeza de la intimidad, a la distancia, que se hacía pozo, cada vez más hondo. La locura —sin aceptar que éramos dos viejos— de vender la casa que nos aproximaba a dos de nuestros hijos, porque en este país la tierra era barata, y cumpliría su vieja ansiedad de terrateniente — postergada porque se casó con un débil, incapaz de hacer negocios rendidores. ”Yo la miraba, incrédulo. Por fuera, era la misma. El cambio era de adentro. Parecía furiosa con ella, con nosotros y con la vida. ”Nuestros hijos volaron apenas descubrieron lo anchuroso del cielo. Quedamos solos. Dos mundos diferentes bajo el mismo techo”. —El cáncer —muchas veces— es la somatización de realidades que nos negamos a aceptar —el psiquiatra que lo apoya en su primera operación en la garganta golpea con una lapicera el escritorio, esperando. Un rubio desleído, que seguro desquita las broncas personales en la pelotita de golf. Hay un palo apoyado en la biblioteca y una pelota en el piso. “—Creo que se equivoca, doctor. Soy un hombre feliz, con una esposa que amo... tenemos cuatro hijos... —miento sin saber que miento. El autoengaño es mi bastón, me sostiene. ”—Trate de no tragarse tantas cosas... si se enoja, lárguelas... si se equivoca, pida disculpas. Se sentirá mejor, más equilibrado —estrecha mi mano y me despide. ”Pasé nuestra vida juntos disculpándola. Disimulando”. Sigo leyendo. “Los telones de la mentira cayeron recién cuando me invalidé... ella me hundió en la silla de ruedas, como quien sepulta a un enemigo. ”La silla de ruedas no me sirve para escapar, ahora que estoy lúcido. No tengo fuerzas en las manos para lanzarla a la Panamericana y morir aplastado por un auto. ”Tapo mis oídos cuando grita: Editorial Letralia

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”—¡Me tenés podrida! ¡Aguanté tus operaciones, gasté mis ahorros en vos!... ¡Porqué no te morís de una vez y me dejás de joder! ”A cada escándalo me achico más. Me encojo como un género barato. Creo que me estoy volviendo loco. Esto no pasa. Es una pesadilla. Imposible aclarar que el dinero gastado lo gané yo, solito, trabajando orgulloso para todos. Imposible hablar de su avaricia para relacionarse. De su frialdad eterna para la entrega. De la miseria —empezada en la cocina—, de nuestra vida juntos. Miseria que yo traté de tapar, comprando libros o instalando música. Me volví jardinero coleccionando variedades de rosas en la casa de California. Creyendo que las flores la harían sonreír. Como antes”. Cierro el librito para pensar. Recuerdo haber estudiado —cuando joven— que los hechiceros prehispánicos curaban dos clases de enfermedad que afligía a la gente, causadas por el amor y el deseo. Una era este caso: la dependencia de otro, llamada Netepalhuiliztli. La otra, que también le cabe a este don Guillermo: la pérdida del alma. Me doy perfecta cuenta de mi terrible incapacidad para remediar un dolor tan intenso, que hace que un hombre se diluya en carne y sangre, como éste, sosteniendo un sueño; el equilibrio en un mundo donde lo predecible resulta inalcanzable. Sigo leyendo. “Pasé una mala noche, por eso me tiembla el pulso. Tu puerta está cerrada con llave. Me lo dice Isidro luego de llevarme al baño y vestirme. Bebo el té que me alcanza, en una nebulosa de recuerdos que mezcla los ratos buenos —pocos— con la carrera de obstáculos que resultó intentar seguir creyendo que algo de sentimiento perduraba. No mucho —ya que te conozco—, pero algo. Tal vez un cachito de misericordia, o piedad para el hombre que sabías tu subordinado. ”—¡Yo no creo en nada! ¡En nadie! —aullabas en el arrebato—. ¡Si Dios existiera, no hubiera permitido esta vida de mierda que es la mía! ”Por una fracción de segundos, entreveo que el amor, avergonzado, corre a esconderse del insulto. ”Isidro cumple las órdenes tuyas, Lucita. Los papeles firmados. El auto ronronea en el garage. ”Me llevo el librito de mis putos secretos, como vos decís, bajo el brazo. No quiero que te enteres de mi talón de Aquiles. Aunque me desprecies, o me odies, siempre serás para mí la bailarinita rubia de la cajita azul que te regalé de novio. La madre de mis hijos. La que a través del desdén afianzó mi hombría en el

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renunciamiento. Soy el que acepta sólo lo bueno que tenés, lo que mi amor inventa”. A mí también me tiembla el pulso. Tomo una bocanada de aire, y entretengo este naufragio del casi desconocido en observar los jardines que rodean mi hospital. La primavera se acerca; se nota en el engrosamiento de los tallos que se hinchan, a la espera de explotar en flores. El mundo es bello. La vida es bella, en su experiencia inacabable. “Al hombre le corresponde continuar la obra de la Creación” —decía un jardinero alemán que conocí. Hablaba de belleza. De perfumes. De vegetales desarrollados para paliar la hambruna de los pobres. Frente a frente con la vida, Guillermo participó de la Creación. Que no se limita a la belleza, solamente. Se extiende al dolor o al sacrificio. La entrega final a la misma muerte sigilosa, que se instala, nomás. Sin nadie que lo llore, mas que nosotros, tres desconocidos: Isidro, Eloísa y yo. Mañana, porque habrá un mañana, tal vez sin nadie para recordarlo. El cuarto escalón que deposita a los avaros en el terrible infierno espera, relamiéndose en el arabesco de una salamandra.

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Pinta brava Milonga rea Por Julio Ravazzano Sanmartino Premio Nóbel a la literatura Lunfarda (Ciudad de Avellaneda) “Percanta de regio vestido ajustado a la cintura que mostrás la curvatura de tu cadera triunfal flor y luz de arrabal tentación boulevadier que acelerás con tu cuerpo la marcha real del querer... Sos la papusa canchera que embalurda al niño bien la que rejuna el potiem en la yeca de la vida sos la percanta querida flor de lujo de arrabal una mujer en la aurora de la bohemia inmortal”...

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Regla número once “No es correcto amar a una mujer de la que uno se avergonzaría al casarse”.

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Caballero rubio de traje bordado —La soledad lo mata a don Paco —las beatas de primera misa esperan que aparezca el cura; arrodilladas cuchichean sin explayarse sobre el porqué de la tardanza. La conocen de sobra. —A la iglesia venimos a rezar, no a inventar historias —Manuela detiene el Ave María para acotar, y prosigue—. Santa María, madre de Dios... —Pero si ya está aquí... y ahora ¡el tropezón! Cada mañana es la misma historia. Don Paco, que no se despierta con los sacudones del monaguillo, que abrió hace rato los portalones de la iglesia: —Para que las viejas vean que no estamos muertos —anuncia malhumorado el chico, que no consigue despabilar al cura. —A ver... —el monago cuenta las botellas desparramadas alrededor de la cama—, cuatro... cuatro litros se bebió, y sin comerse ni los callos, ni el caldo. Ni bocado. —Don Paco —un sacudón más enérgico—, levántese usted, que están todas aguardando. Lo empuja por la espalda y lo sienta. El cura le permite que le coloque los calcetines, luego los zapatos. —Deja, deja, que yo puedo —aparta al chico y se tambalea hasta el baño.

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—Esta es una borrachera de aquellas —el joven recoge el botellerío y abre la ventana. Cuando don Pepe tropieza en el famoso madero que sirve de escalón para llegar al altar, a los feligreses les cuesta no soltar la risa. La mujeres se esconden en los pañuelos negros. Se recomponen cuando al fin el bonachón del cura se equilibra, consigue arrodillarse para saludar al Señor, suelta la tosesita, mira al fondo derecho de la iglesia, luego a la izquierda, y finalmente seguro de dónde y para qué está ahí, los saluda. Treinta años de lo mismo. Es que los años, en un pueblito como aquel, se vuelan porque nunca pasa nada. —Ahora no pasa nada —rebate el bibliotecario que cuida los libros de la biblioteca—, pero antes... antes sí pasaban cosas. Este lugar era bien conocido. —¿Y tú, cómo lo sabes? —Por los libros, hija, por los libros, que hoy en día nadie lee. Todos corren, no sé adónde, pero corren. Si ya casi no nos quedan chavales en la villa. En la iglesia, don Pepe amaneció ese día con más bríos que los acostumbrados. Termina la misa, y en vez de despedirlos, espantándolos con las manos que antes usó para bendecirlos, los arenga: —Un momentito, nada más, escuchen. El grupito se detiene receloso. ¿De qué se habrá enterado, o qué cosa irá a pedir? —Treinta años hace que no reparamos la iglesia. Treinta años que no caleamos los muros, o barnizamos la puerta de entrada... ya sé, son pobres. Pero no tan pobres para que no puedan cambiar la putísima madera donde tropiezo cada día... No estarán contentos hasta no verme con la crisma rota. Junten el dinero y vayan con Dios. Una semana más tarde, Rodrigo el joven, aparece con el pedazo de madera. Lo acarrean otros dos mocetones forzudos. Detrás, cerrando la fila, Rodrigo el viejo. El mejor carpintero de la región —nunca hubo otro, así que esto no se discute—, viste un delantal verde de loneta, provisto de un gran bolsillo donde carga martillos, serruchos pequeños, clavos, cola, lima para madera y otros elementos que jamás usa pero los tiene por las dudas. Cuando el padre muera, Rodrigo el joven heredará el título y los clientes; entretanto, es el que toma las medidas, cepilla y da terminaciones más refinadas a la mueblería del anciano. Editorial Letralia

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—Descarguen todo y váyanse —ordena el mayor—, esto lo quiero hacer solo. Este cura me casó y bautizó mis hijos. Será mi regalo de Navidad. También será el que me perdone cuando me esté yendo —esto último más para sí que para oídos ajenos. —Hace un calor de mil demonios —Rodrigo, parado delante del altar, seca su frente con un pañuelo a cuadros—; a ver, muchacho —dice al monaguillo—, sostenme aquí, que yo levanto este muerto del otro lado. La cuña, bien metida, consigue al fin elevar el pesado madero. —Podrido y viejo como está, la madera es de las buenas... pero anda, anda para afuera, que tenemos algo mejor —arroja el tablón al patio trasero, y se arrodilla para meter la mano y rebuscar restos de madera o basura que impidan colocar el trozo nuevo. Halla unas cuantas piedras, un listoncito de metal, el aserrín que dejó la polilla en tantos años, porque la iglesia es antigua. Ya estaba cuando los Reyes Católicos, si será vieja. Los dedos artríticos tropiezan con algo duro. ¡Bah! Un pedazo de papel, doblado y redoblado, marrón negruzco de tanta oscuridad. Se lo tira al fondo del bolsillo sin mirarlo mucho. Debe apurarse para terminar antes de la misa de la noche. —¡Faena terminada! —grita en la sacristía. Aparecen al instante don Pepe y el monaguillo. —A ver —dice el carpintero—, hagamos como en el teatro... usted viene por aquí —empuja al cura hacia la sacristía—, camina para acá... bien... da tres pasos... ¡no se tropezó! ¡el trabajo salió como Dios manda! —Tantos años —dice el cura muy risueño— tropezando sin atinar a cambiar el escalón. —Bueno, bueno, don Pepe, a todo hay que ayudar... yo le doy el madero, y usted no le dé tanto al vino. Entre risotadas, chanzas y bendiciones, el carpintero se despide. Recién con el vaho del caldo de gallina, recuerda el papel. —Léelo tú... mujer, que sabes de estas cosas —su mujer es hermana del cuida libros, por lo tanto, sabe. No es que la mujer “sepa de esas cosas”. La triste verdad es que Rodrigo jamás aprendió a leer. http://www.letralia.com/ed_let

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Las manos callosas de doña Lola intentan desdoblar el papel, que cruje y se parte al primer intento. —Espera... espera —detiene la mano del carpintero—, deja que lo haga con cuidado, a mi manera. La hoja es grande, pero se ha quebrado en varios sitios. Ella las une para intentar leer. —Hombre —dice—, mejor limpio las gafas. Estas letras no las entiendo. Parece español antiguo. Lavados los lentes, prueba de nuevo. —Es que la tinta se ha desleído, por los años —comenta al rato. El hombre terminó la sopa, y espera. De pronto se le ocurrió que el papel aquel podría ser el mapa de un tesoro. Pero no. Son puras letras. —Pues anda, mujer, que eres lenta... ¿qué coños puedes leer? Doña Lola, transpirada de emoción, ha buscado el aposento de sus nalgas en la silla. —Es una carta... dirigida a la virgen... y tiene los años... no lo creerás... 1400 es... no se lee bien... aquí dice que cuando ella lo vio por primera vez, lavaba su ajuar de novia en la fuente frente a la iglesia... que verlo sobre ese caballo negro, los vestidos bordados en oro, el sol dándole de atrás, lo confundió con un ángel a caballo... que los rizos eran rubios... le flotaban al viento... los ojos de él, azules como el cielo, se pegaron a los de ella... tuvo ganas de huir, de repente advertida que ese ángel podría ser el diablo... que no pudo... ¡que traicionó a su novio! Espera, hombre... a sus padres... a su iglesia... que después de haberse entregado, riendo, él le dijo que con ella no se casaba... que un Comendador del Rey no matrimonia con una campesina... ¡Ay, mi Dios!... ¡Qué espanto!... Que entonces, en el segundo encuentro en el bosquecillo de sus sigilos, ella... ella clavó la daga sobre la cruz del pecho... ¡lo mató! Que no culpen al pueblo: ella lo mató,... despechada, loca —doña Lola lloriquea, los anteojos deslizados a la punta de la nariz. —¿Hay alguna firma? —Rodrigo está desinteresado. Si no hay tesoro, ¿para qué tanto palabrerío? —Sí, la hay. Una enorme L., y otro pedido de perdón,... esta para F. F. debió haber sido el novio, me imagino. Editorial Letralia

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—No te imagines tanto, y arroja el papel a la basura. Si me traes la carne, me la como y otro día en paz en este pueblo. De verdad, aquí nunca pasa nada. Sólo este calor, que apesta. —Y algunos muertos revolcándose en la tumba —doña Lola colige que larga será su noche desvelada, tratando de entender aquel misterio, que supo ser tan bueno que hasta engañó a don Lope.

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“La mujer siempre será mujer, es decir estulta, aunque se ponga la máscara de persona”. Erasmo de Rotterdam (1469 - 1536) Literato y filósofo holandés

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Regla número doce “Un verdadero amante no desea abrazarse en el amor con nadie más que con su amada”.

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Misionando Julio 16: El jefe la contrató. Ella aparece y desaparece de los agujeros dentro de los que él se mueve; ahí recibe órdenes y contraórdenes. Ahí la gasta con palabrotas —conozco bien al jefe. Después, la manda a misionar. Cosas chicas, el primer tiempo. El jefe nos explica la palabra: misionar. —Si nos agarran, no es lo mismo que confiesen: salimos a matar o a robar. Misionar. Ustedes salen a misionar, ojo. Esa era la palabra preferida de la prostituta que me parió y me tiró a la cuneta. No salía a putear. Salía a misionar —amargo y sarcástico, el hombre. Cada vez que aparece el tema, suelta el botón del cuello, y afloja el nudo de la corbata. Más y más. Una vuelta pensé que a lo mejor en otra vida, murió ahorcado. Tiene fijación, o manía con la corbata. Me revienta que diga eso de la madre. La mía que en paz descanse, era una santa. . Agosto, creo que 2 o 3: Dicen que el mundo es chico como un pañuelo. Parece que no siempre. Ni yo, ni mis cinco compinches le vimos nunca la jeta a la mina ésta. A lo mejor es una loba batalladora y tetona, que lo trae al viejo del bigote. Lo hace a propósito: nadie la conoce. Él dice que tiene más agallas que nosotros. Le gusta trabajar sola, no es una pendeja. .

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Agosto 23: Este día sí que lo tengo presente. Sólo por cambiar, me arrimé lejos de los boliches conocidos. Entré, campaneando el ambiente y la merca. Para un olfa como yo, vigilante de alma, nada del otro mundo. Al rato de estar en la barra, me doy cuenta que alguien puso la moneda que hace sonar el aparato de música. Se me encoge el pito. Está sonando Volare. Volare es Sicilia, donde nací. Y toda Sicilia es Gianna. No el mar, ni la casa de piedras. Toda Sicilia es Gianna. Mi único recuerdo valioso. La piba que casi consigue cambiar mi destino. Gianna, la de los rulos negros, apretados. La de las axilas oscuras pobladas de vello. La del sudor nervioso arriba de los labios. De un saque me atoro con el vino. Cuando se casó con otro y salí para matarlos, mi viejo actuó rápido y me mandó a América. Despacio, me volteo para ver quién eligió ese, justo ese disco. No es Gianna. No es morocha. Es pelirroja, usa anteojos de carey, y lee una novela policial. De tanto en tanto, recuerda la gaseosa y se la toma. Parece una estudiante que no conoce el rioba y se metió en ese bar por pura equivocación. . Setiembre 21: Tabita y yo hicimos un picnic a orillas del río, en Olivos. ¡Me olvidé! La pelirroja se llama Octavia. Es de Salta, y en la casa, la llaman Tabita. Me costó un laburo de locos levantarla, ojo. La veo poco. De día cuida chicos por hora, en la casa de algunos ricos de la Recoleta. De noche estudia. No se cuelga de mi cuello, pesada o insistente, como las otras. —Hacé tu vida, que yo hago la mía —es su estilo. Para que me sienta en libertad. Qué libertad ni qué carajo. Así consigue que me meta más y más con ella. Hasta ahora no sé dónde vive, ni el número de su teléfono. La cita es siempre en el mismo bar. Por supuesto, cree que trabajo con mi hermano en una fábrica fantasma. Ni hermano tengo. —Si algún día no aparezco —dice vistiéndose con la velocidad de un galgo, puro nervio— no te asustes. Otra gente me llama, y cuido chicos por la noche. La guita no alcanza. —Siempre usás pantalones —me quejo—, con semejantes gambas, si yo fuera vos, usaría sólo minifalda. Editorial Letralia

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Soñoliento, miro el techo. Tabita es delgada pero musculosa. Es pelirroja. Es linda. Estoy enamorado, y no me gusta que diga “guita”, o “mejor guardá la poronga”, cuando yo insisto. Tampoco me gustó saber que es diestra en artes marciales, o que, como su papá era policía, decapita una botella con una sola bala. Eso pasó un día que fuimos a Capilla. Quise enseñarle, y tenía más pulso y más puntería que yo. Mañana hay algo grande en carpeta. Mejor me despabilo. Si el jefe me ve distraído, me pone de campana. Odio ser campana. Me gusta estar en el medio, jadeando, con la adrenalina metida hasta el culo. El dedo listo en la culata. Una vez vi en la TV algo de Robin Hood. Una jodida historia blanduzca, de amor. Ese asaltaba para darle a los pobres, y destruir al tirano que los afanaba. El jefe roba para él. Es un bocho. Oscar, mi compañero, dice que tiene más de 180 de no sé qué mierda de inteligencia. No me puedo quejar. Vivo bien, tengo buen auto —de perfil bajo, orden del jefe—, no tenemos que avivar a giles. Si esta Tabita sigue rendidora, la traigo cualquier día a mi depto. . Octubre de mierda: Estoy incomunicado en uno de los aguantaderos. Una vieja gorda —que debe ser muda— me trae la comida y se lleva la ropa sucia. Lo agarraron a Oscar, a Pedro y a la loba. El viejo anda rodando de un abogado a otro; uno que siempre se ocupaba, esta vez se abrió de piernas. —Te pago el doble —el viejo le apiló los verdes como si fueran diarios sobre el escritorio. —Ni por eso, ni por más. Esta vez fuiste demasiado lejos. El viejo juntó la pila y le estrelló la cabeza de un tortazo. Menos mal que no lo mató, y se rajó a tiempo. El tordo no se puede quejar. Tendría que dar explicaciones, y no le convienen. . Octubre otra vez: No tengo radio ni TV. El viejo no deja que me traigan los diarios. “Nadie sabe quién sos”. “Inventé que sos mi sobrino... que estás un poco loco”. Los primeros días aguanté bien. Caminaba por la sapie, hacía gimnasia, o tomaba mate. Dormía maso. Hace poco empecé a extrañar. A Tabita. Los tragos. http://www.letralia.com/ed_let

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Hasta el Obelisco boludo extraño. Quiero caminar, escaparme al bar. Qué pensará la pelirroja. Que la abandoné, que le mentía cuando me amansaba y la dejaba atar mis manos a la cama... y yo la dejaba jugar, esperando para ensartarla en la ganchera. Mirá qué joda. Solo como un perro, invento que la llevo a Sicilia. Ella y Gianna se confunden. Al tener a una, las tengo a las dos. . Diciembre: Si sigo aquí, de verdad me vuelvo loco. El viejo inventó una operación rescate. A los nuestros los van a trasladar. Aprovecharemos para liquidar varios canas y largarlos a ellos. Trae planos y horarios. Todo calculado y pensadito: —Vos vas a ir en este auto —el rojo— por esta calle... A ellos los van a sacar por atrás. Los seguimos hasta acá... Yo iré en el camión-grúa. El Gringo va a tener lista la Van, la de vidrio oscuro... esperará a la vuelta de la avenida, a la derecha. —¿Dónde averigua tanto dato? Hora, fecha, la puerta exacta —digo prendiendo un faso. —La mosca abre muchas puertas —afirma—. Pero atendé... atendé bien. Primero, me cruzo con la grúa. Cagá de un balazo al chofer, yo me encargo del acompañante. —Corré atrás y reventá la puerta, con esto —me entrega una Itaka con la carga—. Acordate que los nuestros van adentro, a ver si te bajás alguno sin querer. . Enero: Hoy es el día. Me pasé la noche en vela. Tabita bailaba desnuda, y se reía. Me tuve que masturbar, pero igual me revolqué en la catrera hasta que cantaron los gallos. Soy un tanito tarado y calentón. Mirá que tomar temperatura al pedo con una mina que está lejos, que seguro se encontró otro tipo. . Todo va saliendo bien. Miro el reloj en el momento que el blindado arranca con los nuestros. Una cuadra adelante, el Capo despega suavecito con la grúa. Los canas queEditorial Letralia

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dan en el medio. Según el plan, al llegar a la altura de Rivadavia al 9 mil, el semáforo estará rojo. Y rojo seguirá. Ahí el viejo se atraviesa, y empieza la acción. Aceitadita y prolija. Misionar con cautela —oigo la voz del jefe en el oído. Lo que sigue es tan rápido que ni cuenta me doy. Bajo rajando con el arma en la mano, el semáforo en rojo. Me aproximo al blindado. No alcanzo a disparar. La puerta se abre, y saltan los milicos. Otros aparecen de unos edificios, como hormigas. Un francotirador, desde un techo, parte en dos al viejo. Furioso, tiro y tiro a los del camión, a matar. . Extraído de un periódico de Buenos Aires. Noticia de último momento: “Anoche, alrededor de las veinte, el barrio de Floresta se conmocionó con una balacera entre las fuerzas públicas —alertadas por un llamado telefónico— y un grupo comando de una peligrosa banda, que pretendía rescatar a tres de sus compinches. Éstos habían sido apresados en octubre, luego de asesinar a sangre fría en Las Lomas, partido de San Isidro, a una pareja y a sus dos hijos, en un intento fallido de robo. En la contienda perdió la vida una señora del vecindario que compraba en una verdulería. También dos policías. Dos asaltantes fueron abatidos desde un techo. Una mujer incriminada por el atentado en Las Lomas, que era transportada en el vehículo policial, salió malherida y falleció antes de llegar las ambulancias. ”Tenía un grueso prontuario. Entraba a las casas y a la confianza de la gente cuidando niños. De joven fue maestra”. El oficial a cargo promete más información para la tarde. Sólo agrega: —Suerte que a la fulana la mató el compinche del auto rojo. Menos quilombos para nosotros, mejor.

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Leyes de Manu, año 1280 A. C. India, libro sagrado para instituciones religiosas y civiles: Regla nº 154: “Aunque sea censurable la conducta de su marido, aunque se dé a otros amores y esté desprovisto de buenas cualidades, debe la mujer virtuosa reverenciarlo constantemente como a un Dios”.

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Regla número trece “Cuando es hecho público el amor raramente perdura”.

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Matorrales y lechos de dosel El rey pensó en una fiesta que no tuviera precedentes. La ofrecería en los jardines, apenas se ocultara el sol. El marco lo aportaría la gentil primavera, explotando en los rosales que hacían famosos los exteriores del palacio en el mundo entero. Las viandas exquisitamente seleccionadas se expondrían sobre manteles bordados. La sillería de patas delgadas, doradas con oro, aguardarían dentro de las tiendas confeccionadas en gruesa seda, realzadas con flores y aves exóticas, en relieve. Los mozos harían el servicio de a caballo; animales enjaezados, al igual que los criados. Proclamó un permiso especial: las calles de la ciudad debían ser iluminadas, y la fiesta se extendería a la gente del pueblo, la que recibiría comida, vino y músicos. Las prostitutas podrían bailar desnudas, y los borrachos beber hasta la inconsciencia. El rey aquel era generoso. Mucho más generoso desde la visita al país de los vecinos. Su mirada detenida en la belleza de Margarita en un flechazo de ceguera, fascinante. Una Margarita de doce años, que no conseguía esconder los nervios de sus manos entre la inmensa falda; temerosa que el repique del corazón, como tambor batido, fuera escuchado por las señoras de su corte, ella también tocada, y en lo íntimo. Precedida por obsequios fastuosos, arribó al país de su elegido rodeada de parientes y damas de séquito, elegidas de antemano. Margarita pretendía ser conocida por el pueblo del que sería reina, aceptada por sus méritos, inteligencia y belleza unidas, antes de que empezaran las publicaciones de la unión. Unión

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conveniente para los dos países, con el aditamento —extraño en la época— que los que se casaban, lo harían por amor. Con un redoble de tambores, se anunció el arribo del Rey. En el banquete los comentarios perdurables, dicen que jamás se vio rey vestido con mayor elegancia y lujo refinado. Que las botas de piel, fueron confeccionadas por artífices selectos, y que las piedras de la capa, colocadas en arabescos, remedaban espejos diminutos en un intento de reflejar la dicha de este enamorado. Repartiendo sonrisas, un mar de cabezas inclinadas aplaudió su paso. Detenida por sus bellas hermanas, Margarita aguardaba para bailar su primera danza con el joven, tan feliz y turbado como ella. Bailaron, con los ojos prendidos, uno en otro. Comieron y bebieron, en medio de una algarabía que tenía su eco en la calle; las mujeres, en un desaforo inmemorial, convertidas en Eva, perseguidas por una jauría de machos desatados, el vino derramado, los chiquillos trenzados en bataholas por los restos, y de pronto... un tañir de campanas, en la torre. Un sonar que impuso el silencio, como de amenaza súbita. Calló el pueblo y callaron las voces en las carpas. Los jóvenes trovadores escondieron en las mangas las esquelas con sus versos y colgaron sus cítaras calladas. Cada verso, una requisitoria amante para una casada infiel, que a su vez, le entregaría la respuesta al mensajero útil. Los alcahuetes pululantes, estiraron las orejas para no perder detalle; cada dato, vertido en el oído preciso, engordaría su bolso y le otorgaría más poder. Participar en una corte, en esos tiempos, requería de astucia y oportunidad. Si lo sabrían ellos. El rey, esperando, se entretuvo en un nervioso doblar y redoblar su servilleta. Un legado de lejanas tierras se agachó en su oído. Colocó en la mano un papel lacrado, que el rey leyó sin ganas. Pero... su palidez se hizo evidente, como su disgusto. —¿Nos estarán invadiendo? —preguntaban. —¿Murió la reina madre? —suposición factible para semejantes rostros. —Les ruego un instante —recomponer la voz, para el rey, fue tan penoso, que no logró tranquilizar a nadie. —¿Pues qué sucede, mi señor? —Ricardo, el primo del rey, lo tomó del brazo en medio del azoramiento general. —El mensajero es de Roma... El Papa me comunica que Margarita y yo... Editorial Letralia

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somos primos en segundo grado. Me recuerda que hasta la séptima generación, estas uniones están y seguirán estando, prohibidas... —sin controlar el duelo, el rey lloraba. Margarita, sonámbula por la angustia, fue llevada a su cuarto por las dos hermanas. Los mozos descendieron de los caballos para limpiar las carpas. Los invitados, urgidos, huyeron con el chisme a sus palacios. Dicen que las cosas de palacio van muy despacio. No era éste el caso. Más veloz que un reguero de pólvora, cada habitante sabría: el rey no podía desposar por iglesia a Margarita, o serían excomulgados por el Papa. Ustedes saben que las historias a veces son reales, y muchas más, se inventan. Lo cierto es que Margarita, recuperada velozmente con la fuerza de la juventud, perdió esa misma noche la virginidad entre los matorrales más lejanos y privados de palacio. Que jamás abandonó el país. Que tuvo dos hijos de pecado con su primo. Relación de doseles confiables. Cama caliente a la que su señor llegaba por pasadizos secretos y oscuros, en sigilo. Donde el delirio, eludiendo consignas, albergaba a los amantes en jadeo hasta la primera luz del alba, una y otra noche, en muchos años. Pasa la efervescencia de la pasión visceral para dejar sitio a la relación de amantes sosegados. Maduros para las confidencias, tiernos en la mirada, y astutos para eludir la bulla de sus amores en salones y pasillos de palacio. El pueblo, que parecía tener ojos en las recoletas cerraduras, aplaudía a los amantes, y desdeñaba a la Reina que su Rey tuvo que desposar para simular ante dignatarios asustados por la falta de herederos posibles. La elegida era fría, bastante fea y con una osamenta huesuda, descarnada. “Cuando camina, se anuncia por el ruido de sus huesos”, era la burla menor que circulaba. Despechada, la joven entretenía el tiempo bordando tapicería o montando a caballo, esperando inútilmente al Rey, o que cayera nieve en ese país caliente, donde ella desentonaba, que jamás amó, y donde murió joven, virgen y reverente. A la sombra de los árboles del bosque, el Rey besaba a su dama en la yema de los dedos, sensualmente, sabiamente, diciendo: —No serán hechos públicos jamás, Margarita, ni nuestro amor ni nuestros hijos, pero tú serás mi reina para siempre. Tal vez en otro tiempo, esta ley, que es sólo de los hombres, no de Dios, caiga abatida por Su Mano, y mucha más gente sea feliz, como nosotros. Entretanto, retomarla en los brazos y besarla, era alcanzar el mismo cielo altísimo que su religión colocaba fuera de su alcance, negando su usufructo al amor.

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Soy hombre Jorge Debravo “Soy hombre, he nacido. Tengo piel y esperanza yo exijo por lo tanto que me dejen usarla. No soy un dios; soy un hombre (Como decir un alga) que exijo calor en mis raíces, almuerzo en mis entrañas; no pido eternidades llenas de estrellas blancas. Pido ternura y cama, silencio, pan y casa... Soy hombre, es decir animal con palabras y exijo por lo tanto que me dejen usarlas”.

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Regla número catorce “El amor logrado fácilmente tiene poco valor; la dificultad para obtenerlo lo hace valioso”.

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Líneas convergentes Parte I Bar “La Goleta”, Marsella, 24 de agosto de 1944.

—Annette, en la mesa del fondo piden otra vuelta de vino —René habla a su ayudante sin mover la cabeza. Deposita la bandeja con pulso temblón. Las copas tintinean; él retiene su diestra con la otra mano—. Este Parkinson me cagó la vida —murmura entre dientes. El Parkinson, la guerra; el miedo que late en sus intestinos; la putona de su mujer, desaparecida con un rubio... Toda su vida: una pura mierda. Piensa en castellano porque es español; llega a “mierda”, se detiene, y lo hace en francés. Detesta los diptongos: le restan fuerza, insidiosamente, a la palabra; nunca será lo mismo “mierda” endulzada con una “i”, que un rotundo “mérde”. Observa el caminar pesado de Annette, el enorme vientre, las piernas hinchadas por el embarazo, la cara seria, pero saludable. Las bretonas aguantan el rigor de la vida... Mi gran incógnita es quién pudo embarazarla...; se esconde de los soldados alemanes...; otros jóvenes no quedan... Tamborilea distraído el borde de la bandeja. Bueno..., está el curita irlandés de la iglesia de la vuelta, o el monaguillo..., un niño..., aunque en estos tiempos de guerra los niños aprenden en una noche... Marsella transpira dentro de un sudario de polvo y escombros. Un bombardeo tras otro, ¡y van tantos..! Sobrenada en el local un humo persistente, con emanaciones de pólvora y de cloaca... ¡Un asco! Los que se atreven a salir a las http://www.letralia.com/ed_let

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calles después de un bombardeo, lo hacen empujados por urgencias. Hasta ayer, con la taciturna cabeza entre los hombros eran zombis enmudecidos en un cementerio adornado con esvásticas. Hoy, hasta los niños conocen la noticia: las tropas francesas, al mando del general De Lattre de Tasigny, marchan hacia la costa mediterránea. Alemania se quebró en el Atlántico, rotas al fin sus filas de hierro. Hitler, irascible e histérico, tortura a sus secuaces más fieles. Francia entera conspira; las fuerzas de la Resistencia consolidadas, actúan sin miedo. Los maquis devuelven al invasor idéntica furia y odio; la sed de sangre les ha sido contagiada por el enemigo. Los franceses aprenden el rito satánico, desde el fango de la humillación y del sufrimiento. No quieren alemanes que se rindan; quieren alemanes muertos. ¿Cuántos amigos y parientes cayeron en la Línea Maginot, aplastada como castillo de naipes..? ¿Cómo acallar el corazón, desgarrado por la amada bandera arrebatada de los mástiles..? Y en el fondo, la desazón que ahoga: ¿cómo explicar la actitud de los franceses mal nacidos, que los quieren entretener con planes de armisticio?, ¿cómo comprender la cobardía del general Pètain, de Laval, de esa corte de alcahuetes que se desplaza por París en sus Mercedes negros, divertidos con mujeres caras, que toman champagne y bailan como si afuera no pasara nada..? No se cicatrizaron las heridas de los sucesos de Tolón, en noviembre del ‘42, cuando un grupo aguerrido de hombres de mar incendió en el puerto sus barcos de guerra: “Estos cañones no matarán a nadie de nuestro pueblo”: ¡compromiso de honor! Pero juntas, las lágrimas de aquellos marinos forman un río que nadie podrá enjugar, jamás. René mira hacia fuera con simpatía. De golpe, tararea en voz baja La Marsellesa: Ya vienen, ya están cerca los muchachos del himno... Los transeúntes apresurados disimulan la alegría de las noticias. Empuja con el codo el disco donde Jean Sablon canta “Vous que passez sans me voir”. Antes de la guerra, lo colocaba una y otra vez en su fonógrafo RCA. ¡Si pudiera dar marcha atrás en el tiempo..!, refunfuña. Su mente, más ágil que su cuerpo, escarba afanosa en la búsqueda de otros momentos felices: sus escapadas a París..., sucesos de hace mil años. No obstante, la pituitaria retiene el olor al humo del tabaco, del sudor, del perfume barato de los comensales, apretujados contra las mesas; en sordina, las voces y las risas se interrumpen: aparece ella, Lucienne. Canta entre el público; mira a los ojos como si sus tonadas dramáticas o pícaras se dirigieran a una sola persona, él mismo, seleccionado entre el montón. La hermosa voz lo sacude; Montmartre se estremece; los resortes del sentimiento, escondidos, estallan; le transpiran las manos; debajo del cuello de la camisa, la vellosidad y la piel se enervan conmovidas...

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Una noche como esa, refugiado en La Butte, su mirada atrapa en un rincón a una morenita de pelo corto; delgada, parece un muchachito. Hay oscuridad, magia, un atávico llamado del sexo, nostalgia de otra mano y mucha soledad derramándose por su piel sarmentosa de sesentón. La meretriz le indicó, esa misma tarde; a Titina su pupila: “Ponte el vestido rojo; en el cabaret podrás levantarte un buen pichón”. Distingue a René entre las cabezas; en la cara, estampada la honestidad; es el incauto de una noche. Agita en su dirección una manito de uñas pintadas. Gesto infantil, más sólido que un puente de hierro, que otorga el coraje necesario en estas lides. ¿Otro ingrediente?: dos días enteros encerrados en un hotelito, alimentados con sopa de cebollas, pan crujiente y vino rojo, rompen las últimas reservas de René. Se siente enfermo de amor, borracho de entusiasmo; se despeña como un chico en la pendiente de un tobogán que le corta la respiración, y al instante siguiente lo ciega o lo empuja hacia un vórtice caliente que lo chupa, lo suelta y lo deja siempre sin aliento. Ella lo lleva y lo trae por la peligrosa cornisa del sexo, veterana sin vergüenzas, divertida con sus calzoncillos de franela y su evidente inexperiencia. En los descansos, insomne, él observa esa carita de niña. Es la imagen de la desdicha, sucia por el comercio al que, sin dudarlo, la arrojó la miseria; le cuenta las costillas, la piel sin brillo. Las tetitas de perra flaca, dibujan un ayer de hambrunas. Hasta el nombre es frágil: Titina; nombre de campanita de vidrio, susurra René con una sonrisa. Su machismo se agiganta en planes; advierte en ella la ignorancia absoluta de la moral; los arrebatos son pueriles; la evidencia de mal carácter. ¡Es tan joven y tan inteligente..!; estoy seguro que podré cambiarla. La sueña en el jardín de La Goleta; la imagina colgando cortinas. Resultará una buena compañera cuando se pula un poco... Ella lo deja hacer: divagar, proyectar, esbozar en el aire ilusiones que no le importan; ¡total..!, ya le regaló una valija de cuero, tres vestidos y zapatos que hacen juego, un montón de ropa interior —la obligó a tirar lo que traía puesto—, y un anillo. A la semana se da cuenta que está casada, casada para siempre con un desconocido, demasiado viejo e inocente para sus dieciocho fogueados años. Cerrado y sombrío, cuando pretende entusiasmarlo con la idea de vivir en París, “su ciudad”. Esa ciudad que de noche abandona su pose solemne de museo para volverse peligrosa, emocionante, loca, estruendosa y, por sobretodo, brillante; brillante e intensa como a ella le gusta: “París de noche es como un guiso picante: lo comés sin darte cuenta”. —¡Pero, querida..! —René menea la cabeza, entristecido—. En Marsella tengo mi negocio..., me gano el sustento... —y tiene ganas de agregar:— nunca estahttp://www.letralia.com/ed_let

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rás sola, y nunca más pasarás hambre —pero lo calla para no ofenderla. Algo, en la actitud hostil de Titina, le produce un ramalazo de miedo. Ella cierra la valija groseramente. Sigue al marido desganada. El rencor crece, en oleadas, en su interior. El hijo de puta me tendió una trampa. Pero escaparé al primer descuido; escaparé sin mirar atrás. Se lo jura, cruzando los dedos como le enseñó el italiano que una vez se revolcó en su cama. Tres meses más tarde, comparten la misma certeza: han sido estafados, René, en lo más hondo de su inocencia y Titina, que vio en la valija y en los trapos encerrada la golondrina que no le significaba la primavera. De día, ella lo persigue con insultos terribles: “Eres un gallego, un patán; te crees superior a mí porque leíste cuatro libros locos... ¡Cuánta razón tiene mi amiga: mucho seso, poco sexo! Debiste quedarte de cura, con tus sermones y tu moral de viejo...”. Una avalancha de injurias frente a los parroquianos. René cree que el piso se hunde; el sistema nervioso le falla en los músculos, el corazón cambia de ritmo, las piernas, súbitamente paralizadas, se niegan a caminar, y ese estremecimiento en las manos lo enloquece... Un día Titina se esfuma con el dinero de la caja y su famosa valija. Todos saben que huyó con un rufiancito, atolondrado como ella, que será su macró, ese del que habla el tango. Recibe contenta los sopapos que él le propina. De noche, entre las callejeras, exhibe los moretones como prueba de la pasión de su amante. La entrega del dinero ganado en la oscuridad es una ceremonia remojada con bebidas y sexo “de verdad”. En Marsella atardece. René endereza la foto de Maurice Chevalier. Hace tiempo, cuando nadie soñaba con la guerra, había otro retrato: el de Marlene Dietrich, que lo seguía por el local con sus ojos preñados de misterio; lo guardó en la profundidad de un cajón. En la mesa del fondo leen un pasquín, de los que reparten los de la Resistencia. Los dos parroquianos son viejos amigos de René. Éste se aproxima, para terminar la tarde en compañía. Desde hace varias noches tiene un sueño curioso: sucede dentro del aula de seminaristas, en Salamanca, cuando estudiaba para cura. Como flotando, se le aproxima alguien que le resulta familiar; reconoce a su confidente, el anciano sacerdote que le enseñó latín; el sacerdote sostiene en las manos un libro cerrado. René silabea las letras doradas de la tapa: “De caelo et Ejus mirabilibus et de inferno”;1 el guía revolotea a su alrededor como un viejo angelote, le enseña con el índice las palabras, insistente. René despierta mojado

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“El cielo y sus maravillas, el infierno” - Emanuel Swedenborg. Editorial Letralia

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en sudor; ¿se trata de un mensaje, o debe dejar de cenar para evitar las pesadillas? —Bueno, se acaba la guerra. Tal vez sea momento de pensar en lo que nos espera después de la muerte —sentencia, al apoyarse con pesadez en su silla. Los amigos lo observan con franca sorpresa. —¿Qué nos espera..? ¡Vamos, René, nos esperan los gusanos! —el que habla es médico; corona su cabeza una gorra de lana encasquetada hasta las orejas. Suda con el calor, pero no se la quitará, por cábala, hasta que acabe la cochina guerra. Mira al dueño, divertido, pero se rasca debajo del casquete, nervioso por algo que lo inquieta. —Bueno, a los gusanos no los podemos evitar, ya que de carne somos. Pero lo otro..., lo otro me trae sin dormir... Alma, espíritu, nuestro indiscutible nexo con el Más Allá... ¿No pensaron nunca en eso..? —lía un cigarrillo con parsimonia; al rato consigue encenderlo—. Cuando era seminarista, casi cura, les diré, un sacerdote me prestó un libro, un hermoso libro; lo escribió, según mi memoria, un místico sueco... No, no se rían; esto va en serio. Habla del cielo y sus maravillas, del infierno y los diablos. La verdad es que despertó, como un campanazo, mi conciencia del otro mundo. No me gusta hacer daño, pienso en cosas... Cosas que nadie piensa hasta que se pone decrépito como nosotros —tose por el humo. Se queda esperando la reacción del dúo que lo enfrenta. —¿Cosas como qué? —el otro viejo, el notario del barrio, retrepa su flacura en el asiento. Un ligero fulgor de interés asoma y se diluye en sus ojos—. ¿Qué cosa le puede interesar, fuera de saber si su hijo sobrevive en algún lugar del frente, o si sus dos sobrinos volverán a casa alguna vez? —se sobrepone. Espera una aclaración de René. —Y..., miren... La certeza de que si actúas según tu conciencia, sin importar credo ni religión, cuando te mueras tu alma irá a un buen lugar, entre tus pares... En cambio, si vives a contrapelo de los preceptos, te esperan el fuego o los diablos. —Ahí es donde los que arman las guerras quemarán su culo: ¡en el infierno!; ¡un infierno bien caliente, para que estos asesinos no salgan vivos! El notario se incorpora con violencia. El médico se dispone a seguirlo. ¡Este René los pone de vuelta y media! ¡Miren que olvidarse de los bombardeos, de la loquita ladrona, de las tropas que están cerca, para endilgarles la historia del Más Allá..! Él es ateo; en lo único que todavía cree es en la amistad: ¡cuarenta años de amigos los tres, sin fallarse nunca! http://www.letralia.com/ed_let

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—¡Qué calor hace! —rezonga cruzando la calle, hacia su casa, frente al bar. Entra en puntas de pie; no quiere toparse con su mujer, que con los años se ha convertido en chismosa, enterada de vida y milagros de la gente del barrio. “El hijo de Annette, ¿no será de René?, ¿o del cura?”; aunque ella está segura de distinguir, algunas noches, escondido en la oscuridad, un auto negro que “¡seguro, es alemán!”. —¿Cómo haces para ver tan clarito, si estás casi ciega? —le retruca el galeno, harto de maledicencias. En la otra vereda, René se quita los zapatos mientras Annette cierra el negocio. —Voy a acostarme un rato —dice ella, doblando el repasador—. Creo que de hoy no paso. —Sí, mujer, no te preocupes. Te recuestas. Dentro de un rato te alcanzo un té. La mira con lástima. ¡Pobre chica! ¡Diecisiete años, sin los padres, y a punto de parir! Suerte que el médico vive cerca. Apaga la última luz y entra en la cocina. El agua en la pava, el té en el fondo de la tetera... En ese momento empieza el estruendo: ¡otro bombardeo! Tropieza, en el intento de llegar a la habitación de Annette; se detiene, agarrotado, a medio camino. Es la joven, descalza, quien lo ayuda a bajar al sótano. —Despacio... —recomienda ella—. El cuarto escalón está suelto... Bueno..., ahora..., ya está... Lo ubica en una silla con la paja rota. Pacientemente le endereza las piernas. En ese momento se corta la luz. —No te vayas muy lejos, hija... Quisiera ayudarte si viene la criatura... — ofrece para alentarla. ¿Podrá hacer algo, entumecidas como siente las piernas, más temblores en las manos, con tanto nervio y emoción..? La chica se recuesta en un rincón, sobre unas bolsas. El dolor de cintura es tan intenso que la obliga a buscar comodidad para el pesado vientre poniéndose de costado. Los ruidos de las explosiones estremecen las paredes. Se desprenden trozos de mampostería que caen como proyectiles alrededor de su cuerpo y su cabeza. Se ovilla para proteger al hijo. A cada estruendo el techo y la tierra tiemblan. Perdida la noción del tiempo, el miedo obstaculiza la salida de la criatura; la matriz lucha por expulsarlo, y el pánico, por detenerlo.

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Tres días después, René abre los ojos, que se niegan a la claridad. El notario, sentado sobre la cama, le sonríe. —¡Por fin, René! —se levanta y lo abraza; tres besos en las mejillas—. ¡Terminó la guerra! ¡París fue liberada! René intenta sentarse, pero las sienes le martillean. Se da cuenta, palpando, que tiene la cabeza vendada y que debajo pasó algo, por el dolor intenso. El médico, sin el gorro, entra con un plato de sopa. Se abrazan los tres. El notario cuenta; el otro agrega datos: —¡No nos explicamos cómo, esa noche del 24, Annette pudo hacer tantas cosas; parió sola una hermosa nena, sana, que se llama Elianne... Ató el cordón de su hija con una soguita negra, que parece de zapatos...; te arrastró hasta la cama, te limpió, me llamó para que te cosiera la cabeza. Al atardecer del 25, cuando la busqué, había desaparecido. La ciega de mi mujer jura que vio al auto negro de su paranoia arrancar con Annette y la hija. Yo no vi nada. Nadie más vio nada. Adormecido por la sopa y amodorrado con la charla, René cierra los ojos. Un pedazo de techo le rompió la cabeza, pero... ¿soñó o fue realidad? Antes del accidente, está seguro que el escalón flojo crujió bajo la fuerza de un zapato: ¡el zapato negro que ofreció el cordón para ayudar a Annette! Un loco se atrevió, por amor a la madre y a la niña, la buscó entre las bombas y la encontró en la oscuridad, para recibir el primer aliento de su hija contra su cara...; ¡el mismo que lo llevó hasta su cama y le lavó las heridas..! René sonríe para sí: ¡alemán o cura, a buen seguro, con este tipo me encontraré en el cielo!

Parte II Buenos Aires, 20 de diciembre de 1977

Querida madre: Dentro del block de papel, para que no se aje con el toqueteo, está la acuarela que me mandaste el año pasado para navidad. No puedo evitar las lágrimas, madre. Nuestra casita de Saint Malô se sale del papel, idéntica a la que conservo en la memoria. ¡Y el mar..! ¡Dios mío, cómo me gusta ese mar, con las olas quebradas contra las piedras, y tú gritando para que tenga cuidado y no me caiga..! No me caí en el mar... Me caí de verdad cuando llegué a París y me enamoré perdidamente, olvidando la moral y la razón, del padre de Elianne. En el tropezón posterior me asilé en el bar de René Duval, ¿recuerdas? Era un hombre http://www.letralia.com/ed_let

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filósofo, generoso y cordial. Estoy segura: jamás llegó a ser rico. Para mi sorpresa, fui ubicada mediante la embajada, y se me entregó el título de una propiedad en pleno centro de París: ¡René me incluyó en su testamento! Nunca se volvió a casar; no tuvo hijos. Mientras trabajé en su casa, desarrolló una gran ternura por mi vientre, que crecía y crecía; una vez me pidió apoyar la mano para sentir el movimiento del bebé; cuando la retiró, lloraba. Debe ser por eso que se acordó de mí, ¿no crees? Esta carta te la despachará. Desde París un amigo de Elianne. Le tengo pánico al correo. Este país de maravilla, abierto a cualquiera, rico y hermoso, donde llegué con mi hija pequeña, ya no es el mismo. Una amiga acaba de confirmarme algo terrible: es real la tortura y desaparición de las monjitas francesas, esas que conocí en una fiesta de caridad. Primero secuestraron a Alice. Hoy supe de buena fuente que Léonie Duquet cayó en las garras del famoso —como es famoso el diablo— Alfredo Astiz, y que la torturaron en la ESMA.2 ¿Las habrán matado? Me parecen irreales los tiempos que vivimos. Es como la guerra de Francia, pero peor, porque ésta es una guerra sucia, entre hermanos. Aquí no sabes quién es tu amigo o quién te denunciará porque te tiene odio. ¡Increíble, cómo los marinos, que siempre han sido lo mejor, lo más selecto de las Fuerzas Armadas, pudieron tener a su cargo, el año pasado, esas muertes masivas. Tomaban los presos, les inyectaban Pentotal para dormirlos, los cargaban en camiones hasta el Aeroparque y, desde un helicóptero, los arrojaban vivos al río o al mar, que está cerca. Hay miles de desaparecidos. Distraen a la gente con el fútbol; el año próximo se disputará aquí el campeonato mundial de ese deporte, favorito de las masas. Me dirás que, con fines parecidos, los romanos enfrentaban a los cristianos con los leones, y es verdad. ¡Piensa que Roma se vanagloriaba de ser una de las cunas de la civilización, y éstos recién deletrean el Derecho Romano! Antes, con Perón, sucedió lo mismo: pan dulce para Navidad, mucha sidra y muchos días feriados y de jolgorio, para disimular la ferocidad viciosa de la policía matando “enemigos” del régimen y así ganar las conciencias de los pobrecitos descamisados. Madre, no te quiero entristecer con mis noticias. Te daré algunas buenas: la pareja de Elianne marcha sobre rieles, y Ana Pía, que ronda los 14, no hace más que hablar de ir a Francia para estudiar. Los genes tironean... Miro tu última fotografía, sentada en la galería. Me pareces más delgada, ¿o me equivoco? Pero tus manos, apoyadas con placidez en la falda, y tus ojos que

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miran a lo lejos —hacia Buenos Aires, tal vez— me nublan la visión y aprietan mi garganta. Vigila mucho tus andanzas; no camines sola por la costa. En algún momento, Ana Pía te abrazará por nosotros. Tanto amor, mamá, para ti y mis hermanos. Annette

Parte III París, diciembre ? de 1987

Querida mamacita preciosa: Mi viaje a Saint Malô resultó estupendo. La campiña francesa es magnífica. Dos bellezas distintas, ambas conmovedoras para mí: la pampa sin límites de mi país, con ese encanto telúrico que brota de la tierra y se esconde en las copas de los ombúes, o se agita en la melena de los caballos, y esta serie de pueblitos pequeños, con las tierras cultivadas y las manzanas que crecen tan al borde del camino que pude, extendiendo el brazo, arrancar la más roja, hundirle el diente y relamer las gotas que se escurrían por los costados de mi boca. Pasé muy temprano, en la mañana, por esos rinconcitos. Hacía frío; había humo en las chimeneas, olor a pan, y hombres con horquillas y perros que ladraban, rumbo al campo. Comparo, sin querer, a esta gente sencilla con la de nuestras Salta, Jujuy y Santiago del Estero, que recorrí antes de viajar. La pobreza árida, los pozos sin agua, la criaturada morocha que espiaba detrás de los trapos que les sirven de puerta, moquientos y escuálidos; sobrevivientes de la tuberculosis, el cólera y el hambre, en un país de recursos millonarios. Los ojos grandes, sin esperanza. Desahucio sosegado de resignación del que sabe que mejor no pensar para no llorar. Se me requete afirma la idea de volver pronto, con los conocimientos precisos, tal vez algún socorro económico de una entidad, gobierno o lo que sea, para abrir un enorme dispensario-biblioteca gratuito, y así colocar mi granito de arena. Tengo un compromiso y haré algo por cumplirlo; pese a todo, mi orgullo de argentina no duerme. ¡Te das cuenta que no sirvo para político! Durante las campañas estos mentirosos lo prometen todo. Un embuste más, para la pobre gente. Cada día admiro más a Sarmiento, que tuvo huevos poderosos y se atrevió a contratar a las detestadas maestras norteamericanas para intentar abrir los cerebros de mis compatriotas; ¡lástima que Sarmiento se murió y no dejó herederos, así como tampoco dejó herederos juiciosos en política el legendario Hipólito Irigoyen! Vivimos

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en un país en el que a pocos le interesa que hay cuatro argentinos que recibieron el Premio Nóbel, o que tenemos un pintor —tu antiguo vecino— que se llamó Eneas Spilimbergo, que pintó como los dioses. En Francia se exalta lo nacional, se lucha por preservarlo; allá, el olvido y la dejadez invaden las calles; la tristeza del tango no es, ni más, ni menos, que el eco de nuestra desesperanza. Te comento de Saint Malô. La familia me recibió con alegría pero muy emocionados al escuchar de ustedes; quieren saberlo todo. Llorosas me contaron de la última época de la Bis;3 sufrió mucho con su enfermedad, y se negó, aun en invierno, a que cerraran las ventanas: quería oler el mar y morir con el ruido del oleaje. Creo que más bien necesitaba soñar que Abu4 Annette entraba para, tomadas de la mano, esperar juntas su fin. Mostré las fotos de ustedes, y me hicieron hablar y hablar: de los sucesos político-sociales de Argentina, y de mis planes rurales para cuando regrese. El más entusiasta es Philippe, el hijo de Thérèse; es médico, altruista y loco como yo; de entrada tuvimos mucha onda; tiene una novia encantadora, enfermera de profesión, a quien le ma-ra-vi-lla la Ar-gen-tina; los veo como futuros compañeros para el norte —sabes que conozco a fondo la influencia de las débiles mujeres sobre los fortachones. La Bis dejó varias pinturas para nosotras, muchos libros y su colección de discos de pasta; ¿dónde podré conseguir una victrola vieja para escucharlos? ¡Dios dirá!

Diciembre 18 - anexo.

Arreglar el departamento de París me está llevando más tiempo y plata de lo previsto. ¡No, no me mandes nada!; yo me arreglo: soy gasolera y vivo a baguettes y ensalada. Pero tengo un esbozo de noticias. Te cuento: el domingo salí a comprar una plantita para mi balcón; París es la ciudad de las flores, ya sabes; pero, por mi presupuesto, a lo único que accedí fue a un malvón rojo y su maceta. Antes de llegar a mi esquina, caminando por Henry Bocquillon, desde un balcón alguien me regó, no, no me regó: ¡me bañó de un baldazo!; hacía frío, el agua me hizo tiritar sin enfriar mi boca; levanté la cabeza, furiosa, y vi a un morocho joven, asustado; gritando disculpas. Señaló su maceta con una madreselva; me explicó

3.

Bis: abreviación de bisabuela.

4.

Abu: abreviación de abuela. Editorial Letralia

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que la acababa de plantar, que no sabía la capacidad de absorción de la tierra, etc. etc.; estaba tan afligido, que me ablandó: le aseguré que no importaba, que ya nomás llegaba a casa, y me escabullí por el zaguán de la calle Serret, corriendo, más que corriendo, huyendo. Creí que escapaba de la mojadura. No fue así, madre, me asustó, esa sonrisa con encanto, las manos huesudas —mis preferidas— explicando. La sensación de pisar hielo resquebrajándose bajo mis zapatos, el temblor de mi carrera. Encima, ¡estoy segura de conocerlo de otro lado..! ¡Los quiero tanto! Besos, besos, besos. Anapi

París, enero 16 de 1988.

Madre - princesa - amada: (carta sólo para vos) Seré muy breve, ya que hablo tanto por teléfono (menos mal que inventaron el cobro revertido). Sólo te contaré lo ultimísimo: mi relación con Cristian mi vecino aguatero va viento en popa. Se nos endurece el trasero, sentados en el suelo escuchando la trompeta de Armstrong; si vamos a un museo, los dos elegimos las pinturas de Gustav Klimt; a-do-ra el puchero que cocino, y yo a-do-ro su famosa mano hurgando con ternura mi cintura, deteniéndola en un recorrido delicioso sobre mis párpados o acariciando mi detestable pelo ruloso, que parece disfrutar estirándolo o enredando un rizo con el dedo. Mamá, ¡yo no sabía que se podía ser tan, pero tan feliz! El día que descubrimos que vivíamos en el mismo piso, puerta de por medio, casi nos dio un ataque. El ascensor llegó abajo sin dar tiempo a todas sus disculpas, así que tuvimos que tomar un café. Charlamos hasta por los codos. Él es francés por los cuatro costados; se reía cuando le expliqué que para mí el francés es tan dulce que sólo debería servir para hablar de amor. —¿Y el italiano? —¡Ah, el italiano es para cantar el amor! —dije convencida. ¡Ay, mamá! ¡Lo amo! El sólo pensar en él me hace subir un calor que no coincide con el frío y la nevisca de afuera. Ahora entiendo: cuando en Buenos Aires me entusiasmaba con un candidato y me advertías: “Anapi, no vayas al http://www.letralia.com/ed_let

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sexo por deporte; enamorate a fondo, para conocer lo que son dos energías que se funden; sentimiento y sexo: ¡imbatibles!”. Aquí va lo que te importa: en la cama es un genio. Me mima; me reconoce como si yo fuera su mapa personal, y él, mi navegante solitario. Me besa con ternura, me toma con pasión, que yo correspondo, ¡por cierto!; se detiene sobre mi cuerpo con la placidez que se instala después del fuego, apoya su mejilla en la mía, su pie me roza y me frota, en una permanencia que trasciende la eternidad. Deseo que así sea el último día de mi vida; ¡no me importaría morir en este instante! No muestres esta carta a Abu Annette. Las emociones violentas no son buenas para su frágil corazón. Amor, amor para todos: Anapi

23 de enero de 1988 - Llamada telefónica desde París, a las 18 horas.

—¿Mamá? ¡Suerte que te encuentro! Sí..., ya se que siempre estás... Estoy tan nerviosa que ni sé qué digo... —.................................. —Mamá, ¡me pasa algo horrible! Escucha bien: quiero que hables con Abu Annette, y le preguntes, pero que no se dé cuenta del por qué: ¿quién era ese René que le regaló este departamento? ¡Es cuestión de vida o muerte..! —................................. —Porque ayer, hablando con Cristian, resultó que su departamento también fue un regalo de un tal René de Marsella a su abuela... ¡Estoy tan nerviosa que volví a comerme las uñas! Mamá..., ¿no seremos parientes Cristian y yo..? Por las dudas hoy no le abrí la puerta. ¡No sé qué hacer..! ¡No paro de llorar..! —................................. —Sí, tengo pañuelo... —................................. —No, no me asusto ni me ahogo en un vaso de agua. Pero me quedo aquí, agarrada al teléfono para esperar tus noticias. Mamá, ¡no lo puedo creer!, ¡no entiendo nada..! Editorial Letralia

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—.................................

23 de enero de 1988 - Llamada desde Buenos Aires, a las 20 horas.

—Anapi... Te pido te quedes tranquila, por favor... —................................... —¿Sí..., estás bien..? Bueno..., la historia es ésta: René era el dueño de un bar en Marsella, cuando la guerra... Sí, en el ‘44. Yo nací en el sótano de ese bar, y como René, al parecer, no tuvo hijos y se encariñó, o le tenía lástima a mamá, le dejó esa herencia. —..................................... —No, yo no soy hija de René... Mi historia es dolorosa para la abuela; no quiere hablar... Pero está segura de quién fue mi padre, y se espanta al recordar cómo lo asesinaron la noche del 26 de agosto del ‘44, delante de sus ojos, cuando trataban de huir en un auto a Suiza. —..................................... —Eran tiempos de guerra...; pasaban cosas raras..., lo sé. Entiendo tu susto por esta coincidencia, pero... —..................................... —Me parece bien. Anotá el nombre y la dirección del escribano en Marsella; vayan a verlo juntos; aclaren todo... Este amor de ustedes no puede terminar en desgracia; ¡no debe!, mejor dicho...

25 de enero de 1988 - Conversación telefónica desde Marsella, a las 18 horas.

—¿Señora Elianne? Soy Cristian. Lamento los sustos, y lamento conversar por primera vez con usted de esta manera. Escuche: el escribano es el hijo del antiguo notario, amigo de René. Nos recibió. Durante tres horas nos contó quiénes fueron nuestras abuelas y la historia de René. Lo más importante: ¡no somos parientes! El grito que largamos Anapi y yo llegó hasta el mar, señora... —.............................................

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—Mi abuela fue la esposa de René. Se enamoró de otro y desapareció rumbo a París con su amante. Se llamaba Titina Duval; el apellido era por René, sí. —............................................ —Claro... Yo soy Duval porque mi padre, hijo de Titina, heredó el apellido de casada con René. La pobre, que en paz descanse, no tenía ni una foto, ni supo qué hombre la embarazó... —........................................... —Lo más importante de este enredo es lo que queda al final: Anapi y yo nos casaremos en abril... —.......................................... —Sí..., ya sé... Les daremos la fecha con tiempo, por supuesto... —.......................................... —¡Claro!, también por iglesia. Será en Saint Severin. Usted no lo creerá: un mes antes que le tirara agua desde el balcón, Anapi y yo tropezamos en esa vieja iglesia; yo estaba ahí para escuchar el coro, y ella, acompañando a una amiga... —......................................... —Esa iglesia..., sí: la que tiene ese magnífico órgano que donó Luis XV... Le cuento: a una señora se le abrió el monedero; Anapi y yo le juntamos las monedas desparramadas... —......................................... —No, ella partió con su amiga; yo me fui a mi casa. Pero hoy, Elianne, ¡hoy soy un hombre feliz! Quiero conocerla, a la Abu Annette también..., y conocer Buenos Aires... Anapi parece frágil, pero ya convenció unos cuantos para trabajar con ella... —........................................ —¡Quédese tranquila, Elianne! Anapi ya le contó: estudio arquitectura y ciencias orientales. Me encanta la filosofía budista. Como pareja, vamos a seguir la recomendación del Buda Rimpoche a su consorte, escuche bien, por favor: “No veas nada como defecto; no consideres nada como virtud. Libre de expectativas, miedos y dudas, entrénate en dejar que todo surja, permanezca y cese naturalmente”. Editorial Letralia

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—...................................... —Sí, futura suegra. Creo, como usted, que el amor es la única fuerza capaz de conmover este infierno, y esos otros universos, los de Sagan, que nos atisban, aguardando la evolución que se aproxima, de la que nuestros descendientes serán testigos...

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Sobre las prostitutas “En caso que alguien preguntara como nos sentimos acerca del amor de las prostitutas, decimos que deben ser absolutamente evitadas, porque es muy vergonzoso tener algo con ellas, y con ellas uno casi siempre cae en el pecado de la indecencia. Además rara vez una prostituta se entrega a alguien sino hasta recibir un obsequio que le plazca. Aun cuando suceda de vez en cuando que una de estas mujeres se enamore, todos concuerdan con que su amor es dañino para los hombres porque todos los hombres inteligentes reniegan de tener relaciones familiares con prostitutas y hacerlo arruinaría el buen nombre de cualquiera. Por lo tanto no tenemos deseos de explicar aquí la forma de ganar su amor porque cualquiera sea el sentimiento que las haga entregarse a un hombre siempre lo hace sin necesidad, por lo que no necesitas pedir instrucciones sobre este punto”. Extraído de la página 36 del libro El arte del amor cortesano, escrito por Andreas Capellanus entre los años 1170 y 1176, a pedido de la Condesa María de Troya, hija de Eleonora de Aquitania.

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Regla nĂşmero quince “Todo amante empalidece frente a la presencia de su amadaâ€?.

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Pálido, como muerto Inés es la discípula preferida por madame. Como la señora se despierta cuando los bancos ya están cerrados, es la joven la que efectúa los depósitos —abultados— que se hacen tres veces a la semana. El grupo de trabajadoras es pequeño. Siete chicas, renovadas sin sentimentalismos idiotas, cada siete años, cuando se vuelven mañosas y la carne no es la misma. —El siete es mi número de la suerte — gorgojea madame Yvonne, con un levísimo tono afrancesado. Inés sabe que en los documentos consta que la señora nació en el caserío de lata de La Boca, con el nombre italianísimo de Anunciata María Capíscolo, y que de París solamente vio una postal de la Torre Eiffel. Postal que conserva en su santuario virginal, enmarcada en un metal plateado. Se la envió desde París el mismo rufián que la convenció de cambiar el nombre por uno “más vendible”, el mismo que la entalló contra sus genitales para enseñarle a bailar tango, la persuadió que el calvados era bebida de mujeres pícaras, y se fugó con las alhajas de “verdad” que la tana escondía tenazmente de ladrones atrevidos. Y si digo que vive en un santuario virginal, no miento. Desde que se evaporó el amante, ningún hombre consigue ponerle la mano encima. Aprendió a vestir con estilo, usa perfumería tenue, mutó su intimidad de tules rojos por la vaporosa transparencia de gasas blancas o celestes. Gasas que recubren las ventanas blancas que brillan en el raso de los acolchados níveos... Y se percuden en la http://www.letralia.com/ed_let

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mullida alfombra. No tuvo el tino de comprarla anti-mancha, así que ni al gato se le permiten los retozos de antaño. —Inés, te trajeron flores. O bombones. O una esquela. O un perfume —las mensajeras le hacen chistes procaces, se burlan de la última adquisición de madame, cada una con su bronca, cada una con su envidia. —La verdad, esta Inés tiene un culo —Rosa es alta, bien plantada pero con un carácter de mierda—. Este fulano la persigue como un perro. Hasta parece enamorado de esta aprendiz de prostituta. —Todos están enamorados. Si no, no vendrían. Nos buscan porque quieren amor. Si no se lo dan en la casa, pagan. Mi viejo —que en paz descanse— se leía hasta el papel higiénico. Un día me trajo un pedazo de diario. Un tal Escardó escribió que prostituto es el que paga, el que nos somete a su capricho sólo porque tiene plata. Mirá, me copié un pedazo: “Si hay indecencia en la relación prostitutoria ella proviene de la moral del cliente”. Nunca me creo culpable. Me usa, lo uso. Punto —Raquel es la más antigua. Un mes de aguante, y se irá de la casa de madame. —Yo no me siento avergonzada —Lilí es rubia como un angelito de yeso, y fría como un reptil—. Mis dos hijos van a un buen colegio. No saben nada. Nunca sabrán —se lima las uñas sin mirarlas. —Y volviendo a la boluda... —Esa, de boluda no tiene ni un pelo. Hoy, con las flores, le mandó una cajita. Que me pateen si esa caja no traía un anillo. —Señoritas... señoritas... hora de bañarse y elegir ropa. Los turnos de hoy están completos. No olviden sus celulares —Anunciata, en la orden, olvida el deje francés. Madame es prolija y reclama lo mismo. Mientras están bajo su techo, tienen todo: revisaciones médicas semanales, exigencias con los preservativos, clientela conocida, comida balanceada, los alcoholes están prohibidos. Por culpa de la droga rajó a dos que eran muy buenas. —Este no es oficio para débiles. Cuando se vayan deben haber aprendido que afuera, la calle es dura. Si no guardan algo de dinero como para abrirse un negocito, terminarán en la cuneta. En el pasillo, detiene a Inés por un brazo:

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—Inés, este tipo me da lástima. Dale una oportunidad. Llamó cuatro veces a lo largo del día. No aguanta más. Le prometí que a las 21 en punto estarías en el Royal. El conserje te dará la llave. —¿Y si es casado, o un maniático? —la nueva suelta sus miedos, titubeante. Todavía no salió a trabajar afuera. La primera vez es dura. —Casados son todos, y vos no lo querés para casarte, sino para sacarle plata. Que se deje de mandar flores y esquelitas, y te dé una buena propina. Y maniático... bueno. Tenés el celular. Me llamás y el sargento Rodríguez caerá sobre él antes que se baje el pantalón. ¡Ah! Y ponete un poquito de base... te veo palidona. Preparada para salir, Inés se mira en el espejo. Cierto, está pálida. Y además de pálida, nerviosa. Como si los intestinos se hubieran mudado de sitio. En ese lugar parece haber un hueco. “Este anillo es idéntico al que me coloco hoy... El mío dice Inés. El suyo dice Javier”. Esa nota llegó en la mañana, con la caja. Los ramos siempre son frescos. Las cartas, seguro se las copia de algún libro. Y los versos, medio tontos pero emocionados. “La veo cuando va al banco. La sigo y no me atrevo a hablarla”. Debe ser un idiota. Si le conoce el oficio, ¿cómo no se anima? El remise —madame las manda en auto— la deja en el Royal. El conserje la mira de arriba abajo atrevidamente, y le alarga la llave con un: que lo disfrute. Con tonadita de alcahuete que recibió propina. Javier está acostado, con los ojos cerrados. Se quitó la chaqueta, y la arregló sobre una silla. Parece alto, es delgado y debe calzar por lo menos 45. A Inés se le estruja algo en el pecho. ¡Pobre tipo! ¡Qué paciencia le tuvo! Se debe haber dormido esperándola. Se arrima a la cama, y amorosamente desata los cordones y le quita los zapatos. Él no se mueve. Hace lo mismo con las medias, observándolo para ver si reacciona. Sigue dormido. Tiene ganas de acariciarle los pies, donde las uñas están bien cortadas. Pies flacos —murmura— y fríos... ¡qué fríos! Asustada, se pone de pie frente al muchacho. Le toca la cara, blanca como un papel. Frenética, tantea las manos, también heladas. Se agacha sobre el pecho. El hombre no respira. —Madame —grita como una loca en el telefonito—: este fulano está muerto... que alguien venga para ayudarme con las medias y los zapatos... se está ponienhttp://www.letralia.com/ed_let

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do duro, y yo sola no puedo. Desde el cielorraso, la última sustancia de Javier contempla al otro, el de la cama. —Pobre Inés. Cuando al fin me conoce, me encuentra así: pálido, como muerto.

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Martín Fierro Por José Hernández (1834-1886) “Si buscás vivir tranquilo dedicáte a solteriar; mas si te querés casar, con esta advertencia sea; que es muy difícil guardar prenda que otros codicean. Es un bicho la mujer que yo aquí no lo destapo: siempre quiere al hombre guapo, mas fijáte en la elección; porque tiene el corazón como barriga de sapo”.

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Regla número diez y seis “Cuando un amante ve repentinamente a su amada su corazón palpita”.

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Reyes y coronados Por aquellas tierras y en aquellas épocas, las mujeres bellas eran redonditas, vivarachas en el ingenio y de incalculable astucia. Si además eran nobles y ricas, sólo las lides amorosas lograban rescatarlas del hastío. La eterna tapicería de las tardes, la presencia de algún trovador entreteniendo soledades o los cuchicheos sobre los últimos escándalos, en el momento en que se encendían los candelabros de los dormitorios vacíos de hombre, eran flaco consuelo. Al soltarse refajos y corsés dejaban al descubierto pieles sedosas, extremidades lánguidas y, en el centro, el pubis vacío, hambriento del complemento que sólo un hombre puede proveer. Para una mujer casada, la presencia de un amante era esencial, si el marido no resultaba viril; lo único prohibido era enamorarse y preñarse del suplente de turno. La joven Berta era Condesa. Condesa de un Conde más interesado en otros Condes o en pilluelos de buen porte de las calles, o en vigorosos remeros del río, o en macizos soldados, capaces de ejercitar lo que llamaban el vicio italiano con total desvergüenza. La impunidad, lograda a través del título nobiliario y la riqueza del que los prostituía, los convertía en moneda de dos valores. Servían a su señor, en manoseos y escaramuzas ocultas. En los salones, adulaban a las señoras con esquelas calientes, las acompañaban a jugar a las escondidas o las ayudaban a elegir vestuarios y abanicos. A veces, las escoltaban a la iglesia; donde se inclinaban repletos de piedad, dándose el lujo de depositar en el bolso limosnero más monedas de oro que la misma dama. Todos sabemos que el diablo nunca duerme. Esa mañana de domingo, andahttp://www.letralia.com/ed_let

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ba muy despabilado, acechando el instante para cometer su gran maldad. La cola agitada, demostraba su enojo. La ocasión se le presentó al descubierto, como cuando en un teatro se abre el telón y los actores aparecen desde bambalinas para mostrarse de cuerpo entero a la luz de los reflectores. (En esta ocasión, la luz provenía de la multitud de cirios encendidos). La Condesita rolliza y solitaria (el marido diz que andaba de cacería) con su séquito de acompañantes, oraba con los ojos violáceos entornados, esperando piadosamente el oficio. En la entrada del templo, un revuelo inusual. Luego ese silencio que el que lo produce interpreta como de respeto, cuando en realidad la gente calla para no perder detalle de los hechos, y también por miedo. Estaba entrando el Rey, de cuyo brazo colgaba la Reina, desmerecida en prestancia por la de su imponente marido. Que era alto, erguida la testa con orgullo, y el relámpago de sus hazañas viriles desparramándose a su alrededor como un viento anunciador de huracanes. Dirigió sus pasos seguros a los reclinatorios reales. Se postró con respeto, con su Reina a la par, dispuesto a orar, a pedir perdón por sus irreverencias e intentar la paz con su conciencia enlodada. Pero el de la cola lo distrajo. A través del pasillo de piso helado que los separaba, su mirada cayó primero en las manitos gordezuelas, juntas como en penitencia; luego en la redondez de durazno en sazón de los hombros; la mata de cabello rojizo, rebelde a peinetas, que le caía a la beldad a los costados de la cara, en tirabuzones que tentaban a sus manos a enroscarlos y desenroscarlos, como jugando y sin poder tocarlos. Con el fuego de su mirada, del pasillo helado que los separaba se levantó un vapor, como de incendio; acicateado, a no dudarlo, por el señor de la corrupción, vestido con ropaje rojo. Esa noche de domingo se conserva, rigurosamente escrita entre los infinitos libros que narran los pecados, excomuniones, perdones, nuevas excomuniones y nuevos perdones que los grandes amantes reales y no tanto, han sufrido a lo largo de la historia. Excomuniones a veces extenuantes, que promovieron a un Rey famoso a abrir las puertas a una nueva iglesia, mas tolerante para los pecadillos nobles. Berta, para el lunes a la mañana, convertida en amante real, partió de su castillo con sus damas, sus joyas y vestuario, a vivir en palacio. En una de esas alas secundarias, que los reyes —o reinas— iban adosando a las estructuras primitivas para alojar a los predilectos de turno. Cuando el Conde regresó de su cacería, su paloma había volado. Como eran épocas de caballería, muchos señoEditorial Letralia

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res se armaban para acompañar a Pedro El Ermitaño en la primera Cruzada. El Rey llamó al Conde a palacio. La conversación, secreta. Lo que se pudo rescatar a través de las hendijas, fue la feroz filípica del Rey, que enrostró duramente al Conde sus desaforos sexuales, y el abandono de la pobrecita Berta, a la que los cuernos no le permitían levantar la frente por vergüenza. Que lo único digno que el tal señor podía hacer para borrar en parte tanta aflicción, era partir a defender la religión de ambos, como Cruzado. Una orden real que no admitía réplica. Para despedir a los que partían hacia tan heroica y sacra expedición, el Rey programó un banquete de despedida. Un espectáculo con danzarinas exóticas, bailó a los postres ante una multitud de convidados. La reina, escondía la ira tras un bostezo protegido por un abanico de plumas. Berta, deslumbrante, con una sensualidad recién inventada por las habilidosas manos reales, la pierna entrelazada a la del Rey, entre cosquillas y secretitos de dormitorio, desbordada de dicha por el placer, tan próximo, en su palma; en un orgasmo casi público. En el extremo de la mesa, el Conde coronado, se impacienta por terminar con la comida. Le falta asegurar la compañía del barquero a tan tremendo viaje, y la del joven Rolando, tierno e infantil que llevará como su ayuda de cámara. Montado en una de las inmensas arañas, el diablo ríe, divertido. De pronto, un ventarrón siniestro golpea las recias puertas y ventanas, que se abren. Las velas se apagan. Muchos mentirosos aseguran, que al restablecerse la calma, luego que los criados asustados encendieran de nuevo los velones, cerradas ya las aberturas, en el aire flotaba un hálito extraño, sulfuroso... y el eco de una tétrica carcajada, se desgranaba en pasillos y salones. Y que en el desbande — por pura coincidencia— la reina, sonriente apareció entre los brazos protectores de otro príncipe, surgido en la batahola, como por encanto. Pero esta es otra historia de una moderna Sheherezade, que tal vez, logre mantenerlos en suspenso...

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Poema número cinco Pablo Neruda (1904-1973) “Para que tú no oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas. Collar cascabel ebrio para tus manos suaves como las uvas. Y las miro lejanas mis palabras. Más que mías son tuyas. Van trepando en mi viejo dolor como las yedras. Ellas trepan así por las paredes húmedas. Eres tú la culpable de este juego sangriento. Ellas están huyendo de mi guarida oscura. Todo lo llenas tú. Todo lo llenas. Antes que tú poblaron la soledad que ocupas, y están acostumbradas mas que tú a mi tristeza. Ahora quiero que digan lo que quiero decirte para que tú las oigas como quiero que me oigas. El viento de la angustia aún las suele arrastrar. Huracanes de sueños aún a veces las tumban. Escuchar otras voces en mi voz dolorida. Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas. Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme. Sígueme, compañera, es esa ola de angustia. Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras. Todo lo ocupas tú. Todo lo ocupas. Voy haciendo de todas un collar infinito Para tus blancas manos, suaves como las uvas”. http://www.letralia.com/ed_let

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Regla número diecisiete “Un nuevo amor pone en vuelo a un viejo amor”.

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El aviso “Arquitecto, llegando a los sesenta años, separado, deportista, interesado en arte, desea relacionarse con dama bien parecida, iguales condiciones. Eventual casamiento”. El aviso aparece en un diario de la mañana. Lo leo y releo con curiosa atención. ¿Qué clase de hombre será el que decide publicar algo así? Un solitario, seguro. O un aventurero. Pero no. Aventurero no. La propuesta ha sido redactada posiblemente por un alemán; el diario lo es. Eso me lleva a pensar en otra estructura mental, en otra educación. Sé que en Europa hay periódicos bastante populares que publican avisos de este tipo y de otros peores: “Pareja de tantos años, con tales o cuales preferencias busca intercambio multi-erótico, etc., etc.”. Pero me estoy yendo por las ramas. A ver... arquitecto. Me gusta la arquitectura como carrera masculina. Los arquitectos tienen una formación humanística que los aproxima a la gente. Piensan en nuestras casas, se chamuscan las pestañas inventando ángulos por donde pueda colarse un rayo de luz en minúsculas viviendas. A veces lo consiguen. Pero no tengo por qué adelantarme y mal pensar que este fulano va a resultar uno que construye casas que se vienen abajo o en las que nunca entra el sol. Puede que resulte un crío de Saarinen o de Le Corbusier. También dice “deportista”. Debe ser delgado, gran caminador. Eso, si por deporte no entiende el ajedrez o el juego de billar. Sería lindo chasco, ¿eh? Por último, se manifiesta dispuesto a casarse. Y bueno, ésas ya son palabras mayores. El aviso, de simple aviso, pasa a ser un semáforo en verde, provocativo. ¿Y por qué no? Esta es una manera como cualquier otra de conocer gente. Pero no nos engañemos. No para casarse. Desde que vivo sola, nado a mis anchas en el http://www.letralia.com/ed_let

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agua de la independencia, a la que no deseo renunciar... Por lo menos esto es lo que digo. Pero... ¡cuántas elucubraciones tentadoras ocasiona el avisito! A pesar del toque de atención, estoy tan aburrida en esta tarde de domingo que decido seguir adelante con el juego del single. Todo el mundo sabe que los hombres se mueren antes que las mujeres. Aquí y en la China, los fortachones de la pareja dicen no va más, y en una vuelta de los cincuenta o de los sesenta, se las toman. Pero no sin antes adoptar sus recaudos, ¡qué esperanza! Rebosantes de bondad, pensando en una, nos dejan los hijos, los parientes, los perros y los recuerdos. A los hijos los criamos lo mejor que podemos. A los parientes los sobrellevamos. A los perros los seguimos queriendo. Lo difícil de manejar en el paquete del legado son los recuerdos. Toda actitud del finadito que antes nos daba bronca, se idealiza. Los que eran defectos que ya no resistíamos, se purifican en un tamiz de amoroso encanto al transitar por los tiempos de la ausencia. Es legítima esa expresión mundial: “Pobre, ¡era tan bueno!”. Porque el solo hecho de verlos desaparecer de la faz de la tierra, de esta tierra llena de oportunidades y donde es tan fácil y sencillito vivir ¡nos mueve a lástima! En un momento u otro de la gran soledad, las viudas nos sentimos como unas aprovechadoras de la inmensa suerte de sobrevivir. Los muertos se pierden las desilusiones, las crisis, los golpes de estado, las miserias cotidianas. ¡Y bueno! Pertenezco a la rama femenina, a la línea débil, a la de las extractoras de la energía de los machos, a esas habilidosas que consiguieron colocarles el anillo y el rótulo de casados, pero... Siempre hay un pero salvador: a las que les dan ocasión de pasar a la posteridad como víctimas. Algo es algo. Ellos no son capaces de parir, pero pueden reventar antes. Al cielo se sube por infinitos caminos... Por más jóvenes que seamos en el momento de quedar solas, retornamos a la arena con pesados puntos en contra. Primero: los hombres que cronológicamente nos corresponderían no piensan mirar a jovatas con hijos cuando por las calles, las pibas se les tiran por el solo hecho de que los maduritos están supuestamente más “entrenados” y con más plata que los jóvenes. O eso creen ellas. Segundo: que los que nos miran no son “Delones” ni “Sartres”, es una verdad de a peso. Un día recibí una carta de un pseudopretendiente, que habrá tenido muy buenas intenciones, pero en dos renglones cometió tres faltas de ortografía. Así que, sumados a los defectos que nos descubren ellos, tenemos una ristra de fallas masculinas que no estamos dispuestas a soportar: buenos mozotes, en lindos coches, que usan las esquinas para escarbar a conciencia los dedos dentro de la nariz. Vistos de cerca, suelen tener los cuellos de los sacos recubiertos de caspa. ¡Con tanto shampoo que la combate!... Y si salen del vehículo, pueden resultar ridículamente petisos, o panzones, o grotescos. Descalificándolos de antemano, arrastramos nuestra soledad, la monotonía de Editorial Letralia

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nuestros días, la angustia de nuestras noches, levantando la cabeza, orgullosas de habernos sobrepuesto, pero interiormente hechas pelota y tan anhelosas de encontrar otro hombre donde cobijarnos, como un pájaro que de repente se hubiera quedado sin cielo. Ya que el ser humano ha sido creado para vivir en pareja, estoy segura que ni en el paraíso ni en el infierno hay un libro negro que me sindique como violadora de nada, si luego de criar los hijos lo mejor posible decido tirar la chancleta, recogiendo este guante impreso que, además de ser una aventura en esta pampa cotidiana, sugiere una solución —eventual— como trasluce el avisito, al famoso estado de viudez. La tarde de un domingo en un departamento casi vacío se hace larga. Por más vueltas que le dé, la reproducción de mi cuadro favorito no se anima. Sus colores no varían ni las figuras me hablan. Me acuerdo de una cuarentona —ésta con marido— que hablaba con la pared de la cocina. Era Shirley Valentine, ejemplificando con sardónico humor la soledad de las casadas. Debe ser por eso que, repentinamente, estoy harta de mi imagen de madre trabajadora, prolija y crochante (en mis ratos de ocio ¡tejo!). Que ha sido buena y que, además, pudo aparentarlo. De no sé dónde me brotan unas alas. Quisiera correr a gastar los pocos pesos que tengo ahorrados para emergencias en un vestido loco, con ese escote en “V”, provocativo. Me lo calzo y no olvido un toque de “Femme” detrás de las orejas. Y tengo ganas de que me lleven a bailar al Sheraton, esa afrenta inaccesible, plantada ahí en Retiro, que no puedo dejar de ver todos los días cuando, como una laburante sin derecho a sueños, corro para tomar un colectivo con señoras opacas, que no tienen vestidito lila ni zapatos de lamé. ¡Y bueno! ¡Qué tanto dar vueltas! Le voy a contestar. Si alguno piensa que este buen señor se retiró por el hueco del ascensor en su apresuramiento, o que llamó por teléfono al otro día, está muy equivocado. Transcurrido el primer mes sin respuesta, pienso: “Claro, como es verano, debe estar de vacaciones”. No quiero ni imaginar que mi bella misiva, donde oculté cuidadosamente —usando el sistema de verdades a medias— el hecho de tener hijos, haya sido hecha un bollo y arrojada a la basura. Al segundo mes, no hay esperanza. Al tercero, en medio de una ajetreada mañana, me llama por teléfono. —Holaaaa... —una voz delgada, mesurada—. Soy Alejandro. —¿Alejandro?, ¿Qué Alejandro? —Usted me contestó un aviso —dice educadamente.

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—¡Ah, pero hace mucho! —exclamo sin entusiasmo. Pasó tanto tiempo que he perdido el embale que me llevó a responderle. Escucho a mi hijo menor, rondando. Doy un empujoncito a la puerta para obtener una privacidad que consigo sólo a medias. Este departamento es demasiado chico. Fue ideado por un arquitecto. En este momento no pienso que los arquitectos sean tan geniales. Desde que tomé el tubo, mi hijo ya entró y salió dos veces del baño, que está ahí nomás. Me espía... Veo su sombra en la pared del pasillo. Entablamos una conversación en la que Alejandro interroga y cuenta. Yo respondo con reticencia. El teléfono bloquea mi espontaneidad. Soy de las que necesita “ver” al otro para fluir en una charla. También quiero despistar a Luis, pero esto es inútil. Sigue dando vueltas por el corredor. “Con quién hablará la vieja”. Me parece oírlo. En toda la regla, siempre he sido una madre criolla, sin secretos, de ésas que atienden el teléfono con un: ¡Hola Ramón!, o Ángela o quien sea; gente conocida. Luis recela. —Tengo una casa afuera —prosigue mi interlocutor—. La llamaré el domingo cuando vuelva. Qué voz finita... ¿No será raro? Prejuicio número uno. ¡FUERA! Luis se asoma, decidido. Junta los dedos en racimo y levanta las cejas. Interroga sin hablar. Después se anima a preguntar: —¿Quién es? —Un compañero de curso —miento sin cancha. Estoy segura de no convencerlo. No hay nadie como mi hijo para olfatear de lejos una mentira materna. Éste me persigue por el pasillo murmurando: “¿No-te-parece-que-hablastemucho-rato-para-venirme-con-el-cuento-de-un-compañero?”. —¡Pero cómo no apagaste el fuego a las lentejas! —grito abriendo la puerta de la cocina. Hago de cuenta que no lo oigo murmurar. Avanzo entre el humo. Me envalentono aprovechando la situación. —¡Es increíble que no puedas ni siquiera echarle una mirada a la olla! ¡Todo por chusmear quién me llama por teléfono! ¡Y qué olor nauseabundo! —digo, abriendo la ventana de par en par. No quiero darme por enterada, pero estoy nerviosa. Me siento ridícula y acalorada, y no por el humo, ciertamente. —¡Está bien! —dice él en tren de perdonavidas—, comeré dos huevos fritos y Editorial Letralia

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me voy. No quiero llegar tarde al colegio. Cuando al fin sale, lo hace con cara de hambre. Cara de hijo defraudado, también. “Esta noche le voy a cocinar algo que le guste”, me propongo con todo el amor materno a flor de piel. Cierro la puerta con apuro. Necesito repasar la charla con el tardío Alejandro. Así entra en mi vida. En la semana que cumplo cuarenta y ocho años. Cuando ya llevo diez de viudez heroica y tres de mis hijos se han casado. Me contó que su primera mujer era alemana, como él. La segunda, “una niña de sociedad”. Esto, envuelto en un retintín que, vaya a saber por qué, me molesta. Me fastidia que me quiera impresionar. Es tan pueril el rebusque de lo “social” en esta burguesa clase media llena de privaciones que es la mía, y que indudablemente es la de él... Pero los hombres son siempre un poco niños. Quieren suplir los vacíos, la distancia que impone el cable telefónico con un detalle que nos deje postradas de la emoción. Así me enteré que se había casado la segunda vez con una chica socialmente importante. Lo es, realmente, porque hasta yo, que no trato a nadie que aparezca en sociales, escuché por ahí su apellido. —¿Hay una tercera? —aventuro por decir algo. —Sí, pero ya le explicaré —se apura él. Menuda joyita —rezongo mientras lavo el pegote de la olla con las incomibles lentejas. ¡Tres mujeres! Y ahora busca una cuarta. Yo, que estaba tan segura que los alemanes eran gordos, de digestiones lentas y poco o nada sensuales, me tropiezo con este tenorio, que dice pesar sesenta y cinco kilos y confiesa tres esposas. Tres mujeres... ¿Y quién me asegura a mí que en todos los casos el culpable no sea él? ¡A ver! ¿Cómo convencerme que tuvo mala suerte, que tropezó con señoras que no lo comprendieron, que fueron infieles o de mal carácter? Pero para qué adelantarse a los acontecimientos. No sé si él las dejó, no sé si lo dejaron. Tiempo al tiempo. Cuando me llame el domingo podremos conversar. Algún día lo tendré que conocer. No soy una belleza, tengo hijos. Plata, la imprescindible para vivir. No soy libre, ya que me cobijo en una sociedad estricta, que me tironea con llamados de conciencia: “Vos no sos mujer para aventuras”. “Qué dirán tus hijos si se enteran”. “Imaginate que los vea algún conocido”. “¡Pero estás loca, con un tipo sacado del diario!”. Y COMO SI ESTO FUERA POCO, como vocea el vendedor del tren, cargo mi famoso saco de recuerdos. Me paso el día añorando los HOMBRES-HOMBRES, capaces de verdaderos actos de arrojo por sus mujeres. Hombres sólidos, tiernos, arroganhttp://www.letralia.com/ed_let

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tes, inteligentes, casi sin ninguna falla, como el Príncipe Valiente, ese que no existe. Hombres con corazón de arroz con leche durante mis embarazos, con corazón de león para defenderme de la vida. Hombres capaces de darme todo, hasta su último aliento. Pero capaces también de frenarme, de contenerme: “La madre de mis hijos no trabaja afuera”. “Ocupate de ellos y de tus vestidos, que te los hacés tan lindos”. “Tenés bastante que hacer en la casa; para qué vas a romperte por unos pocos pesos”. Allá se iban mis ilusiones de independencia. Adiós a los programas que hacía con mis amigas, aquellas evolucionadas que fueran mis confidentes. “En cuanto pueda estudiaré teatro y trabajaré un poco para tener mi propio dinero”. Vanas ilusiones. Sometida mi voluntad desde chica, las cosas no cambiaban con el casamiento. Un hombre con corazón de león era protector pero mi falta de independencia era frustrante. Claro, sometida antes, ¿qué me costaba este nuevo agachar la cabeza, si lo hacía por amor? Si alguna cincuentona pueblerina no pasó por experiencias parecidas, me agradaría saber cómo hizo para escabullirse del sinnúmero de lazosataduras de cariño con que éramos rodeadas en aquella victoriana sociedad... Vivíamos entre el “no se puede” y el “qué dirán”. Y no había escapado a nada porque no había caminos por donde escabullirse. La carrera de la mujer era casarse. Lo mejor posible, claro está, pero casarse. La profesión más comprometida, permitida sin recelos, era la de maestra madre, en una dulce prolongación del hogar. Bastante habíamos tenido que soportar en la familia, cuando aquella prima descocada tuvo el percance con el novio. La salpicadura de la maledicencia nos había perseguido en las insinuaciones chabacanas de la calle. En las miraditas intencionadas de los choferes de taxis que la conocían de llevarla a sus citas, que nos reconocían a nosotras. Así que cuando se presentó mi candidato, el futuro padre de mis hijos, rodeado de la aureola de su master en ingeniería en explosivos, grandote y sincero, con manos de changador y ternezas de niño, me enamoré como todos esperaban y yo ambicionaba. El juego del gato y el ratón, para el que estaba entrenada en mis escarceos furtivos con algún noviecito, se acabó. Descubrí que este no era “otro chico más”. Era todo un hombre, apasionado. Cuando nos casamos, el embarazo de un mes rebullía en mi vientre y yo tenía despertares con arcadas atribuidas a los nervios, pobre chica... Cada vez que miro las fotografías con el vestido largo, me pregunto por qué me sometí a la farsa familiar de aceptar un traje blanco, si la virginidad la había dejado en aquella casa de madera del chofer amigo, entre forcejeos y apurones, ignorante de la fertilidad de mi vientre saludable y de la velocidad con que se desplazan los espermatozoides, de a millones, corriendo a cumplir con su mandato genético. La casa se la prestaban a mi novio en la presunción de que la utilizaría para llevar algún “programa” como se decía entonces, y no a su novia. Eran tiempos en los que se usaba ser farsante en todo. Con una se calentaban hasta quemar las Editorial Letralia

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sillas y con la otra calmaban el acaloramiento. Entretanto, la pobre virgen, se las tenía que arreglar para enfriarse de la manera menos evidente en un hogar lleno de hermanos, sobrinos y madres que no te perdían pisada. Y no era en el año mil ochocientos diez. Hablo de la famosa década de los cuarenta. Solamente que vivíamos en provincia, llenos de remilgos, atentos al “qué dirán” hasta la exageración. Estábamos habituadas a aceptar órdenes y vigilancias degradantes sólo por salvaguardar el famoso honor y buen nombre, todo ejecutado en pos de valores que en otros países ya se recordaban como acontecimientos de antaño. De uno de estos países venía este Alejandro. De esta otra sociedad procedía yo. ¿Qué posibilidades tendría esta nueva relación? ¿Podríamos allanar, congeniar, apartar lo que fuera molesto, insidioso o inútil? Me meto en el baño perseguida por los mordiscones de tanto interrogante en la carne. Ahora que intuyo en el hombre cierto encanto, cierto arrastre con el sexo débil, me examino con otro interés el cuerpo. ¿Cuánto tiempo hace que lo tengo olvidado? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella vez en la que era consciente del atrevido asomarse de mis pechos en alguna blusa? ¿Cuánto desde que Esteban me susurraba: “Tienes buenos pechos, duros como limones dulces”? ¿Cuánto desde que yo no me consideraba una mujer a la expectativa, una mujer a la espera de un hombre? Me empiezo a angustiar. Observo con desazón las estrías de los embarazos, la insinuada flaccidez entre las piernas, con bronca ese ombligo sin gracia ni lógica, plantado en medio de mi panza. Paciencia, la ropa me queda bien. A la primera cita iré vestida. Todavía no sé si le gustaré, no sé si me gustará, si luego de este encuentro arribaremos a un segundo. A otros en que intimemos, a momentos en que nuestras respectivas decrepitudes pasen inadvertidas. Antes, en aquella época de fuegos artificiales, hacíamos el amor con luz; podíamos mirarnos, recorrer nuestros jóvenes cuerpos, sorber nuestras salivas sin asco. Pero la vida se cobra. Ahora soy como una revista vieja. Tengo impresos en el vientre, en sus arrugas, todas las noches del amor y sus frutos. Desde las comisuras de mi boca espían los desencantos: las bicicletas que me negaron, tanta otra expectativa frustrada. Las ilusiones cuelgan de una percha, marchitas en el ropero del olvido. Reviso los conflictos conmigo y con mis hijos. Esos, subyacen en mi entrecejo fruncido. Soy como un mapa marcado con cruces, con leyendas, con un pasado imborrable. Tengo ganas de quemar mis barcos pero me atemoriza el agua. Con ese pánico, de a sorbitos bebo mi tesito nocturno. Trato de dormir. El http://www.letralia.com/ed_let

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煤ltimo pensamiento consciente no va dirigido al turbador desconocido, sin embargo. Pienso que ma帽ana voy a llamar a mi hermana Elisa para consultarle c贸mo hacer para sacar de la cacerola los restos de las benditas lentejas sin estropear el fondo de tefl贸n.

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Sexo “Cuando la mujer no puede tener orgasmo, el hombre tampoco puede realmente tenerlo, porque el orgasmo es un encuentro de los dos�. Osho

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Regla número diez y ocho “Un buen carácter solamente hace a cualquier hombre ser merecedor de amar”.

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Un hombre bueno —¿Por qué te casaste con Ramiro? —un directo de la compañera de tenis que la enfrenta en el té. Está en uno de “esos días”, así que maltrata el llavero cuando habla. —Por qué me casé con Ramiro. Mirá... la verdad, por varias razones... —A ver, decinos cuáles... Ramiro no es buen mozo. Ramiro no es rico, no terminó ni la escuela secundaria, creo. —No. No la terminó. Es cierto, no es ni rico ni lindo. Me casé por una sola razón — Ángela se lleva la tacita a la boca y saborea el té. Parece pensar en otra cosa; porque sonríe como para adentro. —Nuestras amigas se hacen cruces —insiste la que largó el primer dardo. Ángela deposita la taza suavemente. Nos mira desafiante. —Me casé por una sola razón: Ramiro es un hombre bueno. Sencillo, sin tapujos. No me engaña con la secretaria, como te hace tu marido a vos —su índice señala a Sarita— ni compra autos que no puede pagar, como el tuyo —y me señala. —¿Pero de qué hablás? ¿no te hartás de su falta de mundo? Siempre te gustó la aventura, los secretos. Querías ser la Bonnie del revólver... Querías recorrer el mundo en globo —Sarita es venenosa y tozuda. Lo de la secretaria ya lo superó. El sexo le interesa poco, más bien era una carga. Mientras Leo la mantenga, y los chicos sigan en el bilingüe, y ella tenga auto, tarjeta dorada con psiquiatra incluido, ¿qué más quiere? Lleva cinco años de terapia, esas cosas pasan.

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Unas lo saben. Otras no. —No necesitamos hablar. Cuando me abraza, me abraza a mí, viéndome y tocándome a mí. Si vamos a comer, no cruza los ojos para calcular la dureza del trasero de la que pasa... Nunca fui brillante. Para Ramiro, soy tan valiosa que no se explica por qué pierdo mi tarde con ustedes. (Pausa que no sé por qué me da un escalofrío). —Ramiro es eso, no lo olviden: un hombre bueno, dulce y amable. Merece mi cariño y mi respeto.

En el baño Sarita se retoca el borde de los ojos. Yo lavo mis manos, pensativa. Me choca la frialdad de Ángela, me parece peligrosa. Pero mejor no echar leña al fuego, me callo. —Esta Ángela me está resultando una tarada. Tenía razón mamá. Los defectos y las virtudes se agudizan con los años. Nos entretenemos a propósito, criticando a otra que es más amiga de Ángela que nuestra. Cuando volvemos, Ángela ya pagó y se levanta para irse. Se despide muy tranquila. Sale derechita, radiante. Ramiro le abre la puerta del auto con vidrios polarizados. Se van, saludando. Ángela se acomoda en el asiento, y suelta una risa que la hace lagrimear. Extrae de la cartera dos jabones protegidos por servilletas de papel. —Esta es la copia de las llaves de la casa de Sarita. Estas, las de Mili. Vamos a ser muy cuidadosos, Ramiro, esta vez. Primero haremos lo de Mili. A la víbora la dejamos para el invierno. —¿Sabés cuándo salen de vacaciones? —Ramiro conduce tranquilo. Su mano busca la de Ángela—. Menos mal que no viven en countries, allí la vigilancia es dura de pelar... —Sí, es una suerte. Y otra suerte grande es haberte conocido, Ramiro. Sos un hombre bueno. Me das todos los gustos. Y lo mejor de todo: con vos jamás me aburro. —Nunca, never, in the puta life —canturrea Ramiro. Estaciona el auto en la banquina, y me hace el amor en el asiento. Editorial Letralia

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A Él Fragmento ....................................................... “¿Qué ser extraño era aquél? ¿Era un ángel o era un hombre? ¿Era un Dios o era Luzbel?... ¿Mi visión no tiene nombre? ¡Ah!, nombre tiene... ¡Era Él! ......................................................... Gertrudis Gómez de Avellaneda

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Regla número diez y nueve “Si el amor disminuye, falla rápidamente y raramente revive”.

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Ambidextro Viste, Jorge. Al final, reventé. No te culpo de todo, ojo. Cuando pasa algo terrible, como lo de hoy, y podés llorar a grito pelado, y romper una silla, y hacer añicos el portarretratos con la foto del casamiento y el teléfono suena, y los vecinos corren, y la sirena policial se para en el portón, estás a salvo. Yo estoy a salvo, al fin. A salvo de tus golpes. A salvo de tu ironía perversa. A salvo de tus críticas, más duras que las palizas que me dabas. También a salvo de tu encanto, de tu increíble sonrisa, del hechizo que tu contacto producía en mi piel, cuando me tocabas. Dicen que hay hombres que conquistan hablando. Vos no sabías hablar, Jorge. Pero qué bien tocabas. Palpabas. Hurgabas. Acariciabas. Te detenías. Una mano para el golpe. Otra mano para el sexo. Las dos en el mismo hombre. Los uniformados están hablando con los vecinos, que señalan nuestra casa. El perro se escapó, y aúlla, como si alguien querido hubiera muerto. No pienso defenderme. Pasó, nada más. En medio de lo trágico, me das lástima, después de tanto odio. Parecés un muñeco roto, y la sangre de la cabeza que te baña, te disfraza, como a un payaso groseramente ausente. Abro la puerta de calle, los brazos en alto. Siento que perdí mi cuerpo. Estoy a merced de la brisa, libre. Libre, al fin. Liviana, como una pluma que se balancea sin culpa en el universo.

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De William Somerset Maughan (1874-1965) “Las mujeres son instrumentos de placer y su pretensión de ser compañeras y asociadas es exasperadora; y resulta que ellas están siempre dispuestas a hacerlo todo por nosotros, menos lo único que de ellas esperamos: que nos dejen en paz”. Médico y escritor británico

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Regla número veinte “Un hombre enamorado es siempre tímido”.

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De glándulas y apéndices incordiosos —A veces, cuando te veo tan joven... tan joven y arrogante... entro en pánico... no te burles... estoy diciendo la verdad... en el fondo, no soy más que un tímido... El bulto al lado mío saca una mano y busca la mía. Yace boca abajo, preso de una letargia satisfecha. Recién, en el revolcón furioso del sexo, no nos constaba el presente, crepitante como un leño; una delicia de soles, pasajeros, que ya mismo añoro. Es en el después del sosiego, cuando a mi mente acuden retazos de otras historias frustrantes. El instante de mis fantasmas, de mi eterna incertidumbre. Con la mano libre recorro mis carnes, despojados los músculos de su fuerza; palpo mi vientre blanduzco, que se desplaza hacia los costados, arrastrado por mis tripas, también laxas. Mientras visitábamos, anoche nomás, esa muestra de pintura, un espejo sorpresivo me reprodujo. En el primer instante, creí que no era yo. Demasiado fofo, la boca en una curva hacia abajo, en una expresión de melancolía irremediable. El mentón engrosado... y mis ojos. Tan saltones y tristes que volví a mirar, incrédulo de esa realidad. Por lo tanto, mi humor de recién amanecido no es muy bueno. Quiero dialogar. Apresar la certeza de que alguien me ama, que sólo está oculto tras esa frazada a cuadros. Insisto. —¿Te parecieron buenas, las obras? —mientras enciendo el cigarrillo, espero.

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—Mmm... mmm... ¿por qué no te dejás de joder, y te dormís? —masculla y retira la mano. —Y vos ¿por qué contestás con grosería? No responde, y sigue boca abajo. Un mechón de pelo oscuro es lo único que alcanzo a divisar. Tengo urgencia por abrir los dedos de las manos, y sumergirme en esa pelambre esquiva. Revolverla, darle pequeños tirones juguetones, provocar que se despabile, que su desperezar sea alegre. No me animo. Esa juventud eréctil, es también irritable y desparpajada. En esta relación tiránica, donde el que manda y gobierna es el otro, mi sumisión de perro le sirve como escalera. Cuanto más soporto y accedo, su látigo castiga mis carnes y me flagela con mayor crueldad. Me dolió verme en la insolente realidad del espejo. Esta otra insolencia podría llevarme a la locura. —Voy a llamar a mamá —anuncio conociendo que, al bulto a cuadros, eso que haré le importa un rabanito. Recién cuando cuelgo el teléfono, me doy cuenta de que no debí haberla llamado. La voz, que la pone en sordina, para que los demás de la casa no la oigan. Los suspiros de tristeza, como si estuviera sentada al lado de mi cajón, recibiendo pésames. Los ruegos, reimpresos y corregidos con los años pero cuyo original se mantiene vigente. Luego, el corolario de su moqueo sollozante, que me vuelven histérico y rabioso. No quiero envilecer la despedida. Le prometo visitarla a la tarde. —Pero vení solo —detestable rúbrica para esta conversación, que ella no puede obviar. Obligándome a soltar el tubo, endurecido. Lavo mis dientes sin mirarme en el espejo —la calvicie avanza a paso redoblado— me peino de memoria, pero el peine no se detiene en ninguna mata tupida. Se desliza y se burla: —¿Qué querés peinar, pelado? Harto de mí, preparo el desayuno para los dos: mi café —descafeinado— y el otro: con leche, tostadas —no muy tostadas— como ordena; algo de manteca — no muy fría—, mensajes archivados, que cumplo hasta alegre, diría yo. El que acata órdenes con alegría, es porque espera un premio. Imagínense el mío.

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Busco el florerito azul, y corto del macetero del patio seis violetitas fragantes. Seis meses de relación. Seis violetas. En el cuarto, levanto las persianas. El sol ilumina millones de partículas, antes invisibles, descendiendo desde el voile de las cortinas. Empiezo a silbar Star Dust. Es como si ese polvo fuera de las estrellas nocturnas que, cautivas entre los pliegues, huyeran azoradas con la luz. Mi bulto a cuadros saca los brazos musculosos velludos y se estira. Un bostezo sonoro. Se incorpora previo acomodo de las almohadas bajo la espalda. —Pero mirá que jodés temprano —rezonga soportando la bandeja— y sí. La exposición entera era un bodrio. ¿Pero te diste cuenta el gancho que me tiró el artista? Mastica tranquilamente el pan, sin mirarme. Me enfrío con la furia. Bebo un sorbo de café amargo, con los párpados bajos. No me atrevo a levantarlos, porque un lagrimón gordo se me está escapando, y sí, soy tímido y sí, mi dolor me da vergüenza y odio. Él prosigue, impertérrito. —Me dio la tarjeta, y me dijo: Ché, fiolito, cuando te hartés del viejo, llamame. Podemos hacer algo a lo grande, nosotros dos. ¿Qué tal? Dice que te parecés al retrato de Dorian Gray... Abre la boca para engullir otra tostada. No le doy tiempo. No controlo la fuerza insana de la cólera. Me le tiro encima y aprieto. Aprieto. Aprieto su garganta. Suelto cuando mis garras chocan con los huesos. Los domingos viene mi madre de visita. Me trae postres, libros y cigarrillos. No me reprocha nada. Desde que me enrejaron, está triste pero tranquila. Cree que estoy seguro aquí, libre de pecado. Hablamos mucho; me cuenta pormenores familiares. Ahora que los nietos navegan en Internet, me trae chistes. La única vez que nuestra conversación cambia sus matices, es la tarde que me confiesa un secreto: “...después que nacieron tus dos hermanos mayores, yo estaba segura que serías una nena. Te preparé un ajuar rosado... hasta las cintas que sostenían el móvil con bailarinitas sobre tu cama era rosa. Te imaginaba rubia, graciosa y con enormes ojos azules. Te llamarías Carlota... Cuando el médico te levantó y diste el primer grito, enterada que eras varón, de pelo oscuro, http://www.letralia.com/ed_let

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me tapé la cara y no quería mirarte...”. —¿Eso hiciste? ¿Me rechazaste? —aparto mi vista de ella asustado. —Nunca me resigné, hijo... nunca. Te dejaba el pelo largo, te hacía colitas... siempre te compré camisas rosas... hasta te pintaba las uñas... me divertía... no sabía que te hacía mal... hasta que un día me llamaron de la escuela, las del gabinete de psicología... No puede continuar, ni yo se lo permito. —No te tortures, vieja. Eso quedó en el pasado, no te culpes... tal vez lo mío arrancó de otra parte... de mis genes... de mi glándula pituitaria... ¡qué sé yo! Ahora es tarde para todo. Cuando era varón quisiste hacerme nena. Nadie puede cambiar su propia naturaleza... Se despide, esta vez con mucha ternura. Me recomienda un colirio para mis ojos lacrimosos, y camina derechita hacia la salida, confortada. Mi compañero de celda se arrima a los barrotes donde yo me apoyo. Me busca el lóbulo de la oreja con el labio, y su lengua me la moja. Su bulto rígido, metido entre mis nalgas, apostando a la noche. No necesito tocarlo. Está ahí, y seguirá estando, sin posibilidad de escapatoria. Tiene para más de veinte años, como yo.

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Canción Por Andrés Rey de Artieda (1549-1613) “Cuando las desdichas mías pienso que se han de acabar, se vuelven a comenzar. Con tantas veras me entrego a tu potencia y rigor, que al último extremo llego de los martirios de amor, que son fuego sobre fuego. Crece el fuego con los días, con tu desdén mis porfías, con tu libertad mis daños, y acuden los desengaños Cuando las desdichas mías. Este es el mayor despecho, y la pasión mas aguda que me descompone el pecho, ver que el desengaño acuda cuando ya no es de provecho”... ..................................................

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Regla nĂşmero veintiuno “Los celos reales siempre incrementan el sentimiento del amorâ€?.

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El metejón El tren corre más de una hora antes de frenar definitivamente en la estación Los Cardos. Y lo que a través de los vidrios empañados del vagón me había parecido simple llovizna, resulta un aguacero torrencial que nos empapa ni bien nos asomamos. Sergio baja ágilmente. Me ayuda y se adelanta a los demás pasajeros que también descienden, apurados. Muda disputa para encontrar un taxi. —Voy a conseguirlo —dice señalándolo. Se aleja con grandes zancadas. Me deja desamparada bajo el agua, arrumbada junto a un galpón latoso. Ya está oscuro. Como desconozco el camino, no se dónde pisar. Troto a pasos cortos, de japonesita con kimono, sorteo el barro como puedo. Me malhumoro contra el clima, contra el viento que se sacude en mis flancos, contra mi optimismo. Todos los años la llegada del otoño me sorprende. No me resigno a tomar conciencia: el verano se acabó; hay que reabrir las valijas; desenfundar la ropa adecuada, ventilar el olor a guardado. Tiemblo de lo lindo con mi pantaloncito de hilo pegado a las piernas como una baba. Arriba, estoy apenas protegida por el saco de lana que encontré por casualidad, de pasada en un ropero. Un único taxi, antiguo Mercedes, espera bajo el agua como escarabajo cachazudo. Brilla con el reflejo de las luces del bar de enfrente, que el conductor aprovecha para leer, medio de memoria, un periódico maltrecho que guarda cuando nos descubre. —Qué tal, señor Sergio —exclama reconociéndolo. —Bien, bien. Esta es la señora Marta —dice él a modo de escueta presenta-

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ción. El hombre me da la mano. Observa socarronamente nuestra ropa mojada y sin comentarios carga los bolsos adelante. —Pero qué manera de llover y cuánta falta hacía, ¿no? —continúa Sergio apretándose dentro del coche donde ya estoy arrinconada. (Olfateo exudaciones de perro mojado. Se desprende de nuestra ropa de lana). —Y, falta hacía, la verdá... A los Gorostiaga se les quemó un buen pedazo e’ campo la semana pasada. Estaba todo muy seco —dice el hombre dando contacto. El vehículo ronca asmáticamente, indeciso. Se para. —Será el arranque —afirma Sergio aguzando su oído de ingeniero mecánico graduado en Alemania. —Tengo que cambiarle el burro, sí —contesta el otro campechanamente. Tranquilo, sin aval de universitario. Pero quién le quita los años de estratega para hacer caminar al vejestorio aquel de épocas gloriosas. —Está ahogado —rezonga sin emoción al rato—. Habrá que esperar. Estamos nerviosos, al borde del asiento. Le vuelve a dar contacto. Otra vez. Otra, hasta que el armatoste obedece. Sergio suspira y se recuesta a mi lado. —¿Se quemó mucho? —reanuda la conversación francamente aliviado. —Y... sí. Menos mal que estaba la pionada, que si no, el asunto hubiese sido pior... Igualmente, salieron unos cuantos chamuscados. Y el susto, ni le cuento. El hombre conversa y de paso me espía por el espejo. Yo aprieto mi cartera con vergüenza. A cuántas otras conocerá. A cuántas otras habrá traído hasta la casa. Tal vez supone que Sergio y yo estamos casados. Pero no. Porque en vez de decir: “Le presento a la señora Marta”, hubiera dicho: “Le presento a mi mujer”. Me revuelvo incómoda en el asiento. Quisiera que no me importara pero sé que en realidad me importa. Bah, que crea lo que quiera. La gente del campo es así. Curiosa, suspicaz y malpensada. Siguiendo mi instinto, le sacaría la lengua y lo mandaría al diablo. Y si fuera menos burguesa, le sostendría la mirada sin darle importancia. Mi cobardía y las capas sucesivas de barniz están muy consolidadas conmigo: “Saluda a la señora, hijita. Ninguna mujer decente se acuesta con otro hombre que no sea su marido. Sentate bien. Las niñas nunca abren las piernas. No señales con el dedo. Una joven como vos no necesita esos revoEditorial Letralia

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ques en la cara. Limpiate”. Códigos de moral y buenas costumbres casero, perfeccionado en el colegio de monjas, machacado en la escuela secundaria, médula de mis huesos. Pero le devuelvo la miradita y él se ocupa rápidamente del camino. Totalmente ajeno a nuestro duelo criollo, mi compañero sigue hablando: de las plantas, de los animales sedientos. “Tengo alma de campesino”, me ha dicho. No me mira y vuelvo a sentir ese desamparo de hace un rato, cuando estaba perdida entre el barro. De repente su mano busca la mía, se cierra sobre mis dedos entumecidos. Intuyo que intenta infundirme el coraje que me falta. Me aflojo un poco y resbalo el índice hasta su muñeca. Me gusta la tibieza dulce de ese trozo de piel. Detecto el vital correr de su sangre: tac-tac; tac-tac. Menos mal que el simplote que conduce se dedica al camino y no vigila. Trato de no pensar en nada. En nada. En nadie. Desde que subimos al tren, desde el momento en que decidí acompañarlo a pasar este fin de semana en el campo me lo he repetido mil veces: no voy a pensar en nadie. No voy a establecer comparaciones. Ya las conozco, son odiosas. Se presentan de todos modos, sin que una las llame. Una vez instaladas, pueden hundirme en un pozo inquietante que me es muy familiar. “Es demasiado viejo para vos” —rezongo de Nelly y Lissel cuando se enteraron. “Qué porvenir te espera a su lado. Un hombre divorciado tres veces...”. Miradas de recíproco escepticismo, que pesco al vuelo. “Debe haber algo en su personalidad que falla” —puntualizan mis cofrades. —Pero si no lo quiero para casarme. Si apenas lo vi cuatro veces, y dos fueron salidas al cine —me defiendo de las que me defienden. Nuevas miradas de conciliábulo: “¿Qué bicho le habrá picado? ¿Es la misma Marta que tratamos a diario?”. —Esta Ofelia es más loca que la de Shakespeare... No te puede endilgar un tipo al que apenas conoce —remata Liessel, que es anticuada y la ofenden aventuras desordenadas. Ahora que di el gran paso quiero dejarme estar. Batallaré por mi derecho a esta pequeña escapada sin preocuparme por su futuro, si es que lo tiene. Está bien, es viejo. No confío en sus evasivas cuando hablamos de su edad: estoy llegando a los sesenta —afirmó sin mirarme. Me parece más bien arribando a los setenta. La tarde que lo conocí me conmovió esa fantasía casi femenina de pretender engañarme con la edad. —¿Por qué dice que es anticuario, si en realidad es ingeniero? —regaño entonces, cuando hablamos de su profesión. http://www.letralia.com/ed_let

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—Porque me parece que un ingeniero no resulta un tipo bastante interesante... Tengo más afinidad con el refinamiento de un bello mueble que con la pasión del cálculo. Me atrae el arte —dice concisamente. Eso es, en cierto modo, justo. A mí me había gustado lo de anticuario. (Ofelia, cuando le dio mi teléfono creía que ése era su oficio) No lo es. No usa las verdades a medias, como yo, sino una lisa y vulgar mentira para promocionarse. Este viejo me está resultando un rico tipo. Ahora estamos sentados lado a lado. Mis pantalones húmedos pegados a sus pantalones mojados. Mi mano en su mano, con la única intimidad, empezada en las sesiones de cine donde fuimos juntos, de esta avanzada mía dentro del puño de su camisa. Tengo muy presente nuestro primer encuentro. “La espero en el atrio de la iglesia”, propuso cuando resolvimos conocernos. Yo recibía mis lecciones de pintura en una casa que quedaba enfrente, de diecinueve a veinte. Convenimos que las cinco era una buena hora de la tarde para vernos. Lo ubiqué parado, con el Times que habría de ayudarme a reconocerlo, arrollado en la mano. Por mi parte, apretaba nerviosamente mi saquito de gato, puesto al mismo efecto de ser reconocida. Un anciano ligeramente encorvado. Un Jacques Cousteau judío. La cara muy delgada, surcada por hondas arrugas y un par de ojos azules chirles y remotos. Nada para un desmayo, nada para desbastar multitudes. ¿Por qué acepté esta cita a ciegas como una tarada? ¿Por qué la primera gran trasgresión de mi vida, es con este anciano, flaco, macilento y feo? ¿Dónde está la magia, el impacto que me desveló la noche entera, ensoñando como una adolescente? Tengo el imperioso deseo de pegar la vuelta y salir corriendo. ¿Ya dije que soy una cobardona? Me quedo y empiezo a tartamudear: —Mucho-gusto-cómo-está —aunque ya estoy viendo que muy bien no está, para qué vamos a engañarnos. Pero adelante negra con los faroles, no te vas a echar atrás y salir disparada. —Bien, mucha gracia —trina él con vocecita aflautada y comiéndose las eses— . Ahí hay una confitería donde pueden servirnos un té —invita tomándome el codo y ayudándome a cruzar la calle. Aprisionada por su mano y por mis eternas indecisiones me dejo conducir. Quiero, y no sé si lo consigo, adoptar aires de mujer mundana, acostumbrada a citas con individuos desconocidos en atrios de iglesias, despojada de toda timidez y entrando en materia sin trabas de ninguna clase. A saber: —¿Así que usted es viuda? —pregunta mi candidato.

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—Síííí, esteee... Mi marido murió hace ocho años —balo sin voz. (La lamparilla del cuartel de policía se balancea sobre mi cabeza). —¿Cuántos hijos tiene? —prosigue impertérrito el cazador. —Eh... cuatro. Pero todos son varones —subrayo infantilmente. Quiero restarle importancia al número. Es cosa sabida que los varones se independizan antes, que dan menos dolores de cabeza que las hijas. Pretendo convencer a este pesquisa que me arrincona contra las cuerdas sin piedad. —¿Y no le parecen muchos, cuatro hijos? —dardo certero al centro de mi pecho. —En su momento, cuando el padre vivía, éramos una linda familia. Y a pesar de lo difícil que fue criarlos, no me arrepiento de haberlos tenido —me recupero, de nuevo en guardia. Me mira con sus ojos fríos. Observo el cuello de la camisa ajado, casi sucio diría yo. Una corbata antigua se enrosca alrededor de su pescuezo flaco. Pero como no todos han de ser defectos, me entretengo en sus manos. Son hermosas. Con dedos largos, nerviosos. Rematan ligeros en la plazoleta de las palmas. El dorso surcado por venas pronunciadas que resaltan en lo magro de la carne. Prodigiosamente, esas uñas son cortas, parejas y limpias. Está sentado un poco de costado. Puedo observar, ahora, el pie delgado, calzado con una botita marrón que hace juego —por milagro— con las medias tostadas. Y digo por milagro porque sospecho que no coquetea con la ropa. O que realmente la última de sus mujeres, que dice que todavía vive con él, no se la supervisa, como lo hacen las esposas por tradición y mandato inmemorial. Vaya a saber el estilo de sus relaciones. No cuenta mucho, ni yo le pregunto. Cuando me pide que lo llame por teléfono, y anota el número, advierte mi ligera vacilación. —Puede llamar tranquilamente —dice—. Entre Isabel y yo no existe nada. —Y si no hay nada... ¿por qué siguen viviendo juntos? —No vivimos juntos. Lo único que hacemos es compartir la vivienda por razones económicas. Esto es largo de explicar. (Corte veloz para averiguaciones comprometedoras) No entiendo muy bien la situación, pero no quiero parecer —ni lo estoy— muy interesada. No soy celosa ni desconfiada, acepto sin insistir. Ahora que lo he visto, entiendo por qué necesita mentir para despertar un primer interés en las mujeres. Caminamos despaciosamente hasta el lugar de mis clases.

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—Qué casa tan elegante —comenta admirando la puerta bellamente tallada. Cierto, la casa es elegante. Pero nunca se me había ocurrido calificarla. Voy, hago el trabajo, que me resulta entretenido y salgo. Pero este caballero medieval se fija en los menores detalles estéticos. “Qué lindo abrigo”, ponderó apenas nos habíamos dado la mano. Al despedirnos junta prusianamente los talones, me echa una larga y cálida mirada —sí, cálida— recorriéndome de arriba abajo. Me pilla totalmente desprevenida. Sus ojos se han animado de pronto. Un insólito cambio. Alza mi mano y deposita en la palma un beso húmedo. ¿Me parece, o su lengua se apoyó un instante? Una oleada de sangre en la piel de mi cara me avergüenza. Pero... Reconozco. Su intención me transforma. Pego la vuelta para entrar sintiéndome otra. Ese minucioso, premeditado mensaje, ha producido el toque. ¡Touche! ¡Interesada! Me siento linda. Camino liviana como una pluma. Halagada, canturreo en el ascensor que me lleva al segundo piso. Si fuera mujer bajo tratamiento analítico, me tendría que pasar un buen rato en el diván hasta descubrir el verdadero porqué de este cambio revolucionario en mi interior. ¡Qué sola caminaba por las calles, para que este mínimo gesto me confunda de este modo! Su quinta está a tres kilómetros de la estación. Con razón se preocupaba tanto por conseguir un taxi. “Menos mal que las calles están asfaltadas”, pienso ahora estremecida. Los vidrios del automóvil se han empañado. Llegamos al fin a una tranquera verde, en medio de un bosque en quejumbroso movimiento por la fuerza del viento. —Un momento, un momento —dice y forcejea con el portón hasta conseguir abrirlo. Las luces del coche iluminan el nombre de la casa en una placa sobre la madera: “El Metejón”. ¡Vaya con el nombrecito! —murmuro. Sergio me toma de la mano, cortando mi monólogo. —Por aquí... Ahora acá —me ayuda a sortear los charcos. Lleva mi bolso en la mano libre y carga el suyo a la espalda como mochila. —Las mujeres criollas no saben calzarse para la lluvia —critica observando mis zapatos empapados. —¿Ah, no? ¿Y qué tendría que haberme puesto? —respondo ofendida. —Botas con suela gruesa —afirma rotundamente. —Pero cuando salimos no llovía —porfío yo. Editorial Letralia

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No confieso que quería impresionarlo. Bien calzada, con un poco de plataforma para parecer más alta. Me aventaja en algunos centímetros, que no justifican para nada eso de más alto que el término medio, longilíneo como se autodefine. —Toscas son esas plataformas que se usan ahora. Con los pantalones parecen mutiladas —otra verdad de a peso, que anuncia sin esperar respuesta. Menos mal que las mías no son “esas” plataformas. Por otro lado, tiene toda la razón del mundo, pero no me dan ganas de dársela. Este te digo y me dices no es un diálogo picante de una pareja en su primera cita a solas. Parece más bien el pan nuestro de cada día entre un matrimonio ajado, de dos que arrastran sus soledades aisladas y tristes por los bares de Buenos Aires. Menos mal que ya llegamos a la casa. Abre la puerta aprovechando la claridad de un relámpago y entra para encender la luz. Estamos en una amplia cocina fría, con olor a encierro, propio de los lugares deshabitados. Deposita los bolsos en el suelo y se vuelve a mirarme compasivamente. —Está toda mojada —echa una mirada en derredor y descubre una toalla en una silla—. Tome. Pásela por el cabello... A ver... a ver —me fricciona enérgicamente. Quedo casi seca. Otro hecho notable: no usamos el tuteo, pero me desarmo en sus manos, aliviada. —Ahora sí, bienvenida a esta casa, y por mucho tiempo. ¿Hay como un asomo de calidez en su voz? Imposible afirmar, los nervios me bloquean. Me toma la mano, me da uno de aquellos besos —en la palma, ahora con intención evidente—. La deja caer como un trapo y me ordena: —Si usted coloca la pava para el té, yo encenderé el fuego de la chimenea del cuarto. —Sola otra vez. Menos mal que aquí no llueve. Este gringo es frío. Criado como pollo guacho, sin ternura —catalogo en una evaluación que tiene como único fundamento mi miedo, y su desparpajo para dejarme sola. Rápidamente hago un racconto de mi situación: estoy en una quinta que no sé bien dónde queda, con un semidesconocido, en medio de un vendaval, sin teléfono. De noche. ¿Qué recursos tengo? Mientras no aparezca con un cuchillo, intentando partirme en dos, debo seguir mi impulso, el que me llevó hasta aquí; vivir, por lo menos una vez en la vida, una aventura antes de cumplir cincuenta. La casa se viste de madera por doquier. En los techos, en las puertas ojivales con mucho de monacal. En los rincones se apilan rollos de cable, máquinas de http://www.letralia.com/ed_let

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cortar el pasto; un banco de carpintero, una montura encima y aperos de caballo. Mezcolanza de platos sucios, diarios viejos, ropa. La casa de un hombre solo, en la que resalta, no obstante, la nobleza de la carpintería. Como sucede en estos casos, tardo un buen rato en descubrir el escondite de la vajilla. Un caminito de hormigas me señala el lugar del azúcar. Cuando al fin encuentro las tazas, resultan así: una celeste sin manija con un plato verde cachado. La otra —porque solamente hay dos— es verde más claro con el plato blanco. Acomodo la “porcelana” en una bandeja de madera y la deposito sobre la mesada. A este admirador del arte, no le interesan las tazas. Avanzo para encontrarlo. Paso por un living enorme con una pared entera recubierta de libros. En la parte central, el muro se abre en una gran chimenea. En los espacios vacíos, dos cuadros camperos de Caribé, con caballos sin patas y mulitas de caparazón pinchoso, que al parecer, parlamentan con los gauchos. Otros dos más grandes son de Molina Campos. Recorro un pasillo en sombras y esquivo apurada el hálito helado que sale del baño. Descubro un dormitorio, y a él delante de la chimenea. —¿Puedo ayudar? Me gusta encender el fuego —digo arrodillándome a su lado, sobre un cuero de vaca que sirve de alfombra. —El tiraje está frío, pero ya se calentará —dice haciéndome lugar. Prepara un rollo con una hoja de periódico y lo arroja al humo. —Acérquese más, así entra en calor —prosigue meneando la cabeza—. Al campo hay que traer ropa práctica. ¡Otra vez el tonito de superioridad alemana! Pero sonríe con simpatía. Sus ojos de pájaro inquieto se sosiegan un instante en mi pulóver, suben por mi cuello, examinan mi cabello —que estoy segura parece el pelo apelmazado de las muñecas viejas. No sé si salgo aprobada o no. Vuelve a hundirse en su silencio, atento solamente a la marcha del fuego que está vivo y cambia, como nosotros. Una llamita alegre se levanta. Sergio suspira: “Por fin”. La llamita pelea por expulsar la humedad de la leña, avanza culebreando. Él me rodea el talle sin mirarme. Me endurezco en una expectativa inquieta. La llama, de pronto adulta, se alza siseante en un victorioso crescendo. Su luz ilumina el cuarto, alarga nuestras sombras. Enrojece mis cachetes. La mano desciende, redondea mi trasero como un escultor modelaría un cuerEditorial Letralia

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po. La mano es flaca y práctica. Presiona de una manera lateral totalmente exitosa los broches de mi corpiño. Me vuelve y se vuelve. Enfrentados y todavía de rodillas, levanta mis brazos y me quita la ropa con lentitud artesanal. No me habla pero me come. El acecho del cazador seguro, guardabosque sin titubeos. —Cuánto llueve —digo como una idiota. Mis pechos se sueltan. “Qué hermosos” —dice sopesándolos dentro de la palma. “Qué hermosos”, y me besa otra vez. Siento esa conocida erección de mis pezones que, de sonrosados y distendidos se transforman en botones oscuros. —Unos nipples perfectos —pondera en su jerga erudito-ingenierosa. Se levanta de un salto y abre la cama. Se desnuda en un santiamén. Alcanzo a vislumbrar las piernas flacas, un trasero chato y blanco, una funda larga alojando los testículos, que le golpetean las piernas al introducirse dentro de la cama. Tengo ganas de soltar la risa, pero estoy tan nerviosa como una novia de quince. Me enredo en las medias, me quito desmañadamente el pantalón. Parezco un astronauta caminando pesadamente en su primera marcha por la superficie lunar. Con la misma gracia me instalo al fin entre las sábanas. Me pone de costado y su boca me busca ansiosamente. La mano, un haz de nervios, recorre mis caderas, alza mi pecho hasta su boca, me aprieta la espalda, me presiona contra él. Abrumada por esa efervescencia insospechada, correspondo solamente a sus besos. Me voltea con habilidad y se trepa encima mío. Sigue besándome concienzudamente. Su lengua me busca. Me encuentra, finalmente dispuesta. Vuelve a ocuparse de mis senos. —¿Quieres que te bese? —ofrece recorriendo el vello del pubis, que enreda entre sus dedos. —No, no quiero. No me gusta. No puedo —me resisto en estado de alerta. “Los alemanes tienen costumbres raras”. Lección número cinco en las reuniones “verdes” con amigas del colegio. Y éste es el primer alemán en mi vida. No insiste. Me mordisquea los muslos. Apoya su lengua en mi famoso ombligo. No me atrevo a bajar las manos buscando su sexo, que siento rozar blandamente apoyado en mi ingle. Deposita en el hueco de la mano un gran chorro de saliva, que lleva entre mis piernas como lubricante. Descubro que mi clítoris es masajeado suave, magistralmente. Este tipo no aprendió a hacer el amor por correspondencia. Es un habilidoso, disciplinado, atento y gentil amante, munido de un fuego contagioso y voraz.

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Su erección se demora, pero él no se preocupa. Acaricia mis orejas y me mordisquea el lóbulo. Hace mucho rato que olvidé el resquemor que sus grandes dientes postizos amarillentos me habían provocado aquel día del primer té. Me aprieta más. Percibo por fin su erección arribando en oleadas de sangre a su miembro. Lo introduce ayudándose con la mano. Nos ajustamos en el ritmo más antiguo y perfecto del universo. —¿Te falta mucho? —cuchichea en mi oreja. Yo me estoy diluyendo en un orgasmo contenido, largo, majestuoso. Un orgasmo olvidado, que me deja estupefacta y dichosa. —No creí que podría de este modo —puedo decir al fin, abrazándolo. —Ahora me viene... me viene, me viene —aúlla él con los ojos cerrados, en una concentración de esfuerzos. Abre la boca y su saliva se derrama sobre mi cara como caldo tibio—. Ahhh, qué bueno... —se desploma y limpia con el dorso de la mano la saliva en mi cara. Permanecemos abrazados sin hablar, sin movernos, los cuerpos sudorosos apretados, las entrepiernas húmedas de sudor y semen. Su sexo, desganado, permanece dentro de mí por un rato. Sus pies rozan mis pies. Sus manos se demoran en mi cara, en mi pelo. Una eternidad de paz. Afuera sigue lloviendo blandamente, un grillo se desafora en algún rincón. Se abalanza el recuerdo del poeta: “Llueve sobre la ciudad como llora mi corazón”. Pero mi corazón no llora. Se despereza alborozado, voluptuoso, descubridor de ese doblez apasionado casi lujurioso, que con provinciana prolijidad venía escondiendo de mí misma. No se baja hasta que lo empujo. Murmura pequeñas palabras: “Qué bien hueles”. “Ha salido perfecto”. “La sincronización fue la de un reloj suizo”. “Me gusta tanto besarte”. “¿Quién te enseñó a hacer el amor?”. Yo sonrío y también lo beso. ¿Es este el mismo Sergio del atrio de la iglesia? Mi dedo recorre sus arrugas, se hunde en el pómulo delgado. La ternura agradecida lo impulsa: —Tenía razón el cenicero —digo como para mí. —¿Qué cenicero? —murmura sin perder el contacto con mis pechos. —Uno que había en un hotelito, en una aldea de Francia. Decía: “Un buen gallo nunca es gordo”. Entonces pensé que era solamente una leyenda de humor. —La gordura nos hace torpes —se levanta y se viste con la misma velocidad Editorial Letralia

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con que se desnudó—. Tú quédate en la cama. Yo traeré algo para comer. En ese momento los dos nos acordamos del agua para el té. Hace rato hirvió y apagó el fuego, claro está. Al salir enciende la luz. Quince años de matrimonio firme con un marido que me amaba, que respetaba y en el que confiaba, habían hecho de mí esta señora gordita, casera y sin altibajos. En este preciso instante, necesito saber todo sobre Sergio. Su historia. Sus amores y dolores. Sus mujeres. Imperiosamente, quisiera oler su chaqueta, hurgar sus bolsillos, revisar su libreta de direcciones, tener la certeza de ser su historia única, memorable, definitiva; no ser “la mujer”. Pretendo ser la “última mujer”. Respiro a fondo y reacciono. Me estoy chiflando, y la locura me desborda. Debo recuperar la cordura. Cuento tres vigas maestras, y siete más delgadas sosteniendo el cielorraso de madera que se pierde encima del ropero en una bohardilla abierta donde guarda tablones que asoman junto a hierros y pedazos de caños. Escucho el croar de las ranas de afuera. Juguetean en los charcos, zambullidas en la mansedumbre de las gotas. (Quiero entretenerme. Persisto en mi intención de no pensar en nada) El viento se arremolina frente a la ventana, las persianas se golpean. No lo dejan pasar, así que retoma su camino despeinando pasto y desgranando gotas. Qué fabulosa flexibilidad, la de la naturaleza agitada ahí afuera. Con un escalofrío me arrebujo en la áspera robe hedionda de naftalina que saqué del baño. No tuve la precaución de cargar en el bolso una propia. Sergio aparece con la bandeja. Trae el té —ha cortado rodajas de pan negro—, un poco de jamón y queso que serán nuestra cena. De su hombro cuelga un repasadorservilleta-pañuelo de color indefinido. —Me gusta la lluvia —dice haciéndome prestar atención al llamado del agua contra los vidrios de la ventana. Se oye, simultáneamente, el sordo desgajarse de una rama en el bosque. Lo miro con miedo. Amo los árboles, pero conozco su poder destructivo al caer sobre los techos—. Los eucaliptos se rompen con facilidad. Por eso los he plantado lejos de la casa —explica con esa concisión a la que me acostumbro apenas. Comemos con hambre. Se ha instalado una finísima red. Un entendimiento de pieles, de sexo que nos sirve para observarnos de vez en cuando con sonrisita cómplice. Un hilo frágil, inútil para resolver mis incógnitas o evitar la lejanía que implanta en nuestro diálogo cuando así lo decide. Súbitamente, se sumerge en silencios con imágenes perceptibles sólo para él. Me aparta de su presente. Se aísla. Corre a refugiarse en el pasado. En su pasado en este mismo cuarto, con otras mujeres a las que también amó, que también lo amaron. (Ahora estoy sehttp://www.letralia.com/ed_let

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gura que es capaz de despertar pasiones) La legión de Frauliens y Mademoiselles que lo educaron, lo sacuden. Reacciona haciéndome una caricia distraída en el cabello. —Me gustan tus canas. No te las tiñas, por favor. (El perrito que soy mueve la cola agradecido). Arregla las tazas para devolverlas a la cocina. Hay otro dormitorio, pero de común acuerdo decidimos compartir éste, cuya cama es muy angosta. Me voy hundiendo entre las sábanas, lo espero despierta haciendo esfuerzos. Lo oigo en el baño lavando sus dientes. Levanta la tabla del inodoro y hace un pis largo a puertas abiertas. Este es otro tipo de intimidad al que me tendré que acostumbrar. Mi galán aparece al fin. La calva le reluce como un huevo y las piernas son realmente flacas. Cuando entra a la cama me corro. Pasa el brazo por mi hombro con ternura. Está muy oscuro. Pero qué hermoso este reposo juntos, iluminados por los resplandores del fuego que atizó antes de acostarse. Me aprieta contra sí. —No había imaginado que una madre de hijos como tú sería capaz de hacer el amor con tantas ganas —afirmación categórica, de esas que me dejan muda. Por lo visto, también tiene sus casilleros cuidadosamente clasificados. Solteras sexy que saben. Multíparas gorditas que no pueden. (¿O no deben?) Yo misma no me sabía capaz. Como tampoco creía que de golpe y porrazo podría desembarazarme de prejuicios, miedos y preconceptos a tal velocidad. “Jamás podría hacer el amor con alguien que primero no me conquiste”. Sergio se ha limitado a darme un beso insinuante en la mano y a llevarme dos veces al cine. Nunca advertí que hiciera esfuerzos denodados por convencerme. Quizás porque él mismo no estaba lo bastante convencido. “Ese tipo de piel” —aludiendo a la suya, blanquiñosa y con pecas. “Brrrr”. Y aquí estoy. Deseando que vuelva a la cama para tocarlo. “Para que pueda besar a un hombre, éste debe tener dientes inmaculados”. Y ya hablé de su boca. Cuando se concentra la cierra herméticamente, como la de un pescado antipático. ¿Habrá pescados antipáticos? —Marta, mucha gracia. Se sigue comiendo las eses. Uno de sus pocos vicios de dicción. Estoy sorprendida de la vastedad de su vocabulario, y de los idiomas que habla; de sus Editorial Letralia

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enciclopédicos conocimientos, que desgrana sin ostentación, al pasar. Se vuelve de espaldas. Observa las llamas que agonizan. Se lleva un dedo a la boca, como un niño de nuevo perdido. Nos ronda el silencio. Inmenso, casi de catástrofe. Arrimo los senos desnudos a su espalda y me cubro también. Mi mano busca su mariposa, que reposa entre las piernas, tibia en el cobijo del despoblado vello del capullo. —El verdor del pasto depende de la habilidad del jardinero —susurro en el oído del dormido. El miércoles, en la confitería donde nos encontramos ya habitualmente, me entrega su carta. La doy vuelta entre los dedos con temor. ¿Se estará despidiendo? —Por favor, no la abras ahora. Mejor léela en tu casa.

Querida: Lunes, después de aquel viernes. Fui a la fábrica aquella a trabajar. Todo el tiempo llevaba mis manos a la cara adivinando así tu perfume y el de tu fabuloso sexo. ¿Cómo podría pensar que bajo aquel aspecto de señora reposada —casi burguesa— se escondía todo ese fuego? Tu cara, transformada por la pasión, diez años más joven. Tu piel. He recorrido tus bosques y he besado tus valles para sucumbir en el glaciar helado de tu hueco. Qué terrible, insaciable y frenético ese aprisionarme y soltarme, soltarme y aprisionarme de tu magistral manera de hacer el amor. Nunca nadie antes me recibió así. Nunca he tenido estos sentimientos. ¿Cómo pude esperar tantos años para encontrarte? ¿Y que haré después de ahora? Te besa tu Sergio

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Estoy parada delante de la ventana del departamento que comparto con mi familia. Mira hacia las vías del tren. El mismo tren que nos instala uno y otro viernes a esos fines de semana en El Metejón. Tal vez alguien haya observado bajo un microscopio la evolución de un diminuto huevecillo; con una lentitud que está instalada en sus células como una marca inmutable, crece hasta alcanzar tamaño y fuerza. En el fondo de su instinto, la sabiduría ancestral conserva un rastro: algún día será mariposa. Pero su permanencia en el estado larval puede ser eterno. Tal vez muera sin que sus alas se mezan en la brisa. Antes de Sergio, yo era eso: una larva encerrada en mandatos obsoletos pero sólidos. Una prisionera de mí misma. En fin: una señora gordita, común, caminando por senderos planos y confiables. Me convertí como por ensalmo en una extraña. Río cuando él se alegra. Me aparto de mis amigos porque a él le disgusta compartir. Renuncio a mi bien amado mate amargo. Encuentro razonable que el famoso asado dominguero, una parte entrañable de mi folklore provinciano, sea desechado con desdén por Sergio. En el enfrentamiento, sus aciertos lúcidos me intimidan. —Se sigue con el asado y con el mate, hábitos de indios, porque tus compatriotas son haraganes, buscan lo más cómodo. ¿Por qué no crían gallinas? ¿Por qué en lugar de arreglar el mundo en el boliche, no estudian algo para prosperar? —en estos diálogos, entreveo mi cuerpo colgado de una soga. Soy ejecutada por su lógica. En instantes, como si nada hubiera pasado, se transforma. Me abraza. Caminamos bajo los árboles, tomados de la mano. Inventamos un pic-nic tirados sobre una vieja lona, escondidos en un rincón del bosque. Hacemos el amor. Ya no pendo de la soga. Me balanceo de un extremo a otro del arco iris. Con la misma velocidad con que me enamoro, adquiero chifladuras que siempre detesté. Reviso sus libretas, huelo su ropa, busco en los cuellos de sus camisas el rastro del rouge. Estoy saturada de miedos. A perderlo, a que encuentre la famosa flaca alemana intelectual, con la que podrá leer a Goethe en su lengua, o discutir los orígenes de Wagner, o si el cuadro de Egon Shiele que cuelga en su living es auténtico. ¿Valdrá 10.000 libras el pectoral egipcio de turquesas que se subasta en Christie’s? ¿Es mejor Fader o Quinquela? Diálogos en el mismo nivel. Este descubridor de mi sensualidad es mi mago y mi Satán. Lo persigo con interrogatorios celosos. Exijo tiempos que se reservaba. Agoto el fondo de su Editorial Letralia

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paciencia. Estoy resultando lo que él temía: una burguesa dependiente. Pretendo cercenar su preciosa libertad, su albedrío que maneja sin necesidad de compromisos. Una cosa es hacer el amor como el ejercicio de un arte. Otra diferente es la entrega. Con la frialdad que le conozco, elegantemente, instala esa línea continua que marcan los monitores del hospital cuando alguien se muere. “No nos veremos más. Comparto otra relación”, reza el telegrama que me envía. Telegrama idéntico al que nos despide de un trabajo. A tropezones, cegada muchos ratos, por el flujo interminable de mis lágrimas, me arrastro un dilatado año, enmarañada en el caos. Finalizo el duelo una mañana diferente. Puedo por fin afrontar el brillo de las vías, y los trenes que pasan no hacen temblar mis piernas. Las huellas visibles se acurrucan en mis ojeras y en mi piel sin lozanía, pero mi corazón casi logró el sosiego. Desfilan por mi memoria una cantidad de mujeres que conozco. Mujeres casadas, con buen pasar. Sobrellevan relaciones resignadas, pero permanecen encadenadas, sin coraje para afrontar sus verdades. Evadirse de un aro seguro, donde los baches ya son conocidos, para abrirse paso otra vez en la arena, no las tienta. La evidencia del fracaso es, sin embargo, inocultable. Está en el rictus amargo de la boca, en la estridencia de la voz, en la urgencia por someterse a masajistas, peluqueros de moda, viajes en los que no se aprende nada, o partidas de naipes donde es estaqueada sin rubores la intimidad de las amigas. Son mujeres sin paisajes, sin música. Cansadas del sexo sin matices, eluden el contacto físico con un argumento infantil: dolores de cabeza o malestares en el vientre. Olvidaron hace rato el andante vivacce de dos cuerpos. En este instante, algo gracioso se me ocurre. ¿Qué pensarán los hombres de la idea de abrir aulas de asistencia obligatoria pre-pareja, en la que mujeres con especialidades médicas, psicológicamente inteligentes, émulas de la escuela de Van de Velde o Masters y Jhonson, cautelosas y conocedores, les explicaran paso a paso, la organización y funciones del cuerpo femenino? ¿Se convencerían que muchas mujeres no son frías, como anuncian, sino solamente mal trabajadas? ¿Entenderán que a la mayoría conmueve más un pequeño ramito de violetas, o un chocolate que brota de un bolsillo, que las promesas a futuro de un galán inmaduro? ¿Saben que el espíritu del baile huye asustado cuando los jóvenes se sacuden como marionetas epilépticas, incapaces de emocionarse con Patsy Cline cuando canta Crazy? Mi pensamiento trae un rebote melancólico: Aquellos atardeceres otoñales, en nuestro dormitorio-nido. Mi mano en el http://www.letralia.com/ed_let

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cobijo de sus dedos atesorando la memoria del mapeo de nuestros cuerpos en la noche pasada, expectantes para la experiencia que se avecina. Los rescoldos del fuego que agoniza entibian la piel de nuestras espaldas. Advertimos el solaz blando de la lluvia en la ventana, y reímos del grillo que canta en el ropero. Afuera está la sumisión del árbol ante el viento, el bramido del trueno, la luz del relámpago que lo sigue. Los relojes se detienen. La humanidad entera está feliz. Mi Houdini transformó mi conejo, y dibujó el nuevo horizonte de mi cielo para siempre. ¿Qué puedo decirle, sino gracias? La tierra no puede enojarse con el sol que embiste la corteza hasta lograr germinar su entraña.

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Er贸tica Face to face kiss to kiss mount to mount lips to lips sex to sex life to life death to death. Marcos Ricardo Barnat谩n (1946 - )

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Regla número veintidós “Los celos, y por consiguiente el amor, son incrementados cuando uno sospecha de su amado”.

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Los de a bordo Esteban, el piloto. El Boeing aterriza limpiamente, no obstante la neblina cerrada. Se come velozmente el primer tramo de pista, se desliza más lento, y frena sin dificultad. Un aplauso cerrado del pasaje, sonroja de satisfacción a los de la cabina, que recobran la compostura. El copiloto suspira y mira su reloj. Los demás, sentados, observan silenciosos los movimientos de la gente de tierra. Esteban es el último en reaccionar. Mientras duró el vuelo, movido en varios tramos de la ruta, los nervios tensados le produjeron la descarga de adrenalina necesaria para que los pasajeros permanecieran confiados en los asientos. El aterrizaje, las últimas conversaciones con la torre, quitarse los auriculares, saber que tiene que bajar, colocarse la chaqueta y la gorra, salir de su cubículo y enfrentar los problemas de tierra, le producen una angustia extraña, que le envara las piernas. Se inclina y toma el telefonito de su bolso. —Hola... ¿es la clínica psiquiátrica? ¿con quién hablo? ........................ —Soy Esteban Méndez... sí, el esposo de Anaella... ....................... —Por favor... le ruego que le diga que aterrizamos bien... que la llamo del hotel apenas llegue... http://www.letralia.com/ed_let

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...................... —Otra cosa Rosalía. Usted, que es tan paciente con ella... dígale que la quiero mucho. No lo olvide, por favor... Anaella necesita estar segura... todo el tiempo, segura. Gracias, eh. Muchas gracias.

Asiento 23 D La anciana espera que sus compañeros de hilera desciendan. A solas, abre su carterón de mano. Hábilmente introduce la manta y dos juegos de cubiertos. Sin nervios, con la conciencia limpia. —Todo lo que ganan estos gringos, con los aviones llenos; viajamos apretados como sardinas —murmura—, qué les hace perder una cucharita o dos. Retoca con polvo la punta de su nariz, y se despide de la azafata con una sonrisa y un hasta pronto.

Javier, Comisario. —Sí, señor... aquí está su abrigo —lo dobla y se lo alcanza al del asiento 30 C, que lo olvidó con el apuro por bajar. —Cuando salimos, quieren subir primero... cuando llegamos, se desesperan por descender —piensa sin borrar la sonrisa que le permite exhibir las dos hileras de dientes blancos y saludables. Calcula el riesgo, y se arrima a Teresita, la azafata, que bosteza con disimulo detrás de su pequeña mano. No hay tipo que no le tenga hambre a Teresita. Si se la mira rápido, es una rubiecita sin maquillaje, con el pelo anudado atrás en una cola. Pero si uno se detiene, y se fija en las piernas torneadas, en la gracia con que mueve las caderas, en la perfección de las diminutas orejas... se engancha como un imbécil, cualquier macho. Hay historias de pasajeros que le mandan flores. Otro mas osado la esperó en el comedor del hotel. Jamás aflojó con nadie. Qué piba sensacional. —¿Querés tomar un trago antes de la cena? —suelta haciéndose el canchero. —No. No puedo. Estoy cansada. En este vuelo hubo gente pesada. —Sí , el borracho del 19 A ¿no?

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—No. Al borracho lo atendió Laura. Tiene mas carácter que yo. —¿Entonces? —Es que ya vengo mal de casa... los chicos estuvieron con gripe... Lisandro aprovechó mi estadía para inventar un escándalo.. estoy harta. Har-ta —deletrea con la cara seria. Sergio, embalado, siente que pierde el control. —Vos sabés que no me quiero meter en tu vida... pero ¿por qué no te separás? Teresita ya arrastra su carrito y el abrigo. —No me separo por mis hijos. Me casé con Lisandro conociendo su naturaleza celosa, para darles el gusto a mis padres. “Es un buen partido. Lo conocés de chico”. Me taladraban. ¿Sabés lo que soy? Una cobardona. No asumo mis fracasos. Punto.

Laura, la azafata. Este Sergio es un imbécil. Se tira con cada mina que se le cruza, debe creer que la calza de oro. Detesto hasta el perfume del desodorante que usa. Si se cree simpático se equivoca —cierra con energía los portaequipajes, y avanza por el pasillo vacío. El pelo renegrido, bien cortito. Los ademanes varoniles y el cuerpo fibroso. Vista desde atrás, podría confundir a cualquiera.

En la Aduana. —¿Me puede mostrar el pasaporte? ....................... —Mmmm... hágase a un costado, por favor. ..................... —Walter... acompaña al señor atrás... No. Las valijas las lleva el señor. Usted acompáñelo, nada más. ....................

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El Vista suelta una contractura en el estómago que le produjo el joven que mandó para atrás. —Si lo agarro a mi hijo en una andanza de éstas... lo mato. —El que sigue, por favor.

En el hotel. En la habitación 303, Teresita se ducha sin canturrear, como lo hacía antes. Laura ya recibió al camarero, y empezó a desvestirse apresurada. El uniforme a la percha, los zapatos a un rincón. Se desabrocha el sostén y se lo saca por la manga de la camisa. —Demasiada calefacción —rezonga—. Qué vida miserable la nuestra. Ayer, Buenos Aires reventaba con la humedad y los cuarenta grados. Aquí, la niebla y el frío. —Ya no me quedan museos por conocer, ni puentes que no haya cruzado. Un opio. Si no fuera por Teresita... Separa de la bandeja dos crêpes de espinaca para ella. El vino blanco es alemán. Está tan frío que aparecen diminutos cristalitos en el exterior de la copa. Espera que Teresita aparezca desnuda, como siempre. Las piernas largas, el vellón codicioso, la sonrisa. Los besos. La entrega. La notable virilidad de Laura está en guardia. Un acecho feroz de cazador que espera. Teresita avanza envuelta en la salida de baño. Jamás la vio tan seria. Ya venía rara en el vuelo. Pero ahora... —Quería que estuviéramos solas para hablar, Laura... Lo nuestro terminó. No aguanto más. —Pero... si yo creía... —No. Vos no sabés. No tenés hijos. No soporto la mirada de mi hija, Laura. Me desnuda. —Pero si es una chica... —No. No es chica. Ningún hijo es chico para observar a una madre, no la subestimes. Cuando mi viejo tuvo su famosa aventura con la secretaria, yo tenía Editorial Letralia

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5 años. Me daba cuenta. Algo raro pasaba. Así que antes de salir, pedí en la oficina que me cambien a otra tripulación. —¡Teresita! ¡No me podés hacer esto! ¡No te lo podés hacer a vos! —el reclamo y las lágrimas sacuden el cuerpo de Laura, que se arrastra para rogar. —No, amiga. No hagas esto. No te tortures, ni me hagas sentir peor. Cuando empezamos, hicimos un trato: hasta que yo aguantara. Fue una buena época para ambas. Para mí, una experiencia que duró mucho, demasiado. Sos una hermosa persona, Laura, más fuerte que yo. Pronto estarás libre, y encontrarás alguien sin compromiso de quien enamorarte... —Correrá mucha agua bajo el puente, antes que eso pase... Pero si es tu decisión, la respeto —va agarrando ropa de la valija y se viste con rabia. La mirada turbia. Las manos como garras, estrujan la cartera. —Y ahora... ¿adónde vas? —Una tarada que venía en el 6 C me dio una tarjeta. Hay una reunión esta noche, en su casa. De gente como yo. El portazo retumba en el pasillo. Teresita apaga la luz, y con los ojos cerrados, por primera vez en muchos meses, se relaja. Puede visualizar a su hija, sentada al borde de la pileta. El varón juega en el agua y el marido prepara el fuego para el asadito. Una visión imposible de lograr durante los largos meses de naufragio. Cerrar los ojos. Pretender verlos. Una quimera. Una alegría negada a su corazón, una y otra vez. Algo notable sucede: como en una secuencia, los sigue visualizando: la nena se ata un elástico en el pelo, como ella. Luisito le tira un sapito verde de goma y la pelea estalla. —Señor, o como te llames, ayúdame. Ayúdame a ser mejor persona. Que no les pase nada, nunca. Dentro de un rato aparecerán los abuelos. La abuela tenderá el mantel, y Lisandro discutirá con el suegro las últimas medidas imprescindibles que el gobierno posterga. —Teresita estará el martes de regreso —dice Lisandro al servir la comida—. No veo la hora de mi esperado ascenso para tenerla siempre en casa. Todos la extrañamos un montón.

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Barrio sin luz Fragmento “Se va la poesía de las cosas o no la puede condensar mi vida? Ayer —mirando el último crepúsculo— yo era un manchón de musgo entre las ruinas”. Pablo Neruda (1904 - 1973)

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Regla número veintitrés “Aquél que ama come y duerme muy poco”.

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El último crepúsculo Jean-Pierre ama a ese río. Siente que se pertenecen. Tan intensamente lo conoce. Según sople el viento, la vaharada de la corriente puede ser pestilente. Las sobras de las reses que matan los carniceros, arrojadas a las aguas, se pudren en las barrancas, detenidas en algún recodo. En verano, el sol y las moscas participan de la putrefacción y los peces engordan para que las aves sobrevivan. Otras temporadas, el río cambia. Las olitas son pequeñas. Rompen contra las paredes que lo contienen como suaves cachetaditas en el muslo de una mujer. El agua huele a hembra, perfumada con las flores de los árboles que crecen en la orilla. Al amanecer, lo despierta el griterío de los campesinos. Saltan de los carromatos. Se instalan en la orilla con animales de carne o aves. Verduras, frutas y bebida, infaltables. Venden, regatean y pelean con los sirvientes que hacen las compras para sus amos. Un chisme de palacio puede ser cambiado por un saco de manzanas, o por una botella de aguardiente. Hasta mediodía, el mercado vibra. La siesta tiene la pesadez del hartazgo de las sobras. Al anochecer, regresan cansados a las chacras con el hato de perros y el bullicio de los chiquilines. Las rameras satisfechas, vuelven también a sus casuchas. Las monedas para el mantenido suenan en los bolsillos. Requechos de carne y fruta machucada para los hijos, envueltos en el pañolón de lana. Mañana Dios dirá. Invierno o verano, para Jean-Pierre, esa es la mejor hora del día. Desde los escalones de tabla que bajan al río, el horizonte le pertenece. Los ruidos se atehttp://www.letralia.com/ed_let

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núan por el desnivel, y las risotadas llegan, pero lejanas. Otros boteros, como él, dormitan en el suelo de sus barcas a la espera de ser llamados por los clientes. Los edificios sobre la otra orilla son bajos. Las estrías rojizas o violetas se alargan en el confín, donde el sol se va poniendo. El instante es fugaz, de una eternidad traslúcida, pero a Jean-Pierre le alcanza para soltar sus sueños. Sueños de pobre. Inalcanzables para un remero joven. Hace un año cruzó a la joven, por primera vez. Desde entonces, el embeleso lo atrapa. Olvida comer, hasta que las tripas hambrientas se retuercen. No bebe por miedo a perderla de vista, y que sea otro el que la traslade. Ella escapa de palacio por una puerta oscura, envuelta en una gran capa, con el sigilo de quien se esconde. Capa amarilla, o azul, o castaña a veces de piel que recubre de pie a cabeza a su pasajera especial. No siempre usa sus servicios. A veces le toca a Esteban, otras a René. Murmuran que antes elegía siempre a Coquelén. —Coquelén —cuentan— era hermoso. Tenía brazos fuertes y piernas largas. Un día lo desafiaron. Medirse con un aldeano, famoso por el tamaño de aquí —el que narra, señala, entre risotadas, la entrepierna—, sin sobarse, así nomás, le ganó al palurdo por lejos. Hasta que un día... ¡desapareció! ¡Se lo tragó la tierra! O el agua —concluye el narrador mirando para todos lados. —El agua... ¿por qué el agua? El hombre sacude la cabeza y se pierde en el mercado sin contestar. Cuando Jean-Pierre hereda el bote de su padre, Coquelén es una leyenda más de las que rondan la costa cuando el vino suelta la lengua de los friolentos. —Los elige... los usa una noche y los soldados los sepultan en el agua envueltos en una lona con piedras —murmuran— bueno..., mueren pero se dan el gusto ¿eh? Otra de las intrigas de Jean-Pierre es la Torre. Todos la llaman así: La Torre. Está en la otra orilla. Se sabe que en la parte baja una guarnición de soldados vigila el río. Muchos boteros los conocen, de llevarlos y traerlos. Joseph, que habla como un loro, dice que no sólo cuidan el río; que adentro juegan por dinero, se emborrachan hasta rodar por los pisos, y las mujerzuelas entran y salen, de jarana en jarana, boconas contando cosas de palacio. —Una vez pude espiar —Joseph morirá por la lengua— y vi que en la parte trasera de La Torre hay una escalera. Lleva a otro piso. La puerta es maciza, no hay ventanas. Dicen que ahí... ahí pasan cosas. Y que los guardias... esos son los que se encargan de tirar los paquetes al río. Editorial Letralia

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—¡Mejor cierras el pico, Joseph! —brama el patrón del muchacho—, mejor que olvides todo. Si alguien te pregunta, álzate de hombros. Hazte el bobo. No sabes nada. No viste nada... si quieres seguir vivo, es lo que te conviene. Las zancadas del viejo se apagan en la blandura de la tierra. Ha llovido. Hay barro por todos lados. Esa semana, al anochecer, la dama de la capa a la que acompaña otra mujer —vieja y con cara de ogro— contrata a Jean-Pierre para un viaje. El dedo anillado de la vieja señala La Torre. —Llévenos allá —ordena secamente. La joven se arrebuja en el abrigo, y sonríe. Jean-Pierre cree que vive un sueño. Toma una bocanada de aire, y el remo se hunde, rompiendo el agua, que salpica. Los dientecillos de la joven, húmedos. Como si, caprichosamente, el rocío se instalara en sus encías para siempre. —Ten cuidado —ahora la dama— porque, aunque joven, lo de dama le cabe. No tengo tanta prisa por llegar... —el hoyuelo de la sonrisa, la manito enguantada, el perfume que escapa del envoltorio, celeste esta vez, trastornan el escaso sentido de Jean-Pierre. La historia de Coquelén, borrada. La magia, opacando la razón. Perturbado, pretende no mirarla. Pero el viejo animal se despereza. Se agranda, en el arrebato. Su amuleto, enloquecido, quiere escapar de su escondite. Buscar el albergue justo. Ese que la joven mantiene oculto y palpita entre sus piernas. Ese al que lo invita su risa, abierta ahora, y la velocidad caliente del rayo de sus ojos. Tres semanas más tarde, lejos de La Torre, donde la corriente baja, un briboncito de la costa descubre el bulto, trancado en un recodo. La lona está rota en varias partes. La cochambre ahuyenta a los pocos curiosos, que no se ocupan demasiado en averiguar quién es el muerto. El patrón de Joseph remolca desde la otra orilla la barcaza de Jean-Pierre, sin comentarios. Esconde cuidadosamente en el bolsillo un abanico nacarado. Mira hacia La Torre se persigna y suspira. —Fue tu último crepúsculo, Jean Pierre. Homenaje parco pero sentido, de otro hombre del río. La luna, silenciosa hace arabescos de luz y sombras en la superficie, rielando ausente. Ni trágica, ni http://www.letralia.com/ed_let

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alegre. El vientecito que anuncia el otoño seca el lagrimón sincero del vejete, que se arrebuja al trepar hacia la costa. En palacio, las luces encendidas llegan hasta los jardines. Adentro, a no dudar: Juana, calmada, toca el laúd con languidez de hartazgo. Felipe estudia nuevos impuestos para el pobrerío. C’est la vie. En la vieja Francia, o en el Cambalache del tango nacional.

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Una mujer desnuda y en lo oscuro Mario Benedetti “Una mujer desnuda y en lo oscuro tiene una claridad que nos alumbra de modo que si ocurre un desconsuelo un apagón o una noche sin luna es conveniente y hasta imprescindible tener a mano una mujer desnuda. Una mujer desnuda y en lo oscuro genera un resplandor que da confianza entonces dominguea el almanaque vibran en su rincón las telarañas y los ojos felices y felinos miran y de mirar nunca se cansan. Una mujer desnuda y en lo oscuro es una vocación para las manos para los labios es casi un destino y para el corazón un despilfarro una mujer desnuda es un enigma y siempre es una fiesta el descifrarlo. Una mujer desnuda y en lo oscuro genera una luz propia y nos enciende el cielo raso se convierte en cielo y es una gloria no ser inocente una mujer querida o vislumbrada desbarata por una vez la muerte”.

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Regla nĂşmero veinticuatro “Cada acto de un amante termina en el pensamiento de su amadaâ€?.

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Por sorpresa Los dos campos corren paralelos, hasta donde la vista no alcanza, cerca de la frontera con el Paraguay. Por vecindad y por oficio, los intereses de ambos dueños son casi los mismos: rigorear a la pachorrienta peonada para que el engorde y la venta del ganado sea provechosa cuando a fin de año, lleguen las ferias de remate. Las mujeres se encargan de las cocinas. Fabrican quesos en los tiempos que abunda la leche, y en invierno cerdos y vaquillonas muertas son sazonadas con fórmulas secretas. Chorizos y quesos de chancho, orear el charque para la temporada de las lluvias, son tareas bajo su mandato. Las despensas desbordan, las pariciones son buenas, el pasto verdea como de esmeralda por las continuas lluvias. Están tan ensimismados en su quehacer, tan lejos de los pueblos, que no se interesan ni siquiera por la política. Ningún caudillo se anima a penetrar en esas lejanías, donde todavía hay que sofrenar a los indios a punta de machete y restallar boleadoras contra los garrones carachosos. La peonada murmura que en ambos cascos de estancia, debajo de las raíces de los árboles de paraíso que las rodean, los padres de los que ahora mandan, enterraron en recios baúles de hierro, la platería, las joyas y los lingotes de oro, para no ser robados por la chusma soldadesca en los tiempos de la Guerra de la Triple Alianza. Y muchos ven, en las noches de luna, cuando las vizcachas bailan tomadas de la mano, brotar de la tierra el reverbero inconfundible del entierro. Los dos hombres, Tomás Centeno y Leandro Leyes son hombres de campo. No saben ni leer ni escribir, pero nadie es mejor que ellos con los números. Según mentas del fogón, cuentan el ganado por las patas, marcan sin escrúpulo toda http://www.letralia.com/ed_let

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vaca orejana que atraviesa sus tierras, y se divierten en las carreras cuadreras que se hacen una vez por mes. Corre el año mil ochocientos noventa, y en Corrientes no hay miseria. La familia Centeno tiene un único hijo varón. Los Leyes no conocen la alegría que dan los hijos. Su niña mimada es Doñita, la ahijada y heredera forzosa de la pareja. Ellos envejecen solitarios, como esos papeles de seda que envuelven los chocolates que vienen de París, y solamente se premian en los veranos con la presencia de la chica. Apenas terminan las clases en el pueblo, aparece Doñita por la estancia. La traen en una carreta tirada por bueyes, vigilada adentro por la china que la crió. Afuera, guardada por una escolta de peones armados hasta los dientes. Cuando baja de la carreta, en un revuelo de enaguas almidonadas, toda peinada con moños de organdí, relicarios de plata atados con cintas negras de terciopelo rodeando su cuello, y perfumada con heliotropo, la casa entera empieza a vibrar, desbordada por esa juventud dinámica que la alienta. Entusiasmada con el bullicio de la ahijada, la madrina accede a cambiar los muebles de lugar; a las arañas les quitan los tules de mosquitero que las envuelven, para que no las ensucien las cacas de las moscas, la pianola retumba en valses y mazurcas, y las sirvientas corren por las galerías sirviendo pastelitos de dulce de membrillo y refrescos de lima y de limón. Los domingos son días de visita. Llegan los vecinos en el sulky, incómodos los varones con la ropa de salir, remilgadas las mujeres que tratan de usted al marido, y no muestran los tobillos por decoro. Ninguna de esas matronas ha sido vista desnuda por sus cónyuges, y ya lleva, cada una, más de veinte años de casada. Esa exhibición es para las mujeres de la vida, que venden su mercancía como pueden. Esa semana pasó la carreta del gitano Ramón. La conversación gira alrededor de ese acontecimiento, que sucede en el verano, cuando la tierra se raja en dos como una sandía y hasta las iguanas se esconden del calor. En invierno el río se sale de madre, los barrancos son traicioneros y nadie se atreve a vadearlo. —Yo le compré unos aros de plata de Potosí y una pieza de nansú —dice una rolliza matrona de ojos verdes. —A mí me gustó el perfume de Roger Gallet... también hice quedar unas sartenes nuevas, unas telas de broderie, y cotines para renovar los colchones, que están apelmazados —la madrina de Doñita sonríe. No confiesa que también compró satén, para usarlo en la ropa interior. Editorial Letralia

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Tomasito Centeno y Doñita pasean bajo los naranjos trémulos por el peso del azahar, observados por la familia y los sirvientes con la simpatía de un secreto a voces: cuando sean un poco mayores, estos dos se van a casar. En la infancia no muy lejana, él le enseñó a montar en pelo a caballo, y se dejó ganar al dominó para no enojarla. Juntos desafiaron la picadura de las lechiguanas, para robar miel, huyendo del enjambre enardecido. Juntos... juntos hicieron muchas travesuras. Ahora todo un joven, siente por la chica un cariño firme y cree en la seguridad tranquila de un destino compartido. —Mirá —muestra Tomás, señalando los confines del campo—. Cuando nos casemos, nuestras tierras se juntarán y nuestros hijos jamás van a pasar hambre. A Doñita no le interesan los campos, ni los hijos, de los que no siente el menor llamado. En ese mismo instante Tomás no es Tomás, sino un árabe de ojos negros, montando un caballo retinto, sujeto en dos patas por el jinete que se agacha, la levanta a la grupa y se la lleva desmechada a una carpa caliente, con cojines de brocato desparramados por el suelo, colgaduras de perlas y olor a pachulí. Afuera el desierto se conmueve por el fragor de su pasión, por el sudor de sus cuerpos anudados. —Falta mucho para hablar de hijos —dice sacudiéndose la arena del revolcón del sueño. Tres años más tarde, los padres se juntan y ponen fecha al compromiso. Doñita ya terminó la escuela, donde las monjas le acomodaron un poco el carácter revoltoso y le enseñaron a bordar primorosas carpetitas en punto cruz. Está llegando el invierno, hay que acelerar los aprontes antes que los caminos se pongan intransitables. Se resuelve de común acuerdo mandar a Doñita al pueblo con su ama y su escolta de gauchos, a contratar el Club Social, hacer los arreglos para la comida y conseguir la orquesta. Los padrinos, los padres y Tomás llegarán a la ciudad el día antes de la celebración. El clima conspira en contra de los planes. Dos días antes del compromiso, el tiempo se descompone y llueve como en la época del Diluvio. Los del campo no pueden llegar, el río ruge desbordado, en medio de un estruendo de truenos y relámpagos. En el pueblo, los pollos están asados, las bebidas compradas y los músicos ya afinan sus violines. Deciden hacer la fiesta de compromiso sin el novio.

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Doñita, bien marcado el talle por el vestido de raso, baila un vals con un primo. En un giro, descubre, parado en el zaguán, al candidato de su hermana Rosa, un tenientito mal mirado por los padres de las chicas. Conversa con él un moreno de ojos negros, mirada osada y porte aventurero. —Pasen —dice Doñita—. La fiesta es mía, y a ustedes los invito yo —un desafío atrevido de una niña consentida (convienen las viejas). El desconocido, un francesito apenas llegado al pueblo, la enlaza por el talle sin pedir permiso. Por eso que alguien llamaría casualidad, sus ojos son negros, y su oficio, comerciar caballos de raza. Ella esconde en el escote el anillo de compromiso, sin siquiera ruborizarse ni sentir la comezón del remordimiento. Después de una semana, escampa. Penosamente, las carretas que vienen del campo atraviesan el caserío. En la casa de Doñita se viven momentos de drama. La madre no se puede recuperar del soponcio, aun si la friegan de noche con alcanfor y le dan tisanitas con brandy de beber. También, no es para menos. Al otro día de la desventurada fiesta, Doñita se casó en las afueras del pueblo, en una capillita perdida, con el francés. Sin madrina, sin traje blanco ni azahares en el pelo. Por supuesto, con la complicidad de Rosa y las diligencias del tenientito aquél. Los esposos refugian su pasión de incendio en la pieza del hotel. Recién al mes se los ve aparecer, tomados de la mano, buscando una casa decente para vivir. Las lenguas dejan de moverse mucho tiempo después, cuando la pareja ya tiene cuatro hijos, de los once que procrearán en el transcurso de sus vidas. A las viejas todavía les dura el espanto, y tiemblan por el mal ejemplo. Cuando aparecen los domingos por la iglesia, seguidos por los hijos, envueltos en un vaho romántico y tormentoso, que huele a cosas prohibidas, se apuran a persignarse para que los demás las vean, pero soban sus escapularios con la esperanza de una aventura parecida. Luis, que así se llama el francés, resulta un amante memorable. Pero es un pésimo administrador del dinero. Cuando su fortuna y la de Doñita desaparecen, malgastadas en apoyar partidos políticos perdedores, o en la compra caprichosa de formidables caballos de raza, o en las riñas de gallos de los andurriales, o en las partidas de naipes del Club Social, donde el que pierde paga con honor, se enferma una noche de farra por esos campos de Dios, y lo traen a la casa medio muerto, a lomos de una mula.

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Doñita lo observa y tiene la certeza del final. Le cruza las manos sobre el pecho, lo llora sin consuelo, con un llanto inacabable, y usa, desde ese momento, un luto riguroso, con sombrero de siete velos que no se quita más que para realizar las faenas de la casa. Los once chicos también son vestidos de negro. El hogar se cierra hacia adentro al atardecer, a la hora de la tristeza. Todos juntos rezan interminables Padres Nuestros por el que no está, y cada lunes desfilan con ramitos de flores y velas blancas hacia el cementerio. —Tu padre sigue con nosotros —afirma Doñita—. La gente se muere de verdad cuando los vivos no los recordamos. Su corazón, que conoció con el francés todas las gracias y desazones del amor, se clausura como una puerta pesada. A veces, los recuerdos se cuelan, sin permiso, y ella vuelve a temblar, azotada por el huracán que generaba, con sólo rozarla, el hombre excitante, apasionado y tierno que fuera “su Luis”. Con espíritu práctico y una tenacidad que le durarán hasta la muerte, mira a su numerosa prole y decide arremangarse para salir adelante como sea. Cualquier trabajo es honroso si se trata de conseguir dinero para que los hijos no dejen la escuela, y sean algún día, personas de provecho. Con las artes de hacer dulces aprendidas con las monjas, prepara exquisiteces para vender. Los domingos, de su cocina salen viandas fragantes para las casas de la mujeres que ese día no quieren cocinar. Las costuras ajenas se deslizan por sus manos habilidosas, y tiene tiempo y fuerza para arengar a su pequeño ejército, enseñándoles cómo se lucha por la vida, capeando la miseria con dignidad. Cuando su hijo mayor cumple quince años, ya contribuye al sostén de la casa con su sueldito de protocolista en la escribanía de un amigo. En ese tiempo los protocolos se hacen a mano, y el muchacho tiene una letra hermosa y pareja. Una tarde, en la que el hormiguero bulle con los respectivos quehaceres, se escucha un golpe de manos en la puerta. Una de las chicas sale a abrir. —Mamá, la busca un señor... No lo conozco... —¿Te dijo cómo se llama? —Dice que se llama Tomás Centeno... que usted sabe quién es... —La madre se sonroja debajo del cansancio. —Que vengan tus dos hermanos mayores —ordena mientras se quita el dehttp://www.letralia.com/ed_let

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lantal y se alisa el pelo. Cuando los convocados aparecen, Doñita los sitúa, uno a cada lado. Hace pasar la visita. Tomás Centeno está tan nervioso como ella. Da vueltas el sombrero entre las manos, indeciso. Algo más viejo, con algunas arrugas de desencanto y hombros pesados por las rudezas de la vida a campo abierto. —Me enteré de la desgracia de la pérdida de tu marido... y vine a ofrecerte mi nombre y mi fortuna para criar tus hijos —dice de un tirón, maltratando el borde del sombrero. Doñita no titubea. —Y yo te digo, Tomás Centeno, que te agradezco mucho. Pero ya debías saber que soy mujer para un solo hombre. La voz le sale pareja y firme, con una decisión que será lección de vida para sus hijos que espían y escuchan azorados. Se levanta y lo despide sin darle la mano. Esa noche, cuando todos duermen en la casa, ella tiene un hermoso, reiterado sueño: está bailando bajo las luces del salón del Club Social con el árabe de a caballo, que no es otro que su Luis. El hombre que consiguió domesticarla con caricias, hacerle once hijos casi sin que se diera cuenta, enredada en el torbellino de la pasión, para desaparecer un buen día por sorpresa, como había venido.

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Bienvenida Mario Benedetti “Se me ocurre que vas a llegar distinta no exactamente más linda ni más fuerte ni más dócil ni más cauta tan sólo que vas a llegar distinta como si esta temporada de no verme te hubiera sorprendido a vos también quizás porque sabés cómo te pienso y te enumero. después de todo la nostalgia existe aunque no lloremos en los andenes fantasmales ni sobre las almohadas del candor ni bajo el cielo opaco yo nostalgio tú nostalgias y cómo me revienta que él nostalgie”. (1920 - )

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Regla número veinticinco “Un verdadero amante considera que nada es bueno excepto que piense que aquello complacerá a su amada”.

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Recursos humanos —Hola... ¿es el 4000-7365? —Sí... es el número... ¿necesita que lo atienda alguien en especial? —Me dijeron que hable con Ricardo... —¡Ah! ¡Tiene suerte! Yo soy Ricardo... ¿quién lo recomendó? —........................................................ —¡Hola! ¡Hola! ... me cortó. . —Hola... ¿quién es? —Hola... Por la voz, me parece que es Ricardo ¿no? —Sí, soy Ricardo... ¿usted llamó ayer? —Sí, llamé y hablé con usted... o iba a hablar. —Pero me cortó. —Es que de repente —y mire que soy de hablar mucho—, me quedé sin saber qué decirle... me intimidé, qué sé yo... me dio vergüenza. —Usted me dijo ayer que me recomendaron ¿se puede saber quién? —Sí, mi compañera de trabajo, Silvina. Es la que lleva los historiales médicos de la empresa... Bueno, se ve que leyó lo mío y le dio pena...

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—Silvina es buena tipa, sí. —Sí, es muy buena. Se convirtió en mi confidente. Al principio, yo no quería ni hablar de mi problema. Pero ella... es tan amable, me empezó a preguntar... le confié todo... y mire que hablar con una mujer de estos temas es difícil... hasta humillante... Me prestó unos libros, me enteré de soluciones, que antes no cabían en mi cabeza... ¿Usted conoce bien a Silvina? —Buena pregunta. ¡Vaya si la conozco!... es mi mujer... en agosto cumplimos quince años de casados. —Disculpe, Ricardo... ¿pero ella sabe lo que usted hace? —Sí, lo sabe. —¿Y no se enoja? Porque mire que es raro todo esto. Estas agencias, esta manera de intimar... Le aseguro que me asusta... Silvina nos mandó a mi mujer y a mí a dos conferencias sobre sexo, relaciones múltiples... ¡qué sé yo! al principio no entendíamos nada... pero de a poco, nos estamos “motivando”, como dicen ustedes. Le aclaro que al principio, me las quería tomar. Hablan con muchos tecnicismos, pero igual me sentía desnudo, rabioso. El bochorno me hacía sudar. Me tocaba la mano, para darme cuenta que era yo. Que me pasaba a mí. —¿Cómo dijo Ud. que se llamaba? —Lino. —Mire, Lino. Ahora recuerdo que Silvina me habló de usted. Yo le voy a explicar. Clarito y sencillo, para que no haya confusiones ni reclamos, ¿está? —Bueno. Dígame... Pero le advierto. Esto me duele y va contra mis principios. —Todo eso me parece bien. Pero no somos animales. Mañana, de 10 a 12, usted pasa por nuestra oficina. Me ve. Me conoce. Le muestro mi historia clínica, para que se entere de mi salud. Perfecta. Le doy mi número de documento. Llena una planilla. Combinamos día y hora. Me paga. Yo cumplo y chau. Sin compromisos posteriores, ¿está? Podríamos decir que usted recurre a mí como a un dentista. Uno no va al dentista para que le haga el amor. Él presta un servicio necesario, que le hace bien a la salud. Yo hago lo mismo. Un servicio higiénico, sin amor. Por eso, deben hablarlo mucho, su señora y usted. Y estar de acuerdo. Si no, no hay trato. —Perdone, Ricardo... ¿puedo saber qué datos pide en la planilla? Editorial Letralia

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—Varios. Por ejemplo que su mujer no tenga HIV. Que no esté loca. Que esté absolutamente de acuerdo. Saber qué perfume le gusta. Si hay algún color que la desquicie. Si pretende extenso y tierno o rápido y a fondo. Qué música prefiere. Usted me sigue, ¿no?... Nada que la violente o disguste. Un toque especial. —Este... sí, lo sigo. —Pueden elegir el lugar. Un cuarto que no sea en su casa... Esta es una organización seria... tenemos todo previsto. Buenos ambientes, sin gente alrededor, confortables, seguros. Ningún riesgo. —Sí, entiendo. Me duele pero entiendo. Mi mujer es muy joven. No la quiero ver sufrir, no la quiero perder. Es tan frágil y tan dulce... sólo que demasiado joven... A mí, esta operación me envejeció de golpe. Ella no protesta, no exige nada... hasta que en algún momento alguna amiga pirada la convenza... y chau... la pierdo sin remedio... los boliches, hoy en día, parecen antesalas de prostíbulo... —No se dé manija, Lino. Cuando la deje en su casa, no la reconocerá. Será otra. Un lucero del alba, brillando sólo para usted, ¿qué tal? —¿Seguro? —Más que seguro. Yo, satisfecho. Usted, feliz. Ella, feliz. —¿Le puedo hacer la última pregunta, Ricardo? ¿Quién le dio la idea de ofrecer este servicio? —Pero Lino. Esto cae por su propio peso. Me la dio Silvina, que con esto, se hace sus buenas horas extra. ¿No se fijó cómo empilcha?... Otra cosa, ¿qué te parece si nos tuteamos, de ahora en adelante?... Aunque no lo creas, facilita las cosas, nos hace amigos. —De acuerdo, Ricardo. Mañana paso. Pero amigos... tal vez, cuando digiera esta frustración que me hace sangrar las tripas, podamos ser amigos. Por ahora, gracias de nuevo y hasta mañana.

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Memorial 70 Jaime Siles (1951) “Mi sangre iba a la luz por las corolas de tu vientre niño mi sangre traslucía canciones de hielo ardiendo en el malva atardecer de tu mirada herida tu boca anillo-cadena-mazmorra aldaba toda de mi ser quemado mi sangre atravesada por espadas de ceniza y de espino mi sangre te llamaba sin querer evocarte alma de dieciocho años saltarina del monte y de la fuente mi sangre esa pantera roja que araña el horizonte cada día te buscaba a través de las paredes exploradas de las sábanas tras de tu cuerpo azul sultán emperador silvestre de los aires mi sangre desentierra cadáveres perdidos mi sangre pertenece a un tiempo que no es mío a una muerte sin nombre, a un lugar donde yo soy mi asesino mi dueño mi tumba y tu mirada”.

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Regla número veintiséis “El amor no puede negarle nada al amor”.

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Cuando se desperezan los ángeles La fragilidad del caserío resalta con la luz; detrás, la elevación imponente del volcán es una amistosa y gris visión en los días soleados. Se transforma, siniestra en los anocheceres de viento, cuando su bocaza escupe ceniza, oscurece las copas de los árboles y construye en los techados —casi todos de palma— arabescos tenues y móviles ante cualquier ráfaga. Cuatro lunas atrás, su cólera ha aumentado. La piedra que le sirve de base, rajada, suelta chorros de gases sulfurosos y un calor intenso escapa por esas fisuras de miedo. Los habitantes están acostumbrados a sus cambios de comportamiento. Sus remezones son comentados risueñamente como “malos humores de mujer”. En el sembradío, los trabajadores del arroz ajustan sus conos de palma a la cabeza, abren las piernas y hunden sus pies en el verdor húmedo que los rodea. Como serpentinas vivas los escalones del cultivo se pierden hasta donde la visión no llega. Las casuchitas de caña para el descanso y la comida se distribuyen aquí y allá. Rompen la onda de ese mar fértil del que depende la subsistencia. La campana de madera suena: hora de comer. Enderezar la espalda, mirar al cielo sin nubes, sacudir la ropa transpirada, pegada a la piel, y caminar por senderitos angostos hacia el refugio es tarea de silencio y cansancio. Los días se encadenan apacibles: uno que se va con el otro que comienza, rutinarios y ciertos; tan seguros que a los ancianos contemplativos que ya no trabajan, tanta quietud les atemoriza. Premoniciones de las que nadie habla, un poco por vergüenza y otro tanto porque así se hizo desde que cada uno tiene memoria. Con lenguaje sencillo, opi-

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nan sobre la cosecha del arroz; estiman si luego de alimentar a la familia sobrará bastante para vender; comentan la dolencia artrítica del sacerdote, que trabaja con dignidad su parcela, lado a lado con los hijos, sin esperar donaciones o regalos de otros tan pobres como él. No falta alguien más informado que murmura en voz baja si será verdad que el Jefe de Estado que los mandonea desde hace treinta años, intenta hacer heredero del cargo a su hijo, un joven disoluto y cruel, indiferente a la miseria del pueblo. Imade, el anciano entretenido en su patio, limpia los depósitos de arena, los restos de comida y los excrementos que ensucian las jaulas de sus pájaros. Imade es tan delgado que parece a punto de quebrarse. Descalzo, se desliza silbando alrededor de las jaulas. Conserva unos graciosos mechones achivados de pelo blanco, pocos dientes en las encías sumidas pero mantiene el brillo de los ojos y la sonrisa le brota fácil. Las aves revolotean sin responderle. Presas de una extraña inquietud bailotean atentas, como si percibieran vibraciones o sonidos que nadie más capta del aire. Imade detiene su tonada y las mira absorto. Hasta su pequeño mimado rehuye la caricia. Está seguro que las aves envían un mensaje. Pero... ¿qué mensaje? ¿Cómo entenderlo? —Colocaré otra ofrenda a Sarasuati...1 —se tranquiliza a medias—. Su inmensa sabiduría me indicará el camino —porque, ¿a quién puede él, abuelo de familia, transmitir semejante pensamiento? Con destreza, sobre una hoja tierna, deposita flores blancas y azules. ¡Hay tantas en el jardín sembrado por Arisia! Aplasta un puñado de arena y clava en ella cuatro inciensos, uno por cada miembro de su familia. Remata la promesa con dos chirimoyas y un mango que resume jugo anaranjado. La Casita de los Espíritus del hogar de Imade se eleva, importante, sobre el pedestal labrado, a un costado del jardín, que accede desde la calle al cuadrado de las habitaciones. Artesanalmente, con minucia y amor, fue construida por sus manos, apenas levantó el primer dormitorio de casado. Decorarla en oro y azul fue la tarea de Arisia, su bella y joven esposa. Cada habitante se enorgullece de su Casita, destinada a las ofrendas diarias a los dioses. Ni el más humilde pasaría delante de ellas sin dejar su oración y su dádiva. La de Imade es tan hermosa que algunos turistas que visitan la isla detienen

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Sarasuati: Diosa de la Sabiduría. Editorial Letralia

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sus vehículos para tomarle fotografías. El anciano ha cavilado mucho sobre esas fotos.

¿Cómo explicarán en sus lejanos hogares, el sentido de la imagen que aparece en el papel brillante? ¿Sabrán realmente de la fe que los anima? ¿Entenderán la resignación con que aceptan los designios o los criticarán por el compás sin prisas de sus vidas? Hurgando en su memoria, no recuerda a ningún habitante de la aldea que haya mudado de país. ¿Serán los abuelos de estos atolondrados, muy diferentes de él? ¿Por qué trotan lejanías, apurados, cuando tal vez ni conocen sus propios horizontes? ¿Nadie les enseña a detenerse para oler el aire, para palpar el suelo? Hundir la boca en el frescor de una sandía, o a percibir —comprendiendo— el porqué de la alegría de sus hijos. Imade sacude la cabeza; este es un día de desconciertos. Primero los pájaros... luego la algarabía agresiva de los turistas. Y aparte, separado, en un estanco oscuro que no quiere aceptar, el miedo. Miedo por alguien a quien ama con cada fibra de su cuerpo. ¡Se asemeja a él en tantas cosas! Reconoce en el muchacho la misma pasión y el ardor de su mocedad. Pero lo apresa el miedo por Widiari, su nieto más joven, el soltero. Widiari retornó al hogar justamente la noche que el volcán tembló, para tropezar con la novedad: su hermano mayor está casado. Vivió desde la adolescencia en otro caserío. Cuidó al abuelo materno hasta recibir su aliento final. Se desarrolló en otro ambiente; aprendió en la montaña a labrar finamente el oro, a engarzar piedras preciosas y a tallar el ébano y la teca. Nunca tuvo contacto con el cultivo del arroz; sus tobillos no conocen el cosquilleo que denuncia el brío con que brota la semilla; sus ojos no refulgen al atardecer, observando el oleaje de las escalinatas sembradas, voluptuosas como mujeres, al ser rozadas por la brisa. Es un joven tímido, pero tiene un físico fornido y esbelto. Callado, se desplaza por la habitación de los solteros, inofensivo y servicial. A Imade lo asusta, sin embargo, la fuerza de su mirada, casi feroz cuando la fija en Nimade, la esposa del hermano mayor. Una ferocidad inquietante, que esconde el más fuerte de los arrebatos: la pasión contenida. La misma que antaño, a Imade le sirvió para raptar a Asrisia, huir con ella, casarse y poseerla primero con fuego, y en las últimas noches, con ternura. Widiari es como el volcán —el anciano se recuesta en su estera, en la penumbra que trae el atardecer—. Un volcán reposado en su apariencia, pero dispuesto a echar piedras y fuego en cualquier momento. Mejor no pensar. Boca arriba, respira hondo para aquietarse... “Mañana hablaré con el sacerdote...”. “Antes de las fiestas de año nuevo, iremos los cuatro al

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Gran Templo...”. La sonrisa apacible se extingue y el sueño le coloca mariposas con la cara de Arisia, que lo llaman desde el lugar donde sus huesos azucaran la tierra. Hace un rato Nimade despidió al marido en el portoncito del jardín; el hombre estará dos días en la Ciudad, lugar en que se pagan los impuestos anuales. Cierra el portón cuando la moto se pierde en la última curva del camino, se detiene delante de la Casita y recoge en una cesta primorosa que le tejió Widiari, las flores marchitas y los frutos rancios por el calor. El pelo lacio le cae sobre los hombros con la misma languidez con que mueve las manos, con una pereza que no conoce. —Un baño con agua fría me hará sentir mejor —en su inocencia, resumen de una existencia sin pasiones, cree en la receta del agua fría, como cree en la fidelidad de una mujer casada, o en la benigna aquiescencia de las diosas del hogar, a las que pide la devolución del sosiego, perdido con la llegada de Widiari. El agua fría cae cristalina desde unos peñascos que forman un laguito. Es el lugar al que suele ir a tomar su baño. Moja su pelo. El agua se desliza por su piel levemente aceitunada, le escuece junto al jabón en los ojos agacelados, donde aparecieron estrellitas brillantes desde que “eso” palpita en su corazón. Eso que eriza la pelusa de su nuca, instala diamantes en la punta de sus pechos, estremece su andar... y algo terrible: la agitada presencia de un pájaro que picotea enjaulado entre sus piernas, que grita por salir... “Necesito más agua fría y la asistencia rápida de las diosas”. Ya en su casa, seca sus cabellos en la ventana. Sin analizar por qué se los anuda con una seda con flores amarillas, perfumada. Con sentimientos de ladrón, pero incapaz de contenerse, Widiari la espía. Cuando ella apaga la luz, él avanza a tientas. Ni cien hombres podrían detenerlo. Un guerrero que va a la pelea sin conciencia y sin memoria, urgido por lo que esconde. Aparta la cortina y ocupa en la estera el sitio de su hermano. En el encuentro, la unión es tan perfecta como lo es el encastre en las maderas que labra y más dulce que el engarce del oro para las piedras preciosas. No oyen, no se miran... La intensidad de sus gemidos, el golpeteo de sus corazones, la velocidad de la sangre circulando atropellada en sus venas, los sumerge en una burbuja donde dos, en el abrazo, conforman el Universo. ¿Aullaron los perros? ¿Gritaron los niños? ¿Tembló la tierra una y otra vez? ¿Brotó la lava y el fuego incendió los árboles, se atrevió en los Templos, se introdujo en los patios, sepultó las jaulas, derribó paredes? Los amantes extraviados jamás se enteraron. Tres ángeles desperezándose al unísono, proyectan a la paEditorial Letralia

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reja al cielo o al infierno, a la vida o a la muerte de sus cuerpos y sus almas. La única certeza del delirio: sus sombras, abrazadas, se estrechan en los atardeceres en la cima del volcán Agún. Cualquier enamorado en su luna de miel puede observarlos. Dicen que su visión se descubre a ellos, a los capaces del riesgo atrevido de la entrega, en ese lugar de ensueño que es la isla de Bali: tal vez, el paraíso extraviado por Milton, reservado para embrujos amorosos. Bali, donde la brisa sopla desde el mar, meciendo olas infinitas. Sueños prometedores, para amantes dichosos. Codiciosos de eternizar cada minuto. Olvidan, porque son inexpertos, que la vida es energía en movimiento; ella no conoce la estática, no garantiza perpetuidad. La brisa soplará de nuevo, para dar su mensaje: Vive el ya con entrega, con fe, apasionadamente. Ningún libro se lee de atrás para adelante... Pero ten presente: la explosión del ángel del volcán azaroso del diario vivir, agazapado, espera.

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“Porque la experiencia es eso: una triste riqueza que sólo sirve para saber cómo se debería haber vivido, pero no para vivir nuevamente... Yo podría protegerte, pero, ¿te interesa mi protección? Lánzate a la vida desnudo, inexperto, inocente. Y sal de ella maltrecho o victorioso. Eso, al fin y al cabo, es igual. Lo importante es la pasión que hayas puesto en vivirla”. Josefina Vicens

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Regla número veintisiete “Un amante nunca está satisfecho de la alegría de su amada”.

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Dentro del museo Mi amigo está en París desde el once. Yo me distraje. No pude entregar mis planos a tiempo y cambié el vuelo. Recién nos veremos mañana. Me espera en el aeropuerto gracias a Dios. Gracias Vin por ser tan amable. —¿Para qué llevás tanta ropa? —critica mi hermanito gemelo que baja mi equipaje. Pretende achicarlo para que entre en el baúl del auto y rezonga. —Porque allá es invierno. Hace frío. La ropa es cara —enumero ajustando el cinturón y esperándolo. —Si te podés patinar un mes de gastos en París... —pilcha más, pilcha menos, ¿qué te suma?... decime. Qué te suma. Antes de enroscarme, le ofrezco un cigarrillo con banderita blanca. Lo acepta. Se calla y arrancamos. Vince me abraza y me besa con tres besos apenas hago aduana. —Aprendés rápido —le digo entregándole los tickets de equipaje—, estoy emocionada, Vin. Chocha. Rechocha. Mirá, ni frío siento, de la alegría —me quito la bufanda y la arrojo en el carrito. —Tengo todo arreglado. El hotelito es viejo, pero céntrico, cerca del Louvre. ¡Ah! Algo importante: tenemos un baño en el medio de cada cuarto. A compartir, pero sólo nuestro. Este asunto del baño, aquí puede ser caótico. Vin es mi socio y mi amigo. Está tan alterado como yo. Somos arquitectos; http://www.letralia.com/ed_let

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creo que nos conocimos en el último año del secundario. Mejor dicho, ahí lo conocí yo. —Yo te miro desde segundo año, cuando me mudé a Belgrano y cambié de colegio —afirma muy rotundo—. Eras vos la que no me veías. Corro a abrazarlo. —Mi querido Vin. Qué haría en esta vida si vos no estuvieras a mi lado. Si no me tiraras las orejas cada vez que meto la pata con los presupuestos... Él también me abraza. Pero no como yo, que lo hago víctima de mi abrazoterapia de oso. Me separa despacio, y sus ojos melancólicos sonríen un instante. —Sos una loca —afirma como quien conoce el paño. Me muestra un plano de los subtes. Lo que haremos día por día de la primer semana. —París es una ciudad viva, como un cuerpo humano —dice mostrándome el Sena desde el puente donado por el Zar de Rusia. —El Sena es la sangre. La historia y las obras de arte son los huesos, Chiquita. Los subtes son los músculos. Músculos de hierro. —¿Y la noche? ¿Vin, qué es la noche, para vos? —La noche es el alma. El alma que se suelta y deambula. Se detiene a charlar con Quasimodo, o dialoga con los muertos en Los Inválidos... o fraterniza desde la plaza con Colette, o llora en la Ville D’Avray sobre la tumba de Maurice... o cena en lo de la Patachou, con un cuadro de un desconocido bajo el brazo. —Vin, te estás volviendo poeta —digo colgada de su brazo—, esta vena no te la conocía. Y él, como quien arranca en primera, suelta: —¿Te gustaría vivir en París? Sin mirarme, sin tocarme. Distraído, más bien en la vida del río. Estira la mano y con la voz de siempre señala: —Mirá esas barcazas, donde la gente vive. Fijate aquella, a la que le hicieron un jardín, una pérgola con bugambilias... están cenando, Chiqui, el agua los ha-

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maca... seguro comen algo delicioso. Ni hablemos de su vino rojo... Recompone el impulso a medida que habla. Gracias a Dios, Vin. Sos mi mejor amigo en el mundo. Pero nunca podría enamorarme de vos. Te conozco más que a mi hermano —monologo con mi razón infalible. —Vivir, lo que se llama vivir... no. Pero sí tener plata para hacernos una escapada por año. Nos llevamos tan bien —me escabullo abrochando el tapado. Muy adentro, siento una campanita de alerta. La vocecita de mi guardia infantil avisándome el peligro. Cuando me vuelvo, la magia se eclipsó. La luna de los enamorados oculta por la nube que esconde su pálida presencia. El viento del río, frío de repente. Cualquiera ama a París. Pero recorrerla peldaño a peldaño con Vin, que nació aquí, es una experiencia notable. Subir y bajar la Torre, treparnos al Arco para ver circular autos como hormigas mecánicas, tocar el pedestal dorado de la estatua de Juana de Arco, vagar por los jardines del Palacio Bagatelle, asilo de amoríos reales, o descubrir en un bistrocito oscuro la verdadera sopa de cebollas. Es como reconocer la montaña de la mano de un guía centrado, que le pone pasión a la aventura. Una tarde casi pierdo la sensatez en el Museo Cernuschi con los kimonos de Kubota Itchiku. —¿Cuánto valen? —pregunto como la típica ignorante sabihonda que soy. —Estos kimonos no se venden —me contesta el guardia sin ninguna simpatía—. Pertenecen a colecciones privadas de Japón... Son parte de la historia. Pero si quieren... en esa sala exhiben cómo se eligen las tramas, se elaboran los diseños y se bordan —el desdén es perceptible, aun para mi francés, que no es muy bueno. Casi al final de la estadía, Vin elige una visita a un museo privado. Llovizna y hace frío, pero igual salimos. —Este museo es más que museo —explica—, es una historia de pasiones. Pasión por el arte y mucho dinero para gastar, por parte de este caballero —el caballero que señala es un terrible buen mozo de bigote, barbita y peinado romántico, de mirada distante que me observa. Viste chaqueta, una media capa bordada y un chaleco dorado sobre pantalones rojos. Morrión de plumas y espada, un objeto en cada mano—. Era un solterón codiciado, un extravagante, que viajaba por el mundo adquiriendo obras de arte para este palacio. Un día vio un retrato que pintó una mujer, una desconocida. La llamó para que lo pintara a él. http://www.letralia.com/ed_let

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Terminada la obra, decidieron casarse. Vivieron siempre aquí, esta era su casa. En la sala de música me coloca un audífono para que escuche la misma música barroca que ellos escuchaban. Un embeleso que me diluye. La sensación de haber sido invitada a un concierto. Los palcos iluminados tenuemente. Dos parejas que tomados de la mano, vibran, con un largo sollozante de Corelli. Una pareja es la del hombre del cuadro con su dama. Los otros, Vin y yo. Los del balconcito de ese pequeño teatro donde la música desencadena sentimientos que jamás creí poseer, somos nosotros. Me resisto a salir de la sala. Vin me empuja para continuar. Tropiezo con la maravilla del mármol de las escaleras, diseñadas para no perder de vista lo que se va dejando atrás. Los dormitorios de la pareja. Soñar con sus vidas privadas en esos cuartos, me produce rubores. Rubores infantiles que creí enterrados. No me reconozco. Ahora soy yo la que me tomo del brazo de Vin como una náufraga. —Si me quedo un rato más, mi envidia no tendrá remedio —digo moqueando. —La felicidad no está en la vida de los otros, Chiqui. La encontrarás a la vuelta de la esquina, cuando te des permiso para verla —casi no resisto la ternura de sus ojos. Me guía por el codo hacia el restaurante del Museo. Almuerzo en silencio con la vista baja. La caída del Muro de Berlín no se compara con el estrépito que se produce en mi interior. No nos quedamos sólo un mes. Mi hermano y la madre de Vin serán los padrinos de nuestra boda-bombazo ultra rápido, que los hizo volar a Francia. Mi hermano me lleva al altar. —Siempre supe que Vin era el tipo para vos. Inteligente y astuto ¿eh? Te sustrajo de la oficina, donde era uno más en el equipo. Se desnudó de alma para abrirte los ojos, hermanita testaruda. Antes de regresar a casa, Vin me acompaña a tomar otras fotos de la cueva de Cupido, el museo. Le saco una al cartel de entrada, donde una bella mujer con boquita rococó sonríe apenas. “Le musés des chefs-d’oeuvre, le chef d’oeuvre des musées”. Jean Cocteau

No todos los años, por la llegada muy seguida de nuestros hijos —pero siemEditorial Letralia

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pre que podemos— retomamos con Vin el recorrido del arco iris que es París. Bajo su llovizna, que parece eterna. A solas, recuperamos la magia de redescubrir la pasión. Ardua estrategia en un hogar con cuatro niños. No preciso ya que abran mis compuertas al amor. Miro a Vin, y el que ayer era esquivo amor, hoy me fluye dulcemente, colmándome y colmándolo.

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“Tu mujer no es una excepción”. Jules Rostand Dramaturgo y poeta francés. (1868 - 1918)

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Regla número veintiocho “Una leve presunción hace que un amante sospeche de su amada”.

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Amores de sofá —¿Así estás cómodo? —Raúl arrima la silla de ruedas a la mesita del bar. El hermano asiente con un movimiento leve de cabeza. —¿Qué querés tomar? —invita y llama al mozo chasqueando los dedos. —Lo de siempre, pero insistile con el maní. Este gallego se lo olvida siempre. El hombre hace el pedido, y abre el periódico delante del inválido. —Mirá, de esto te quería hablar. —Ya lo leí... pero no sé de dónde vamos a conseguir la plata. Si me dijeron que el especialista ése cobra como doscientos dólares la consulta. Entre la consulta, el viaje para dos, el hotel y la comida, no llego ni a la esquina. Ni hablar si tengo que operarme. —Todo eso ya lo pensé. Hablé con tío José, yo tengo algo, y Marta dijo... —Sacala a Marta de la lista. Ni me la nombres. ¿O te olvidaste que por su culpa estoy así? De ella, ni el saludo —Quinito está verde de la rabia. Se lleva la mano a la pierna sana, que le tiembla. En verdad, le tiembla todo. La mano, el cuerpo, el alma. Cuando terminan la cerveza, el maní queda en la mesa, olvidado por los dos, cada uno con su preocupación al hombro. —A las mujeres hay que tratarlas a palos. Si sos buen tipo, terminás como yo. http://www.letralia.com/ed_let

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En silencio, Raúl empuja la silla hasta la puerta. Estas salidas del sábado a mediodía le amargan el día y la semana, pero Quino está tan solo, tan huraño que sólo accede a salir cuando él lo lleva. En la vereda, Quino escupe: —Esta vida es una mierda. Si no me mato es solamente por Sofi. ¡Qué porvenir, pobre hija! ¡Una madre puta y un padre inválido! —No podés llamarla puta porque tuvo una aventura... No, no te enojes. Hay tantas que se las dan de señoras, y se revuelcan en la cama de otros tipos... — Raúl trata de apaciguar la rabieta. —Sí, se revuelcan en camas. Pero ésta, ni esperó tener cama. Se tiraba en la escuela, en el sofá de cuero marrón... ese sofá de cuero, que el Honorable Consejo de Educación mandaba a la dirección, como emblema de seriedad, de austeridad. Para una puta, cualquier lugar es bueno, hasta la escuela donde enseña. El solo nombre de Marta lo convulsiona. Ni siquiera le queda el recuerdo de aquella Marta tímida, a la que llevó al altar estremecido de amor, con las ilusiones jóvenes intactas. La sorpresa de descubrirla virgen. Los rubores ante la inminencia de la intimidad. La llegada de Sofi. Él, con su rutina de empleado y ella en esa escuelita, enseñando. Ni ricos ni pobres, luchando hombro con hombro. En algún momento de esos años infantiles de Sofi, a él le empezaron esos desganos, que lo estacionaron en la mesa del club para entretenerse jugando y tomando. Una cosa lleva a la otra. Una vez, acabada la plata, se jugó el chequecito del sueldo de Marta. Ni un reproche le hizo. Siguió dando de comer a la nena sin mirarlo: —No te aflijas. Devuelvo la alfombra... está en el paquete todavía... para llegar a fin de mes tenemos. Al tiempo, empezó a darse cuenta que Marta volvía cada vez más tarde del trabajo. —Hubo reunión de personal —o vino la Inspectora. O me quedé a revisar los informes que tenemos que mandar a Buenos Aires. Siempre de buen humor. Siempre prolijita y linda. Buena madre, mejor que cualquiera de las hermanas. Una mañana, encontró en su escritorio un sobre cerrado. Sin remitente y sin sello postal. Un anónimo. Clarito el mensaje: “A tu mujer se la coge el director”. Con un pretexto, consiguió un revólver prestado. Anochecía en la calle, solitaria por el invierno. El árbol de mango se estiraba en una rama sobre el techo de la escuela, justo sobre la dirección, donde brillaba una luz.

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La furia le facilitó el ascenso. Tirado sobre las tejas, sacó el seguro al arma. Levantó una teja con sigilo. Otra, para ver mejor lo que no quería ver. Marta, su Marta. Marta, la modosita, se retorcía, entre estertores, con el director aquél, transformada, chillando y riendo de placer. Apuntó, seguro de darle, primero a él. Después sería ella. Las malditas tablas podridas se quebraron. Cayó sobre los amantes, entre astillas, tejas rotas y arañas asustadas. No mató a ninguno. El tiro se lo pegó él mismo, a la altura del fémur. Partida en dos la pierna, llorando de odio y de dolor, a cargo del amante compadecido, que llamó la ambulancia y lo ayudó a subir a la camilla.

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Trozo de la copla XXXIX “¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr, y dice: la sed que siento no me la calma el beber!”. Antonio Machado (1875 - 1939)

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Regla número veintinueve “Un hombre vejado por mucha pasión, usualmente no ama”.

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Águeda en el espejo En el barrio nadie quiere tener tratos con Melitón Argüelles. Es borracho y pendenciero; mal bicho, dicen las viejas. Se acicala con un bigote finito de chulo pretencioso, que se atusa, en tren de conquista, cuando aparece alguna de las muchachas del barrio, que cruza inmediatamente la calle para no tropezárselo. “Este viejo baboso” —comentario bien merecido, y unánime. La única presencia respetable en el quintón de Águeda la impone Elena, hija de Águeda y mujer de Melitón. Amanece cosiendo vestidos de novia y ajuares de madrina para todas las vecinas. A la pobre vieja no se la ve casi nunca, siempre en cama con esos tremendos ataques de tos y el soplar desesperado de los pulmones asmáticos. A las dos de la tarde —nunca antes de esa hora— el hombre ya está listo para salir de correrías. Los pesitos que su mujer suda en la máquina Singer a pedal, los gasta en el boliche o en mujerzuelas rápidas a las que cree seducir. Vuelve de madrugada, espantando a los perros que le ladran hasta que acierta la cerradura para entrar a tropezones. Hace rato Elena perdió toda esperanza de corregirlo. La conquistó —allá en la juventud— con sus modales rebuscados, que ella, inexperta, creyó que eran distinguidos. Y las palabras medidas, que interpretó eran de pasión contenida por respeto, no eran tales. El patán hablaba poco para que la muchacha no descubriera la fetidez del aliento a vino barato que despedía su boca.

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Águeda nunca estuvo de acuerdo. Ni con el noviazgo, ni con el posterior casamiento. Se resignó porque su enfermedad se agravaba. Si seguía así y ella se moría, Elena iba a quedar sola, para vestir santos, en la casona enorme en la que indudablemente faltaba un hombre. —Pero éste no es ni siquiera un proyecto de hombre —sentenció Águeda al poco tiempo de conocerlo—. No es nada más que un vividor sin familia, criado en los conventillos que hay en los alrededores de Plaza de Mayo. Un descastado borracho, que seguro castiga a mi hija cuando yo no estoy presente. Un poco con las costuras, otro poco con la jubilación de Águeda y la venta de frutas en el verano, Elena consigue casar a sus dos hijas con cierto decoro, y en el invierno, entierra a la madre, que amanece muerta una mañana. “Ataque al corazón” es la traducción popular de las palabras difíciles del certificado de defunción. Seis meses más tarde, Elena anuncia que se mudan a un lugar más chico. Abrumada —explica— por la cantidad de piezas vacías, llenas de recuerdos, los revoques descascarados, los baños que pierden agua y la inmensidad de los árboles frutales, que nadie está en condiciones de podar, rematan su argumento. El quintón está desocupado todo un año. Los muchachitos del barrio, que entran a la propiedad por los fondos del alambrado a robar fruta, ya no se atreven a aparecer por los patios. Todos juran haber visto y escuchado cosas raras. Uno oyó un llanto contenido. Otros sintieron un resoplar angustioso seguido de las toses que solía tener Águeda. El más atrevido, que rompió el vidrio de la cocina para abrir la puerta, contó que apenas la entreabrió, lo empujó hacia fuera una mano huesuda y se arremolinó un viento frío que le puso la piel de gallina y el susto mayúsculo para no volver. Este es un barrio. Al atardecer ponemos las sillas en la vereda y nos sentamos a abanicar un aire que no existe y por qué no, a chimentar rumores ciertos o inventados. Como todos los veranos, también protestamos por el calor y los mosquitos, que cada vez más grandes y agresivos se entretienen picoteándonos, resistentes a insecticidas, espirales o aceites. Hoy es sábado. Los de al lado sacaron el termo y pasan el rato mordisqueando las facturas que compraron en lo del Turco Simón. El turco es dueño de una tienda que huele a jabón de tocador y colonia barata. Aparte, el expendio de bebidas. Los días de fiesta trae facturas de una pomposa panadería que se llama “La Perla de Pacheco”, que nos queda un poco lejos para la fiaca del verano. En ese momento de sopor se alborota la calle con la aparición de dos camioEditorial Letralia

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nes cargados hasta el tope, una camioneta y un automóvil de alquiler: una mudanza. Sin necesidad de hablar, el alerta nos atiesa en las sillas. —Son los que alquilaron la casa de Águeda —resume mi marido, poniendo punto final a la discusión eterna con el vecino: si Pelé es mejor que Maradona y si ganaremos el famoso campeonato. Del auto baja un señor bien vestido. Brotan de la camioneta y del auto diez criaturas de diferentes edades: cuento cinco mujeres y otros tantos varones. Apenas en tierra, los muchachitos recobran la energía adormecida por el viaje y se trenzan, los más chicos, en una gresca a la que pone fin uno de los mayores, con recios tirones de pelo, que los decide, en cambio, a treparse al palo de la luz y a enredarse a las rejas de la casa. Despacio, como quien ha perdido la esperanza de ser escuchada, desciende una señora. La madre de la patota, sin lugar a dudas. Entretanto, los de la mudanza empiezan a bajar las cosas. Lo primero que aparece entre empujones y mugidos, es una vaca seguida por un ternero, que se apura a largar una torta descomunal en la vereda. Luego sacan una jaula cuadrada, donde habrá por lo menos cien gallinas. Otra jaula más chica con dos avestruces temblorosos y un mono con trajecito colorado. —Jesús —dice mamá—. Éstos no parecen gente, parecen del circo. No son del circo. Son una familia correntina, del campo, que se viene a establecer al suburbio. Eso lo sabemos al día siguiente, cuando uno de los hijos mayores cruza a lo de Simón para comprar vituallas de emergencia. —Tenés una tonadita provinciana —aventura el turco envolviendo el azúcar. —Sí, somos de Santa Lucía, un pueblo del interior de Corrientes. —¿Y tu papá, qué hace? —el turco tiene que estar seguro que le pagarán si algún día le piden fiado. —Mi papá es vendedor de ganado —dice el muchacho sin hacer lugar a más preguntas. Los vecinos que lindan con la parte de atrás de la quinta ya pasaron algunas noticias esa mañana, en la carnicería: “Los varones no durmieron en las camas. Se pasaron la noche subidos a los árboles, comiendo naranjas y silbando. Nadie pegó un ojo, porque le dieron al mono una pandereta. Entre eso y el cloqueo de las gallinas desorientadas, sin palo donde acomodarse, estuvimos en vela hasta http://www.letralia.com/ed_let

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el amanecer. Y esta mañana, temprano, uno de los avestruces se tragó el reloj de plata con tres tapas del padre. Los vieran, corriendo detrás del trasero del bicho a ver si lo largaba”. Los “nuevos” se hacen enseguida de amigos en el barrio y cuentan los sucesos extraños que pasan en la casa: las puertas de los armarios se abren solas, la harina aparece derramada por el suelo, los muebles se quejan en el silencio de la noche. Se perciben movimientos fantasmales en el aire, que los estremecen de frío en pleno verano. Se extravían los espejos, los perfumes se evaporan, el sillón de hamaca se mece como si hubiera alguien sentado, los llaman por sus nombres con voces finitas y explotan las bombitas apagadas de la luz. Los chimentos de fantasmas y aparecidos desorbitan los ojos de los reunidos alrededor del narrador de turno. El espanto mayúsculo lo vive Silvia, la mayor. Una tarde, mientras se está arreglando frente al espejo del baño, aparece, tapando su imagen, la cara de una mujer vieja, peinada con rodete, con ojos legañosos, que se lleva un pañuelito a la boca y tose lastimeramente. Espantada, escapa a la calle a grito pelado. La madre de los diez hijos, mujer de carácter, no la toma en serio. Está dispuesta a combatir con fe estas que llama fantasías de sus hijos. Mudarse no es cosa fácil, así que no la amedrentan aparecidos ni sombras que se menean. Al atardecer cubre con trapos los espejos, junta la harina derramada antes que los hijos la descubran y manda llamar al cura, para que riegue la casa con sus bendiciones, ahuyente los espíritus burlones y moje las paredes con agua bendita. Una noche, en el boliche del turco reaparece Melitón Argüelles. El hombre viene haciendo eses; se desparrama en una silla y pide un vaso de tinto. Empieza a hablar solo. Le contesta a la pantalla del televisor, que está pasando el noticioso: “La policía de la provincia promete aclarar todos los robos y crímenes de los que se viene quejando la población”. —Qué van a aclarar..., qué van a aclarar... —el borracho mira la pantalla con desprecio—. Si yo maté una mujer y ya pasó más de un año y nadie se dio cuenta... —cierra los ojos y suelta un eructo—. No pasó nada... y acá sigo yo, tomando mi vino, como siempre... La mujer del turco lo escucha y ata cabos. El turco Simón tiene tres formas de andar bien con la autoridad: se hace el desentendido con las copas que los milicos beben en el mostrador; colabora con la Cooperadora Policial con unos pesos que le duelen mucho; o sopla algún chismecito gordo, como éste. “Siempre hay algún cabito que quiere ascender”, se regocija frotándose las manos. Editorial Letralia

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Cuando lo llevan preso, Melitón no atina a negar nada. “Volví una noche a mi casa con unas copas de más. La vieja arpía tosía como si le faltara el aire y no me dejaba dormir. La tapé un ratito con la almohada, sólo para hacerla callar. Les juro que no quería matarla. Pero me olvidé la almohada puesta y amaneció toda dura, con la cara negra”. Eso pasó un tres de marzo. Desde esa misma noche, en la quinta todos pueden dormir. La madre asegura que es por la visita del cura. Los demás, que somos supersticiosos, pensamos que recién ese día el espíritu vengador de Águeda pudo descansar en paz. La terrible conjetura de algunos que pensaron que Elena ocultó evidencias luego de la luctuosa noche, por miedo o por vergüenza, va perdiendo fuerza con los años. Ahora todos somos más viejos, y la vida con sus golpes, nos ha hecho más callados y por lo tanto, más sabios. Nadie es capaz de culpar a la pobre Elena, vejada antes y después por esa lotería llamada casamiento.

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I King El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer. No hay una cosa que no sea un letra silenciosa de la eterna escritura indescifrable cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida es la senda futura y recorrida. El rigor ha tejido la madeja. No te arredres. La ergástula es oscura, la firme trama es de incesante hierro, pero en algún recodo de tu encierro puede haber una luz, una hendidura, el camino es fatal como la flecha. Pero en las grietas está Dios, que acecha. Jorge Luis Borges Para una edición del I Ching

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Regla número treinta “Un verdadero amante está constantemente y sin intermisión poseído por el pensamiento de su amada”.

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Pibes de barrio Mirá Nicolás: No se te ocurra pensar que esta carta es una cargada, o que estoy con la falopa encima. Hace dos días me rajé de casa. Me acuché en la estación vieja, cerca de las vías. Para lo que quiero hacer tengo que estar sin falopa y saberme bien a qué hora pasan los trenes. Vos sabés cómo me revientan las minas lloronas. Sí, ya sé, mi vieja no es una mina, es mi vieja, no llora y es peor. A las siestas cuando pestañeo, veo en la silla mi ropa lavada, en un montoncito prolijo. Algunos días, hasta hay un chocolate, o un pedazo de mantecol, que deja como al descuido. En los últimos meses, habla poco y no pregunta nada. Solamente me mira, me mira y creo que no me ve. Creo que está viéndome chico, como en la foto de los rulos, cuando el viejo vivía, y el chalecito relucía, repintado por él y arreglado por ella. Siempre pensaste que yo era un cretino, un anormal, para terminar como andaba, de vago. Con el estudio de la secundaria colgado, primero. Con el desafío de probar los porros, después, y después la nada, boludo. La nada. Antes de darme con la pesada, yo estaba culo para arriba por Noelí. Encima de ser una piba sensacional, tiene ese nombre: Noelí. ¿Como en verso, no? No te cagués de risa y no le muestres a nadie esta carta. ¿Te acordás aquel tiempo, que me bañaba todas las tardes, y salía con los libros? Primero frotaba la bici como loco, tenía el pelo corto, y hasta usé la remera para tarados que me regalaste. Dos veces le robé flores al del kiosco y se las dejé en la puerta, hasta quise escribirle un verso que no me salió. Pero le copié uno a http://www.letralia.com/ed_let

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Neruda que decía: “Me gustas cuando callas...”. Fui un imbécil, porque Noelí jamás me habló, así que no sé para qué la mandaba callar, de boludo nomás. Una vez me metí a la casa por el alambrado del fondo. No habían entrado la ropa de la soga. Me agarré una bombacha y un corpiño. Tenían olor a jabón, pero yo me hice el ratoneo de estar olfateando un perfume que ella usaba sólo para mí. Al tiempo, la vi con Riky, en el autazo que tiene el pelotudo. Me escondí entre los árboles, y los vi besarse. Pero besarse, besarse, comerse, lamerse, tocarse. Una transa a full, enloquecida. Alguien en la barra contó que se casaban a fin de año. A mí me brotó un forúnculo en el culo de la bronca. Una noche que me di con todo, me aluciné. Se me apareció en la sapie. No estaba linda como es. Era una bruja enmarañada, vieja, desdentada, que caminaba por la pared como una araña, abierta de gambas. Cuando se me pasaron los residuos de la blanca, tomé la decisión. Prefiero morirme, antes que perder el recuerdo de la Noelí que es. Del brillo del pelo renegrido, que se lo ponía de lado, y se colgaba algo brillante, como estrellitas. No quiero que se me borre su figura, y esas piernas. Esas piernas y esas gomas a las que besé en sueños tantas noches de pajero asmático, como me decís vos porque toso si estoy nervioso, y nervioso y loquito estoy siempre. Más loquito desde que me dijiste en tu laboratorio que portaba el HIV. ¡Qué joda, ser médico y tener que bancarte un gomía como yo! Quedate con la bici para tus pibes. Tirá un sobrecito que escondí en el porta documento, que la vieja no lo encuentre. Los CD también son tuyos. Si puedo, te hago saber cómo son las namis en el otro lado. Un abrazote de tu amigo Luis.

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De los tiempos del tranvía Por Julio Ravazzano Sanmartino ................................. “El lompa ya no se usa atado del tirador ni existe el cuello cantor que le batían palomita ya se acabaron las citas donde se escuchaba al vate y el biscochito de grasa que se brindaba con mate. Hoy la vida es puro grupo con mucha presentación y todo es figuración revestida de riqueza ya no existe la pobreza de aquellos tiempos floridos ni está el amigo querido que se sentaba a tu mesa” ................................

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Regla número treinta y uno “Nada prohíbe que una mujer sea amada por dos hombres o un hombre por dos mujeres”.

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Albergue transitorio Mi nieta Elisa pasará a buscarme a las tres. Elisa está tan delgada, pobrecita. Se mata haciendo dietas, gimnasia, camina alrededor de la quinta y ahora agregó una cosa nueva. Treking o algo así. Me imagino que tanto sacrificio la pone histeriquita. —Pero estate lista, Achu. Tu geriátrico queda lejos. Es domingo y la vuelta será de locos —¡qué imperativo categórico en el tonito de su voz! Así que a las dos, ya estoy sentadita y preparada. Fui al baño dos veces. Aparte de estar vieja, tengo todo flojo. Las manos, que no aprietan ni abren nada. Las piernas, que me temblequean. Y los agujeritos, que antes cerraban bien, ahora, más de una vez, me hacen pasar vergüenza. No puedo ni reírme. Me hago pis encima. Me levanto y espío el reloj de la cocina. Sólo pasaron diez minutos. Parece mentira, esto del tiempo. En mi juventud, los días tenían alas. No alcanzaba a leer el diario del domingo, y ya era lunes. Si apenas conocía a la novia de Alejandro, ya se estaba casando César, y otra vez los apurones para juntar plata y ayudarlos inventando coraje. Como tengo cinco, a veces la gente se ríe y cree que miento cuando digo: cinco hijos y once nueras. Sobre todo ahora, con mis compinches del geriátrico. Una que me quiere mal, dice que lo inventé para ser más importante. Que no puede ser cierto eso de los cinco hijos y once nueras. Escondo una pequeña venganza. Yo tampoco la paso a ella, menos cuando se hace la simpática. —Si no, alguien más se ocuparía de vos. En tanto tiempo, la única que apare-

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ce es la rubiecita nariz para arriba. —No remuevas la mierda, que da olor —Francis es malagueña, y de su Málaga conserva el gracejo y el tino para levantar la atmósfera, que se espesa. Levanta la voz para que la simpática de mierda la oiga, porque además, es sorda. La fulana que no me cree, cruza las manos y sube y baja la dentadura postiza. Gracias a Dios, conservo los dientes. Lo que no agradezco tanto es la lucidez. Esta lucidez que antes era mi orgullo, hoy es una rémora que arrastro apesarada. —Tiene un cerebro treinta años más joven —se ufana el médico que me hace uno de esos estudios complejos que se estilan ahora. Él espera que la noticia me alegre. Me hago la distraída y jugueteo con el interior de mis bolsillos. Si él supiera que es mejor olvidar, no estaría tan feliz. Otra pasada por el baño. Otra por la cocina. Increíble. Todavía falta media hora. Mi ponderada memoria me arrincona con aquel poema adolescente: “Qué raudas pasan junto a ti las horas”... otras horas, otro tiempo. ¡Qué fácil caigo en la trampa del pasado! Serenate, m’hijita. A Elisita la descolocan mis lágrimas. —¿Por qué llorás, Achu? Estás sana, bien cuidada... ¿te hiciste de amigas, no?... No seas egoísta, no pienses tanto en vos. Pensá en las pobres viejas enfermas, que no conocen ni a los hijos. Te compré unos kiwis, están re-ricos. Nieta querida: detesto los kiwis. No son frutas de mi época. Mejor ato la bolsa y la acomodo entre mis pies. La cartera negra la llevo en el regazo, porque ya estamos en marcha. Vista de perfil, Elisita se parece un poco a cada uno de sus progenitores. Los ojos del padre. La mirada de la madre. El mentón suavecito. Cuando era bebé, conmovedoramente tierna. La vida no pasa solamente sobre mí. También pasa sobre ella. Aunque no manifiesta nada, adivino tristezas, planes postergados, alguna amargura en la inflexión de su voz. Cuando se agudiza, me pone sobre aviso. No me atrevo a estirar la mano para acariciar la suya. A lo mejor siente que tendría que mirarme con cariño, devolver el gesto con amabilidad, qué sé yo. Para olvidarme de la mano, miro hacia fuera. Son lindos los alrededores de Buenos Aires. De repente, diviso el fondo de una casa. La ropa de los niños al viento. Corrijo la chorreadera de mi emoción con un pañuelito de papel. La ropa lavada me transmite cosas que me emocionan. En ese hogar hay una mujer joven, que ama a su familia. Una mujer que cocina, lava, plancha. Coloca gajitos robados en latas de aceite pintadas, y se encarga que los visillos se emparejen. Siempre corajuda. Siempre orgullosa de la prole. ¿Te acordás, Martín, de nuestra primera casa propia? ¿Te acordás que antes de mudarnos, regalé la mesa Editorial Letralia

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donde comíamos porque no entraba en la nueva cocina? Hasta que Oreste construyó la otra, y pudimos agrandar la cocina, comimos sobre las rodillas casi un año. Cuánto me querías, Martín. Me querías tanto, que hasta me pedías que te cantara. A mí, que tengo una voz que ni sirve para pedir limosna. —Cantáme, vieja; yo acompaño. Vos sí que tenías voz. Alzabas a Pico sobre el pecho, y cantabas La Paloma. Pico, el ahora temerario Pico. Se ovillaba en tus brazos y lloraba como si entendiera esos sollozos habaneros. —¿Estás bian? —a Elisita el marido la llama concheta. Debe ser porque habla así, medio a la inglesa y medio criollo. No les enseñan a vocalizar. Se les entiende la mitad de lo que dicen. Además, esa es la rúbrica orgullosa de las que fueron al colegio en zona norte. Mi geriátrico queda al sur. Cerca de Banfield. Abro la cartera y rebusco adentro. A ver si todavía me olvidé algo. A ver: el portarretratos está... el holomagnesio para los calambres... la pastillita por si me ataca el insomnio... la billetera... dos pañuelitos de mano... la Cross que me regaló Emilio... la libretita para anotar boludeces, como dice otro de mis herederos. La primera foto es la tuya, Martín. Luces serio; esa arruga del entrecejo me parece más pronunciada. Recostado contra el árbol, no tenés nada que envidiarle. Eras un tipo de raíces fuertes, y tu follaje siempre aspiró a ser nuestro techo. Vamos a comprar una hectárea de tierra —fabulabas—, una casa para cada uno, en las cuatro esquinas. El menor, con nosotros. Así, si yo no estoy, nunca quedarás sola —tu alma de guardabosque, pretendiendo vigilarme desde el cielo. Abro la ventanilla, y una tierrita volandera me entra dentro del ojo. El Kleanex es un invento increíble. Enfrentándote, el otro gran amor que tuve. Estoy hablando con propiedad: que tuve. Que tuve yo, por él. No él por mí. ¡Cómo se cobra la vida! Martín, que me amaba posesivamente, como Otelo. Inventaba historias de pañuelos con monograma para armarme escándalos con mayúscula. Los celos para casi todas las mujeres, son como una brisa del amor: nos elevan, nos hacen girar como una calesita, nos valoran, somos importantes para el otro. En el envoltorio rosa, nos halaga. Cuando el mensaje viene acompañado de resquemores, inseguridades o dudas, puede resultar dañino; tan lesivo que la gloria del compartir cae deslucida, incapaz de defenderse. Sucede así cuando el amor mata al amor. Mi pequeño tiempo con René, que me observa desde el desleído azul de sus

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ojos, fue otra historia. En esta era yo la de los celos, yo la perseguidora, yo la insegura. —Detesto el mar —decía René. —Detesto el mar —afirmaba yo, muerta de amor, pero extrañando el agua. —Te enseñaré el encanto de la montaña —y allá iba yo, gateando detrás de sus zancadas, sin atreverme a mirar el abismo, pero eufórica porque me elegía para acompañarlo. —Ya llegamos —mi nieta tira el último cigarrillo y detiene el coche—. Como vos decís, Achu, a tu albergue transitorio. Pretendo abandonar la bolsa con los kiwis, pero ella me re-coloca amorosamente el bulto en la mano. —No te hagas la olvidadiza... mirá que te conozco. Camino hacia la puerta sostenida a mi cartera negra. Mi cartera, mi último baluarte, mi posesión silenciosa y fiel. El geriátrico no es mi último albergue. Mi último albergue, antes del otro último, es mi cartera. Mi cartera negra, con las fotos, la libreta de escribir boludeces y mi pasado, presente todo el tiempo gracias a la poderosa química de mis neuronas sanas. Me doy vuelta para decirle adiós a Elisita, que ya arranca. —¿Te das cuenta, hija, lo horrible que es tener memoria? Ella levanta la mano y me contesta: —No, no volveré por el Puente de la Noria. Buscaré un atajo. La de los dientes postizos suelta el visillo con bronca: —Irene es una fayuta. Lloriquea por todo, y mirá como se entiende con la nieta.

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Sobre la autora Carmen Rosa Barrere Escritora y docente argentina (Posadas, Misiones; 1923). Maestra normal graduada en 1942, ejerció hasta 1951 en escuelas de la Provincia de Misiones. Fundó y dirigió el Instituto Marcelo Torcuato de Alvear (Don Torcuato, Provincia de Buenos Aires, 1962-1975) para la enseñanza preescolar, primaria y secundaria con especialización en secretariado comercial. Cursó pedagogía y ciencias de la educación en la Universidad de Olivos (Provincia de Buenos Aires, 1964). Egresó con el título de martillero público y corredor de bolsa (1967) y realizó estudios de control mental en el Instituto Silva Mind Control (1975), para el que dictó cursos en Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Venezuela. Fundó y dirigió el Instituto Superior de Relajación Dinámica, con sede en Buenos Aires (1980-87). Textos suyos han aparecido en revistas femeninas como Damas y Damitas, Estampa, Vosotras, Ellas y Mujer, entre otras, así como en el periódico Punto y Aparte, de Florida (EUA). Participó como secretaria de Redacción en la fundación de la revista Vivir en Armonía, en Posadas, bajo la dirección del padre Bartolomé Vanrell. Ha recibido el premio de honor de la Fundación Avon (1995), primer premio del Concurso Literario de la Fundación Fatsa (1995), segundo Premio Editorial Henna (Salta, 1997) por su novela Alas de cera y finalista en el certamen de la Biblioteca Popular de San Isidro (Provincia de Buenos Aires, 2000). Ha publicado los libros de divulgación ABC de la relajación y sus beneficios y ABC de la reprogramación positiva (1999) así como la colección de relatos 31 cuentos de amor rosados y no tanto (2003).

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