Octavio Paz- Laude (Julio Cortázar)

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Octavio Paz

LAUDE: JULIO CORTÁZAR (1914-1984)

En la literatura hispanoamericana de este medio siglo la figura de Julio Cortázar es central. Perteneció a una generación -la mía- que también es la de Lezama Lima, Bioy Casares, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas y algunos otros. Fue uno de los renovadores de la prosa española, a la que dio ligereza, gracia, soltura y cierto descaro. Prosa hecha de aire, sin peso ni cuerpo pero que sopla con ímpetu y levanta en nuestras mentes bandadas de imágenes y visiones. Julio resucitó muchas palabras y las hizo saltar, bailar y volar. Sus novelas y cuentos son vasos comunicantes entre los ritmos callejeros de la ciudad y el soliloquio del poeta. La América Latina que aparece en sus obras no es la tradicional y ya estereotipada -sierras, desiertos, selvas, caciques, caudillos, pasiones elementales y previsibles- sino la urbana, que cambia sin cesar, que al cambiar se inventa y, al inventarse, se continúa. Obra a un tiempo simple y refinada en la que lo cotidiano y lo insólito se unen con la naturalidad con que las plantas crecen, los astros brillan y giran, la sangre circula por nuestras venas. La poesía colinda con el humor y la mirada de Cortázar -juez y cómplic e - descubre sin esfuerzo el lado grotesco de las cosas y las gentes. Pero lo grotesco es también lo maravilloso y

lo maravilloso tiende puentes entre la ternura y la sensualidad, la perdición y el entusiasmo, el aburrimiento y la piedad. Horror y belleza, todo junto. Julio Cortázar era de mi edad. Aunque él vivía en Buenos Aires y yo en México, lo conocí pronto, hacia 1945; los dos éramos colaboradores de Sury, gracias a José Bianco, no tardamos en intercambiar cartas y libros. Años más tarde coincidimos en París y durante una temporada nos vimos con frecuencia. Después, abandoné Europa, viví en Oriente y regresé a México. Mi relación con Julio no se interrumpió. En 1968 él y Aurora Bernárdez vivieron con Marie José y conmigo en nuestra casa de Nueva Delhi. Por esos tiempos Julio descubrió la política y abrazó con fervor e ingenuidad causas que a mí también, años antes, me habían encendido pero que ya entonces juzgaba reprobables. Dejé de verlo, no de quererlo. Creo que él tampoco dejó de ser mi amigo. A través de las barreras de palabras y papel que nos dividían, nos hacíamos signos de amistad. Su muerte me ha quitado esa comunicación tácita y silenciosa. Hoy no me queda sino, como dice Quevedo, escucharlo con los ojos: leerlo, conversar con sus libros que en músicos callados contrapuntos al sueño de la vida hablan despiertos.

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