Un regalo a la vida
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Un regalo a la vida
Pesadilla
Me conecté a Internet como cada mañana, después de una ducha fría que reactivara mi organismo. Preparé el desayuno y abrí mi correo electrónico. Allí, en aquel espacio virtual de pantalla blanca y etiquetas de colores, sonreían mis amigos íntimos con sus últimos chistes de la semana, también leí los habituales comentarios de la última entrada en mi bitácora, un microrrelato titulado “Pesadillas”, inspirado en un monstruo de tres metros de altura que no me dejaba dormir desde hacía semanas, también encontré a cuatrocientos seguidores de una red social a los que apenas conocía, y a veinticinco más que deseaban mi amistad por alguna razón que todavía hoy desconozco, y lo más sorprendente, un mensaje en mayúsculas con el texto coloreado en verde fosforito sobre un fondo negro, que llamó poderosamente mi atención :
“Hola Ricardo, soy Rebeca, tengo dieciséis años y espero un riñón. La lista en la que estoy inscrita no me garantiza que pueda obtener uno antes de que mi situación se complique. ¿Has pensado en tu muerte? ¿Crees que vivirás eternamente? ¿Crees que yo podré vivir tanto como tú? Tú tienes dos riñones sanos. Un día no te servirán. Piensa en mí. Gracias.”
Un escalofrío me recorrió la espalda y el tercer bollito de nata resbaló hasta el fondo del tazón salpicándome el pijama y la pantalla del portátil. Lo releí tres veces con las gotas de café resbalando como lágrimas, y pensé que aquello era una locura, o una red de captación de donantes, o una organización que pretendía amargarme el desayuno, y sin pensarlo dos veces, califiqué su cuenta de correo como spam, o lo que es lo mismo, como correo no deseado.
Al día siguiente, en igual rutina y pormenores, cambiando los bollitos de nata, por un cruasán 2
Un regalo a la vida reseco, descubrí con asombro que la misma Rebeca, me escribía idéntico texto desde otra cuenta de correo. Deduje que era una persona de carne y hueso que todos los días se levantaba y me enviaba un mensaje personalizado. Esta vez añadía: “¿Has pensado en mí? Gracias”. Me sentí agobiado por sus misivas y me sentí culpable por no haber pensado en ella. ¿De verdad le faltaba un riñón? ¿Creería que yo le salvaría la vida? ¿Acaso debía morirme?
La muerte era algo en lo que no pensaba habitualmente. Ni siquiera acudía a los funerales de los vecinos o de la gente más querida. Para evitar ese pequeño duelo que supone despedirse del difunto, simplemente lo olvidaba. Cerraba su página de vida y me negaba todo recuerdo. Transitaba durante unos días evadiéndome de su imagen y me convencía de que nunca había existido. Borraba su nombre, apellidos y teléfonos. Con la vecina del quinto, que tanto me quiso de pequeño, mi estrategia funcionó. Con el tío Segundo, el segundo hermano de mi madre, fue más costoso.
Durante los siguientes días, no pude concentrarme en el trabajo. Los correos de Rebeca se repetían a la misma hora, con igual texto y siempre añadiendo una nueva frase: ¿Has pensado en mí? ¿Conoces la diálisis? ¿Sabes que tenemos dos riñones?...
Me informé sobre la legalidad de su acción y descubrí que nadie puede intimidar a nadie para que done sus órganos. En México, los pacientes en listas de espera, habían pegado carteles en las calles para invitar a la gente a la donación y se estaba estudiando la ilegalidad de sus actos. Pero preferí mantenerme a la escucha por curiosidad malsana, y poco a poco, durante aquella temporada, me levantaba cada vez más ansioso por saber si Rebeca seguía enviándome su petición de ayuda. Como una obsesión pertinaz, ella ocupaba mi mente el resto de la jornada y no me atrevía a contarlo porque todos me dirían que aquella niña no existía, que no era de carne y hueso, que sólo era el producto de marketing de alguna organización sanitaria que deseaba valerse de la sensibilidad ajena para conseguir sus propósitos. Pero en mi interior, no quería escucharles, quería que Rebeca 3
Un regalo a la vida existiese. Y que estuviera viva, y que tuviera una calidad de vida tan saludable como la que yo disfrutaba. No quería entender sobre su enfermedad o sus dolencias, pero deseaba ardientemente que todos los días me enviara aquel mensaje, porque eso significaría que su corazón continuaba latiendo.
Un miércoles me levanté como todos los días, y fui corriendo al ordenador. Hacía semanas que mi rutina había cambiado sin darme cuenta. Me duchaba más tarde y desayunaba en una cafetería de camino de mi oficina. Su mensaje no estaba. Rebusqué por palabras clave, por cuentas, por día, por hora, por fecha… Me sentí hundido, consternado, como inválido. Llamé al trabajo para decir que me encontraba mal y que no acudiría a las reuniones programadas. Pasé todo el día confuso, abriendo el correo cada media hora y esperando que la lucecita verde de su contacto, brillara en mi cuenta de correo igual que una estrella. A media tarde, decidí escribirle una frase, sólo una: “¿Quién eres?”. Ella contestó de inmediato: “Podría ser tu hija, tu mujer, tu madre... pero soy Rebeca”.
No continué escribiendo, su voz anónima impersonada en los sustantivos que había utilizado en su contestación, me dolieron. Aquella noche, dormí abrazado a mi monstruo de tres metros de altura que me envolvía con cada uno de sus tentáculos, y cuando desperté releí cada uno de sus mensajes y encontré la solución a mis pesadillas, a la soledad que sentía, a la angustia de estar vivo sin saber para qué o para quién existía. Me enfrenté a la muerte, a la mía, y a la del resto de personas que sufrían por esquivarla.
Nunca recibí más mensajes de Rebeca, pero tomé la decisión más acertada de mi vida, y hoy, veinte años después, postrado en estado terminal, recuerdo con cariño mi microrrelato titulado “Pesadillas” y aquella dulce niña virtual que supo ofrecerme un sentido a mi existencia.
Simplemente, lo doné todo. Rebeca tenía razón... ¿para qué me servirán mañana? 4