ARTE PARAGUAYO I – ARTE INDÍGENA Y POPULAR Escobar, Ticio y Power, Kevin, Palabras y poros en la piel, Pisueña Press, Cantabria, 2012, pp. 34 – 41.
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Kevin Power: En 1986 publicaste El mito del arte y el mito del pueblo, que en ciertos aspectos ya planteaba algunos de los temas que se subrayaron en la Bienal de Valencia. Estos han sido temas centrales de tus propias preocupaciones a lo largo de los años, tanto intelectualmente como de comportamiento cívico relacionado con los derechos humanos. Pero resultó llamativa la escasa crítica que suscitó aquella Bienal (una circunstancia que podría ser vista como un comentario indirecto sobre el estado de la crítica en el país, o incluso, de los pequeños y miserables intereses extra-artísticos) que trataba preocupaciones tan centrales en el contexto de lo contemporáneo y que no afloraron, ni positiva ni negativamente a nivel crítico, v aún más, teniendo en cuenta que el impacto visual de la muestra no hacía otra cosa sino enfatizar la convivencia en perfecta comunión del arte indígena, el arte popular y el arte contemporáneo. Todas estas obras se mostraron en un mismo espacio como manifestaciones de lo contemporáneo. Ni que decir tiene que en Cuba o Brasil, por ejemplo, buena parte del movimiento modernista surge específicamente como una fusión de lo popular con el desarrollo particular y peculiar del modernismo en el país. Al mismo tiempo quizás valdría la pena señalar que el movimiento modernista europeo también tuvo raíces significativas en la cultura popular urbana (jazz, circo, music hall, máquinas, etc.), es decir, lo que no existía en el contexto europeo era raza y etnicidad. En el libro mencionado planteas el espinoso tema de qué es el arte, es decir, cuales son los criterios utilizados para establecer tal definición v, a la vez, cuestionas radicalmente los sistemas desde los cuales emanan estos criterios; como la parafernalia masiva del proteccionismo occidental y su obsesión por imponer su propia historia del gusto y del arte, incluyendo el mito central del estatus excepcional del artista. También pones en cuestión la idea kantiana de la belleza pura exenta de función. Pero más tarde en tus textos argumentas a favor de la restauración del aura, e incluso a favor de cierto esteticismo formal. Reconozco que estas posturas quizás no se encuentren en oposición pero, ¿podrías hablar un poco más acerca de tus ideas a este respecto? Ticio Escobar: Creo que recuperar la presencia del arte popular resulta fundamental en América Latina. Y, tal como te decía antes, no sólo por razones políticas, sino porque esa presencia marca fuertemente la diferencia de la producción desarrollada en las periferias y aporta pistas fundamentales al despistado arte contemporáneo. De entrada, el hecho de hablar de "arte popular" contamina lozanamente el espacio del arte, discute sus alcances y trae a colación un tema que resulta fundamental hoy en el debate teórico. Me refiero a la definición del propio concepto de arte, que ha quedado colgado tras el colapso de su bastión fundamental: la autonomía de la forma.
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El terreno de la estética se define con Kant en el siglo XVIII sobre la base de la autonomía formal, que supone la separación entre forma y función y el predominio de la primera sobre la segunda. El problema es que la modernidad nace sobre una doble identificación. En primer lugar, la equiparación entre arte y estética, que reserva lo artístico solamente para aquellas obras en las cuales la bella forma desplaza todo empleo que contamine su pureza con el interés de una utilidad cualquiera (los oficios del rito, las aplicaciones domésticas, los destinos políticos o económicos, etc.). Una vez copado el ámbito de lo artístico, la autonomía formal promueve otras exigencias: la genialidad individual, la innovación, la originalidad y la unicidad; la obra debe ser creada ex-nihilo, a partir de una inspiración privilegiada; y debe provenir de un acto exclusivo y personal, irrepetible. Y, también, ha de significar una ruptura con la tradición en la cual se inscribe. La segunda identificación, consecuencia de la primera, vuelve equivalente el concepto de arte con el de arte occidental. Y esto es así porque en ciertas modalidades alternativas de arte la forma no puede ser desprendida limpiamente de un complejo sistema simbólico que parece fundir diversos momentos diferenciados por el pensamiento moderno, como el del arte, la religión, la política, el derecho o la ciencia. El arte popular, como cualquier otra forma de arte, recurre al poder de imágenes sensibles para movilizar el sentido colectivo, trabajar la memoria común, intensificar la experiencia de la realidad y anticipar porvenires. Sin embargo, sus expresiones no son reconocidas como artísticas y terminan siendo (des)calificadas dispersa y desganadamente como artesanías, ritos, folclore, cultura material, etc. Esto ocurre, como queda dicho, porque sus formas no son independientes de empleos sociales varios, es decir, no son formalmente autónomas. Tal restricción instala una discriminación autoritaria entre los dominios superiores del gran arte (autónomo, soberano) y el prosaico mundo de las artes menores, poblado por hechos y productos en los cuales el nivel estético no desplaza los contenidos, significados y funciones extra-estéticos. Ya se sabe que el requisito de la autonomía y las exigencias que derivan de ella son privativas de la modernidad, corresponden a un momento específico de la historia del arte desarrollado, en sentido muy amplio, entre los siglos XVI y XX. Por lo tanto, tales notas no resultan aplicables al arte popular, como, tampoco, a otros modelos no modernos de arte. De hecho, toda la historia del arte anterior a la modernidad carece de algunos de los requisitos que ésta erige como paradigma universal, pero, para legitimar la tradición hegemónica ilustrada, la historia oficial no tiene problemas en reconocer la "artisticidad" de culturas que carecen de las notas del arte moderno toda vez que no constituyan culturas populares en sentido estricto (arte chino, babilónico, griego, egipcio, gótico). Ahora bien, todo este montaje teórico ideológico, que interviene fuertemente en la definición del arte moderno, entra en crisis cuando el
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arte contemporáneo impugna el predominio del nivel estético y, por lo tanto, la autonomía de la forma. Ya se sabe que, a partir de esta crisis, el arte se encuentra hoy ante una encrucijada grave. Por un lado, su espacio aparece invadido por el concepto. Parecería, pues, a punto de-cumplirse la predicción hegeliana: al no ser necesaria ya la forma sensible, el puro concepto no precisará la medición del arte y éste quedará como "cosa del pasado". La contraofensiva de los contenidos discursivos y pragmáticos del arte parecen no sólo acabar con el predominio moderno de la forma, sino con la forma misma: la obsesión por lo real imposible (el retorno ontológico), así como las condiciones de enunciación y recepción de la obra y sus efectos sociales (el tema de la performatividad) dejan de lado toda preocupación por lo estético formal. Por otra parte, desde una dirección contraria, el esteticismo planetarizado irrumpe sobredeterminado por las lógicas comunicativas, mercantiles y políticas de la cultura de masas (la bella forma ha sido cooptada en clave informativa y publicitaria). Acosado entre el desborde de los contenidos y el exceso de las formas y las imágenes, el arte se halla en situación difícil: si se entrega, complaciente, a las seducciones de la estética global, pierde su densidad y reniega de su vocación contestataria; pero, si renuncia sin más a la estética, si deserta de toda autonomía formal, termina por disolverse en discursos y programas, en conceptos, prácticas y enunciados ajenos al hacer de la mirada; es decir, termina por perder su propio espacio. El dilema del arte es que no puede ni defender la autonomía formal ni rebatirla; en ambos casos desaparecería. Bueno, creo que acá es donde entra a tallar la cuestión del arte popular, que ofrece salidas interesantes a esta cuestión porque trata la oposición forma/contenido no como una disyunción binaria, sino, para usar terminología derrideana, como un indecidible. La autonomía de la forma no es absoluta, depende de contingencias, de situaciones específicas, de juegos de posiciones, de lugares de enunciación. El arte popular acude a la forma, pero no la absolutiza; hace de ella un argumento para sostener otras verdades, que nada tienen que ver con la estética. Así, por ejemplo, un traje ceremonial precisa los refuerzos de la belleza para sostener mejor el mundo de significados plurales a los que se abre; apela a la forma sensible, a la apariencia, pero no se rige por los puros valores de la imagen, sino que apunta a sostener funciones y empleos extra-artísticos. Lo estético, como en Hegel, es un medio. Entonces, hay un instante de forma, un destello de autonomía formal, pero no una presencia cerrada de la forma autosuficiente. Derruía acerca un instrumento interesante para destrabar la oposición forma/ contenido: la figura de parergon que, tomada de Kant, se refiere al estatuto oscilante del encuadre de la obra, que conforma y no conforma parte de ella. El parergon es el marco incompleto, la forma entreabierta, que, por un lado,
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se opone a la autonomía cerrada, absoluta, del arte, y, por otro, conserva un cierto encuadre, una referencia formal. Kevin Power: Argumentas en este texto que el mito da forma a la identidad indígena y añades, además, el que me parece un astuto y provocador argumento: que la belleza buscada a través de la pintura sobre el cuerpo, el arte plumario o los piercings, contribuye a ampliar y aumentar los poderes del mito. Así sugieres que el valor estético proporciona un punto de diálogo entre el mundo indígena y nuestra propia visión. Ticio Escobar: Creo que el formato dúctil que tiene hoy el concepto de identidad —más cercano al concepto psicoanalítico de "identificación" que al término "idéntico" (en sentido lógico metafísico)— posibilita que las identidades sean entendidas no como esencias, sino como constructos históricos, contingentes. Y permite comprender mejor los juegos y los desplazamientos entre identidades distintas. Sí, compartir un mito tribal puede constituir un factor de autorreconocimiento étnico y constituir una variable identificatoria (el grujió define un nosotros a partir de un mito compartido). Pero las apropiaciones que realizan los diferentes pueblos del acervo imaginario global también constituyen factores de construcción de identidad; empleos locales de signos de vigencia planetaria. La forma estética resulta una eficiente insignia de identidad, en ese sentido un tatuaje realizado en una comunidad ishir es equivalente a uno empleado por una tribu juvenil urbana que necesita autoafirmarse y desmarcarse de otros grupos mediante cifras específicas que los sellan para adornarlos, diferenciarlos y apuntalar la cohesión grupal. El adorno es un buen ejemplo de lo estético aplicado a la construcción de una imagen propia, y esto ocurre en cualquier cultura; es claro que también en estos casos lo estético es apenas un momento de lenguajes más complicados que trascienden la mera ornamentación. Kevin Power: A finales de los años sesenta, el poeta norteamericano Jerome Rothenberg en su magnífico texto titulado Technicians of the Sacred, que supuso una ruptura significativa en el campo de la poesía, llama la atención sobre cómo utiliza la imagen la poesía primitiva con recursos como, por ejemplo: el juego con la tensión y extensión de la brecha entre una imagen y otra; la construcción de una cadena densa de imágenes o la sutileza de su capacidad metafórica inventiva. Afirma que todo esto tenía mucho en común con la forma en que se empleaba la imagen en la poesía de la vanguardia y sobre todo en la poesía posmoderna. Hace hincapié en la sofisticación de lo primitivo. Una antología más tardía del mismo autor, Shatyng the Pumpkjn, recoge estas mismas interrelaciones entre la poesía primitiva o indígena, centrándose, esta vez, en la poesía india norteamericana. Estos acercamientos
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pos-Levi-Strauss estaban en el aire. Por supuesto, Estados Unidos tiene su propio pasado colonial y también ¡su versión oficial del mismo! Sin embargo, en el caso de Paraguay o de las culturas andinas, estas fusiones probablemente son más complejas, totalmente integradas en su historia, si no completamente, junto con las secuelas de la cultura colonial. Ticio Escobar: Yo creo que estas confrontaciones transculturales resultan no sólo válidas teóricamente (son fundamentales para la antropología y la crítica cultural), sino fecundas en términos de interpretación y producción de obra. Los indígenas tienen un alto sentido poético, más cercano, estoy de acuerdo, a la sensibilidad posmoderna o contemporánea que a la moderna. En el Paraguay existen recopilaciones importantes de poesía aché y guaraní. Los guaraníes, específicamente, tienen un lenguaje cargado de metáfora y de sugerencias poéticas: las palabras y las frases se construyen de acuerdo a patrones altamente retóricos. Pero es cierto lo que decís, en el Paraguay —como supongo, también sucede en la zona andina— las fusiones son mucho más complejas porque, de hecho, el idioma principal que se habla en el Paraguay es el guaraní (el 84% de la población se comunica en esta lengua), lo que hace que el propio idioma español paraguayo se encuentre en gran parte moldeado o, por lo menos permeado, por la sensibilidad guaraní. Esta presencia del idioma popular es aún mayor en la literatura, y no sólo en la escrita en guaraní, sino en la producida en español, marcado por imágenes, percepciones y construcciones sintácticas derivadas de la cosmovisión lingüística guaraní. Kevin Power: De modo que me pregunto ahora cuáles serían los cambios que has notado en los últimos veinte años en la recepción de estos argumentos y de qué manera ha evolucionado el estatus de la población indígena, asumiendo, por supuesto, que les interesa más el reconocimiento de sus derechos (y tú has trabajado mucho al respecto) que integrarse en la sociedad. Ticio Escobar: Es difícil percibir cambios radicales en este ámbito. Lo que es seguro es que existe hoy una conciencia mucho más clara acerca de la importancia de reconocer la presencia del guaraní y luchar por su reconocimiento pleno como lengua propia del Paraguay (donde el español y el guaraní son los idiomas oficiales, aunque en total se hablen diecisiete idiomas). En cuanto a la extremadamente difícil situación actual de las poblaciones indígenas, creo que la cuestión pasa por no considerar como una disyunción incompatible el reconocimiento de los derechos, por un lado, y la integración en la sociedad, por otro. Es indiscutible que tiene que lucharse por un reconocimiento cabal de toda forma de diferencia cultural; pero también tienen que apoyarse las reivindicaciones étnicas de
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su derecho a la autogestión. Son los propios indígenas quienes tienen que decidir si integrarse o no, y cuándo y cómo hacerlo. Lo que el Estado tiene que hacer es garantizar condiciones democráticas de integración. Y cuando hablamos de "integración", hablamos de participación en la escena pública nacional en términos pluriculturales; no de dilución de lo indígena en esa escena (lo que constituiría más bien un caso de "desintegración"). Es decir, en ningún caso la presencia del indígena en la esfera pública nacional debe suponer la renuncia de sus particularidades culturales. Kevin Power: Como hemos comentado antes, la forma de presentar las obras en el Museo del Barro hace de la separación y la co-habitación un principio determinante. Las obras son co-contemporáneas. En ocasiones has descrito el arte indígena como arte total, como espectáculo (algo peligroso en estos tiempos), una especie de estética de la performance. Visto desde esta perspectiva el reconocimiento de su valor debería resultar relativamente fácil. Me pregunto si este término de arte total no conlleva ciertos peligros. Ticio Escobar: Sí, se pretende que las obras de arte indígenas, populares y eruditas que integran el Museo del Barro sean contemporáneas entre sí, es decir, que sean equivalentes y equiparables en el tiempo-espacio que abre la escena museal. Las piezas indígenas y populares son contemporáneas además en el sentido de que son actuales y tienen vigencia. Con eso se quiere discutir el prejuicio de que sólo el arte de tradición ilustrada tiene acceso a la contemporaneidad. Por eso no clasificamos las piezas en indígenas, populares y contemporáneas. Y esta restricción nos causa problemas porque los términos "erudito", "culto", "letrado" o "ilustrado" aparecen hoy cargados de connotaciones restrictivas, cuando no abiertamente peyorativas, que no hacen justicia a su dimensión autocrítica y sus pretensiones democratizadoras. En cuanto al hecho de hablar del arte indígena como obra total o espectáculo; sí, es cierto, estos términos son riesgosos y pueden prestarse a confusiones. Lo que pasa es que la médula del arte indígena es el ritual, que significa una representación y una puesta en obra del complejo sistema de expresiones que conforman el acervo estético del grupo. Uso "arte total" como conjunto que articula expresiones que Occidente separa: la danza, el teatro, la literatura y las artes visuales. Este complejo cultural cumple en cierto sentido con el sueño contemporáneo de imaginar diagramas flexibles, capaces de desmontar el sistema compartimentado de los géneros, sin anular las particularidades formales y expresivas de cada uno de ellos. Cuando se habla de "totalidades" se menciona el hecho de que en el ritual, la sociedad se autoimagina entera. Creo que esa operación —más allá del paralizante temor que inspiraba la palabra totalidad a los primeros posmodernos— recupera una posibilidad de que el cuerpo social se muestre como tal, aunque fuera solamente a través de las apariencias 6
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del arte y sólo en el momento relampagueante del acontecimiento ritual. La sociedad no es un todo, pero puede construir imágenes que, fugazmente, inventen un contorno capaz de sostener la cohesión social y articular sus esfuerzos dispersos. Tampoco el término "espectáculo" es muy oportuno, ciertamente. Pero creo que resulta claro que no se lo está empleando acá según la acepción de Debord, sino en su sentido de representación. En cierto sentido, la cultura es la puesta en escena de la sociedad, que deviene teatro, espectáculo de sí. Las cosas se complican cuando toda escenificación, al ocurrir en clave de mercancía deja de constituir acontecimiento para volverse espectáculo.
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