SHC. Peripecia en la China

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HÉROES CRISTIANOS DE AYER Y DE HOY Biografías Aventura fantástica: La vida de Gladys Aylward Persecución en Holanda: La vida de Corrie ten Boom Un aventurero ilustrado: La vida de William Carey La intrépida rescatadora: La vida de Amy Carmichael Odisea en Birmania: La vida de Adoniram Judson Alma de Campeón: La vida de Eric Liddell Padre de huérfanos: La vida de George Müller Peligro en la selva: La vida de Nate Saint Valentía en el Nilo: La vida de Lillian Trasher La audaz aventura: La vida de Mary Slessor Portador de esperanza: La vida de Cameron Townsend Una mujer tenaz: La vida de Ida Scudder Enboscada en Ecuador La vida de Jim Elliot C.S. Lewis Un genio de la narración Corazón pionero La vida de David Livingstone Desafio para valientes La vida de Loren Cunningham


Este de Asia Este de China

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China

Peking (Beijing)

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Mar Amarillo

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Yang-chow (Yangzhou) Chin-kiang (Zhenjiang) Nanking (Nanjing) R o Yangtz

Tung-chow (Tungzhou) Shanghai Hwang-poo River

Hang-chow (Hangzhou) Ning-po (Ningbo)

Cantn (Guangzhou) Macau

Form (Taiw osa an)

Mar de China

Swatow (Shantou)

Hong Kong

0 Hainan

0

90 /2

1

Escala

180 Km 1

Cm


Índice 1. Una luz peligrosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 2. La oración de una madre . . . . . . . . . . . . . . 15 3. Una palabra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 4. Una oportunidad irrepetible. . . . . . . . . . . . 35 5. Retraso en el pago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 6. Un muerto en Londres. . . . . . . . . . . . . . . . 55 7. «Si te quedaras en Inglaterra…» . . . . . . . . . 71 8. ¡Por fin China! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 9. Si conocieran al verdadero Dios . . . . . . . . . 97 10. Uno más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 11. El hombre más afortunado del mundo. . . 123 12. A la luz de la eternidad . . . . . . . . . . . . . . 139 13. Si no llegamos a China… . . . . . . . . . . . . . 153 14. Manos a la obra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169 15. Un hombre en Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . 187 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197



Capítulo 1

Una luz peligrosa El capitán Morris agarró con fuerza el timón del Dumfries, un barco a vela de 400 toneladas, mientras gritaba sus órdenes a la tripulación compuesta por veintitrés marineros. En ese momento, en el camarote situado bajo la cubierta, el único pasajero Hudson Taylor, escribía en su diario. Este joven inglés de baja estatura, ojos azules y pelo rubio navegaba rumbo a China para servir como misionero. La lámpara del camarote comenzó a moverse con mayor fuerza que hasta entonces, detalle que Hudson advirtió aunque ignoraba que el barco estaba adentrándose en una tormenta. En cubierta la presión barométrica descendía en forma continua a la vez que el furor del viento y la braveza del mar aumentaban. Las olas empezaban a romperse contra la proa y cada golpe de mar

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hacía tambalear al Dumfries que emitía unos alarmantes crujidos. La preocupación del capitán Morris crecía a medida que lo hacía la potencia del viento y muy a pesar de sus esfuerzos, el barco estaba a merced de las corrientes. Lo peor de todo era que aún no se encontraban en alta mar, ya que apenas llevaban cuatro días de travesía desde cuando abandonaran Liverpool. Todavía navegaban en aguas del mar de Irlanda, próximos a la accidentada y peligrosa costa galesa, que debido a las condiciones meteorológicas representaba —por su cercanía— un peligro añadido. Por la tarde las olas alcanzaron proporciones gigantescas y el Dumfries continuaba chirriando mientras era zarandeado de un lado para otro. Hudson Taylor subió a cubierta con mucha cautela y comprobó que el color del cielo era semejante al de las magulladuras que había sufrido en su camarote. La espuma del océano golpeaba su rostro como si fueran pequeños fragmentos de vidrio. El capitán Morris continuaba girando el enorme timón de madera, primero a la derecha luego a la izquierda, intentando que el barco respondiera. Sin distraer un solo instante su concentración, dirigió las siguientes palabras a Hudson: —Cómo no nos ayude Dios, estamos perdidos. —¿A cuánto estamos de la costa galesa?, preguntó Hudson. —A unos veinte kilómetros pero la corriente continúa arrastrándonos con rapidez. Mientras el capitán Morris hablaba, una enorme ola barrió el velero arrastrando los barriles y tablas de madera que había en cubierta como si fuesen de


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papel. Hudson decidió volver a su camarote pero quiso echar un último vistazo antes de descender. «Como Dios no haga un milagro todo lo que va a quedar de nosotros y del barco cuando amanezca van a ser unas cuántas tablas rotas», pensó sin saber lo que les esperaba. Gran parte de la tripulación se había reunido en torno al oscuro comedor situado debajo de la cubierta. El Dumfries estaba siendo sacudido con tal violencia —hacia delante, a los lados y hacia atrás— que Hudson tuvo que recorrer a gatas el trecho que conducía a su camarote, situado en la popa. La puerta del mismo se abrió impetuosamente pero pudo asegurarla antes de ser arrojado contra el suelo; después se metió en su camastro en medio de una oscuridad total. El único ruido era el producido por el impacto de las olas contra los costados del barco y los consecuentes crujidos de éste. Intentó dormir pero le fue imposible. La tempestad alcanzó tal magnitud que Hudson decidió abandonar el camastro y se dirigió a cubierta, donde el capitán Morris aún continuaba aferrado al timón. Pero en esta ocasión Hudson advirtió algo distinto: la luz de un faro a uno de los costados de la nave. —Es el faro de Holyhead; vamos directos hacia él, —gritó el capitán Morris. —¿Cuánto tiempo nos queda?, —gritó a su vez Hudson intentando imponerse al bramido del viento. —Dos horas como máximo —respondió el marino en tono inapelable. Hudson no supo que más decir. El fin estaba próximo. El capitán Morris había hecho todo lo que


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estaba a su alcance para salvar el barco sin ningún resultado. El infortunado desenlace —el choque del Dumfries contra los acantilados de la costa— era cuestión de poco tiempo. Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas del joven inglés que no pudo evitar el recuerdo de su familia mientras regresaba al camarote. Los rostros de sus padres y de sus hermanas, Amelia y Louisa, estaban frescos en su mente. ¿Cuál sería su reacción ante un final tan inesperado? ¿Le habría salvado Dios de una fiebre maligna y de una muerte segura para permitir que se ahogara en el mar de Irlanda? Pensó en su cuerpo, en si se hundiría hasta el fondo del mar o si sería arrastrado hasta la costa. Por si acaso encontraran su cuerpo sacó una pequeña libreta de su bolsillo y, a pesar de los bruscos y repentinos movimientos del Dumfries consiguió escribir con grandes letras su nombre y dirección y la guardó dentro de su camiseta. De esta forma, si su cuerpo aparecía en los acantilados, su familia sabría que le habían identificado y enterrado. A continuación buscó algo que flotara, algo a qué agarrarse cuando el Dumfries se hundiera. Entonces se dio cuenta de que su mayor problema no era mantenerse a flote, sino evitar que el terrible oleaje le lanzara contra las rocas del acantilado. Algo sobre lo cual no tenía ningún control. No le quedaba más opción que esperar el desenlace de los acontecimientos. Finalmente se decidió a utilizar un cesto de caña como salvavidas. En su interior puso un poco de comida, algo de ropa, una cuerda y sus instrumentos quirúrgicos. Con tan precario equipo


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de salvamento bajo el brazo se marchó —una vez más— hacia la cubierta. En el camino vio que algunos marineros intentaban desesperadamente taponar con un trozo de la vela y unos maderos, una de las escotillas que había sido arrancada de sus bisagras y por la que penetraba un gran chorro de agua. El capitán Morris llevaba veinticuatro horas sin moverse del timón. El agua, que barría violentamente la cubierta, se arremolinaba alrededor de sus piernas. Hudson se agarró a la barandilla y se dirigió hacia él. Las drizas golpeaban el mástil sin descanso. El capitán Morris intentaba hacer virar al Dumfries, primero en una dirección y luego en otra, a fin de alejarse de las rocas. Pero todo resultaba inútil. El viento era demasiado fuerte y el barco no respondía. Los acantilados que rodeaban el faro Holyhead estaban cada vez más próximos y su luz iluminaba rítmica y misteriosamente la proa. Era una luz que ningún marinero jamás deseaba observar tan cerca. Consciente de que estaba a punto de perder su barco, el capitán Morris comprobó sus instrumentos por última vez. El barómetro indicaba una ligera subida de la presión claramente insuficiente a estas alturas. A continuación observó el anemómetro y gritó: «El viento ha cambiado de dirección; son apenas dos grados pero tal vez sea suficiente para evitar las rocas». Acto seguido empezó a vociferar órdenes a la tripulación que subió a toda prisa a cubierta. Los marineros tiraron de las drizas con todas sus fuerzas para que las velas aprovechasen


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el cambio del viento. El experto marino maniobró el timón con habilidad y esta vez sí consiguió que el Dumfries respondiera y comenzara a virar. En un primer momento el giro fue mínimo, casi imperceptible, pero poco a poco fue aumentado hasta que el barco se alejó de los acantilados rumbo a alta mar. El grito de alegría fue unánime. ¡Se habían salvado! Nadie estaba más sorprendido y contento que Hudson Taylor, quien sonreía ampliamente. Después de todo, no moriría ahogado y llegaría a China. Apenas cuatro días de travesía y ya había vivido su primera aventura en el mar. ¡Ah, si le pudieran ver en estos momentos los empleados del Banco Barnsley!


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