Betancourt: Colores y texturas
Dirección de Publicaciones de la Casa de la Cultura Benjamín Carrión ® 2011
Presidente: Marco Antonio Rodríguez
Director de Publicaciones: Fabián Guerrero Obando
Director de Museos: Carlos Yánez
Fotografía: Iván Mejía
Diseño: Cristiam Hervás
Corrección de textos: Paulina Rodríguez,Violeta Luna
MIGUEL BETANCOURT,
Liminar
Si algo puede resumir la dilatada y excepcional obra de Miguel Betancourt (Cumbayá, 1958) es su ardua, denodada, incesante averiguación de los elementos que le sirven a su creación: historia, estéticas, biografías, literaturas, viajes, museos, exposiciones… Su presencia inicial —por llamarla de algún modo— ocurre en 1977 en una colectiva en Milwaukee, Milwaukee Art Center, pero ese mismo año exhibe en el Museo Metropolitano de Nueva York. Y la crítica recibió con beneplácito el arte de Betancourt. El dato revela, por un lado, la precocidad de este artista, y, por otro, su reciedumbre humana —constancia, osadía, tenacidad— para asumir con respeto su creación y, desde esa convicción, promoverla en espacios de trascendencia nacional e internacional. Hay artistas visuales que usan toda clase de ardides para representar un país (este malhadado hecho se repite con inusual frecuencia en un buen número de países eufemísticamente llamados del tercer mundo), en certámenes internacionales. No hay, en nuestros países, una curaduría seria que elija con rigor a sus artistas para invitaciones o concursos de valía mundial. Allá suelen ir a parar —con las excepciones del caso— los menos significativos.
El maestro Betancourt es un artista hecho, cuajado, cuya consagración —dentro y fuera del Ecuador— la ha conseguido a pulso de oficio y de un severo proceso creador avalado por estudios y lecturas permanentes. Miguel Betancourt es uno de los artistas plásticos mejor formados intelectualmente de su generación. Con estudios superiores en Literatura, Miguel no ha dejado un solo día de leer, de examinar, de
Betancourt: Colores y texturas
ensayar, de proponer. Su obra cubre ya más de treinta años de cotidiana y proverbial superación integral.
En la obra de Miguel Betancourt se evidencia —dignidad y magnificencia— un itinerario de profundas mutaciones, reflexiones constantes —saltos, peripecias, aventuras, trances—, pero que no se repite ni se sigue a sí mismo. Por esta misma razón —puntal vertebrador de su arte— permanece fiel a su verdad primitiva, aquella sobre la que descansa el mundo del artista, del que brotan sus raíces más sabias, haciendo posible el manar pertinaz de su florecimiento. Retornar, entonces, a su obra primigenia, a sus fuentes nutricias, verla y procurar examinarla como una secuencia natural, que consolida la unidad de su arte y a la par posibilita su diversificación, es indispensable para dimensionarla con veracidad. Unidad y variedad: comunión se da en obras que se expanden en tiempo y espacio.
El entorno y la acuarela
Niñez y adolescencia de Miguel Betancourt transcurrieron en Cumbayá, un poblado cercano a Quito, actualmente integrado a la ciudad. Tierra y aire transparentes. Celebración del silencio, el aroma y los colores de tiempos inmemoriales. Allí absorbe el paisaje andino el artista, paisaje que pervivirá para siempre en su retina. El cerro Ilaló se levanta en esta zona. Cuenta la leyenda que el Ilaló fue macho y el cerro Cotopaxi hembra. Se amaron. Pero la única manera de expresar su amor fue lanzándose piedras y lava (dolor y fuego). Toda la gama de rojos en la obra del maestro Betancourt esplende como arterias abiertas mostrando generosamente sus variaciones (amor, sol y ocasos; resplandores y crepúsculos).
Sus maestros de escuela avizoraron pronto las innatas virtudes de Miguel para el dibujo y pensaron becarle a San Antonio de Ibarra para que se formara como pintor. Pero su camino fue otro. Para el cuarto nivel de secundaria vino a Quito con su madre a buscar un colegio. Lo encontraron en el Benito Juárez y pronto se vinculó a otros artistas en ciernes con el propósito de formar un sindicato: Carlos Viver, Mario Cicerón Pazmiño, Washington Mosquera… entre otros. Desde entonces, Quito es la ciudad que se convirtió en uno de los temas axiales de su quehacer artístico. En la misma casa donde se reunían para sostener diálogos sobre arte y política —suerte
de buhardilla de una casa situada en el Centro Histórico— conoció al artista Oswaldo Moreno Heredia, innovador de la acuarela en nuestro país y maestro universitario de muchos saberes; él será su guía en el tramo inicial de su arte.
Acuarela abstracta es lo primero que busca el maestro Miguel Betancourt. Aire y luz son las sustancias de este género. Transparencia. No admite enmiendas. Agua límpida, inmaculada, translúcida. Acuarela de pliegues vigorosos, profundos y construcciones muy bien definidas, la de Betancourt. Los colores densos, como acentuando un carácter (que definiría su estilo), emanado de las oquedades de su ser íntimo. No es la acuarela que traslada el paisaje al soporte la de este artista, es una acuarela que interpreta lo que él mira o lo que subyace en sus interioridades. Las formas son una suerte de crestas andinas que serán también una de las improntas de su vasta creación. Hay un período más bien breve del maestro Betancourt de sus comienzos en el cual recrea muros derruidos superpuestos de grafitos, portones oxidados por el tiempo, escorzos de fachadas de casas abandonadas que exudan soledades y miserias. (Uno de los ensayos que escribí sobre este artista titulé Betancourt, detrás de los muros). En efecto, agazapado, detrás de estos paisajes —¿remembranzas de lo que rodeó su infancia?—, bullía la magia y los colores andinos tan caros para su obra. Casi de inmediato, abre su cofre de tesoros guardados con celo y emergen varias Series de acuarelas donde no se sabe qué admirar más si el dominio de los colores ahítos de suntuosidad o las profundidades a la que nos conduce esta destreza del artista. Cielos y ambientes urbanos resueltos mediante colores regocijados y lineados geométrico-abstractos en desplazamientos jubilosos, radiantes aunque furtivos. El maestro Betancourt muestra pleno dominio de los secretos de la acuarela y se regodea en ellos. Luz, mucha luz, inunda todo este período.
Los primeros viajes
El maestro Miguel Betancourt ha llevado su arte a numerosos países de América y el mundo, mereciendo críticas consagratorias por donde ha ido. Uno de sus primeros viajes (de estudio y recorrido por los principales centros artísticos ingleses), el que más huellas dejó para su obra posterior. En efecto, a fines de los ochenta, estuvo
en Inglaterra, país donde estudió varias corrientes visuales. Ávido, obsesivo, estudioso, apenas dejó espacio artístico sin asimilar y aprovechar. Uno de los más significativos comentaristas de la obra de Betancourt considera que fue Bacon el que mayor influencia ejerció en la sensibilidad del ecuatoriano. Personalmente creo que fue todo un conjunto de proposiciones artísticas las que, de uno u otro modo, se imbricaron a su obra durante su estancia en Inglaterra. Anselm Kiefer, figura prominente de los «nuevos salvajes» incide en nuestro artista en lo que en esa época se llamó «arte matérico»: gruesos empastes del color adobando la obra pictórica. Asunto de forma. En lo conceptual, el discurso del alemán está cargado con la ideación de la «desaparición del hombre», teorización que apareció en la posguerra. La obra de Betancourt, en cambio, es vida germinando, vida bullendo, vida floreciendo. Los ciclos plásticos de Betancourt están cargados de tierra, aire, fuego, agua, los cuatro elementos cardinales de la creación. Incluso en sus Series de Cabezas (Cabeza con arqueología contemporánea, San Juan Evangelista, Joven en Yasuní…), piezas de una Serie que data de 2009 y continúa en esta hora, con soportes de cáñamo, mantiene ese ardor que abrasa toda su obra. Reminiscencias y embrujos, transparencia, diafanidad, rotundidad, vida revivida. Lirismo visual que ofrenda, a veces —sin declinar la excelencia de su arte—, la expresividad personal por la de una carga idiosincrática honda, abisal, o, en las más controversiales salvedades, exhibición de sus saberes en obras decorativas pero elevando en grado sumo el estatus artístico de lo que fue y sigue siendo un universal y espléndido folclore. El maestro Betancourt luce como un guijarro andino —noble pedazo de nuestra tierra, recio y refulgente— opuesto a las influencias de otras regiones del mundo. Toma distancia con ellas por mantener su originalidad o por defender su lugar de origen (¿no se unimisman estos dos motivos en su obra?). Un artista pintor de la cultura plástica de Betancourt no requiere temas seductores para fijar la atención de los observadores, ni siquiera asuntos sobre los cuales crear, solo de formas incesantes, únicas, paradigmáticas.
La originalidad de Miguel Betancourt es —en gran medida— una deriva del modo en que recrea y transfigura la realidad, de su perenne anhelo por fundirse en la cultura de sus orígenes y en el registro minucioso de tradiciones heterogéneas. Disolución y continuismo.
Betancourt: Colores y texturas
Meditación, pensamiento y resoluciones plásticas magníficas. Nuestras raíces pugnando por su universalización: los más osados desafíos de un pintor grande, por eso Betancourt los asedia y domina para su arte.
Sus ciclos
Luego de su acuarela abstracta, esbozos de construcciones, atiborrados de pintura y grafitos y sus ensayos sobre el terreno puro de la pintura, da un vuelco al campo de las esencialidades, y, a través de la pintura, pasa a revelarnos la verdad de su mundo, su secreta naturaleza. El arte tiene que iniciar por serlo verdaderamente, mediante el sometimiento de sus medios y la certidumbre de las formas. En esta línea, el mismo artista ha confesado su entusiasmo por Bacon y Kiefer; por allí hallo una suerte de extraña analogía con ciertos maestros del abstracto —en cuanto al manejo del color, únicamente—. Pollock en cuanto al desbordamiento de la pintura, no de su Action Painting, vertiente plástica de la cual fue su mentor y respecto de la que guardamos ‘reservas’. El maestro Betancourt irá decantando los excesos matéricos, hasta dar con esos empastes excepcionales, producto del rigor de su oficio y sus obsesiones por exhaustivar en su cosmovisión andina.
Mito y magia, ejes cardinales de la obra pictórica de Betancourt, comienzan a ocupar sitio de relevancia en su trabajo, a partir de sus espacios eclesiales que datan de los noventa. Hernán Rodríguez Castelo, con sapiencia, habla de «… la ojiva, realzada con largas y enérgicas pinceladas negras, gruesas. Y en los vanos las luces, como de vitral, y formas fragmentadas —la típica fragmentación de Betancourt— en abigarrados conjuntos, ricos, mágicos…». Pero detrás de esta descripción, existe un hecho que considero medular en los procesos de Betancourt. Al tomar la vida como cuestión trascendente de su obra, el artista averigua lo sagrado implícito en ella y su exploración nos traslada a la naturaleza misma de lo sagrado, consiguiendo que la realidad inmediata sea la que se torne mítica y se evada del tiempo. Corrían los noventa cuando inició esta Serie, constituyéndose en una de las más significativas de su camino creativo. El maestro Betancourt concibe sus Series (y cada una de las obras que las integran), por sobre todo, como composiciones. No es un pintor de la pintura. Sus Series no se satisfacen con la simple creación de formas. Persiguen una incursión en la realidad,
honda y definitiva, a sabiendas que esta última es un imposible, pero que al acosarla sigue los períodos de todo artista grande. Cada cuadro de Betancourt es un objeto clausurado. Y esta es otra de las virtudes cardinales de su arte. Queremos significar que sus obras se bastan a ellas mismas y, por este sortilegio, pueden guiarnos al fondo de la realidad. Jerarquías privativas, orientadas por sus forzosas necesidades; en este sentido, Betancourt aprovecha todo su acervo cultural, partiendo de este para forjar su propio universo creativo. Betancourt ha escrutado en la misma composición y solo a partir de ella nos revela su verdad, una verdad englobada en la forma, posibilitada y potenciada por ella.
Los espacios eclesiales del maestro Betancourt continuaron su camino, se afinaron, sutilizaron, esplendieron, ganaron en luminosidad y grandeza, en principios y magnificencias. Fragmentación y unidad. Luz que abre rutas y estalla en espacios aislados y majestuosos. Ráfagas de misticismo (arrebato íntimo) y sacralización ajena a lo religioso, no obstante, ciertos elementos que parecerían emparentarlos con ese ejercicio. A este conjunto, Betancourt imbricó arboledas como extraídas de lapsos remotos y crepusculares, coloraciones macilentas que daban la sensación de estampaciones medievales. La XLV Bienal de Venecia lo consagró como uno de los artistas pintores que mayor exultación de la naturaleza había logrado en su obra, y esta consagración, más bien marginada en nuestro medio por oscuras razones, otorgan al maestro Betancourt uno de los sitios de mayor trascendencia en la historia contemporánea de las artes visuales de su generación.
Piedra roja sobre piedra azul
Así denominó Miguel Betancourt a otra de sus históricas Series, hacia fines de los noventa. Colores que evocan, invocan, convocan, obnubilan. El espectador era sumergido, impregnado por esa celebración del color que constituyó esa muestra. ¿Predominaban el rojo y el azul? No. La piedra —el tiempo—, que fue el asunto sobre el cual zahondó en este ciclo, fue el gran hilo conductor de esta nueva peripecia. Tiempo minado, rastreado, invadido, abatido por los recursos plásticos. Sueño, memoria y cavilación. Tiempo pensado y vivido, subyugado por formas y colores prodigiosos. Riesgo. Temeridad. El artista se expuso al borde del abismo insondable que
es el ayer, el hoy y el mañana, para cortejar y conquistar ese algo —incognoscible—: el tiempo, espejo que nos embruja, contiene y proscribe. Entrega insaciable de amor para inquirir en un asunto que despoja y alucina. Nuestra comprensión no es ilusiva, es ambigua. En la piedra leyeron el tiempo nuestros mayores. Betancourt lee el tiempo desde nuestro presente. Las piedras de América deslumbraron a Durero y a Baudelaire. Movimiento, cambio, catástrofe, resurrección, vivificación: todo a la vez. Tiempo: movimiento continuo, inacabable, sempiterno. Y el movimiento es cambio (los colores en esta Serie de Betancourt emprendieron la danza hermosa y terrible del ir del tiempo, por eso es una Serie interrumpida). Poesía que concibió (desentrañó) la suntuosidad de la imagen del tiempo con la penetración metafísica. Todo empieza, todo retorna, todo vuelve a empezar en esta Serie (y en toda su obra). La civilización andina es invención perpetua. Los dioses nacen, padecen, mueren, resucitan. Los seres humanos componen un leve y breve segmento de la realidad, y apenas pueden con la trágica e indispensable tarea de mover la historia: tiempo ido, tiempo relámpago, soplo que pasa y nunca regresa. Piedra sacrificial: rito y rutina. La piedra es altar, ara consagratoria y, a la vez, engendradora de vida: óvulo, semen, sangre, maíz, lluvia… Luego, en la conquista (consumación y reedificación), los pueblos conquistados impusieron la piedra, y sobre ella erigieron su religión los conquistadores. El mestizaje no solo es alianza de la región aborigen y la cristiana, sino toda una inextinguible trama. Betancourt fusiona distancias, urde en la duplicidad (prolongación) de los reflejos. Tienta en los enigmas (traslape). Enhebra los signos de lo prehispánico y lo barroco tensando dos referentes: Ingapirca y la iglesia de La Compañía. Los colores, entonces, son extraditados de la piedra, pero también transgredidos por caligrafías, mediante las cuales el artista enriquece los códigos estéticos y abre —en panorámica— toda suerte de sugestiones, incluyendo una por donde se rememora el valor interpretativo de la pintura ilustrativa.
Piedras animadas. Piedras habitadas por ánimas (almas penando por la hermosura doliente de la vida que fue interrumpida).
Piedras devenidas testigos silentes de la vorágine de los siglos que todo lo extingue, menos la vida. Piedras gimientes: las de la iglesia de La Compañía. Agrisadas, sufridoras, guardadoras de secretos de esta y de otra vida, que debe estar en alguna parte. Piedras de
Ingapirca: delirantes, iridiscentes, llameantes, fragmentos de soles errantes. Las dos piedras, en dos tiempos, edificando una identidad extraviada. Y sobre esta amalgama: ángeles medievales aspergeando mirra; revoloteando sobre embarcaciones ennegrecidas; decorando aposentos míticos.
El arte del maestro Miguel Betancourt, si lo observamos como inventario de voraz búsqueda, nos enseña una idéntica sustancia que asimila las formas, mimetizándolas siempre en nuevos ritmos, sin que pierdan su núcleo vital: la idea de deslizamiento imperdurable. Pero, de modo diferente al que develamos en el espacio, el fuego o el agua, en la pintura de Betancourt, la idea de movilidad constante proviene de una efusión interior —la flecha combando hasta el último límite al arco que la sustenta—, en cuya tensión halla las huellas de Los pasos perdidos de nuestra América.
Y en estos tiempos recientes (el primer decenio del siglo XXI), el maestro Betancourt persevera en su desaforada búsqueda de su arte, de la verdad de su arte. En su Serie Visiones, persigue su mundo en soportes de cartulina, lino, lienzo, cáñamo, asediando motivos como arquitectura urbana, naturaleza y diversidad, espacios translúcidos… Visiones que crean. Pintura animada. Arte exploratorio, rastreo, caza y cautiverio de las cuestiones que atosiga, pero que de inmediato libera. No existe sosiego en la pintura de Betancourt, solo luz honda y móvil, suerte de lámpara votiva que alumbra sus obsesiones, prendida a su mente, a su espíritu y a sus manos; que solo fisgonea, escudriña, hurga y pasa. Cada obra de Miguel Betancourt, cada cuadro suyo, cada tela o soporte en suma: aprehensión del instante dominante de un relato sin finales. Germinación, crecimiento, florecimiento, apoteosis del victorioso duelo con la verdad del arte que se resuelve o disipa en el instante en que es aprehendida. Para un creador excepcional como Betancourt, solo existe el comienzo. Y él lo sabe.
Quito, agosto de 2011
Árbol y pájaros, Mixta/Lienzo, 190x140 cm., 1996OLEAJE DE COLORES
En mis más antiguas memorias de la niñez están impresos los tonos lila, azul, verde y los esfumatos que se forman cuando los colores de las acuarelas se fusionan. Mis primeras imágenes son esas lámparas que por el movimiento de las líneas siempre me parecieron objetos móviles. Esa veladura acuática y las sombras transparentes logradas con la acuarela fueron mis primeras impresiones artísticas, fueron mi introducción al mundo de mi padre. El presente escrito no es un estudio crítico ni técnico de la obra de Betancourt; es más un ejercicio de rememoración y un relato sobre mi relación personal con sus cuadros y la incidencia de esta experiencia artística en mi formación personal. Recuerdo las lámparas de mi habitación. Mi padre transformó cartulinas en cilindros y sobre ellas impregnó fondos de un violeta intenso y un alborozado verde turquesa que evocaban la sensación de olas. Las líneas delgadas que quedaban libres de color se agitaban produciendo movimientos ondulantes en ese pequeño artefacto intensamente mágico y divertido. Más adelante, recibí uno de mis primeros y más preciado regalos: Redes en el fondo del Mar (1986). Hasta ahora, 25 años después, esa imagen fantástica de un mar azul, celeste, lila se expande sobre la cartulina entera, sin desperdiciar un solo centímetro, me sumerge en un mundo marino de colores, de emociones y de nostalgias, pero también de ensoñación libertaria. Es a partir de estas impresiones que yo siento y comprendo al arte: aquello que interactúa conmigo a través de la intensidad de los colores, de las visiones fantásticas combinadas con herencias culturales, y que me invitan a construir mundos dinámicos, ciudades flotantes y mundos vegetales, a fusionar el cielo con el agua, invadiéndome de armonía y despertando mis emociones más profundas e instintivas. Para mí, esa es una manera de experimentar el Arte.
Betancourt: Colores y texturas
Desde muy joven tuve la oportunidad de viajar a ciudades lejanas y visitar los museos de arte más renombrados. He visto vastas colecciones en el MoMA, el Louvre, el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y el Museo Reina Sofía, entre otros. Cuando ingreso a un museo y me enfrento a millares de manifestaciones artísticas y fusiones culturales – a veces confusas, sombrías o puramente conceptuales – lo que busco son esas imágenes de ensueño, como las de Klee, Pollock, Kandinsky o Miró. Con poca consciencia de que estos artistas habían sido antecesores e inspiradores de mi padre, me llenaba de emoción –y lo continúo haciendo – cuando sentía que sus obras se comunicaban con mi alma a través de juegos cromáticos, trazos expresivos, colores puros y figuras mágicas. Presumo que esta predilección estética se debe al contexto en el que crecí, y a mi búsqueda de lenguajes genuinos: ese rojo apasionado de Asombro antiguo (1997), el azul misterioso del Quito moderno (2004), la celeridad y movimiento ondulante de los colores ultramar de Ciudad que flota en la memoria (1987), el espíritu fuerte de Árbol y pájaros (1996), las imágenes transfiguradas que brotan de Flora y fauna en cabeza femenina (2009) son todas estas emociones, sensaciones y delirios que yo descubrí y desarrollé a través de esta experiencia artística.
Supongo también que mi atracción por la construcción y planificación de ciudades, mi encanto por las formas, la arquitectura, el caos y las tonalidades de los paisajes urbanos se origina en cuadros como Ciudad Flotando, (1989) o Ciudad al amanecer (2009), Entrada al Paraíso (1997), o Jerusalén (1998). A través de colores fuertes, materiales y texturas múltiples (cáñamos, periódicos, ceniza y arena) los trabajos de Betancourt nos introducen al paisaje pictórico y nos sumergen en fragmentos de ciudades y lenguajes conocidos e imaginarios. A su vez, esos paisajes retaceados, texturados, con abundancia de detalles y simbologías culturales le dan a uno los elementos perfectos para reconstruir sus propios escenarios. Cuando uno se enfrenta a estas obras esa experiencia de descubrir realidades es ineludible – indistintamente de si uno observa al cuadro por partes o en su totalidad. Mi contacto con sus creaciones citadinas y vegetales ha influido de manera definitiva en mi percepción, entendimiento y relación con el mundo. El mismo ejercicio creativo al que mi padre nos induce con su pintura, es el que yo repito analógicamente cuando exploro ciudades, cuando las estudio desde una visión panorámica, o en sus fragmentaciones espaciales y problemáticas sociales.
Esa flexibilidad para mirar y amar el caos, festejar los contrastes –culturales, religiosos, políticos– como formas de encontrar
el equilibrio, se los debo a mis confrontaciones con cuadros en donde el negro intenso coexiste con los amarillos, o los azules con los fucsias resplandecientes, como en Noche a punto de desbordarse (1992). De igual manera, he aprendido a apreciar lo viejo o lo aparentemente insignificante. He visto como mi padre devuelve la vida a objetos obsoletos, creando espacios multidimensionales en trozos de madera desechados, en retazos de azulejos rotos y en cáñamos remanentes de los costales de café o del armazón de muebles antiguos. Esa forma de valorar los elementos cargados de historia, que conforman nuestro diario vivir, e integrarlos en sus creaciones plásticas es lo que me ha fascinado. Más recientemente, en mis aproximaciones profesionales a la planificación y protección ambiental, las formas sensuales y vegetales combinadas con las formas geométricas y urbanas han sido una gran fuente de inspiración, para conjeturar la posible convivencia entre la conservación de nuestras riquezas naturales con el insaciable deseo humano, de construir y reconstruir nuevos mundos. Esta obra artística personifica una bella armonía de la naturaleza y las manos creativas del ser humano. Ha sido un privilegio poco común el haber crecido rodeada de un entorno invaluable: la pintura de mi padre invadiendo los rincones de la casa. He aprendido a comunicar, sentir y pensar en el lenguaje de las formas, los colores y las texturas. Con esta exposición, que reúne obras de los últimos 25 años, intento compartir esta vivencia. Un recorrido verdaderamente íntimo y personal, frente a los colores de Miguel Betancourt, tiene la capacidad de revolver el alma y permitirnos ver el mundo en sus más diversas y mágicas realidades.
EL ÁRBOL DEL PARAÍSO
Julio
PazosEn 1743, el señor de La Condamine conoció el Árbol del Paraíso. Lo midió y lo dibujó. Juan de Velasco conservó esas mediciones y no solo en su Historia Natural, también en su memoria.
El Árbol del Paraíso de Tiobamba se desliza en el mar del tiempo, lenta balandra que nos impide desaparecer.
La primera parte de su tallo tenía ocho varas de alto y era muy derecho; su corteza pulida mostraba la liquidez de los ojos que en los niños de altura presenta huellas de dioses duraderos. Las escamas diminutas eran restos de empeños de amor. En sus nudos rugosos se podían ver los años y registrar soles y lunas que hasta entonces, en alternada competencia, intervinieron en la acidez de la chicha sagrada. Ningún liquen asomaba en esas hendiduras, porque solo en los días de la vejez seres extraños persisten en anticipar el desmembramiento.
La primera frondosidad traía el alborozo de la nube verde, acicalada de olas, a punto de expandirse en otras aves elípticas; nube, en apariencia inmóvil, que contenía una muchedumbre de lanceoladas. Esa frondosidad era un libro por el que pasaban indios emplumados y los primeros desconcertados mestizos.
Cinco varas de tallo se levantaban sobre el primer ramaje. Detrás huía la línea de las colinas. Hubo otros árboles y los campanarios de Latacunga que colgaban del tiempo, del palo del tiempo, una docena de campanas.
En este momento la reflexión que nos abruma es un espacioso caracol: los sonidos vienen del mar, de las cuchillas de los volcanes, del cuerpo… bordes del cuerpo, solitarios acantilados. En esta parte del gran capulí se amarran los látigos de los obrajes, lacres gemidos que asperjados en el horizonte se confunden con los mudos ojos de las estrellas. Al occidente de esta parte del tallo asoman los filosos Illinizas y la ocre cordillera de Sumbagua; se ve, al norte, el Cotopaxi muy blanco; resolana y una membrana de humo se acumulan en la cabecera de Saquisilí. Los globos del santuario de Guaytacama fluyen al oriente.
Dice Juan de Velasco que el segundo ramaje, colmado de frutos, irradiaba cierto fulgor aguamiel que llenaba la memoria de tristeza. Ese sentimiento levanta sus densos párpados y pone un opaco sudario sobre las cosas que nos maravillan.
Más tarde, quizá trasegado del poniente, llegó un pájaro, sus alas púrpura fueron sangre acezando en la sombra. los quichuas, con sus alas, liberaron por los cumbreros bandadas de danzantes.
A esta altura pasa el tren.
Debió ser como el vértigo: estuvo en la plataforma de las montañas mirando extraños dibujos en el vacío, luminosidades el mar, fuegos fatuos, la esterilla incandescente del cosmos. Escribió la historia de las piedras, de las fuentes, de los zoófitos tan raros que ni siquiera los griegos atribuyeron a la extraviada Somalia. Supo bien Juan de Velasco que el tiempo moja los bordes de las cosas y que humedece la carne hasta convertirla en un puñado de callado mineral.
Desde la segunda nube verde el tallo subía cinco varas. Era la zona de los pájaros más aguerridos y era una buena vista del Cutuchi, río que recogía la descarriada lluvia de la madrugada. El Cutuchi sigue bajo los puentes,
un río es siempre más constante que los hombres. Se vio, en tardes ventosas, detenidas, en esta parte del tallo, bayetas con flores, y, en cierta ocasión, ya con la luna en la cumbre, se vio una piragua acoderada, en la proa flotaba la insignia del jaguar y de sus bandas colgaban rizadas maiguas.
El capulí terminaba en un penacho de hojas sedosas que pulsadas por la brisa provocaban un zumbido semejante al deseo. Atalaya para visiones más distantes: el Tungurahua, en su parihuela, desplazándose al oriente, el Chimborazo, llamingo dormido de cara al mar.
Gran capulí, pucará de nubes superiores, gigantes que bailan en sueños.
Era el punto de los antiguos sentimientos del paraíso. Allí donde confluyen dioses, caciques, caballeros ambarinos…
Juan de Velasco dice que un vendaval derribó el árbol. Debieron bailar del cielo furiosas arpías.
En la seca tierra los restos permanecen como una representación insoslayable que nos desgarra, que altera el vaivén del desvelo y que libera sosegados signos de consolación.
Solo este árbol más genuino en la memoria hace tolerables las enigmáticas sombras.
Quito, 1986