La quiebra de europa, de Beatriz Martínez de Murguía pdf

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La quiebra de Europa

Una crisis cultural



La quiebra de Europa Una crisis cultural

Beatriz MartĂ­nez de MurguĂ­a


Primera edición en Cal y arena: 2017

Portada: Maricarmen Miranda Diosdado

© 2017, Beatriz Martínez de Murguía © 2017, Nexos Sociedad Ciencia y Literatura, S. A. de C. V. Mazatlán 119, Col. Condesa, Delegación Cuauhtémoc México 06140, D. F.

ISBN: 978-607-9357-94-8

Reservados todos los derechos. El contenido de este libro no podrá ser reproducido total ni parcialmente, ni almacenarse en sistemas de reproducción, ni transmitirse por medio alguno sin el permiso previo, por escrito, de los editores.

IMPRESO EN MÉXICO


Índice

Unas palabras antes 11 El desencanto 15 Crisis política y desigualdad 31 Una unión política fallida. La ue, un gigante con pies de barro 35 La crisis económica como manifestación de una grave crisis política 46 El Brexit como síntoma 50 Las derivas regionalistas 53 Del euroescepticismo a la eurofobia 57 El crecimiento de la derecha populista 71 La crisis griega y esa otra Europa alemana 91


Una política exterior común fragmentada 113 La guerra de Irak 122 La otan y la ue 124 La Unión Europea, las «primaveras árabes» y la guerra en Siria 128 Rusia: un nuevo actor internacional 130 La veleidad de Turquía 134 El yihadismo en Europa 137 El debate político. ¿Qué hacer? 153 Los nuevos desafíos: Inmigrantes, refugiados y el debate sobre la islamización de Europa 161 El debate sobre la islamización de Europa 175 Algunas palabras finales 181


Para Carlos José Fernández-Cron, por los años felices, por su amistad de treinta y cuatro años y mucho más.



Unas palabras antes

Visto desde el desgobierno que padece España, el de la Unión Europea parece incluso algo menor, pero no lo es. La ue ha pasado de ocupar los primeros titulares de los periódicos, como una fuerza de gobierno, a aparecer en tercera o cuarta página como objeto de rebatiña entre quienes quisieran refundarla –pero no saben cómo– y quienes crecen electoralmente convirtiéndola en el chivo expiatorio de todos los males al tiempo que anuncian su próxima demolición. No creo, como muchos afirman ya, que la Unión Europea esté acabada, y el título –La quiebra de Europa– no hace referencia a la ruptura definitiva de sus instituciones sino a una quiebra menos aparatosa quizá pero no por ello menos preocupante y de consecuencias imprevisibles: la del espíritu que permitió avanzar en su unión con la convicción de que sólo así se podría conjurar un pasado atroz. Una vez más, la crisis está en que cada nación de Europa, ensimismada en sus problemas, olvida ese pasado y cree poder prescindir de lo que le ha hecho relevante en 11


los últimos sesenta años. Y una vez más la Historia dará cuenta de ese error. Este breve ensayo no pretende dar cuenta de todos y cada uno de los múltiples aspectos y problemas que condicionan la construcción europea. Es sólo un esbozo, una idea, de algunos de ellos y, desde luego, no aporta respuestas a los numerosos interrogantes hoy abiertos sobre el futuro de la Unión. Pero sí está inspirado en la duda, la preocupación sobre si la carencia de una verdadera unión política, las carencias institucionales de la Unión, fueron y siguen siendo un impedimento para su capacidad de enfrentar la crisis iniciada en 2007, ahora transformada en una crisis política y cultural de gran calado. Es un libro que quiere hablar del escepticismo sobre su solidez para frenar el imparable auge de los movimientos populistas, de la extrema derecha que promueven la desintegración de la Unión; habla de la creencia de que la falta de una política exterior común y la carencia de un sistema de defensa común debilitan al conjunto pero refuerzan los intereses nacionales y, en el mejor de los casos, transforman a Europa en un actor político internacional errático y sin rumbo fijo. Quiere hablar, finalmente, de la inquietud que despierta una izquierda que parece haber abandonado la necesidad de defender sin ambages, y frente al empuje de una cierta idea del islam en Europa, algunos de sus valores tradicionales más queridos: la religión circunscrita al ámbito privado y la igualdad de derechos de la mujer. 12


Cada capítulo podría haber sido un libro en sí mismo y aun así no se habría agotado en su explicación. Las noticias de todos los días no alteran el fondo del problema: al contrario. Aclaro también que con el fin de facilitar la lectura del texto he empleado casi de manera indistinta términos como Estado Islámico / Daesh, inmigrantes / refugiados, extrema derecha / derecha populista, Unión Europea / Europa. Confío en que ello no altere el fondo y la sustancia de mi argumento. Agradezco muy cálidamente la confianza de Alberto Román, porque sin él este libro no habría visto la luz. Sobra decir que no es responsable de ninguna de las ideas y opiniones que aquí expreso. Termino reiterando lo que siempre está en mis libros. Por muy sola que una esté en la escritura, nunca se está del todo. La compañía, el aliento y la amistad de Fernando Escalante Gonzalbo es una vez más prueba de ello. Para él, todo mi amor y pensamiento.

Fuenterrabía, diciembre de 2016.

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El desencanto



T

odavía ahora, a fines de

2016, somos capaces de recordar cuando nos emocionaba la idea de una nueva Europa. Sobre todo a los españoles y portugueses, europeístas convencidos por lo que aquella nos prometía en contraste con nuestro pasado reciente de dictadura y oscuridad1, pero también a una mayoría de ciudadanos europeos, aunque ahora se diga lo contrario y se sostenga, de manera falaz e interesada, que la construcción europea nunca fue en verdad un buen proyecto. Que Europa ya no es lo que era, o alguna vez quiso ser, es una evidencia incluso para quienes hoy la gobiernan. No lo es, sobre todo, en el imaginario de muchos ciudadanos que nos hicimos europeístas admirados y rendidos ante la aparente capacidad del continente para superar, y dejar definitivamente atrás, una historia, la del siglo xx, de horror e ignominia. Una Europa unida, solidaria, de naciones Todavía en los peores momentos de la crisis, más del 50% de portugueses y españoles seguían viendo con buenos ojos a la Unión Europea. 1

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iguales, capaz de resurgir de sus cenizas con una nueva fe en sí misma y de su papel en el mundo. Y todo ello a pesar de que, como escribe Tony Judt en Postguerra, «Lo que quiera que fuese que se hubiera perdido en el curso de la implosión de la civilización europea, pérdidas cuyas consecuencias habían sido intuidas hacía tiempo por Karl Kraus y Franz Kafka en la propia Viena de Zweig, nunca volvería a recuperarse».2 Es verdad, no era una Europa recuperada, sino otra distinta: además de muchas otras pérdidas, no sólo materiales, jamás podía volver a recuperarse el espíritu del judaísmo europeo, que tan distintivo hizo a este continente, desaparecido para siempre en los guetos y los campos de exterminio. No hay duda: era, sigue siendo a pesar de los pesares, un proyecto ambicioso, demasiado quizá para la condición humana, pero, como casi todas las utopías razonables, merecía la pena intentarlo. Contra lo que afirman sus más firmes detractores, multiplicados por mil en los últimos años, en el camino recorrido hasta ahora se han logrado muchas cosas deseables y defendibles. Ni los historiadores recuerdan un lapso de tiempo tan prolongado de paz y prosperidad entre naciones que siempre se hicieron la guerra, ni tampoco existe memoria de que en ninguna otra época pasada se alcanzaran en el continente cotas semejantes de igualdad y, lo que es fundamental, Tony Judt: Postguerra. Una historia de Europa desde 1945. Traducción de Jesús Cuéllar y Victoria E. Gordo del Rey. Editorial Taurus, 2011, p. 24.

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una atención sanitaria casi universal. La democracia puede tener muchos defectos, pero es, sigue siendo sin duda alguna, el mejor sistema de gobierno, y aunque la Unión Europea adolezca de un severo «déficit democrático» que habrá de corregir si quiere sobrevivir, no hay alternativa buena. No puede haber vuelta al pasado, ni siquiera envuelta en aparentes nuevas formas que prometen quimeras, de populismos de izquierda o de derecha que dicen encarnar la razón, al pueblo. Son, a pesar de su expansión gracias al dominio de la tecnología, las viejas fórmulas que ya padecimos, maniqueas y «salvadoras», simplistas, de promesa fácil. No existen soluciones fáciles para un complejo laberinto europeo.

Los iniciadores de esa nueva Europa, jóvenes durante la Segunda Guerra Mundial, eran sobre todo pragmáticos que aspiraban a entrelazar la economía de los grandes países europeos (Francia, Alemania e Italia) y el Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) de tal modo que la unión y vinculación de sus intereses disuadiera de nuevas guerras, de nuevas conflagraciones. La utopía de una gran Europa, ampliada al Este y al Sur, fundamentada en la igualdad entre las naciones y en la igualdad de derechos de sus ciudadanos, con una proyección hacia el exterior encarnada en nuevos valores, fue una idea construida a posteriori, sobre todo en la década de los ochenta del siglo pasado, y 19


principios de los noventa, con la caída del muro de Berlín y el derrumbe del imperio soviético. No cabe duda de que, tal como manifiesta Judt, la mayoría de las historias desde 1945 hasta 1989 se han escrito con excesiva complacencia, con un lirismo sobre los éxitos logrados en ese periodo que se ajusta poco a la realidad de los hechos, o que olvida al menos una parte importante de la historia: «la historia de las dos mitades de Europa de la postguerra no puede explicarse aisladamente la una de la otra».3 Olvidamos que también era Europa aquella parte del continente que había quedado sumida bajo el dominio soviético y que la construcción de la unidad en Europa occidental había estado directamente vinculada a la guerra fría. La idea de una Europa unida no era nueva. Ya en el siglo xix, e incluso en el xviii, se había hablado de una «unión europea». En la década de 1920, terminada la Primera Guerra Mundial, el conde de Coudenhove-Kalergi había propuesto la creación de una gran Europa que impidiera nuevos conflictos armados entre los países del continente, y en 1929, el entonces ministro de asuntos exteriores francés, Aristide Briand, había propuesto la creación de una «Unión federal europea»4. También diferentes corrientes ideológicas, como el socialismo y la democracia-cristiana, imaginaban una posible unión del Ibid, p. 25. Bino Olivi y Alessandro Giacone: L’Europe difficile. La construction européenne. Gallimard, 2007, p. 13. 3 4

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continente a partir de su ideario político, por encima de las diferencias nacionales. La brutalidad de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción material y moral de una gran parte de Europa, la fuerza del nazismo capaz de convertir a sus ciudadanos en seres inertes e indiferentes al horror, y la nueva amenaza que se percibía en la expansión soviética confluyeron para que cristalizara la conciencia de la necesidad de crear una nueva Europa. Si los dirigentes europeos de ahora son muestra de la crisis moral y cultural que aqueja al continente, también la personalidad política de los primeros dirigentes de la postguerra fueron muestra de la voluntad de entenderse por encima de las reyertas pasadas: Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de Gasperi, además de los representantes del Benelux, entre otros, colaboraron para que el entendimiento se tradujera en acuerdos de cooperación tangibles.5 La división de Europa que había resultado de la guerra, la ruptura una vez finalizada ésta entre los que habían sido aliados contra el nazismo, el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la llamada guerra fría, y la ocupación y el dominio de cada una de esas potencias sobre una parte del continente, fueron sin duda factores que influyeron en el ánimo de la zona occidental para crear vínculos económicos que le dieran fuerza. Pero no sólo: reducir el nacimiento de esa nueva Europa a un proyecto 5

Ibid., p. 20 y ss.

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de Estados Unidos para contrarrestar el dominio de la Unión Soviética en la Europa del este, tal como afirman algunas interpretaciones, es reducir la historia a una caricatura. La nueva configuración política y militar surgida de la Segunda Guerra Mundial influyó, no puede haber duda al respecto, y Estados Unidos tuvo un interés inmediato y concreto en que cobrara forma la cooperación entre los países que había contribuido a liberar de manera decisiva del nazismo. Pero tampoco hay duda de que los llamados «padres fundadores» tenían su propia idea de lo que podía y debía ser la Europa que representaban, de la imperiosa necesidad de crear estructuras nuevas que impidieran el regreso al pasado. Las profundas desconfianzas generadas durante la guerra, sobre todo hacia Alemania por su indudable responsabilidad en las dos grandes guerras, muy especialmente por parte de Francia, no dejaban lugar para idealismo alguno en cualquier proyecto que vinculara sus destinos. Bastaba con negociar acuerdos prácticos y también realistas que luego se irían profundizando o modificando con el tiempo, de acuerdo con los nuevos contextos y aspiraciones. Fue la generación sin responsabilidad en la guerra la que contribuyó decisivamente a imaginar una posible Europa unida e idealizada, justa y solidaria. Una Europa keynesiana, basada en la planeación y la inyección de fuerza desde el Estado a una sociedad profundamente dañada, un modelo continental vertebrado por el Estado de bienestar, un modelo que estaría a medio camino entre el comunismo 22


que representaba la Unión Soviética y el capitalismo liberal y de escasa regulación de Estados Unidos.6 Años después, para los países periféricos, como España, Portugal, Irlanda o Grecia, su incorporación a la unión de naciones europeas significaría no sólo imaginar una prosperidad cierta sino también, y sobre todo, dejar atrás rezagos y lacras de siglos. Como veremos a lo largo de este libro, la idea de esa nueva Europa de la que por fin formarían parte –poniendo fin a aquello que se decía en relación con España y Portugal, que Europa terminaba en los Pirineos– generó un entusiasmo que tiene mucho que ver con el desencanto de ahora. Pero ese entusiasmo también explica que, incluso en los momentos más graves de la crisis y a pesar del comportamiento dudosamente democrático de las instituciones europeas durante los últimos años, el sentir de su población haya seguido siendo mayoritariamente europeísta.7 Pero hay desencanto, no sólo en el Sur, también en el Norte y en el Este. El sentimiento es común, pero las razones no lo son. El desencanto se alimenta, en los países del Sur sobre todo, de la desconfianza general hacia una clase política inepta para solucionar los problemas, y también de una crisis económica que persiste y se profundiza con el tiempo, y que ha terminado por configurar una nueva clase Ver Tony Judt: Postguerra, op.cit. pp. 27-29. La prueba es que, hasta la fecha al menos, no existe en España ningún partido con representación parlamentaria nacional que propugne la salida de la Unión Europea. 6 7

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social –hecha sobre todo de jóvenes escindidos entre la formación recibida y un futuro desalentador– anclada en el trabajo precario, mal remunerado, con las consecuencias que eso tiene sobre las relaciones personales, laborales y los proyectos de vida en general. El resultado es una creciente desafección hacia la democracia como un sistema eficaz y justo para resolver los problemas de los ciudadanos y alentar la convivencia en paz. En los países del Norte, salvados en general de lo peor de la crisis económica, crece lo que los franceses denominan un repli sur soi, un mirarse para dentro, un ensimismamiento que en el caso de Finlandia y los países escandinavos viene de lejos y busca distanciarlos políticamente de cualquier compromiso con la inmigración y la crisis de los refugiados de los últimos años. Los del Este, Hungría, Polonia, junto con otros miembros recientes de la Unión, pero no integrados en el euro, miran cada vez con mayor recelo una Europa de la que sólo esperaban beneficios y que les impone, como en la obligación no cumplida de acoger su cuota de refugiados, medidas sociales y políticas que chocan directamente con una idea de uniformidad étnica y nacional incompatible con las tendencias del momento y el espíritu europeo. El recurso también y tan ampliamente utilizado de culpar a Europa de todos los males nacionales es otro síntoma más de la crisis que le aqueja. Y está también el tradicional euroescepticismo británico –por fin dirimido con la salida del Reino Unido de la Unión Europea– que ha alimentado otros euroescepticismos más 24


tardíos que crecen exponencialmente a la luz de lo narrado más arriba. Los aspavientos de los dirigentes políticos europeos en la mañana siguiente al referéndum británico del 23 de junio de 2016, lamentándose por la crisis política que se cernía sobre la Unión ante la salida del Reino Unido, son sólo eso, aspavientos: la crisis política viene de años atrás, de una pésima gestión de la crisis griega, que mostró a muchos ciudadanos europeos que, efectivamente, el llamado «déficit democrático» de las instituciones comunitarias era, es, un hecho grave; viene de las discrepancias en torno a la idea de Europa, de la ausencia de consenso sobre qué Europa se quiere construir y qué se está dispuesto a hacer por ello; viene, a fin de cuentas, del mal europeo de siempre, de la excesiva confianza en la fuerza e importancia de cada país miembro y la desconfianza hacia los otros.

Paz, prosperidad, seguridad, fueron algunos de los reclamos que, durante lustros si no décadas, parecieron indefectiblemente asociados al proyecto europeo. Y también una Unión basada en la igualdad, la solidaridad, la libertad y la justicia social. Grandes palabras para una crisis económica, pero sobre todo política y, a estas alturas también cultural, que ha arrasado con esos ideales y ha demostrado que el proyecto era, o sigue siendo en lo que de él queda, demasiado ambicioso para una condición humana excesivamente falible. Durante años, ahora convertido en mantra, se dijo en 25


Alemania y fuera de ella que el severísimo impacto de la crisis en los países del Sur se debía a su propia irresponsabilidad al «haber vivido por encima de sus posibilidades»; aunque algo de ello pueda haber, lo que no se decía ni se dice con el mismo énfasis es que de la juerga se habían beneficiado también, y mucho, los propios bancos alemanes –a los que Angela Merkel ha representado de la manera más devota– prestando dinero a espuertas a las «cigarras» del Sur. Si la gestión de la crisis económica ha demostrado muchas cosas, una de ellas es que el proyecto europeo, en su versión ideal mencionada más arriba, estaba desde luego por encima de las posibilidades y la disponibilidad de quienes vieron en ella la ocasión para afirmar su poder y ejercerlo aun quebrando la fe de muchos ciudadanos europeos en el proyecto. Los problemas y enconos que ha sacado a la luz la crisis del euro son sólo una parte del desencanto y la desconfianza con que muchos europeos, de todas las condiciones sociales y nacionalidades, miran a la Unión. Se atribuyó a la moneda única propiedades curativas para los males del pasado que ha demostrado no tener. La fe hasta el paroxismo, convirtiéndola incluso en parte de nuestro «sentido común», en la capacidad casi exclusiva de la economía y el mercado para crear la mejor de las sociedades fue un error de inmensas proporciones y muy graves consecuencias.8 Sin negar los beneficios que haya podido aportar a todos Ver Fernando Escalante Gonzalbo: Historia mínima del neoliberalismo. El Colegio de México, México, 2016. 8

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los miembros de la Unión Europea la mayor integración económica nunca antes conocida en su turbulenta historia, el euro no sólo no ha aportado estabilidad económica sino que tampoco ha permitido construir una identidad europea, que podría haber permitido afrontar mejor los dos grandes desafíos que suponen el terrorismo yihadista y el incesante y masivo flujo de inmigrantes y refugiados. La implantación del euro buscó crear una «ciudadanía europea» que no logró cristalizar. Europa sigue siendo, para muchos de sus ciudadanos, sólo un concepto geográfico y no político ni mucho menos cultural. La prueba está en el importante aumento de los partidos nacionalistas, más o menos xenófobos y casi todos euroescépticos, que aunque por el momento tengan todavía un techo electoral actúan ya como partidos bisagra. Sólo los altos funcionarios de Bruselas se niegan a reconocer la magnitud de la crisis política que vive la Unión, y casi nadie de quienes dirigen el continente reconoce que la crisis es ya cultural, moral. La declaración de Pierre Sellal, representante permanente de Francia ante la ue, es muy significativa al respecto: «Existe una fascinación por las decadencias», declaraba al periódico Le Monde en abril de 2016. «Hablar en titulares un día sí y otro también sobre la desintegración de Europa, su derrumbe, es ridículo. El Thalys* de la mañana está lleno de personas que vienen a negociar con *

Nombre que recibe la conexión ferroviaria entre Bélgica, Francia, Holanda y Alemania.

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la Comisión»9. No hace falta creer en que las instituciones europeas vayan a desaparecer mañana, lo cual no es nada probable que suceda ni siquiera en un futuro más o menos lejano en el tiempo, para lamentarse de su deriva. Ahí está la quiebra, una quiebra que comenzó a fraguarse seguramente en la década de los noventa, con la precipitada ampliación al Este –pasando de 12 miembros en 1986 a 28 en 201310–, pero que viene de más lejos también. De la incapacidad para haber construido, en sesenta años de historia, una unión política que hubiese dotado al proyecto de los mecanismos e instituciones necesarios para afrontar las crisis que se sucedieran. La ausencia de esa unión política es una de las claves, la más determinante sin duda, que explica la debilidad del continente, no sólo para resolver los problemas que le aquejan sino también para enfrentar los desafíos externos que se presentan. La carencia de una política exterior común –sobre la que bien dicen algunos la Unión carece de mandato en cuanto entidad– y el predominio de los intereses nacionales sobre los del conjunto abocan al continente, en el mejor de los casos, a la irrelevancia en los grandes conflictos internacionales y, en el peor, a sufrir sus consecuencias sin recursos a su alcance para controlarlas o a tener que hipotecar sus principios fundaArnaud Leparmentier: «L’Europe est-elle mortelle?», en Le Monde, 9 avril 2016. En la década de los noventa del siglo pasado ingresaron Austria, Finlandia en 1995, seguidos de Hungría, Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Malta, Eslovaquia, Chipre, Eslovenia y República Checa en 2004, Bulgaria y Rumanía en 2007 y Croacia en 2013. Son países candidatos a ingresar Albania, Macedonia. Montenegro, Serbia y Turquía. 9

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dores. Así quedó demostrado, una vez más, con la inacción e impotencia y finalmente el mal arreglo, desde cualquier punto de vista, con Turquía para que ésta acogiera –a cambio de dinero y prerrogativas– los refugiados que llegan a las costas griegas. La renuncia de la Unión Europea a respetar el derecho de asilo, un derecho fundamental, y su incapacidad manifiesta para acordar entre sus miembros una política de consenso al respecto son otros síntomas más de la grave crisis política que le aqueja. El historiador Tony Judt escribía en 1996 que «hoy Europa no es tanto un lugar como una idea»11, y advertía proféticamente de que «La probabilidad de que la Unión Europea pueda cumplir con sus promesas de una unión cada vez más estrecha, al tiempo que se mantiene abierta a nuevos miembros en esos mismos términos es verdaderamente reducida». Veinte años después Europa es ya más un lugar que una idea.

Tony Judt: ¿Una gran ilusión? Un ensayo sobre Europa. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Ed. Taurus, México, 2013, p. 13. 11

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