LOS SALTADORES DE LIBROS de Mechthild Gläser - Cap 1 y 2

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Capítulo 1

Érase una vez una isla

É

rase una vez Alexis y yo metiendo cosas en las maletas: jerséis, pantalones, calcetines. Sacaba las cosas del armario y las arrojaba en la maletita con ruedas que estaba abierta detrás de mí. Alexis hacía lo mismo en la habitación de al lado. Ninguna de las dos prestaba mucha atención a lo que iba sacando, sin tener en cuenta si pescábamos nuestras piezas de ropa favoritas o no. Y es que, en realidad, lo más importante era que nos diéramos prisa. Así lo habíamos acordado. Porque si hubiésemos hecho las maletas tranquilamente y con una lista, como solíamos hacer, seguro que pronto nos habríamos dado cuenta de la locura que estábamos cometiendo. En mi familia estaban todos locos. Al menos eso era lo que me decía Alexis cuando le preguntaba por qué había abandonado su Escocia natal a la edad de diecisiete años acompañada solamente por una única maleta y conmigo en el vientre. Así, sin más, se fue a Alemania. Embarazada y sin ser siquiera mayor de edad. Había huido de repente y había aterrizado justamente en Bochum. Yo tenía, entretanto, casi diecisiete años también (bueno, todavía me faltaban catorce meses) y por lo visto había heredado el gen de la locura. Esta mañana, durante el desayuno, de eso hacía una hora, 11

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yo también había decidido abandonar el país de repente. A través de Internet compramos dos billetes baratos para un vuelo que esta misma tarde nos llevaría lejos de aquí. Solo teníamos que hacer las maletas. Revolví con rapidez un cajón y saqué un puñado de bragas y sujetadores. —Llévate el impermeable de plumas, Amy —dijo Alexis mientras arrastraba su abarrotada maleta hasta mi habitación e intentaba apretujar en ella mi almohada, bajo la cual pude divisar sus pantalones de pana fabricados con algodón orgánico y una camiseta estampada con manzanas de colores de DaWanda. —No creo que en julio vaya a necesitar un impermeable de plumas —mascullé. Mi maleta también estaba llena a rebosar, aunque principalmente de libros. Por lo que se refiere a la ropa, me había limitado a lo imprescindible, bajo el lema: mejor una rebeca de menos que renunciar a uno de mis libros favoritos. —Subestimas el tiempo que hará allí —dijo Alexis observando en qué consistía mi equipaje y sacudiendo sus rizos color caoba. Tenía los ojos rojos e hinchados porque se había pasado la noche llorando—. Llévate la tableta electrónica,1 ¿no te basta con eso? —Pero Momo y Orgullo y prejuicio no los tengo en versión digital. —Pero si los has leído cien veces. —¿Y qué pasa si allí los quiero leer por centésimo primera vez? —Hazme caso, Amy, en esa maldita isla hay libros de sobra. Ni te lo imaginas. Acaricié el manoseado ejemplar de Momo2 con la punta de los dedos. Cuántas veces había deseado ir tras una tortuga encanta1 N. de la Ed.: Hemos puesto «tableta electrónica» para hacer hincapié en que se trata de un dispositivo digital que, entre otras aplicaciones, permite la lectura de libros. Con solo decir «tableta» es suficiente. En el lenguaje hablado, a menudo se le llama solo «tablet». 2 N. de la Ed.: Momo, de Michael Ende. La protagonista de esta fantasía juvenil, Momo, es una niña capaz de escuchar a los demás y que quiere ayudarles a humanizar su vida. Por eso lucha contra los hombres grises, que quieren apropiarse del tiempo de las personas, y el tiempo es vida. El libro fue escrito originalmente en alemán y publicado en 1973.

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da que me mostrara el camino a seguir. Necesitaba este libro. Me consolaba cuando estaba triste. Ahora mismo lo necesitaba. Alexis suspiró. —Pero procura meter también el impermeable, ¿de acuerdo? Puede hacer muy mal tiempo —se sentó en la maleta y se puso a forcejear con la cremallera. —De todas formas, me temo que todo esto no va a ser buena idea —gimoteó—. ¿Estás segura de que es el único sitio en el que podrás desconectar? Asentí con la cabeza. kkk

La diminuta embarcación se balanceaba por encima de las olas, que la zarandeaban de aquí para allá como si el mar jugara con ella a la pelota. Los relámpagos centelleaban en el cielo, donde se apelotonaban oscuras nubes de tormenta que sumergían el mar en un gris irreal, un gris interrumpido por destellos de luz mezclados con el retumbar de los truenos. El agua había adquirido el color de la pizarra y llovía a cántaros con gotas grises, pesadas y puntiagudas que azotaban las olas y hacían que estas presentaran crestas afiladas. Junto con los acantilados que se divisaban en el horizonte, contra cuyos muros rompían las olas, el espectáculo natural que se veía era impresionante. Infundía temor, era espantoso y maravilloso a la vez. Aunque, a decir verdad, tampoco era tan maravilloso. En realidad, el problema era que yo me encontraba justamente en esa embarcación diminuta en medio de la tormenta y tenía que sujetarme al asiento con todas mis fuerzas para no salir disparada por la borda. La espuma de las olas nos salpicaba la cara. Alexis intentaba mantener a salvo nuestro equipaje mientras el hombre que nos tenía que conducir a la otra orilla hacía zumbar el motor. La lluvia había llegado de repente y en cuestión de segundos me había quedado completamente empapada. Tenía frío y no podía 13

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pensar en nada más que en llegar. Daba igual dónde, la cuestión era que fuese un sitio seco y caliente. Volamos de Dortmund a Edimburgo bajo un sol radiante. Y, si bien es cierto que cuando la avioneta nos dejó en el aeropuerto de Sumburgh —la mayor de las islas Shetland, ubicadas frente a la costa escocesa— se veían algunas nubes en el cielo, nadie habría podido imaginarse este escenario apocalíptico. Parpadeé para defenderme del escozor que me provocaba la sal en los ojos mientras una nueva ola invadía el bote y casi roba a Alexis la bandolera de fieltro que se había hecho ella misma. Cada vez me costaba más esfuerzo sujetarme. Hacía rato que el gélido viento me había entumecido los dedos y ya casi no me respondían. Resultaba bastante más ameno leer sobre tormentas. Aunque tuviera miedo y sintiera escalofríos o viviera la peor de las catástrofes, durante la lectura siempre tenía esa sensación de «sofá y mantita caliente». Pero ahora no la tenía, para nada, y llegué a la conclusión de que, a diferencia de las tormentas literarias, las de verdad no me gustaban nada. La próxima ola todavía fue más inclemente que la anterior y me mojó de los pies a la cabeza. No fue buena idea jadear, presa del pánico, justo en ese momento, ya que me atraganté con una gran cantidad de agua. Tosiendo y respirando con dificultad intenté expulsar el mar de los pulmones mientras Alexis me golpeaba la espalda empapada. Entonces su bandolera se cayó, esta vez sí, por la borda. ¡Mierda! Aunque, de todos modos, parecía que ella había abandonado la idea de que nuestras cosas llegaran sanas y salvas a tierra y ni siquiera se ocupaba de sus pertenencias. —¡Casi hemos llegado, Amy! ¡Casi! —gritaba. El viento se llevaba sus palabras apenas abandonaban sus labios—. Piensa que estamos aquí por voluntad propia. Seguro que pasaremos unas vacaciones maravillosas en Stormsay —se suponía que lo decía con alegría, pero su voz era un graznido de pánico reprimido. 14

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—Estamos aquí porque hemos huido —respondí, aunque demasiado bajo como para que Alexis pudiera oírlo. No quería recordarle ni recordarme las verdaderas razones por las que habíamos emprendido este viaje. Nos habíamos ido de casa para olvidar. Para olvidar que Dominik había dejado a Alexis para volver junto a su mujer y sus hijos. Así, de la noche a la mañana. Y también para olvidar que esos idiotas sin cerebro de mi curso… No, me había propuesto no volver a pensar en eso. El motor zumbaba en la parte externa del bote y su ruido competía con el de la tormenta. La lluvia aumentó de intensidad, dándome en la cabeza y en los hombros y golpeándome la cara. En fin, más empapada ya no podía estar. De todos modos, me alegré al ver que nos acercábamos a la isla. Stormsay, la tierra natal de mis antepasados. A través de una cortina de pelo mojado oteé la orilla salvadora y recé para que el timonel fuera bueno en su trabajo y no nos estrelláramos contra los acantilados. La pared de roca parecía maciza, afilada y mortal. Se elevaba veinte o treinta metros por encima de las olas grises y arriba del todo, en el borde, allí donde el viento soplaba con más peligro, allí… … había alguien. En un primer momento pensé que era un árbol, pero entonces vi que se trataba de una persona que estaba en mitad de la tormenta y miraba hacia el mar. Una silueta con el pelo corto y un abrigo ondeando al viento nos observaba desde arriba. Se había puesto una mano por encima de los ojos, a modo de visera, y con la otra le acariciaba la cabeza a un enorme perro negro. Yo también me quedé mirándolo fijamente, tiritando de frío, mientras el bote capeaba el temporal. Dejamos los acantilados detrás de nosotros y, trazando un arco, nos abrimos paso hacia la orilla oriental de la isla. La silueta se hizo pequeña hasta que acabó por desaparecer de mi campo de visión. 15

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Finalmente llegamos a un embarcadero. Estaba medio inundado y se balanceaba de un modo peligroso, pero nuestro capitán consiguió amarrar el bote con unas pocas maniobras. Tambaleándonos, pisamos tierra firme. Por fin. El terreno de la orilla estaba resbaladizo y seguía lloviendo a cántaros, pero habíamos llegado a nuestro destino: Stormsay. La palabra sabía a misterio. Sonaba prometedora y un poco inquietante a la vez. Nunca había estado aquí. Durante mucho tiempo, Alexis ni siquiera había mencionado este lugar, hasta que un día, en la escuela, me di cuenta de que no todos los niños hablaban alemán e inglés con sus padres y de que mi nombre era diferente: Amy Lennox. E, incluso entonces, Alexis se había limitado a responder, no sin mucha dificultad, que procedíamos de Escocia. En realidad, se había prometido a sí misma entonces, cuando tenía diecisiete años, no regresar jamás. Pero ahora… Empezamos a caminar con pasos pesados por una calle llena de barro en el que se hundían las ruedas de las maletas. A derecha e izquierda se veían casitas aisladas, un puñado de cabañas con el tejado torcido, las paredes de adobe y las ventanas de cristales abovedados tras los cuales ardía una luz amarillenta. Me pregunté en cuál de ellas viviría mi abuela y confié en que por dentro estuvieran mejor acondicionadas de lo que parecía por fuera. El hombre que nos había traído murmuró algo de un pub y cerveza y desapareció detrás de una puerta. Alexis, en cambio, continuó caminando imperturbable hasta más allá de la última casita. Parecía totalmente decidida a dejar atrás también este miserable resto de civilización y a mí me costaba trabajo seguirla. La maleta se me había vuelto a quedar atascada en un charco de barro y yo tiraba de ella con fuerza para sacarla. —¿Supongo que tu madre vive en una especie de… mmm… casa, ¿no? —refunfuñé mientras me preguntaba por qué no había insistido más a la hora de averiguar en qué consistía la locura de 16

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mi abuela. Al fin y al cabo, locura podía significar que comiera corteza de árbol, llevara ropa fabricada con piñas de abeto y que viviera al aire libre junto a los animales del bosque… En vez de responder, Alexis movió los brazos señalando hacia la oscuridad que teníamos delante para indicarme que la siguiera. En ese momento conseguí liberar la maleta con una sacudida inesperada. Me maché de barro hasta las orejas, ¡genial! Mientras que Alexis estaba preciosa incluso con el pelo mojado (parecía salida de un anuncio de champú), yo me sentía como una rata medio ahogada. De mal humor y gimoteando para mis adentros, seguí caminando. La calle se convirtió en un camino de tierra todavía más fangoso y dejamos las luces detrás de nosotras. Entretanto ya casi no se veía nada del pueblecito, solo el viento se mantenía fiel a nosotras y se me seguía metiendo por entre los puntos del jersey de lana empapado que llevaba. La lluvia me golpeaba en la cara mientras corría a colocarme a la altura de Alexis. Ningún problema, vayamos a pasear por el llano. —Había alguien en los acantilados, ¿lo has visto? —dije jadeando para quitarme de la cabeza la sensación de que me moriría de frío en cualquier momento. —¿En el Asiento de Shakespeare? ¿Con este tiempo? Me extrañaría mucho —murmuró Alexis tan bajito que apenas pude entenderla—. Espera, dame tu maleta —me ofreció desde la cima de la colina que acababa de subir. Se la alcancé y después subí yo. Una vez arriba me di cuenta de que nos encontrábamos en una especie de altiplano. A lo lejos se veían otras luces y las torres de lo que debía de ser un castillo se perfilaban en el cielo de la noche. Cerca de nosotras también había luz, por lo menos detrás de algunas de las ventanas de la casa señorial que teníamos a la derecha. El camino se bifurcaba aquí. Si seguíamos recto descenderíamos hacia la llanura. 17

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Pero Alexis giró a la derecha y se dirigió con paso firme hacia una gran puerta de hierro forjado flanqueada por dos setos, tras los cuales se podía adivinar algo así como un parque o una entrada recubierta de grava con una fuente en el medio. Por lo menos en las películas, este tipo de propiedades tenían siempre entradas de grava entre setos cortados con forma geométrica, estatuas, rosales trepadores y, ya que estamos, también vehículos antiguos. Al fin y al cabo, el escenario donde se besaban los enamorados o en el que detenían al asesino tenía que ser impresionante… La casa que vi de lejos tras cruzar la puerta también tenía un aire majestuoso. El viejo muro estaba repleto de saledizos, e innumerables pequeñas torres y chimeneas de toda clase se elevaban hasta el cielo arañando las nubes tormentosas. Detrás de las ventanas colgaban gruesas cortinas tras las cuales titilaba la luz de las velas. La lluvia volvió a aumentar de intensidad y las gotas se unieron transformándose en una cortina, como si, en el último momento, quisieran ocultarnos la casa. Pero para eso era demasiado tarde. Habíamos llegado a la isla, ya no había marcha atrás. Alexis colocó la punta de los dedos en el adornado picaporte de la puerta principal y respiró profundamente. —«Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo»3 —dijo finalmente, y abrió la puerta. —¿Qué? —le pregunté. —Bah, solo es el principio de una novela que… leí varias veces cuando vivía aquí —suspiró. —Entiendo —dije, a pesar de que no era exactamente así. En todo caso, había llegado a un estado en el que los dientes me castañeaban tan fuerte que me impedían pensar con claridad. Con las maletas a rastras, cruzamos un pequeño parque repleto de caminos pedregosos y setos podados geométricamente, pasa3 N. de la Trad.: Tolstoi, Lev. N.: Ana Karenina. Alcobendas: Alba, 2000.

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mos delante de una fuente y de varios rosales trepadores y subimos una escalinata de mármol. Solo faltaba el vehículo de época. Sin más rodeos, Alexis tocó el timbre. En el interior se oyó el sonido de un gong de dimensiones considerables. Sin embargo, pasó un buen rato hasta que la puerta de roble se abrió, para dejar paso a una narizota arrugada cuyo propietario era un viejo trajeado que nos examinaba por encima de los cristales de las gafas que llevaba. —Buenas noches, señor Stevens. Soy yo, Alexis. El señor Stevens asintió levemente con la cabeza. —Naturalmente, señora. La he reconocido enseguida —dijo haciéndose a un lado—. ¿La estábamos esperando? —No, pero me gustaría hablar con mi madre —dijo Alexis. El señor Stevens asintió de nuevo y la ayudó a meter su destartalada maleta en la casa. Cuando vi que aquellos dedos repletos de manchas de la edad querían hacerse también con la mía, rechacé el ofrecimiento a la velocidad del rayo. ¡Había arrastrado el bulto hasta aquí, no iba ahora, en los últimos metros, a molestar a un pobre anciano a quien seguro le costaba más respirar que a mí! Sin embargo, el señor Stevens me miró de una forma tan severa y sin rastro de decrepitud que acabé por entregarle la maleta y hundir las manos en los bolsillos de la cazadora. Era impresionante, parecía que el peso de nuestro equipaje no suponía ningún problema para él. —¡Vaya! —se me escapó cuando por fin nos hubimos liberado de la lluvia. El vestíbulo de la casa era más grande que todo nuestro apartamento. El que entraba en nuestro recibidor se encontraba con un angosto y oscuro pasillo adornado con papel estampado de mayas y medio desconchado. Alexis había intentado que resultara un poco más acogedor colocando una cortina de perlas y una palmera 19

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de interior, pero la vivienda se resistía a abandonar su encanto natural. El salón, que era a la vez la habitación de Alexis, la cocina con sus azulejos de los años setenta, el baño y mi habitación, cuya alfombra había empezado a ondularse con los años, parecían cajas de cartón. O cajas de cemento con minúsculas ventanas en las que ni las estanterías llenas de libros ni los jarrones de colores conseguían imponerse al gris imperante. El recibidor de mi abuela, en cambio, era fantástico. El techo se arqueaba por encima de nuestras cabezas hasta tal altura, que por poco me mareo cuando me dispuse a examinar los frescos. Sin embargo, el pintor no había elegido para su obra amorcillos4 entre nubes ni ningún otro motivo por el estilo, sino personas con libros. Algunas leían, otras señalaban con el dedo estanterías repletas de libros y otras se habían colocado ejemplares abiertos sobre la cara. En medio de todas ellas llamaba la atención una y otra vez un escudo de armas, que mostraba sobre un fondo color burdeos un ciervo verde con una amplia cornamenta sentado en un trono formado por un montón de libros. Una araña de cristal, cuyos brazos estaban formados por hileras de letras doradas, colgaba del centro de la sala. En las paredes y en intervalos regulares había lámparas que hacían juego con el revestimiento de madera, entre las cuales se podían apreciar de nuevo los escudos de armas. El suelo estaba recubierto por alfombras orientales con caracteres que no había visto nunca y, en la pared de enfrente había una escalera que llevaba a los pisos superiores, cuyos pasamanos de roble estaban tallados en forma de libro. Me quedé pensando que muy probablemente había heredado mi adicción por los libros de mi abuela. —Si son tan amables de seguirme. Después me ocuparé de su equipaje —dijo el señor Stevens. Para un hombre de su edad man4 N. de la Ed.: Los amorcillos eran angelotes niños, regordetes, que se pintaban como motivo decorativo en cuadros y frescos. Eran muy habituales en el Renacimiento en toda Europa. También se los conoce como putti.

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tenía la espalda sorprendentemente recta y sus lustrados zapatos no hacían ni el más mínimo ruido al caminar sobre las nobles alfombras. Nosotras, en cambio, avanzamos con pasos ruidosos, dejando marcas de barro por todas partes. —Mmm… ¿tal vez sería mejor que nos descalzáramos? —le susurré a Alexis. Pero ella negó con la cabeza con aire distraído. Entonces me di cuenta de que tenía los dedos clavados en la tela de su abrigo de lana. Se mordía el labio inferior y tenía la mirada inquieta. En fin. Teníamos que darnos prisa para seguirle el ritmo al mayordomo. Como me sentía mal ensuciando el vestíbulo más bonito que había visto en mi vida, intenté caminar sin pisar las alfombras. Por lo menos el suelo de madera que tenían debajo sería más fácil de limpiar. Aunque también era mucho más resbaladizo. Tras unos pocos pasos en mis zapatillas llenas de barro y agua, perdí el equilibrio y me resbalé. Braceé unos segundos en el aire (durante los cuales rocé ligeramente el peinado lleno de gomina del señor Stevens hasta lograr descomponerlo un poco) para acabar aterrizando en una sentadilla. ¡Maldita sea! El mayordomo se dio la vuelta y me contempló con las cejas arqueadas a través de sus gafas ahora torcidas, pero no dijo nada. El pelo del cogote se le había levantado y parecía como si tuviera plumas de cacatúa. —Perdón —mascullé. Sin decir palabra, Alexis me alcanzó la mano para ayudarme a que me levantara. Estaba acostumbrada a presenciar este tipo de accidentes por mi parte y en estas situaciones le gustaba llamarme «jirafita» para consolarme, porque tenía los brazos y las piernas tan largos que no me obedecían. En realidad, me sentía a menudo como una jirafa entre las demás muchachas de mi edad, que en los últimos años habían desarrollado cuerpos femeninos, no como 21

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yo, que cada día era más larga y delgada. Parecía una jirafa torpe con patines. Dejé que Alexis me levantara y renuncié a frotarme el trasero dolorido para conservar la poca dignidad que me quedaba. El señor Stevens prosiguió su camino manteniendo el peinado impecable, algo que me pareció sorprendente. Habíamos cruzado el vestíbulo y nos guio a través de una puerta integrada en el revestimiento de madera de la pared que conducía a un largo pasillo, a una escalera y a otro pasillo… Empezaba a preocuparme la idea de no poder ser capaz de encontrar jamás en la vida la salida de esta casa si me perdía, cuando alcanzamos por fin un salón en el que había un diván tapizado en seda. —Por favor —dijo el señor Stevens para indicarnos que tomáramos asiento mientras él se disponía a encender una eminente chimenea. No nos sentamos, ya que el crepitar del fuego era mucho más seductor. Alexis y yo nos colocamos tan cerca como pudimos de las cálidas llamas y el mayordomo desapareció. El calor hizo que la piel me chisporroteara, al tiempo que se deslizaba en pequeñas descargas eléctricas por mi cara y mis manos. Cerré los párpados y disfruté del ardor de color rojo anaranjado que todavía podía ver. Solo la ropa, que estaba empapada, se blindó ante el calor como si fuera un carro de combate, con lo que tan solo fue muy poco a poco como logró colarse a través de los puntos del jersey. No sé cuánto tiempo me quedé ahí esperando a que el fuego me calentara los huesos, tal vez fueran solo unos instantes. En cualquier caso, el señor Stevens regresó demasiado pronto. —Mairead Lennox, señora de Stormsay —anunció. Me obligué a abrir los ojos y dar la espalda a la chimenea. Mi abuela era alta, como todas las mujeres de la familia, al parecer. Incluso era más alta que Alexis y que yo. ¿O tan solo lo parecía por el imponente moño de pelo blanco que llevaba en lo alto de la cabeza? En cualquier caso, en su cara pude reconocer, 22

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rodeados por unos nidos de finas arrugas, los mismos ojos oscuros que teníamos Alexis y yo. Tenía la nariz un poco demasiado larga y los labios un poco demasiado finos. No obstante, debió de haber sido muy guapa en su juventud. Llevaba puesto un vestido de seda color verde oscuro, con un cuello blanco sujeto por un broche y daba la impresión, al igual que su casa, de ser de otra época. Del cuello le colgaba una cadenita con unas finas gafas de lectura, cuya montura estaba recubierta de diminutas piedras rojas. Alexis y ella se quedaron un rato mirándose en silencio. Alexis, con su ropa empapada y demasiado colorida, estaba allí plantada manoseando la tela de su abrigo, del que se desprendían finas gotitas. Para mí, Alexis siempre había sido algo así como la reencarnación vegana de Pippi Calzaslargas: fuerte, valiente y diferente de los demás. Una madre a la que le daba igual que la gente resoplara con desprecio cuando, de camino a la guardería con su hija de cinco años, se ponía a caminar haciendo equilibrios por encima de un muro cantando a pleno pulmón. Ponerse nerviosa era algo que no iba con ella. Y sin embargo lo estaba. Alexis se humedeció los labios con la lengua mientras la mirada de mi abuela de dirigía hacia mí. Me examinó detenidamente, en el aire pululaba una pregunta sin formular, pero yo no tenía ni idea de cuál era. Alexis todavía callaba. Tragué saliva y lady Mairead arqueó las cejas mirándome con expectación. A nuestra espalda crepitaba el fuego y, fuera, la lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanas. Los rosales trepadores y los setos con formas geométricas resistían con un crujido la tormenta que hostigaba la casa. Mi abuela inspiró y se le inflaron las aletas nasales. El pelo y la ropa nos goteaban y se habían formado charcos alrededor de nuestros pies. Alexis continuaba aún sin decir nada. ¡Esto no se podía aguantar! —Ejem, bueno, yo soy Amy —se me escapó finalmente—. Un placer conocerte… mmm, quiero decir conocerla, por supuesto 23

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—balbuceé para añadir, ya que lady Mairead no reaccionó inmediatamente, para mayor seguridad un «¿Mi…lady?». A fin de cuentas, todo el mundo sabe que los aristócratas pueden ser muy suyos en lo que se refiere a sus títulos nobiliarios. Doblé las rodillas, incapaz de hacer nada para evitarlo, en una malograda reverencia que fue cualquier cosa menos elegante. Sentí cómo me ruborizaba. Las comisuras de los labios de mi abuela insinuaron una sonrisa. —¿No será tu…? —le preguntó a Alexis—. ¿De verdad? Se acercó y me pasó las puntas de los dedos por la mejilla y a lo largo de la barbilla. A mi lado, Alexis asentía con la cabeza. —Me quedé embarazada muy joven —dijo. —Sí —dijo lady Mairead, que ahora sonreía de verdad—. Bueno, Amy, entonces yo soy tu abuela —me explicó, y siguió hablando en un idioma que supuse que era gaélico—: ¡Ceud mìle fàilte! —dijo, pero por suerte cambió enseguida de nuevo al nuestro—: Seas muy bienvenida a Lennox House, Am… —No te hagas ilusiones —la cortó Alexis—. No hemos regresado por esto. —¿No? ¿Y entonces por qué? Alexis inspiró profundamente, como si le costara un gran esfuerzo hablar con su madre. —Teníamos que irnos y no sabíamos adónde —empezó a decir—. Quizá fue un poco precipitado, pero… En todo caso solo pretendemos quedarnos un tiempo para… recuperarnos, esto es todo. Amy está de vacaciones de verano. En unas semanas tenemos que volver a casa. Alexis sabía perfectamente que yo odiaba mi escuela y que no quería volver a ver nunca más a mis supuestos amigos. En cualquier caso, cuando decidimos que lo mejor sería abandonar el país de inmediato no hablamos de la duración de nuestro viaje. Era posible que en algún momento tuviésemos realmente que regresar a Alemania. Al fin y al cabo, yo todavía pretendía acabar el bachi24

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llerato dentro tres años y después estudiar medicina. Pero ahora no quería pensar en eso, igual que mi abuela, que barrió con un movimiento de mano los reparos de mi madre. —Si os queréis quedar aquí, ya sabes cuál es la condición. Tiene que leer. Leerá todo el tiempo que permanezcáis aquí y después, cuando se acaben las vacaciones, que sea ella quien decida. —¿Leer? ¿Qué significa esto? —pregunté—. ¿Por qué tendría que obligarme alguien a leer? Alexis suspiró. —Es una larga historia, cariño. Tiene que ver con nuestra familia, pero no tiene importancia. Nosotras… —No lo sabe —dijo mi abuela con voz apagada—. No lo sabe —frunció los labios como si acabara de morder un limón. —¿Qué es lo que no sé? Lady Mairead empezó a explicármelo, pero Alexis consiguió por fin dejar atrás su extraño nerviosismo. —Esta noche no, ¿de acuerdo? —le indicó a mi abuela—. Ahora no tengo fuerzas para eso. Amy está empapada y medio muerta de frío, igual que yo. Las últimas semanas no han sido nada fáciles para nosotras, como no lo ha sido llegar hasta aquí bajo esta tormenta. Mejor que sigamos hablando mañana. En un primer momento me pareció que mi abuela quería contradecirla, pero creo que luego se dio cuenta de que yo seguía temblando. —Está bien —dijo—. El señor Stevens os llevará a vuestras habitaciones y os preparará un baño. kkk

Al cabo de poco, Alexis y yo nos encontrábamos dentro de una bañera del tamaño de una piscina. Si me ponía en pie, el agua me llegaba por encima de las caderas y, si mantenía las piernas bien 25

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dobladas, incluso podía dar algunas brazadas de un lado al otro. En cualquier caso, estábamos demasiado cansadas como para ponernos a practicar deporte, o sea que nos limitamos a sumergirnos en el agua caliente y dejamos que se nos descongelaran los dedos de los pies. Entre nosotras flotaban montañas de espuma perfumada. Del techo del baño de mármol colgaba otra araña de letras doradas. Cuando íbamos de camino a nuestras habitaciones a través del laberinto de pasadizos le había preguntado a Alexis cuál era el problema que tenían ella y lady Mairead con si yo leía o no. A fin de cuentas, la pregunta tenía una respuesta muy sencilla: era segurísimo que no me pasaría las vacaciones sin leer, era evidente, ya que una de mis actividades favoritas desde hacía años era echar un vistazo por el surtido de lecturas que ofrecía la biblioteca municipal. Pero Alexis se limitó a encogerse de hombros. —Ya lo sabes, Amy, esta familia está loca —dijo. Estábamos agotadas y nos quedamos remojándonos en el agua caliente, que casi dolía un poco al contacto con la piel fría, percibiendo el calor que se abría paso lentamente hacia el interior del cuerpo. Me hundí bajo la superficie del agua sin mover ningún músculo y observándome el pelo, que se enredaba con el agua y se movía de aquí para allá a cámara lenta. Tenía un tono rojizo que no era más que un triste reflejo de la salvaje melena que tenía Alexis y, cuando estaba mojado, apenas se notaba. Aun así, me parecía un poco a una anémona en el fondo de un mar tropical. Qué vida tan buena, no tener que hacer nada más que dejarse llevar por la cálida corriente. Justo cuando estaba pensando que me alegraba de no ser una anémona, ya que, sin libros, seguramente me aburriría enseguida, allí en el fondo del mar, el suave oleaje se volvió más intenso debido a que Alexis se estaba moviendo. Primero nadó un poco a través de la bañera y luego inspiró profundamente antes de sumergirse. Permaneció casi dos minutos bajo el agua y, cuando volvió a 26

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la superficie, sus ojos tenían la expresión de haber recuperado las fuerzas necesarias para no echarse a llorar. Probablemente maldecía el día en el que se torció el tobillo en la granja ecológica donde trabajaba y tuvieron que llevarla a urgencias. Allí, un médico muy guapo le puso una férula. Dominik se había abierto paso demasiado rápido hacia su corazón y en nuestra familia. No hacía ni un año que estaban juntos y él ya formaba parte de nuestras vidas. Preparaba filetes para él y para mí en nuestra cocina vegana, iba con nosotras a patinar sobre hielo… Lo echaba de menos. Él era el único a quien echaba de menos. —Seguro que vamos a pasar unas vacaciones fantásticas en Stormsay —le repetí a Alexis sus propias palabras para que se calmase. Y realmente lo pensaba, porque cualquier cosa era mejor que quedarse en casa donde todo nos recordaba a todo. Donde Alexis sufría de mal de amores y yo podía cruzarme en cualquier momento con personas de una escuela en la que no había clemencia para alguien que sacaba demasiados sobresalientes, pero no tenía suficiente pecho. Alexis parpadeó para liberarse de las lágrimas. —Sí —dijo—. Sí, tienes razón. —Se quedó mirándome por un momento. De repente esbozó una sonrisa y se dispuso a acercarse una de las montañas de espuma—. Dime, Amy, ¿hay una manera mejor de empezar unas vacaciones que con una buena guerra de espuma? —Yo me reí mientras empezaba a reunir municiones. kkk

Más tarde, poco antes de dormirme envuelta en una gruesa manta, me quedé escuchando atentamente la tormenta del otro lado de la ventana. Mezclado con los silbidos y los rugidos del viento me pareció oír otro ruido, parecido al sollozo de un niño. ¿Acaso había alguien llorando ahí afuera? No, seguro que eran tan solo imaginaciones mías. 27

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«La princesa vivía en un castillo con almenas plateadas y ventanas con cristales de colores. Estaba situado sobre una colina desde la que se podía ver todo el reino. Cada día subía hasta la cima de la torre más alta y miraba a lo lejos. Conocía su reino, lo conocía muy bien, pero solo de lejos, ya que nunca abandonaba el castillo. Desde que su padre, el Rey, y su madre, la Reina, murieron, no se atrevía a salir. Los lagos y las praderas le parecían demasiado peligrosos; los bosques, demasiado impenetrables. Una antigua leyenda, en la que ya no creía ninguno de los súbditos del reino, decía que había un monstruo al acecho oculto en lo más profundo de una cueva. La princesa tenía miedo del monstruo».

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Capítulo 2

La biblioteca secreta

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or la mañana desperté de una pesadilla en la que me perseguían fotos y risotadas. Las imágenes me mostraban en ropa de baño sin la parte superior del bikini, habían sido sacadas con el teléfono móvil de una supuesta amiga mía y las habían colgado en el grupo de Facebook de mi curso. —Deberías participar en Cambio radical5 — fue el comentario que hizo Paul a una de las fotografías, como si me hiciera falta someterme a varias operaciones de cirugía estética frente a las cámaras de televisión para poder llevar una vida normal. En la pesadilla me había encerrado en el retrete de la escuela para llorar a escondidas. En la vida real también. Las fotos eran realmente obra de Jolina y se habían compartido vía Facebook y WhatsApp, de tal manera que todos los que no tenían nada mejor que hacer pudieron verme desnuda y reírse de mí. Fue estúpido e infantil. Pero dolió igual. 5 N. de la Trad.: Cambio radical (Extrem schön! en alemán) es un programa de televisión en el que los participantes se someten a varias operaciones de cirugía estética para modificar completamente su imagen.

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Sobre todo, porque pensaba que Jolina y yo éramos amigas. Pero al parecer ella prefería ser popular antes que tener trato conmigo, la empollona, la rata de biblioteca, la aburrida. Alexis no paraba de repetirme lo equivocados que estaban, que lo que decían de mí no era verdad, que yo era bonita, encantadora y una buena persona. En realidad, sabía que querían perjudicarme principalmente por la envidia que me tenían: sacaba unas notas demasiado buenas y hablaba fluidamente el inglés. Sin embargo, había algo en mí que, en secreto, creía lo que decían. Parece una tontería, pero tenía un punto en el alma que me dolía, un agujero diminuto, por el que mi autoestima desaparecía. Aunque no lo iba a permitir, me lo había prometido a mí misma. Me olvidaría de las fotos y de las carcajadas, así de simple. Y Stormsay me ayudaría a conseguirlo. Parpadeé con decisión para ahuyentar las imágenes nocturnas de mi mente y me encontré tumbada sobre una cama con dosel. Por encima de la cabeza tenía metros y metros de tela roja a cuadros que colgaba en forma de gruesas cortinas por los cuatro costados de la cama, que casi formaba una pequeña habitación dentro de la habitación. Era como estar dentro de un capullo donde solo me encontraba yo, ah sí, y mi lector de libros digitales al lado de la almohada, por supuesto. Casi me sentí como antaño, cuando me construía cuevas con mantas viejas y me escondía dentro con mis libros favoritos. Todavía permanecí un instante tumbada, observando cómo los rayos de luz se colaban entre las telas y dibujaban formas sobre la colcha bordada. A continuación, me levanté. La habitación de invitados en la que me había acomodado el señor Stevens no era especialmente grande, pero, al igual que el resto de la casa, estaba exquisitamente decorada. Las paredes estaban tapizadas con seda de color rojo oscuro en el que se podía apreciar el reflejo de un estampado de flores; había una butaca con patas doradas, una cómoda por encima de la cual colgaba un espe30

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jo y la repisa de la ventana era tan ancha, que le habían colocado unos cojines y te podías sentar en ella para contemplar el parque y el paisaje pantanoso. Mi maleta mugrienta parecía un cuerpo extraño en mitad de aquella estancia. El día anterior estaba demasiado cansada como para deshacerla. Tampoco lo hice en ese momento, sino que me limité a sacar de ella un par de prendas de ropa —unos jeans, una camiseta y una rebeca larga serían suficientes. De todos modos, mi guardarropa no era particularmente variado: a diferencia de Alexis, a mí no me gustaban los vestidos con estampados de colores ni las medias a rayas. Prefería los colores terrosos, el caqui o el negro. Frente a la cama había una puerta que daba al baño que tenía que compartir con Alexis. El espacio alrededor del lavamanos y el estante que tenía encima estaban ya invadidos por toda clase de potingues de cosmética natural, así como pinzas con adornos florales y cintas para el pelo con estampado batik. Deduje que Alexis ya se había acicalado y seguramente estaría desayunando. Yo también estaba hambrienta, porque lo último que había comido habían sido unos bocadillos en el aeropuerto de Dortmund el día anterior a mediodía. De un salto, me metí en la ducha y después me vestí. Me até el pelo húmedo en una cola de caballo y salí al pasillo con la intención de encontrar algo comestible. Por suerte, encontré rápidamente lo que buscaba. Tras dar unos cuantos pasos las voces furiosas de Alexis y de mi abuela me indicaron el camino. Por desgracia, parecía que estaban discutiendo. Al principio solo oía un griterío incomprensible, pero a medida que me acercaba me llegaban más y más palabras. —¡… no puedes obligarla! —gritaba Alexis— ¡… habría venido si lo hubiese sabido! —¿… has creído? —respondía mi abuela— ¡… herencia familiar … ocultar! —¡… herencia me importa una mierda! 31

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—¡Si queréis quedaros…! —¡… grrrr! Descendí por una escalera de caracol y me encontré con otro pasillo. Las voces se oían con más claridad y parecían proceder de una de las habitaciones del final. —Pero le gusta leer, ¿no? —preguntaba lady Mairead— ¿Por qué te resistes tanto? Apuesto a que le va a gustar. —¿Es que ya te has olvidado de lo que me pasó? —No, claro que no. Pero simplemente te tocó un mal libro, eso es todo. —De todos modos, fue horrible y no quiero que Amy pase por eso. No necesita esos libros. Entretanto había llegado a la altura de la puerta tras la cual pensaba que estaban ellas dos y la abrí. Alexis y lady Mairead se encontraban en una especie de terraza acristalada, sentadas a una mesa en la que había tostadas, salchichas, huevos, beicon y mermelada. Descubrí, además, un montón de tortitas. El estómago empezó a sonarme muy fuerte. Pero primero tenía que descubrir por qué se peleaban Alexis y mi abuela. —¿Qué pasa? ¿Qué libros son los que no necesito? —pregunté. Alexis se estremeció y casi se le cae de las manos la tostada reseca que estaba mordisqueando. Lady Mairead sonrió. —Buenos días, Amy. ¿Cómo has pasado tu primera noche en Lennox House? —Bien —dije—. Me, mmm, gusta la cama con dosel. —Qué bien. ¿Te apetece desayunar? —dijo mi abuela indicándome un sitio vacío—. Lamentablemente no estamos familiarizados con vuestros hábitos alimentarios. Hemos hecho un pedido a Lerwick, pero lo más seguro es que no llegue hasta mañana. ¿Te apetece una tostada mientras tanto? —Gracias —respondí mientras me llenaba el plato de beicon y salchichas—. Yo no soy vegana. —A Alexis no le gustaba espe32

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cialmente que comiera carne, pero sabía que mi cuerpo necesitaba más calorías que el suyo porque, por lo visto, lo quemaba todo enseguida. O sea que vivía bajo un principio muy sencillo: si se presentaba la ocasión de comer comida grasienta no la desaprovechaba. Aunque en ese momento a mi madre parecía darle igual lo que comiera. Estaba fulminando a mi abuela con la mirada y tenía las mandíbulas apretadas. Lady Mairead, en cambio, observaba con satisfacción cómo yo engullía la comida. —Tu madre no te lo ha contado todavía, pero en Stormsay tenemos una biblioteca muy especial. Es muy grande y muy… secreta —dijo finalmente—. Algunos documentos tienen más de dos mil años de antigüedad y proceden de la famosa biblioteca de Alejandría. Nuestros antepasados los salvaron del fuego y luego fundaron la biblioteca en Stormsay. ¿Te gustaría verla? Hay volúmenes de un valor incalculable. Miré a Alexis como pidiendo permiso, pero ella estaba demasiado ocupada fulminando a su madre con la mirada. Sea como fuere, no dijo nada. Y yo no fui capaz de ver nada malo en el hecho de ir a visitar una biblioteca, y más si pertenecía a la familia. —Ejem, sí —mascullé entre mordisco y mordisco—. Por supuesto. —Muy bien —respondió lady Mairead asintiendo con la cabeza—. Entonces el señor Stevens te llevará de inmediato. —De acuerdo —dije mientras me servía otra tortita en el plato. Finalmente, Alexis explotó. —¡De acuerdo! —gritó—. Que lo pruebe, pero con una condición. Lady Mairead arqueó las cejas. —¿Y cuál es? Alexis se aferró con tal fuerza a los bordes de la mesa que se le pusieron los nudillos blancos. 33

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—Le daréis un libro infantil —dijo—. Algo inofensivo, una historia en la que no le pueda pasar absolutamente nada. Lo digo en serio. O le dais un libro infantil o nos largamos hoy mismo. —¡Por Dios! —murmuró mi abuela y, sinceramente, yo pensaba lo mismo: ¡Por Dios! El gen familiar de la locura atacaba de nuevo. Por lo visto ahora tenía subyugada a Alexis. kkk

La susodicha biblioteca no se encontraba en Lennox House, ni en ninguna otra casa, en realidad. El señor Stevens (ataviado hoy con una dosis extra de gomina en el pelo, a juzgar por su brillo, para estar a salvo de los ataques de visitantes patosos) me condujo a través del pantano y, en un primer momento, pensé que me llevaría al castillo que había en la otra punta de la isla, en el que, según mi abuela, vivía una familia que se apellidaba Macalister. Pero finalmente se detuvo ante una especie de colina, en cuya cima había unos enormes bloques de piedra colocados unos encima de otros. Formaban un anillo con varias puertas parecido al de Stonehenge y sus cuerpos grises y porosos estaban recubiertos de musgo y líquenes. El señor Stevens, sin embargo, no se dirigió hacia el antiguo monumento, sino hacia la entrada de una cueva al pie de la colina. —Aquí es —dijo mientras sacaba una antorcha encendida de su soporte en la pared rocosa—. Estamos entrando en la Biblioteca Secreta, señorita —declaró con solemnidad. —¿De… acuerdo? —dije con escepticismo, ya que no me atrevía a contradecir la severa mirada del señor Stevens. Además, me gustó que me llamara señorita. Anduvimos unos cuantos metros cuesta arriba por un pasillo que se abría paso entre las rocas, pero al llegar al centro de la colina se terminó de repente para convertirse en una escalera esculpida en la piedra, cuyos peldaños descendían hacia las profundidades de la cueva. Rocé la pared ru34

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gosa con las puntas de los dedos mientras seguía al señor Stevens en la oscuridad. La escalera era muy empinada, y larga. Descendimos paso a paso, peldaño a peldaño, durante lo que me pareció una eternidad. A diferencia de lo que yo suponía, la biblioteca no se encontraba en el interior de la colina, sino debajo de ella, a mucha, muchísima profundidad. Seguro que nos encontrábamos en las entrañas más recónditas de la isla, tal vez incluso por debajo del nivel del mar. Hasta me imaginé estar oyendo el susurro de las olas a lo lejos. ¿A quién diablos se le habría ocurrido la idea de crear una biblioteca en un sitio así? La escalera terminó de repente, igual como había empezado, y me invadió el olor a papel viejo. Nos encontrábamos al lado de las primeras estanterías. Eran de madera oscura y medían unos tres metros de alto. Apoyadas en ellas, unas estrechas escaleras corredizas colocadas a intervalos regulares permitían acceder a las lecturas. Los estantes se curvaban bajo el peso de los libros encuadernados en piel, entre los que también descubrí ediciones de bolsillo y pergaminos amarillentos. Por todas partes se ramificaban los pasillos de estanterías. Lo que había dicho lady Mairead era cierto: esta biblioteca era enorme y antiquísima. En el aire colgaban como el susurro de una promesa el rumor de las palabras y las historias esperando con ansia a ser leídas. ¿Cuántas aventuras estaban escondidas entre el papel y la tinta, cuántas grandes historias de amor, cuántas batallas épicas? Acababa de conocerlo y ya amaba este lugar. Me habría gustado detenerme a acariciar los libros, tal vez habría tomado uno para hojearlo y leer sobre las proezas de un héroe trágico. Ralenticé el paso, pero el señor Stevens me guiaba sin pausa hacia lo más hondo de la biblioteca, cuyos pasadizos parecían formar un laberinto. A pesar de que había lámparas ardiendo entre las estanterías, estaba demasiado oscuro como para que pudiera hacerme una idea 35

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de las dimensiones generales de la cueva, cuyos pasillos se seguían intercalando los unos con los otros. Llegó un momento, sin embargo, en el que las paredes repletas de libros se ensancharon formando una especie de sala que se parecía a una antigua aula de escuela. En ella había pupitres de madera carcomida, cuyos tableros se podían levantar para guardar los cuadernos en el cajón de debajo. Sin duda era una clase, y lo que más me molestó es que no estaba vacía. Delante, en la primera fila, estaban sentados un muchacho y una muchacha de mi edad y, junto a la pizarra, había un hombre calvo con hábito de monje. Tuve la sensación de que un puño invisible me estrujaba el estómago y tuve que ordenar a mis pies que siguieran caminando. —Buenos días, Glenn. Le traigo a Amy Lennox. La señora desea que su nieta asista a clase. ¿Le habían informado de ello? —preguntó el señor Stevens. El hombre junto a la pizarra asintió con la cabeza. —Ah, sí, muchas gracias. La estábamos esperando. ¿Clase? En mi cabeza se disparó una alarma. O sea que esto era realmente una escuela. Y yo era la nueva. ¡Y además en vacaciones, vaya, felicidades! Empecé a sentir un mal sabor de boca. Se suponía que Stormsay me tenía que ayudar a pensar en otra cosa y no… La muchacha de la primera fila tenía el mismo pelo rubio que Jolina. Tragué saliva. El profesor me hizo señas para que me acercara. Tenía las cejas espesas, como si con semejantes cejas pretendiera compensar la falta de pelo en la cabeza. En la frente le empezaba una cenefa puntiaguda formada por gruesas cicatrices que se le extendía verticalmente por el cráneo como si fuera una tela de araña. Un parche le cubría el ojo izquierdo. Hizo como que no se daba cuenta de que lo miraba espantada y me encajó la mano. —Soy Glenn y enseño, desde hace años, a los miembros de las familias Lennox y Macalister. Es un placer volver a tener al 36

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fin a una Lennox entre nosotros —dijo. Luego, señalando a los dos alumnos, añadió—: Estos son Betsy y William Macalister, la hija y el sobrino del señor. Ella es Amy Lennox, la nieta de la señora. —Hola —mascullé. —Hola —respondió la muchacha. Una diadema de satén adornaba su perfecta y brillante melena rubia y sus largas pestañas estaban bien maquilladas con máscara de color negro. Me examinó de arriba abajo. El muchacho, en cambio, hizo un ligero movimiento de cabeza y sonrió un instante antes de continuar escribiendo en su libreta. Tenía el pelo oscuro y revuelto, como si hubiese pasado la noche a la intemperie a merced del temporal. Mientras ellos estaban ocupados subrayando no sé qué en un soneto de Shakespeare, Glenn y yo nos dirigimos hacia una de las estanterías colocadas en la parte trasera de la clase. Por fin tenía la oportunidad de ver los libros con detenimiento. Deslicé la mirada por los lomos de cuero con títulos grabados en letras doradas. Alicia en el País de las Maravillas estaba al lado de Ronja, la hija del bandolero, El mago de Oz y La historia interminable. Encuadernado en cuero de color rojo encontré El libro de la selva. —Vuestros clanes leen desde tiempos inmemoriales, pero lo hacen de un modo diferente a los demás —comenzó Glenn—. Porque en vuestras familias, desde la antigüedad, se hereda de generación en generación un don muy especial, por eso comparten esta biblioteca. —Ajá —asentí. Glenn suspiró. —Sí, ya sé que no tienes ni idea de lo que intento explicarte. Lady Mairead dice que tu madre lo mantuvo en secreto, por eso creo que será mejor enseñarte lo que quiero decir. Ahora vamos a ello, pero antes debes saber algo más: las familias Macalister y Lennox no siempre han convivido tan pacíficamente como aho37

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ra en esta isla. En la Edad Media se desató entre ellas una lucha encarnizada y hace unos trescientos años su rivalidad alcanzó su punto culminante. Durante la disputa se desató un incendio en el que, entre otras cosas, se quemó un manuscrito especialmente valioso. Era la única versión escrita de una leyenda que se perdió para siempre. Desde entonces las familias acordaron una tregua y se han dedicado en exclusiva a proteger la literatura y a preservar los libros que ves aquí. Por eso construimos la biblioteca bajo tierra y mantenemos su existencia en secreto a todo aquél que no sea miembro de una de las dos familias o de absoluta confianza. Todo lo que hacemos y todo lo que tú harás a partir de ahora tiene que ser por el bien de las historias. Me lo tienes que prometer antes de que empecemos… El cuero rojo de El libro de la selva emanaba un brillo sugestivo. «Léeme», gritaba en mis pensamientos. «¡Léeme!». —¿Amy? La mano se me escapó en dirección a los libros. En el último momento pude detenerla antes de que asiera alguno. Aparté el brazo enseguida, hice como si quisiera rascarme la mejilla y empecé a balancearme de un pie al otro, avergonzada. Por desgracia me tropecé con una de las escaleras apoyadas en la estantería, que se cayó al suelo produciendo un gran estruendo. Me puse colorada como un tomate y oí un resoplido despectivo procedente de los pupitres. Glenn contrajo los labios como si quisiera contener una sonrisa, pero al instante volvió a mirarme con su amable severidad. Se aclaró la garganta y continuó como si nada hubiera pasado. —¿Entonces, Amy? —¿S… sí? —¿Juras que cuando leas siempre vas a velar por el bien de las historias y que no harás nada que pudiera destruirlas o cambiarlas? —Mmm, claro, por supuesto —dije. 38

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¿Cómo se supone que se puede destruir una historia por el simple hecho de leerla? —Bien —dijo Glenn—. Tu madre quiere que elijas uno de estos libros. ¿Tienes ya alguno en mente? Media hora más tarde, Glenn, Betsy, William y yo entrábamos en el círculo de piedras situado en la cumbre de la colina. El libro de la selva, suave, rojo y pesado, descansaba entre mis manos. Como no podía ser de otra manera, durante el ascenso resbalé con la hierba mojada, pero conseguí salvar el libro antes de que cayera en el barro. Los jeans que vestía, sin embargo, quedaron manchados de color marrón verdoso en las rodillas, como si fueran rodilleras. Todavía me sentí más avergonzada frente a Betsy, que ascendía la colina con elegancia, y William, que iba el último siguiendo al grupo como si fuese un paseante ocasional. Me pregunté por qué diablos teníamos que leer aquí afuera, con ese viento frío y penetrante que estaba soplando de nuevo. Betsy y William también llevaban libros bajo el brazo, en cambio Glenn había traído una esterilla de playa mohosa que desenrolló sobre el barro bajo una de las puertas del círculo de piedras. —Will, ¿serías tan amable de empezar? —preguntó a continuación. —Con mucho gusto —dijo el muchacho. Su voz era más profunda de lo que había supuesto y sus ojos tenían el mismo color que el cielo: azul tormenta. Además, era alto y flaco, como yo, pero su cuerpo parecía musculoso, como si tuviese fuerza, a pesar de todo. Se dirigió hacia la esterilla con determinación y se tumbó encima de ella de tal manera que la cabeza le quedaba exactamente bajo el arco de piedra. Después abrió su libro y se lo colocó encima de la cara. En la ilustración de la tapa pude ver un perro enorme. Era una novela de Sherlock Holmes, El sabueso de los Baskerville. Conocía la historia, me la habían regalado hacía cuatro años por Navidad, aunque en mi libro el perro no parecía tan te39

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mible. Mientras observaba la tapa vi cómo, de repente, el libro se desplazaba ligeramente hacia abajo y aterrizaba sobre la esterilla. Las páginas centellearon durante un momento. Parpadeé. ¡No, no podía ser! Parpadeé de nuevo, ya que no entendía lo que veía. Pero era evidente: Will había desaparecido. En el círculo de piedras solo quedaba el libro. —¿Qué? —se me escapó. —Estas piedras forman la Porta Litterae —me explicó Glenn—. Son la entrada al mundo de los libros. —Pero… —no me entraba en la cabeza que Will se hubiese esfumado en un instante. —Ahora está en su libro —dijo Betsy con una sonrisa arrogante—. No te asustes, para nosotros es lo más normal del mundo. Abrí la boca y volví a cerrarla porque no sabía qué debía responderle. Glenn me colocó la mano en el brazo. —Lo sé, es difícil de creer. Pero es el don de vuestras familias. Entre los cinco y los veinticinco años podéis saltar en los libros y, una vez allí, aseguraros de que todo marcha bien. Cada uno de vosotros se responsabiliza especialmente de un libro hasta que acaba el bachillerato. En los años siguientes ponéis vuestra habilidad al servicio de todo el mundo literario. Betsy, por ejemplo, se ocupa desde que cumplió los diez años de este libro de cuentos. Ahora saltará en Blancanieves. Betsy se apartó el flequillo de la frente. —Uno de los enanitos causa problemas, se le ha metido en la cabeza abandonar a los demás y abrir una heladería. Hace semanas que intento hacer que entre en razón. Blancanieves y los seis enanitos quedaría mal de veras. —Ah… —¿Me estaban tomando el pelo? Betsy se tumbó en la esterilla con aire desenvuelto y abrió su libro. —Pues vamos otra vez —dijo—. No te preocupes, Amy. Tal vez tú ni lo consigas. Nunca ha habido un saltador de libros que 40

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empezara el entrenamiento a tu edad. O sea que es probable que sea demasiado tarde para ti. —Bueno, eso vamos a comprobarlo ahora mismo, ¿verdad, Amy? —dijo Glenn dirigiéndome una sonrisa reconfortante. Betsy se encogió de hombros y se colocó el libro abierto por encima de la cara. Un segundo después había desaparecido. Solo quedó el crujir de las páginas en contacto con la esterilla. Se me secó la boca. —¿Saltadores de libros? —murmuré—. ¿De verdad que los dos han saltado dentro de los libros? —Sonaba demasiado absurdo, no podía ser verdad. —Sí —dijo Glenn—. Y ahora te toca a ti. Solo tienes que abrir el libro por la escena a la que quieres saltar y hacer como ellos. —No sé —dije. ¿No sería todo más que una broma estúpida? ¿O una especie de ritual de iniciación? ¿Will y Betsy no estarían en realidad detrás de los matorrales con la cámara de su teléfono móvil preparados para filmarme haciendo el ridículo? Glenn interpretó mis dudas de otra manera. —Seguro que lo conseguirás. No creo que Betsy tenga razón. A fin de cuentas, eres una Lennox. Además, si tienes miedo puedes regresar inmediatamente, solo tienes que volver a la página desde la que has saltado. —¿Pero cómo…? ¿Y cuánto tiempo? ¿Y una vez allí qué tengo que…? —tartamudeé indefensa. ¡Era una locura! ¡No se podía desaparecer así sin más y convertirse de repente en un personaje literario! —Yo tampoco te lo puedo explicar, Amy —suspiró Glenn al ver que no me movía de sitio—. Pero vuestras familias lo llevan haciendo desde hace siglos y simplemente funciona. Y hasta hoy todos han regresado —añadió con una sonrisa—. Créeme, no tengas miedo. Además, tu madre se ha encargado de que tu primer 41

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salto sea en una historia absolutamente segura. Pruébalo, echa un vistazo y, cuando tengas suficiente, regresa al punto de partida. Entonces veremos si le encuentras la gracia. Primero me quedé mirando la esterilla bajo el arco de la puerta y después a Glenn, buscando en la mirada de su ojo sano alguna prueba de que estuviese mintiendo. Pero no la encontré. ¿De veras lo decía en serio? ¿Era cierto que los miembros de mi familia poseían ese don especial? ¿También yo tenía la capacidad de viajar por la literatura? Solo pensarlo me parecía ridículo, pero al mismo tiempo… tentador. Hasta ahora solo había visitado el mundo de los relatos, que tanto me fascinaba, en mis fantasías. Pero si ahora existía una posibilidad de penetrar en él de verdad… Deslicé los dedos por el suave cuero rojo y sentí las ligeras hondonadas allí donde estaba grabado el título. El libro de la selva. Nunca había estado en la selva. Y por supuesto nunca había estado en una selva con Baloo, el oso. Se me escapó una sonrisa. Glenn asintió con la cabeza. —Solo inténtalo —dijo señalando la esterilla. Me tumbé encima de ella tal y como había visto que hacían los demás, con la cabeza justo debajo del arco de piedra. No me podía creer que lo estuviese haciendo. Era una locura y me sorprendí a mí misma soltando una risita nerviosa. A pesar de todo, abrí el libro y me lo coloqué sobre la cara. El papel me rozaba ligeramente las mejillas y el puente de la nariz, y me cubrió la vista. Las letras estaban demasiado cerca para poder leerlas. Se desdibujaron ante mis ojos y se convirtieron en un remolino de tinta. Revoloteaban y se deformaban. Las palabras se retorcían y se separaban las unas de las otras formando arbustos y follaje. Entonces fue como si me lloviesen encima, como si fueran una lluvia de palabras que me azotaba. Al cabo de un momento me encontraba entre las raíces de un árbol gigante. A mi alrededor había una explosión de tonos verdes 42

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en todos sus matices. Las lianas trepaban por los troncos de los árboles y entre ellas proliferaban los helechos. El aire era cálido y húmedo y tenía un olor dulzón a flores exóticas. A mi lado oí una risa infantil. Me levanté quitándome una enorme hormiga de la rodilla. Me arrastré entre los matorrales en dirección a las voces. La vegetación era espesa, pero a los pocos metros divisé entre los helechos a un grupo de lobos. Para ser exactos, eran dos ejemplares adultos con el pelaje de color gris plateado que conversaban en voz baja y un montón de cachorros a sus pies que jugaban alegremente con un niño que no debía de tener más de dos años. ¡Mowgli! ¡Era el principio de El libro de la selva! ¡La familia de lobos acababa de encontrar a Mowgli abandonado en la selva y había decidido criarlo, y yo estaba allí! Me entró un mareo. Si bien todavía no había leído el libro, conocía la versión Disney de la historia. Era una de mis películas preferidas cuando era pequeña. ¿Ahora aparecería la pantera Bagheera? ¿O Baloo, el oso? ¿Iba a cantar como en la película? ¿Iríamos juntos a la ciudad perdida de los monos? ¿Podría entender el lenguaje de los animales y hablar con ellos? ¡Dios mío, acababa de saltar de veras en un libro, era real! Mis pensamientos se precipitaban mientras me iba acercando a la familia de lobos y a Mowgli. Este último, por cierto, y a diferencia de la película, tenía el pelo rizado y no llevaba ningún bañador rojo. Pero cuando me disponía a salir de detrás de los matorrales para saludar a los lobos con un amistoso «Hola, ¿qué tal?», noté que algo me tocaba la espalda. Me quedé petrificada, porque ese algo era blando y pesado y tenía toda la pinta de ser una especie de garra. Me di la vuelta a cámara lenta y… … me encontré de frente con los rasgos de depredador de Shere Khan, el tigre. Sus amarillos ojos de felino me fulminaron con la mirada y de repente me acordé de que la historia trataba básica43

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mente de que este tigre cazaba a Mowgli y quería comérselo porque temía a los humanos y sus armas. Y porque era un tigre y los tigres en libertad suelen comerse a los humanos. Shere Khan me enseñó los dientes y su apestoso aliento me dio en toda la cara. Entonces entendí por qué Alexis había insistido tanto en elegir para mí un inocente libro infantil. Aunque, al parecer, ni siquiera estos eran del todo inofensivos. Si me ponía a gritar pidiendo ayuda, ¿podrían rescatarme los lobos? Inspiré profundamente, pero antes de poder emitir sonido alguno vi cómo el tigre se llevaba una garra a los labios. ¿Se la llevó a los labios? —No puedes alterar el argumento, lectora —susurró Shere Khan. Su voz no era más que un ligero ronroneo—. Si te ven no se quedarán con el niño. Entonces tendrás que quedarte tú con el chiquillo y toda nuestra historia se desmoronará. Me quedé mirando al tigre fijamente. Podía hablar. —Ejem —hice yo. El tigre ladeó la cabezota que tenía. —No tan alto —murmuró—. Te lo acabo de decir. Ven conmigo. El felino se puso en marcha y, tras un breve titubeo, lo seguí a través de la maleza de la jungla. Me pregunté qué probabilidades habría de que Shere Khan me estuviera llevando lejos del alboroto de los lobos con el único propósito de comerme cómodamente. En tanto que visitante, ¿podía morir dentro de la historia o era inmune a cualquier peligro? Bajo el pelaje rayado del tigre se adivinaban sus imponentes músculos mientras él avanzaba en silencio. En cambio, yo no podía evitar el pisar ramas y hojas, lo que provocaba un crujido a cada paso y me alejaba mucho de la elegancia en los andares de mi acompañante. Si de veras quería atacarme no tendría ninguna posibilidad de escapar. Sin embargo, a cada paso que daba, mi miedo se desvanecía bajo el follaje de la selva. Me tranquilizaba pensar que Shere 44

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Kahn ya podría haberme matado si hubiera querido, pero no lo había hecho. Además, no podía imaginarme siendo engullida por alguien con quien acababa de conversar. El tigre me condujo hacia un claro en el que había un árbol caído. Me senté encima del tronco. Shere Khan se tumbó junto a mí con la cabeza sobre las garras. Movía la cola y, al hacerlo, agitaba los helechos. —Soy Shere Khan —dijo. —Amy —me presenté—. Lo siento, nunca había estado en un libro y no sabía… —Está bien —dijo el tigre—. Te diría que esta es la ley de la selva, pero vale para todo el mundo literario: los lectores no pueden intervenir. Bajo ningún concepto. Tienes que mantenerte siempre al margen, entre las líneas. —¿En un segundo plano, para decirlo de alguna manera? Shere Khan asintió con la cabeza. —De acuerdo —dije. Ahora que estaba casi segura de que el tigre no me haría nada me invadió una nueva oleada de emoción—. ¿Y cómo lo hago? Por cierto, un placer conocerte. ¿Sabes dónde puedo encontrar a Baloo y a Bagheera? ¿Por dónde se llega a la ciudad de los monos? ¿Es verdad que el fuego te da mucho miedo? El tigre suspiró y se levantó. —Será mejor que preguntes a alguien del mundo exterior. Dentro de algunas páginas presentarán a Mowgli ante el consejo de lobos. Entonces yo saldré de entre la maleza y reclamaré que me lo entreguen —me explicó—. Por aquí se regresa al argumento y al árbol que te llevará de vuelta a casa. Shere Kahn desapareció entre la maraña de vegetación mientras pronunciaba las últimas palabras. Yo seguí un rato más sentada en el tronco. ¿Debía seguirlo y saltar de vuelta hacia Stormsay? O… 45

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Como si tuvieran vida propia, mis pies me llevaron en la dirección contraria. Esta excursión era demasiado emocionante como para ponerle fin ahora. Había hablado con Shere Khan, el tigre. Todo era tan increíble… ¡Increíblemente fantástico! Puede que pronto pudiera ir tras Casiopea, la tortuga de Momo, pensé mientras me iba sumergiendo en la jungla. Había tantas historias que quería visitar, tantos personajes a los que quería conocer fuera como fuese. Pero por el momento me habría bastado con ver a Baloo bailando en la ciudad de los monos. Como en la selva no hay caminos, trepé por las raíces y las rocas y me abrí paso entre los helechos y las lianas hasta que la vegetación empezó a aclararse. En vez de encontrarme con una ciudad perdida o con un pueblo primitivo, los árboles dejaron sitio a un paisaje completamente diferente. De repente, el aire se volvió manifiestamente más frío y seco. Había una calle que cruzaba campos y praderas. A lo lejos descubrí un molino de viento y a un caballero que se dirigía galopando hacia él con la lanza inclinada. Delante de mí había un cruce de caminos y, en su centro, se elevaban unos cuantos paneles de señalización. Una flecha que indicaba la dirección por la que yo había venido llevaba grabado El libro de la selva con elegante caligrafía; otra indicaba Las tragedias de Shakespeare. Otros indicadores conducían hacia Don Quijote, Alicia en el País de las Maravillas y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. ¡Caramba! Al parecer me encontraba en el borde de El libro de la selva y ahora podía elegir hacia qué historia quería viajar a continuación. Ya me había decidido por hacerle una visita al asesino esquizofrénico Jekyll/Hyde cuando descubrí una nueva flecha. Era más pequeña que las demás y llevaba escrita una sola palabra, era tan solo un garabato, como si la hubieran pintado deprisa y corriendo: Línea. Nunca había oído hablar de este libro. ¿Qué autor serio titularía su libro Línea? 46

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La calle que conducía hacia allí apenas merecía tal nombre, era más bien un sendero trillado entre las rocas. Había grava por todas partes, pero bueno, al fin y al cabo, acababa de abrirme paso entre la maleza de la jungla y, además, estaba muerta de curiosidad. Sin pensármelo dos veces, me puse en marcha. El extraño título me rondaba por la cabeza mientras iba avanzando sorprendentemente bien. Habría sido típico de mí golpearme los dedos de los pies, tropezarme o resbalar con alguna piedra suelta. Pero al parecer la grava literaria iba a portarse bien conmigo. Pronto me encontré caminando a lo largo de un desfiladero. Bajo mis pies crujía la arena y las paredes rocosas me devolvían el eco de los pasos. En un momento dado me pareció oír voces. ¿Acaso me estaba acercando a la siguiente historia? ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Hacía cinco minutos que estaba hablando con Shere Khan o ya había pasado una hora? Finalmente, el sendero hizo una curva y, detrás de ella, vi a un hombre en cuclillas, aunque tuve que mirar varias veces para reconocerlo como tal, ya que llevaba medias de seda, zapatos de tacón y el pelo largo atado en una coleta con una cinta de terciopelo. Tenía la cara oculta entre las rodillas y se cubría la cabeza con las manos para protegerse de las tres ancianas encapuchadas que revoloteaban a su alrededor, arañándole los brazos con sus largas uñas. —Te saludamos, joven Werther —chilló una. —Encontrarás la felicidad junto a Lotte —gritó la segunda. —Pronto te casarás con ella —voceó la tercera. El hombre todavía se encogió más sobre sí mismo y vi cómo sus hombros temblaban bajo el chaleco bordado. Un sollozo se mezcló con el griterío de las viejas. —Marchaos —suplicaba con voz ahogada. Pero sus súplicas no interesaban a las tres pelmazas. —Te saludamos —empezó de nuevo la primera acercándose al hombre. Su voz retumbaba por el desfiladero y hacía vibrar las 47

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paredes de roca. Por todas partes se desprendían polvo y pedazos de piedra. La víctima se hizo todavía un poco más pequeña y ni siquiera intentó plantarles cara. —Te saludamos, joven novio —empezó la primera. La escena me tenía tan fascinada que olvidé, ahora sí, prestar atención al camino y me tropecé con una de las rocas más grandes. Salí disparada y fui a parar de lleno entre el hombre que gimoteaba y sus martirizadoras, aunque logré mantener la compostura en el último momento. Las ancianas enmudecieron de golpe y se quedaron mirándome con ojos aguados. Su pelo serpenteaba bajo las andrajosas capas que vestían como si tuviera vida propia. Me aclaré la garganta, articulé algo que quedó muy lejos de parecerse a un «buenos días» y tragué saliva. Las tres ancianas sisearon de manera amenazadora y el hombre sollozó. Bueno, ahora que yo era el centro de atención me sentía obligada a ayudar al pobre hombre de alguna manera. —¿N… no veis que no está bien? Dejadlo en paz. Las ancianas sonrieron. —Eres valiente —chilló la segunda. —Eres una lectora —gruñó la primera. —Sí —dije enderezando la espalda—. ¿Y vosotras quiénes sois? Se rieron. —Te gustaría saberlo, ¿eh? —aulló la tercera—. Vamos, hermanas, es la hora de tomar nuestra poción mágica. Todavía se oían sus risas mientras se elevaban hacia el cielo y se iban volando. El hombre espiaba desde detrás de los codos. —Le doy las gracias —masculló. —De nada. Solo espero no haber alterado el argumento —dije. Acababa de recordar que hacía un rato un tigre gigante me había advertido de que no podía intervenir en el transcurso de las historias. Me mordí el labio. 48

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Pero el hombre hizo un gesto negativo con la mano. —No, no, esto de aquí es tierra de nadie. Iba de camino a la Línea cuando me encontraron. En realidad, fuera de su obra de teatro son inofensivas. Es solo que les divierte recordarme mis sufrimientos, sabe usted. —¿Por qué? —Oh, supongo que es porque soy un blanco fácil. —No sin dificultad, el hombre se incorporó y sacó un pañuelo de encaje. Por su cara vi que era más joven de lo que había supuesto. Se sonó la nariz y me miró desde detrás de sus largas pestañas—. Perdone, pero ¿es usted la señorita Amy? —Ejem, sí. ¿Cómo sabe mi nombre? —Si le digo la verdad, la mitad del bosque encantado la está buscando. Dicen que en el mundo exterior temen que no haya sobrevivido al salto. —Oh —dije colocándome el pelo detrás de las orejas—. Entonces tendré que demostrarles que no es así. kkk

Poco después, cuando regresé saltando desde mi árbol gigante, como me había indicado Shere Khan, y aterricé en el círculo de piedras, me encontré con las caras de preocupación de Betsy y de Glenn. Will se mantenía alejado, al borde de la colina. Saltaba a la vista que estaba muy pálido y sujetaba tan fuerte El sabueso de los Baskerville, que las venas de las manos se le transparentaban bajo la piel. Tenía la mirada perdida a lo lejos y no pareció darse cuenta de mi aparición. Los otros dos, en cambio, se precipitaron sobre mí. —Por fin —se le escapó a Glenn—. ¿Has tenido algún problema? ¿Estás herida? —preguntó mirándome de arriba abajo. —Mmm, no, yo… 49

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—Es demasiado tarde, eso es todo —me interrumpió Betsy—. Es demasiado mayor para empezar con la formación. Tal vez una Macalister lo lograría, pero una Lennox… —Betsy —le advirtió Glenn, pero ella no se dejó confundir. —En cualquier caso, no sirve de nada que se pase las horas plantada en el lugar donde ha saltado sin poder moverse. ¿Cómo se supone que aprenderá a hablar con los personajes? Dejad que acabe de pasar las vacaciones aquí y que regrese a Alemania. No se pueden forzar las cosas. —Ejem, a ver, en realidad no me he quedado plantada en ningún sitio —dije levantándome de la esterilla con el libro entre las manos—. Primero mantuve una conversación con Shere Khan, el tigre. Pero como él tenía que regresar al argumento, continué el camino sola y, en un momento dado, la jungla se terminó. Entonces encontré un panel de señalización y… —¿Has abandonado El libro de la selva? —gritó Glenn. —Los estudiantes no estamos autorizados a hacerlo —dijo Betsy con desprecio. En su mirada había una llama que ya había visto antes en mis compañeros de clase en Alemania. Era envidia. Pero ella se esforzaba por ocultarla. Glenn cruzó los brazos delante del pecho. —Bueno, parece ser que tienes el don. Sin embargo, en este punto tengo que darle la razón a Betsy: es demasiado pronto y demasiado peligroso para ti que explores el mundo literario fuera de las fronteras de tu libro de ejercicios. Betsy asentía celosamente con la cabeza mientras Will dirigía, ahora sí, su atención hacia nosotros y me examinaba con interés.

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